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Los instrumentos del poder elaborados por la realeza macedónica a lo largo de los tiempos son heredados por Alejandro. Entre esos instrumentos se hallan elementos primitivos y elementos más elaborados, desde el concepto de la realeza conseguida por la competición y la lucha con otros pretendientes, para demostrar el carácter carismático del triunfador, hasta la incorporación de la basileia como herencia de las tradiciones griegas, incluidas las referencias a los héroes que se vinculaban a la época micénica y la tradición de la guerra de Troya. De este modo, Alejandro se vincula a la divinidad a través de Heracles como heredero de los reyes de Argos y a Dioniso como heredero de Aquiles. Sin embargo, con la conquista, estos aspectos van acentuándose y adquiriendo nuevas formas. El paso fundamental fue dado en el santuario de Zeus Amón en el desierto de Libia. La paulatina incorporación de los rasgos de la realeza oriental va dando a Alejandro elementos nuevos de poder que se traducen, en lo formal, en la proskynesis, a través de la adhesión de las poblaciones sometidas. Sin embargo, tanto en las ciudades griegas como en la comitiva que lo acompañaba surgen movimientos de oposición que se traducen en la recuperación del concepto aristotélico de la realeza, propiamente helénica, sólo entendida como pacto en que el Rey concede tierras y proporciona la victoria. Los conflictos serán el preámbulo de toda una tradición que se prolongará a lo largo de toda la historia del mundo helenísticorromano, entre el Rey heredero de la antigua basileia aristocrática y la realeza despótica orientalizante que puede identificarse, en lo griego, con la tiranía. Ahora se nota que todavía pervive la visión clásica de la aristocracia moderada, tendente a rechazar los excesos del poder personal.
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En octubre de 1944 se fundó la francesa División Charlemagne SS, a partir de elementos integrantes de la LVF -Légion des volontaires français contre le bolchevisme-. En febrero de 1945 es destinada al frente oriental, intentando retrasar el avance soviético sobre la capital alemana. Un mes más tarde es destinada al Báltico, mientras que, en abril de 1945, sus hombres se encargan de la defensa del bunker de Hitler.
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Las diferentes potencias de la Cristiandad, tras la perplejidad inicial, fueron alineándose con cada uno de los Papas -Urbano VI y Clemente VII-, teniendo en cuenta, esencialmente, sus intereses políticos. En algún caso la toma de posición se retrasó un tiempo; hubo cambios de partido, a veces reiterados. El eje se halla en Francia, y la toma de posición de cada Reino se verá mediatizada por su relación con este Reino. Es posible afirmar que, sin el apoyo de Carlos V, los cardenales de Fondi no se hubiesen atrevido a proceder a una nueva elección; desde agosto llegan a Fondi palabras de aliento y dinero de Francia, indispensables ambos para proceder a una segunda elección. Apenas conocida esta, Carlos V, con aparente frialdad, convocó, en noviembre de 1378, una reunión de doctores y clérigos, convenientemente seleccionados, que recomendaron obedecer al segundo elegido, no sin alguna resistencia. Hasta el 7 de mayo de 1379, después de recibir varias embajadas de cardenales y de organizar actos para captar la opinión popular, no se produjo la adhesión oficial de Francia a Clemente VII. La decisión francesa mediatizó, en uno u otro sentido, la posición adoptada ante el Cisma por otras potencias. El conde Amadeo VI de Saboya, emparentado con la familia real francesa, se adhirió también a la obediencia de Clemente VII, al igual que Escocia, aliada de Francia, y, sobre todo, enemiga de Inglaterra. Esta última adopta desde el primer momento una postura favorable a Urbano VI, antes incluso de que Francia se defina oficialmente; las medidas en favor del Papa romano llegaron, en Inglaterra, a la confiscación de los bienes y beneficios de quienes le negaran obediencia. En cambio, en las posesiones inglesas en el Continente hubo fuertes núcleos clementistas. La postura del ducado de Bretaña fue equivoca, y dubitativa la de Flandes, respondiendo a la división de intereses en el interior del condado; no obstante, el conde Luis de Mäle acabó inclinándose hacia Urbano VI. En el Imperio, Carlos IV se convirtió en un firme defensor de Urbano VI, tanto por consideraciones políticas, como por auténtica convicción; esta posición fue seguida, con cierta inercia por su hijo