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Personaje Literato
No son muchos lo datos que tenemos de la biografía de Demócrito, el máximo representante del atomismo antiguo. Tampoco se puede afirmar con exactitud el número de obras que realizó. Para Demócrito los principios de la realidad de las cosas son el lleno y el vacio. El lleno estaría compuesto por un número infinito e indivisible de átomos que carecen de determinación cualitativa aunque sí manifiestan diferencias cuantitativas. Considera que sólo existen los átomos y el movimiento, culpables de la formación y de la muerte de las cosas. Demócrito considera que también el alma está compuesta por átomos.
obra
Desde la Antigüedad se venía representando a Demócrito como un hombre alegre y risueño como aquí contemplamos. En los primeros años del Barroco existe una especial afición a humanizar todos los temas, incluidos los sacros, y los filósofos antiguos no iban a ser menos. Además, en aquellas fechas la Contrarreforma había rescatado la figura del filósofo presocrático fundador de atomismo, al considerarlo precursor de la concepción cristiana sobre las virtudes y los méritos de quien se ríe de las vanidades humanas. El filósofo aparece en un interior, tras una mesa en la que se aprecian los elementos con los que se identifica: un libro, una pluma y un tintero, tomando entre sus manos un pliego de papel que muestra al espectador. Está representado como un hombre de la calle, plagado de arrugas y con las uñas negras, vestido a la moda del siglo XVI. Dirige su mirada hacia el espectador y sonríe abiertamente, iluminando su gracioso rostro un potente foco de luz que, procedente de la izquierda, penetra en la habitación y resalta las características de los tejidos y la anatomía del personaje, creando una espectacular efecto de claroscuro que sintoniza con el estilo de Caravaggio. La relación de esta figura con la Vista o el Olfato de la serie de los Cinco Sentidos hace pensar a los especialistas que se trata de una obra de esta época.
obra
Una temática que halló una excelente acogida entre los hombres de letras y los coleccionistas del Barroco fueron las serie de retratos de filósofos de la antigüedad. Ribera realizó una serie de la que posiblemente forman parte Pitágoras, Heráclito y Demócrito, tomados cada uno de ellos como si de un hombre de la ciudad de Nápoles se tratara, dotando de cotidianeidad al asunto. Tradicionalmente este personaje ha sido identificado como Arquímedes por la presencia en su mano derecha de un compás, pero ahora la crítica considera que se trata de Demócrito, el filósofo presocrático fundador del atomismo que vivió en Grecia durante la segunda mitad del siglo V a.C., debido a que desde la Antigüedad se le representa con una expresión alegre y optimista. El filósofo va vestido como un mendigo, portando en una mano el comentado compás y en la otra unos papeles que se complementan con el bodegón que aparece en la zona izquierda del lienzo. La atención de la figura se centra en las manos y en el excelente rostro, cargado de naturalismo, gracias al foco de luz procedente de la izquierda que baña toda la figura. Demócrito se resalta ante un fondo neutro con el que consigue mayor volumetría, dotando a la composición de mayor perspectiva al emplear diferentes planos en profundidad. Las tonalidades pardas contrastando con el marfil de los papeles es otro de los elementos que recuerdan al estilo de Caravaggio, al que Ribera sigue durante sus primeros años de trabajo.En alguna ocasión se ha apuntado a una relación con los Borrachos de Velázquez motivada por el viaje del sevillano a Nápoles en 1630 pero los especialistas han matizado la diferencia de estilos existente en aquellos momentos entre los dos pintores.
