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En los Estados Unidos, la década de los setenta fue, tras la efervescencia de finales de la anterior, de transición a menudo muy marcada por la confusión, la frustración y una marcada sensación de que América había perdido su orientación y su prometedor rumbo del pasado. Los norteamericanos habían, hasta entonces, creído en que el esfuerzo individual, a su vez nacido de la ética protestante del trabajo, era capaz de lograr la promoción de todos y, al mismo tiempo, hacer prosperar al conjunto de una sociedad con el transcurso del tiempo. Ahora, en cambio, lo que parecía primar era el éxito inmediato y la autorrealización individual, pero dejando en la cuneta a una importante proporción de los miembros de la sociedad. Mientras que una minoría veía cumplirse en su propia vida las promesas de los sesenta, otro sector daba la impresión de haber quedado encerrado en una especie de círculo vicioso de la pobreza del que no parecía posible la salida. A esta situación se llegó debido a la súbita paralización del crecimiento económico. La crisis de los precios de la energía, unida al debate sobre la contracultura surgida en los sesenta, produjo un profundo malestar social y éste se tradujo también en una fuerte inestabilidad política. La mejor prueba de ella se encuentra en que los demócratas consiguieron su mayoría política más amplia en 1974 y en 1980 la lograron los republicanos. Como veremos, esos cambios tan bruscos se explican por una conciencia generalizada de desafección hacia el sistema que se traducían, desde el punto de vista electoral, en fórmulas contrapuestas sucesivas. A comienzos de los años setenta, los Estados Unidos experimentaron una profunda transformación económica, en el mismo momento en que se desencadenaba la crisis que contribuyó a que apareciera esa nueva clase de pobres. Entre 1945 y 1970, la renta real por hogar se había duplicado y en los años sesenta la productividad del trabajador norteamericano era el doble que la del alemán y el cuádruple que la del japonés. Pero el gasto provocado por la Guerra de Vietnam, unido a la voluntad de mantener las conquistas sociales, produjo un cambio fundamental cuyas consecuencias multiplicaron la crisis por la elevación del precio del crudo petrolífero. En efecto, el embargo y luego la elevación del precio del crudo trasladó a los norteamericanos la realidad de que ya no dominaban la economía mundial. En 1973, la inflación alcanzó el 8% y en 1975 llegó al 11% mientras que el desempleo se situaba en el 9%. Durante toda esta década de los setenta, el crecimiento de la productividad no pasó del 1% anual. Ya en este período, Alemania y Japón empezaron a convertirse en un peligro para la competitividad de los trabajadores norteamericanos: el número de automóviles extranjeros comprado en los Estados Unidos pasó del 4 al 17%. Las expectativas de la población en relación con el crecimiento económico cambiaron por completo: en 1979, por ejemplo, un 55% de los norteamericanos pensaba que el año siguiente sería incluso peor. Otras encuestas ofrecían un panorama todavía más desalentador: tres de cada cuatro norteamericanos pensaban que la tierra de la abundancia se había convertido ya en la tierra de la necesidad. Como contrapartida de estos problemas económicos, debe tenerse en cuenta, sin embargo, que también se habían producido cambios sociales importantes, muchos de ellos de contenido positivo pero que, al mismo tiempo, tenían una vertiente negativa al menos parcial o que hacía aparecer protestas en una parte de la sociedad por el cambio que suponían. Una de las herencias más importantes de la década de los sesenta fue la evolución del papel de la mujer en la sociedad norteamericana. Ésta se refería, en primer lugar, a su propia visión de la función que le correspondía en la sociedad. En 1962, dos tercios de las mujeres consideraban que no estaban discriminadas, pero ocho años después lo juzgaban así aproximadamente la mitad. No había cambiado tan sólo la conciencia sino también la realidad de los respectivos papeles sociales. En los años cincuenta, la mujer empezaba a trabajar después de los treinta y cinco años, es decir, una vez educados los hijos, pero ya en 1980 la mitad de las mujeres con hijos menores de cinco años trabajaba por cuenta ajena, compatibilizándolo con las tareas domésticas. La institución familiar sufrió los embates de este cambio de actitudes en la mujer. El divorcio creció un 100% en los sesenta y, en torno a 1980, volvió a hacerlo en una proporción semejante. Las consecuencias del cambio, pese a la igualdad creciente de la condición femenina con respecto a la masculina, no siempre resultaron gratas para la primera. Al mismo tiempo en que, gracias al trabajo, la mujer desempeñaba un papel cada vez más relevante en la sociedad, en 1964 el número de hogares de una sola persona era del 10% y en 1980 era del 23%, lo que en la práctica revelaba un deterioro del nivel de vida de la mujer divorciada. El cambio en la condición de la mujer tuvo, por tanto, un valor ambivalente. En los setenta, la mujer universitaria era sexualmente más activa que el varón y en un 50% era partidaria de la vida en común antes del matrimonio. Pero también debe tenerse en cuenta la otra cara de la moneda como fue, por ejemplo, la "feminización de la pobreza", debida al incremento de los hogares con sólo una mujer divorciada o bien una soltera con hijos, fenómeno bastante habitual entre la población de raza negra. De acuerdo con los datos oficiales, dos tercios de los clasificados como pobres y, por tanto, sujetos a ayudas públicas eran, en 1980, mujeres. En general, al igual que las mujeres, también los negros mejoraron considerablemente su situación social en los sesenta y setenta. En 1958 había tan sólo cuatro congresistas de esta