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La Ruta del Califato nos propone un recorrido entre Córdoba y Granada, repleto de alicientes de todo orden: historia, monumentos, arte, gentes, tradiciones y naturaleza. Como viajeros virtuales, recorreremos pueblos y ciudades, vegas y sierras. El objetivo es ofrecer al viajero todo lo que puede contemplar y conocer del rico patrimonio de la Ruta, recogido y preservado por la Fundación El Legado Andalusí.
termino
acepcion
Armazón de madera que sirve para hacer una pared, tabique o suelo, rellenando los huecos con fábrica o tablazón.
obra
Una de las temáticas favoritas de Degas será presentar el mundo del espectáculo visto desde los bastidores, ofreciendo los nervios, las prisas, las alegrías y las lágrimas de los artistas. Toulouse-Lautrec hereda del gran maestro estos asuntos como podemos observar en este sensacional dibujo protagonizado por una amazona que introduce en el escenario un caballo bajo la atenta mirada de su protector, un hombre elegantemente vestido con sombrero de copa y amplio gabán. El estilo de Lautrec sintoniza también con Degas al otorgar un papel preponderante en la composición a la línea, un trazo firme y seguro con el que organiza y crea a sus personajes, resultando una obra de admirable belleza y sencillez, como si de una fotografía se tratara.
contexto
El proceso de la escultura española en el período que se ha venido en denominar Modernismo, viene a desarrollarse dentro de unos parámetros en los que ese movimiento no parece resultar el idóneo para la identificación con la plástica de nuestros artífices, quienes continuarán por el camino de un eclecticismo a la búsqueda de sus identidades particulares en determinados focos, tal y como ocurre en Cataluña con el fenómeno de la modernidad y un decadente y preciosista clasicismo, en curiosa paradoja. No faltaron intérpretes en los que el regusto por el decorativismo típico del movimiento marcaría alguna etapa de su trayectoria -casos de Durrio o primeras etapas de artistas que más tarde se decantarían en el devenir de las vanguardias históricas, como Hugué, Gargallo o Julio González- pero ese arte menudo e intelectualizado nunca terminaría por calar de una manera profunda ni en nuestros escultores ni en un público donde la clase burguesa, verdadera impulsora del Modernismo, apenas existía -salvo en algunos estratos de Madrid y Barcelona- en la cronología que nos ocupa. En Cataluña, las directrices marcadas por la generación anterior, encaminadas a la búsqueda de una justificación plástica a su condición mediterránea, habría de tener en José Llimona Bruguera al elemento válido por excelencia a partir de su admiración e identificación con Maillol y a sus experiencias visuales con la obra de artistas como Rodin, a lo que sabrá unir las características de una sensibilidad a flor de piel de las motivaciones espirituales más elementales. Artista de una gran inquietud en la diversidad de asuntos, desde el religioso -Cristo resucitado del rosario monumental de Montserrat- al monumento público -Dr. Robert en Barcelona- sin olvidar sus figuras de fuerte carga simbólica en el marco de lo catalán como el San Jorge de Montjuic. Pero será en los desnudos femeninos, mármoles tersos, de mórbidas facturas y brevedad de volúmenes donde su personalidad hará fortuna, no sólo en la producción personal, sino como apertura de cauces a las nuevas generaciones donde artistas como Clará, y las llamadas escuelas de Olot y Barcelona, tendrían sus mejores aportaciones. Un arte de puntuales referencias a los fundamentos de una mediterraneidad