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Parte de la coraza, que sirve para cubrir y defender la espalda.
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Pieza de la armadura, que sólo cubría la parte superior de la espalda.
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La historia política española de los siglos XVI y XVII se suele definir en función de la presencia en suelo hispano de la Casa de Austria como dinastía reinante, siendo frecuente la referencia a la España de los Austrias para abarcar ambas centurias. Y en verdad la venida de los Habsburgo al territorio peninsular hispano supuso apreciables transformaciones en los modos de gobierno y en sus objetivos políticos prioritarios respecto a los existentes durante el anterior reinado de los Reyes Católicos. Ello ha permitido distinguir el comienzo y posterior evolución de una etapa nueva en nuestro devenir histórico, que se vería todavía más resaltada desde el momento en que los destinos españoles quedaron vinculados al Imperio tras el nombramiento de Carlos como emperador.
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En el año 1938 Salvador Dalí logra la perfección en su método paranoico-crítico gracias a la imagen múltiple. Este método queda de manifiesto en obras como El enigma sin fin (1938). En lienzos como España, Cabeza de mujer en forma de batalla, El gran paranoico o Septiembre se advierte además la representación de imágenes invisibles pero que se construyen con otros elementos. Se trata de una técnica que ya había sido utilizada por otros artistas como Leonardo da Vinci o Max Ernst. En esta obra la cabeza de la mujer se forma mediante hombres y caballos que están luchando. Su rostro está compuesto por unos labios rojos y unos grandes ojos. El pecho de la figura se crea mediante un guerrero montado a caballo, cuyo casco y lanza son rojos como el color carnoso del pecho.
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La decadencia de la monarquía hispánica continúa imparable, sumida en graves problemas internos y perdiendo prestigio en el concierto europeo de forma acelerada. La renovación dinástica sucedida con Felipe V sitúa al país en la órbita francesa, en la que se mantendrá durante los reinados siguientes de Fernando VI y Carlos III, y aún más allá. La situación interior es una preocupación permanente de los monarcas y sus ministros, llevándose a cabo sucesivos intentos de reforma y modernización con resultados diversos. El breve reinado de Fernando VI supone un paréntesis de paz para una nación desgastada por los innumerables conflictos de las décadas anteriores. Carlos III, imbuido de las ideas ilustradas, emprende un programa renovador que resulta beneficioso, si bien ha de enfrentarse a fuerzas contrarias a la modernización y racionalización. En definitiva, el periodo supone la constatación de la pérdida de prestigio exterior de la monarquía hispánica.
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El arte barroco se difundió desde Roma a toda Europa, si bien con desiguales resultados. Sin embargo, ningún país lo acogió tan bien, en todas sus manifestaciones artísticas, como España, el país defensor del catolicismo y de la Contrarreforma, de la exaltación religiosa. En la austeridad de la arquitectura, en la escultura polícroma en madera, en las estatuas de procesiones, en las escenas de retablos y en la pintura religiosa, aparecen las huellas y las órdenes de Trento. Aunque autónomo con relación a las corrientes estilísticas de su tiempo, Doménico Teotocópulos (1541-1614), llamado el Greco, dedicó la pintura de su etapa española casi exclusivamente a temas religiosos, preferentemente escenas de la vida y la pasión de Cristo. Para dar a sus personajes la máxima plenitud espiritual, una exaltación mística casi irreal, utilizó la técnica del alargamiento de las figuras de sus personajes y una sobriedad y una contención tridentinas. En el "Entierro del conde de Orgaz" se resume toda su visión de la pintura y del mundo religioso: la realidad impregnada de misticismo y una espléndida representación de la majestad divina. Intérprete de la sensibilidad barroca es igualmente, aunque por distintos motivos, José Ribera, llamado el Españoleto (1591-1652). De formación italiana, pues marchó a Italia en 1608 y ya no volvería, Ribera es por el colorido, por su metodología, por su naturalismo y por su tenebrismo, un discípulo