contexto
Los estudios antropológicos en los cementerios han permitido un mayor acercamiento a la demografía de la época. Podemos afirmar que la mortalidad infantil era muy elevada, estableciéndose la tasa en 45 por mil. La esperanza de vida rondaría los 30 años, situándose la longevidad media entre 30 y 40 años para las mujeres y 45 años para los hombres. Alcanzar esas edades era complicado pero cuando se llegaba las posibilidades de alcanzar la ancianidad eran dobles, como han podido constatar los estudios realizados entre los eremitas, manifestando que las mujeres fallecían a los 67 años y los hombres a los 76, invirtiendo la tendencia actual. Los estudios alrededor de la mortalidad arrojan estos curiosos datos; fallecían un 448 por mil de los recién nacidos pero la tasa baja a 150 para los adultos de 20 años; los de 30 años presentan una tasa de 229 por mil; los de 40, 297 por mil; a los 50, 423 por mil; a los 60, 533 por mil; y a los 70, 1000 por mil. La mayoría de los fallecimientos femeninos se producen entre los 18 y 29 años debido a fiebres puerperales o a partos difíciles. La natalidad también era muy alta, estimándose en un 50 por mil pero las familias sólo tenían -por término medio- un par de hijos que alcanzaran el matrimonio. La estatura media se acercaría a 1´67 metros para los hombres y 1´55 para las mujeres, estaturas bajas posiblemente debido a la malnutrición. A pesar de estos datos negativos se ha podido constatar en algunas aldeas como la población se ha duplicado e incluso quintuplicado, haciendo referencia los especialistas a la endogamia que multiplicaba las tasas elevadas de consanguineidad,, motivando el aumento de enfermedades degenerativas que acercaban a la muerte. Sin embargo, podemos afirmar que el 60 % de la sociedad altomedieval no supera los 25 años, considerándose una población joven y dinámica, que aumenta a pesar de la elevada mortalidad infantil. A lo largo de los siglos V y VI las epidemias asolaron Europa en varias ocasiones, siendo la peste inguinaria la más mortal, mostrando los característicos bubones bajo las axilas que significaban la inmediata muerte. Las enfermedades más corrientes eran la parálisis, la debilidad -producto de la desequilibrada dieta alimenticia-, la ceguera, la sordera y enfermedades mentales. La avitaminosis provocaría raquitismo en los infantes, polineuritis y glaucomas. La poliomielitis estaría también a la orden del día debido a la desastrosa situación de los acueductos y la necesidad de consumir agua estancada. Entre las enfermedades mentales encontramos numerosas depresiones, neurosis que explicarían parálisis o fenómenos como las manos engarfiadas provocando que las uñas atravesaran las palmas, manías agudas acompañadas de epilepsias o estados maniacos asociados o provocados por el alcoholismo. La mayoría de estos enfermos mentales estarían catalogados fácilmente como poseídos por el demonio, lo que hacía necesario frecuentes exorcizaciones. Estos datos han podido ser constatados gracias a los registros de los lugares de peregrinación ya que los monjes registraban los casos médicos que llegaban para intentar establecer diagnósticos siguiendo las enseñanzas de Hipócrates.
contexto
Es sabido que a lo largo del siglo XX se produjo un profundo cambio demográfico en España. En los primeros ochenta años la población se duplicó, la tasa bruta de natalidad se redujo a menos de la mitad, y como consecuencia de ello se modificó la estructura de la población por edades, disminuyendo el porcentaje de jóvenes y adultos, e incrementándose el de mayores de 65 años, con el consiguiente envejecimiento de la población. Asimismo, la tasa bruta de mortalidad se redujo a menos de la tercera parte, a la vez que descendió drásticamente la mortalidad infantil, y la esperanza de vida se duplicó con creces. La edad media de contraer matrimonio disminuyó también, lo que unido a la caída de la natalidad nos hace pensar en el uso generalizado de métodos anticonceptivos. España pasó de ser un país predominantemente rural a otro urbano, lo que supuso la modificación de la distribución sectorial de la población activa. Todos estos cambios se han llevado a cabo a lo largo de ochenta años, presentando dos etapas que, aunque reflejan tendencias similares, se diferencian por el nivel de intensidad, siendo la separación de ambas fases la Guerra Civil, que tuvo indudables efectos en nuestro proceso demográfico. Baste señalar en tal sentido el freno en el proceso de urbanización e industrialización que se aprecia en los años cuarenta y la incidencia que sobre el crecimiento de la población tuvo la contienda tanto en lo referido a la natalidad como a la mortalidad. En este último aspecto, Juan Díez Nicolás ha calculado que