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Parece ser que los formatos apaisados atrajeron a Degas en los inicios de la década de 1890 tanto para realizar escenas de danza como de hípica - véase Jockeys paseando -. Dos figuras en primer plano llaman nuestra atención por sus posturas de descanso y sus vestidos azulados mientras en el fondo unas compañeras se ejercitan en los diversos pasos. Por la ventana penetra una escasa y dorada luz de atardecer que apenas ilumina la estancia. La composición se asemeja a un relieve clásico, como si fuera un friso.
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Los meses de junio y julio de 1875 los pasó Renoir en el restaurante-pensión de Fournaise, en la isla de Chatou, donde pintó esta escena protagonizada por la actriz Henriette Henriot y el pintor Franc-Lamy. Los dos modelos están representados a "plein-air" envueltos en una atmósfera natural, en una zona de sombra que presenta las habituales tonalidades del impresionismo. El contraste con la zona plena de sol resulta interesante, quedando algunas zonas iluminadas a través del follaje como la mano del joven enamorado. Las pinceladas son rápidas y empastadas, sin atender a detalles, dotando de volumetría a las figuras gracias al delicado dibujo que siempre Renoir hizo gala. De esta manera, las figuras se funden con el entorno gracias a la atmósfera que las rodea. Una nota significativa la encontramos en el gesto de hastío de la joven, aportando el pintor expresividad a sus modelos. Los blancos "manchados" con el malva y el negro de los trajes masculinos será un contraste muy querido por los impresionistas que ya utilizaba Manet en sus obras iniciales.
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Aparecen a menudo en el arte helenístico representaciones de personajes peculiares como enanos, jorobados o boxeadores que se prestan a un mayor naturalismo y al intento de los artistas de plasmar lo anecdótico y fugaz de la realidad.
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Seguramente Velázquez sea el pintor más reconocido por sus retratos de enanos y bufones de la Corte. Sin embargo no fue el único en sentirse atraído por estos personajes, que solían tener gran importancia en la vida de palacio, puesto que acompañaban a los infantes durante su educación y éstos los mantenían en su círculo de íntimos hasta su muerte. Van der Hamen muestra al enano vestido lujosamente, como un cortesano, y con una pose soberbia y distante. En sus manos, la espada de caballero y el bastón de mando. El retrato sigue todas las características del naturalismo, con un claro predominio de los tonos ocres, pardos, muy oscuros, y la figura destacada por un foco de iluminación artificial algo elevado. Nada se dice de la estancia en la cual posa el modelo, tan sólo su figura ocupa nuestra atención. Se le ha captado con la máxima precisión, una característica propia de nuestra sobria Escuela española del Siglo de Oro.
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Existen numerosas controversias alrededor de este bello retrato, tanto sobre el autor como sobre el personaje. Considerado como obra de Velázquez en los inventarios reales, en 1925 Allende-Salazar sugirió que se trataba de una obra salida de los pinceles de Juan Carreño de Miranda, apuntándose también la posibilidad de que fuera Juan Bautista Martínez del Mazo el autor del retrato. Hoy se considera sencillamente como obra del taller del maestro sevillano, sin concretar en su autoría. Con respecto al personaje representado, Pedro de Madrazo lo identificó como don Antonio "el Inglés", bufón regalado a Felipe III por el duque de Windsor, fallecido antes de 1617 por lo que resultaba difícil esta posibilidad. Se barajaron entonces los nombres de Nicolás Hodson o Antonio Mascareli. El personaje aparece representado sujetando a un mastín de grandes dimensiones, mirando con cierta desconfianza al espectador, indicando cierto temor al acompañarse del animal. Las dos figuras se recortan sobre un fondo indeterminado, destacando las tonalidades ocres y blancas del traje del bufón y el color negro del perro. La pincelada es rápida y empastada, sin atender a detalles, coincidiendo con el estilo del maestro sevillano en la década de 1650.
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En el papel que sostiene el personaje que observamos en su mano izquierda se puede leer con cierta dificultad " .uan ... illo" lo que ha servido para identificar a este enano como Juan Portillo, aunque en los archivos palaciegos no se haya encontrado referencia alguna a ese personaje. Al aparecer un jardín tras él se ha especulado con la posibilidad de que podría tratarse de alguien relacionado con la jardinería o que habitara en ese lugar. La figura viste un oscuro traje adornado con un cuello de encaje, portando sombrero en su mano derecha - lo que le elevaría a la hidalguía ya que en la España moderna sólo los nobles podían llevar sombrero y capa - pudiendo tratarse de un funcionario de palacio como don Diego de Acedo, el Primo, pintado por Velázquez. La escenografía toma una importancia capital en la composición, creándose un sensacional efecto de perspectiva, prestando menor atención a la captación psicológica del personaje aunque destaca la dureza de su mirada.
termino
acepcion
Revestimiento de piedra u hormigón con que se fortalece el cauce de una corriente de agua.