y sucesor, Venceslao, y también en Hungría por Luis I. Sin embargo, la atomización política alemana convierte al Imperio en escenario de un enfrentamiento permanente entre miembros de ambas obediencias. De modo esquemático puede decirse que las regiones occidentales y meridionales del Imperio fueron clementistas; el resto fue urbanista. Debe tenerse en cuenta, no obstante, que fueron abundantes las excepciones y frecuentes los cambios de obediencia. Los Reinos ibéricos actuaron, en general, de modo muy ponderado. Enrique II, a pesar de sus compromisos diplomáticos con Francia, reclamó más información y convocó una asamblea del clero castellano para conocer su opinión; a la espera de esa información se declaró neutral, posición en la que falleció. Su sucesor, Juan I, adoptó inicialmente la misma postura: quería mantener la amistad francesa, oficialmente clementista ya, pero deseaba lograr una identidad de postura de Aragón, para evitar una posible alianza anticastellana, de la que Aragón pudiera formar parte. Era difícil de lograr porque Aragón, que todavía no había tomado partido, podría acercarse a Inglaterra como medio de oponerse a los proyectos políticos de los Anjou. Una comisión investigadora castellana visitó Aviñón, Nápoles y Roma durante la primavera y verano de 1380; paralelamente tenían lugar conversaciones castellano-aragonesas. La asamblea del clero castellano consideró aquellos informes, pero, sobre todo, tuvo en cuenta la necesidad de estrechar la alianza con Francia en un momento en que las relaciones con Portugal parecían conducir a un nuevo enfrentamiento. En esas condiciones, el Reino de Castilla proclamaba en Salamanca, en mayo de 1381, su fe clementista. Pedro IV manifiesta el mismo interés por hallar la verdad, pero sus gestiones llevan a conclusiones muy distintas. Considerando imposible, por el momento, definirse por uno u otro Papa, se declare indiferente; tal indiferencia no es simple neutralidad ni ausencia de interés por el problema, sino desconocimiento temporal de la autoridad de ambos, durante la cual el monarca proveerá las vacantes de la Iglesia de su Reino y cobrará, entretanto, las rentas de los beneficios. La postura de Pedro IV no se modificó durante toda la vida del monarca, a pesar de que no era compartida por amplios sectores del clero aragonés ni por el príncipe heredero, claramente clementistas, y de que tanto por parte castellana como francesa se dieron amplias muestras de amistad. Tampoco Carlos II de Navarra abandonó nunca la neutralidad, a pesar de las invitaciones castellanas, acompañadas de sustanciales modificaciones del tratado de Briones de 1379, que había dejado bajo administración castellana algunos lugares navarros, incluso la anulación total de las obligaciones territoriales entonces contraídas. La posición portuguesa es la que sufre mayores modificaciones, siempre a compás de su inestable situación política. Fernando I se declaró, inicialmente, neutral; reconoció a Clemente VII, a finales de 1379, y se aproximo a Francia y a Castilla, a pesar de lo cual llegó a una alianza con Inglaterra que significó el reconocimiento de Urbano VI, en agosto de 1381. Un año después, Portugal volvía a la obediencia clementista y firmaba una alianza con Castilla. La muerte de Fernando I, la guerra civil en Portugal, que eleva al poder a Juan, maestre de Avis, y, finalmente, la derrota castellana en Aljubarrota significan el distanciamiento definitivo de Portugal y Castilla y, por tanto, la adscripción de Portugal a la política inglesa y a la obediencia urbanista. La siempre difícil situación política italiana iba a verse complicada todavía más con el Cisma. Clemente VII contaba con el conde de Fondi, la reina Juana I de Nápoles, el condado de Monferrato y el de algunas ciudades del Patrimonio. Urbano VI contaba con un mayor apoyo popular, especialmente en Nápoles, pese a la postura oficial, así como con el de Florencia, Perusa y Pisa. El recurso a la fuerza tendrá Italia como escenario, con resultados generalmente desfavorables a Clemente VII. En un esfuerzo supremo, este Pontífice creará para Luis de Anjou un quimérico reino en el centro de Italia, el Reino de Adria, integrado por territorios pontificios, con la obligación de conquistarlos y llevar a su Papa a Roma. No fue posible para Clemente VII permanecer en Italia, esencialmente hostil: en mayo de 1379 embarcaba rumbo a Aviñón que le recibió con grandes muestras de cariño. Se consolidaba la división, ocasión, a su vez, para que se manifestase una problemática hasta ahora casi ignorada.
