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Desde el momento en que los españoles aprobaron la Ley de Reforma Política hasta que se celebraron las elecciones de junio de 1977 transcurrieron muchas semanas y hubo momentos en que parecía que las dificultades iban a producir el colapso del programa reformista. Al menos hubo dos ocasiones en las que pareció que la reforma estaba en gravísimo peligro: la primera en el mes de enero de 1977, cuando la doble presión del terrorismo de distinta significación pudo provocar un enfrentamiento de los españoles, y la segunda en la Semana Santa, con la legalización del Partido Comunista. De no haber existido una voluntad decidida en la mayoría de los españoles de avanzar hacia un sistema de convivencia democrática es muy posible que en ambas ocasiones se hubiera producido una involución. El mérito de que no sucediera así reside no sólo en la sociedad española sino en la actitud de los dirigentes de los partidos y, sobre todo, del Gobierno. El presidente Suárez tuvo aquí su mejor momento, sobre todo en lo que respecta a su capacidad de medir el tiempo para su complicada labor reformadora. En su operación reformista era muy consciente de que debía actuar a dos ritmos: el más complicado era aquel en que debía preparar unas elecciones en libertad. Sus mejores virtudes se hicieron patentes en ese momento: su inteligencia para saber captar el momento político, su enorme capacidad de trabajo, a menudo acompañada de horarios anárquicos, y su permeabilidad ante las sugerencias de la oposición. Todo ello justifica la rapidez con la que se realizó el proceso de transición, ya que tan sólo seis meses después de la celebración del referéndum se realizaron unas elecciones libres. Lo sucedido durante este período sirve para demostrar que un Gobierno como el suyo puede resultar más funcional para ese propósito constituyente que otro provisional procedente de la oposición democrática. Acerca de la evolución de la política económica durante el período de la transición, no hay que olvidar que los efectos de la crisis económica gravitaron de manera constante sobre los acontecimientos políticos y de orden público. En los meses de verano de 1976 hubo tan sólo un goteo de medidas parciales y este año fue el más negativo para la economía española desde 1970. El paro ascendió al 6%, cifra impensable hasta entonces, y el crecimiento del PNB no llegó al 2%, a la vez que la inflación se situó en el 20%. El ajuste económico que habría sido necesario en condiciones normales se dilató de manera voluntaria. No hubo inconveniente alguno en aceptar subidas salariales y aumentos en los gastos sociales que en buena lógica no hubieran tenido sentido si las circunstancias políticas fuesen otras. Pero los incidentes de orden público pesaron más que los problemas derivados de la crisis económica. No debe olvidarse que las autoridades de orden público heredadas del pasado no eran lógicamente las más proclives a aceptar la transición a la democracia y, aunque lo fueran, no siempre sabían responder a las necesidades del momento; al mismo tiempo que se producía la reforma política era necesario realizar una entre las fuerzas de orden público. En el momento mismo de la aprobación de la Ley de Reforma Política se produjeron los mayores problemas de orden público. No existe la menor duda de que si algunos regímenes políticos del Tercer Mundo no hubieran apoyado al terrorismo éste habría sido mucho menos efectivo, pero esto no debe hacer pensar en una especie de conspiración contra la democracia española. Las dificultades iniciales de ésta procedían de la existencia de unos grupos terroristas que, gracias a torpes o excesivas actuaciones policiales, vieron crecer el número de sus militantes y lograron un apoyo social suficiente para aumentar su efectividad. En los comienzos de la transición la totalidad de los nacionalistas vascos se negaba a utilizar el término terrorismo para designar a ETA. Entre los años 1976 a 1980 aproximadamente, el 70% de los actos terroristas fueron responsabilidad de ETA, pero a partir de esta fecha prácticamente tuvo el triste monopolio de la acción terrorista. En esta primera etapa el número de muertos por terrorismo se mantuvo relativamente estabilizado en cifras inferiores a los treinta muertos (26 en 1975, 21 en 1976 y 28 en 1977), pero a partir de 1978 se disparó a 85, alcanzando el máximo en 1980 con 124 muertos. Desde entonces, la política de reinserción y de persecución paralela del ministro Juan José Rosón redujo de manera drástica el número de muertos, a 38 en 1981 y 44 en 1982. Lo que nos interesa es el efecto político que en un determinado momento pudieron tener las acciones terroristas durante los primeros momentos de la transición. En ellos tuvo una considerable relevancia la actuación del GRAPO, un grupo de tendencia pro-china surgido del PCE (m-l), en el que resulta característico su extremado sectarismo. La mayoría de sus miembros procedía de zonas en donde había existido una extremada conflictividad social en la etapa final del franquismo, como Cádiz, Vigo y el País Vasco. Su violencia era producto de elucubraciones teóricas simplicísimas que les llevaban a intentar lograr la reconstrucción de un comunismo radical. Finalmente acabó descomponiéndose en una serie de pequeños grupúsculos aunque antes, sin embargo, logró hacer peligrar varias veces a la naciente democracia española. El GRAPO llevó a cabo los secuestros de Antonio de Oriol, presidente del Consejo de Estado, en diciembre de 1976, antes de que se aprobara en referéndum la Ley de Reforma Política, y unas semanas más tarde el del general Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. Los terroristas querían intercambiar sus rehenes por correligionarios suyos en prisión, pero tuvieron la sorpresa de que los medios de comunicación atribuían el acto a la extrema derecha. La espera impuesta por el deseo de ver cumplido su objetivo permitió que, a mediados del mes de febrero de 1976, las fuerzas de orden público liberaran a los rehenes. La ocasión fue vista con alivio por la opinión pública, sobrecogida todavía por un atentado de la extrema derecha que tuvo lugar el 24 de enero en un despacho de abogados laboralistas del Partido Comunista, que arrojó un resultado final de siete muertos.