raza en el legislativo norteamericano y en 1980 ya eran dieciocho. El Partido Demócrata sabía que podía encontrar un punto de apoyo firme en esta minoría: durante la presidencia de Carter, por vez primera el embajador en la ONU fue un negro. Pero la mejora principal en la condición social de la población de color no tuvo nada que ver con la política sino que derivó de la educación. Entre 1960 y 1977, el número de estudiantes negros se multiplicó por cinco. Por desgracia, también existió una vertiente negativa en este cambio, que debe ponerse en relación con la mencionada evolución de la condición femenina. Uno de cada seis niños negros tenía a comienzos de los ochenta una madre de menos de veinte años y, en los años setenta, los "teenagers" de color tuvieron en el peor momento de la crisis económica una tasa de paro del 50%. La convergencia entre estos dos fenómenos relativos a la mujer y a la raza negra tuvo como resultado la creciente división de la sociedad en dos. En lo que respecta, por ejemplo, a la población de color, mientras el 35-45% de los negros se convirtió a los modos de vida de la clase media, un 30% derivó hacia una pobreza aún más profunda. Para esas personas, como para tantas mujeres divorciadas o con hijos pero sin pareja estable, la ayuda social se había convertido en una necesidad absoluta. Necesidad que llegaría a convertirse en una adicción, porque las hacía dependientes de un modo de vida que, al incentivar su pasividad, les impedía prosperar. Hay que tener en cuenta esta situación para explicar la emergencia de una nueva cultura conservadora. La llamada Nueva Derecha norteamericana tuvo muy poco que ver con el republicanismo aristocrático de la Costa Este de los Estados Unidos y adquirió un tono populista, muy vinculado a la religión. Fue, por tanto, más bien una reacción angustiosa en contra de una civilización permisiva que no gustaba a una parte considerable de la sociedad norteamericana. Recogió del pasado unos planteamientos estrictamente liberales en el terreno económico, pero durante toda la década de los setenta vino acompañada también por el desarrollo del cristianismo evangélico. De esta manera, a su liberalismo económico unió un marcado componente autoritario y conservador en lo que respecta a los comportamientos individuales. Fue, en fin, muy moderna en los procedimientos logrando la difusión de su propaganda y el logro de donaciones mediante agresivas campañas de correo y televisión. Llegó, así, a influir de forma muy decisiva en la política de los dos partidos, pero especialmente en la del republicanismo. Tuvo, en fin, una importante faceta intelectual. Para sorpresa de los medios culturales, su eclosión como fenómeno social se vio acompañada por la aparición de "think tanks" -fundaciones de pensamiento- de significación muy conservadora, cuando hasta entonces habían sido liberales, en el sentido norteamericano del término. Heritage, fundada por la empresa cervecera Coors, y American Enterprise Institute, de financiación plural, pueden ser consideradas como las más importantes. Los cambios en la mentalidad de los norteamericanos no se limitaron tan sólo a la aparición de esta derecha religiosa, sino que afectaron a muchos otros terrenos. A fines de los sesenta, Kevin Phillips había previsto un terremoto en el terreno político electoral que llevaría a la aparición irremisible de una mayoría republicana. No fue exactamente así, pero se pasó de una adscripción partidista firme a otra mucho más laxa, debilitándose la tradicional frontera entre los partidos, y el republicano Sur o la costa del Pacífico, tradicionalmente demócrata, cambiaron su significación política de forma sustancial. Si éste fue un cambio desde la óptica del mundo conservador norteamericano otros no menos importantes tuvieron lugar en otros campos ideológicos. En un libro de gran éxito, aparecido a finales de la década de los setenta, Christopher Lasch aludió a la aparición de una "nueva cultura del narcisismo" en los Estados Unidos. Según él, los radicales de antaño no tenían razón cuando veían a su alrededor el peligro de una familia autoritaria, de la represión sexual o de la censura literaria. Todo ello había desaparecido, en realidad, sustituido por una preocupación exclusiva por lo individual, que suponía también el abandono de las causas políticas, en especial las revolucionarias. Lasch añadía que "la ideología de la preocupación personal, aunque en apariencia profundamente optimista, irradiaba una profunda desesperación y una profunda resignación". Venía a indicar que era algo así como la fe de los que carecen de fe. Su modelo podía ser el escritor y actor cinematográfico Woody Allen quien, en 1973, afirmaba, entre irónico y serio, que el sexo y la muerte eran únicas preocupaciones dignas de interés (y aún añadía que el cerebro era su segundo órgano más importante). Al abordar una cuestión muy cara a la ideología liberal a la que se consideraba vinculado, Lasch también aseguraba que la democratización de la educación no había conducido, desgraciadamente, a una mejor comprensión de la sociedad sino a una degradación de lo enseñado: el 47% de los estudiantes de diecisiete años no sabía siquiera que en su país son elegidos dos senadores por Estado. Su crítica -en realidad, autocrítica- de la contracultura de los sesenta le llevaba también a lamentar que la liberación sexual hubiera concluido en la incapacidad para adquirir unos vínculos emocionales estables. Años después, en 1987, el humanista Allan Bloom, criticando también la ausencia de autoridad y de calidad en la enseñanza, consiguió un espectacular éxito editorial. El panorama de los que cambiaron de mentalidad y concepción de la vida debe completarse con los que lo hicieron desde la izquierda, en materia de política exterior o sobre cuestiones sociales. Algunos