entre 1936-39 hubo un exceso de defunciones de 344.000 sobre las que habrían podido darse en años normales. A ellas hay que añadir otras 214.000 para los tres años siguientes (1940-42). Por tanto, el número de muertos atribuibles a la guerra y la posguerra puede cifrarse en torno a los 558.000, tanto debido a defunciones causadas directamente por la guerra, como a las motivadas por el hambre, la subalimentación, las malas condiciones sanitarias y la represión. No será hasta 1944 cuando la mortalidad reanude la tendencia al descenso que se había manifestado durante el primer tercio del siglo. Entre 1940 y 1970, la población aumentó en algo más del 30%, siendo el periodo intercensal de mayor crecimiento la década de los sesenta y setenta, con una tasa de crecimiento acumulativo que supera el 1%. La causa más importante de este crecimiento se debe a la caída ininterrumpida de la tasa bruta de mortalidad (mientras que en el quinquenio de 1946-50 era del 11 por 1.000, en 197175 supone el 8,5 por 1.000). A su vez se produjo un aumento de la esperanza de vida, que pasó de 50,1 años en 1940, a 73,3 años en 1975. Para que esto fuera posible hay que tener en cuenta las mejoras habidas en la alimentación, en los hábitos higiénicos y en la medicina. La natalidad se mantuvo muy estable desde los años cuarenta hasta comienzos de los setenta, aunque se aprecian ligeras oscilaciones: un pequeño aumento entre 194349, seguido de un descenso entre 1950-54, y un nuevo aumento desde 1955 hasta 1964. A partir de dicho año comienza un suave descenso que se va a intensificar desde 1977. De forma parecida se comporta la tasa bruta de reproducción y la tasa de fecundidad. Un hecho que llama la atención, sobre todo por su disparidad con el modelo europeo, se refiere a que la edad media de contraer matrimonio tendió a elevarse en la posguerra, manteniéndose alta hasta comienzos de los setenta en que inicia una caída significativa. El comportamiento de las tasas de natalidad y mortalidad tuvo una clara influencia sobre la estructura de edades. En 1940 los menores de 15 años suponían el 29,9% de la población, y en 1970 el 27,8%. El grupo de edad comprendido entre los 15 años y los 64 también se redujo en el mismo periodo de tiempo, pasando del 63,6% al 62,5%; mientras que los mayores de 65 años aumentaron su porcentaje del 6,5% al 9,7%. Estos datos confirman la tendencia hacia el envejecimiento de la población. La emigración exterior fue especialmente intensa a lo largo del siglo XX. En el primer tercio del mismo el flujo migratorio se dirigió fundamentalmente hacia América (emigración transoceánica). Tras la Guerra Civil, y como consecuencia del conflicto bélico mundial, se redujo el flujo migratorio, aunque España siguió padeciendo este fenómeno que durante los años cuarenta se canalizaba aún casi exclusivamente hacia América. En la década de los años sesenta los emigrantes se dirigen a Europa preferentemente debido a la intensa demanda de mano de obra de los países europeos avanzados, así como al proceso iniciado en España de desagrarización y de incremento del paro como consecuencia del Plan de Estabilización. Desde 1961 la emigración hacia Europa superó por vez primera a la transoceánica. La media anual (entre 1963 y 1973) de emigrantes a Europa fue de cerca de 84.000 personas, quebrándose a partir de 1974 como consecuencia de la crisis económica que afectó a los países de destino. Pese a esta última tendencia, a principios de los años setenta el número mayor de españoles fuera de nuestro país seguía encontrándose en América (2.223.883), seguida de Europa (1.182.264), concentrando entre ambos continentes el 98% del total de emigrantes. La emigración continental se centró en más de un 90% en la República Federal de Alemania (RFA), Francia y Suiza. Al primero de dichos países, según las cifras oficiales, emigraron entre 1961/75: 406.625 españoles; esta cantidad aumenta, si consultamos las estadísticas del país de destino, a 564.590. En todo caso las cifras citadas siguen siendo objeto de polémica y algún autor como Guillermo Díaz-Plaja no duda en afirmar que la presencia de españoles sobrepasó ampliamente el millón. La economía alemana buscó en la mano de obra extranjera apoyo para su expansión industrial y de servicios, ocupando a los emigrantes en los puestos de peonaje, en los trabajos más duros y peligrosos. El origen regional de los emigrantes españoles que se dirigieron a la RFA fue sobre todo Andalucía y Galicia. Tras la RFA, se sitúa Francia que combina dos tipos de emigración, por un lado la permanente, que oscila entre 1961 y 1975, según las fuentes, entre 235.166 personas según las cifras oficiales y 496.866 según las estadísticas francesas; aunque, al igual que ocurre