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La nobleza española acogió con entusiasmo las nuevas formas artísticas del Renacimiento. La dependencia del arte italiano, al principio muy fuerte, dio paso poco a poco a un estilo renacentista netamente español, expresivo hasta el manierismo en el caso de la escultura. Con este estilo se sigue realzando en las tumbas y capillas funerarias la fe del difunto y su prestigio. En el Museo se conserva la escultura orante que estaría situada sobre el sepulcro del obispo Alonso. Es de mármol y de gran maestría técnica, pues el artista consigue sacar de la piedra los innumerables pliegues de la capa y dotar al cuerpo de un movimiento casi imperceptible, mostrándolo como a punto de desfallecer por la trascendencia de su devoción. Esta actitud y la expresividad del rostro nos permiten situar esta obra en los principios del manierismo, cuando se explotan aspectos del clasicismo, como el pathos griego o el dramatismo existencial, muy relacionados con la experiencia mística que propugnaban las órdenes religiosas surgidas al abrigo de la Contrarreforma.
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Jorge Oteiza y Antoni Tàpies son los primeros en romper con la atonía del arte de posguerra en España y en conseguir reconocimiento internacional. El objetivo de Oteiza es "captar la esencia del vacío", y como él mismo ha escrito en "La ley de los cambios", de 1964: "En una primera fase (del desarrollo histórico del arte) se plantea el crecimiento de la expresión en una escala creciente a partir de cero, y en una segunda fase se completa la experiencia interna de la expresión hasta apagarse en la señal conclusiva de una obra vacía, en la que el cero de partida se ha vuelto negativo".
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Fueron los experimentos pictóricos los que dieron pie a los estilos cubista y futurista, pero el papel que desempeñó la escultura entre los autores de la primera vanguardia no fue ni subordinado, ni secundario. De hecho, los métodos cubistas, que aplicaron a la pintura criterios inspirados en la escultura, generaron una rica imaginería en tres dimensiones.A pesar de ello, antes de 1914, el desarrollo de la escultura ligada al experimento cubista se limitó a un contado número de piezas, fruto del trabajo de pocos autores. Picasso marcó los inicios, en 1909, al modelar su célebre Cabeza de mujer, busto en el que se aplica el facetado múltiple, para una captación figurativa similar a la de la pintura del cubismo analítico, sólo que en bulto exento.
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A principios del siglo XX en la escultura española encontramos dos activas generaciones de escultores realistas. Mariano Benlliure siguió ofreciendo en su numerosísima obra el exhaustivo catálogo de técnicas y materiales de los que hizo gala. Aniceto Marinas desplegó en sus obras repertorios anecdóticos con otros más contenidos y discretos. Entre los modernistas sobresalen varias figuras. Josep Llimoná evoluciona hacia formas más plenamente modernistas con resabios rodinianos; su obra decorativa, retratística, religiosa o funeraria muestra la red de impactos plásticos que asumió. Miquel Blay consiguió sus mejores obras en monumentos de toques rodinianos y obreristas, quintaesenciada articulación de arquitectura y complejos repertorios simbólicos del modernismo. Paco Durrio sintetiza en París de los resortes del simbolismo y el modernismo. Entre 1918 y 1936 se desarrolla la llamada Edad de Plata de la cultura española. En esta etapa encontramos importantes escultores. Josep Clará recogió la bandera mailloliana creando su prototipo humano sólido y macizo, no ajeno a su devoción griega, rompiendo con los cánones del realismo y modernismo al uso. Apeles Fenosa enlaza con los círculos parisinos que llevarán a su obra hacia un mayor primitivismo lírico. Victorio Macho se inserta en un precoz realismo para establecer luego volúmenes cada vez más sobrios. Mateo Inurria produjo en los últimos años de su vida obras excepcionales en limpieza de volúmenes y refinamiento. José Capuz combinó los más variados influjos, para luego resumirlos en macizos volúmenes de arcaísmo mediterráneo. La obra escultórica de Pablo Picasso está intrínsecamente trabada en sus otras actividades plásticas, siendo frecuente que la escultura sea banco de experimentación para sus otras aventuras plásticas. Pablo Gargallo explora las posibilidades de la plancha metálica recortada, a la que extrae un repertorio de matices que, partiendo de lo cubista, llega a lo expresivo. Julio González trabaja en planchas recortadas de hierro y otros metales tratados artesanal e industrialmente, lo que le permite crear una obra donde coexisten el surrealismo expresivo hasta casi convertirse en abstracto, con lo naturalista y popular. Manolo Hugué nos dejó una obra grácil y sólida, nueva y clásica, realizada en terracota casi siempre, en la que priman los tipos populares. Alberto Sánchez es la figura más profunda de la vanguardia de corte surrealista, nada superficial ni efectista, que busca su inspiración en las esencias populares y orgánicas. Influido primero por lo futurista, Angel Ferrant se pliega luego a lo africano y neocubista, así como a lo noucentista y art-decó para integrarse después en las vanguardias surrealista y geométrica.