y heredero de Caravaggio. La mayor parte de sus obras son de temática religiosa, entre las que caben destacar personajes o escenas del Antiguo Testamento (El sueño de Jacob, 1639), figuras de santos penitentes (san Jerónimo, María Magdalena), escenas de milagros y de martirios (el Milagro de san Jenaro para la catedral de Nápoles, el Martirio de san Bartolomé, de san Felipe, de san Andrés, de san Sebastián), episodios del Nuevo Testamento (Adoración de los pastores) o vírgenes con niños. Ribera no olvidó los temas mitológicos, los retratos (La mujer barbuda) y los personajes o escenas de la vida cotidiana (El alegre bebedor, El muchacho del tiesto, etc.). Su cuantiosa producción presenta, no obstante, dos etapas estilísticas muy diferenciadas. Una primera, muy a la manera de Caravaggio, en la que predominan los violentos contrastes de luz, la descripción microscópica de los detalles de fuerte realismo y naturalismo, y la monumentalidad de las composiciones. Después de 1634, Ribera, sin abandonar las posiciones naturalistas, se inclina por una pintura más luminosa, de temas amables y bellos, de marcado influjo neoveneciano. El naturalismo de Ribera sirvió de modelo a Francisco de Zurbarán (1598-1664), al mismo tiempo que el claroscuro y las actitudes realistas. Destaca personalmente por su sentido peculiar de la ordenación, de la monumentalidad y del rigor geométrico, por su tono solemne y grave y, temáticamente, por un gusto especial por los temas eclesiásticos (episodios de la vida conventual cartuja, como San Hugo en el refectorio), religiosos (de devoción mariana, como La Virgen protegiendo con su manto a los religiosos, y cristológica) y por los pasajes de naturaleza muerta (bodegones). El fondo negro de los caravaggistas es en su pintura una lámina negadora de espacio para destacar la presencia volumétrica de sus personajes. Las Historias de san Buenaventura (1629) y las Historias de san Pedro Nolasco (1629-1630) constituyen un paradigma de la utilización de la luz contrastada y de la unción religiosa de sus personajes. Sin embargo, Zurbarán no sintió interés por el movimiento, reñido con su gusto por las composiciones reposadas y tranquilas, en las que el esfuerzo físico es inexistente, pues lo que importa es la expresión espiritual. A pesar de poseer un estilo propio y de escapar a toda clasificación, Diego de Silva y Velázquez (1599-1660), el menos místico, el más impasible, el más frío y sobrio de los artistas españoles del siglo XVII, forma parte cronológicamente de la generación de pintores barrocos. Protegido por el conde-duque de Olivares, se introdujo en la Corte y gracias al éxito que obtuvo de su retrato al rey Felipe IV, fue nombrado pintor de cámara. Sus diferencias con los pintores puramente barrocos son claras: Velázquez no mira la vida desde un ángulo trágico o espectacular, ni tan siquiera de manera extremadamente realista como lo hiciera Ribera el Españoleto. Es lo más llano y lo menos retórico posible, es equilibrado y ponderado. Y tal vez, por ello, no habría que considerarlo como un pintor barroco. Para Velázquez, por ejemplo, el tenebrismo, que practicará en sus primeros años, no es una tendencia o una actitud, sino una falta de respuesta al problema de la expresión de la luz. Su respuesta es crear el aire, la perspectiva aérea, haciendo que las formas pierdan precisión y los colores no sean ya tan brillantes y limpios. No obstante, a su primera época, propiamente barroca y tenebrista, pertenecen retratos y composiciones (la Vieja friendo huevos, Cristo en casa de Marta, el Aguador y la Adoración de los Reyes), el retrato de Don Carlos, el de Felipe IV, y el del bufón Calabacillas y un tema mitológico, Baco (o Los Borrachos). Posteriormente, su contacto con Rubens y su primer viaje a Italia modificaron sustancialmente su estilo. El tenebrismo desapareció a partir de esa etapa. En esos años, liberado ya de la carga tenebrista, Velázquez pinta sus lienzos dedicados a reproducir los hechos más gloriosos del reinado de Felipe IV (La rendición de Breda, entre ellos), los retratos ecuestres del monarca y del príncipe Baltasar Carlos y del conde-duque y del infante don Fernando. La vida de la Corte pasa también ante él: bufones, retratos de aristócratas, y otros retratos reales como el de la infanta Margarita atendida por sus meninas (Las Meninas), donde la técnica de la perspectiva aérea presenta una calidad insuperable y modélica. En Las hilanderas se consuma ese hallazgo velazquiano. Si Velázquez encontró protección en la Corte, otros pintores sevillanos del siglo XVII respondieron a la demanda de la sociedad hispalense, sin necesidad de salir de la capital andaluza. Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682) y Juan Valdés Leal (1622-1690). Murillo es, dentro de la pintura barroca española, uno de los principales cultivadores del género religioso, aunque a la religión viril de Zurbarán él oponga una religiosidad idealizada y tierna, sin llegar al empleo de la ampulosidad de Rubens. Murillo, por el contrario, refleja una corriente de la devoción popular española sensible a la gracia, a la dulzura y al optimismo y rechaza todo arrebato extremado. A los temas trágicos él prefiere las visiones celestiales. En cualquier caso, su pintura responde al espíritu de la Contrarreforma, pues despierta el fervor del creyente y, sobre todo, por su temática en torno a la Inmaculada Concepción de la Virgen y, en general, a las vírgenes. Las vírgenes de Murillo eran ante todo mujeres, de tal manera que gracias a él asistimos a una humanización de lo sagrado. Con igual dulzura trata los temas de la vida cotidiana (cuyos personajes son casi siempre niños, los niños abandonados de la Sevilla del siglo XVII o mendigos o trabajadores manuales), restándoles dureza y dramatismo, creando una atmósfera apacible, alejado del doloroso realismo de Valdés Leal. Alejado artísticamente de Murillo por su estilo y por su temática, Valdés Leal tenía puesto su afán en el realismo dramático y en el movimiento. Más preocupado por la expresión que por la belleza ideal, sus modelos son con frecuencia patéticamente feos y algunos de sus temas son macabros y repugnantes, lo cual ponía de manifiesto uno de los gustos barrocos por excelencia. Mientras que parte de su serie sobre la vida de san jerónimo (La Tentación y La Flagelación de san Jerónimo) trata de expresar ese movimiento intenso y violento, en los Jeroglíficos de nuestras postrimerías (In ictu oculi y Finis gloriae mundi) ejecutados por encargo de don Miguel de Mañara para la iglesia del hospital de la Caridad, representa el desprecio de las glorias terrenas y el crudo realismo de una parte del alma barroca. Por lo que respecta a otras manifestaciones artísticas del Barroco español, la escultura religiosa jugó un papel destacado en los objetivos de la Contrarreforma, sobre todo porque en el primer tercio del siglo XVII aumentó la construcción de retablos y las procesiones religiosas a cielo abierto que, concebidas como espectáculos escenográficos, cobraron una importancia capital e inusitada. Además, las beatificaciones y canonizaciones de santos españoles (san Ignacio, santa Teresa, san Francisco Javier, san Isidro, san Francisco de Borja, etc.) y la extensión del culto a la Inmaculada contribuyeron aún más a incrementar la producción escultórica repartida entre dos escuelas, la castellana y la andaluza. Entre los miembros de la primera destacó a comienzos de siglo Gregorio Hernández (1566-1636) autor de esculturas religiosas en madera policromada. Hijo del naturalismo barroco, su principal interés estético reside en interpretar la realidad con un estilo directo, sin concesiones. Sus figuras de Cristo yacente, sus dolorosas, sus crucificados y sus representaciones de la Piedad alimentaron la piedad y la devoción de los fieles desde los altares de las iglesias y desde los pasos procesionales. El gran maestro de la escuela andaluza es Juan Martínez Montañés (1568-1649). Formado en el manierismo de la última etapa renacentista, conserva en sus obras el equilibrio, el orden y la ponderación clásicas. Es únicamente en los rasgos dramáticos de sus Cristos donde se manifiesta la pasión barroca. Sus obras maestras son los relieves y las estatuas de sus retablos por su dulzura y belleza formal: el de san Isidoro del Campo y los de santa Clara y de san Leandro de Sevilla. El patetismo del que carece la obra de Montañés se encuentra, en cambio, en su discípulo Juan de Mesa, con sus Cristos trágicos y apasionados, capaces de mover el sentimiento de quienes lo contemplan, hechos para el espectáculo procesional en la calle, didáctico y piadoso. La devoción popular hacia el Cristo de la Buena Muerte y el Jesús del Gran Poder demostraron desde el primer momento que el arte barroco de Mesa era un arte popular.
