Cuando se inicia la plenitud medieval, Dinamarca, dominando la península de Jutlandia, el sur de la actual Suecia y las islas comprendidas entre ambos territorios, era el más pequeño en extensión de los reinos escandinavos, pero, en contrapartida, era el más poblado, más abierto a las influencias europeas y el que proseguía con mayor fuerza la tradicional expansión normanda o vikinga. De ahí que evolucionara hacia los modelos occidentales con mayor celeridad y se convirtiera en la monarquía nórdica más avanzada. La acción expansiva de los daneses fue iniciada por Svend I, el de la Barba Partida (985-1014), conquistando Inglaterra e imponiendo su hegemonía en la mayor parte del área escandinava. La conversión al cristianismo completaría su obra. Su hijo, Canuto el Grande (1014-1035), recibió en herencia, además del reino danés, Noruega e Inglaterra, ámbito que se denomina "primer imperio nórdico", en torno al Mar del Norte. También Canuto, al igual que su antecesor, impulsó la evangelización, sirviéndose preferentemente de misioneros anglosajones, quienes extendieron, junto con la fe cristiana, otras importantes influencias de Occidente. De esta manera, la unión con el mundo anglosajón sirvió para desempeñar un papel relevante en la inserción de los pueblos escandinavos en la civilización cristiana occidental. A la muerte de este monarca, el "primer imperio" se desintegraría: Noruega se separó tras la rebelión de Magnus el Bueno, Inglaterra proclamó rey a Eduardo el Confesor y Dinamarca perdió el papel rector que había tenido hasta entonces. Para paliar tal fracaso, los sucesores de Canuto buscaron en el Báltico su nuevo campo expansivo y, al mismo tiempo, trataron de contrarrestar la influencia germánica en su territorio. En la segunda mitad del siglo XI, Svend III Estridsoen (1047-1074), sobrino de Canuto el Grande y descendiente de Gorm el Viejo, funda una nueva dinastía, que transformaría a Dinamarca en un Estado decididamente occidental bajo la influencia alemana. La transformación fue lenta y estuvo jalonada de graves dificultades, tal como lo demuestran las frecuentes guerras internas. Svend III reorganizó el país inspirándose en Occidente, situó la capital en Roskilde (Seeland), en la parte central del territorio y fundó numerosas iglesias y monasterios. De cara al exterior, su aspiración fue conseguir el respeto de los Estados occidentales, para abrirse paso progresivamente entre ellos. Fue sucedido por sus hijos: Harold (1074-1080), que tuvo que hacer frente en repetidas ocasiones a la rebelión de sus hermanos y Canuto el Santo (1080-1086), que supo acercarse a Roma y apoyar fuertemente a las instituciones eclesiásticas de su país. Emulando a su homónimo y antecesor Canuto el Grande, intentó desembarcar en Inglaterra. La empresa le costaría la vida, pues para llevar adelante el proyecto impuso una pesada carga tributaria que provocó la sublevación del sur de Jutlandia y su propio asesinato en la iglesia de San Albano, en Odense. Muerte que, al interpretarse como martirio, le llevaría a los altares en 1101, convirtiéndose en el santo nacional por excelencia. Después de san Canuto, ascendieron al trono danés tres hermanos suyos: Olaf (1086-1096), Erik I (1096-1103), muerto como cruzado en Paphos, y Nicolás (1103-1134). Con este último, Dinamarca disfrutó de una etapa pacífica, donde la Iglesia supo crear una plataforma económica y jurisdiccional para desarrollar su función social. Buen ejemplo de ello es la elevación, en 1103, de la sede de Lund en Escania, al sur de Suecia, a metrópoli escandinava. Con este hecho, la Iglesia danesa se desvincula para siempre del arzobispado germano de Hamburgo y consigue su propia autonomía que impondrá al resto de los países cristianos nórdicos. Sin embargo, a pesar de este logro, los arzobispos de Lund no sabrán convertirse en una fuerza política significativa, al modo de los obispos alemanes. Desde 1134 hasta al advenimiento de la dinastía Waldemara, el reino danés se desenvuelve en medio de guerras civiles. Luchas determinadas por el enfrentamiento de una serie de efímeros monarcas y el intento de afianzamiento de la clase nobiliaria. A mediados del siglo XII, con Waldemar el Grande (1157-1182), iniciador de la dinastía que llevara su nombre, Dinamarca inaugura una fase de apogeo, que algunos autores denominan "siglo de los Waldemaros". La monarquía recupera en buena medida su antiguo prestigio y, con ayuda de los grandes, comienza una fuerte expansión hacia el este, que culmina con la conquista de Rügen en 1168, a expensas de los territorios vendos en la costa sur del Báltico, zona que también aspiraban a dominar germanos y eslavos. Esta nueva expansión danesa aceleró el desarrollo de Dinamarca en todos los planos. En este tiempo se escribieron los "Gesta Danorum", de marcado acento francés, a través de la influencia de Absalón, arzobispo de Lund. Este eclesiástico, consejero del monarca, actuó de verdadero artífice de la política de su tiempo, favoreciendo las relaciones de la realeza con la Iglesia. Waldemar I mantuvo una doble actuación de cara al Sacro Imperio. Por un lado, apoyó a Federico I cuando éste se enfrentaba con el pontífice Alejandro III, pretendiendo, con su actitud proimperial, consolidar la occidentalización del reino. Por otra parte, construyó un gran numero de fortalezas por todo el país, para protegerlo de los acosos expansivos de los germanos. Precisamente, de una de estas construcciones, en 1169, surgió Copenhague, la nueva capital. A Waldemar le sucede su hijo Canuto (1182-1202), que prosiguió con brillantez la política de su dinastía, realizando nuevas conquistas en los territorios de Mecklemburgo y Pomerania, como Holstein y los puertos de Lübeck y Hamburgo. Fueron años de máxima expansión, a la que también contribuyeron las acciones colonizadoras llevadas a cabo por los cistercienses. La trayectoria ascendente continuaría con su hermano Waldemar II el Conquistador (1202-1214) que, haciendo honor a su sobrenombre, efectuara expediciones en Livonia, Estonia y el Golfo de Finlandia. Fase denominada por algunos autores "segundo imperio nórdico", porque Dinamarca se convierte de nuevo en la primera potencia del Báltico. Momento de fortalecimiento externo y también de consolidación interna, pues tanto la institución monárquica como las fuerzas económicas, sociales y eclesiásticas afianzarán sus posiciones. Sin embargo, esta situación no duraría mucho tiempo. La derrota de Bornhöved en 1227 hizo precipitar los acontecimientos y los daneses perdieron las últimas conquistas realizadas -excepto Rügen- y se vieron obligados a abandonar sus ambiciosos planes expansionistas. Las causas del fracaso fueron múltiples, destacando, entre ellas, los intereses de su propia nobleza feudalizada y de una iglesia enriquecida, así como los afanes hegemónicos alemanes. Estos últimos estaban representados por los grandes magnates, las ciudades hanseáticas y, sobre todo, por la orden teutónica. A partir de entonces, Dinamarca reducirá su objetivo a la zona de Estonia, donde tendrá que rivalizar con los germanos, firmes aspirantes a dominar el Báltico oriental. Si los últimos años de Waldemar II están marcados por la crisis, ésta se convertirá en una pesada carga para sus hijos. Erik IV (1241-1250) tuvo que hacer frente a una guerra dinástica con sus hermanos, Abel y Cristóbal, que le sucederían en trono. Durante el reinado del último, a las turbulencias anteriores se sumaría el largo conflicto desencadenado por la imposición de tributos a la Iglesia. Erik V (1259-1286) hubo de ceder ante la nobleza y las altas jerarquías eclesiásticas su derecho a participar en los asuntos políticos del reino, y se comprometió a convocar anualmente la asamblea nacional, tras ser obligado a firmar la denominada "Carta Magna Danesa", en 1282. La limitación al poder real se había puesto en marcha y los altos estamentos sociales continuarán ganando posiciones en los años siguientes. En 1303, Erik VI (1286-1319) se vio forzado a establecer un acuerdo con la Iglesia, por el que se garantizaba a ésta sus privilegios, obteniendo a cambio el monarca derecho a percibir fiscalidad militar en las tierras eclesiásticas. En conjunto, la plenitud medieval supuso para Dinamarca un esfuerzo hacia tres objetivos: la reorganización interna -donde la monarquía tendrá como oponentes a las grandes familias aristocráticas y a la poderosa Iglesia-, sacudirse la influencia alemana y abrirse camino de forma progresiva hacia Occidente.