con la RFA, la cifra real fue mayor. Por otro lado se asiste a una importante emigración temporal, que para el periodo de tiempo anteriormente señalado asciende a 1.468.565 españoles. Esta última tiene un signo claramente agrícola, ya sea en la remolacha de las regiones bretonas y del Norte en general, como en el arroz y sobre todo en la vendimia de Languedoc, la Provenza y el Rosellón. El origen de los españoles que emigran a Francia se centra en la zona levantina (región valenciana, Murcia y Albacete) y en la andaluza-extremeña. Siendo la primera de dichas zonas la que envía más emigrantes para las faenas de temporada. Esta importante emigración exterior supuso una válvula de seguridad para la economía española, incapaz de absorber la oferta de mano de mano de obra disponible y así mantener los niveles de desempleo en porcentajes muy bajos. Pero además implicó la llegada de remesas, que durante la década de los sesenta alcanzó los 3.000 millones de dólares. El nivel anual a partir de 1970 se situó por encima de los 470 millones de dólares, cantidad nada despreciable, equivalente nada menos que al 25% del valor de nuestras exportaciones y al 35% del déficit comercial exterior, configurándose así en la segunda partida en importancia de ingresos por divisas tras el turismo. Junto a la emigración exterior, se produjo un intenso desplazamiento de la población dentro de España, dando como resultado dos realidades contrapuestas (dos Españas): una que tiende hacia la congestión poblacional y otra a la desertización; una que atrae y otra que repele población. En 1950 las provincias costeras y el centro madrileño, junto a las islas, son las zonas más pobladas, mientras que el interior sufre un proceso permanente de despoblación. Dicho fenómeno se intensificó a partir de la década de los cincuenta, con un progresivo abandonó de la población que vivía en el interior (provincias que rodean Madrid y lindan con la frontera portuguesa) para concentrarse en Madrid-ciudad y en las provincias costeras, principalmente Barcelona, Guipúzcoa y Vizcaya. Este movimiento de población supuso acceder a los lugares donde se encontraban los recursos, puesto que éstos no llegaban a sus regiones de origen. En la década de 1960-70, según Amando de Miguel, las áreas de inmigración están formadas por los tres grandes centros de desarrollo histórico (Madrid, Barcelona y País Vasco), las provincias insulares, la franja costera catalano-valenciana y la unión de esa franja con el País Vasco a través de Zaragoza y Navarra. Todo el resto del país, el interior y las zonas costeras más alejadas de la frontera francesa, se convierten en zonas de emigración. Como consecuencia de estos movimientos se acelera el proceso de urbanización, es decir, el proceso por el cual un volumen creciente de población pasa de residir en comunidades rurales a hacerlo en ciudades. En España la proporción de población en ciudades de más de 100.000 habitantes pasó de un 9% en 1900, a casi un 37% en 1970, y la tendencia continuó en aumento. Para que nos hagamos una idea de la intensidad de dicho fenómeno, en 1950 el nivel de urbanización de las áreas metropolitanas en España era un poco inferior al de Francia, pero en 1965 el nivel español superaba ya al francés de 1962. En suma, el proceso de urbanización de las grandes ciudades avanzó en España más rápido que en Francia, y en los años setenta el nivel alcanzado en nuestro país superó ampliamente al del país vecino. Buena muestra de esta aceleración de la urbanización lo tenemos a la hora de cuantificar la población según el tamaño de los municipios. Teniendo en cuenta la clasificación que realiza Salustiano del Campo, que considera un municipio rural aquel que tiene menos de 2.000 habitantes, semiurbano el que tiene entre 2.000 y 10.000 habitantes y urbano el que tiene más de 10.000. Se aprecia que la población que reside en los municipios rurales pasa de un 16,7% a un 11% entre 1950 y 1970, la que habita en municipios semiurbanos desciende del 31,2% al 22,5% y por último la población que reside en los municipios urbanos pasa del 52,1% al 66,5%, siendo la única que se incrementa tanto en términos cuantitativos como porcentuales. Las zonas más urbanizadas fueron: Madrid-capital y su zona metropolitana; Barcelona que extiende su influencia por la costa mediterránea, las Baleares y por el interior, a través de Zaragoza, para enlazar con el País Vasco; el País Vasco, con múltiples centros (Bilbao, San Sebastián. Irún, Eibar...), que se une con Zaragoza y por la cornisa cantábrica, hasta enlazar con Oviedo-Avilés-Gijón; Valencia-Alicante, que se desborda por Murcia y Castellón; Andalucía occidental, sobre todo a través del eje Sevilla-Cádiz; las Canarias; y la Galicia