La escultura española del siglo XVII es uno de los ejemplos más auténticos y personales de nuestro arte, porque su concepción y su forma de expresión surgieron del pueblo y de los sentimientos más hondos que en él anidaban. Quebrantada la economía del Estado, en decadencia la nobleza y cargado de fuertes gravámenes el alto clero, fueron los monasterios, las parroquias y las cofradías de clérigos y seglares los que impulsaron su desarrollo, siendo costeadas las obras en ocasiones mediante suscripción popular.La escultura se vio así abocada a plasmar los ideales imperantes en estos ambientes, que no eran otros que los religiosos, en un momento en el que la doctrina contrarreformista exigía al arte un lenguaje realista para que el fiel comprendiera y se identificara con lo representado, y una expresión dotada de un intenso contenido emocional para incrementar el fervor y la devoción del pueblo.El asunto religioso es, por consiguiente, la temática preferente de la escultura española de este período, que parte en las primeras décadas del siglo de un prioritario interés por captar el natural, para ir intensificando progresivamente a lo largo de la centuria la plasmación de valores expresivos, lo que consigue mediante el movimiento y la variedad de los gestos, la utilización de recursos lumínicos y la representación de estados anímicos y sentimientos.La costumbre surgida en esta época de sacar en procesión a los santos patronos de pueblos, iglesias y cofradías determina la creación de un tipo de imagen procesional, sola o formando un grupo de carácter narrativo denominado paso, que da lugar a la generalización de la independencia estatuaria del marco arquitectónico, por lo que la figura aislada -la imaginería- es el ejemplo más característico y habitual en la producción de la época, aunque por supuesto se siguen realizando importantes trabajos para retablos y relieves para sillerías.Dentro de la tipología de las imágenes exentas cabe destacar las llamadas de vestir o de bastidor, esculpidas sólo en las partes no cubiertas por los ropajes que, aunque ya existían anteriormente, alcanzaron en el XVII una especial difusión. Pero sin duda la máxima creación de la escultura barroca española son los pasos procesionales, en cuya concepción influyó de forma determinante el carácter didáctico y propagandístico de los ideales contrarreformistas. Realizados con un lenguaje teatral, eran conjuntos narrativos en los que se utilizaban todos los recursos expresivos para conseguir el impacto emocional sobre el fiel, teniendo siempre en cuenta que su recorrido por las calles ocasionaba una multiplicidad de puntos de vista y una mutable y dinámica contemplación.Esta vinculación de la producción escultórica a los ambientes e ideales religiosos determinó que las obras de carácter civil llevadas a cabo en esta etapa fueran escasas e irrelevantes. Lo mismo sucede con la escultura funeraria, quizás como consecuencia del sentido profano que había adquirido durante el Renacimiento, de glorificación personal del difunto, idea rechazada por la profunda religiosidad del barroco español.Todas las circunstancias anteriormente apuntadas -escasez de medios económicos, interés por un lenguaje realista y preciso, y obligada ligereza en muchos casos para facilitar el transporte a hombros- motivaron que el material empleado en la escultura de este siglo fuera casi exclusivamente la madera, ya que su reducido coste, su poco peso y su blanda condición, que posibilitaba la ejecución minuciosa del detalle, la convertían en la sustancia idónea para este tipo de obras. La madera era siempre policromada para enriquecer su aspecto y acentuar el realismo de carnaciones y ropajes, efecto que con frecuencia se incrementaba con el añadido de postizos, como ojos de cristal, pelo natural, lágrimas de cera y dientes y uñas de asta de toro.Al contrario de lo que sucedió en el siglo XVI, los escultores de este momento no viajaron a Italia, lo que favoreció el desarrollo de cualidades técnicas y expresiones estilísticas típicamente hispanas, arraigadas en nuestra tradición, dependientes de la plástica de la centuria anterior y vinculadas fundamentalmente a las circunstancias sociales y a los planteamientos ideológicos imperantes en la España de la época. De ahí la singularidad de su carácter, que primó siempre en su concepción, aunque a partir de los años cincuenta la influencia del estilo creado por Bernini introdujo en la Península un mayor interés por el dinamismo y la aparatosidad, que se fue incrementando paulatinamente hasta alcanzar su máxima expresión en las obras del XVIII.Esta es también una etapa peculiar en la configuración de las escuelas o focos principales de actividad, ya que en su determinación intervinieron las causas económicas y artísticas habituales, pero además el protagonismo indiscutible de personalidades puntuales, cuyos estilos condicionaron la producción de toda una zona. Gregorio Fernández en Valladolid y Martínez Montañés en Sevilla fueron las figuras responsables del lenguaje plástico de sus respectivas áreas de influencia, que alcanzaron gran parte de su pujanza gracias al éxito y a la calidad de las obras de estos artistas.Sin duda los trabajos de Gregorio Fernández en Valladolid contribuyeron a que esta ciudad fuera la única que conservó en Castilla durante la época barroca su condición de centro importante, tras el gran auge de la plástica renacentista castellana. En Sevilla, además de la actividad de Martínez Montañés, otros factores favorecieron el desarrollo de su escultura, como la rica tradición anterior y su poderío económico, todavía significativo en las primeras décadas del siglo. En la región andaluza destaca también la escuela granadina configurada en la influencia del arte hispalense y en la decisiva personalidad de Alonso Cano.