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Desde la Unión de Kalmar (1397) los tres países nórdicos habían forjado un pasado histórico común, y aunque Suecia alcanzó su independencia en el siglo XVI, los otros dos reinos permanecieron unidos a lo largo de la Edad Moderna. A pesar de la unión existían muchos elementos diferenciadores entre ambos, tanto a nivel político como económico, y debido al hecho de que Noruega siempre giró en torno a las necesidades de Dinamarca. La estructura económica noruega era muy arcaica, basada en una agricultura rudimentaria, ya que sólo las franjas costeras eran cultivables, y orientada al autoconsumo, en la minería del hierro y en la explotación forestal, exportándose mucha madera para la construcción naval. En Dinamarca también la agricultura era el pilar básico de la economía pero en la centuria que nos ocupa se advierten profundos y renovadores cambios en todos los sectores productivos; se introducen nuevas técnicas agrícolas que hacen aumentar los rendimientos por unidad de superficie, se amplía la extensión cultivada con muchas roturaciones, se hacen cercamientos para la ganadería y se diversifican los cultivos, generalizándose algunos nuevos como la patata; el comercio recibe un gran impulso, sobre todo el de largo alcance, al crearse compañías comerciales, activas en el Levante y el Mediterráneo, que conviven con el comercio tradicional en el Báltico. A nivel institucional encontramos un aparato de Estado escasamente desarrollado, con un raquitismo financiero permanente, y unos organismos dominados por la nobleza. El monarca, a pesar de los intentos absolutistas de Federico III (1609-1670), sigue supeditado a los intereses nobiliarios al ser una Monarquía electiva y tener que suscribir las condiciones y los compromisos que le suponen, en la práctica, compartir el poder con los nobles. No obstante, los Oldemburg iniciaron una política de reforzamiento de las atribuciones regias y para ello buscaron el apoyo de una burguesía emergente y dinámica, y de una nobleza de servicio que se crearía ahora. Junto al monarca y la nobleza, los grandes propietarios de tierras, subsiste una amplia masa de campesinos, de los cuales sólo una pequeña parte poseen tierras y el resto permanece adscrito a la servidumbre al estilo oriental. Los años iniciales del reinado de Federico IV (1699-1730) están fuertemente mediatizados por el desencadenamiento de la Guerra del Norte y la amenaza sueca. Ante ello Federico establece un concierto diplomático con los enemigos de Suecia para garantizar sus territorios y vengarse de las humillaciones pasadas, y, de paso, lograr algunas compensaciones territoriales. En 1700 las tropas suecas invaden Dinamarca y ésta se ve impotente para rechazar el ataque; no obstante, en el Tratado de Travendhal (agosto 1700) se mantiene el statu quo territorial. Pero tras las derrotas rusa de Narva y la polaca de Khiszow, Dinamarca busca un nuevo juego de alianzas. En octubre de 1709 el Tratado de Copenhague con Rusia le permite emprender la invasión de Escania (su reconquista era uno de los objetivos permanentes de la política exterior danesa) pero sus tropas son derrotadas en Helsinborg (febrero 1710) y Gadebusch (diciembre 1712) ante la superioridad sueca. En 1713 Federico retoma la iniciativa atacando Verden, Bremen y Wismar y participando en el sitio de Stralsund, pero es nuevamente vencido y Suecia ahora tampoco se deja arrebatar Escania. La paz de Frederiksborg (1720) y el Tratado de Estocolmo suponen la restitución a Dinamarca de las franquicias arancelarias del Sund, perdidas en la Guerra de los Treinta Años a favor de Suecia, y el pago de 600.000 escudos por causa de la guerra. Aunque no hubo adiciones territoriales, el fin del conflicto supondría paz y tranquilidad para los daneses hasta comienzos del siglo XIX. Esa atención constante al problema exterior no impidió a Federico, llamado el gran administrador, reinar perfeccionando el sistema de gobierno en sentido centralizador y absolutista, o adoptando algunas medidas que suavizaran las condiciones de vida de sus súbditos. En efecto, en 1702 el rey intentó acabar con uno de los aspectos más onerosos de la servidumbre, al abolir la propiedad del señor sobre la vida del siervo. Como objetivo prioritario, Federico quiso sacudir el yugo de la nobleza sobre la institución real; apartar del poder a los antiguos nobles, favorecer el ascenso de una nueva nobleza de servicio, creada ahora y a la que vende muchas tierras de realengo, que sería el gran apoyo a su política; persigue implacablemente a los opositores; se rodea de colaboradores de origen alemán, muy adictos a su persona; y reforma la Administración acabando con la corrupción reinante y con la ineficacia burocrática. En 1723 redacta las Reglas del gobierno como un manual del arte de gobernar, para su heredero, donde le aconsejaba mantener la Monarquía hereditaria y afianzar el absolutismo. A pesar de que el Estado impulsó mucho el desarrollo económico, todavía pesaban elementos de otro tipo, como los religiosos, que restringían su margen de acción. Así quedó patente en 1730 cuando se dictó la ordenanza del Domingo, que venía a implantar la obligatoriedad del respeto al descanso los domingos y fiestas religiosas así como la imposibilidad de trabajar. Su sucesor Cristian VI (1730-1746), era un hombre de escasa inteligencia, enorme piedad y muy humanitario, que buscó ante todo el bienestar de sus súbditos, rodeándose de colaboradores eficaces que le ayudaron en las tareas de gobierno. En su reinado no hay apenas participación en los asuntos internacionales ya que se despliega una política prudente, más germanófila a causa del origen alemán de sus colaboradores y de su propia esposa, Sofía Magdalena de Baireuth. Aunque al principio revocó las disposiciones más opresoras de su padre -abolición del servicio militar obligatorio, aligeración de las cargas fiscales, anulación de la Ordenanza del Domingo, etcétera- pronto volverían a entrar en vigor, por pragmatismo político. La política económica es claramente mercantilista: apoyo decidido al comercio y la industria. En este sentido se crea en 1732 una Compañía de Comercio para traficar con los países berberiscos, China y las Indias Occidentales; un año después se autorizó a la Compañía de Guinea y de las Indias la compra de las islas de Santo Tomás y Santa Cruz como factorías permanentes. Los productos exportados son madera, alquitrán y arenques; se importa sal, sedas y otros productos coloniales. Para potenciar las inversiones y favorecer la inmigración de técnicos industriales se crea el Banco de Copenhague en 1736, que hará de la capital el centro financiero de Dinamarca, donde