en la que el clasicismo encuentra recreaciones no exentas del pálpito modernista. Pero esa huella de Llimona tendría respuesta incluso en artistas coetáneos, como es el caso de Enrique Clarasó Daudí (San Félix de Castelar, 1857-1941), compañero de Casas y Rusiñol y alumno de la parisina Academia Julien, quien supo añadir al desnudo femenino de esta escuela una mayor intensidad poética y de delicado sentimiento frente al aseptismo de su paisano. Y esa enfermiza y decadente impresión de sus esculturas le llevará a encontrar en el monumento funerario un camino seguro para su arte, destacándose el grupo Memento Homo (Cementerios de Barcelona y Zaragoza). Finalmente y en este período de renacer de lo catalán, habrá que recordar a Miguel Blay Fábregas (Olot, 1866-Madrid, 1936), iniciado en la imaginería catalana, que tras sus estancias en París y Roma consiguió añadir a su lenguaje acertadas soluciones modernistas expresadas en obras como Flor silvestre (Museo de Arte Moderno, Barcelona) o la composición que le valdría la primera medalla en la Internacional de 1892, Los primeros fríos. Más conservador lo encontramos en sus monumentos públicos, como los de Silvestre Ochoa, en Montevideo y del Dr. Chávarri en Portugalete. Particular interés, dentro de las nuevas tendencias y en el marco de una obra típicamente modernista, el Palau de la Música de la Ciudad Condal, ofrece su composición de La canción popular catalana. Otra vertiente de su arte la tenemos en su labor como escultor de temas religiosos, en la tradición española de imaginería. Figura clave en la primera vanguardia española de París es Francisco Durrio (Bilbao, 1867-1940), quien en su primera etapa, que transcurre junto a Picasso y Gauguin, supo dotar a su obra de un personal y minucioso carácter modernista, fruto de su formación como orfebre. Finalmente y entre los escultores que aúnan los recuerdos de su formación con los hallazgos del momento, tenemos a un elemento absolutamente dotado como es el vasco Nemesio Mogrobejo (1875-1910), quien supo despojarse de los ropajes decimonónicos en aras de los horizontes que le ofrecían los amaneceres del nuevo siglo, acentuando los valores fórmales y decorativos modernistas en obras como Muerte de Orfeo, Pierrot o Hero y Leandro. Otros artistas encuadrables en idénticos esquemas plásticos son Enrique Casanovas (Pueblo Nuevo, 1882-Barcelona, 1948), Ismael Smith Mari (1886-?) y Mateo Inurria (Córdoba, 1869-Madrid, 1924), autor de unos deliciosos desnudos femeninos y animalista de primer orden. Capítulo aparte, y aunque gran parte de su trayectoria se desarrolla en la centuria siguiente es Mariano Benlliure Gíl (Valencia, 1862-1947), su cita se hace obligada en el período que nos ocupa, tanto por cronología como por las constantes estilísticas que animaron en todo momento su arte. Prototipo de escultor oficial, su obra resume las diferentes tendencias y usos del fin de siglo, a lo que vendrá a colaborar su facilidad técnica y su extraordinaria habilidad como hombre público, alternando con especial brillantez su carrera artística con la política, actividad en la que obtuvo diversos e importantes cargos, como la dirección general de Bellas Artes, desde la que llevó a cabo una verdadera dictadura estética. Sus numerosos monumentos públicos, producción retratística, temas populares -entre los que destacan los célebres conjuntos taurinos-, sin olvidar la obra religiosa -cultivando el paso procesional de Semana Santa con general aceptación- le convierte, sin duda, en uno de los escultores más fecundos de nuestra historia de la escultura.