de los pensadores más conocidos del mundo conservador norteamericano en los años setenta, como Sidney Hook, procedían de la extrema izquierda. También Norman Podhoretz, editor de Commentary, la revista de los intelectuales del mundo judío, que se autodefinía como un liberal centrista, escribió un libro cuya traducción podría ser Rompiendo filas, explicando su cambio como consecuencia de la no aceptación de lo que denominaba como el "radical chic", es decir una especie de revolucionarismo para ricos que, según él, rompía con los valores esenciales de la vida norteamericana. Otro antiguo izquierdista, Irving Kristol, fundó la revista The Public Interest destinada a renovar la política norteamericana. En el terreno de la política social, se convirtieron en frecuentes las críticas contra el sistema de cuotas impuestas destinadas a favorecer a minorías raciales y, en general, contra la "acción afirmativa" que pretendía compensar a los desfavorecidos y les condenaba a no salir de esta situación. Para Thomas Sowell, sociólogo de raza negra, no sólo no había ayudado a la mayoría sino que su efecto había consistido en hacerla empeorar. La situación social de los negros, según él, mejoró más en la época de la posguerra que en la siguiente; el avance de los negros -arguyó- tenía que ser conseguido por ellos mismos. Y, en fin, según él, cualquier reivindicación colectiva no era susceptible de ser planteada como un derecho, tal como había sido habitual hacerlo hasta el momento. Los cambios descritos que se refieren a lo que, en términos muy genéricos, puede ser descrito como la "alta cultura" pero también la popular, experimentó mutaciones semejantes. Dylan y Cleaver, dos símbolos de la cultura contestataria de los sesenta, se convirtieron al cristianismo (hubo otros cantantes pop que se hicieron musulmanes). Jerry Rubin, una figura contracultural muy conocida, se convirtió en un "broker" de la Bolsa y luego describió su trayectoria personal como una especie de progresivo ensimismamiento, olvidada la voluntad revolucionaria. Como es lógico, un panorama como el descrito de modo necesario debía influir en la vida política. De hecho, los años centrales de los setenta y los primeros ochenta presenciaron unos cambios profundos y muy significativos al margen de las adscripciones partidistas de quienes desempeñaron el protagonismo en la vida pública. En el fondo, no había tanta diferencia en el mundo que representaba Reagan y el de Carter porque los dos supusieron, con características muy personales, una protesta contra la situación heredada.
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¿Qué le había ocurrido a Alemania para llegar a esa situación, cuando sólo cuatro meses antes, a mediados de julio de 1918, amenazaba París? Como resumía Churchill, había varios factores: agotamiento militar y hundimiento de la retaguardia; resistencia de franceses y británicos e intervención de los norteamericanos. Esto último fue determinante. Estados Unidos había permanecido neutral ante el conflicto europeo hasta la primavera de 1917, pese a las presiones internas de los lobbies nacionalistas de cada bando implicado en la contienda, que trataban de inclinar la voluntad de Washington hacia su causa, aunque el capital norteamericano y sus exportaciones -preferentemente en favor de Londres, París y Roma- alimentaban la lucha. Esa posición era cada día más difícil, tanto por las presiones internas como por el castigo que los submarinos alemanes estaban infligiendo a la navegación, que para entonces, aparte de hundir centenares de mercantes destinados a países enemigos, ya había mandado al fondo del océano tres trasatlánticos de pasajeros, Lusitania, Sussex y Arcabic, en los que habían perecido numerosos súbditos norteamericanos. Esa era la situación cuando, el 22 de enero de 1917, el presidente, Woodrow Wilson, decidió salir a la palestra para hacer un llamamiento a la paz y exponer sus ideas sobre las bases en las que debería sustentarse: "Una victoria significaría la paz a la fuerza para el derrotado. La aceptaría humillándose y le dejaría un resentimiento y una amargura sobre los cuales no podría apoyarse confiadamente la paz. Sólo puede ser duradera una paz entre iguales". A aquel conmovedor discurso pronunciado ante el Senado, titulado Paz sin victoria, respondió Alemania con su disposición a replegarse hasta sus fronteras y a devolver a Francia la Alsacia ocupada. Pero, a cambio, pretendía hacerse con sendas porciones territoriales de Polonia y Rusia, exigía la devolución de sus colonias y demandaba concesiones coloniales directamente proporcionales a su población, compensaciones económicas a personas y entidades damnificadas por la guerra, libertad de comercio, etcétera. Mientras Washington trataba de suavizar las demandas de Berlín y de que París y Londres aceptaran una parte de ellas, el Reich decidió lanzarse a una guerra submarina sin restricciones (1-2-1917), suponiendo que podría lograr el estrangulamiento del tráfico naval británico y, con ello, la victoria. Tres buques norteamericanos fueron hundidos en las semanas siguientes, al tiempo que el servicio secreto británico interceptaba y descifraba el Telegrama Zimmermann, que invitaba a México a aliarse con los Imperios Centrales y declarar la guerra a Estados Unidos, si éstos intervenían en el conflicto, prometiendo la recuperación de los territorios que le habían arrebatado los norteamericanos medio siglo antes. Los ataques contra su flota comercial provocaron movimientos populares que exigían la revancha, y el Telegrama Zimmermann -que años después se demostraría falso, preparado por el espionaje británico- desató una auténtica tempestad política. Wilson, que había predicado la "Paz sin victoria", rompió sus relaciones con Alemania en febrero de 1917 y la declaró la guerra el 2 de abril.