también se ubica una activa Bolsa por esos años. Por último, se establecen unas Actas de Navegación que impiden la llegada de barcos extranjeros a los puertos de Copenhague y del sur de Noruega, sobre todo si venían cargados de cereales. Ante el déficit público existente se creó un Departamento de Hacienda (1735) para reorganizar el sistema impositivo, aumentando los gravámenes sobre los bienes raíces. Igualmente se insta a los funcionarios a solicitar el pago de su salario en especie y no en dinero. En 1733 el campesinado es sometido de nuevo al servicio militar obligatorio, al tiempo que aumenta su dependencia del señor. En adelante los siervos tendrán una adscripción total a la tierra que trabajaban durante veintidós años, teniendo que solicitar permiso del señor para abandonar las fincas. Todos los varones a los catorce años de edad ya podían ser llamados para la milicia. El sentimiento religioso del rey le hizo abrazar el pietismo, por lo que desarrolla una política eclesiástica tendente a lograr la moralidad de la vida pública y las costumbres: cierre de los teatros y cafés, destierro de los actores, vuelta a la Ordenanza del Domingo (1735), introducción del rito de la Confirmación y obligatoriedad de la instrucción pública (1736). Para vigilar el cumplimiento de estas medidas organiza en 1737 un Consejo General de Inspección Eclesiástica que, además, perseguía a las sectas no oficiales y expulsaba a los disidentes en materia religiosa. Por último, su interés por la educación y el fomento de la instrucción trae como consecuencia la reforma de la Universidad de Copenhague (1732) y los estudios superiores, abandonándose unos planes de estudios basados sobre todo en la Teología y elaborándose nuevas enseñanzas donde el Derecho y otras disciplinas más modernas adquirían una especial relevancia. Años más tarde se reforman los estudios secundarios y se multiplican por doquier los centros de instrucción primaria. Su hijo y sucesor, Federico V (1746-1766), poseía una personalidad brillante que supo realizar una política dirigida al reforzamiento del poder monárquico, al desarrollo de la economía, al progreso de la instrucción y a sacar al país de su aislacionismo internacional buscando la alianza francesa. Su reformismo moderado le granjeó la simpatía de sus súbditos y su prestigio internacional le devolvió a Dinamarca la confianza perdida. Al principio conservó a su lado a los políticos nombrados por su padre, pero pronto se creó su propia camarilla de colaboradores, todos ellos alemanes, destacando Moltke en Estado y Schulin en Exteriores hasta 1750, en que le sucede el hannoveriano Bernstorf. Su política económica fue continuadora: mercantilismo a ultranza, basado en un fuerte proteccionismo para impulsar el comercio y el desarrollo manufacturero, sin olvidar determinados estímulos a la agricultura. Lo más negativo fue la inmensa deuda pública acumulada en su reinado, a causa de los gastos de la política exterior y de la reconstrucción de Copenhague en 1746, tras el pavoroso incendio que la había destruido. La acción exterior fue aislacionista hasta la llegada de Bernstorf a la Cancillería. Este antiguo embajador ante la Corte de Luis XV propicia desde el primer momento el acercamiento a la todavía poderosa Francia. La alianza que se materializa en 1758 era de carácter defensivo, por ella Francia se comprometía a suministrar importantes contingentes de tropas a Dinamarca y a respaldar y garantizar la permuta de Oldemburgo y Delmenhorst por los dominios de la Casa de Gottorp en el Schleswig-Holstein (aspiración permanente de la política danesa, que no había fructificado en anteriores reinados, y que incluso produjo roces con Rusia). Este acuerdo permitió la llegada al país de numerosos franceses, empleados, funcionarios, profesores e intelectuales pero también médicos y científicos, que contribuyeron a la difusión del pensamiento moderno por el territorio nacional. Con Rusia las relaciones fueron muy delicadas por la reivindicación del Holstein, territorio inmerso ahora en la órbita de influencia rusa. No obstante, hubo un acuerdo tripartito en 1750 entre Rusia, Suecia y Dinamarca según el cual los dominios del Schleswig-Holstein serían para los daneses si su actual duque, Adolfo Federico (ligado a la familia real rusa), recibía el trono sueco, los territorios de Oldemburg y Delmenhorst y una indemnización de 200.000 pesos. Pedro III de Rusia pretendió invalidar ese acuerdo, pero su efímero reinado lo impidió, y Catalina II lo mantendría poco después. Este acercamiento a Suecia permite pasar de la profunda enemistad a una unión frente a terceros, que se concierta en 1756 y que se refuerza diez años más tarde cuando se establece el matrimonio de una hija del rey danés con Gustavo de Suecia. El abandono del aislacionismo no alteró para nada la paz, y así quedó patente al optar Dinamarca por la neutralidad en la Guerra de los Siete Años: Como colofón de su reinado, el rey promulga en 1766 una Acta de gobierno hereditario autocrático que daba cobertura legal a su política absolutista y dejaba el camino expedito a sus descendientes en esa misma línea. Cristian VII (1766-1808) sucede a su padre cuando sólo contaba diecisiete años y una personalidad aún no muy definida pero donde afloraban los síntomas de una demencia precoz que se le iría agudizando con el tiempo y que le incapacitó para gobernar. En su largo reinado podemos establecer tres etapas: la primera, desde su acceso al trono en 1766 cuando inicia su aprendizaje, contrae matrimonio y viaja al extranjero para completar su formación, volviendo al reino en enero de 1769. La segunda fase vendría caracterizada por su ausencia del poder, detentado éste por sus colaboradores que harán una política de reforma, reacción que demuestra, en el fondo, el vacío de poder existente. Desde 1784 hasta su muerte, es el período de la Regencia, en manos de su hijo, el futuro Federico VI. Como hemos visto, en la primera etapa destituye a políticos heredados como Saint-Germain o Moltke y los reemplaza por otros alemanes; presta poca atención a los asuntos internos aunque respalda la creación de una sociedad científica en 1766, y en el exterior reorienta la diplomacia hacia Inglaterra y Hannover, concertándose el matrimonio del joven rey con Carolina Matilde, hermana de Jorge III. Y prosigue la unión con Rusia, en el llamado Tratado provisional de cambio, firmado en abril de 1767. Un año más tarde, el rey abandona Dinamarca para visitar el extranjero: Holstein, los Países Bajos, Inglaterra y Francia, donde entró en contacto con intelectuales ilustrados de la talla de D`Alembert y Diderot. A su vuelta de tan largo periplo el rey va sumiéndose