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En Iberoamérica, por vez primera desde el comienzo de la década de los sesenta, se planteó una alternativa al liderazgo norteamericano auspiciada de nuevo por aquel que en aquel momento lo había retado; además, la reivindicación argentina sobre las islas Malvinas creó un grave conflicto adicional que contribuyó a erosionar ese mismo liderazgo cuando los Estados Unidos se decantaron por la posición británica. Cuba fue definida por su vicepresidente como un país pequeño con una diplomacia de gran potencia y esta afirmación parece quedar probada por el hecho de que 200.000 cubanos combatieron de forma sucesiva en África para apoyar a los regímenes revolucionarios o sovietófilos. En 1979 tuvo lugar en La Habana la sexta reunión de los países no alineados entre los cuales Cuba seguía teniendo prestigio en parte por la generosidad con la que actuaba y en parte por la diferencia de matiz que mostraba respecto a la URSS. La política norteamericana estuvo marcada en la época de Carter por un giro significativo tendente a conceder mucha mayor relevancia a los derechos humanos. Como consecuencia, los Estados Unidos, que no habían tenido inconveniente en mostrarse satisfechos o, por lo menos, benevolentes con las dictaduras de derecha -Chile, Argentina- acabaron por retirarles el apoyo económico. El Tratado de Panamá, suscrito en junio de 1978, durante la presidencia de Carter, supuso la cesión de esta zona convertida en norteamericana como consecuencia del Tratado de 1903 y pudo indicar una voluntad de hacer desaparecer el imperialismo norteamericano característico de otros tiempos. Pero a finales de la década de los setenta la realidad objetiva de los graves problemas sociales existentes en buena parte del Nuevo Continente, junto con el recrudecimiento de la tarea subversiva por parte de los cubanos, tuvo consecuencias en el Caribe y América Central. En la primera región hubo un Gobierno procubano en Jamaica, pronto derrotado en las elecciones, y en marzo de 1979, en la pequeña isla de Granada. Más importante y menos efímero pareció el derrocamiento por los revolucionarios sandinistas de la dictadura de Somoza en Nicaragua en el mes de julio. Los norteamericanos no se opusieron a esta revolución e incluso dieron un importante apoyo económico al nuevo Gobierno en 1980, de nuevo durante la Administración Carter. Sin embargo, el nuevo régimen muy pronto se alineó en posiciones que no respetaban el pluralismo; la existencia de movimientos guerrilleros en Guatemala y en El Salvador hizo nacer la sospecha de un peligro general en toda la región para los intereses norteamericanos. En 1982 la guerra civil se reanudó con la actuación de los "contras" -contrarrevolucionarios- en buena parte del país. Reagan, el nuevo presidente norteamericano, presentó en febrero de 1982 un programa de actuación que pretendía basarse en una especie de "subversión de la subversión" promoviendo la democracia y el desarrollo. Sin embargo, la profunda desconfianza del legislativo norteamericano de cara a una posible "vietnamización" del conflicto y el empleo de métodos muy poco aceptables y claramente condenados desde el punto de vista de las más elementales normas internacionales, como el minado de los puertos nicaragüenses, hizo que no se concediera ayuda a la "contra". Tampoco la actuación del grupo de Contadora -un grupo de países democráticos de la zona que quiso servir de intermediario- consiguió nada especial en el camino hacia la resolución del conflicto. En realidad, hubo que esperar hasta la caída de la URSS para que se produjera una evolución política en Nicaragua. En cambio, en Granada la intervención norteamericana en octubre de 1983 hizo desaparecer un régimen procubano instalado por la fuerza de las armas y muy pronto envuelto en enfrentamientos internos con asesinatos entre los grupos rivales, como en Afganistán. Esta pequeña república de poco más de cien mil habitantes tenía en 1979 un Gobierno democrático presidido por un individuo estrafalario, especialista en OVNIS. Su Gobierno fue derrocado por un golpe de Estado que convirtió al país en una dictadura militarizada y en el que casi el 1% de los ciudadanos estaba en la cárcel. Los dirigentes consiguieron pronto la ayuda cubana y la soviética y los asesores extranjeros en la isla pronto fueron varios centenares. Se justificó la intervención de los Estados Unidos por el posible peligro que corrían ciudadanos norteamericanos, por la colaboración de países caribeños en ella y por el apoyo prestado por la Organización de Estados Americanos a la operación. Lo verdaderamente importante es que esta intervención demostró que la opinión pública norteamericana estaba dispuesta a una aventura exterior siempre que se obtuviera una victoria rápida y con poco coste humano. Por otro lado, no cabe la menor duda de que desde un punto de vista estratégico esta pequeña isla caribeña podía ser una pieza importante en el tablero de ajedrez de las relaciones internacionales merced a la presencia de tropas cubanas y a la construcción de un gran aeropuerto intercontinental que podía servir como base. A la semana de la invasión apenas quedaron trescientos soldados norteamericanos en la isla. El conflicto de las islas Malvinas o Falkland, en abril de 1982, tuvo un origen no ideológico pero contribuyó a erosionar de forma