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Cambios de humor en Juana de 1496 a 1509
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Situados en el centro de la península, comprendían un vasto territorio de 24.000 kilómetros cuadrados distribuidos entre las regiones del Lacio, la Umbría, la Marca, las Legaciones de la Romaña, Bolonia y Ferrara, con las ciudades de Benevento y Pontecorvo, lindantes con el reino de Nápoles, habitado a comienzos de la centuria por más de 300.000 personas. A nivel político se gobernaban por un sistema muy peculiar, parecido a una monarquía teocrática donde el sistema electivo permitía la aparición de facciones y grupos dentro de la Iglesia, así como interferencias de las naciones católicas europeas en los cónclaves. La administración estaba muy centralizada y burocratizada aunque pervivían ordenamientos particulares en algunas ciudades -Bolonia hasta 1780 tuvo su propio Senado y un embajador ante el Papa-, y los cardenales enviados a provincias acumulaban poderes casi ilimitados, además de subsistir un poder feudal y poderoso en algunas zonas, en la que se instauró un sistema absolutista. Un grave problema que hubo de afrontarse en esta época fue el permanente déficit financiero debido a la crisis económica, cuando además el dinero que venia a Roma procedente de los Estados nacionales había sufrido un profundo recorte por los gobiernos regalistas, y la incapacidad de aquéllos de adoptar medidas urgentes que acabaran con la situación. Otro problema constante fue las relaciones del Papado con los Estados europeos, condicionadas por dos factores: la presión de las potencias extranjeras en los asuntos italianos y la conversión de Italia en escenario bélico cada vez que estallaba un conflicto internacional con sus secuelas subsiguientes (por ejemplo, en el curso de la Guerra de Sucesión polaca se rompen las relaciones con Nápoles, Madrid y Lisboa), y la creciente pérdida de influencia de la Iglesia en Europa por la irrupción del regalismo y los avances del laicismo. Este segundo factor, nuevo en el período, origina momentos de tensión ante determinados problemas e incluso triunfos claros de los Estados laicos como cuando se disuelve la Compañía de Jesús en 1773. Clemente XIII (1730-1740) adoptó medidas importantes en este terreno: atención a los transportes y comunicaciones, agricultura y comercio. Se firmó un acuerdo comercial con el Imperio. Se creó el puerto franco de Ancona (1732) para intensificar los intercambios en el Adriático, construcción de un canal para la navegación del Po e intentos de hacer navegable el Tíber. Grandes obras públicas (caminos, puertos y canales). Esta política económica fue acompañada de una política de difusión de la cultura. El estallido de la Guerra de Sucesión polaca interrumpió el proceso reformador al aparecer en su territorio ejércitos extranjeros que gravaron a la población con impuestos, espolios de bienes y reclutamientos forzosos, lo que provocó un enorme descontento que explotó en sublevaciones y tumultos. Benedicto (1740-1758), personaje muy culto, especialista en Derecho Canónico, y una de las figuras más sobresalientes de la época, prosigue la obra reformadora del anterior: mejoras urbanísticas y administrativas; unificación y saneamiento de los oficios de Tesorería, Hacienda y Contabilidad; adopción del libre comercio de los granos; política de obras públicas (saneamiento y desecación de pantanos en zonas infectadas de paludismo), saneamiento de la moneda, etc. Pero sería sobre todo Pío VI (1775-1796) el que llevó a cabo una obra de verdadera renovación en el campo agrícola y financiero: saneamiento del Pontino palúdico; realización de un catastro (1775) para obligar a pagar a los propietarios de tierras; reforma tributaria que preveía la supresión de inmunidad fiscal de los grupos privilegiados y la introducción de un impuesto general para toda la población (no llegó a hacerse por la resistencia que levantó); abolición de las aduanas y peajes internos en 1793 y adopción del libre comercio.
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El testamento de Sancho el Mayor de Navarra (1035) se atuvo a unos criterios patrimonialistas en cuanto se produjo la división de sus Estados. Sin embargo, en la mente del monarca estaba el mantener una cierta cohesión basada en un bloque vascón o vasconizado fuerte en manos de su primogénito García: un reino de Navarra considerablemente expandido. En sus flancos quedaban, en manos de los otros hijos, unos Estados más modestos: los condados de Castilla y Aragón (que algún tiempo después se erigirían en reinos) y, más en Oriente, los de Sobrarbe y Ribagorza. Poca vigencia tendría el diseño de este mapa. El gran beneficiario de los cambios seria Fernando de Castilla. Vencedor de los leoneses en Tamarón (1037) se haría con el control de este reino por vía de consorte. Vencedor asimismo de García de Navarra en Atapuerca (1054), Castilla conjuraba el peligro de expansionismo navarro. Las brillantes campañas contra los musulmanes, especialmente