en una apatía que se desliza peligrosamente a la locura y se desentiende de los asuntos políticos, aunque la reina, apoyada por Struensee, va ampliando su participación. Tras un enfrentamiento crucial entre los partidarios de Bernstorf, que controla el Consejo privado, y la camarilla de la reina, donde triunfa esta última, se produce la caída de aquél y el acceso de Struensee primero como jefe de la Dirección de Pedimentos, y más tarde como ministro del Gabinete cuando este órgano de gobierno sustituya al abolido Consejo privado. Struensee se aplica ahora en lograr la modernización política del Estado y la sociedad danesa. Partidario del despotismo y de las ideas ilustradas creía firmemente en la acción reformadora desde el Gobierno, por lo que en su corto mandato, de apenas dos años, dictó medidas y promulgó leyes con una profusión desconocida hasta la fecha, y que iba a granjearle la oposición de los grupos conservadores y opuestos al cambio. Entre las reformas institucionales habría que señalar la revisión sistemática de todos los organismos gubernamentales poniéndolos al servicio de la Corona; se abolieron determinados altos cargos de la Administración civil, principalmente los que estaban ocupados por nobles, y se hizo una renovación del personal administrativo buscándose su profesionalización. La propia capital del reino, Copenhague, fue reorganizada siguiendo los criterios urbanísticos más avanzados del momento. En las medidas políticas destaca el respeto a la libertad personal y la abolición de la censura de prensa y ediciones; también fue ampliada la libertad religiosa y se garantizan los derechos de los súbditos frente a la arbitrariedad policial, no permitiéndose a los agentes policiales entrar en domicilios particulares avasallando la intimidad. Igualmente el derecho procesal fue revisado en sentido humanitario, aboliéndose la tortura de los procedimientos penales. La reforma social se dirigió fundamentalmente a acabar con los abusos de los nobles, suprimiendo ciertos privilegios que gozaban, y con la corrupción existente entre ellos; también se les recortó su poder respecto a los hijos (ya no podrían confinarles por mantener una postura diferente á la del padre) y a sus deudores, que no podrían ser encarcelados por las deudas contraídas. Se intentó dignificar al individuo y por ello se suprimió la infamia que pendía sobre los hijos ilegítimos y también desaparecen muchos obstáculos que entorpecían los matrimonios. Por último, se suavizan las condiciones de vida del campesinado reduciendo muchas corveas, como un primer paso hacia la liberación de los siervos, ocurrida poco después. La política económica tendió a asegurar unas fuentes de financiación estables y elevadas y para ello se recorta el gasto público: desaparición de muchas mercedes reales donadas por el antiguo Consejo, disminución de las pensiones pagadas por el Estado, paralización de las construcciones de templos a costa del erario y supresión de la guardia real. Asimismo se intentó elevar los ingresos creándose una lotería nacional e incautándose el Estado de muchas rentas de las fundaciones piadosas para destinarlas a fines benéficos. Además, se abandona la política tradicional de financiar el Estado empresas privadas y se reducen los días feriados para incrementar la producción. También la educación recibe nuevos impulsos, procediéndose a la reforma universitaria tanto en los estudios como en el cuerpo docente, e incluso se ideó crear establecimientos benéficos para educar a los niños pobres y huérfanos. Con este cúmulo de medidas, todas ellas innovadoras, Struensee se ganó la animadversión de los privilegiados, fue duramente criticado en la prensa y se va gestando en su contra una sorda oposición que termina en un complot dirigido por individuos cercanos al poder, que provocan su caída y la de la reina en enero de 1772. El grupo que organizó la conspiración carecía de programa político, lo único que les unía era la oposición a las medidas de Struensee; entre ellos sobresalía Guldberg, quien se convirtió en el hombre fuerte del Gobierno entré 1772-1784. Este, a diferencia del anterior, se caracterizaba por su conservadurismo, enemigo de todo cambio, opuesto al progreso, ultranacionalista y germanófobo; inaugura una política patriótica: la lengua danesa se convierte en idioma oficial y se impone como obligatoria en todos los niveles educativos; los cargos del Estado quedan reservados a los naturales (1776) y se elabora un nuevo método de reclutamiento militar aumentando la proporción de daneses en el ejército frente a los mercenarios extranjeros. Se revocan las leyes más progresistas emanadas del anterior Gobierno: reimplantación de la tortura en los procesos, recortes a las libertades individuales, vuelta al poder de los nobles, adopción del proteccionismo y canalización de préstamos estatales a la industria privada. En 1784 el joven príncipe heredero consigue autorización de su padre para asumir la regencia y accede al poder; en el plano interior, retoma el carácter reformista de la política de Struensee y apuesta decididamente por el progreso: supresión de la censura, emancipación total de los siervos (1787-1788), política fisiocrática en la agricultura y abandono del proteccionismo en pro del libre comercio, facilidades a los campesinos para acceder a la tierra (se llegó a trasvasar a éstos la mitad de las tierras existentes) y a la educación, y aligerando sus cargas fiscales (diezmos); el decreto más radical se dictó en 1792 prohibiendo el tráfico de esclavos, convirtiéndose así Dinamarca en el primer país europeo abolicionista. La política exterior contó con la dirección de Bernstorf, primero entre 1772-1780 y luego en la Regencia (1784-1797); por un lado, prosigue la alianza con Rusia como garantía frente a Suecia y en 1773 los ducados de Schleswig y Holstein quedan plenamente integrados en territorio nacional danés; en 1780 hubo un acercamiento a Suecia, creándose la llamada Primera Neutralidad Armada del Norte, y un intento de pacto con Inglaterra que no llegó a consumarse y que provocó la caída del diplomático. A finales de los ochenta la alianza rusa estuvo a punto de romper el pacifismo al estallar la guerra entre Rusia y Suecia pero los daneses se abstuvieron de intervenir proclamando su neutralidad y en 1792 la diplomacia danesa, de nuevo, se parapetó en su pacifismo ante la guerra general europea contra la Francia revolucionaria. Al mantenerse ajena a los conflictos internacionales pudo seguir su empresa modernizadora, por lo que al llegar el siglo XIX este país era uno de los más avanzados del Continente y que más tempranamente habían consumado la desaparición del régimen feudal.