importante el papel de los Estados Unidos en el Nuevo Continente. Antigua posesión española, ocupada luego por los argentinos durante una docena de años, se convirtió en británica en 1833 sin que el anterior ocupante aceptara el cambio de soberanía. En 1982 los argentinos, gobernados por una dictadura en fase declinante, convirtieron la cuestión en una prioridad absoluta mientras que la opinión británica estaba muy poco interesada en ella: las islas apenas estaban habitadas por 1.600 personas a 11.000 kilómetros de Londres. Menos interesados aún estuvieron los norteamericanos para quienes lo esencial era la confrontación con la URSS, materia en la que los militares argentinos no les causaban ningún problema. Argentina tomó la decisión de recurrir a la fuerza desesperada de no obtener satisfacción por parte de la ONU y en la convicción de que los británicos no reaccionarían. La ocupación de las islas tuvo lugar en los primeros días de abril y todos los esfuerzos llevados a cabo para lograr una solución pacífica, en especial los protagonizados por los norteamericanos, fracasaron al estar dispuestos los británicos a negociar sólo si los argentinos abandonaban las islas y al considerar éstos que previamente debían obtener la soberanía del archipiélago. Tampoco Perú o la ONU lograron mejor resultado. La propia lejanía de las islas impedía que los británicos pudieran recurrir a una fórmula distinta de la confrontación bélica, porque un bloqueo era imposible a tantos miles de kilómetros de la metrópoli. A mediados de junio de 1982 las tropas británicas ocuparon de nuevo las islas en una operación de guerra que tuvo características muy peculiares. Los procedimientos bélicos fueron una curiosa mezcla entre modernidad y tradicionalismo. Los británicos fueron ayudados por los norteamericanos gracias a sus satélites y hundieron un crucero argentino causando más de trescientos muertos merced al empleo de un submarino nuclear, pero sólo consiguieron sobrevivir a los ataques de la aviación argentina porque la mitad de sus bombas no estallaron. Cuando los argentinos utilizaron modernos misiles de fabricación francesa consiguieron hundir un destructor británico. Desde el punto de vista de la estrategia occidental y, más concretamente de la norteamericana, la Guerra de las Malvinas fue una verdadera catástrofe, al menos a corto plazo. Los Estados Unidos se vieron divididos en su doble pertenencia a la OTAN y a la OEA. Buena prueba de ello es que, si bien los norteamericanos acabaron apoyando a Gran Bretaña incluso permitiendo la utilización de bases propias en la isla de Ascensión, quedaron en franca minoría en la OEA, ya que cuando se votó sobre la soberanía argentina en las Malvinas el resultado favorable a ellas fue de 17 votos afirmativos frente a sólo cuatro abstenciones. A medio plazo, por otra parte, la consecuencia de la guerra fue la caída de la dictadura argentina (1984), acontecimiento que se inscribe en el proceso de democratización universal que tuvo lugar por estas fechas. Después de haber tenido sus primeros éxitos en la Europa del Sur la "tercera oleada" de la democratización se trasladó al otro lado del Atlántico provocando la caída de los regímenes dictatoriales en Perú en 1978, en Bolivia en 1981 y en Brasil y Argentina en 1984. El proceso democratizador volvería a cruzar el Atlántico para lograr su éxito más espectacular en Europa del Este y en la propia URSS.
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Ante este panorama general de bloqueo político y de estancamiento socioeconómico, en el que el obtuso conservadurismo obscurantista de no pocas de las instancias del poder, civil o eclesiástico, tendían a una política de represión y control del pensamiento, la postura de los intelectuales seiscentistas fue la adhesión al poder, la aceptación o la frustración. No puede decirse que las actitudes prevalentes fueran la oposición o la lucha abiertas. Casos los hubo, es cierto. Mas, ante morir en la hoguera como G. Bruno (1600), ser encarcelado veintisiete años como T. Campanella (1599-1626), o sufrir el repetido y vejatorio acoso del Santo Oficio romano como Galileo (1611; 1616; 1633), no fue el compromiso o la lucha abierta la actitud elegida, sino la pasividad indigna, la vía del "viver cauto (che) ben s'accompagna con la puritá dell'animo" (Torquato Accetto, "Dissimulazione onesta", 1641).En el campo de la creación literaria, ante la estrecha vigilancia a que se veía sometida, el resultado de ese vivir cauteloso y prudente fue evitar, en constante "dissimulazione onesta", los temas políticos y sociales comprometedores o los contenidos religiosos y filosóficos muy resbaladizos, centrándose la atención de los escritores en los más peregrinos, insignificantes o despreciables objetos, situaciones, afectos y personajes: una incauta mosca que cae en el tintero del poeta, la belleza de una joven mostrada en medio de un ajusticiamiento atroz. Y de ahí, al realismo literario, donde es refinado encontrar lo bello en donde socialmente se depura lo feo.En el entorno del arte, encontramos algunas analogías, que en el plano de lo cualitativo se manifiestan en el intervencionismo de la Iglesia (los poderes laicos no se quedaron al margen, ni mucho menos) sobre los contenidos y la inspiración de los modelos expresivos, con el fin de controlar la adecuación de su iconografía a la ortodoxia.