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La designación de sede del futuro concilio para lograr la unión de las Iglesias se había convertido, en realidad, en una lucha de principios, sólo inteligible en el marco del enfrentamiento entre Papa y Concilio. Numerosos conciliares subrayaron los peligros de ruptura del concilio si no se ponía fin rápidamente a las tensiones que se vivían en su seno. A pesar de las voces que venían levantándose solicitando prudencia, el 5 de diciembre de 1436 el concilio decidía que la propia Basilea sería la sede del concilio ecuménico; de no ser aceptada por los griegos, seria Aviñón o, en último caso, un lugar de Saboya. No se hacía mención en la conclusión a los acuerdos anteriores con los griegos, que habían establecido que sería una ciudad italiana la elegida, o Viena o Buda, antes que Saboya. Los griegos rechazaron la permanencia en Basilea y también Aviñón, por no estar contenida en los acuerdos previos y ser tan poco adecuada para ellos. Rotunda fue también la negativa de Eugenio IV, no sólo a la aceptación de las ciudades designadas, sino también a la predicación de indulgencias, que consideraba sin sentido al no existir acuerdo sobre la ciudad sede del concilio. En Carlos VII la decisión conciliar despertó verdadero entusiasmo, cuidadosamente disimulado para no distanciarse del Papa; sin embargo, la actividad que despliega ante Eugenio IV, el emperador griego, y Segismundo, manifiesta con meridiana claridad el interés con que veía la celebración del concilio en Aviñón. El Concilio busca toda clase de apoyos a su decisión durante los primeros meses de 1437; entretanto, se lanza a decisivas acciones contra Eugenio IV. Todo ello le hace perder apoyos internacionales y provoca crecientes divisiones en su interior, causa de deserciones en sus filas; el Concilio abandona sus preocupaciones por la reforma y toma el camino de la rebelión. Las dificultades insuperables que el Concilio halla para que se acepte su decisión del 5 de diciembre, hacen que Aviñón exija garantías sobre la efectiva celebración allí del futuro concilio, antes de realizar los desembolsos previstos. El Concilio da cuantas seguridades puede y, sobre todo, decide el envío, en febrero de 1437, de una embajada a Constantinopla con objeto de lograr lo imposible: la aceptación por los griegos de aquella decisión conciliar. Nombra también otra embajada para lograr el asentimiento del Pontífice y que éste curse las oportunas convocatorias, ordene la predicación de indulgencias y expida los salvoconductos. Como es fácil suponer la negativa pontificia fue rotunda, ya que la decisión conciliar no tiene en cuenta ninguno de los acuerdos previos. Vino a confirmar los temores aviñonenses, de forma que éstos cumplieron sólo en parte sus obligaciones económicas en el plazo previsto, lo que significaba decaer en el nombramiento de sede. Es el argumento que se utilizará en el seno del Concilio para solicitar una nueva designación de sede, causa próxima de la ruptura de la asamblea. Durante el mes de abril de 1437 tienen lugar violentísimos debates en el seno de las diputaciones conciliares. Culminan en la congregación general del día 26, con la adopción de dos conclusiones contrapuestas. Una minoría, considerando a Aviñón decaída en su nominación, designaba sucesivamente Florencia, un lugar de Friul, o cualquiera de los lugares contenidos en el primer acuerdo; la mayoría, sin embargo, se reiteró en el acuerdo de diciembre y requirió a Aviñón el cumplimiento de los acuerdos. La celebración de la sesión del concilio, que habitualmente era una cuestión protocolaria para anunciar las decisiones adoptadas en el seno de las diputaciones y de la congregación general, se convirtió en una verdadera batalla; pudo celebrarse esta sesión, la numero XXV, el 7 de mayo, pero únicamente para hacer públicos dos decretos, grande y pequeño, expresión de las resoluciones de la mayoría y minoría conciliar, respectivamente. El escándalo se completó con el sellado de ambos decretos, recurriendo a toda clase de maniobras difíciles de imaginar; el ambiente era de ruptura