Busqueda de contenidos
contexto
La escultura clasicista que se produjo en el primer cuarto del siglo XVI estuvo presidida y en buena parte eclipsada por el estro genial de Miguel Angel, cuya obra se había iniciado avasalladora desde la última década del XV y se expandirá por buena parte del cinquecento hasta su aliento final. Había frecuentado Buonarroti el jardín mediceo de San Marcos donde Lorenzo el Magnífico reunió muchas de sus esculturas antiguas, algunas de ellas de origen helénico o copias, más frecuentemente mármoles y medallas romanas, de cuya colección puso como conservador al escultor donatelliano Bertoldo. También le acompañaron otros estatuarios y pintores florentinos en dibujar esos mármoles, entre ellos su rival Pietro Torrigiano, con el que sostuvo agria disputa. La colección de antigüedades que un espíritu selecto como Isabel de Este congregó en su palacio de Mantua, influyó en Mantegna y también en los pequeños bronces de Pier Jacopo Alari Bonacolsi, más conocido por Antico, que traducen prototipos clásicos en escala menor. La colección papal, incrementada considerablemente desde Julio II, también proporcionó a los escultores presentes en Roma aleccionadores estímulos. El grupo del Laocoonte y sus hijos, el formidable drama helenístico de la escuela de Rodas descubierto en 1506 en la misma Roma, el Apolo del Belvedere y el Torso del Belvedere, que tanto admiraba Miguel Angel, la Venus Calipigia y muchos mármoles y bronces alumbrados por la arqueología, contribuyeron a insuflar lecciones de clasicismo, aunque fuera muy parcialmente por ausencia de otros modelos, que se extendieron a lo largo del siglo.
contexto
Con la llegada de Felipe V a España en los inicios del siglo XVIII, la corte de Madrid, que se había mantenido replegada sobre sí misma durante los reinados de los últimos Austrias, se abre a diversas influencias europeas. El primer Borbón tratará de reorganizar la corte y su protocolo de acuerdo con el modelo de la corte de Versalles regida por su abuelo Luis XIV, donde Felipe V se había educado. El deseo de dar una nueva imagen de la dinastía borbónica más acorde con los nuevos tiempos y el gusto internacional repercutirá de inmediato en el nacimiento de un arte cortesano, surgido en torno a las grandes empresas constructivas de Felipe V: la Colegiata de La Granja de San Ildefonso y el Palacio Real Nuevo. La construcción de estos dos palacios y la remodelación de Aranjuez con sus respectivos jardines y fuentes, unidas a la gran empresa escultórica del palacio madrileño, van a ser la causa de un desarrollo de la escultura de tema profano realmente espectacular como no se había producido hasta entonces en épocas anteriores. Debemos, por tanto, al primer Borbón el haber situado a la escultura en un primer plano en el concierto de las artes, redimiéndola de la marginación en la que se encontraba dedicada casi exclusivamente a los temas devotos. Los reyes se esforzaron en traer artistas de fuera que introdujeran el nuevo lenguaje artístico en sus palacios. Así, llegaron numerosos artistas franceses