costera, que aunque más débilmente muestra dos focos importantes: La Coruña y Vigo. La configuración del proceso de urbanización resultante es de tipo-estrella y responde históricamente al trazado de la red de carreteras y ferrocarriles, que tienen una estrecha relación con la política centralizadora llevada a cabo desde el siglo pasado. La población activa ha venido creciendo ininterrumpidamente desde principios de siglo. Entre 1940 y 1970 aumentó un 29,2%, algo menos de un punto respecto a población total, por lo que se produce un leve descenso en la tasa de actividad, que se sitúa en el 35%. Tan bajo porcentaje se debe al hecho de que España posee la tasa de actividad femenina más baja de Europa: en 1970, el 23, 7%. Este último dato nos hace suponer elevados niveles de ocultación del trabajo de las mujeres. La tasa de crecimiento acumulativo anual de la población activa aumentó por encima del 1% (el 1,6%) en la década de los cincuenta, para luego iniciar un leve descenso en la década de los sesenta (0, 9%) que se intensificó en los años setenta (0,08%). Al existir un mayor crecimiento de la población total que de la activa, así como un importante incremento de la producción a costa de comprimir la población potencialmente productora y aumentar la población dependiente, se deduce que el desarrollo se realizó sobre la base del aumento de la productividad por persona, resultado de dos factores: mejora en la cualificación del capital humano y mayor inversión de capital. De hecho, entre 1965 y 1975 la tasa de crecimiento anual de la formación bruta de capital fue como media del 7,9% en pesetas constantes de 1970. La distribución sectorial de la población activa deja claro el descenso espectacular de la agricultura, que entre 1950 y 1970 pierde casi 2.400.000 empleos. Por el contrario, la industria manufacturera experimenta un importante crecimiento, dando trabajo en 1970 a 1.100.000 trabajadores más que en 1950. Lo mismo sucede con el sector terciario que aumenta su capacidad de ocupación en más de dos millones de empleos. Nos encontramos pues ante un intenso proceso de cambio que nos lleva desde una economía agraria a otra industrial y, por fin, de servicios. Este proceso que ya se había dado en los países desarrollados a lo largo de más de medio siglo, en el caso español tiene la peculiaridad de su rapidez al llevarlo a cabo en poco más de veinte años. En 1975, final del periodo objeto de nuestro estudio, según un informe del Banco de Bilbao, la distribución de empleo era la siguiente: la agricultura contaba con 2.938.856 activos, es decir, el 22,2% del total de activos, con un porcentaje de asalariados del 32,7%. La industria tenía 3.593.156, el 27,2% del total de trabajadores que, sumado a la construcción, elevaría dicho porcentaje al 37,1%. Su tasa de asalariados era del 90%. La construcción ocupaba a 1.315.489, el 9,9% del total, con un porcentaje de asalariados del 88,8%. Y, por último, los servicios empleaban a 5.383.495, el 40,7%, con un porcentaje de asalariados del 75%. Como se puede apreciar, la tendencia mayoritaria hacia la terciarización es clara, junto al predominio de los asalariados en la estructura productiva, signos inequívocos de crecimiento y modernización económicas.
contexto
Parece cierto que la población creció, tanto en Europa como en otros continentes. La búsqueda de una explicación de conjunto no se ha mostrado, sin embargo y por el momento, muy fecunda: únicamente el posible debilitamiento de las epidemias en general, quizá por desconocidos procesos biológicos, o bien modificaciones climáticas, que influirían en la mejora general de las cosechas, podrían afectar a todo el globo. Dadas las actuales dificultades para avanzar más por este camino, limitaremos nuestra exposición al caso europeo, mejor conocido, y donde, por otra parte, encontraremos diversidad de situaciones fruto de la conjunción de factores no siempre idénticos. Dentro del terreno social, el preponderante papel de la familia en la Europa del siglo XVIII cobra su pleno sentido al enmarcarla en una sociedad como la entonces dominante, concebida como un conjunto de grupos cuya disposición jerárquica y desigualdad en derechos y deberes estaba reconocida y consagrada por la ley. Era la clásica estructura tripartita heredada de la Edad Media. Se describía así un ordenamiento social, comúnmente denominado estamental, en el que nobleza y clero eran reconocidos como estamentos jerárquicamente superiores al tercer Estado o Estado general, definido por exclusión y, en principio, amplísimo (todos los que no eran ni clérigos ni nobles), si bien se estimaba limitado en la práctica a sus elementos más destacados, a las profesiones ricas u honorables y a los cuerpos organizados.