en el Norte de Portugal -Coimbra cae en 1064-aseguraron a Fernando I de Castilla y León una autoridad incuestionada en el conjunto peninsular. La división de sus Estados a su muerte (1065) fue un hecho realmente traumático saldado unos años más tarde con la supervivencia política de uno de sus herederos: Alfonso VI, el emperador de las dos religiones tras su conquista de Toledo en 1085. La ocupación de esta urbe -por más que atrajera la contundente réplica militar de los almoravides del Norte de África- tuvo un extraordinario valor. Suponía un paso más en la materialización de ese sueno de restauración neogótica que había anidado ya en la corte de los reyes astures. A su muerte en 1109, Alfonso VI dejaba unos Estados considerablemente ampliados pero también pesadas hipotecas: la recuperación militar islámica que hacía muy vulnerable la línea del Tajo, y un crispado problema sucesorio. La "Historia Compostelana" se haría lenguas de las disputas entre su heredera Urraca y su segundo esposo Alfonso I de Aragón. Importantes revueltas urbanas (Sahagún, Compostela...) enrarecieron más aún el panorama. Este sólo se despejaría cuando un hijo de Urraca y de su primer marido (Raimundo de Borgoña) tomase con firmeza las riendas del poder a partir de 1127: Alfonso VII. Aparece este monarca como el último representante importante del sueño imperial leonesista. En 1135, en efecto, era coronado solemnemente como emperador en la catedral de León ante una gran asamblea de magnates. Era, sin embargo, el cenit de un viejo ideal: por los mismos años y en el flanco occidental del Estado castellano-leones, el condado de Portugal manifestaba ya veleidades abiertamente secesionistas. De hecho, a partir del acuerdo de Valdevez de 1141, Alfonso VII reconocía a su primo Alfonso Henriques de Portugal un amplísimo margen de autonomía en sus dominios. Alfonso VII repetiría el mismo gesto testamentario que Fernando I. Ello provocó el que Castilla y León tuvieran monarcas independientes a lo largo del medio siglo siguiente. Los dos reinos (Castilla con Sancho III y luego con Alfonso VIII; León con Fernando II y más tarde con su hijo Alfonso IX) tuvieron que pugnar con un enemigo común a todos los Estados hispano-cristianos: los almohades del Norte de África, frenados definitivamente en la batalla de Úbeda (Las Navas de Tolosa) en 1212. Tuvieron también que atender los problemas suscitados en otras áreas fronterizas. En el caso de León, con un Portugal que aspiraba a ser un reino en pie de igualdad con sus vecinos leoneses. En el caso castellano, con la monarquía aragonesa y con un reino de Navarra que, desde principios del siglo XIII, vio perder su dominio sobre las provincias Vascongadas. La fijación de unas líneas de frontera que se deseaba fueran lo más estables posibles, favoreció un intenso proceso de repoblación interna. Se ampliaría con otro en la franja costera cantábrica. A la muerte de Alfonso VIII en 1214 la nueva unión de Castilla y León aún se haría esperar. En el segundo de estos reinos siguió gobernando su primo Alfonso IX hasta su muerte en 1230. Berenguela de Castilla desempeñaría al lado de su hijo Fernando un papel similar al que su hermana Blanca estaba cumpliendo junto a Luis IX de Francia. La energía y los buenos oficios de esta mujer lograron, a la postre, que los reinos de Castilla y León quedasen definitivamente bajo la autoridad de un solo monarca: Fernando III que, como su primo francés, acabaría también siendo elevado a los altares. Desde 1230, por tanto, el bloque castellano-leones, el mayor beneficiario hispanocristiano de la expansión hacia el Sur, se va a convertir en la gran potencia peninsular. Su solidez se puso a prueba en el reinado del sucesor de Fernando, Alfonso X, plagado de luces y sombras. Monarca reconocido como promotor cultural, su actividad política se saldó con graves fracasos. La expansión hacia el Sur obtuvo parcos resultados y aún tuvo que sofocar una grave revuelta de población mudéjar de los territorios recientemente incorporados a la Corona castellana. Su sueno de acceder al trono imperial alemán se saldó con un enorme fiasco y el dispendio de enormes sumas. Las querellas con aragoneses y portugueses no le supusieron beneficio sustancial. Los primeros síntomas de la crisis económica que empezaba a sacudir a Europa se dejaron sentir también en la Corona castellana. Los últimos años de reinado de Alfonso X quedaron marcados por su mortal enfrentamiento a su hijo Sancho con motivo de la sucesión al trono. Este era el segundogénito pero trataba de imponer sus derechos por encima de sus sobrinos -hijos del primogénito fallecido- los llamados Infantes de la Cerda. Sancho IV fue proclamado rey en 1284 y mostró dotes de buen gobernante: frente a los musulmanes granadinos y sus aliados benimerines del Norte de África defendiendo las posiciones del Estrecho; frente a una nobleza levantisca cuya cabeza, Lope Díaz de Haro, fue eliminado; y frente a los Infantes de la Cerda quienes, reclamando sus derechos al trono, no dudaron en recabar