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En esta situación se encontraban dos catedrales castellanas, cuyas canterías estaban en plena actividad en el último tercio del siglo XII (Sigüenza y Ávila), sólo que en este caso no se tratará de la introducción aislada de determinados elementos sin más, sino que se producirá, a partir de un momento dado, una reconversión general de la fábrica románica hacia el lenguaje propio de la arquitectura gótica. Es así como muros macizos, robustos contrafuertes, vanos angostos y abiertos en arco de medio punto, soportes de tradición románica (pilares de sección cruciforme a cuyos frentes y codillos se adosan semicolumnas, cada vez en mayor número) coexisten con cubiertas nervadas para los ábsides, bóvedas de crucería simple o sexpartitas, soportes ya góticos de núcleo cilíndrico y columnas alrededor, ventanas más amplias dotadas de tracerías, arbotantes, etc., de acuerdo con el vocabulario propio de la arquitectura ojival. Ávila es uno de esos monumentos en que la investigación de las nuevas fórmulas, a medida que éstas se iban experimentando en Francia, aparece más clara. Otros edificios no se proyectaron con el pie forzado de una fábrica románica y las nuevas soluciones arquitectónicas que habían madurado ya en el solar francés se adoptaron desde el planteamiento inicial, aunque, como veremos, con ciertas peculiaridades. De éstos, dos iban a ocupar el lugar de antiguas mezquitas musulmanas: las catedrales de Cuenca y Toledo. En cambio otras dos ciudades contaban ya con una antigua catedral, cuyas canterías hacía tiempo que estaban cerradas. En este caso los viejos templos serán totalmente demolidos y sustituidos por otros modernos. Es lo que sucedió en Burgos, donde la iglesia mayor se había levantado, según los datos con que contamos, durante el último cuarto del siglo XI. El caso de El Burgo de Osma es algo diferente, pues apenas hacía unos años que se había concluido la primera catedral, cuando en 1232 -seguramente ante el ejemplo de lo sucedido en Burgos y Toledo-, se decide su derribo y sustitución por otra gótica. Es posible que aquí, dada la mayor modestia de esta empresa y la reciente conclusión del edificio románico, se utilizara la cimentación del perímetro mural, condicionando en buena medida sus proporciones. Muestra de ello es la ubicación de la antigua sala capitular, tardorrománica, abierta a la galería oriental del claustro del siglo XII y situada en línea recta con respecto a los absidiolos septentrionales del templo actual, lo que indica que la antigua cabecera se encontraba situada en el mismo lugar, y posiblemente con una organización similar a la que recibió en la fábrica gótica. Pero este condicionamiento no afectó a los elementos estructurales, para los que se acudió al ejemplo que ofrecían las canterías más próximas (especialmente Burgos, pero también Cuenca y Toledo), que ya se levantaban de acuerdo con los principios arquitectónicos del nuevo sistema gótico. Como indicábamos en nuestra breve introducción, el origen de éste había implicado la utilización simultánea de una serie de elementos constructivos preexistentes (el arco apuntado y la bóveda de crucería), el desarrollo de nuevas técnicas (el arbotante), y su orientación hacia la plasmación de una concepción del espacio distinta y de unos ideales teológico-espirituales (en pocas palabras, la concepción del templo como la Jerusalén Celeste, transmitida por los textos bíblicos y teológicos, y la mística de la luz coloreada como medio de ascesis hacia la Divinidad). El arco apuntado presentaba sobre el semicircular la ventaja de ofrecer una mínima superficie de resistencia, reducida a un punto, y facilitar el desplazamiento lateral de las cargas murales. La bóveda de crucería -sin entrar ahora en la