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Ocupada sin oposición armada en 1940, un acuerdo del Rey y de las fuerzas políticas nacionales con el invasor intentarán mantener formas de neutralidad y autonomía gubernamental, así como cierta normalidad. Sin embargo, el gobierno deberá ir atacando cada vez mayor número de imposiciones y restricciones en todos los campos, y en 1943 el control será total y el ocupante alemán hallará cada vez mayor hostilidad, que se manifestará en crecientes contactos con los aliados, resistencia pasiva, evacuación de personas, contrapropaganda (14), huelgas, protección de la minoría judía, mientras que el embajador danés en Estados Unidos cede a este país bases en la posesión danesa de Groenlandia. A fines de 1941 la red de información es respetable, gracias también a la ayuda del SOE británico, que será el elemento cohesionador de una resistencia desunida, creándose un Consejo de Liberación. Desde 1942 se llevan a cabo algunos sabotajes, cuyo número irá aumentando: 122 en 1942; 969 en 1943; 867 en 1944 y 687 hasta mayo de 1945 (H. Michel), y en junio de 1944 se inician combates callejeros, pronto suspendidos para evitar represalias. Finalmente, el 5 de mayo de 1945 Dinamarca será liberada por los británicos. Los partidos más activos en la resistencia serán el socialdemócrata y el comunista. Con los aliados colaborarán entre 5.000 y 6.000 marinos mercantes daneses, contando con dos tercios de la flota mercante (800.000 Tm).
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La Corona de Aragón, estratégicamente situada en el noreste de la Península, con una amplia fachada marítima, exportó una parte de su producción a los países del entorno y supo jugar un decisivo papel de intermediario mercantil entre los países del continente europeo, los reinos peninsulares y el Mediterráneo. La fase de máxima prosperidad de la Corona, dentro de un equilibrio global, corresponde a los años 1250-1350. La mayor actividad y volumen de negocios se dio entonces alrededor de las grandes capitales: Mallorca, Zaragoza, Valencia y Barcelona. Fue un momento único en la historia de catalanes y aragoneses, cuando la Corona se convirtió en una de las principales potencias del Mediterráneo. Manifestaciones de estabilidad en la prosperidad fueron la correspondencia entre expansión política y expansión económica, la cristalización de las instituciones, el equilibrio de la balanza comercial, la paz social relativa y la madurez cultural y artística (P. Vilar). El impulso fue tan grande que cuando cambió la coyuntura y se quebró el ritmo global de crecimiento, particularmente en el sector primario, el volumen de los negocios no decreció, aunque hubo que adoptar medidas proteccionistas. Roto el equilibrio interior en la prosperidad, se entró en una fase que, en perspectiva global, hay que calificar de crisis, pero que resulta contradictoria al considerar sus componentes por separado: mientras en el sector primario se producía una caída de la renta feudal, que ponía en marcha mecanismos de reacción (señorial) y revolución (campesina), y en el sector secundario, la contracción del mercado acentuaba la competencia y, con ella, la reacción corporativista (cierre de los gremios y proteccionismo), en el sector terciario, a pesar de signos alarmantes (quiebras bancarias e inestabilidad monetaria), siguió largo tiempo el ascenso de las cifras del gran comercio (M. Del Treppo), en el que los mercaderes de la Corona hacían un lucrativo papel de intermediarios. Contradictoria también la cronología y la geografía: mientras los grandes mercaderes catalanes alcanzaron probablemente el óptimo de sus negocios la primera mitad del siglo XV para quebrar después; los valencianos remontaron un siglo XIV difícil y llegaron a finales del siglo XV en fase ascendente, y los aragoneses, quizá porque no habían tenido una sólida estructura mercantil, la crearon durante los siglos XIV y XV en lucha contra la crisis. Ciudades y villas eran los centros principales del negocio mercantil. Merced a su amplia fachada mediterránea, y a las ventajas que ofrecía el transporte marítimo de mercancías, un gran número de ciudades y villas portuarias de la Corona desarrollaron una intensa actividad mercantil. Una lista, no exhaustiva, debería incluir Mallorca, Collioure, Roses, Cadaqués, Palamós, Sant Feliú de Guixols, Tossa, Sant Pol, Barcelona, Sitges, Tarragona, Cambrils, Portfangós, Peñíscola, Castellón, Burriana, Sagunto, Valencia, Cullera, Gandía y Denia. Y, claro está, a estos puntos de comercio marítimo deberían añadirse los puertos fluviales del Ebro, de Zaragoza a Tortosa. De ningún modo, por tanto, puede reducirse el comercio exterior de la Corona al de la ciudad de Barcelona. Sirvan como muestra los cálculos de C. Carrére para quien el valor total de las importaciones y exportaciones de la ciudad de Barcelona (o que pasaban por ella), hacia 1400, equivalía a la mitad del comercio exterior de Cataluña, lo que, ciertamente, no es poco. De hecho, Barcelona, desde el punto de vista demográfico y mercantil, era un ciudad de segundo orden en el Mediterráneo, por debajo de las grandes ciudades-estado italianas, donde había capitales y compañías más poderosas que las barcelonesas. Era el conjunto del comercio mediterráneo de la Corona el que podía competir con el de las grandes ciudades italianas e incluso superarlo. No obstante, hasta 1350-1400 Barcelona jugó el papel de principal motor mercantil de la Corona. Después perdió posiciones, hasta el punto que podría decirse que la segunda mitad del siglo XV Valencia la reemplazó como principal centro económico de la Corona. Con sus mercaderes, capitales e infraestructuras (lonjas de contratación, puertos, atarazanas), las ciudades eran la anilla central de una red comercial que tenía en las ferias y mercados de las villas sus células básicas. A ellos acudían los mercaderes, sobre todo para comprar alimentos, especias, productos tintóreos y materias primas (trigo, fruta seca, azafrán, lana), vender una parte de sus productos de importación (la elite campesina era buena consumidora) y contratar los servicios de la manufactura rural a la que proveían de materia prima. El comercio interior tenía, como es lógico, la dificultad del transporte, que imponía severos límites al volumen de mercancías y a la velocidad de desplazamiento. Por tierra, en caravanas, con carros de cuatro ruedas, arrastrados por mulas, las mercancías debían viajar un promedio de 50 km. por día. El transporte fluvial era mejor, más voluminoso y rápido. En la Corona, la gran ruta del Ebro enlazaba Aragón y Cataluña, cuyas economías se complementaban, y servía a los mercaderes catalanoaragoneses como vía para introducir en la Península productos de importación mediterránea. Naturalmente, el sistema de transporte que más ventajas ofrecía, tanto por el volumen de mercancías como por la rapidez y las distancias que se podían cubrir, era el marítimo. La construcción naval, en las atarazanas o astilleros de las grandes ciudades mediterráneas de la Corona (Mallorca, Barcelona y Valencia), y de algunas villas portuarias (Mataró, Arenys de Mar, Blanes, Sant Feliú de Guixols, Calella, Palamós), era, por tanto, esencial. Las atarazanas de Cataluña trabajaron, sobre todo, con madera del Montnegre, el Montseny y el Pirineo central catalanoaragonés, y las de Valencia con madera aragonesa de la zona de Teruel y de los propios bosques valencianos. Las embarcaciones con las que los marinos y mercaderes de la Corona surcaban el Mediterráneo pertenecían a dos tradiciones náuticas: la latina, de embarcaciones ligeras, a remos (larga eslora, líneas planas, timón lateral, gran vela triangular), y la atlántica, de embarcaciones redondas (casco grande, eslora corta, timón único a estribor, vela cuadrada). A la tradición latina pertenecían la galera y el lleny. La galera, con una capacidad de carga de unas 40 toneladas, fue utilizada en el combate naval por su rapidez, y se mantuvo como barco mercante en las líneas de larga navegación. El lleny, con un porte no superior a las 10 toneladas, era utilizado en la navegación de cabotaje y en las rutas que enlazaban Mallorca con los puertos de Valencia y Cataluña. Las embarcaciones de tipología atlántica, que con mayor frecuencia navegaban por el Mediterráneo, compitiendo con las galeras, eran la nao y la coca, que a veces pertenecían a armadores cántabros, transportistas rivales de los catalanes en el propio ámbito mediterráneo. Mientras las galeras eran idóneas para el transporte de las ricas y poco voluminosas especias de los mercados de Oriente, los veleros de tradición atlántica servían mejor para el transporte de mercancías voluminosas y más baratas (cereales, madera, ganado, lana, vino) en el Mediterráneo occidental. El porte de las naos, con mayor capacidad de carga que las cocas, se situaba entre las 200 y las 400 toneladas, en el siglo XV. Complemento necesario de la construcción naval fue el perfeccionamiento de las técnicas de navegación, al que contribuyeron los portulanos ejecutados por la escuela cartográfica mallorquina.