el apoyo militar aragonés. Sancho moría prematuramente en 1295. Dejaba en principio una negra perspectiva con un menor, Fernando IV, en el trono. La reina madre Maria de Molina sería quien con extraordinaria energía y el apoyo de las ciudades logrará mantener a raya la situación hasta la proclamación de la mayoría de edad de su hijo en 1301. El joven monarca logró, por la vía del acuerdo, solventar el contencioso con los aragoneses (a su esfera pasaba a integrarse el norte del reino de Murcia, correspondiente a la zona alicantina) y con los Infantes de la Cerda. La gran operación conjunta antiislámica proyectada por aragoneses y castellanos dio escaso fruto y, además, en 1312 Fernando IV moría dejando el trono a un niño como heredero Alfonso XI. En estos años surge en el panorama político ibérico un novel Estado: el reino de Portugal. Las tierras situadas al sur de la desembocadura del Miño constituyeron el condado de Portugal que Alfonso VI de Castilla y León otorgó a Enrique de Borgoña, casado con su hija natural Teresa. De esta unión nació Alfonso Henriques quien, merced a una hábil política de pactos con su primo Alfonso VII, fue conquistando importantes parcelas de autonomía para su condado. Su victoria sobre los musulmanes en Ourique en 1139 fue el punto de arranque para titularse "Rex Portucalensiorum". La conquista de Lisboa en 1147 marcó un fuerte impulso para una marcha hacia el sur en ocasiones obstaculizada por las contraofensivas almohades. Hacia mediados del siglo XIII los herederos de Alfonso Henriques podían dar por concluida la reconquista lusitana con la ocupación de algunas plazas en el Algarbe. El otro contencioso portugués se mantendría con la monarquía leonesa. Con Alfonso Henriques hubo ya duros enfrentamientos. Habría que esperar más de un siglo para que, en 1297 y por el acuerdo de Alcañices, se fijaran las fronteras entre la Corona castellano-leonesa y el reino de Portugal. Para entonces la monarquía lusitana estaba gobernada por un digno émulo de Alfonso el Sabio: Don Dionís. Gran impulsador de la vida intelectual, activo legislador y creador de una marina real, este monarca haría de su Estado una potencia con la que contar en el futuro de las relaciones internacionales.
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Los núcleos hispanocristianos que se apoyaron en el Pirineo durante el Alto Medievo -del reino vascón de Navarra a Occidente a los condados de la primitiva Cataluña en Oriente- experimentaran en los siglos siguientes una serie de reajustes políticos. El hegemónico reino de Navarra perderá importancia paulatinamente en beneficio del eje catalonoaragonés. Este se proyectará primero hacia el Ebro, y, más tarde, hacia el Levante y las islas del Mediterráneo occidental. En Navarra la muerte del rey García Sánchez en Atapuerca a manos de los castellanoleoneses fue el primer aviso para un prometedor Estado que fue objeto de las ambiciones de sus vecinos aragoneses del Pirineo Central y, a la larga también, de la pujante dinastía Capeto. Entre 1076 y 1134 Navarra unió sus destinos al reino de Aragón y, conjuntamente, ejercieron una fructífera expansión hasta más allá del curso medio del Ebro. Cuando soltó lazos de sus vecinos, Navarra se convirtió en un pequeño Estado que perdió su salida al mar a manos de Castilla. Apenas consiguió una compensación territorial con una pequeña expansión en Ultrapuertos, al otro lado del Pirineo. La última dinastía indígena se extingue con la muerte de uno de los combatientes de la jornada de Las Navas de Tolosa: Sancho VII el Fuerte (1234). Durante algunos años gobernaría una familia de ascendencia francesa: la Casa de Champaña. Su última representante, Juana, casaría con Felipe IV el Hermoso. Navarra quedaba con ello reducida a la categoría de una mera provincia de los dominios Capeto. En la Corona catalano-aragonesa, pese a las dificultades sufridas por los condados catalanes a fines del primer milenio -saqueo de Barcelona por Almanzor incluido- la recuperación fue notable desde los primeros años del siglo XI. La disolución del Califato de Córdoba y el relajamiento de los lazos feudovasalláticos mantenidos hasta entonces con la monarquía francesa colaboraron poderosamente a la afirmación de la primitiva Cataluña. Un siglo después, el conde barcelonés Ramón Berenguer III daba importantes pasos para la restauración de la sede metropolitana de Tarragona. Para esas fechas, sus vecinos del Pirineo Central habían logrado éxitos notables. El condado de Aragón, elevado a la categoría de reino, se convirtió en la más importante fuerza aglutinadora: Sobrarbe y Ribagorza cayeron sin dificultades en su órbita. El propio reino de Navarra se unió a Aragón durante los reinados de Sancho Ramírez, Pedro I y Alfonso I el Batallador. Bajo el gobierno de éste, Aragón experimentó una impresionante expansión a costa de los musulmanes del valle del Ebro. A su muerte sin descendencia, los barones aragoneses eligieron a su hermano Ramiro II el Monje. Una hija de este -Petronila- casaría con Ramón Berenguer