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Con el cambio de siglo España se convirtió casi exclusivamente en una potencia europea cuyo marco intelectual y político se debía vincular con el liberalismo, pero cuya realidad social tenía mucho más que ver en no pocos aspectos con el mundo balcánico o el hispanoamericano. El contraste entre esas dos realidades contribuye a explicar el reinado de Alfonso XIII y sus propósitos de regeneración de España. A comienzos del siglo XX España, aunque desde el punto de vista geográfico era una nación europea, por sus características peculiares en ocasiones parecía no serlo. Los dieciocho millones y medio de españoles todavía padecían una elevada mortalidad, hasta el punto de que uno de cada cuatro nacidos no llegaba a vivir un par de años. Sólo un tercio de los españoles residía en núcleos de población de más de 10.000 habitantes. A diferencia de lo sucedido en Europa, el control de los nacimientos fue tardío y sólo se produjo en una porción mínima de la geografía nacional. Otra de las divergencias entre el resto de Europa y España residía en que ésta continuaba siendo un país fundamentalmente agrario en el que entre el 65 y 70% de la población activa trabajaba en el sector agrícola o ganadero, mientras que la población activa empleada en la industria representaba menos de un 16% del total y aproximadamente la mitad de ella se ocupaba en sectores de necesidad tan perentoria o tan escasa complejidad como las confecciones o la construcción. En cuanto al sector terciario o de servicios una parte muy importante de él estaba integrada por el servicio doméstico, lo que era indicativo de una sociedad retrasada. El campo español estaba atenazado desde hacía mucho tiempo por enfermedades estructurales como eran no sólo el latifundismo y el minifundismo, sino también el retraso técnico que le hacían estar estancado en los cultivos tradicionales como el trigo, el olivo y la vid. A comienzos del siglo XX, aproximadamente un 6% de la propiedad de la tierra seguía en manos de la nobleza, con desigualdades regionales notables. De todos modos, en lo esencial el latifundismo era ya burgués e incluía una explotación racional. Las fincas grandes (superiores a 250 ha.) suponían un 28% del territorio nacional, pero en la mitad sur del país este porcentaje se elevaba mucho más. Nada semejante a este latifundismo existía en otros países de Europa occidental. Es cierto también que los rendimientos por hectárea en nuestro país eran cinco o seis veces inferiores a los de Inglaterra o Alemania. El latifundio no resume la situación de la agricultura española sino que ésta tenía muchas otras muestras de arcaísmo que, además, eran muy variadas a lo largo de su geografía. La agricultura pobre de Castilla experimentó pocos cambios a pesar de que la propiedad estaba relativamente bien repartida. En Galicia se aceleró el rescate de las rentas conocidas con el nombre de foros y se inició la exportación de vacuno. En todo el Cantábrico el dinero a América produjo una modernización económica, aunque modesta. Sin duda los mayores cambios en la agricultura tuvieron lugar en el litoral mediterráneo, en especial en el levantino y de cara a la exportación de productos como la naranja. En términos generales puede decirse que, a comienzos de siglo, España seguía siendo un país agrícola y minero. Con anterioridad a 1900 comenzó el proceso de capitalización que llevaría al auge posterior del País Vasco, pero en la época del cambio de siglo la zona industrial por excelencia en España era Cataluña y su producción más importante la textil. En relación con el resto de España existía una notable diferencia, indicio de modernidad, pero también la industria catalana padecía unas muy notables debilidades que eran expresivas del propio retraso español. Tanto las materias primas, sobre todo el algodón, como las patentes procedían del exterior, por lo que la industria textil catalana no resultaba competitiva a nivel internacional y necesariamente había de apoyarse en un arancel alto. Las empresas eran fundamentalmente familiares y en exceso conservadoras desde el punto de vista de la gestión. Si la estructura económica española resultaba retrasada respecto a las europeas también lo era la sociedad. A comienzos de siglo el crecimiento de la población española era más lento que el europeo, debido al alto índice de mortalidad (en España era del 29% frente a un 18% en Europa occidental). En el nivel de analfabetismo radicaba una de las diferencias más marcadas: en 1900, en torno a un 63% de la