problemática de su origen- consistía en el cruce en diagonal de dos nervios o arcos cruceros entre cuatro arcos de cabeza: dos formeros, sobre los de separación de las naves, y dos perpiaños limitando los tramos. Los cuatro espacios triangulares resultantes se cerraban con un casquete o plementería. En muchos edificios del norte de Francia se había hecho uso de una variante al añadir un nervio transversal, de forma que esa plementería quedaba dividida en seis paños o témpanos (bóveda sexpartita). Desde un punto de vista tectónico, si en el cañón de la bóveda de aristas románica las cargas se desarrollaban en una superficie continua, la bóveda de crucería gótica concentra los empujes en los cuatro ángulos, donde los soportes se ocupan de transmitirlos al suelo. Fue precisamente por esto que si en la arquitectura románica los muros habían de ser macizos y los vanos escasos, el arquitecto gótico pudo perforarlos hasta lograr un total vaciamiento o desmaterialización mural. A ello contribuyó el arbotante, segmento de círculo que incide sobre los puntos exactos en que se reúnen esas presiones, trasladándolas por encima de las naves laterales hacia el exterior. Pero antes de su aparición se ensayó con otras soluciones. En las primeras experiencias con bóvedas de arcos cruceros se había utilizado un sistema de equilibrio propio de la arquitectura románica: la tribuna era una galería abovedada de la misma anchura que las naves laterales sobre las que discurría y que, entre otras funciones, contribuía al contrarresto de los empujes de las bóvedas de la nave alta. Como este sistema era contrario a los propios principios de la crucería, que como hemos visto suponía la reunión de los empujes en unas zonas concretas, pronto se vio la necesidad de introducir elementos de refuerzo; surgieron entonces pequeños arbotantes, que permanecieron ocultos bajo la techumbre de las naves laterales hasta que los arquitectos decidieron hacerlos brotar al exterior. Con todas estas novedades experimentaron los maestros que trabajaban en las catedrales castellanas, hasta su definitiva asimilación en el periodo del gótico clásico. La bóveda sexpartita hizo su aparición en el coro de la catedral de Ávila, en el transepto y presbiterio de Sigüenza y en los dos brazos de la cruz en la de Cuenca. Por lo demás, se difunde por todas partes en las catedrales castellanas el empleo de la bóveda de crucería simple, tal y como se había configurado en la Isla de Francia, así como de la nervada de plementos cóncavos para la cubrición de ábsides poligonales, en cuyos ángulos simples columnas acodilladas o haces de columnas reciben esos nervios prolongándolos hasta el suelo. En cuanto al sistema de contrarrestos, nuestra arquitectura gótica recorre también todo ese proceso de investigación que se había desarrollado en Francia. En general los arbotantes aparecen tarde y su aplicación no siempre es correcta. Previamente se había recurrido a aquel sistema de tribunas, que hemos comentado como propio de una arquitectura románica; así sucedió en la cabecera de Ávila -como en Santo Domingo de la Calzada o en la catedral de Tuy-, antes de que fuese desmontada y sustituida en fechas que aún no se han precisado, por los arbotantes que ostentan hoy. Fue en Burgos y en el doble deambulatorio de Toledo, y por supuesto después en León, donde se logró un buen uso de la técnica, ya asimilada por sus maestros. En Cuenca sólo se introdujeron en el cuerpo principal, quedando además inconclusos, mientras que en El Burgo de Osma -como también en Ávila, donde acabamos de ver que no formaron parte del proyecto inicial- da la impresión de que los arquitectos no hubieran comprendido plenamente su funcionamiento, ni extraído por tanto todas sus ventajas con vistas a la consecución de un muro diáfano.