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La perestroika y la democratización final de Rusia pueden ser consideradas como acontecimientos de primera magnitud en la Historia de la Humanidad y, desde luego, fueron los que supusieron en su momento una ruptura fundamental con respecto al período inmediatamente anterior. Pero, al menos en una parte, no se puede llegar a entender lo sucedido en la Unión Soviética sin la relación mantenida con el mundo occidental y, en especial, con la otra superpotencia, los Estados Unidos. Como es lógico, la importancia del final de la guerra fría ha sido extraordinaria en lo que respecta a la evolución de las relaciones internacionales. La propia nueva configuración de Europa se vio decisivamente afectada por la desaparición de un conflicto que había durado tanto tiempo y también el Tercer Mundo, el Medio y el Extremo Oriente se vieron afectados por este acontecimiento. La evolución económica y la cultural tampoco pueden abordarse sin tener en cuenta los acontecimientos de 1989-1991 en el Este de Europa o en la URSS.
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Las sucesivas presidencias del general Eisenhower y de Kennedy en los Estados Unidos pueden ser consideradas, desde una óptica posterior, como por completo heterogéneas, cuando en realidad no lo fueron en absoluto. Dominadas todavía por el espíritu de la guerra fría, en ambas, prosiguiendo un crecimiento económico espectacular, nació una civilización del consumo que, con el transcurso del tiempo, habría de extenderse a la totalidad de la superficie del globo como una especie de revolución. Pero esta etapa, nacida del conformismo, acabó por engendrar su propia conciencia autocrítica, fenómeno ya patente a partir de mediada la década de los cincuenta, pero solamente desarrollado con posterioridad. Su existencia misma marca ya una distancia entre los dos presidentes que, por otra parte, resultaron también muy distintos en talante, formación, experiencias personales e, incluso, colaboradores. No obstante, el predominante optimismo ambiental de la década de los cincuenta no quebró al comienzo de los sesenta, sino al final de los mismos, lo que contribuye a ratificar la impresión de homogeneidad de ambos periodos presidenciales.
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El asesinato de Kennedy en noviembre de 1963 conmocionó a Estados Unidos y al mundo, pero las previsiones constitucionales se cumplieron sin problemas. Además, la voluntad explícita del nuevo presidente Johnson fue mantener una absoluta línea de continuidad política entre las dos Administraciones demócratas. "Todo lo que tengo lo daría por no estar aquí en este día", aseguró. En realidad, el vicepresidente no pertenecía al círculo íntimo de Kennedy y su relación con Bob fue siempre regular. En más de una ocasión se había arrepentido de haber aceptado la vicepresidencia: se dio cuenta de que no era nada desde el punto de vista político y la acabó odiando cada minuto pero cumplió con su papel viajando a 26 países. Ahora, llegando a la presidencia en unas circunstancias dramáticas, se presentó como la persona destinada a cumplir los propósitos de Kennedy sobre los derechos civiles. En su toma de posesión insistió en la igualdad legal recordando que "hemos hablado (de ella) durante un siglo o más y ha llegado ya el momento de que la escribamos en los códigos". De este modo aprovechó al máximo las circunstancias políticas del momento demostrando una habilidad y una percepción política excepcionales. Para este propósito le resultaba imprescindible el equipo presidencial del que había formado parte y en gran medida logró mantenerlo a su lado.