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Todavía el volumen es soporte para la anécdota y la narración. Todavía la descripción, el relato, el psicologismo y la gestualidad descansan en ese soporte tridimensional aún no liberado, emancipación que nos pone en la vía de la escultura moderna. Entre las propuestas teóricas interesa sobre todo señalar la publicación en 1893 de un importante texto: El problema de la forma en la obra de arte. Su autor, el escultor Adolf von Hidebrand (1847-1921), desarrolla conceptos de Fiedler, que insiste en que la visualidad -entendida en la relación del objeto al sujeto- no es tanto una imitación cuanto un conocimiento dinámico y creador. Hildebrand intenta huir de la escultura anecdótica y ligada al registro de lo empíricamente dado. Sin embargo, las propuestas teóricas no se materializan en obras a su altura.
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El siglo XIV se caracterizó en Castilla por una profunda crisis, a consecuencia de las luchas originadas por las minorías regias hasta el establecimiento en el trono de los Trastamara. Disputas por el control de la regencia, guerras civiles, banderías nobiliarias, invasiones de tropas extranjeras, éste era el panorama de esta agitada centuria, marcada por una tragedia que asoló Europa, la Peste Negra -1348-, con rebrotes recurrentes cada diez o quince años. La difícil situación de los último años del reinado de Alfonso X, continuó después de la muerte de Sancho IV. La minoría de edad de Fernando IV (1295-1312) impuso el establecimiento de la regencia de su madre María de Molina. Declarado mayor de edad en 1301, se efectuaron las negociaciones para resolver las diferencias con el reino catalano-aragonés y se planeó la reanudación de la reconquista por el tratado de Alcalá de Henares (1309). Murcia, que había pasado al reino aragonés aprovechándose Jaime II de su minoría de edad fue recuperada por Castilla en 1304 mientras Alicante pasaba a la Corona de Aragón. El monarca conquistó Gibraltar. Su sucesor y heredero, Alfonso XI (1312-1350) accedió a la mayoría de edad en 1325. Hasta entonces se vivía en una gran confusión debido a las luchas entre los poderosos por el control del reino. Ya en posesión del poder efectivo, se mostró partidario del fortalecimiento del poder monárquico, y obtuvo importantes éxitos en la obra de la reconquista. Venció en la batalla del Salado (1340) y del Palmones (1343) y ocupó Algeciras (1344), convirtiendo al reino castellano-leonés en árbitro del Estrecho, lo que tuvo incalculables consecuencias para toda la cristiandad europea. Alfonso XI fue coetáneo de la Guerra de los Cien Años. Fue sumamente hábil para mantener un equilibrio entre los dos contendientes, Francia e Inglaterra, pues tuvo que defender el mercado flamenco, abastecido cada día más con la lana procedente de sus reinos. La labor de reconquista de la primera mitad del siglo, cuando se obtuvieron grandes avances, contrastaba con la escasa actividad de los siguientes monarcas, empeñados en otros asuntos. Muerto Alfonso XI en 1350 a causa de la peste negra, le sucedió Pedro I (1350-1369), de corta edad al acceder al trono. Contra él se levantó su hermano bastardo Enrique -futuro Enrique II (1369-1379)- aliado con Francia. Las luchas fratricidas culminaron con el asesinato de Pedro I y la consiguiente instauración de la casa de Trastamara. El nuevo monarca subía al trono con muchos compromisos, teniendo que premiar a quienes le ayudaron. Ello contribuyó a la señorialización de sus reinos. Una excepción, sin embargo, se produjo con la incorporación a los dominios reales directos del señorío de Vizcaya. Por otra parte, para no estar preso de los altos magnates, fomentó la creación de una nobleza de servicio, que colaboraba con él en las tareas de gobierno. Desarrolló también una amplia política internacional. Juan I (1379-1390) prosiguió la tarea de fortalecimiento del poder regio. Creó el Consejo Real y promovió importantes medidas en el campo de la justicia y del ejército. Desde el punto de vista político, sufrió la derrota de Aljubarrota (1385) contra el monarca portugués aliado con Inglaterra. En ella intervino activamente el belicoso arzobispo Pedro Tenorio, al mando de un grupo de caballeros, entre ellos don Pedro Suárez III, que murió en la batalla de Troncoso. El duque de Lancaster, que reivindicaba la corona por su matrimonio con una hija de Pedro el Cruel, invadió la Península por tierras gallegas (1386). Se zanjó la disputa por el trono en el tratado de Bayona (1388), por el que se acordó el matrimonio de Catalina, hija del duque, con Enrique, primogénito de Juan I. El interés en legalizar los derechos dinásticos se reflejó en la disposición de hacerse enterrar en la capilla de Reyes Nuevos, de la catedral de Toledo. Enrique III (1390-1406) era un niño al acceder al trono, por lo que de nuevo se constituyó una regencia. En este difícil clima, estalló en Andalucía la violencia antijudía, que se propagó por el resto del país. En el ámbito internacional, su reinado estuvo marcado por la paz. El reino de Castilla y León tuvo durante el siglo XIV una extensión muy superior a la actual. En términos generales puede estimarse todo el territorio nacional a excepción del reino aragonés con Aragón propiamente, Cataluña y Valencia, el reino de Mallorca y el reino de Navarra. Es susceptible de establecerse la frontera meridional de acuerdo con los sucesivos avances de la reconquista, tras la penetración de Fernando III el Santo en Andalucía -conquista Córdoba en 1236, Jaén en 1246 y Sevilla en 1248-, y la conquista de Murcia y Niebla por su hijo Alfonso X.
