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La inmensa estepa que se extiende desde los Cárpatos hasta las orillas del curso superior del Obi, en Siberia, es una gigantesca región natural de paisaje muy semejante. Limitada al norte por el área de los bosques, el sur -tras una amplia banda de degradación semidesértica-, se pierde en los enormes desiertos del Asia Central por un lado o, directamente, en la barrera del Cáucaso por otro. A comienzos del I milenio, esa especie de gran arco estepario estaba habitada por pueblos del tronco iranio: escitas en Ucrania, saurómatas al Norte del Caspio y sakkas en el Asia Central, al norte de otros pueblos indo-iranios que, tal vez por una pronta asimilación de otras formas de vida, se adaptaron bien al mundo del Irán. De todos aquellos habitantes de la estepa, los más importantes y mejor conocidos serían los escitas, cuyas costumbres e irrupción en la historia conseguirían llamar la atención del griego Heródoto (Historias, IV). El relato del historiador heleno se vería ampliamente confirmado por la arqueología, lejos de la fantasía que a veces se le reprocha. Incluso las leyendas, pues el regalo que Hércules dejó como herencia a uno de sus hijos habidos con una mujer serpiente de la región, un arco, llegaría a convertirse en el arma vital de los escitas. Y los ejércitos del Oriente lo aprenderían bien.
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Los pintores barrocos madrileños continúan la línea evolutiva marcada por los gustos de la sociedad española: la pintura colorista. No imitan, más bien transforman los modelos anteriores y crean un estilo propio en el que se mezclan las influencias de todo tipo. Como fieles continuadores de la línea que arranca de El Escorial recogen de Tiziano su profunda sensualidad, su gozo táctil y casi frutal de la carne, su complacencia en las telas suntuosas, el centelleo mágico de sus fondos de paisaje, vibrantes de luz, resuelto con viveza y libertad de pincel sorprendente (Pérez Sánchez, 1976, p. 155); de Tintoretto y de Veronés, sus escorzos, sus composiciones en planos de profundidad superpuestos o diagonales, el sentido teatral, en definitiva, con magníficos fondos arquitectónicos. De Rubens, que entronca con los venecianos en la importancia del colorido y la pincelada suelta, recogen su vitalidad, el movimiento vibrante y sensible del color, el dinamismo violento de las figuras; de Van Dyck, la elegancia de la pose del retratado o la exquisitez del dibujo en sus composiciones religiosas que, por otra parte, son de gran fuerza colorista, como no podían ser menos. De Velázquez reciben la herencia del retrato cortesano, el modo de disponer a los reyes o a los nobles para significar la autoridad y el rango del modelo, el propio sentido espacial, la célebre perspectiva aérea que reaparece una y otra vez en las obras maestras de nuestros artistas. Los pintores madrileños, en muchos casos copiaron en sus composiciones obras maestras de estos artistas, bien porque las conocían directamente en las colecciones reales, bien a través de estampas. Un ejemplo bien estudiado es el de las estampas grabadas por Lucas Vonsterman, Schelte à Bolswert o Paulus Pontius, inspiradas en obras de Rubens o Van Dyck. Entre las novedades del mundo italiano contemporáneo merecen destacarse varias contribuciones que ayudaron a perfilar el panorama artístico madrileño. Una es la llegada desde Italia en el año 1654 de un pintor de origen español, Herrera el Mozo, del que puede decirse que con su cuadro El triunfo de San Hermenegildo conmociona y trastoca el ideal de cuadro de altar entre los artistas del momento, en especial, entre los jóvenes talentos que comenzaban en aquel momento. Otra es la venida a Madrid en el año 1658 de dos fresquistas italianos, Angelo Michele Colonna y Agostino Mitelli, maestros de la quadratura (arquitecturas fingidas que prolongan los espacios reales de un edificio). Estos pudieron animar a los artistas españoles a pintar sobre muros, técnica que sólo en contadas ocasiones había sido utilizada en nuestro país. Pues bien, esas complejas composiciones murales de espacios celestiales fingidos, santos y vírgenes en éxtasis flotando en el aire, se introducen en España en esta época, fruto de las corrientes del Barroco decorativo italiano. Posteriormente a Colonna y Mitelli vendría Luca Giordano entre los años 1692 y 1702, trayendo consigo un nuevo magisterio que aprovechan los últimos maestros de la escuela de Madrid, ya en las lindes del siglo XVIII, como por ejemplo Palomino. Un aspecto menos estudiado de esta influencia italiana sería la de los clasicistas romanos, como Giovanni Lanfranco o Carlo Maratti. En los círculos artísticos de fines de siglo se observa un mayor cuidado en el dibujo y en la composición, algo que no era tan destacable en los antecesores inmediatos. Palomino menciona que artistas como Jiménez Donoso o Sebastián Muñoz fueron discípulos de estos artistas en Italia; obras de Lanfranco, Carracci, Guercino o Reni podían ser estudiadas en las colecciones reales. En la pintura de género hallamos las mismas influencias: Flandes e Italia. Los floreros de Brueghel de Velours o Mario Nuzzi son indispensables para comprender el arte de Arellano o de Bartolomé Pérez. En los paisajistas del momento -Mazo, Iriarte o Agüero- se ve que oscilan entre el paisaje flamenco y el clasicista de Claudio de Lorena o Gaspard Dughet, paisajes de asunto mitológico o religioso y con fondos de arquitecturas romanas que reproducen idílicamente las campiñas idealizadas de Italia.