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Estados Unidos, el país por excelencia del hecho inmigratorio, constituye el área más importante de inmigración en el mundo actual. Entre 1820 y 1990 el "continente vacío" ha acogido a más de 55 millones de personas procedentes de los más diversos lugares del planeta. La inmigración norteamericana presenta rasgos muy peculiares, y ofrece claras diferencias con respecto a la que tiene lugar en Europa occidental. Estas diferencias se refieren tanto al volumen de los flujos y a su composición como a la percepción social del fenómeno migratorio.La sociedad norteamericana ha nacido de la inmigración y se ha desarrollado con el aporte y por el esfuerzo de los inmigrantes. Uno de los componentes esenciales de la imagen que Norteamérica tiene de sí misma es su historia de nación de inmigrantes. La inmigración forma parte sustancial de su mitología nacional, al contrario que en Europa donde la esencia y el origen de las diferentes naciones se ha justificado en la homogeneidad cultural. En sociedades que se consideraban perfectamente configuradas, como la francesa, el aporte de los inmigrantes no se ha valorado nunca como una contribución a la creación de su pueblo, que desde la Revolución de 1789 se presentaba ya como un todo acabado. Por el contrario, ha sido visto más bien como una pasajera ayuda o alivio temporal para su desarrollo, y como problema a largo plazo atentatorio contra la unidad nacional y cultural.A pesar de que casi todos los estadounidenses son o descienden de inmigrantes de mayor o menor antigüedad, o precisamente por ello, la historia americana ha vivido permanentemente sumida en un debate interminable sobre la inmigración: a qué inmigrantes admitir, cuántos, con qué características... y en torno a los equilibrios en la mezcla de orígenes étnicos y culturales. Este debate se ha visto reavivado en momentos de aumento del flujo migratorio y, sobre todo, de transformación de su composición, y en él se trasluce la colisión entre las presiones de los inmigrantes recién llegados, el interés de los grupos étnico-culturales de origen más antiguo -que ven disminuir su peso relativo en la sociedad- y las demandas del mercado laboral. La discusión en torno a la asimilación, a la integración o al pluriculturalismo es particularmente intensa en el seno de la sociedad estadounidense.Las reacciones xenófobas de los "nativistas" en contra de los inmigrantes se han argumentado en la imposibilidad de su americanización, y en el riesgo que ello supondría para la sociedad americana. Se intensificaron a partir de la década de los ochenta del siglo XIX, cuando se iniciaba el cambio en la procedencia de los recién llegados y un fuerte e ininterrumpido ascenso en el número de inmigrantes, que culminaría en torno a 1910. Se asistía entonces a un desplazamiento en la tradicional ola de inmigración europea procedente de los países del Norte y del Oeste (Gran Bretaña, Irlanda y Alemania, fundamentalmente) a los del Este y del Sur de Europa, a la vez que se intensifica la afluencia de asiáticos. Sobre todo de chinos que huían de la pobreza de la región de Cantón y eran reclutados en Estados Unidos por la demanda de mano de obra que producía la "fiebre del oro" en California y para la construcción de las líneas férreas. Los "nativistas" expresaron una clara hostilidad hacia los inmigrantes no angloparlantes. La aversión fue particularmente dirigida hacia los asiáticos, hasta culminar en California con la promulgación de la "Chinese Exclusion Act", en 1882.Frente a las reacciones de los "nativistas", a comienzos de los años veinte se planteó la fórmula del "melting pot" -crisol-, que encontró su expresión académica en la "Teoría de la Asimilación" presentada por R. E. Park y W. I. Thomas, de la Universidad de Chicago, defendiendo la idea de que, con el tiempo, los nuevos inmigrantes acabarían asimilándose a la sociedad norteamericana en la que se lograría una perfecta mezcla, a modo de "puré o potaje cultural", entendiendo este proceso de forma unilateral, de asimilación del inmigrante a la sociedad receptora.En los años sesenta surgieron nuevos planteamientos que reconocían la creciente importancia de la diversidad étnica y del pluriculturalismo en la sociedad americana. Frente a la idea de la asimilación a la sociedad a la que se incorporaba el inmigrante, defendían la de que cada grupo étnico poseía el derecho a desarrollar su propia cultura y sus propios valores en la sociedad de acogida. Se trataba de una respuesta al incremento de la diversidad étnica resultante de la afluencia de nuevas corrientes migratorias, de procedencia mayoritaria a partir de entonces del Centro y del Sur del continente americano y del asiático. Era también una reacción a la teoría de la asimilación, reelaborada por Gordon en 1964, defendiendo la idea de que nunca había existido el "melting pot", sino una especie de ensalada, la "salad bowl"-cuenco de ensalada-, es decir, la superposición de varias culturas sin existencia de una síntesis integradora de ellas.La defensa de la etnicidad, que empezó a cobrar importancia al inicio de los años sesenta, venía promovida por el movimiento de los derechos humanos y por el orgullo étnico emergente en algunas comunidades de migrantes, sobre todo entre los líderes