obra
El dinamismo de inspiración cronofotográfica era la piedra de toque de las innovaciones futuristas. Russolo utilizó los mismos métodos de figuración que sus compañeros de movimiento: la multiplicación de los perfiles de la figura para aludir al vector tiempo. La representación del movimiento relativo de la figura por este medio se tenía por un descubrimiento que revelaba las nuevas posibilidades vitalistas de la pintura. El torbellino es signo de la ciudad en esa poética que la interpreta como imago theatri.
obra
Esta obra tiene unaclara influencia del cubismo y también del neoimpresionismo, con sus pinceladas cortas y discontinuas. Además, pertenece al movimiento futurista que fue fundado por el poeta Marinetti, y que no fue únicamente un movimiento pictórico sino también literario, musical, arquitectónico, social, moral y político. El futurismo quería influir en todas las actividades humanas y su primer objetivo fue la lucha contra en Academicismo y el aburguesamiento cultural que impedía la creación de una Italia original.
acepcion
Príncipes o soberanos pertenecientes a una misma familia, aunque también se puede referir a los gobernantes de una ciudad o a un grupo étnico.
contexto
No podemos precisar el proceso de instalación de los persas en su nuevo entorno geográfico. Seguramente no difirió mucho del de los medos, aunque sus posibilidades de desarrollo estarían mediatizadas por el contacto con el estado elamita. Cabe la posibilidad de que ya a fines del siglo IX algunas comunidades persas hubieran alcanzado una organización de carácter estatal, pero el núcleo del reino se establecerá en el antiguo territorio de Anshán, llamado ahora Parsuash. Un jefe mencionado por Assurbanipal, Kurash (Ciro), le rendiría homenaje en 648. Este gesto se interpreta como la ruptura de los persas con Elam y la inauguración de una política de amistad con Asiria que habría de conducirlos a su independencia del Elam. En cualquier caso, a mediados del siglo VII, parece existir ya una dinastía consolidada, que tiene como referente originario a un tal Hakhamanish (Aquemenes), y que ha logrado vincular a su entorno a la mayor parte del ethnos persa. Los distintos documentos que poseemos para reconstruir el árbol genealógico de los Aqueménidas proporcionan variantes que dificultan la tarea. No obstante, y con todas las reservas pertinentes, podríamos aventurar que hacia el año 700 Aquemenes, jefe tribal del clan pasargada, establecería a su gente en Anshán. Su heredero, Teispes, sería el auténtico fundador del reino, mientras que Ciro representa ya al pequeño autócrata capaz de maniobrar políticamente a su antojo, como se desprende de su alianza con Assurbanipal. Su sucesor, Cambises, acrecienta territorialmente el estado mediante la incorporación de la mayor parte del Elam, debilitado por los ataques neoasirios. Persia es aún un estado vasallo de la potente Media, cuyos conflictos internos obligan quizá al matrimonio dinástico del que nacerá Ciro el Grande, que accede al trono persa en torno al ano 560. En esa fecha probablemente todavía no controlaba la totalidad de las tribus persas, ni tampoco cuando decide atacar a su abuelo Astiages, cuyo ejército se pasa en bloque del lado persa. El proceso de integración de las tribus persas en un estado unitario se ve acelerado por la absorción de los distintos reinos iranios por parte de Ciro. Súbitamente, éste se ha convertido en el monarca de vastísimos territorios que van desde el río Halys hasta el corazón del Irán. Tal es su potencial poderío que los monarcas de Lidia, Babilonia y Egipto intentan una coalición con los lacedemonios, pero Ciro se adelanta, atacando repentinamente al rey Creso de Lidia al que derrota en el ano 547. Su general Harpago recibe el encargo de someter las ciudades griegas del litoral occidental de Anatolia, tarea que culmina en 544. Los persas respetaron relativamente la autonomía de estos pequeños estados, pues se conformaron con la instalación de gobernantes filopersas, tiranos será el término que acuñen las fuentes griegos. Las poleis fueron sometidas a tributo, a excepción de Mileto que recibió un trato privilegiado. La rapidez con que se produce la anexión de las comunidades griegas se atribuye a una oculta connivencia. Sus grupos dominantes, dedicados principalmente a las actividades comerciales, pudieron intuir las ventajas de participar sin trabas en el inmenso mercado que era ya entonces el Imperio Persa, de ahí su vinculación al proyecto de unidad económica que estaba construyendo el Gran Rey persa. Mientras Harpago estaba en Asia Menor, Ciro se dirige a Babilonia, donde Nabónido era rechazado por el clero de Marduk. La proximidad de Ciro fue interpretada como una posibilidad de solución y la ciudad se le entregó en el ano 539. Con la anexión del Imperio Neobabilonio, Ciro adquiere los sistemas administrativos más sofisticados de la época que, unidos a los generales que le había proporcionado Media, lo convierten en el monarca con mayores efectivos y potencialidades de cuantos había conocido el Próximo Oriente. Tras la conquista de Mesopotamia, Ciro se dirige hacia el interior del altiplano, donde anexionó las tribus arias de la región del Oxus y del Yaxartes, a los partos, y después marchó contra Bactria y llegó hasta Samarcanda. En una de aquellas acciones pereció en el año 530, sin lograr ver concluida Pasargada, la capital que estaba construyendo. Lo que poblemos vislumbrar de la política expansionista de Ciro parece indicar el interés del monarca por controlar el rico comercio del litoral oriental del Mediterráneo, destino en definitiva de las rutas caravaneras asiáticas y, por el otro extremo, la actividad militar parece orientada a impedir la penetración de grupos nómadas en el Imperio, al tiempo que canalizaba la actividad comercial de esos nómadas a través de los circuitos imperiales, sometidos a control fiscal. Cambises, hijo y sucesor de Ciro, concluye la conquista de todo el Próximo Oriente, con la incorporación de Egipto, tras vencer sin dificultad a Psamético III en el año 525. El sentimiento antipersa de su población se manifestó en insurrecciones brutalmente sofocadas incluso mediante la destrucción de templos. Al mismo tiempo, la intensificación de la presión fiscal repercutía decisivamente en el fortalecimiento de los grupos de oposición, dispuestos a colaborar con cualquier intento de eliminar el opresivo sistema de dominación persa y no sólo en Egipto, sino en la totalidad de los territorios conquistados. El malestar se pone de manifiesto en la abolición por tres años de las levas y de los impuestos decretada por el usurpador Gaumata que