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Un fraile jerónimo en San Lorenzo de El Escorial le espetó a Felipe II un intimidante "¡qué pocos reyes van al cielo, señor!" y, ante el porqué sorprendido del monarca, respondió un contundente "porque hay pocos". Amparándonos en la frailuna obviedad del jerónimo, habrá que reconocer que una Historia de España en el siglo XVI no puede quedar reducida a la biografía de dos reyes, aunque sean Austrias y Mayores. Sin embargo, cuanto más adecuado y conveniente parezca huir de personificaciones en una narración histórica tanto más difícil es hacerlo si con quien hay que vérselas es con figuras como Carlos I o Felipe II. El primero en haber querido evitar -disimular, al menos- una excesiva personificación en la redacción de una historia de su tiempo fue el propio Felipe II. En una carta de 1599, el cronista Antonio de Herrera refería cómo, durante las cortes aragonesas de Monzón de 1585, había recibido el encargo de escribir la historia del reinado como continuación de la del Emperador que había dejado inacabada Pedro Mexía, pero, contra lo que era habitual, la crónica no debía adoptar la forma de una biografía, al estilo de la Vida e Historia de Mexía, sino de una "historia general del mundo por años". Así debía ser por expreso deseo del monarca, que, aunque tan circunspecto como era, siempre estuvo atento a los beneficios que podía reportarle a su imagen una buena propaganda, como ilustra el hecho de haberse ocupado de convertir la historia de su reinado en nada menos que los anales universales de su época. Pese a la pretensión del rey, lo cierto es que, como se ha señalado, resulta muy difícil no particularizar personalizando en la presentación de la historia del siglo XVI y de sus Austrias Mayores. Alejarlos del centro de la narración es un empeño laborioso no porque se crea que su psicología o su carácter, cierto es que muy especiales, determinaron de forma absoluta la marcha de sus reinos, sino, simplemente, por una concreta exigencia que nos impone su tiempo histórico. En realidad, los primeros en preguntarse, y en saber, qué podían y qué debían hacer en cada uno de los reinos eran los mismos reyes. Así, recordemos que el emperador Carlos V solía decir "que los Reyes no habían de tener casas ni voluntad". No es ésta, qué duda cabe, mala sentencia para un monarca itinerante como era él y para una realeza como la suya. Sin embargo, durante el largo gobierno de su hijo, "casas y voluntad" parecen haber entrado de lleno en la imagen real, no sin cierta resistencia y pese a críticas numerosas que establecían una relación no fortuita entre el pretendido incremento de la "voluntad" regia y lo que suponía la existencia de tales "casas", empezando por la fundación de San Lorenzo. Considerar El Escorial una transposición en arquitectura del espíritu y la conducta del monarca fue algo que sus súbditos hicieron de forma plenamente consciente, algunas veces para bien y otras muchas para mal. Esta vinculación entre la majestad y su reflejo en las artes visuales resulta característica de las monarquías del XVI y se podría encontrar también en anteriores monarcas, empezando por el mismo Carlos I, quien había aprendido muy bien las lecciones que al respecto había impartido magistralmente su abuelo Maximiliano I. Sin embargo, hay una circunstancia que viene a hacer especialmente innovadora y extraordinaria la equiparación entre El Escorial y Felipe II: la difusión masiva que de ella se pretende y que, en efecto, se alcanza. Juan de Herrera obtuvo el privilegio para Europa, América y Filipinas de la estampación y venta de trece diseños de la fábrica del monasterio, los cuales, de hecho, fueron grabados a razón de cuatro millares de copias por cada una de las piezas de que se componía la serie. De esta forma, se puede afirmar que, sólo gracias a esta su primera tirada, más de cincuenta mil estampas de El Escorial recorrieron el mundo difundiendo la imagen estática del rey a través de su edificio más emblemático, a la vez templo y palacio. Y, todo esto, sin que el monarca se alejase mucho, ya lo hemos visto, de la corte asentada en Madrid desde 1561 y de las distintas casas y sitios reales que la rodeaban. El reinado de Felipe II supuso la definitiva implantación de un sistema que hizo posible que se gobernasen territorios muy diversos y alejados entre sí. El origen de algunos de esos medios se remonta, al menos, a los tiempos del Emperador, quien -recuérdese el número e importancia de los consejos creados en la década de 1520- hizo muchas más cosas en el plano gubernativo que recorrer incansable sus dominios sin casas ni voluntad. Sin embargo, la plena conciencia de la inmensidad de la empresa parece haberse logrado sólo en tiempos de Felipe II, elevado a la condición de monarca universal en función, en primer lugar, de la pasmosa extensión geográfica de sus dominios y, en segundo, el sorprendente logro de alcanzar a todos ellos desde un único punto. Este hecho causaba verdadera estupefacción entre sus contemporáneos, quienes parecen haber creído que todo y en casi todas partes se resolvía en las mismas manos del rey. Pero, no obstante, donde mejor se plasma la dimensión universalista del gobierno de Felipe II es en su autoproclamación como valedor personal y último de un amenazado credo católico. Es cierto que esta función ya la había reclamado su padre para sí, pero, sin dudar en modo alguno de la existencia de un proyecto universalista carolino de dimensiones bien prácticas, en la política mundial de Carlos I destaca, ante todo, su perfil de Emperador Sacro Romano. En cambio, Felipe II se presenta así como fruto de una opción que resulta inevitable, pero que es mucho más particular. Y, también aquí, recurrió a la propaganda, a la difusión masiva, para hacer llegar a todas partes el papel que le correspondía y había asumido su Monarquía, la Monarquía del Rey Católico. Nos encontramos, en suma, ante una Monarquía Hispánica enmarcada básicamente por la multiplicidad de sus reinos y, dentro de ellos, definida por la diversidad de sus estamentos. En ella, no obstante, la Corona, sin romper en principio el particularismo dualista de su Monarquía múltiple, redefinirá su papel en la relación rey-reino/reinos hasta lograr equilibrios que le resultarán más favorables. Es decir, la Monarquía es capaz de mantener al mismo tiempo el signo de lo que supone, por ejemplo, la entrada agregacionista de Portugal en 1580 y afrontar lo que de antifuero tiene su política en las Alteraciones de Aragón de 1591. Durante el siglo XVI, todas las comunidades políticas existentes resultaban demasiado poco compactas en lo jurisdiccional como para poder ser regidas de una forma unitaria, pero, sin duda, a Carlos I y a Felipe II les cupo gobernar una Monarquía dilatada y pluriforme en la que hacerse presente entre sus súbditos comportaba especiales problemas. Si fijar tiempos y espacios en una Historia de España nunca ha sido empeño fácil, se puede afirmar que semejante tarea resulta aún más compleja, y, claro, todavía menos inocente, para quien busque acercarse a la Monarquía Hispánica de los Austrias. Entender aquella estructura territorial en la que las puertas de una pequeña ciudad -nos referimos ahora a Toro- podían permanecer cerradas con soberbia hasta que "jurase de obedecer" sus privilegios "antes que entrase" quien era señor de ella, pero también de medio mundo recién conquistado, exige conjugar con extremado cuidado las nociones de comunidad, reino, corona e imperio y no olvidar la de metrópoli. Ni que decir tiene que los problemas no hacen más que aumentar si se tiene en cuenta que todas y cada una de las piezas constituyentes de ese conjunto gozan de y merecen su propia historia, en la que la Monarquía Hispánica del XVI, de paso ocasional o no para ellas, puede significar cosas bien distintas. Desde este punto de vista, la incorporación de Portugal a la Monarquía en 1580 supuso una nueva complicación en los términos, pues, como se puede leer en una miscelánea catalana de fines del siglo, gracias a ella Felipe II fue "el primero que se ha podido intitular Rey de las Espanyas" con auténtica propiedad. No obstante, en esa misma coyuntura se insistía en que esa Monarquía a la que se iba a unir Portugal era animada en último término por Castilla, que era ella la