contexto
El comportamiento social y demográfico de los españoles en los tres primeros cuartos del siglo XIX es más parecido a la segunda mitad del siglo XVIII que al siglo XX. Se apunta una fase de transición en la que todavía hay algunos rasgos propios de las sociedades del Antiguo Régimen. La población del Antiguo Régimen se caracterizaba por tasas de natalidad y mortalidad muy cercanas entre sí, lo que llevaba a un crecimiento natural muy débil o incluso, en algunos períodos, a retrocesos como consecuencia de catástrofes demográficas producidas, fundamentalmente, por epidemias de enfermedades infecciosas o hambres colectivas en malos años de cosecha. En España (si exceptuamos zonas concretas, como parte de Cataluña y Baleares) la transición demográfica se dio durante el siglo XIX de un modo imperfecto, sobre todo por las altas tasas de mortalidad sólo superadas en el continente por Rusia y algunas zonas del Este europeo. Aun así, la tasa de mortalidad había descendido relativamente en comparación con las tasas propias del Antiguo Régimen. Será ya en el siglo XX cuando desciendan bruscamente. El crecimiento de la población fue posible por el mantenimiento de unas tasas de natalidad bastantes altas durante el siglo XIX, aunque también habían decrecido relativamente. Al tiempo, en la misma centuria, hubo un paulatino y leve descenso de la mortalidad relativa a causa sobre todo de mejoras higiénicas y médicas, aunque esporádicamente la sociedad tuvo que sufrir crisis más propias del Antiguo Régimen como las epidemias de cólera y las hambrunas, fenómenos analizados por Antonio Fernández (1986). Las primeras produjeron en 1834, 1855, 1865 y 1885 unas 800.000 víctimas mortales. Las segundas, que se pueden datar en torno a 1817, 1824, 1837, 1847, 1857, 1867 y 1877 según la cronología elaborada por N. Sánchez Albornoz, producen una mortalidad difícil de calcular, elevada en cualquier caso. La mortalidad infantil, uno de los indicadores que reflejan los cambios o persistencias del modelo antiguo, disminuyó pero se mantuvo en niveles aún muy altos. Hay que tener en cuenta que, en buena parte de los países del mundo occidental, el aumento demográfico fue unido a un proceso previo o paralelo de modernización económica. En España éste fue más lento que aquél. La consecuencia inmediata será el desequilibrio entre recursos y población, que impulsará a la emigración, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX. En el reinado de Isabel II podemos distinguir dos etapas en cuanto al aumento de la población, tomando como referencia el promedio anual de crecimiento. En la primera, entre 1834 y 1860, el porcentaje medio de crecimiento anual fue del 0,56%; en la segunda, entre 1860 y 1877, el porcentaje fue del 0,36%. Asistimos pues a una fase de mayor crecimiento entre 1834 y 1860 que entre 1860 y 1877 con porcentajes en esta última parecidos a las primeras décadas del siglo. Sobre la relación entre crecimiento económico y demográfico durante el siglo XIX, ha habido un debate historiográfico que se puede resumir en las posturas de J. Nadal y V. Pérez Moreda. Para el primero, el crecimiento demográfico en este período constituye una falsa pista, si se toma como indicador de los cambios económicos del país. El crecimiento demográfico, al menos hasta mediados del siglo XIX, no estuvo relacionado con ningún tipo de modernización industrial de la economía del país y responde más bien a mayor producción de alimentos por extensión de los cultivos y a cambios políticos que pudieron convivir con una economía de tipo antiguo. Pérez Moreda entiende que hay una relación mutua. La extensión y diversificación de los cultivos y las medidas que lo permitieron (reformas liberales que afectaron a la tierra y los impuestos como el diezmo), efectivamente, ayudaron a sostener el ritmo de crecimiento de la población, pero justamente se dieron en gran medida como una primera respuesta ante un problema de presión creciente de la demanda de alimentos motivada por el aumento demográfico. Parece evidente, en mi opinión, que no hay un automatismo entre cambios económicos y demográficos o viceversa, aunque casi siempre mantienen una cierta relación. Otro aspecto a considerar es la desigual distribución geográfica de la población que tenderá a una dualidad por un lado, entre el centro y la periferia, y, por otro, entre el Norte y Sur. Una constante en la