IV de Barcelona. La unión de Cataluña y Aragón se mostró extraordinariamente fructífera. Con unos intereses a caballo del Pirineo, los primeros monarcas al frente de estos Estados (Alfonso II y Pedro II) mantuvieron una activa política al otro lado de la cordillera. La derrota de Muret en 1213, sin embargo, marcó el inicio del declive de la presencia catalanoaragonesa en el Languedoc. El acuerdo de Corbeil consumaría el repliegue de posiciones en el Mediodía francés. Las compensaciones, sin embargo, vinieron de los avances en Levante y el Archipiélago Balear emprendidos por Jaime I (1214-1276). La incorporación de Valencia como reino con sus fueros propios acentuó el carácter confederal de los Estados de la Corona aragonesa. Menos afortunado fue Jaime I en otras decisiones: especialmente su testamento, que otorgaba a su primogénito Pedro Aragón, Valencia y el condado de Barcelona; al menor, también llamado Jaime, el reino de Mallorca, los condados de Rosellón y Cerdeña y el señorío de Montpellier. Pedro III el Grande lanzaría a la Corona aragonesa a una política de autentico imperialismo mediterráneo. Los escarceos militares en el Norte de África fueron un mero preámbulo de su gran aventura: la incorporación de Sicilia a la casa real aragonesa tras la jornada de las "Vísperas Sicilianas". Pedro III, al enfrentarse con los angevinos del Sur de Italia, se convertía de rechazo en paladín de la reacción antipapal. Audacia que en los últimos años de su vida (muere en 1285) le supondría importantes contratiempos. Una cruzada lanzada contra los Estados de la Corona aragonesa sería a la postre rechazada por los estrategas del rey aragonés. El costo militar fue alto y no menor el político: obligado por las circunstancias y para lograr los necesarios apoyos, Pedro hubo de suscribir en 1283 el llamado "Privilegio General". Por el se comprometía a respetar los usos y privilegios tradicionales de la aristocracia aragonesa y de las ciudades. Daba así marcha atrás a las ínfulas autoritarias que habían caracterizado los primeros tiempos de su reinado. El heredero de Pedro, Alfonso III, recibía una situación institucionalmente delicada. Las fuerzas vivas que habían plantado cara a su padre no estaban dispuestas a renunciar a sus conquistas y amenazaron con recurrir al apoyo castellano, francés y pontificio. El resultado fue la firma por el monarca aragonés del "Privilegio de la Unión" (1287) por el que se ratificaban y ampliaban las concesiones otorgadas en el General. Los años siguientes fueron de repetidas fricciones entre el rey y el sector unionista más duro. El tratado de Tarascón de 1291 que desbloqueó la situación exterior y cambió la actitud de los Papas hacia la casa aragonesa, fue un balón de oxigeno para Alfonso III que murió a los pocos meses. Se abría un dilatado reinado: el de Jaime II (1291-1327) en el que el imperialismo mediterráneo experimenta un nuevo impulso. Bien de forma directa o a través de una rama menor -la dinastía aragonesa afincada en Sicilia- el "casal de Barcelona" lanzará sus tentáculos hasta la otra cuenca del Mare Nostrum. La fantástica aventura de los almogávares en el Imperio de Oriente es la más acabada y legendaria expresión de este proceso.
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La precaria cohesión política del reino de Nápoles era del todo inexistente en el estado pontificio, dividido en innumerables señorías. Todo el Lazio estaba en manos de linajes locales (Orsini, Colonna, Anguillara, Conti, Savelli y Caetani) que luchaban entre sí para imponer su hegemonía a los demás. Orsini y Colonna dominaban la escena política a principios del siglo XIV en los Estados Pontificios. Los primeros, miembros de la aristocracia más rancia, se habían opuesto vehementemente a la entrada del emperador Enrique VII en Roma (1311). Por su parte, los Colonna, una vez recuperadas sus posesiones con la muerte de Bonifacio VIII (1294-1303), habían vuelto a desempeñar un importante papel en el juego político en perjuicio de los Caetani. Así, Esteban Colonna (muerto en 1350) pudo reconstruir el castillo de Palestrina, destruido durante el pontificado de Benito Caetani. En Roma, capital abandonada por los pontífices, existía pese a todo un sentimiento unitario entre las capas burguesas de la sociedad, que fue capitalizado por Cola de Rienzo. Hijo de un tabernero y de una lavandera, Cola había conseguido finalizar sus estudios notariales tras sortear gran número de dificultades. Profundo admirador y estudioso de la antigua Roma, pretendió devolver a la ciudad su pasado prestigio. Su aparición en la escena política romana coincidió con la revuelta popular que derribó el gobierno del Senado, controlado por los principales linajes de la ciudad, e instauró el de los trece "boni homines", que representaban a las corporaciones urbanas. Cola fue enviado por el nuevo consejo a Aviñón en 1343, con la intención de que explicara a Clemente VI las razones del cambio de gobierno y la anarquía política que había vivido la ciudad hasta la fecha. Pese a la