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En el extremo oriental de la Italia nórdica, en Venecia, tras la muerte de Jacobo Sansovino, el más importante escultor manierista fue Alessandro Vittoria, natural de Trento (1524-1606), quien colaboró con Palladio en Vicenza y en alguna de sus villas, como en el ninfeo de la villa Barbaro en Maser. Fue continuo retratista de los duques de Venecia y supo captar con expresiva fidelidad los rostros barbados del dux Grimani (San Sebastiano) o Niccoló de Ponti (1577, pinacoteca Manfrediniana). Su miguelangelesco y grandioso San Jerónimo con el León (h. 1565) en Santa María dei Frari, supera en vigor dinámico a los Gigantes de Sansovino de lo alto de la escalera del Palacio Ducal.
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Los cambios urbanísticos que estaba sufriendo Barcelona iban a posibilitar que un importante número de escultores encontrara su ocasión para participar en la nueva imagen de la ciudad. Por una parte colaborando con el arquitecto (caso de Eusebi Arnau para el escenario del Palau de la música o de la casa Lleó) en los proyectos arquitectónicos del Ensanche; en las viviendas y también en los panteones (a veces los encargos eran simultáneos). Por otra, realizando monumentos públicos (entre 1888 y 1910 se levanta el Monumento a Colón y el Monumento al Doctor Robert). También la Exposición de 1888 abría nuevas posibilidades a una producción escultórica muy limitada desde hacía varias décadas. Entre la escultura funeraria, las terracotas seriadas y los denominados bronces de salón, el modernismo se llegará incluso a vulgarizar. El simbolismo fue decisivo para que la escultura se alejara del monumentalismo y del anecdotismo. La melancolía en el desnudo femenino y la larga cabellera (Eva, 1904) serán motivos repetidos por Enric Clarasó (1857-1941). Este lenguaje era muy adecuado también para la escultura funeraria -mujeres pasivas, desconsoladas, ángeles con ecos de las imágenes de Burne-Jones-. De Rodin adoptan elementos formales, como las curvas suaves y redondeadas y los contornos difuminados, a pesar de que el desnudo rodiniano no supo ser seguido conceptualmente por los escultores pertenecientes la mayoría al católico Cercle de San Lluc. El espíritu del Cercle, la religiosidad simbolista, queda reflejada en La primera comunión, de Josep Llimona (1864-1934), así como en su participación en el Rosario Monumental de Monserrat. Pero será Desconsol (1903) la obra que nos pone en relación al escultor con el simbolismo modernista, sobre todo por su vocación de sugerir un estado de ánimo, un mundo interior y oculto que la suavidad de las formas envuelve en un transcurrir de la materia sensual y delicadamente fluida. Llimona conoce en París la obra de Rodin y de Meunier. La influencia de este último quedará plasmada en el Monumento al Dr. Robert (Barcelona, 1904-10), exaltación alegórica del trabajo, las letras y las artes del pueblo catalán. La obra se resuelve en esa doble vertiente: entre el realismo que encarnan las figuras masculinas y el modelado evanescente y suave de las figuras femeninas, tan característico en el lenguaje plástico del modenismo. Aunque la representación del trabajador, pese a su aparente naturalismo, aparece idealizada, les falta fuerza y sinceridad -obrero y campesino que nunca se sublevarán-. También Miquel Blay (1866-1936) consigue romper con Los primeros fríos (1891-1892) el lenguaje tradicional, pero sigue siendo un escultor del XIX, aunque trascienda la anécdota en favor de una componente simbólica más amplia. Su larga estancia en París le procura la suficiente influencia de Rodin como para poder desembarazarse de su formación académica. También en París conoce de cerca el naturalismo social de Meunier y en Flor silvestre, una de sus primeras obras, se acerca al idealismo simbolista que consigue transmitirnos con un modelado muy suave y esfumado en los contornos. Como le ocurre a Llimona, su obra se debate entre naturalismo e idealismo, con los que trata respectivamente al hombre y a la mujer: Persiguiendo la ilusión (1903) y las numerosas copias de la Margheritina. Con Eusebi Arnau (1863-1933) la escultura se integra en la arquitectura (Escenario del Palau de la Música Catalana, 1907), contribuyendo de ese modo al fenómeno modernista de la obra de arte total. En la Casa Lleó Morera, de Domènech i Montaner, consigue, con la transcripción de una canción popular catalana, aunar literatura, escultura, música y arquitectura en once relieves que conforman los arcos del pasillo y de las puertas del piso principal. El hecho de acometer un tema de la cultura autóctona catalana le sirve para reafirmarse en el carácter nacionalista y a la vez -por lo remoto del tema- para acercarse al gusto simbolista de la época. Su modelado suave y velado permite la fusión de las formas.
