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Monarquías occidenta

Desarrollo


El testamento de Sancho el Mayor de Navarra (1035) se atuvo a unos criterios patrimonialistas en cuanto se produjo la división de sus Estados. Sin embargo, en la mente del monarca estaba el mantener una cierta cohesión basada en un bloque vascón o vasconizado fuerte en manos de su primogénito García: un reino de Navarra considerablemente expandido. En sus flancos quedaban, en manos de los otros hijos, unos Estados más modestos: los condados de Castilla y Aragón (que algún tiempo después se erigirían en reinos) y, más en Oriente, los de Sobrarbe y Ribagorza. Poca vigencia tendría el diseño de este mapa. El gran beneficiario de los cambios seria Fernando de Castilla. Vencedor de los leoneses en Tamarón (1037) se haría con el control de este reino por vía de consorte. Vencedor asimismo de García de Navarra en Atapuerca (1054), Castilla conjuraba el peligro de expansionismo navarro. Las brillantes campañas contra los musulmanes, especialmente en el Norte de Portugal -Coimbra cae en 1064-aseguraron a Fernando I de Castilla y León una autoridad incuestionada en el conjunto peninsular. La división de sus Estados a su muerte (1065) fue un hecho realmente traumático saldado unos años más tarde con la supervivencia política de uno de sus herederos: Alfonso VI, el emperador de las dos religiones tras su conquista de Toledo en 1085. La ocupación de esta urbe -por más que atrajera la contundente réplica militar de los almoravides del Norte de África- tuvo un extraordinario valor.

Suponía un paso más en la materialización de ese sueno de restauración neogótica que había anidado ya en la corte de los reyes astures. A su muerte en 1109, Alfonso VI dejaba unos Estados considerablemente ampliados pero también pesadas hipotecas: la recuperación militar islámica que hacía muy vulnerable la línea del Tajo, y un crispado problema sucesorio. La "Historia Compostelana" se haría lenguas de las disputas entre su heredera Urraca y su segundo esposo Alfonso I de Aragón. Importantes revueltas urbanas (Sahagún, Compostela...) enrarecieron más aún el panorama. Este sólo se despejaría cuando un hijo de Urraca y de su primer marido (Raimundo de Borgoña) tomase con firmeza las riendas del poder a partir de 1127: Alfonso VII. Aparece este monarca como el último representante importante del sueño imperial leonesista. En 1135, en efecto, era coronado solemnemente como emperador en la catedral de León ante una gran asamblea de magnates. Era, sin embargo, el cenit de un viejo ideal: por los mismos años y en el flanco occidental del Estado castellano-leones, el condado de Portugal manifestaba ya veleidades abiertamente secesionistas. De hecho, a partir del acuerdo de Valdevez de 1141, Alfonso VII reconocía a su primo Alfonso Henriques de Portugal un amplísimo margen de autonomía en sus dominios. Alfonso VII repetiría el mismo gesto testamentario que Fernando I. Ello provocó el que Castilla y León tuvieran monarcas independientes a lo largo del medio siglo siguiente.

Los dos reinos (Castilla con Sancho III y luego con Alfonso VIII; León con Fernando II y más tarde con su hijo Alfonso IX) tuvieron que pugnar con un enemigo común a todos los Estados hispano-cristianos: los almohades del Norte de África, frenados definitivamente en la batalla de Úbeda (Las Navas de Tolosa) en 1212. Tuvieron también que atender los problemas suscitados en otras áreas fronterizas. En el caso de León, con un Portugal que aspiraba a ser un reino en pie de igualdad con sus vecinos leoneses. En el caso castellano, con la monarquía aragonesa y con un reino de Navarra que, desde principios del siglo XIII, vio perder su dominio sobre las provincias Vascongadas. La fijación de unas líneas de frontera que se deseaba fueran lo más estables posibles, favoreció un intenso proceso de repoblación interna. Se ampliaría con otro en la franja costera cantábrica. A la muerte de Alfonso VIII en 1214 la nueva unión de Castilla y León aún se haría esperar. En el segundo de estos reinos siguió gobernando su primo Alfonso IX hasta su muerte en 1230. Berenguela de Castilla desempeñaría al lado de su hijo Fernando un papel similar al que su hermana Blanca estaba cumpliendo junto a Luis IX de Francia. La energía y los buenos oficios de esta mujer lograron, a la postre, que los reinos de Castilla y León quedasen definitivamente bajo la autoridad de un solo monarca: Fernando III que, como su primo francés, acabaría también siendo elevado a los altares.