para trabajar en las fuentes de los jardines de La Granja, que fueron un reducto de gusto francés, si bien tocado por la influencia de Bernini. Mas no debe olvidarse que también hubo artistas italianos en la Colegiata, como los arquitectos Juvarra y Sachetti, además del pintor Procaccini y sus discípulos Sepronio Subisati, encargado de la arquitectura, y Domingo María Sani, que tenía como cometido el encargarse de la decoración. En la empresa escultórica del Palacio Real Nuevo se impuso, en cambio, el gusto italiano, además de por sus arquitectos, los italianos Juvarra y Sachetti, debido sobre todo a la gran personalidad de Juan Domingo Olivieri, director de la obra. También Felipe de Castro, director junto a Olivieri, en un momento posterior, del programa escultórico del Palacio, intensifica la línea italiana por sus años de formación y trabajo en Roma. La fundación de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1752 por Fernando VI supone un paso más en el deseo de imponer un nuevo gusto a los artistas. Se facilitaba de este modo que los artistas extranjeros enseñaran a los maestros locales para que éstos pudieran trabajar adecuadamente en el Palacio Real Nuevo. Juan Domingo Olivieri fue el primer promotor de la fundación de la Academia y más tarde su primer director, impulsando el predominio de lo itálico sobre lo galo. No olvidemos en este punto la gran lección de la Antigüedad, principalmente helenística y romana, que los escultores pudieron conocer no sólo por los modelos de yeso traídos de Italia por Olivieri, sino también a través de la gran colección escultórica de Cristina de Suecia, adquirida por Felipe V e instalada en La Granja en 1725. Asimismo, la Academia pudo disponer de los modelos en yeso de obras de la Antigüedad, traídos por Diego Velázquez de Italia. A través de todas estas iniciativas se impondrá en la corte un nuevo lenguaje escultórico, el del Rococó internacional que impulsará la Academia y estará vigente en los reinados de Felipe V y Fernando VI, verdadero período áureo de la escultura cortesana.
obra
Fotografía de Miguel Ángel Otero, cedida por el Museo Nacional de Arte Romano, Mérida.
obra
A pocos metros del pueblo de Abadía se halla una de las edificaciones más emblemáticas y míticas de la alta Extremadura: el Palacio de Abadía de los duques de Alba. Al parecer fue una fortaleza árabe, reconquistada en el siglo XII, donada a la Orden del Temple y que posteriormente pasó a ser abadía de los monjes de los cistercienses. En 1260 el rey Alfonso X instituyó en ella el Señorío independiente de la villa de Granadilla. Desde mediados del siglo perteneció a la casa de Alba, época en que tuvo un gran esplendor. En el interior de este edificio hay un bellísimo claustro mudéjar recientemente restaurado, muy similar al del monasterio de Guadalupe, y los jardines fueron de un sofisticado refinamiento, propio de los más bellos de Italia de la época, con valiosas esculturas en mármol de Carrara; aún hoy, a pesar del abandono, podemos admirar la belleza de Andrómeda en una de sus hornacinas.