que, "abriendo sus alas y todo en un tiempo", había prendido al rey de Francia, atravesado Italia, saqueado Roma, perdido a los grandes de Alemania y hecho volver las espaldas al turco. Sin embargo, es indudable la impronta oriental o aragonesa en la definición de esa Monarquía, así como la no comunión de Castilla con una buena parte de la política regia durante el siglo XVI. Por ejemplo, al correrse la voz, en 1553, de que habían asesinado al Príncipe y futuro Felipe II, Lérida asistió a una furia anticastellana, en la que "nos querían los catalanes a todos los que veníamos de Castilla matar al grito de crucifixe, crucifixe". ¿De dónde venía, en este caso, el peligro para la Monarquía y quiénes parecían más identificados con su construcción? Cuando el futuro Felipe II inició su viaje a los Países Bajos en 1548, lo que suponía que dejaba Castilla por vez primera, en la corte vallisoletana se compusieron unas Coplas del Soy zagalexo, soy pulidillo que, tras su apariencia de diálogo pastoril entre Felipe y su amada zagala Isabel Osorio, encerraban el eco de una crítica política a la jornada septentrional. Empezaban las coplas: "Carillo, ¿por qué te vas / de las tierras de donde eres?" Pero, ¿de dónde era ese joven Príncipe, entonces, tan querido y risueño? ¿Podía ser de una Monarquía compuesta por territorios que exigían contar con un príncipe natural, pero que estaban condenados a su ausencia? ¿Era de España, como se le tituló desde su nacimiento en 1527? ¿Era de esa Castilla que no se resistía a que la abandonase como su padre el Emperador había hecho tantas veces? Dada su, ya conocida, escasa cohesión territorial, no es posible utilizar las categorías de política interior/exterior para la Monarquía Hispánica del XVI en su conjunto. Sin embargo, es indudable que la acción internacional unitaria desplegada por los Austrias -la materia de Estado de la Monarquía, como se decía entonces- entró a jugar parte en la dinámica particular rey-reino de cada uno de esos dominios para los que el Rey Católico era un monarca particular. Heredera de intereses y opciones de los Reyes Católicos, pero en circunstancias bien distintas, la Monarquía de Carlos I y Felipe II se convierte en un agente primordial y hegemónico en la historia general de la centuria, con una presencia redoblada e incesante en la mayoría de sus conflictos y de sus escenarios principales. Una escena que, en sí misma, estaba sufriendo cambios tan profundos, rápidos y continuos que quien viera sus primeros pasos no podría haber imaginado su resultado final. Comienza el siglo con un Borgia renacentista sentado en la cátedra de San Pedro animando a la Cristiandad a lanzarse en cruzada contra el turco, cuando todavía podía Colón viajar por cuarta y última vez hacia las Indias, Maquiavelo no había escrito aún El Príncipe y Miguel Angel esculpía el arrogante David en honor de los ciudadanos de Florencia. Pero, cuando el siglo acaba, Enrique de Navarra se ha convertido en Cristianísimo Rey de Francia tras comprobar que lo que muy bien valía París era una misa católica; los holandeses viajan hacia Oriente con su Compañía de las Indias para desbancar a imperios que, se dice, han terminado por hacerse viejos; el rey Jacobo VI Estuardo teoriza sobre sí mismo en el Basilikon Doron y la valentía de Caravaggio empieza a asombrar en los lienzos que pinta para la iglesia romana de San Luis de los Franceses. Asiste, en suma, el siglo a una fractura espiritual en el Viejo Mundo de repercusiones enormes para sus ideas de armonía, de comunidad y de dominio. Es la crisis definitiva del marco ideal de la Cristiandad -Christianitas-, cuya realidad nos describe admirablemente el consejero Cornelis Schepper en 1542 desde Bruselas, lamentándose de los tiempos en que le había tocado vivir: "Ves (Dantiscus), en qué tiempos hemos ido a caer. Si lo examinamos bien, encontraremos que este régimen o república que se llamó -más que fue- cristiana, apenas si en ningún otro momento ha estado más próxima al exterminio. Sé que Cristo guardará a los suyos por todo el orbe de la tierra, incluso en medio de los turcos y tártaros y otros pueblos más feroces si los hay. Pero hablo del régimen o de la república, que se jacta todo ella de la profesión del nombre cristiano. Esa es la que digo que casi nunca ha estado en más peligro". Sin embargo, al mismo tiempo que se fragmenta este régimen o "república que se llamó -más que fue- cristiana", surge un Mundo Nuevo que, cuanto más inmenso se hace, más pequeño resulta. El flamenco Gerard Mercator crea un nuevo sistema de proyección para uso de los navegantes que se aventuran a recorrer el globo de punta a punta y, poco después, la imprenta se encarga de que cuantos quieran trasegar ese mundo sin moverse lo hagan, trasladándolo al papel de los primeros atlas modernos. A lo largo del siglo, la inmensidad del mundo se fue haciendo cada vez más cotidiana y, al mismo tiempo, en la vida común fueron entrando más elementos de la nueva universalidad moderna que rompía las fronteras de la vieja Europa. Suele contarse que, cuando esperaba el nacimiento de su primer hijo, la emperatriz Isabel de Portugal soñó que alumbraría un mapamundi. Es probable que este sueño no sea más que una de las muchas patrañas tejidas en torno a lo que el destino le iba a deparar al rey Felipe II, pero lo cierto es que el siglo XVI también asistió al nacimiento de poderes de dimensiones mundiales y que lo hizo de mano de los Austrias españoles con su Monarquía múltiple y fragmentada. En este siglo de cambios, del dinasticismo de las Guerras de Italia al debate político-territorial que genera la rebelión de los Países Bajos, sin olvidar la construcción de nuevas imágenes monárquicas de resonancia universal, se puede afirmar que, precisamente, una de las novedades más significativas fue la incrementada presencia en la escena internacional de una Monarquía Hispánica en la que, no podemos dejar de recordarlo, se recogían un variado conjunto de territorios que reconocían el dominio de Carlos I o Felipe Il. Y si esto constituyó un cambio para la historia general también lo fue para las particulares historias de cada uno de esos territorios que seguían poseyendo su eminente y separada identidad en lo jurídico y político. Sinteticemos lo dicho en que, sin duda, éste fue un siglo de cambios para la Monarquía Hispánica, pero que también lo fue de paradojas. Algunas tienen que ver con el número y la condición de los protagonistas llamados a intervenir en su desarrollo; otras aparecen al querer acomodar en un solo tiempo diversos espacios que, además, son muy distintos entre sí. Pero, además, hay otra y que quizá sea la mayor de todas las paradojas de este siglo: la que surge cuando hay que conciliar en un resumen ajustado las contrapuestas imágenes de decepción y optimismo que, al mismo tiempo, ofrece el período. Si elevar como característico de un momento histórico determinado éste o aquel signo o espíritu exige toda la cautela de saber apreciar cómo fue percibido por sus contemporáneos en su tiempo y, además, por quienes con posterioridad lo han enjuiciado, historiadores incluidos, la época de los Austrias Mayores se debate entre ser convulsa o gloriosa. Clásico y serenamente heroico, pero con un ribete mesiánico de caballería, el archiconocido y emblemático Plus Ultra del emperador Carlos V ha sido elegido muchas veces como lema inspirado bajo el que colocar la historia española del siglo XVI. Esa centuria, iniciada con toda gloria, alcanzaría su consumación y su apogeo natural en un imperio en el que no se ponía nunca el Sol y que, por tanto, nunca habría de declinar, pues éste era el sentido que entonces se daba a semejante imagen solar. Estaba aquella Monarquía de dimensiones universales presidida emblemáticamente por alguna de las versiones del Iam illustrabit omnia por el que Felipe II, mucho antes que Luis XIV, se transformaba en victorioso Helios-Apolo como su padre lo había hecho en épico Hércules-Jasón. El propio calificativo de Austrias Mayores que se ha dado en reservar para Carlos I y Felipe II evoca esa condición de cenit brillante y expansiva edad dorada que habría caracterizado a su siglo y que se le atribuyó desde muy pronto. El esplendor de su tiempo parecía aún más notable si se comparaba con la penuria atravesada durante la centuria que lo siguió, una