se hace con el poder a la muerte de Cambises en 522. Este era un mago, sacerdote de Ahura Mazda, que se hacía pasar por Bardiya, un hermano menor de Cambises que tiempo atrás había sido mandado ejecutar por el propio rey. Las reformas del impostor, que incluían la implantación del mazdeísmo y la destrucción de los viejos templos, despierta pavor en la corte que encuentra, como única solución, el magnicidio. Fueron nobles persas quienes organizaron la conjura, pues Gaumata se había ido mostrando proclive a la aristocracia meda. Al frente de los conspiradores se encontraba Darío, quizá de la familia Aqueménida, que se hace con el poder y justifica su advenimiento en la famosa inscripción de Behistún. Durante dos años estuvo alterado el imperio, con revueltas nacionalistas, levantamientos de jefes locales y conspiraciones en el seno mismo de la corte, acontecimientos inconexos que Darío pudo controlar de forma definitiva ya en 520. Atiende entonces a la reforma del aparato administrativo, para adecuarlo al control efectivo del inmenso Imperio que habían ido construyendo más o menos precipitadamente los Aqueménidas, sin tiempo para darle la coherencia necesaria para su buen gobierno. Probablemente es Darío quien organiza territorialmente el Estado en satrapías, circunscripciones enormes que disponían de amplia autonomía y que participan mediante tributos y contingentes militares en el sustento del Imperio. También crea él mismo un nuevo sistema tributario, consolida o inaugura rutas comerciales y amplía, por el este hasta el Indo y Asia Central, los territorios conquistados. Pero nuestra información es más densa sobre su actividad en la parte occidental del Imperio, gracias a la obra de Heródoto. Desde la conquista de las ciudades griegas de Asia Menor, los sátrapas se habían conformado con ir incorporando paulatinamente otras ciudades independientes a su esfera de influencia, sobre todo siguiendo una hábil política de fomento de las querellas, incluso mediante sobornos, entre las ciudades griegas y ocupando un dudoso lugar de árbitros en unos conflictos que sólo les interesaban para ir debilitando a los griegos. Esta política de injerencia en los asuntos griegos es vista con relativa indiferencia por las ciudades-estado de Grecia Continental, donde el asunto sólo es empleado como instrumento de propaganda política. Tan sólo la presencia de Darío en el Danubio logrará disparar los mecanismos de alarma de los helenos. Por otra parte, en las ciudades griegas de Asia Menor se van fraguando grupos de oposición a los gobiernos filopersas, que fomentan la propaganda política de exaltación de la libertad griega, frente a los sistemas despóticos de los bárbaros. En esta confrontación se halla el fundamento ideológico del relato herodoteo de las Guerras Médicas. La conflagración comienza cuando Aristágoras, el nuevo tirano de Mileto, propone al sátrapa de Sardes, Artafernes, defender a la aristocracia de Naxos enzarzada en una guerra civil. La expedición fracasa y Aristágoras, para evitar las consecuencias, reacciona aboliendo la tiranía y sublevando las ciudades griegas de Asia Menor contra Persia. Comienza así la llamada Revuelta Jonia, cuyo primer capítulo es la desaparición de las tiranías y, en la búsqueda de un nuevo régimen: la recién estrenada democracia en Atenas se convierte en el modelo deseado. Sin embargo, el conflicto político no puede ocultar la dimensión económica de las actitudes, pues el mercado persa no había favorecido tanto como pensaban a los oligarcas griegos que, además, tenían que pagar tributo al Gran Rey; las condiciones para la sublevación eran óptimas. Atenas envía a Aristágoras veinte naves junto a otras cinco de Eretria. En 498, la rebelión alcanza también a Caria, Licia y Chipre, que dos años después cae de nuevo bajo dominio persa. En el año 494, una flota fenicia se dirige contra Mileto y las defecciones de ciudades griegas no se hacen esperar. La victoria naval fenicia resuelve la situación: Mileto cae y una parte de su población es deportada a Babilonia, mientras el famoso templo de Apolo en Dídima es incendiado. En 493 continuaron las operaciones tanto terrestres como marítimas para sofocar la insurrección, que entonces estaba ya virtualmente dominada. No contento con ello, en 492 Darío envía a su ejército contra el Quersoneso Tracio, y aunque los persas pierden la mayor parte de su flota en la circunnavegación del Athos, las ciudades griegas de la región fueron sometidas y Macedonia reconoció la autoridad formal del Gran Rey. La represalia contra Atenas y Eretria comenzó en 490. La flota imperial ocupó las Cícladas, Naxos fue destruida, Eretria devastada por las llamas y sus ciudadanos deportados cerca de Susa. Después se produjo el desembarco para atacar Atenas. Unos veinte mil soldados persas se enfrentaron en la llanura de Maratón a los seis o siete mil hoplitas atenienses encargados de preservar la libertad de su ciudad. Sólo ciento noventa y dos de aquellos no pudieron celebrar la victoria. Atenas se jugaba allí su propia existencia y esa es precisamente la clave de su triunfo. Entre tanto, el aumento de las cargas militares, unido a la ambición de dinastas que agitaban a la población del Delta del Nilo, había provocado el recrudecimiento del nacionalismo egipcio en un grado similar al que se había conocido en los inicios del reinado de Darío. Pero el Gran Rey muere sin llegar a actuar. Será su hijo y heredero Jerjes (486-465) quien aplaste la insurrección egipcia en 485-484. Pero las insurrecciones se generalizan por el resto del Imperio hasta el 482. La pacificación le permite organizar la campaña contra Grecia que no había podido culminar su padre. En Grecia, los pilares de la defensa estaban constituidos por el ejército hoplítico espartano y la flota ateniense. En 480, pues, da comienzo la Segunda Guerra Médica, cuyo primer acto será el enfrentamiento en el famoso paso de las Termópilas, cuya única función fue la de retrasar el avance persa. No obstante, Atenas fue tomada y la Acrópolis incendiada (480). La confrontación marítima se produjo en Salamina, donde los atenienses lograron la victoria. Jerjes se retiró a Asia; no obstante, en 479 su ejército se enfrenta a los aliados griegos en Platea, pero fue nuevamente derrotado. Los asuntos de Grecia pasaron a segundo término entre los intereses de Jerjes. Sin embargo, el triunfo griego había animado la rebelión de los jonios, que consiguen con veinte años de retraso los objetivos propuestos por Aristágoras. El reinado de Jerjes se reduce entonces a cuestiones de política interior, sumamente deteriorada por las intrigas palaciegas, como pone