contexto
La secuencia que se observa en el desarrollo de las mastabas de la IV Dinastía, a saber: primero, lujo; después, austeridad extremada; finalmente, tímido retomo a la riqueza suntuaria, se manifiesta con idéntico ritmo en las artes plásticas e industriales de la misma. De Snefru en persona apenas se conservan unos fragmentos insignificantes de las estatuas que un tiempo hubo en su templo de Dahsur. Por eso hemos de acudir a las de sus cortesanos para ilustrar la fase inicial de la escultura. Antes de tratar de ellas en particular, debemos adelantar algo general: todas las estatuas de tiempos de Snefru y de Keops conservan vivo el espíritu de la de Zoser: son muy expresivas, muy impresionantes, pero tienen un cierto espíritu salvaje. Ya dijimos que la estatua de Zoser sugiere un león sentado. En las dos o tres generaciones siguientes, prácticamente antes de Kefrén, no será fácil que encontremos un hombre humano del todo, siempre habrá en él un algo de fiera a medio domesticar. Tanto por su intensa expresividad como por su impecable estado de conservación, las estatuas de un matrimonio -Rahotep, el marido, y Nofret, la esposa- halladas en la mastaba de la familia en Meidum sirven de magníficos exponentes de cómo fue la fase inicial de la dinastía. Las dos están labradas en sendos bloques de caliza, fina y compacta, formando un cuerpo con sus correspondientes pedestales y asientos. Estos son sillas de respaldo alto, de las que las figuras sobresalen como altorrelieves. La perfecta conservación de la pintura realza la vitalidad de la obra escultórica, donde la figura del marido, pintada de castaño, contrasta vivamente con la de la mujer, que enfunda su cuerpo amarillo en un ceñido manto blanco. En esta gama fría de la estatua femenina dan sus notas vibrantes los colorines del collar y de la diadema, los ojos de cristal de roca, la intensa masa negra del pelo y los fuertes trazos del maquillaje. Los cuerpos son volúmenes plásticos de formas amplias -angulosas en Rahotep, redondeadas en Nofret- y no apuradas en pos del detalle, como para no restar interés a las cabezas, donde el afán de vida se concentra y expresa. Rasgos arcaicos, algo desmañados y que el escultor no había de superar hasta la V dinastía, son los anchos tobillos y las orejas demasiado conspicuas; pero estos rasgos convienen al lenguaje formal de las figuras y contribuyen a caracterizar su estilo. Por el peculiar conservadurismo del arte egipcio, no es raro encontrar en esculturas de épocas más recientes el mismo tipo de pantorrillas. Una tónica semejante, tanto por el material como por el estilo, informa la estatua del visir Hemiun, ya citado como superintendente de las obras de Keops. Sus padres, Nefermaat y Atet, estaban enterrados en Meidum, junto a la Pirámide Incompleta, de donde resulta lógico que encontremos en él a un defensor de aquella escuela de escultores a que se deben las estatuas de Rahotep y Nofret. La suya nos pone ante los ojos al funcionario egipcio ideal y ejemplar, emparentado con el rey, fiel cumplidor de sus deberes y algo entrado ya en años y en carnes, carnes que el escultor ha sabido sugerir con las oportunas redondeces y pliegues. Toda la efigie, aun la condición anecdótica de su gordura, está llevada por el tratamiento somero de las masas y el rígido esquema de la composición, de que es parte fundamental el cubo del asiento, a un plano semiabstracto, de intenso carácter hierático. Su cabeza ofrece un retrato ideal, tocado de una apretada gorra, porque la representación del pelo sería incompatible con la tersura de toda esta plástica. Las mismas tendencias se manifiestan en la obra escultórica habitual en las mastabas de Giza: las cabezas de caliza que reemplazan a las estatuas cuando la cámara de éstas -el serdab- es prohibida por el faraón. En tales cabezas llega la escultura a su máxima aproximación al retrato sin entregarse a él de lleno. La cabeza tenía que cumplir el requisito de señalar al Ra el lugar de reposo del cuerpo, y por tanto, las facciones habían de reflejar la individualidad del muerto. Pero los resultados no nos llevan a la conclusión de tales premisas, puesto que nunca vemos personalidades muy definidas, sino unos rostros risueños, de facciones estilizadas, en las que a lo sumo se adivinan un par de rasgos personales. El pelo, conforme a lo dicho, se encuentra siempre ceñido por una gorra apretada, como la de un nadador. Por el número de sitios en que han quedado señales de sus peanas, se calcula que en torno a las pirámides de Keops, Kefrén y Mykerinos hubo en tiempos quinientas estatuas por lo menos. Así, los grandes