época de Austrias Menores que, en el mejor de los casos, lucharon por conservar o restaurar la perdida reputación. Sin embargo, Felipe II trajo consigo una segunda divisa real en la que el temor y la precaución asomaban entre tanta seguridad y complacencia y que rezaba lacónicamente Nec spe nec metu. Este era un antiguo lema estoico cuyo sentido expone Séneca en sus Epístolas Morales a Lucilio (Libro I, 5) y que se podría traducir como "Si dejas de esperar, dejarás de temer". Se preguntaba el filósofo cómo era posible conciliar esperanza y miedo, sentimientos tan dispares que parecen contradictorios; respondía: "Uno y otro son propios de un espíritu indeciso, uno y otro propios de un espíritu ansioso por la expectación del futuro". También indecisión, ansiedad y expectación ante el futuro pueden venir a definir el siglo XVI hispánico con tanta justicia como las clásicas y más habituales alusiones a una incontestada brillantez. Porque la centuria fue de una increíble agitación, desde las grandes revueltas como las Comunidades y las Germanías de comienzos del reinado de Carlos I a las alteraciones de la última década del siglo (Aragón, Avila, Beja), pasando por la revuelta de los moriscos de las Alpujarras y la rebelión de Flandes. De las Guerras de Italia a la intervención en la política francesa durante sus Guerras de Religión, pasando por las campañas contra la protestante Liga de Smalkalda, el largo enfrentamiento con el Turco o el conflicto hispano-inglés que desembocará en el fracaso de la Armada Invencible. La gran pregunta que cabe hacerse sobre la época de los Austrias Mayores es, precisamente, la de cómo considerar en términos generales los reinados de Carlos I y Felipe II, acertando a conciliar en un único proceso las muchas dudas de un siglo presidido por la convulsión con los logros de una mejorada Monarquía que, además, es metrópoli de un imperio en expansión. La Monarquía Hispánica mantuvo, sin duda, su estructura compartimentada; fue, por así decirlo, una Monarquía de lo particular, aunque pudiera servir objetivos de universalidad. Todo el siglo XVI, en términos generales, se va a ver sumido en el problema de cómo conciliar estos dos extremos -lo particular, lo universal-, en un mundo cada vez más fragmentado en iglesias y confesiones, pero, al mismo tiempo, cada vez más global, en su economía, en los movimientos de su población y en su propia imagen de la humanidad y de la tierra. En el caso hispánico, la solución que se encuentra a ese dilema básico no parece haber venido tanto por la vía de expedientes de racionalización administrativa y generalización burocrática. Sin duda, la red polisinodial, las secretarías y los letrados ayudaron a regir desde la corte esa Monarquía dilatada, pero, recuérdese, en ellos se puede encontrar todavía muy pujante el eco del indigenato de naturaleza y las administraciones privativas, así como la interpretación jurisdiccionalista de la gobernación. Fuera de la corte, pese a lo que suponen de delegación el virreinato y el corregimiento, la Monarquía parece haberse sustentado fundamentalmente en la cooperación con las elites locales, defensoras de sus fueros y libertades territoriales, es decir, básicamente particularistas. Y si no fueron los medios de la clásica centralización, ¿cómo podía la Monarquía Hispánica conciliar lo particular y lo universal? La respuesta parece encontrarse en la Religión y en la Corona, o, mejor dicho, en la Corona de una Religión. De un lado, la confesionalización sobre la base del catolicismo romano se convirtió en un elemento cohesionador que reforzaba el principio estamental de la exclusión y era reforzado por éste. Así, en 1546, Diego Gracián de Alderete escribía que, para los luteranos y demás "ateos, los españoles somos sospechosos porque encendemos una luz en la noche". Tenemos aquí una imagen de los españoles (hispani) que como conjunto de verdaderos cristianos se hacía reconocible por medio de la entrada en acción de todo lo que suponía la alteridad religiosa. En la España del siglo XVI existía una forma de imperialismo popular que, con un indudable tono mesiánico, aseguraba que a los hispani les estaba reservada una labor liberadora y salvífica de carácter universal. La propaganda del Rey Católico y su difundida retórica de baluarte último de una Cristiandad Afligida por infieles y herejes entró rápidamente en sintonía con este sentimiento y sacó bastante partido del entusiasmo de quienes, por ejemplo, querían correr a embarcarse rumbo a Rodas o a Malta para atajar el avance del Turco. De esta manera, como Defensores Fidei, Carlos I y Felipe II encarnaron un papel ejecutor que, sin duda, vendría a unir simbólicamente a todos sus súbditos. Quien llevó a sus últimos extremos esta unión confesional fue Felipe II en conflictos como el de los Países Bajos, donde, en expresión de Richard Mackenney, ser rebelde al rey acabará equivaliendo a ser hereje contra la fe y donde ser hereje será lo mismo que rebelarse contra el rey. Y, de la misma forma, los ataques al Rey Católico serán ataques contra el común de sus súbditos. Recordemos aquellos anales universales del mundo que debían enmascarar la biografía de Felipe II y añadamos que el historiador Antonio de Herrera señalaba que con ellos se quitaba "materia de murmurar a los émulos de Su Majestad y de nuestra noción". No parece que aquí se esté hablando de una particular nación de carácter territorial o gentilicio (castellanos, aragoneses, etc., pero, claro está, tampoco españoles en un sentido nacionalista), sino de una comunidad forjada en torno a la dependencia de un determinado Rey. De la misma forma que algunos quisieron crear una naturaleza plural para el monarca -una naturaleza tan múltiple que "abraza todo la circunferencia de sus estados y no se restringe a un lugar ni a un reino solo" (Pedro Girón, Duque de Osuna, 1579)-, podría decirse que se concibió una nación de los súbditos católicos del Monarca Católico, comunidad que existía no tanto por la herencia que los había reunido bajo un mismo cetro, como por el cumplimiento de esa función de Defensor de la Fe en una época confesional. Sin duda, la actividad unitaria desplegada por los Austrias Mayores en la escena internacional repercutió profundamente en esos territorios distintos que compartían la suerte común de un mismo señor natural, pero, al mismo tiempo, no hay que olvidar que éstos seguían contando con una historia propia y particular. Así, la muerte de Felipe II fue recibida por muchos de sus súbditos castellanos con sensación de enorme alivio, aunque su imperio, dirigido desde Castilla y, esto a su pesar, mantenido por ella en gran medida, figuraba en el horizonte de muchos naturales que habían hecho del servicio real bien su oficio, como los letrados, bien un elemento irrenunciable de su modus vivendi, como una parte de los miembros del estamento nobiliario, bien una fuente de interés, como esos amplios grupos de rentistas cuya bonanza económica dependía del crédito que tuviera la Monarquía. En suma, para la comprensión de la evolución política de la Monarquía Hispánica a lo largo del XVI hay que considerar, en primer lugar, el marco de las relaciones rey/reino/reinos, donde prima el dualismo estamental, y, en segundo lugar, ponerlo en relación no tanto con una política exterior compartida como con el empleo por parte del monarca de la existencia de esas empresas universalistas en beneficio del que era su papel en aquel primer marco de relaciones particularistas. Bastante elocuente es a este respecto el caso de Castilla, donde la aceptación o negativa a financiar la política internacional de la Monarquía fue uno de los ingredientes básicos de lo que debía ser negociado entre la corona y el reino y, a su vez, elemento capital de esa otra discusión que se ocupaba de sobre qué grupos tenía que sustentarse el gobierno de este último. De esta manera, los grandes conflictos internacionales de los Austrias Mayores encontrarán siempre su reflejo en la vida política de cada reino. Este no será sólo un solapamiento coyuntural, sino una parte de la relación rey/reino, entendida, en lo fundamental, como negociación entre el monarca preeminente y las elites territoriales y privilegiadas de cada territorio, inmersas, a su vez, en la discusión con otros grupos en la definición de su propio gobierno.