contexto
Jehova le dijo a Abraham: "vete de tu tierra, abandona tu familia y sal de la casa de tus padres hacia la tierra que te mostraré y haré de ti una nación grande". La promesa de Dios al patriarca Abraham (Génesis 12-1) se sitúa hacia el año 2200 a.C. Cuatro mil años después, el 29 de agosto de 1897, se reunió en Basilea el primer Congreso Sionista, con la asistencia de un centenar de representantes. Allí se concluyó que: "El sionismo aspira a crear en Palestina un hogar garantizado por el Derecho Público para el pueblo judío". En los cuarenta siglos transcurridos entre ambas fechas nace y se desarrolla el pueblo judío, casi todo el tiempo lejos de la Tierra Prometida y casi siempre sojuzgado por potencias extranjeras. Permaneció siglos en el Egipto faraónico o cautivo en Babilonia; estuvo sometido por persas, griegos, sirios y romanos... y fueron éstos últimos quienes, en dos etapas -Tito y Adriano, en los siglos I-II- lo erradicaron de Palestina y lo dispersaron por todas las provincias de su Imperio. Los siguientes dominadores fueron configurando en Palestina una nueva situación que, a partir del siglo VII, sería musulmana. Mientras, los judíos sobrevivían en la diáspora y conservaban su personalidad como pueblo, gracias a la pervivencia de su fe religiosa y a una esperanza en el retorno. "El año que viene, en Jerusalén" fue su consigna secular a la hora de celebrar la Pascua; se trataba de un sentimiento difuso y poco más que sentimental, tanto que se asentaban en buena parte del orbe conocido, menos en Palestina, donde el viajero y espía español Domingo Badía, alias Ali Bey el-Abbasi, que la visitó a comienzos del siglo XIX, halló que "los judíos son en corto número...". Realmente, sólo eran unos 25.000, según el censo otomano de 1880, es decir, menos del 5% de la población. En esos cuatro mil años, los judíos nunca tuvieron patria; fueron huéspedes mejor o peor acogidos por los pueblos donde se afincaron, sin apenas mezclase. Eso les hizo diferentes, extranjeros, a menudo odiados por los pueblos cristianos entre los que habitaban porque les consideraban deicidas, asesinos de Cristo. Su religión diferente, su vida apartada -con frecuencia en guettos-, su prosperidad en algunos momentos, les hicieron sospechosos de todo tipo de aberraciones, responsables de las calamidades y víctimas de estallidos de cólera popular y expulsiones -como la de los Reyes Católicos, en 1492- o pogroms, auténticas matanzas y persecuciones en el Este y en el Centro de Europa, incluso a finales del siglo XIX.
contexto
Desde un punto de vista constitucional, todas las monarquías del Antiguo Régimen fueron monarquías compuestas. Es decir, la unidad de soberanía, la existencia de unas regalías inalienables dependientes del soberano (dirección de la política interior y de la política internacional, recluta de un ejército profesional, acuñación de moneda, suprema instancia judicial, etcétera) y la promoción de una serie de órganos comunes de gobierno fueron perfectamente compatibles con la existencia de instituciones separadas y de una serie de libertades, fueros o leyes fundamentales privativas de cada uno de los Estados. Y, sin duda, esta generalización puede hallarse en todas y cada una de las monarquías que fueron constituyéndose en Europa desde fines del siglo XV y a lo largo del siglo XVI. En el caso de Carlos, su soberanía se ejerció sobre tres bloques diferentes de Estados sin ningún otro lazo de unión que la persona del Emperador: el germánico, el flamenco y el hispánico, al que en cierto sentido aparecía vinculado un cuarto bloque, el italiano, a través de la Corona de Aragón. En el primero, el germánico, sus atribuciones eran muy laxas, pues si apenas respondían al esquema de las nuevas monarquías absolutas en sus territorios patrimoniales, eran mucho más limitadas en Alemania, donde su autoridad imperial era solamente una superestructura impuesta sobre la realidad de un conjunto de trescientos Estados soberanos, que además se enfrentaron con Carlos en defensa de unas libertades que eran al mismo tiempo políticas y religiosas, dando lugar a una permanente inestabilidad constitucional que no sería resuelta -y en sentido contrario a la política unitaria perseguida por el Emperador y por otros sucesores suyos de la casa de Habsburgo- hasta la paz de Westfalia de 1648. En Flandes, como se llamó generalmente a los viejos Estados borgoñones no anexionados por Francia, Carlos se esforzó también por dotar a los diversos territorios de una estructura unitaria y por afirmar sus atribuciones soberanas sobre las instituciones representativas, siguiendo la tendencia general de la Europa renacentista. Al final de sus años, optó por incluirlos, al igual que todos sus Estados italianos, dentro de la unidad superior de la Monarquía Hispánica, cuyo titular iba a ser su primogénito Felipe. El encaje de todas las Italias (Cerdeña, Nápoles, Sicilia y Milán) se operó, al margen de la modalidad originaria de incorporación, de un modo pacífico y sin sobresaltos hasta mediados del siglo XVII. Lo mismo ocurrió en el caso del Franco Condado, que bajo los sucesivos soberanos españoles llevó una vida políticamente apacible a pesar de su comprometida situación estratégica. Por el contrario, la inserción de los Países Bajos se reveló particularmente conflictiva, dando origen a la guerra de los Ochenta Años, que condujo a la independencia de las siete provincias Unidas del Norte, mientras el Flandes meridional, por más que quedara amputado y debilitado a lo largo del siglo XVII, se mantuvo bajo la soberanía del rey de España, al igual que Italia, hasta el tratado de Utrecht (1713).