desconfianza de la Curia pontificia, Cola fue recibido por el Papa y retornó a Roma en 1344 con el cargo de notario de la Cámara Municipal, título que utilizó para consolidar su posición política. En 1347 un motín contra la oligarquía romana lo llevó al poder en calidad de tribuno. Puso en marcha un programa de reformas encaminadas a restablecer la autoridad pública y a garantizar la seguridad y la paz. Naturalmente, los linajes nobiliarios se opusieron radicalmente al gobierno de Cola y no dudaron en combatirlo con la fuerza de las armas, siendo derrotados a las puertas de Roma por un ejército popular. Cola de Rienzo quiso extender su proyecto político a otras localidades del Estado pontificio, encontrando el apoyo incondicional de intelectuales como Petrarca. Sin embargo, la ambición creciente de su programa comenzó a abrir resquemores en Aviñón. El pontífice envió a Roma al cardenal-legado Bertrand de Deux, con el objeto de reorganizar la resistencia nobiliaria contra el tribuno. Sin el apoyo de una todavía débil clase burguesa, Cola se vio forzado a huir a Abruzzo, donde, en los montes de Maiella, entró en contacto con comunidades de "fraticelli", encuentro que radicalizó su discurso político. Algunos meses más tarde, Rienzo se trasladó a la corte imperial para presentar su programa a Carlos IV. El emperador no dudó un instante en enviarle prisionero a Aviñón, evitando así un posible enfrentamiento con el pontificado. El nuevo papa, Inocencio VI, elegido en 1352, incorporó algunas ideas de Cola a su proyecto de restablecer el orden en los Estados Pontificios. Envió con tal fin al cardenal Gil de Albornoz (1353-1367), quien consiguió el reconocimiento de la autoridad pontificia por parte de la mayoría de señorías del Lazio y de las regiones colindantes. Obra del cardenal fueron las "Constitutiones Aegidiane" (1357) que marcaron la organización interna del Estado de la Iglesia hasta 1816. Cola de Rienzo consiguió entrar nuevamente en Roma, donde fue elegido senador. Aislado y sin el apoyo de sus antiguos aliados, fue asesinado el 8 de octubre de 1354 mientras trataba de huir de la ciudad. El nuevo ordenamiento otorgaba al Estado una teórica unidad, que resultó del todo ineficaz, cuando en 1378 estalló la guerra entre Roma y Florencia. Numerosas ciudades pontificias se rebelaron y negaron el apoyo al Papa en el conflicto. Una de ellas, Cesena, fue saqueada despiadadamente por mercenarios bretones al mando del cardenal Roberto de Ginebra -futuro Clemente VII-, a quien Gregorio XI (1370-1378), de vuelta en Roma desde 1377, había encargado conducir las hostilidades contra Florencia. Algunos meses más tarde, la muerte del papa Gregorio y el inicio del Cisma de Occidente acarrearían problemas más graves al Estado de la Iglesia que el enfrentamiento con la república florentina.
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Cuando en enero del 395 falleció el emperador Teodosio pocos provinciales del Occidente podían pensar que de hecho iban a dejar de pertenecer al Imperio poco más de medio siglo después. El Imperio Romano había pasado por invasiones externas y guerras civiles terribles en el pasado, y de todas se había recuperado. Hacía escaso tiempo que Teodosio había logrado nuevamente unificar bajo un solo cetro ambas mitades del Imperio, y el triunfo de la nueva religión de Estado, el Cristianismo niceno, parecía apoyar desde los Cielos a un Imperium Romanum Christianum y a una dinastía que venía ejerciendo el poder desde hacia más de treinta años. Desde el punto de vista de los grupos dirigentes de Occidente la dinastía de Teodosio parecía colmar las aspiraciones de los más, ya que se basaba en un complejo conglomerado de alianzas familiares y políticas con los grupos senatoriales más poderosos de las Españas, las Galias e Italia. El gobierno de Teodosio había sabido encauzar los afanes de protagonismo político de bastantes de los más ricos e influyentes senadores romanos y de las provincias occidentales, que de nuevo se aprestaban a ocupar puestos de gobierno en las provincias pero también en la administración central. Además, la dinastía había sabido encauzar acuerdos con la poderosa aristocracia militar, en la que se enrolaban nobles germanos que acudían al servicio del Imperio al frente de soldados bárbaros unidos por lazos de fidelidad hacia ellos. Al morir Teodosio confió el gobierno de Occidente y la protección de su joven heredero Honorio al general Estilicón, hijo de un noble oficial vándalo que había contraído matrimonio con Serena, sobrina del propio Teodosio. Sin embargo, cuando en el 455 murió asesinado Valentiniano III, nieto del gran Teodosio, una buena parte de los descendientes de aquellos nobles occidentales que tanto habían confiado en los destinos del Imperio parecieron ya desconfiar del mismo. Máxime cuando en el curso de dos decenios pudieron darse cuenta de que el gobierno imperial recluido en Ravena era cada vez más presa de los exclusivos intereses e intrigas de un pequeño grupo de altos oficiales del ejército itálico. Además, muchos