inevitable. El 24 de mayo, Eugenio IV, a petición de los griegos, considerando incumplidos los compromisos conciliares, acordaba con éstos, de acuerdo con el Concilio, convocar el nuevo concilio ecuménico en Florencia. El 3 de septiembre de 1437 llegaban a Constantinopla los embajadores pontificios, portadores de la decisión; tres semanas después llegaban las naves, con las tropas prometidas y el dinero. El 3 de octubre llegaban los embajadores de Basilea para anunciar el concilio en Aviñón; no traían tropas, ni dinero. El emperador Juan VIII hubo de impedir un choque armado entre ambas delegaciones y sus barcos; hizo gala de neutralidad entre ambos y mostró sus temores a negociar con una Iglesia dividida en su seno, pero no era difícil aventurar cual sería su decisión. El 27 de noviembre se hacían los griegos a la mar acompañando a los embajadores pontificios rumbo a Venecia. El 18 de septiembre había publicado Eugenio IV una bula que decretaba el traslado del concilio de Basilea a Ferrara; las decisiones adoptadas por el Concilio en las semanas siguientes hacían inviable cualquier esperanza de reconciliación. A comienzos de febrero de 1438 llegaron los griegos a Venecia, y un mes después hacían su entrada en Ferrara, donde desde el 8 de enero tenían lugar las sesiones del Concilio. La primera sesión conjunta tuvo lugar el 9 de abril. Se consumaba una ruptura que no pudo superarse a pesar de los esfuerzos realizados todavía a lo largo de este año. En Ferrara se mantuvo el Concilio hasta enero de 1439 en que, por decisión conciliar, se trasladó a Florencia. Allí continuaron los debates que permitieron alcanzar un acuerdo de unión hecho público el 6 de julio de 1439. Mientras, se estaban diluyendo los últimos apoyos de los reunidos en Basilea.
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Durante la etapa visigoda, y especialmente durante los reinados de Leovigildo y Recaredo, la unificación política se hace acompañar de una unificación religiosa. Iglesia y Estado se expanden por la Península, con la excepción de los territorios controlados por astures, cántabros y vascones. La Iglesia visigoda continúa con la antigua división regional constituida en el anterior periodo romano. Así, la Península Ibérica queda dividida en cinco provincias eclesiásticas: Tarraconensis, Cartaginensis, Baetica, Lusitania y Gallaecia. La sede metropolitana de la Tarraconensis se sitúa en Tarraco. Junto a ella, numerosas ciudades reciben un obispado, como Barcino, Emporium, Urgellum, Pompaelo, Caesaraugusta o Dertosa, entre otras. En la Cartageninsis, la capitalidad religiosa recae en Toletum, y las sedes de los obispados se sitúan en ciudades como Pallantia, Recópolis, Valentia o Carthago Spartaria. La Iglesia de la Baetica sitúa su sede metropolitana en Hispalis. Entre sus obispados destacan los de Corduba, Iliberris o Malaca. En la Lusitania, la sede principal se encuentra en Emerita, siendo Pax Iulia, Ebora, Olisipo, Salmantica o Avela sedes de obispos. Por último, la región menos romanizada, Gallaecia, recibe también un número menor de sedes eclesiásticas. Así, Bracara es su sede metropolitana, y los obispados se sitúan en ciudades como Asturica, Lucus, Iria o Auria, entre otras.
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Orden natural, jerarquía y fundamentos legales eran las bases de una división de la sociedad en estamentos. La sociedad Tokugawa se ordenaba en sectores del siguiente modo: samurais (shi), campesinos (no), artesanos (ko) y comerciantes (sho), y por debajo de ellos los parias (eta) y los no personas (hinin). Cada grupo tenía sus códigos de conducta escritos o consuetudinarios. Los campesinos, sin embargo, no estaban sometidos a ningún reglamento oficial, aunque las instrucciones de Keian, de 1649, recogían la mayoría de las prescripciones fundamentales del sistema organizativo de la aldea en los diferentes territorios, y el estilo de vida de sus habitantes. El resultado de estas sistematizaciones fue un inmovilismo casi absoluto, porque las prerrogativas y obligaciones existentes eran consideradas inalterables y hereditarias.