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Los inicios de la escultura monumental se presentan en el tratamiento de los capiteles. Sus formas responden a la más genuina tradición normanda enraizada en las primeras manifestaciones continentales de la época de Guillermo de Volpiano. A lo largo del siglo XII, los escultores ingleses se mostrarán capaces de producir una decoración arquitectónica de una inventiva más rica y variada que en el territorio normando continental. Las groseras formas de los capiteles del oratorio del castillo de Durham, erigido por el obispo Waucher (1071-1080) o poco después, son las primeras muestras de la plástica románica insular. El espacio se divide en tres naves con dos filas de tres columnas, cubriéndose los tramos con bóvedas de aristas. Las cestas de los capiteles enmarcadas por volutas en los ángulos se esculpen con temas geométricos, zoomórficos y vegetales; todo ello realizado con un estilo esquemático y zafio, muy afín en sus formas al arte rústico de algunas iglesias normandas del continente. Se trata, sin duda, de los últimos ecos del arte escultórico que se empezó a experimentar en algunos edificios del primer románico borgoñón, llevado a Normandía por los monjes reformadores. En la cripta de Canterbury, durante el primer cuarto del siglo XII, el estilo románico alcanza sus formas más maduras en la concepción del capitel. Los motivos esculpidos surgen acusadamente sobre el fondo de la cesta, con un estilo expresivo y vigoroso. La serie de animales tocando instrumentos musicales se inspira en las ilustraciones humorísticas del scriptorium de Canterbury. Será en la catedral de Ely donde la escultura monumental aplicada a las portadas alcance sus primeras formas bien definidas, sobre todo en la concepción del tímpano historiado. La llamada "puerta del prior", construida hacia 1140, muestra en los elementos de soporte, jambas y columnas, una enmarañada red de elementos vegetales y zoomórficos realizada con un relieve plano y muy gráfico, que nos recuerda las laberínticas y complejas composiciones de la ornamentación de la tradicional plástica anglosajona. En el tímpano, aparece Cristo en majestad transportado por ángeles, esculpido con las características formas estilizadas de algunas de las más famosas miniaturas inglesas. El tímpano venía siendo empleado en la arquitectura insular desde fines de la centuria anterior. Sin embargo, su ornamentación se limitaba a temas no historiados. Ahora se piensa en este marco arquitectónico para servir de soporte a un complejo programa iconográfico tal como se utilizaba en el continente desde hacía más de sesenta años. La catedral de Chichester conserva un par de relieves cuya interpretación estilística ha provocado multitud de discusiones dispares. La opinión más generalizada se corresponde con la cronología propuesta por Zarnecki, segundo cuarto del XII. Se representa la llegada a Betania de Cristo y la resurrección de Lázaro. Ambos relieves formaban parte de un muro de cierre de un presbiterio. Realizados en un estilo expresivo y vigoroso nos muestran su caracterización anatómica con unos rasgos profundamente marcados, lo que contribuye a dotar a las figuras de un aspecto dramático, casi patético. Ciertos especialistas han querido ver en esta obra un arte casi prerrománico, aunque su aspecto antiguo se debe más a una factura torpe de un estilo arcaizante. En el último tercio del XII las creaciones tardorrománicas acusan la influencia de las primeras manifestaciones del gótico francés. La portada occidental de San Andrés de Rochester y el hermoso rosetón radial de Barfreston (Kent) muestran una iconografía y un estilo plástico que ilustra este movimiento renovador. Los dos grupos de apóstoles del pórtico de la abacial de Malmesbury (Wiltshire) han sido esculpidos con un sentido de la caracterización individualizadora, ofreciéndonos variedad de actitudes. Sus rostros, dotados de una cierta humanidad, se alejan del hieratismo convencional románico.