población española no sabía leer ni escribir, mientras que en Francia el porcentaje era tan sólo del 24%. Había provincias españolas como, por ejemplo, Jaén o Granada, en las que el número de analfabetos llegaba al 80%. En cuanto a la estructura social resulta difícil precisar cuántos y quiénes formaban cada clase pero, en general, puede afirmarse que existían grandes desigualdades, mucho mayores que en Francia, por ejemplo. La clase alta estaba formada por la nobleza, latifundistas, grandes labradores y miembros de la burguesía industrial o negocios y miembros de la elite política. Sin embargo, no puede decirse que se tratara de una sociedad feudalizada, sin movilidad social y parecida al mundo del Antiguo Régimen. Gran parte de la clase dirigente, por ejemplo, estaba formada por burgueses nobilizados conectados con la política y el mundo de los negocios. Integraban las clases medias los miembros de las profesiones liberales, burócratas y los medianos propietarios del campo y la ciudad. La clase baja, formada por pequeños agricultores, jornaleros, obreros industriales y de servicios, representaba el 75% de la población activa y sufría unas pésimas condiciones de trabajo, aunque la situación del jornalero andaluz era con mucho la más dura de todas frente a la industria textil y la minería vasca. En la industria la jornada de trabajo era de 11 horas en verano y 9 en invierno con un salario de algo menos de tres pesetas diarias. Pero todavía eran peores las condiciones del jornalero andaluz con un salario de un tercio o la mitad del de los obreros de la industria y sólo tenían trabajo entre el 60 y el 80% de los días del año. Por ello, no es de extrañar que surgieran movimientos revolucionarios que tenían como propósito fundamental la transformación social subversiva o reformista. El movimiento obrero en España tenía una indudable tradición histórica pero su principal inconveniente para ejercer una influencia efectiva fue siempre su división en dos tendencias, una socialista y otra anarquista. A comienzos del siglo XX el socialismo era una no muy nutrida organización que avanzaba lentamente en su crecimiento y practicaba una doctrina de rígida hostilidad a los políticos burgueses. Sus afiliados eran obreros especializados, en especial tipógrafos como Pablo Iglesias, el fundador del PSOE. El anarquismo, por el contrario, ascendía y descendía súbitamente en el número de afiliados y en realidad no existían uno sino varios tipos de anarquismos. En las zonas de latifundio del sur de España el anarquismo tuvo el apoyo de los jornaleros y fue una doctrina más de rebelión que de revolución. Las grandes desigualdades sociales existentes en España eran un testimonio de retraso pero también lo era la existencia de ese anarquismo. Al mismo tiempo, sin embargo, el anarquismo inspiró un sindicalismo hegemónico en la región más industrializada de España, como era Cataluña. Existía, en fin, un anarquismo que practicó el terrorismo urbano. En cuanto al sistema político, España era desde luego una monarquía liberal aunque no exactamente democrática. Según la vigente Constitución de 1876 el Rey compartía el poder legislativo con las Cortes y en el Senado tenían representación, al margen del sufragio popular, sectores de la sociedad que habían tenido una gran influencia en el Antiguo Régimen, como la nobleza y la Iglesia. Los liberales, a fines del siglo XIX, habían introducido una serie de reformas que eran más avanzadas que en otros países europeos como, por ejemplo, el sufragio universal masculino, que existía en España desde 1890 y permitía la existencia en España de un electorado más amplio que en Inglaterra. La generación de intelectuales de los años noventa criticaron muy duramente la realidad política española. Una de sus figuras, Joaquín Costa, la describió como de oligarquía y caciquismo. El principal rasgo del régimen español fue la perduración de una serie de características que parecían vincularle al mundo del Antiguo Régimen en el que la influencia de unas pocas personas era consagrada por la propia estructura estamental. Ahora ya no era así en términos de estricta legalidad pero el sistema caciquil se sobreimponía a la legislación. En efecto, era el cacique quien daba nombre al sistema político y esta persona, por las razones que fueron, principalmente la riqueza o la influencia política, ejercía el monopolio de la vida pública local. Si esto podía hacer se era debido en parte a que existía un absoluta desmovilización ideológica de electorado que permitía al cacique sustituir los programas