faraones de la IV Dinastía patrocinaron, sin pretenderlo, una magnífica escuela de escultores que la dinastía siguiente, menos austera que la IV, había de aprovechar para llenar de esculturas y relieves las tumbas y los santuarios del país. De Keops no queda ninguna estatua de primera fila, aunque sí una interesante figurilla de marfil. En cambio, de Kefrén tenemos varias, por lo menos en fragmentos, amén de la ya citada del Museo de El Cairo. Estas estatuas de diorita, de pizarra, de basalto, incorporan a su oscuro y lustroso material todas las virtudes implícitas en el concepto de faraón: poder ilimitado, inquebrantable; sabiduría y astucia para el gobierno; majestad; divinidad y contacto directo con los demás dioses, a los que él transmitía su carácter de tales. La estatua sedente de Kefrén es, sin duda de ningún género, la obra cumbre llegada a nosotros. Forma cuerpo con un trono cuyo respaldo le llega a los hombros; encima de éste, Horus, en forma de halcón, abraza con sus alas la cabeza del rey. Hállase éste semidesnudo, con sólo el shenti plisado, en postura de rígida simetría, apenas aliviada por la distinta colocación de las manos, apoyadas en los muslos: la izquierda extendida, con la palma hacia abajo; la derecha cerrada, como empuñando el cetro. El trono tiene patas de león, y cabezas de la misma fiera sobresalen en los dos extremos del asiento. A ambos lados del bloque en que el trono está esculpido como relieve, se ven las flores del Alto y Bajo Egipto, enlazadas por el nudo de la Unificación. Las notas de solemnidad que la estatua comienza a dar desde abajo, desde sus mismos pies paralelos, culminan en la cabeza, cubierta por el nenes y adornada de la barba postiza. Pero si se prescinde de estos atributos de realeza divinizada, queda al desnudo el rostro de un personaje sagaz, buen conocedor de los hombres, dotado de un fino sentido del humor, un hombre que sabe desempeñar su cometido y al mismo tiempo saborear los placeres de la vida.
contexto
Por extraño que parezca, en vista de su retraso cultural, el Alto Egipto conservó la escultura en piedra durante el Primer Periodo Intermedio. Aunque sólo fuera una tosca figura, en las tumbas que podían permitírselo, la tradición no se perdió del todo. En Asiut, por ejemplo, la gente acomodada adquiría una estatuilla de piedra del único escultor o taller que las fabricaba, y la colocaba en el lugar de honor de la tumba, en compañía de otras muchas de madera. Algo parecido ocurría en todas partes donde había algún artesano, que seguramente pedía un buen precio por sus figuritas, de pie o sentadas, hechas en serie y que sólo iban a diferenciarse por el nombre del cliente, que se les grababa. El único faraón que cuenta con estatuas seguras es Mentuhotep, y para eso pocas de ellas conservan la cabeza. Son todas figuras de una fortaleza sobrehumana. Parece como si la estatuaria estuviese empezando otra vez y partiendo por ello del ídolo mágico, tosco y primitivo. No sabemos por qué (desde luego, no para ser vistas en escorzo en lo alto de un pedestal o de una escalera) tienen unas piernas enormes y los dedos de los pies un poco abiertos en abanico. La estatua es aún más piedra o tronco de árbol que criatura de carne y hueso. Dentro de esta facies rústica, la estatua sedente hallada en el cenotafio de Deir el-Bahari es digna del puesto de primera fila que ocupa en la galería de los monumentos faraónicos. Arrebujado en el manto de la fiesta del Sed, que le obligaba a mantener los brazos cruzados sobre el pecho, el rey aparece aquí sentado en el trono y llevando la corona roja del Bajo Egipto. A este color rojo de la corona y al grisáceo de la capa, se suma, formando un contraste vivísimo, el negro oliváceo de la tez, que infunde a la estatua una apariencia espectral. Como dice Vandier, uno se siente seducido, no por el encanto, sino por el vigor casi brutal de esta obra extraordinaria. La transición del Imperio Antiguo al Medio puede observarse en dos niveles sociales. En el propio de la clase medía, que es el más general, se hace muy sensible el descenso del nivel de vida y de cultura. Sirvan de ejemplo estelas como las de Dendera, derivadas de los relieves de las puertas falsas de las mastabas. Además de los jeroglíficos de rigor, se esculpe en ellas la figura de perfil del difunto, solo o en compañía de su consorte, unas veces en la rutinaria actitud de marcha, con la vara en una mano y el cetro en la otra, otras sentado ante el velador de los panes y demás viandas. Las personas parecen, por lo regular, algo más flacas que antaño, y desde luego están diseñadas con poca o ninguna gracia.