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<p>Las guerras de Indochina (1946-54,1957), de Corea (1950-53) y Vietnam (196-75) son los grandes episodios tratados en este volumen. Los resultados del conflicto aún perduran en nuestros días&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>ÉPOCA&nbsp;</p><p>1.La Guerra de Indochina.&nbsp;</p><p>2.La Guerra de Corea.</p><p>Las operaciones bélicas.</p><p>Mac Arthur toma el mando.</p><p>El final de la guerra.&nbsp;</p><p>3.La guerra de Vietnam.</p><p>Los antecedentes.</p><p>El desarrollo del conflicto.&nbsp;</p><p>La ofensiva del Tet.</p><p>La extensión del conflicto.</p><p>Conclusiones de una guerra.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>BATALLAS&nbsp;</p><p>1.La batalla de Dien Bien Phu.</p><p>La tercera fase de Giap.</p><p>Los intereses de lke.</p><p>Encuentro en Dien Bien Phu.</p><p>El final de la batalla.&nbsp;</p><p>2.La Guerra de Corea.</p><p>Las guerras enseñan geografía.&nbsp;</p><p>El desembarco de Inchon.&nbsp;</p><p>China entra en escena.</p><p>El final de la guerra.&nbsp;</p><p>3.Batalla de la Drang.&nbsp;</p><p>4.La guerra del Delta.&nbsp;</p><p>5.La ofensiva del Tet.&nbsp;</p><p>6.El asedio de Khe Sanh.&nbsp;</p><p>7.La ofensiva de Pascua.&nbsp;</p><p>8.Laos: operación "about face".&nbsp;</p><p>9.Camboya: Operación Chenla.&nbsp;</p><p>10.La batalla de Xuan Loc.</p>
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El final de la II Guerra Mundial dio lugar a un mundo muy diferente al que existía apenas unos años antes. Mientras que Europa quedó debilitada, los Estados Unidos salieron muy reforzados del conflicto. La destrucción de los combates no afectó a su territorio, mientras que su industria bélica había relanzado su economía y la depresión económica generalizada le situaba como principal potencia. Además, el final de la guerra le sirvió para mostrar al mundo su fuerza militar. El otro gran vencedor fue la Unión Soviética, a pesar de sufrir bajas millonarias en su lucha contra el nazismo. Las autoridades soviéticas invirtieron sumas ingentes en fortalecer su industria bélica, al tiempo que intentaron extender la influencia comunista por los cinco continentes. El resultado fue un mundo dividido en dos grandes bloques enfrentados. La Unión Soviética lideraba el bloque comunista, que integraban las llamadas democracias populares, fundamentalmente extendidas por la Europa Oriental, China y Cuba. El bloque contrario era el capitalista, liderado por Estados Unidos y los países del occidente europeo. El enfrentamiento entre ambos bloques tuvo una dimensión mundial y se libró como si fuera una partida de ajedrez. Los Estados Unidos y la Unión Soviética intentaron extender su control a lo largo de todo el planeta, interviniendo militar o diplomáticamente. Pero donde la tensión alcanzó sus mayores cotas fue en el Sudeste asiático. Algunas colonias occidentales habían sido invadidas por Japón durante la II Guerra Mundial y, tras la derrota nipona, los pueblos no aceptaron volver a la tutela de sus antiguos dueños. Los conflictos se resolvieron en ocasiones como guerras de corte colonial, en las que los Estados Unidos y la Unión Soviética, con China, intervinieron lanzando su ayuda a uno u otro bando. El primer asalto se libró en Indochina. Indochina era una colonia francesa desde el siglo XIX, compuesta por territorios como Vietnam, Laos y Camboya. Ocupado el territorio por los japoneses durante la II Guerra Mundial, la guerrilla comunista, dirigida por Ho Chi Minh, proclamó el nacimiento de la República Democrática de Vietnam el 2 de septiembre de 1945, paralelamente a la capitulación nipona. La Francia de De Gaulle respondió enviando tropas al mando del general Leclerc para restaurar la soberanía gala sobre el territorio. La guerra comenzó en 1946, y rápidamente la guerrilla logró controlar grandes zonas. La batalla decisiva se produjo el 7 de mayo de 1954 en Diem Bien Phu. En noviembre de 1953 el ejército francés lanzó a sus paracaidistas en Diem Bien Phu, quienes construyeron una gran base, acondicionando una vieja pista de aterrizaje y levantando diversos bastiones a su alrededor. Los franceses contaban con unos 12.000 hombres, más 10 carros de combate y una cincuentena de cañones. Enfrente, la guerrilla vietnamita dispuso tres divisiones de infantería y otras tantas de artillería. Las fuerzas vietnamitas duplicaban a las francesas. Los asaltos del Vietminh se produjeron en oleadas y desde todas las direcciones, castigando siempre a los defensores con un infernal fuego artillero. En el mes marzo cayeron los dos bastiones franceses situados más al norte, así como el oriental. El refuerzo de los paracaidistas franceses apenas pudo impedir que el cerco se estrechara. En abril cayeron tres nuevos bastiones, tornándose la situación desesperada. En la primera semana de mayo sucumbieron los bastiones centrales y, un día más tarde, se hundió el último bastión francés, el situado más al sur. La derrota francesa en Diem Bien Phu forzó a Francia a negociar. Como resultado, Laos y Camboya accedieron a la independencia y Vietnam quedó dividido en una línea de armisticio en el paralelo 17?. El norte quedaba bajo control del Vietminh y el sur bajo el dominio de nacionalistas anticomunistas. Pero a la guerra en Vietnam aún le quedarían nuevos capítulos por escribir. En 1945 la península de Corea, ocupada por Japón, es tomada por la Unión Soviética y los Estados Unidos, quienes fijan el paralelo 38? como línea de separación. Tres años después se retiran soviéticos y americanos y se forman la República de Corea del Sur, apoyada por EEUU, y la República Popular de Corea del Norte, aliada de la URSS y China. En 1950 tropas del Norte cruzan el paralelo 38?. En consecuencia, Corea del Sur pide ayuda a la ONU, quien envía tropas comandadas por EEUU. Ante el empuje norcoreano, el ejército de la ONU retrocede hasta Pusan. En septiembre, las tropas ONU contraatacan con un desembarco en Inchon y avanzan hasta la frontera china, lo que hace a este país entrar abiertamente en el conflicto. Dos meses más tarde se produce la contraofensiva comunista y el retroceso de las tropas de la ONU. El frente se estabiliza en el paralelo 38?. El 8 de junio de 1951 comienzan las conversaciones de paz, mientras la guerra continúa a bajo nivel. El combate más importante se producirá en El Hook. El Hook era una colina de unos 60 metros, defendida por el regimiento inglés Duque de Wellington, que contaba con apoyo artillero. En las laderas se había excavado una compleja red de pozos de tirador y trincheras, ocupadas por los infantes británicos. Enfrente, los chinos desplegaron a su infantería, fuertemente auxiliada por una poderosa artillería. Durante todo el 28 de mayo se produjo un fantástico duelo de artillería en un frente de 900 metros. Al día siguiente comenzó el asalto chino, que fue pulverizando las trincheras y defensas británicas. La colina estaba siendo machacada por 10.000 proyectiles chinos. Con las trincheras prácticamente tomadas por la infantería china, la llegada de refuerzos consiguió no sólo frenar su avance, sino expulsarles de El Hook. La última gran batalla de la Guerra de Corea había terminado. El 27 de julio de 1953 se firmó el armisticio en Panmunjom, que devolvió la frontera a la misma situación que tres años antes. El conflicto coreano, que estuvo a punto de degenerar en una guerra mundial nuclear, será un capítulo más en las guerras del sudeste asiático, cuyo próximo capítulo se escribirá en Vietnam. Tras la guerra de Indochina el país quedó dividido en Vietnam del Norte, de régimen comunista apoyado por la URSS, y Vietnam del Sur, capitalista y aliado de EEUU. En 1955 Diem, primer ministro survietnamita, destituye al emperador Bao Dai e instaura una dictadura con apoyo americano. Rápidamente se sublevó la guerrilla comunista, el Vietcong, apoyada por Vietnam del Norte, que pasa a controlar amplias zonas del país. En 1963 un golpe militar derroca a Diem. Muy poco después los Estados Unidos envían tropas y establecen numerosas bases aéreas y navales, desde las que lanzan fuertes bombardeos sobre Vietnam del Norte. 1968 será el año más decisivo de la guerra, pues el Vietcong lanzó una gran ofensiva conocida como el Tet. Violentas luchas se produjeron en Hué y Khe Sanh, aunque el objetivo principal fue Saigón. El plan del Vietcong consistió en lanzar 11 batallones sobre los principales objetivos enemigos de Saigón. Estos fueron el Cuartel general del Ejército, el Palacio presidencial, la Embajada norteamericana, la Base Aérea de Tan Son Nhut y la Estación de Radio Nacional, defendidos por unidades americanas y survietnamitas. Los ataques sucedieron de forma simultánea y tuvieron la forma de guerrilla urbana. Al amanecer del 31 de enero el Vietcong había realizado importantes incursiones en las zonas Sur y oeste de Saigón y controlaba el suburbio de Cholon. Después pasó a controlar la embajada americana. Sin embargo, la ofensiva comunista no logró el objetivo deseado, el levantamiento de la población. Además, la intervención de helicópteros armados con cohetes acabó por definir la batalla, aniquilando a los guerrilleros. La ofensiva del Tet fue para Vietnam del Norte un fracaso militar, pero un éxito propagandístico. Las imágenes de una guerra encarnizada movilizaron a la opinión pública occidental en contra de los Estados Unidos. En 1969 Nixon anuncia una retirada escalonada de tropas, lo que no impide que la guerra se extienda a Laos y Camboya y que en 1972 Vietnam del Norte lance una gran ofensiva. Un año más tarde, en 1973, EEUU retira a sus tropas. En 1976 Vietnam se reunifica y se convierte en república Socialista. Las guerras del Sudeste asiático mantuvieron al mundo en vilo durante casi tres décadas. Iniciadas en Indochina, como un conflicto de corte colonial, prosiguieron con Corea y finalizaron con Vietnam. Pero estas guerras tuvieron un auténtico telón de fondo: la lucha entre el mundo capitalista y el comunista por la supremacía universal. En no pocas ocasiones el conflicto estuvo a punto de ser mundial. La ONU se vio incapaz de frenar mediante la diplomacia las actitudes agresivas de unos y otros, y en ciertos momentos, el mundo estuvo peligrosamente cerca de ver el uso de armas atómicas. Sólo la presión de las opiniones públicas en determinados países fue capaz de hacer callar la fuerza de las armas. Las heridas de estas guerras, sin embargo, aun están por cicatrizar.