de manifiesto el libro bíblico de Esther, una judía casada con el monarca persa. Tales intrigas no concluirán siquiera con el propio asesinato del monarca en el año 465. Mes y medio más tarde caía asesinado su heredero, Darío, a manos de quienes habían provocado la muerte del padre. Entonces ocupó el trono otro de los hijos, Artajerjes I, quien tras pacificar el país tuvo que hacer frente a la revuelta egipcia de Inaro, que, secundada por Atenas, durará de 460 a 454. La tensión entre Atenas y Persia concluye en el año 449 por la firma de la llamada Paz de Calias. En ella Atenas se compromete a abandonar cualquier pretensión sobre Chipre y la ayuda a los rebeldes del Delta; por su parte, el Gran Rey acepta la autonomía de las ciudades griegas de Asia Menor. Artajerjes muere en 425 dejando unas satrapías casi independizadas, con dinastías propias, y una corte sumamente dividida por los apoyos de cada uno de los dieciocho hijos del difunto monarca que aspiran al poder imperial. Las intrigas familiares no se hacen esperar y rápidamente se suceden Jerjes II, que reina un mes y medio; Sogdiano, seis meses, tras haber envenenado al anterior y que perece, a su vez, por las intrigas de Darío II. Este último se impone definitivamente tras eliminar al resto de sus hermanos. Durante su reinado, se produce la victoria espartana en la Guerra del Peloponeso, que había contado con el apoyo de Persia, lo que justifica su activa presencia en el futuro político de Grecia. En el mismo año 405, se produce en Egipto la revuelta de Amirteo, que da fin a la dinastía de faraones persas. Su éxito se debe, en gran medida, a los múltiples focos de conflictividad, entre los que destaca la sedición de Media, síntoma fehaciente de las tendencias centrifugas que culminarán con la desarticulación del propio imperio. La muerte de Darío II, en 404, provoca una nueva guerra civil entre los partidarios de su primogénito Artajerjes II y los de su hermano menor, el favorito de Parisátida, Ciro. El entresijo de este enfrentamiento lo encontramos minuciosamente descrito por un testigo presencial de los acontecimientos, Jenofonte, quien en su "Anábasis" nos proporciona un apasionante relato autobiográfico. La batalla decisiva entre los dos hermanos tuvo lugar en el año 401 en Cunaxa, donde perece el pretendiente. Las disputas cortesanas propician la sublevación de las ciudades griegas de Asia Menor, mientras que Egipto, aliada con Esparta y Chipre, aprovecha para imponer su autoridad en Palestina. Esta situación poco favorable para todas las partes propicia la denominada paz de Antálcidas, o paz del Rey, del 386, mediante la cual Persia mantenía el control de las ciudades de Asia Menor y Chipre; incluso, tras un ataque contra Egipto, logra recuperar Fenicia y Palestina. Pero la mayor preocupación del Gran Rey será la pacificación de las satrapías occidentales, de las que sólo Lidia se mantiene fiel. La falta de cohesión entre los sublevados, interesarlos sólo en obtener la independencia, está entre las causas de su fracaso. En 358, dos años después de acabar con la rebelión muere, octogenario, el monarca. Su hijo Artajerjes III (358-338) necesitó quince años para restablecer la integridad territorial del Imperio. En 351 decide enviar una campaña contra el faraón Nectanebo II. El éxito inicial del faraón no impidió que, tras haber equipado el más formidable ejército de su época, Artajerjes recuperara el control de Egipto gracias a la batalla de Pelusio en 343. La represión fue de una extraordinaria crudeza. Aún pretendía el rey participar en la política griega favoreciendo las facciones antimacedónicas de las ciudades, pero en 338 es asesinado por el eunuco Bagoas, uno de los cortesanos más influyentes. El magnicida, que controla todos los resortes del poder, decide poner al frente del Estado a un personaje de escasa relevancia, Oarses, que ocupa el trono durante dos años. Es entonces sustituido por Darío III (336-330), el único miembro con vida de la familia Aqueménida. Pronto se cansó Bagoas del nuevo soberano y decidió eliminarlo, pero el monarca actuó con mayor celeridad y se deshizo de su antiguo protector. Darío III llevó a cabo una expedición contra Egipto nuevamente sublevado. Después regresó a Persépolis y desarrolló una importante actividad constructiva; pero lo más destacable de su reinado fue la invasión del Imperio por parte de Alejandro de Macedonia. La debilidad estructural del Imperio, maltrecho por los continuos conflictos internos y la ausencia de un programa común, son razones profundas que justifican la brillante progresión del ejército del joven macedonio. A orillas del Gránico, en 334, se produce la primera derrota de los persas. Es el primer aviso y Darío en persona se enfrenta a las falanges macedónicas en 333 en Iso. El nuevo triunfo abre a Alejandro el corredor sirio-palestino que da acceso a Egipto. Habiendo tomado posesión de todos esos territorios, Alejandro se dirige contra el corazón del Imperio. En 331, en Gaugamela de Asiria, tiene lugar el enfrentamiento definitivo. Tras una encarnizada batalla, Darío III huye hacia Bactria, donde es asesinado por el sátrapa Beso. Paradójicamente, el vengador del último de los Aqueménidas será el propio Alejandro, cuyo éxito se debe tanto a las transformaciones operadas en el ámbito helénico, como al deterioro estructural del estado aqueménida, en el que las fuerzas disgregadoras se aprecian no sólo en las disputas cortesanas, sino también en la conducta insurreccional de los territorios sometidos. Las tendencias centrífugas no son resultado de un vacuo nacionalismo, sino consecuencia de una crisis provocada por el expolio sistemático, necesario para mantener un onerosísimo estado, cuya cohesión había desaparecido y en el que el Gran Rey había dejado de ser el administrador eficaz o el poderoso jefe militar. El descontento social hacía prácticamente ingobernable el Imperio, que sólo necesitaba un estímulo externo para quedar quebrantado. Y el ejército de Alejandro lo proporcionó. La forma en que es recibido por las naciones sometidas al poder persa exhibe el talante antipersa imperante. Si Alejandro aparece por lo general como el libertador, es por oposición al opresor precedente y ello es así aunque hagamos cuantas salvedades sean necesarias para mitigar el énfasis que la literatura filoalejandrina pone en el héroe como defensor de la libertad, verdadero estereotipo de la propaganda política griega. En cualquier caso, con Alejandro se inaugura una nueva época que modifica considerablemente las estructuras que habían caracterizado la historia del Próximo Oriente durante los tres milenios precedentes.