Desde 1230, por tanto, el bloque castellano-leones, el mayor beneficiario hispanocristiano de la expansión hacia el Sur, se va a convertir en la gran potencia peninsular. Su solidez se puso a prueba en el reinado del sucesor de Fernando, Alfonso X, plagado de luces y sombras. Monarca reconocido como promotor cultural, su actividad política se saldó con graves fracasos. La expansión hacia el Sur obtuvo parcos resultados y aún tuvo que sofocar una grave revuelta de población mudéjar de los territorios recientemente incorporados a la Corona castellana. Su sueno de acceder al trono imperial alemán se saldó con un enorme fiasco y el dispendio de enormes sumas. Las querellas con aragoneses y portugueses no le supusieron beneficio sustancial. Los primeros síntomas de la crisis económica que empezaba a sacudir a Europa se dejaron sentir también en la Corona castellana. Los últimos años de reinado de Alfonso X quedaron marcados por su mortal enfrentamiento a su hijo Sancho con motivo de la sucesión al trono. Este era el segundogénito pero trataba de imponer sus derechos por encima de sus sobrinos -hijos del primogénito fallecido- los llamados Infantes de la Cerda. Sancho IV fue proclamado rey en 1284 y mostró dotes de buen gobernante: frente a los musulmanes granadinos y sus aliados benimerines del Norte de África defendiendo las posiciones del Estrecho; frente a una nobleza levantisca cuya cabeza, Lope Díaz de Haro, fue eliminado; y frente a los Infantes de la Cerda quienes, reclamando sus derechos al trono, no dudaron en recabar el apoyo militar aragonés.

Sancho moría prematuramente en 1295. Dejaba en principio una negra perspectiva con un menor, Fernando IV, en el trono. La reina madre Maria de Molina sería quien con extraordinaria energía y el apoyo de las ciudades logrará mantener a raya la situación hasta la proclamación de la mayoría de edad de su hijo en 1301. El joven monarca logró, por la vía del acuerdo, solventar el contencioso con los aragoneses (a su esfera pasaba a integrarse el norte del reino de Murcia, correspondiente a la zona alicantina) y con los Infantes de la Cerda. La gran operación conjunta antiislámica proyectada por aragoneses y castellanos dio escaso fruto y, además, en 1312 Fernando IV moría dejando el trono a un niño como heredero Alfonso XI. En estos años surge en el panorama político ibérico un novel Estado: el reino de Portugal. Las tierras situadas al sur de la desembocadura del Miño constituyeron el condado de Portugal que Alfonso VI de Castilla y León otorgó a Enrique de Borgoña, casado con su hija natural Teresa. De esta unión nació Alfonso Henriques quien, merced a una hábil política de pactos con su primo Alfonso VII, fue conquistando importantes parcelas de autonomía para su condado. Su victoria sobre los musulmanes en Ourique en 1139 fue el punto de arranque para titularse "Rex Portucalensiorum". La conquista de Lisboa en 1147 marcó un fuerte impulso para una marcha hacia el sur en ocasiones obstaculizada por las contraofensivas almohades.

Hacia mediados del siglo XIII los herederos de Alfonso Henriques podían dar por concluida la reconquista lusitana con la ocupación de algunas plazas en el Algarbe. El otro contencioso portugués se mantendría con la monarquía leonesa. Con Alfonso Henriques hubo ya duros enfrentamientos. Habría que esperar más de un siglo para que, en 1297 y por el acuerdo de Alcañices, se fijaran las fronteras entre la Corona castellano-leonesa y el reino de Portugal. Para entonces la monarquía lusitana estaba gobernada por un digno émulo de Alfonso el Sabio: Don Dionís. Gran impulsador de la vida intelectual, activo legislador y creador de una marina real, este monarca haría de su Estado una potencia con la que contar en el futuro de las relaciones internacionales.

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