africanos de la sociedad americana de la época. El etnicismo se acentuó en las siguientes dos décadas, con la afluencia masiva de cubanos -a partir de 1962-, coreanos, iraníes, vietnamitas y centroamericanos.La nueva perspectiva pluricultural supone el reconocimiento explícito de la presencia masiva en los Estados Unidos de comunidades de inmigrantes que comparten no sólo características culturales sino también redes étnicas sociales y económicas de importancia. Se hablará de la existencia de una economía étnica, de creciente magnitud, definida como aquella que comprende a los inmigrantes autoempleadores junto con los empleados de su misma etnia, que no precisan entrar en la economía general para tener éxito económicamente, sino que ofrecen un método alternativo de incorporación económica, como es actualmente el caso de los iraníes, con un alto nivel de autoempleo. A la vez, en los estudios sociológicos posteriores se ha reforzado la idea del pluriculturalismo, al tratar de mostrar que la fuerte solidaridad étnica podía suponer una mejor adaptación para los inmigrantes que una rápida asimilación.La legislación estadounidense sobre la inmigración ha venido presidida por el debate sobre asimilación, integración y pluriculturalismo, y ha ido dando respuesta a los cambios en el volumen y en la composición de los flujos migratorios, así como a las inquietudes de los más potentes grupos de influencia. Las presiones que venían ejerciendo los "nativistas" desde las décadas finales del siglo XIX tuvieron su efecto en la legislación de las primeras décadas del XX por las que continuaron imponiéndose restricciones a los asiáticos. En 1917 se prohibió la entrada a las personas procedentes de la "Asiatic Barred Zone", espacio que abarcaba la mayor parte de Asia e islas del Pacífico. Como reacción al cambio masivo en el origen nacional de los emigrantes europeos (en aquel momento italianos, astrohúngaros, rusos y polacos, fundamentalmente) se promulgó en los años veinte una serie de leyes destinadas a mantener el aspecto étnico de la población americana. "The Quota Law", de 1921, y "The Inmigration Act", de 1924, suponían las primeras restricciones importantes en cuanto al número y origen de los inmigrantes que se admitirían cada año en Estados Unidos. Por medio de ellas, se favorecía a los inmigrantes procedentes de Europa septentrional y occidental, a la vez que se imponían cupos bastante más restrictivos respecto a los que provenían de Europa oriental y meridional, a los que se consideraba menos aptos para una rápida asimilación, lo mismo que los asiáticos. Al Reino Unido se le asignaron 65.721 visados frente a los 5.802 concedidos a italianos.Los conflictos mundiales y la crisis económica del período de entreguerras afectaron a la inmigración, que entre 1910 y 1940 disminuyó de manera considerable. Esto permitió una cierta liberalización en la legislación en torno a la inmigración que culminaría en la "Immigrant and Nationality Act" de 1952, también conocida como "McCarren-Walter Act". Se mantenía el sistema de cupos por país, aunque se declaraba que la raza no era obstáculo para inmigrar a Estados Unidos. Suponía la transición del sistema de cuotas impuesto en los años veinte al sistema "de preferencias" que prevalecerá en la legislación estadounidense a partir de 1965. Primera preferencia fue la prioridad a la entrada de los emigrantes cuya formación y conocimientos fueran necesarios para el desarrollo económico del país, con lo que propició un éxodo de técnicos, médicos, ingenieros, etcétera, procedentes del Tercer Mundo y de naciones industrializadas con menor nivel de desarrollo. El criterio de la cualificación profesional sería utilizado en el 50% de las visas concedidas.La legislación de 1965, "The Immigration and Nationality Act Amendment", primera enmienda al Acta de 1952, consolidó el sistema de preferencias, primando los criterios de reagrupamiento familiar y de capacitación profesional de los inmigrantes. Se mantuvo el principio de limitación del número anual de inmigrantes, que se cifraba en 20.000 visados por país, sin pasar del tope máximo anual de 170.000 para los procedentes del "Eastern Hemisphere", y de 120.000 para los del "Western Hemisphere" (el continente americano), que iban en aumento y a los que por primera vez se imponía limitación de entrada. Se establecía la necesidad de que el 80% de los visados se concediera a familiares y parientes de residentes americanos, centrando en el criterio de la reagrupación familiar el pilar básico de la nueva política migratoria. En las segundas enmiendas al Acta de 1952, efectuadas en 1976, se mantuvieron estas limitaciones en cuanto al número de entradas.Al amparo de esta legislación, en la década de los setenta se asistió a un importante incremento de la inmigración ilegal. La demanda de mano de obra y la ausencia de un documento de identidad obligatorio venían a facilitar la estancia ilegal de muchos inmigrantes. En 1973 se estimaba que el número de indocumentados comprendía entre uno y dos millones: ocho de cada diez de éstos, según un informe del "Population Council" de aquel año, eran de origen mexicano, lo que no era de extrañar teniendo en cuenta que, en aquel momento, en 45 minutos un trabajador en Estados Unidos percibía el mismo sueldo que uno mexicano en ocho