de muchos de éstos eran de origen bárbaro y cada vez confiaban más en las fuerzas de sus séquitos armados de soldados convencionales y en los pactos y alianzas familiares que pudieran tener con otros jefes bárbaros instalados en suelo imperial junto con sus propios pueblos, que desarrollaban cada vez más una política autónoma. Necesitados de mantener una posición de predominio social y económico en sus regiones de origen, reducidos sus patrimonios fundiarios a dimensiones provinciales, y ambicionando un protagonismo político propio de su linaje y de su cultura, estos representantes de las aristocracias tardorromanas occidentales habrían acabado por aceptar las ventajas de admitir la legitimidad del gobierno de dichos reyes bárbaros, ya muy romanizados, asentados en sus provincias. Al fin y al cabo, éstos, al frente de sus soldados, podían ofrecerles bastante mayor seguridad que el ejército de los emperadores de Ravena. Además, el avituallamiento de dichas tropas resultaba bastante menos gravoso que el de las imperiales, por basarse en buena medida en séquitos armados dependientes de la nobleza bárbara y alimentados con cargo al patrimonio fundiario provincial de la que ésta ya hacía tiempo se había apropiado. Menos gravoso para los aristócratas provinciales pero también para los grupos de humildes que se agrupaban jerárquicamente en torno a dichos aristócratas, y que, en definitiva, eran los que habían venido soportando el máximo peso de la dura fiscalidad tardorromana. Unas monarquías bárbaras, en definitiva, que, como más débiles y descentralizadas que el viejo poder imperial, estaban también más dispuestas a compartir el poder con dichas aristocracias provinciales, máxime cuando en el seno mismo de sus gentes tales monarcas desde siempre habían visto su poder muy limitado por una nobleza basada en sus séquitos armados. Pero para llegar a esta situación, a esta auténtica acomodación, a esta metamorfosis del Occidente romano en romano-germano, no se había seguido una línea recta; por el contrario, el camino había sido duro, zigzagueante, con ensayos de otras soluciones, y con momentos en que parecía que todo podía volver a ser como antes. Esta será en lo fundamental la historia del siglo V, que en algunas regiones pudo incluso prolongarse hasta bien entrado el VI como consecuencia, entre otras cosas, de la llamada Reconquista de Justiniano.
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El potencial económico de los Estados Unidos, el alcance de su desarrollo productivo y su expansión implicarán nuevos modos de entender la ciudad y la necesidad de encontrar una imagen representativa del poder político y económico. La batalla contra el historicismo se gana sobre todo en América. Los Building vendrán siendo el laboratorio de experimentos de una arquitectura muy ligada a los módulos, lo estándar y la reproductibilidad. Pragmáticos en el desarrollo de ese estilo comercial, se van a separar de los modelos europeos. Las nuevas tipologías surgen de un concepto distinto de ciudad, una ciudad con un centro terciario especializado y unos desarrollos residenciales suburbanos donde vive la clase media-alta; a fin de cuentas, de nuevas necesidades producidas por una estructura económica diferente. Ya en la década de los 60 se había comenzado a experimentar en Nueva York con el tema del rascacielos (lo más importante a conseguir es la utilización de todo el volumen del edificio. Conseguir buena iluminación y buena ventilación). El ascensor -elevator buildings- iba a ser el causante del revolucionario cambio en las tipologías. Un crítico de la época decía: "El ascensor dobló la altura del edificio de oficinas y la estructura de acero volvió a doblarla". Ello llevaba implícito una ruptura con los esquemas de la tradición europea máxime cuando los avances tecnológicos, los procesos de prefabricación, el uso de los nuevos materiales y las leyes de mercado irían creando nuevas fórmulas tipológicas. La ciudad americana fin de siglo salta de un centro o zona de negocios a las viviendas en los cottages de la periferia. De manera que el ciudadano -léase la alta burguesía- vuelve a casa, casi como a la naturaleza... Por ello es lugar común hablar de la obra de aquellos arquitectos que construyen los building en la ciudad de los negocios y los que habilitan la naturaleza, como Wright, o hacen de ella una realidad urbana y natural al mismo tiempo. La expresión de esa nueva imagen de la ciudad y de la arquitectura se sentía como autóctona y el naciente funcionalismo se teñía de tintes ideológicos. Se suele ejemplificar todo ello en Chicago donde después del incendio, que destruye prácticamente la ciudad en 1871, comienza una acelerada reconstrucción. Esta reconstrucción aportará un carácter unitario que podría extenderse desde 1879, año en que Le Baron Jenney construye su primer rascacielos con estructura metálica, el Leiter Building, hasta la Exposición colombina de 1893. El área de actuación más importante sería el Loop, centro comercial y financiero, espacio de