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Galería de imágenes de la época. Soldados norteamericanos durante la guerra de Vietnam. Tanques norteamericanos en Vietnam. Un general survietnamita ejecuta a un prisionero del Vietcong. Tropas survietnamitas embarcando hacia Laos. Un niño survietnamita huye con su hermano. Marine norteamericano en Vietnam. Infantería vietnamita en el delta del Mekong. Marines vietnamitas con un prisionero en Saigón. Infantes norteamericanos manejan un mortero en Vietnam. Un marine rastrea un túnel en Vietnam. Lancha norteamericana de patrulla en el Delta (Vietnam).
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Entre las décadas de los 50 y 70 del siglo XX una serie de conflictos bélicos tuvieron lugar en el Sudeste asiático. Como telón de fondo, se estaba dirimiendo en esa región la lucha entre dos ideologías, el comunismo y el capitalismo, representadas por la Unión Soviética y Estados Unidos, respectivamente. Todo comenzó a finales de la II Guerra Mundial. La derrota japonesa devolvió el control sobre la zona a las potencias coloniales, pero ya la situación era muy distinta, pues los pueblos querían acceder a la independencia. Indochina fue el detonante, pero a esta guerra le siguieron otras dos de mayor calado: Corea y Vietnam. En esta última, además, se vieron implicados Laos y Camboya. La guerra de Corea y, especialmente, Vietnam, fueron ampliamente impopulares. La opinión pública occidental se mostró en contra de la intervención de los Estados Unidos en un conflicto calificado de imperialista. La guerra de Vietnam dejó profundas heridas en la sociedad norteamericana, heridas que, en buena medida, aún continúan abiertas.
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Tal como señala Mario Praz, el neoclasicismo es una corriente del gusto, la cual ha necesitado una larga elaboración teórica antes de su arraigo en las artes plásticas y en la arquitectura a fines del siglo XVIII, en la etapa denominada de la Ilustración. El retorno a la pureza clásica en las artes viene precedido de la búsqueda del candor y la sencillez primitiva a través de textos literarios, como "El Emilio" de J. J. Rousseau. Los ilustrados españoles, lo mismo que los poetas de la generación del Veintisiete, junto a la búsqueda del clasicismo indagan sobre las raíces de lo popular. Intelectuales y nobles imitarán algunas costumbres plebeyas. Sainetes, canciones, danzas, corridas de toros y vestimentas, son aceptadas y producen placer a las clases privilegiadas. Según Ortega y Gasset, el plebeyismo es una reacción contra las costumbres francesas que intentaron imponer los primeros Borbones españoles, Felipe V y Fernando VI. Si bien Carlos III, al ser educado en Nápoles intenta en sus primeros momentos respetar las antiguas costumbres hispanas, más tarde asesorado por sus consejeros, corta un tanto estas libertades, tal como hace con la capa larga española. Indudablemente, el ideal neoclásico gira en torno a la Belleza. Esta palabra surge por doquier, no sólo en la poesía y en las novelas sino en tratados, manuales y discursos académicos en torno a las artes en la época de la Ilustración. Este concepto y/o idea debe estar concatenado y servir de catalizador a toda actividad artística, tal como defiende el jesuita español Esteban de Arteaga; desterrado en Italia, en 1789 publica sus "Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal..." donde hace distinción entre belleza en general y belleza ideal: "la belleza de los otros objetos está en ellos mismos con independencia de toda relación o careo; la de las artes consiste en la conformidad de la copia que imita con el original imitado": Arteaga retorna al concepto clásico del arte como imitación de la realidad, siempre que el artífice la transforme en obra bella. Así, señala que al artista le debe ser indiferente "que el original sea un Narciso..., la diosa Venus o la vieja Canidia, con tal que logre el fin de hacer admirar su imitación y de reproducir por medio de ella en quien la mira efectos análogos a los que produciría la presencia misma del original". En el fondo, Arteaga coincide con Kant cuando el filósofo alemán señala que lo bello (en arte) no es representar una cosa bella, sino una bella representación de una cosa. Hay seres u objetos que siendo desagradables y aun monstruosos en la naturaleza pueden ser convertidos en maravillosas y sublimes obras de arte. Arteaga pone el ejemplo de Polifemo atracado de carne humana y ebrio. Una de las obligaciones del arte es convertir lo feo en hermoso, virtud en la que destaca Goya, y hace comprensible que su arte fuera aceptado por ilustrados como Jovellanos, Ceán Bermúdez y Moratín, entre otros. No hay necesidad de buscar una vertiente romántica en ello. Se suele confundir en la historiografía española los términos neoclasicismo y clasicismo. Obras llamadas neoclásicas son solamente clasicistas. O sea, impregnadas por esta corriente que permanece constante en Francia y en Italia a lo largo del barroco. También junto a un exaltado barroquismo, durante los siglos XVII y XVIII en el arte español subyace, aunque más solapadamente que en los países citados, el germen clasicista. Por ello, cuando en otoño de 1761 se instala en Madrid Antonio Rafael Mengs (1728-1778) existía un ambiente preparado para aceptar sus ideas. Llegaba Mengs precedido de un gran prestigio, no sólo como pintor sino como tratadista y arqueólogo. Su estrecha amistad con Winckelmann y José Nicolás de Azara había hecho posible el desarrollo de su humanismo ilustrado; por su arte y esas peculiares condiciones logró la protección de Carlos III. Indudablemente, el publicar Azara sus obras le da a Mengs autoridad como teórico, por lo que logra muy pronto imponer su dictadura en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Nombrado presidente honorario de esta institución, redacta un reglamento en el que se determina, entre otras normativas, la supresión de los académicos protectores, lo que abre cierta polémica y hace que sólo sea aplicado parcialmente. No obstante, sus ideales artísticos se imponen. Así, consigue que J. B. Tiépolo y C. Giaquinto, a través de su confesor el padre Eleta, pierdan la protección real. Su pensamiento no sólo pesa en el desarrollo de la pintura sino también en el de la escultura y la arquitectura, pues es el motor que estimula a la Academia a atacar febrilmente a los artistas barroquizantes con los que hasta ahora la institución madrileña se había mantenido complaciente. Como señaló más tarde Pedro de Madrazo, "hizo extremar la, intolerancia, fundamentándose en cierta fantástica y abstracta noción de lo bello". A pesar de su corta estancia en España, pues tres años después retorna a Roma con motivo de la convalecencia de una enfermedad, la impronta de su estilo repercute fuertemente en el desarrollo del arte español. De este modo, artistas como Francisco Bayeu y Mariano Salvador Maella abandonan el barroquismo guiaquintesco para aceptar el clasicismo mengsiano, el cual se acrecentará después del retorno del pintor. El propio Francisco de Goya aceptará, aunque a regañadientes, las formas neoclásicas a las que llama estilo arquitectónico. Mas es su contrincante en la Academia, Gregorio Ferro (1748-1812), quien con más fervor practica el neoclasicismo académico en estos momentos. También el grabador Manuel Salvador Carmona (1734-1820) y el discípulo de Mengs, Fernando Selma, seguirán fielmente la preceptiva impuesta por el pintor centroeuropeo.