políticos que, en realidad no interesaban a nadie y ejercer un tipo de actividad más primitiva como era el clientelismo, es decir, el reparto de favores. En realidad, el caciquismo venía a resultar algo así como un modo de hace compatible una España rural con unas instituciones modernas. De hecho el clientelismo había existido siempre, pero lo característico de la España de la época es que impregnaba toda la vida política, incluso a nivel nacional. A la hora de las elecciones los políticos tenían que negociar con los caciques para lograr que éstos aceptaran el candidato oficial, de modo que a nivel nacional también existía la desmovilización ideológica y el clientelismo. Había dos partidos políticos que se turnaban en el poder, conservadores y liberales. En la realidad, apenas se distinguían por la procedencia social de sus miembros y en sus programas se diferenciaban muy poco. Existían dos grandes fuerzas que estaban al margen y que podrían haber logrado la movilización política de la que carecían los partidos del turno: el catolicismo y la república. La misión de los partidos del turno consistía en neutralizar a esa oposición, como lograron durante mucho tiempo, hasta los mismos años treinta. Toda esta realidad del caciquismo revestía una extremada importancia incluso en la cúspide del Estado. En efecto, como las elecciones no eran veraces y siempre las ganaba el partido que estaba en el poder, tenía muchísima importancia la concesión por el Rey del decreto de disolución de las Cortes y era el propio monarca el que debía considerar si la situación política estaba agotada y llamar a formar gobierno al otro partido. Con posterioridad al desastre del 98 las críticas al sistema se hicieron especialmente duras, al mismo tiempo que se percibían esas grandes diferencias existentes entre España y el resto de Europa que hacían evidente un deseo de modernización. En realidad, la política exterior española apenas cambió después de la pérdida de Cuba y se puede decir que las únicas novedades que introdujo el 98 se redujeron a la aparición de un cierto hispanoamericanismo de tipo cultural y a considerar Marruecos como tema crucial para la política exterior. En cuanto a la economía, la incorporación de capitales de más allá del Atlántico tuvo un efecto inequívocamente positivo. En cambio, el impacto en el terreno cultural fue mayor y más profundo, al producirse una generalizada crítica en contra de la vida española finisecular en sus más diversos aspectos. Los autores de la misma fueron intelectuales regeneracionistas disconformes con el mundo de la Restauración. Su ideario constituye una curiosa mezcla de una actitud pesimista y un arbitrismo semejante al que en el siglo XVIII produjo la derrota exterior. El pesimismo se traducía con frecuencia en un lenguaje inmoderado y una actitud dramática. Sin duda fue en Joaquín Costa donde ese tono desaforado alcanzó sus más altas cotas pero, por otro lado, fue también el primero en realizar profundas investigaciones acerca de las prácticas jurídicas colectivistas en cuanto a la explotación de la tierra y, por otro lado, inició un nuevo género de propuestas al recomendar una política de aprovechamiento hidráulico que posteriormente tendría una influencia muy considerable. En líneas generales, los regeneracionistas no erraban al plantear una situación que sin duda era denunciable e incluso al señalar algunas de sus posibles soluciones. Sin embargo, su talante solió ser desmesurado y poco constructivo. Resulta perceptible una cierta ambigüedad del regeneracionismo desde el punto de vista estrictamente político. Joaquín Costa criticaba la falta de realismo del sistema liberal y se identificaba con la tradición krausista, como discípulo que era de Giner de los Ríos, pero al mismo tiempo para producir la regeneración del país veía como instrumento imprescindible la irrupción de una personalidad fuerte que actuara como cirujano de hierro. Costa fracasó en cuanto a una actuación política concreta. Pretendía apelar a lo que él denominaba como masas neutras del país, pero la realidad es que o éstas no existían o estaban demasiado vinculadas a la vida de los partidos políticos del turno. Sin embargo, con él tuvo su comienzo un ambiente que duraría largo tiempo. La regeneración fue un motivo crucial de la vida política y social durante el reinado de Alfonso XIII y sin ella resulta imposible realizar una interpretación de dicho reinado. Consistía en una voluntad de transformación de las estructuras políticas en sentido modernizador y liberal, aunque con la ambigüedad