alta densificación en el que el rascacielos se erige en el símbolo de esa potencialidad. Así lo definía Louis Sullivan, en 1896, como necesariamente grandioso: "El edificio ha de ser alto. Ha de poseer la fuerza y el poder de la altura, la gloria y el orgullo de la exaltación". Aunque quizá esta apreciación complete y amplíe su sentido con las palabras de Wright, quien opinaba que el rascacielos suponía "multiplicar las áreas privilegiadas tantas veces como sea posible vender y volver a vender la superficie del terreno primitivo". Fue William Le Baron Jenney (1832-1907) el primero en preocuparse por los problemas estructurales de este tipo de edificios. La idea de una estructura de acero era una novedad y fue acogida favorablemente por los arquitectos ya que el gran incendio había mostrado la vulnerabilidad del hierro colado. El rascacielos crece basándose en su estructura interna. Se debate entre el problema de su ubicación urbana y las investigaciones formales. Henry H. Richardson (1838-1886), formado en la Ecole des Beaux-Arts de París, conocedor de la historia, de la tradición americana y sobre todo de la obra de Labrouste y Viollec-le-Duc, busca en sus raíces y decide acometer la obra representativa del laissez-faire. En los almacenes Marshall, Fiel & Co. (1885-1887) los muros son consistentes, de piedra no pulimentada (tradición constructiva de Massachusetts), pero los vanos están cumpliendo la función de captar la luz. La estructura rotunda, en su carácter sólido y unitario, le hace sobresalir y afirmar su individualidad en el caos urbano que lo acoge. Realiza una libre interpretación del románico europeo, que le posibilita un lenguaje flexible: que las formas, en su complejidad, puedan reagruparse para conseguir la unidad. John Welborn Root (1850-1891) define su voluntad de realizar "monumentos nobles y duraderos de la benéfica edad del comercio". Así, con esa actitud romántica de indudable influencia richardsoniana, concibe el rascacielos, con carácter unitario y excepcional. El Rookery Building (Chicago, 1886), realizado con Daniel H. Burnham (1846-1912), es un edificio contradictorio en el que frente a un exterior compacto y con aspecto de fortaleza, en el hall interior se multiplican diferentes soluciones diáfanas que posibilitan los juegos con las estructuras del hierro. Loot llegó a decir que era la estructura interna de un edificio la que "había llegado a ser tan vital que debe imponer de forma absoluta el carácter general de las formas exteriores". Si es imposible que el edificio dialogue desde el exterior con la ciudad, acabarán haciendo de él una ciudad dentro de la ciudad. En el Monadnock Block (Chicago 1889-1892) al edificio de hierro se le añade una técnica tradicional: el ladrillo -a pesar de los dieciséis pisos que tenía el edificio- y se pone de relieve el paramento liso, sin adornos. Las superficies se cortan formando curvas, con lo que los efectos volumétricos se acentúan. En el Reliance Building (1889-95), se proyecta todo un juego entre el acristalamiento y la imagen de la ciudad que se refleja en el edificio. A partir de ahora, Burnham considera insuficientes los planteamientos de la Escuela de Chicago. El rascacielos se quiere integrar en la trama urbana y lanzarse a la conquista de la ciudad. Las iniciativas aisladas son insuficientes. Todo cambia a partir de la Exposición Colombina de Chicago de 1893. En los inicios de la crisis económica, la City Beautiful (imagen del poder político y económico) se hacía necesaria y América entera necesitaba autoafirmarse como nación. El proyecto, diseñado por Frederick Law Olmsted (1822-1903 y Burnham, fue concebido como un todo: arquitectura y urbanismo. Se puede decir que acaba con esa semioficialidad del funcionalismo de la Escuela de Chicago. El historicismo y el eclecticismo, es decir, la vuelta al conformismo de los estilos históricos pedían hacerse un sitio, pues tenían una función simbólica que cumplir y una nueva clase dirigente que lo aceptaba con agrado. Es el triunfo de la derivación del clasicismo de la Ecole des Beaux-Arts. Dice Sullivan: "Así murió la arquitectura en el país de la libertad y la intrepidez". Louis H. Sullivan (1856-1924), discípulo de Le Baron Jenney, trabajará desde 1879 hasta 1895 con Dankmar Adler. La influencia de Richardson es decisiva en lo que concierne a sus investigaciones lingüísticas. Se pensaba solitario contribuyente a la joven e igualitaria cultura del Nuevo Mundo. Entre sus lecturas -que le ayudarían en la empresa- Darwin, Spencer, Nietzsche, Whitman. El exotismo, como en Wrigth, la fuerza vital de la naturaleza y la fe en el individuo, serán algunas de sus constantes vitales. Trabaja en Boston para una burguesía culta y más tarde en el estudio de Le Baron Jenney. En Europa siente la necesidad del estilo pues quizá los ejemplos cultos de la tradición medieval transmitan o ayuden a transmitir dignidad a las tradiciones indígenas, pero también es consciente de la llamada de la técnica moderna e innovadora. En el Auditoriurn de Chicago (1886-90) la