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La situación en Alemania no mejora, aunque se estabilice, y algunos artistas se comprometen cada vez más. Grosz, Karl Witte y John Heartfield, que sigue haciendo fotomontajes políticos cargados de fuerza, fundan en 1924 el Grupo Rojo, Die Rote Fane, una asociación de pintores y dibujantes comunistas, que se presenta en el Manifiesto como "grupo nuclear para una organización cada vez más amplia de todos los artistas revolucionarios proletarios de Alemania". Con el director teatral Erwin Piscator en sus filas, se proponen "intensificar la propaganda comunista mediante la escritura, el cuadro y los escenarios". Pero las posturas más radicales en el campo del realismo se dan en 1928, con la ARBKD, Asociación de Artistas Plásticos Revolucionarios de Alemania, comprometida en hacer un arte decididamente revolucionario, "en oposición a las asociaciones de artistas basadas solamente en las tendencias estilísticas y el arte por el arte. Cercano a las experiencias rusas. El arte es un arma, el artista un combatiente en la lucha de liberación del pueblo".Se suele establecer una división poco clara, entre Nueva Objetividad, identificada con posiciones políticas de izquierda y Realismo Mágico, más centrado en la representación de lo intemporal y situado más a la derecha, que, aun así, acabará con la llegada de los nazis. La calma del Realismo Mágico permite adentrarse en busca del significado esencial de las cosas, acentuar valores permanentes y estables, transmitir serenidad; mientras la representación minuciosa y detallada de la Nueva Objetividad hace posible cargar las tintas en la crítica y en la protesta. Fue Hartlaub el que utilizó el término en 1922, pero su principal difusor fue el crítico Franz Roh, quien, en 1925, lo formuló por escrito en su libro "Nach-Expressionismus" (Postexpresionismo. Realismo mágico). Roh plantea la posibilidad de captar el misterio oculto detrás del mundo representado -de ahí la magia-, pero deja un campo de posibilidades muy abierto en el que hay sitio tanto para la Nueva Objetividad como para el realismo de concepto de Miró en La Masía (1922, Nueva York, col. particular), además de Picasso, Dérain, Carrá, De Chirico, Severini, Schrimpf, Mense, Davringhausen, Kanoldt, Dix, Grosz, Scholz y Ernst. Para Roh el postexpresionismo es un movimiento de carácter europeo, que se opone al expresionismo en formas y contenidos.G. Schrimpf (1889-1938), un autodidacta que visitó Italia en 1920, y A. Kanoldt (1881-1939), que expuso en Berlín en 1927 en la muestra de la Nueva Objetividad, se sitúan en este ámbito, muy cerca de las teorías de la revista italiana "Valori Plastici", que era la abanderada de la vuelta al orden en los años veinte y de Carlo Carrá y la pintura metafísica.
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Los historiadores nos hemos prohibido a nosotros mismos cerrar algunos paréntesis de la Historia con la ambigua reducción incomprometida que trata de expresar, en el lenguaje científico de hoy, lo que ya no tiene tiempo. Desde que Cristóbal Colón descubrió lo que es hoy continente americano, hasta que existió verdadera conciencia política y cultural de que la historia europea era una simple y muy provechosa historia fragmentada de lo local, pasó un corto, o un largo tiempo, depende de cómo se mire, y desde qué perspectiva política se mida. Las utopías que imaginaron algunos hombres eminentes y otros más humildes, nos siguen sorprendiendo y admirando a quienes seguimos esperando que, algún día, por nuestro trabajo solidario y comprensivo, seamos capaces de construir la racionalidad. Por fortuna, desde la Historia, sí es posible demostrar que Castilla elevó en un corto plazo de tiempo la poca racionalidad que se supone existió en la época; unas veces emergió por exceso de los mares de la intolerancia, y otras lo hizo por defectos de profundidad y de anchura de miras de los ríos de la tolerancia. En la actualidad que ya es pasado, me atrevo a proponer una contemplación historiográfica más acorde con la admisión sentida de la variedad y de la improvisación. El río castellano que desembocó en la mar océana lo hizo en avenidas desordenadas, imposibles de periodizar y de acotar. Las riberas que han sido siempre el punto más reposado de contacto, descubrieron unas veces el cadáver del asesinado por la brutalidad; en otras ocasiones, el oro que sacaba a relucir la erosión natural o el trabajo esclavo de los hombres; y en las invisibles brisas cambiantes de toda la ribera, en el nombre de Dios, la humillación de los otros como Él, y la justificación de la brutalidad, de la esclavitud y de la invocación de la invisibilidad para jerarquizar lo que nunca se puede medir. Invito a mis compañeros a quedarse en la ribera. En muchas ocasiones los ríos y la mar cumplen de manera casi imperceptible el mismo papel; a unos los arrastra el río, y a otros los ahoga la mar. La interpretación más racional continúa siendo la que es acorde con el tiempo, con los hombres y con la ribera que todos fueron capaces de descubrir. A la corta distancia de sólo veinte años del descubrimiento, en 1512, una minoría de teólogos y juristas reunida en Burgos dictaminaba a petición de la Monarquía Católica que los desconocidos eran hombres libres, que tenían que trabajar, que las condiciones de trabajo habían de ser llevaderas, que tenían derecho a la propiedad privada, que los trabajadores por cuenta ajena cobraran un salario conveniente en especie, y que, en todos los procesos, debía de hallarse Dios. Desde los primeros momentos de la colonización, los Reyes Católicos se preocuparon de la libertad de los nativos. Así lo hicieron en repetidas ocasiones: en 1495 manifestaron su interés en reunir a "letrados, teólogos e canonistas" para saber si "con buena conciencia" podían ser esclavizados, y en 1503 promulgaron una provisión por la que prohibían a los castellanos hacer cautivos, traerlos a la Península, trasladarlos a cualquier otro punto, y a los que ya hubiesen cautivado a ponerlos en libertad. La reiteración de las disposiciones de los Reyes Católicos, y la insistencia, todavía en 1542, cuando se promulgaron las Leyes Nuevas, de que "de aquí adelante por ninguna causa de guerra ni otra alguna, aunque sea so título de revelión ni por rescate ni de otra manera, no se pueda hazer esclavo indio alguno", muestran que la práctica colonizadora de los castellanos iba por los derroteros aprendidos en experiencias anteriores desarrolladas en las costas africanas, en las islas Canarias, y en el antiguo reino de Granada. La crueldad inicial de la conquista, además de provocar las airadas denuncias de fray Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, había despertado diversas sensibilidades que lo mismo dudaban de la humanidad de los nativos, escandalizándose de las bárbaras costumbres observadas y narradas en las crónicas, que de la licitud y legitimidad de la presencia castellana en aquellas lejanas tierras y de la justicia de la guerra. Además de los padecimientos deducidos de la conquista militar, la crueldad de los castellanos originaba vejaciones y malos tratos que los Reyes Católicos