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La visión más tradicional de la sociedad maya defiende la existencia de dos segmentos de población, uno pequeño correspondiente a reyes-sacerdotes y sus grupos de parentesco, que dirigieron la vida social, política y religiosa en las ciudades, realizaron grandes obras de arte y se dedicaron al pensamiento y la filosofía. Otro compuesto por los campesinos, que se encargaron de la producción de alimentos y de las artesanías, y mantuvieron a sus dirigentes, a cambio de que ellos les procuraran la paz social y religiosa. Hoy día esta visión se ha revitalizado por algunos epigrafistas, si bien con connotaciones más complejas. La estructura de parentesco fue patrilineal y la residencia patrilocal, con familias extendidas de línea paterna viviendo en los conjuntos residenciales. La estructura social fue piramidal, con una aristocracia hereditaria en la cumbre de la pirámide. El dirigente y su grupo de parentesco ocupó los más elevados niveles de esta jerarquía, la cual se estructuró en rangos a medida que el parentesco se iba haciendo más lejano. Este grupo se dedicó a la administración de los territorios y de las poblaciones que vivieron en ellas. Una consecuencia de esta administración fue la recogida de tributos, y otra muy importante la guerra. En el orden interno, lo fue la construcción de las ciudades y de los edificios administrativos, políticos y religiosos. En un segundo nivel se asentaron los rangos nobles menores, dedicados a tareas administrativas y burocráticas de menor importancia. En él se incluye también un muy variado grupo de especialistas que dio vida, a través de sus manufacturas y obras de arte, a la clase dirigente, ya que le proporcionó muchos de los atributos necesarios para sancionar su posición social. Los campesinos se encargaron de la producción de alimentos y de la obtención de materias primas necesarias para el funcionamiento de una sociedad tan compleja. Entre estas clases existieron relaciones recíprocas, pero hubo una muy remota posibilidad de movilidad social, ya que el parentesco fue el que confirió la posición social.
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La reforma administrativa y territorial emprendida por Diocleciano obedeció fundamentalmente a cuestiones de fiscalidad. La subdivisión del Imperio en un mayor número de provincias (se pasó de 48 a 104) agrupadas en diócesis y dependientes de las prefecturas de pretorio, tuvo como objetivo fundamental aumentar la eficacia del aparato fiscal. Liberados de toda responsabilidad militar tras la creación de los duces y comites constantinianos, los gobernadores provinciales podían dedicarse prioritariamente a la recaudación de impuestos. El impuesto base diocleciáneo, llamado iugatio capitatio, se basaba en una unidad fiscal que contemplaba dos valores imponibles, uno fondiario y otro personal. Pese a los numerosísimos textos de legislación fiscal del Codex Theodosianus y a que los autores bajoimperiales explican que la disposición fiscal diocieciánea tenía como objetivo crear un impuesto único y simplificado, respecto a los del Alto Imperio, la realidad es que la complejidad del mismo hace que, aún hoy, haya un sinfín de teorías que matizan la estructura del impuesto de la iugatio capitatio, que será tratado con posterioridad.
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<p>Aunque en ocasiones se utiliza el término divisionismo para definir las experiencias de artistas italianos a fines de siglo XIX (Segantini, Pelliza da Volpedo) nos referimos en este caso al arte francés de base científica que sucedió al impresionismo. Fue denominado también, de forma peyorativa, como Puntillismo. Después de haber fundado en 1884 el Salon de los Independientes, Georges Seurat, Paul Signac y Camille Pissarro participarán en la octava y última exposición de los impresionistas en 1886. Allí se mostró el enorme lienzo de Seurat, Domingo por la tarde en la Grande Jatte, cuadro que causó enorme escándalo. Fue en esa ocasión cuando el crítico de arte Féliz Fenéon (1861-1944) acuñó el término de puntillismo. La fragmentación de la pincelada y la aplicación del color en pequeños puntos de colores puros permitían al ojo del espectador reconstruir la escena cuando se alejaba unos metros. Los neo-impresionistas, puntillistas o divisionistas, pretendieron dar un giro científico y sistemático a lo que en el Impresionismo no había sido más que libre intuición. En su libro "De E. Delacroix al neo-impresionismo" (1899), Signac desarrolla la teoría del nuevo movimiento, que estaba muy influido por las indagaciones científicas acerca del color, como los trabajos de Chevreul, Charles Henry o Sutter, donde se hablaba de la persistencia de las impresiones en la retina del espectador y de la posibilidad de reconstruirla en el lienzo. Por el ritmo de la luz, de los colores y de las formas, casi musicales, esta pintura es esencialmente alegre y optimista. Querían hace la revolución en la pintura, pero su método disciplinado, casi científico, defendió el arte de algunos clásicos como Piero della Francesca. Entre sus consecuencias están determinadas obras de Van Gogh, Gauguin y Toulouse-Lautrec.</p>