horas por desarrollar idéntico trabajo. En 1986 la cifra de ilegales se situaba entre los tres y los cinco millones de personas. Las ventajas que para los empleadores tenía el reclutamiento de estas personas, que trabajaban con menos remuneración y sometidas a duras condiciones laborales -estimaba el informe del "Population Council"- contribuían a acrecentar este flujo en el ascenso del número de ilegales.Por medio de "The Immigration Reform and Control Act" (IRCA) de 1986, más conocida como "Ley Simpson-Rodino", se trató de solventar esta situación a base de establecer un control de los empresarios y del empleo que desalentara la presencia de los ilegales, y de regularizar la situación de los clandestinos residentes con fecha anterior a 1982. La IRCA contenía tres tipos de medidas:sanciones a los empresarios que contrataran ilegales, medidas de coerción (control de fronteras, control e inspección interior, establecimiento de sistemas de expulsión) y regularización de un importante contingente de ilegales. La "Ley Simpson-Rodino" era la respuesta del Gobierno de Reagan a la presión de ciertos sectores de la sociedad americana, que venían manteniendo una actitud hostil frente a los indocumentados, a los que acusaban de degradar los salarios, producir desempleo, representar una carga para el erario público, reducir los esfuerzos organizativos de los sindicatos, favorecer el contrabando... La Ley no ha conseguido acabar con la inmigración ilegal. Ha hecho, eso sí, más costoso para el indocumentado su acceso a USA, a la vez que ha beneficiado a "polleros" y "coyotes" (intermediarios dedicados a pasar ilegalmente al territorio estadounidense inmigrantes del Sur del continente) y a ciertos empleadores sin escrúpulos que, ante el riesgo que supone la contratación de un indocumentado, ofrecen salarios todavía más bajos.Los efectos producidos por la implantación en la ley de los criterios de reagrupamiento familiar (tendentes a dificultar la entrada a otros colectivos distintos de la mayoría de los inmigrantes), unidos a la tendencia numérica mayoritaria de hispanos y de asiáticos en la inmigración más reciente, son los que inspiraron la reforma de la legislación en 1990. Por medio de esta reforma se ha querido incentivar de nuevo la inmigración cualificada (tratando de canalizar un nuevo filón procedente de la Europa del Este), de primar la inmigración de algunos países europeos de fuerte inmigración histórica como Gran Bretaña, y de reducir algunos efectos de la reagrupación familiar, revisando, por ejemplo, los criterios de parentesco colateral como preferencia para la concesión del visado. "La Immigration Act" de 1990 mantiene en su esencia la filosofía de 1965, aunque incrementando de forma notable el número anual de inmigrantes, que ha alcanzado en el período 1992-1994 la cifra de 700.000. En la nueva Acta se precisan y endurecen las normas anti-discriminatorias sobre el empleo contenidas en la IRCA, y se suprimen las barreras que esa ley imponía a la inmigración por razones ideológicas, homosexualidad o sida, como factores de rechazo a la hora de conceder un visado.La única forma posible de inmigración legal, en el caso de no tener parientes en el país o en el de no cumplir los requisitos para alguna de las escasas visas basadas en la cualificación profesional, es consiguiendo el Estatuto de Refugiado. Ofrece la ventaja de que con él se puede acceder a un amplio conjunto de servicios sociales de los que no disponen otros emigrantes, gracias a la existencia de programas específicos para ellos. La pauperización del Sur del continente americano y las convulsiones políticas de la zona han producido una emigración económica que se acoge, o trata de acogerse, a la reglamentada por causas políticas, la de los refugiados y asilados (la diferencia entre unos y otros únicamente estriba en el lugar desde el cual se solicita la acogida, si es dentro o fuera del país). Desde 1946 más de dos millones de residentes permanentes entraron en calidad de refugiados o asilados políticos.Entre los años sesenta y ochenta el flujo de inmigración atribuido a refugiados aumentó del 6 al 19%, y continúa incrementándose en la actualidad. El mayor contingente de ellos ha estado formado por los cubanos (473.000), al que sigue en número el de los vietnamitas (411.000). Hasta la Ley de Refugiados de 1980, en la que se trató de definir el concepto y de limitar el número de concesiones, el refugiado era, en Estados Unidos, la persona que huía del régimen comunista. A partir de esta ley se amplió el término y se estableció un límite para las concesiones del Estatuto de Refugiado, que se determina anualmente mediante consulta entre el Presidente y el Congreso. El límite anual ha oscilado entre los 62.000 y los 207.000 en el período 1975-1990.En la actualidad, la inmigración en Estados Unidos se caracteriza por la consolidación -derivada del sistema de preferencias- de comunidades étnicas asiáticas y centroamericanas; por el aumento de su poder de presión en la sociedad; por un volumen importante de inmigrantes ilegales; y por una creciente demanda de peticiones de refugiados y asilados políticos. La afluencia de inmigrantes se mantiene en ascenso.
fuente
Figura móvil sobre un mástil, que empleaban los jinetes y arqueros para entrenarse antes de los torneos.