de que en ocasiones se propusieran medios no liberales. Por tanto, el regeneracionismo trascendió al pensamiento de quienes lo crearon y por procedimientos indirectos llegó a tener un decisivo protagonismo en la vida española durante el siglo XX. El inicio de la época regeneracionista coincide casi perfectamente con el advenimiento al trono, en mayo de 1902, a la edad de dieciséis años, de Alfonso XIII. Fue siempre un personaje atrayente que sabía ganarse a los políticos no sólo nacionales sino extranjeros por su simpatía e inteligencia, muchas veces superior a la de sus colaboradores. Como aspecto negativo se le suele acusar de una cierta superficialidad y de un gusto por la política entendida en su sentido menos noble. Pero sin duda fue indiscutible su buena voluntad, nacida de una conciencia de la gravedad de la situación española en el momento de su subida al trono, que se aprecia en el diario que escribió durante sus primeros meses de reinado. Educado desde su nacimiento para tan importante cargo, a lo largo de todo su reinado su mentalidad fue la de un Rey constitucional, con todas las limitaciones de la mentalidad de su época que no excluían un eventual recurso a una situación dictatorial temporal. La Constitución de 1876 atribuía el poder legislativo a las Cortes con el Rey y éste, además, nombraba todos los altos cargos pudiendo incluso elegir y separar a sus ministros. La inexperiencia del joven monarca le llevó inicialmente a hacer amplio uso de esas facultades interviniendo activamente en la política, sobre todo hasta 1907. A partir de esta fecha, en las crisis políticas consultó a los jefes de partido y tendió a aceptar las sugerencias de los presidentes del Consejo de Ministros, permitiendo con ello que el texto constitucional adoptase en la práctica un sentido más liberal. Su poder todavía era muy superior al de cualquier otro monarca constitucional europeo de épocas posteriores (aunque no a los del momento, pues los poderes del rey italiano eran mayores). Por lo tanto, también eran mayores las dificultades de su gestión que las de un Rey en una democracia. El ejercicio de sus prerrogativas constitucionales en muchas ocasiones no le trajo sino grandes críticas, tanto de la derecha como de la izquierda. Sin duda pudo equivocarse en muchas ocasiones. Sin embargo, los problemas de España durante el reinado de Alfonso XIII derivaban mucho más de las tensiones y contradicciones de todo proceso de modernización que de la supuesta anticonstitucionalidad sistemática del Rey como aseguraron los republicanos en el año 1930. El monarca estuvo rodeado durante su actuación política por un medio aristocrático y militar frecuentemente reaccionario. Sin embargo, también formaban el entorno del Rey miembros de la alta burguesía junto a un sector de la nobleza no precisamente conservador como, por ejemplo, los nobles palatinos antimauristas. Por otro lado, la influencia del sector conservador católico durante el reinado de Alfonso XIII fue muy inferior a la que tuvo en tiempos de la Regencia de su madre María Cristina por su procedencia austriaca y su sensibilidad religiosa. En cuanto a los contactos del Rey con la oficialidad militar hay que recordar el papel fundamental que el Ejército había tenido en al advenimiento de la Restauración. Los militares se consideraban con derecho a ser consultados en una serie de temas relacionados con su profesión, llegando a exigir una participación en la política cuando se agravaban las tensiones con la política civil. El monarca nunca defendió la primacía política del ejército, aunque se identificara con él en tanto que sus componentes eran liberales y nacionalistas en el sentido tradicional. Alfonso XIII fue uno de los escasos soberanos europeos que no experimentó la influencia determinante de ningún consejero y su concepción del interés nacional le mantuvo siempre por encima de los partidos. Como señala Carlos Seco Serrano, esa actitud política del monarca no satisfizo por completo a los políticos que le rodearon y fue un argumento que éstos a menudo usaron contra su persona. Cuando un partido político obtenía el poder lo atribuía a méritos propios, pero cuando lo perdía solía acusar al Rey. No obstante, a pesar de los aciertos y desaciertos en su etapa de reinado, la monarquía española se mantuvo más firme que otras de Europa meridional, como la portuguesa, que caería en el año 1910 o la italiana que sucumbiría, en la práctica, en 1922 al quedar por completo sometida a Mussolini, cosa que al monarca español no le sucedió con Primo de Rivera.