obra
La fama de Perugino se eleva hasta ser requerido en Roma durante el año 1481 por el papa Sixto IV para trabajar en la decoración de las paredes de la Capilla Sixtina, en compañía de Botticelli, Cosimo Rosselli, Ghirlandaio o Pinturicchio. Pietro ejecutará una de sus obras maestras, en la que la perspectiva alcanza el grado máximo: la entrega de las llaves a san Pedro que aquí contemplamos. Las figuras se enmarcan en una amplia plaza de perspectiva interminable presidida por un edificio de planta centralizada con una cúpula típicamente renacentista y, a cada lado, un arco de triunfo como referencia a la Antigüedad. La plaza está embaldosada, creándose diversas líneas de fuga, y poblada de personajes de inferior tamaño para provocar un mayor efecto de profundidad. Los árboles típicos de Umbría cierran el escenario junto a unas montañas decrecientes. En primer plano encontramos a Cristo haciendo la entrega de las llaves de la Iglesia a san Pedro, aportando un elemento simbólico de evidente interés para el papa al reforzar el poder y la autoridad del Vicario de Cristo, en unos momentos de cierta presión política tanto interior como exterior. Las figuras expresan ese aspecto elegante y blando que caracteriza la obra de Pietro, destacando el empleo de un brillante color y una iluminación acertada.
obra
San Juan narra en su Evangelio ( 21; 15-25) como Cristo considera a Pedro como el pilar de la Iglesia que se fundará en torno a él, entregándole las llaves del templo. Rafael nos presenta a los apóstoles en un potente grupo presidido por Pedro arrodillado mientras que la figura de Cristo resucitado aparece en la zona izquierda junto a un simbólico rebaño de ovejas que el primer primado debe cuidar. La escena se desarrolla ante un amplio paisaje, destacando la volumetría de las figuras y el movimiento de éstas hacia Cristo, creándose un acertado ritmo que intensifica el aspecto teatral del conjunto. Este cartón forma parte de la serie ejecutada por Sanzio para la decoración de la Capilla Sixtina, compitiendo con Miguel Ángel. La Pesca milagrosa es su compañero.
obra
Vincenzo Catena recurre en esta hermosa tabla a los métodos pictóricos del siglo anterior. Pese a encontrarnos en el siglo XVI avanzado, la pureza de la línea y los volúmenes claramente geométricos nos remite más a los grandes del Quattrocento, como Masaccio o Piero de la Francesca. Esta recuperación de modelos del primer Renacimiento se aprecia en la forma de plasmar la realidad dentro del espacio. La estancia está riguosamente calculada según cánones clásicos, la luz es homogénea e irreal, blanca como la de Piero de la Francesca, por lo que ilumina por igual a todas las figuras y las sombras proyectadas resultan muy suaves, sin contrastes. Los personajes están vestidos a la clásica y sus facciones han sido idealizadas, incluso en el viejo San Pedro, que posee una piel tersa combinada con un cabello cano y una gran calva. El tema es una alegoría de la misión de San Pedro en la tierra y en el cielo, como guardián del reino de Dios. En ningún pasaje bíblico se recoge esta acción específica, pero el autor recrea el tema como si efectivamente Cristo ante tres virtudes ofreciera las llaves de su reino a su Apóstol preferido. Todo ello se desarrolla en el pacífico ambiente que se ha descrito, coloreado todo con una delicada gama de colores que resulta tremendamente elegante.
obra
Esta obra se sitúa en la franja superior del muro de la capilla Scrovegni de Padua, dentro del ciclo de las historias relacionadas con la vida de la Virgen. Después de la educación de María, sus padres, San Joaquín y Santa Ana, decidieron su ordenación. Un suceso milagroso sería el que por fin decidiera el destino de la Virgen. La escena representa la entrega de las varas de los jóvenes solteros de Israel al sacerdote San Simeón. La elección divina permitiría conocer al futuro esposo de María, al presenta una vara florecida en el momento que se acercara a ella. Giotto presenta un espacio de fácil lectura, con una edificación abierta frontalmente al espectador, donde sitúa, tras el altar, a Simeón recibiendo las varas. El artista ha creado una caja espacial en la que está bien conseguida la profundidad de la escena. La composición presenta una acción continuada, que desde el grupo de jóvenes de la izquierda, se acerca a la iglesia, en la parte derecha. Giotto presenta la continuidad narrativa figurando a algunos jóvenes en movimiento, desplazados del grupo, entregando sus varas. En la obra destacan aspectos de tipo decorativo, como la rica tela que cubre el altar, con dibujos geométricos de gran elegancia y, en el extremo contrario, la clara identificación de José que, aunque perteneciendo al grupo, aparece con aureola de santo, mucho más individualizado y mirando confundido a San Simeón, que le devuelve la mirada.