contexto
En 1981 concluyó el optimismo reinante en buena parte de América Latina. Se complicó la situación de la balanza de pagos en la mayoría de los países y aumentaron las dificultades para renegociar las deudas ya existentes. Ese año se redujo el crecimiento económico y la vertiginosa caída de 1982 se agravó por el estancamiento del comercio internacional, que amenazaba la expansión de las exportaciones. La situación empeoró con la bajada de los precios de los productos primarios. En México, la caída del petróleo junto con la subida de los tipos de interés fue fatal para el sistema económico. En febrero de 1982 el peso mexicano se devaluó un 60 por ciento, inaugurando una serie de devaluaciones sucesivas que causarían la fuga de capitales nacionales y extranjeros. El proceso terminó con la nacionalización de la banca privada. En agosto, el gobierno anunció una moratoria de noventa días sobre el pago del capital de su deuda externa, que luego se extendería a 1983. Junto a México, Argentina (envuelta en el conflicto de las Malvinas) y Brasil (también a punto de declarar una moratoria unilateral) tenían grandes apuros financieros y les resultaba difícil continuar pagando la deuda. La subida en las tasas de interés arrastró a los restantes países latinoamericanos y los convenció de la necesidad de renegociar la deuda. Se iniciaba un complicado, larguísimo e inconcluso proceso negociador, en el cual jugarían un papel protagónico el FMI, el Club de París y la banca internacional. Lo que a principios de los 80 podía haber sido una recesión seria pero manejable, se convirtió en una grave crisis de desarrollo debido al colapso de los mercados financieros y a los cambios abruptos en las condiciones en las que se concedían los préstamos internacionales. El FMI iba a imponer condiciones muy duras para refinanciar la deuda externa, con el objetivo de liberalizar las economías, revalorizar el papel del mercado como asignador de recursos, en desmedro del Estado y sus subvenciones, e impulsar el comercio internacional, reduciendo el sector público y ampliando el privado. Las recetas del FMI se centraban en la reducción del déficit fiscal, el control de los salarios reales, la limitación del crédito interno y la disminución en el endeudamiento del sector público, el aumento de la recaudación fiscal, la eliminación de los subsidios y la búsqueda de un superávit en la balanza comercial. Todo ello debía tener lugar al mismo tiempo que unos duros planes de ajuste intentaban controlar una inflación endémica. En Bolivia y Argentina hubo brotes hiperinflacionarios, que desquiciaron totalmente el tejido social y sin llegar a esos extremos, Brasil y Perú conocieron tasas de inflación francamente exorbitantes. La crisis económica, la inflación y el ajuste condujeron a algunos estallidos sociales, como el caracazo, que causó 246 muertos, ocurrido al poco tiempo de la asunción de Carlos Andrés Pérez en 1989 y la implantación de un serio plan de ajuste que eliminó subsidios al transporte y a algunos alimentos. En numerosos casos el problema inflacionario se intentó solucionar congelando los precios, pero esta receta intervencionista mostró rápidamente sus limitaciones. La inflación en la región pasó del 57,8 por ciento anual en 1975, al 84,5 en 1981, al 275 en 1985, al 500 por ciento en 1988 y a más del 1.000 por ciento en 1989. Junto con las grandes subidas de Argentina, Brasil y Perú hay que consignar el 14.000 por ciento de aumento de los precios en Nicaragua en 1988, en plena guerra contra la Contra. La negociación de la deuda, si bien buscaba relanzar el crecimiento económico, no perdía de vista la delicada situación de la banca internacional, amenazada por una carga difícil de soportar y el hecho de que las deudas debían ser pagadas. Pese a ello, se realizaron algunos ensayos para formar un Club de Deudores o para poner de acuerdo las políticas económicas de los distintos gobiernos, pero estas estrategias, así como las de quienes se mostraban renuentes al pago de las deudas, fracasaron totalmente. A finales de 1983 quince países habían llegado a algún tipo de acuerdo con el FMI, que suponía la realización de políticas de ajuste. En 1984 sólo Colombia y Paraguay siguieron pagando normalmente los intereses de la deuda. El presidente de México, Miguel de la Madrid, trató de negociar en mejores condiciones que sus colegas latinoamericanos y para ello intentó continuar pagando regularmente los intereses de la deuda, aunque no obtuvo beneficios a corto plazo. Esta medida se acompañó de una política de austeridad y el ajuste económico dio sus primeros frutos en 1987. Las exportaciones crecieron, especialmente por las industrias de transformación (maquiladoras) establecidas en la frontera con los Estados Unidos, ya que las empresas norteamericanas intentaban beneficiarse de los salarios más bajos existentes al otro lado de la frontera. Carlos Salinas de Gortari continuó con esa política económica. La aceptación por México del Plan Brady, con una importante reducción de la deuda externa, permitió que el tema de la deuda dejara de ser el principal quebradero de cabeza de sus gobernantes. El plan Brady, heredero del plan Baker, está dirigido a los países deudores de renta media y busca una negociación caso por caso. Costa Rica y Venezuela también llegaron a acuerdos favorables y se espera que Argentina haga lo propio en 1992. Junto a México, otros países tuvieron éxito en sus programas de ajuste y redimensionamiento del Estado. Este último aspecto ha sido acompañado de una campaña de privatizaciones, que varió de profundidad según los casos. En Chile, después de la restauración democrática, se continuó con los lineamientos generales de la política económica del pinochetismo, aunque suavizando su coste social. Bolivia va por el mismo camino y Argentina parece que obtiene sus primeros éxitos en la lucha contra la inflación y la estabilidad y extiende las privatizaciones. Pese a la dureza de sus intervenciones y al elevado costo social, los planes de ajuste sólo tienen posibilidades de triunfo en la medida en que se aplique una política coherente durante un plazo prolongado de tiempo, ya que de otro modo sólo se estarían aplicando paños calientes. Si bien el costo social de los programas de ajuste ha sido elevado (estancamiento económico, retroceso o abandono de programas sociales en ejecución, disminución del poder adquisitivo de los trabajadores y aumento de la conflictividad social), existe un creciente consenso en las sociedades latinoamericanas sobre la inevitabilidad de su aplicación, basado en la creencia de que sólo por ese camino se relanzará la economía. De momento se observan los primeros frutos y en 1990 se invirtieron más de 9.000 millones de dólares en la región. México, Chile, Venezuela y Colombia recibieron más del 70 por ciento de esas inversiones.
termino
acepcion
Asiento en el coro.