edad contemporánea española -aunque se inicia en el siglo XVIII- es la corriente centrífuga. Dentro de la periferia, hay que destacar una mayor vitalidad natural y capacidad de atracción de población en las regiones del norte. El motivo fundamental es un desfase entre ambos conjuntos regionales. La periferia, y especialmente el Norte, tenía una economía más fuerte, un mayor grado de desarrollo y ello afecta, lógicamente, a los cambios sociales y a la demografía. Ya en siglo XVIII el número de habitantes es mayor en la periferia -sobre todo en el Norte- a pesar de su menor extensión, lo que se acentuará a lo largo del período contemporáneo, por causas diversas entre las que destacan: - Crecimiento económico mayor y más sostenido de diversas zonas costeras, con menores fluctuaciones de los abastecimientos alimenticios y de los precios, lo que supone una menor incidencia de las crisis de subsistencias, como puso de manifiesto Gonzalo Anes. - Mayor crecimiento biológico por un mayor descenso de los índices de mortalidad, debido, entre otros motivos, a las causas anteriores. Como han puesto de manifiesto los estudios de Nicolás Sánchez Albornoz, en torno a 1870 el saldo vegetativo era considerablemente más elevado en la mayor parte de las provincias de la periferia, especialmente en el Norte, que en las del interior. En líneas generales, las provincias del interior crecen vegetativamente entre un 2 y un 7 por mil anual, las periféricas mediterráneas alrededor de un 10 por mil y la fachada norte entre un 11 y 13 por mil. Canarias, un caso excepcional, crece casi un 22 por mil. Tomando otros indicadores, por ejemplo la tasa media de las décadas de los cincuenta a los setenta, varían los porcentajes pero a grandes rasgos se mantienen las diferencias de población. Si bien zonas, como Extremadura, debido a su alta tasa de natalidad mantienen una crecimiento vegetativo bastante alto hasta los años cincuenta (8,4 por mil) para descender desde entonces: 5,2 por mil hasta 1900. - Despoblamiento o estancamiento de muchas ciudades del interior con bastante vitalidad en la Edad Moderna. Algunas de estas pérdidas fueron espectaculares. Casos, por ejemplo, de Segovia, Toledo o Medina del Campo. Emigración interna del centro a la periferia (salvo enclaves como Madrid y algunos menores como Valladolid) y especialmente a las regiones industriales del Norte.
contexto
La mujer en América jugó un importante papel catalizador en la transmisión de los valores culturales y propició la configuración de una cultura que integraba elementos españoles y americanos. Fueron ellas las que permitieron una mayor permeabilidad entre las repúblicas de españoles e indios. El cruce de los tres grupos raciales más importantes -el español, el indígena y el africano- gestó en América un sinnúmero de variedades raciales, cuyo resultado inicial dio origen a los mestizos, los mulatos y los zambos o chinos, productos del cruce de sangre española e india, española y negra, y negra e india. También es cierto que las variantes regionales fueron patentes. En lugares donde la población indígena era escasa, como en el norte de México, los hispanos practicaron la endogamia y los patrones ibéricos perduraron más. En cualquier caso, era una forma de permanencia que se adaptaba también a la sociedad nueva en la que las normas eran menos rígidas y la movilidad social había debilitado los rasgos de la sociedad estamental de la que provenían. En otros lugares, en los que la población autóctona era mayor, el mestizaje influyó en la organización familiar al propiciar el cruce de modelos y alumbrar nuevas formas. Gráfico La diversidad racial tuvo también un reflejo en la organización social. Las mujeres españolas, peninsulares o criollas, pertenecían a la clase adinerada y a través de una adecuada política matrimonial propiciaron la consolidación de los linajes, fortunas y patrimonios. El resto -indias, mestizas, negras- ocupaban distintos rangos dentro de la escala social, pero siempre en un grado inferior dentro de un amplio abanico que recorría los talleres artesanales, el trabajo en los obrajes o el servicio doméstico de las familias principales. La lejanía de Europa y la mezcla racial propició, sin embargo, una mayor libertad, menos rigidez en la aplicación de las normas y una mayor permeabilidad social. La mujer en América gozó de más libertad que sus contemporáneas europeas.