decidieron corregir; en 1501 y en 1503, en diversas instrucciones a Nicolás de Ovando, los Reyes le otorgaron la facultad de imponer "las penas que viéredes ser menester", a quienes robasen, hiciesen daño, tomasen mujeres por la fuerza, etc.; tratando al mismo tiempo de reglamentar el trabajo de los indios: "Mando a vos, el dicho nuestro gobernador, que del día que esta mi Carta viéredes en adelante, conpelais e apremieis a los dichos indios que traten e conversen con los christianos de la dicha isla e travajen en sus hedeficios e cojer e sacar oro e otros metales e en hacer granjerías e mantenimientos para los christianos vecinos e moradores de la dicha isla, e fagais pagar a cada uno, el día que trabajare, el jornal e mantenimiento que segund la calidad de la tierra e de la persona e del oficio vos paresciere que deviere aver. Mandando a cada cacique que tenga cargo de cierto número de los dichos indios, para que los haga ir a trabajar donde fuere menester, e para que las fiestas e días que paresciere se junten a oir e ser dotrinados en las cosas de la Fée (...)". El sistema de encomendar a los cristianos un número indeterminado de "indios" que eran repartidos desigualmente, se prestó a grandes abusos; desde el principio de la aplicación del régimen de encomiendas, el encomendero no cumplió con las condiciones establecidas por la Corona (salario, alimentación, vestido, instrucción religiosa...), y el "indio" fue, pese a la prohibición expresa, prácticamente un esclavo. Fernando el Católico, en una provisión que confía a Diego Colón en el verano de 1509, intenta regular los repartimientos según la calidad de los castellanos establecidos en Indias (cien "indios" para los "oficiales e alcaides" de nombramiento real, ochenta para el "caballero que llevare su muger", sesenta a los escuderos casados, y treinta a los labradores casados). La Corona percibiría anualmente un peso de oro por cada cabeza de "indio" encomendado. Sin embargo, hasta 1512, no se completaron las disposiciones con la precisión que indica las fallas que continuaban existiendo. Cada cincuenta encomendados había que construir cuatro "bohíos" de 25 a 30 pies de largo por 15 de ancho, se les entregaría media fanega de maíz para la siembra, una docena de gallinas y su gallo, y se les explicaría que todo era de su propiedad, y que se les entregaba como compensación por las tierras que habían abandonado para vivir junto al encomendero. Junto a la entrega de estas propiedades materiales, el castellano habría de construir una iglesia y hacerse cargo de la instrucción religiosa de la comunidad, escogiendo de entre ella, por cada cincuenta encomendados, un "muchacho, el que más ávile dellos le pareçiere", para enseñarle, además de la doctrina cristiana, a leer y a escribir. También hubo de reglamentarse el trabajo en las minas; para tratar de evitar el completo desarraigo de los "indios", que eran trasladados a la fuerza fuera de sus poblados hasta las zonas mineras, se estableció que el trabajo se desarrollase en períodos de cinco meses, y que una vez terminado el tiempo, los mineros pudiesen descansar cuarenta días. Y la alimentación -pan y una libra de carne a diario, una olla de carne en las fiestas, "mejor que en los otros días"-; y las costumbres, tratando de extender entre los "indios" la monogamia, la celebración del sacramento del matrimonio, enseñarles los impedimentos que contraían por parentesco, poniendo sus hijos menores de trece años, durante cuatro años consecutivos, bajo la custodia de los franciscanos que, junto a su tarea misional, adquirían la obligación de alfabetizarlos. Todas estas disposiciones, cuyo incumplimiento era castigado con penas variables, casi siempre monetarias, son expresivas de la larga lucha por la justicia que la Corona emprendió en sus territorios de ultramar. Pero también revelan la crueldad de los comportamientos de conquistadores y colonos, y la práctica imposibilidad de la monarquía por controlar una situación lejana de la que sólo unas pocas voces informaban con veracidad. La protección del embarazo y de la maternidad, el tratar de asegurar la custodia de los niños a sus padres, el recordar continuamente la dignidad de los conquistados, señalan la evidencia de una intolerancia inicial que requirió una cuidadosa atención por parte del Estado. A propuesta de la Corona, la reunión de juntas extraordinarias en Castilla transcendió, en forma de leyes positivas, el mero carácter consultivo; de ellas nacieron proyectos evangelizadores y humanitarios que sobrepasaron la preocupación muy principal de hallar las riquezas que demandaba la sociedad europea. El oro fue un objetivo muy importante. Estuvo presente en todos los convenios, en todos los viajes proyectados, en todas las cartas y provisiones; como también lo estuvo la adquisición de nuevas tierras y el programa pedagógico de la evangelización. El trabajo político también existió, y la transferencia de instituciones a los nuevos territorios significó el principio de la reglamentación de la violencia, exigió conferir a gobernadores, administradores y jueces, poderes extraordinarios que hiciesen posible una pacificación que requirió mucho tiempo. En 1529 una consulta del Consejo de Indias seguía repitiendo que los "indios" eran libres, que el mal mayor era la voluntad desobediente de los encomenderos, pero que ellos eran la única fuerza de que disponía la Corona en aquellas tierras.
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El prestigio adquirido por la cultura y el arte italianos hizo posible que, durante el reinado del emperador Carlos V, los ambientes artísticos de la Península se fueran decantando hacia soluciones más severas, en sintonía con las alternativas procedentes del exterior. El éxito alcanzado por "El Cortesano" de Baltasar de Castiglione, escrito en su estancia como embajador en la corte de España, o del humanista portugués Francisco de Holanda con su "Tractado de pintura antigua", constituyen una prueba irrefutable de este fenómeno que se ve acompañado, con la aparición de las "Medidas del romano" de Diego de Sagredo en 1526, de un gran interés por los aspectos teóricos del nuevo lenguaje. Por otra parte, los sectores más renovadores de las grandes ciudades, en un intento de emulación de los planteamientos artísticos adoptados por la corona en las obras de la monarquía y en los programas imperiales, promovieron un gran desarrollo de las ciudades contribuyendo a la definición de nuevas tipologías civiles y a la articulación de ciclos representativos, que denotan un contacto cada vez mayor con los problemas suscitados por el humanismo internacional, llegando a transformar la imagen tradicional de la mayoría de nuestros pueblos y ciudades. El Manierismo, entendido como un deseo consciente y deliberado de contestación de la ortodoxia clásica, se vinculó rápidamente a las necesidades ideológicas de la cultura religiosa y arraigó sin especiales problemas en el gusto de amplios sectores de la sociedad española que, por aquellos años, comenzaba a manifestar los primeros síntomas de la crisis ideológica y religiosa en que se vio sumida en el período dinástico de la Casa de Austria.