admirable capacidad técnica de Adler y la perfecta distribución de un edificio de múltiples usos, constituían soluciones ejemplares. La severa simplicidad exterior decepciona a Adler: considera el edificio demasiado cercano al riguroso vigor de Richardson. No cabe duda que la integridad de la obra de Richardson le deja huella. Las deudas con Richardson son evidentes si bien había desaparecido por completo la rústica sillería que le caracterizaba. También sus famosas arcadas son revisadas (hay autores que hablan de una neoclasización de estas arcadas románicas). En 1888 se publica en Norteamérica la "Grammar of Ornament" de Owen Jones. Piénsese que más de la mitad de los ejemplos ornamentales de Jones eran de origen chino, egipcio, indio, asirio, islámico, celta, etc., aspectos que tanto Sullivan como Wrigth consideraban más apropiados que el románico -con esos efluvios de poder y catolicismo- para incluir en ese nuevo estilo del nuevo mundo. La estructura unitaria que encierra el carácter anónimo del rascacielos, se escinde en el Carson, Pirie, Scott and Co (1899) de Chicago con la incorporación de una decoración delirante. Sullivan intenta orientalizar sus decorados, es decir, tender siempre a una geometrización, conciliar los conflictos entre la intelectualización y la emoción. Cuando la decoración se presenta libre, aparecerá contenida en una retícula geométrica. Esta cristalización, según escribiría Wright, llegaría a su culmen en el Guaranty Building de Búfalo (1895). Con los ornamentos en hierro fundido, la decoración rompe la monotonía que provoca la repetición sistemática y uniforme de pisos y subraya la importancia de los pisos inferiores. Según Sullivan debería parecer que el ornamento procediera de la misma sustancia del material. Pese a haber confesado en 1892 la conveniencia para la estética moderna de "abstenerse por completo del uso de ornamentos" para que toda la atención pudiera concentrase en edificios "bien formados y convenientes en sí mismos", su obra parece en ocasiones contradictoria con sus palabras. No es difícil que el lenguaje arquitectónico de Sullivan varíe de unas obras a otras. Esas contradicciones llegan a ser casi una constante en él. Su preocupación por el tipo de organización -técnica, económica o social- que condiciona la arquitectura nos lo acercan a Morris. Para Sullivan "el conjunto de nuestros edificios es una imagen del conjunto de nuestro pueblo". Frank Lloyd Wright (1869-1959) pudo dedicarse al individuo. Había trabajado en el estudio de Adler y Sullivan. En su estudio de Oak Park, fines de 1889, trabajará para clientes refinados. Entra en contacto con ambientes filantrópicos y progresistas. Esa individualización que preocupaba a Sullivan él la traduce a un sujeto en comunión con la naturaleza. En la ciudad histórica se concentra el poder y el dinero, sólo en el contacto con la naturaleza tiene el hombre garantizada su lugar de vida. Reivindica el retorno a la artesanía y busca las relaciones entre arquitectura y vida (cotidiana). Se trata de exaltar la casa individual. Todo el repertorio lingüístico extraeuropeo entra en su obra: desde las tiendas de campaña indias a los monumentos mayas. Se dedica a definir el lenguaje de sus Prairie houses, así su casa de Oak Park o la Wislow House (1893). Allí comenzará a prolongar sus interiores (en un juego en el que la poética de la ensambladura y la articulación tienen todo que decir) hacia el espacio exterior, hacia la conquista del espacio visto de una obra abierta sin otros límites que los del infinito natural. Según B. Zevi el único tema serio de estudio sobre Wright es el tema de su concepción espacial. Traduce el evolucionismo darwiniano, la forma como proceso en desarrollo. Se persigue una unidad lingüística destacable también en la decoración, en los muebles, etc. La planta sería libre, los materiales del lugar. Volúmenes, planos -horizontales y verticales- marcarían la naturaleza que, ofreciéndose sin resistencia, quedaría señalada con la huella del hombre. En las Prairie houses -dice- se trata de armonizar el edificio con el ambiente exterior, que "el aire, la luz y las vistas dieran al conjunto un sentido de unidad y no emplear ninguna ornamentación que no naciera de la propia naturaleza de los materiales y prescindir del decorador, todo curvas y eflorescencias, cuando no todo época". En 1903 se pronuncia por primera vez teóricamente. Pronuncia una conferencia titulada "Arte y oficio de la máquina" en la que se define en un tema que, como estamos viendo, preocupaba en Europa (Morris, Van de Velde, Loos...): la relación entre artesanía (o arte) e industria. Wright parece estar cercano al espíritu de la máquina. Pero esta relación la individualiza, la hace especial. Utiliza las posibilidades que la máquina le pueda ofrecer (piénsese en sus personales soluciones para la calefacción, la iluminación o ventilación en sus villas) pero no llega a plantearse los problemas de la estandarización ni las consecuencias que la producción en serie tendrá para la arquitectura.