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Tras la muerte de Augusto, hubo aún dos momentos en que el sueño del retorno de la Edad de Oro pareció hacerse realidad: los comienzos del efímero reinado de Calígula (37-41) y los diez primeros años (54-64) del de Nerón. Dos hombres probos, uno de ellos intelectual de renombre, Séneca, y Burro, gobernaban el imperio, el primero como ministro de Estado, preceptor del César y redactor de sus admirables discursos (Nerón tenía buen oído y buena voz para el canto, y dotes también para la escena teatral); Burro, como prefecto del pretorio o jefe de la guardia imperial. Pero muerto ya Burro en el 62 y debilitado el ascendiente de Séneca, llegamos al año 64, y en él ocurre el incendio de Roma. Terminado el desescombro posterior a la catástrofe, el emperador se apropia de una gran parte del Esquilino, que enlaza con el Palatino mediante la Domus Transitoria y edifica allí, en el centro de Roma, una inmensa casa de campo, una villa de ensueño, la Domus Aurea, donde no falta un gran estanque en la hondonada que después de su muerte ocuparía el Coliseo. El megalómano César ve realizado así su sueño de vivir al fin como un hombre (quasi hominem tandem habitare coepisse, Suetonio, Nerón XXXI).
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Con el telón de fondo del deterioro del liderazgo mundial de los Estados Unidos, la herencia de Nixon gravitó de forma pesada sobre sus sucesores en la política interna norteamericana. Gerald Ford llegó a la presidencia con una reputación de decencia pero inmediatamente perdonó a Nixon, lo que contribuyó de forma poderosa a hacer pensar que en Estados Unidos existían dos varas de medir en lo relativo a la aplicación de la Justicia. Además, se convirtió en el más conservador de los presidentes norteamericanos, llegando a vetar hasta 39 medidas del Congreso del que, paradójicamente, procedía. Le tocó, por si fuera poco, presidir la retirada del Vietnam. Su liderazgo, además, pronto transmitió la impresión de que era un personaje tan gris y se convirtió en moneda corriente juzgarle extremadamente limitado desde el punto de vista intelectual. En el transcurso de un debate televisivo con su contendiente demócrata, Ford llegó a decir que en realidad no existía una dominación soviética en el Este de Europa, lo que le fue muy criticado. Pero, en realidad, el nuevo presidente tenía virtudes objetivas: no era tortuoso, como Nixon, y fue capaz de formar un equipo de Gobierno compacto y que funcionó bien; era amable más que débil y su humildad -dijo ser "un Ford, no un Lincoln", en referencia a marcas de coches pero también a presidentes- fue sincera y bienintencionada. Jimmy Carter, el candidato demócrata que triunfó en la elección de 1976, tenía un talante moral y populista parecido al de los predicadores que recorrían pequeñas poblaciones en el Sur de los Estados Unidos a fines del XIX. Gobernador de uno de esos Estados, su promoción a candidato, explicable por la ausencia de Edward Kennedy, supuso un intento de moralización de la política internacional norteamericana después del exceso de diplomacia sin principios que había sido atribuida a Kissinger y una inmaculada pulcritud en el comportamiento del Ejecutivo en política interna. Uno de sus principales colaboradores, el secretario de Estado, Brzezinski, le describe en sus memorias como una persona muy decente de gran inteligencia -pero, a veces, de sorprendente ingenuidad- y enorme dedicación al trabajo, hasta la más extremada minuciosidad, pero a menudo de excesiva flexibilidad táctica. En sus memorias, Carter reconoce haber sido ridiculizado por hacer demasiado patente su amor hacia su mujer: con ella discutió los dos versículos de la Biblia que citó en el acto de su toma de posesión. Brzezinski cuenta, además, que leía diariamente con ella la Biblia en castellano, para así mejor avanzar en su conocimiento de los idiomas. Como daba una impresión de ser una especie de predicador religioso, para parecer más humano tuvo que conceder a Playboy una entrevista en la que admitió "haber sentido lujuria", poniéndose con ello en ridículo, al demostrar ser incapaz de darse cuenta de que no tenía sentido pasar de un extremo a otro a la hora de hacer declaraciones. En realidad, ninguno de los dos candidatos de 1976 fue bueno, por lo menos en la percepción que de ellos tuvieron sus conciudadanos: alrededor del 80% de los norteamericanos no vio altura suficiente en ninguno de los dos. Pero finalmente, quizá por reacción contra la situación anterior, los demócratas ganaron las elecciones con el 51% de los votos y llegaron a dominar los dos tercios del Congreso. Carter obtuvo el 75% de los votos de aquellos para quienes la preocupación predominante era encontrar trabajo, mientras que Ford atrajo a los que temían la inflación. En realidad, ambos problemas tenían semejante envergadura para la política económica norteamericana, pero a ninguno de ellos pareció dar una posible respuesta ninguno de los dos candidatos. "Outsider" de la clase política de Washington, Carter no llegó a convertirse en un "insider" de la misma ni siquiera tras alcanzar la presidencia. De este modo, fue por completo incapaz de influir en el Congreso y ese factor resulta siempre de primera importancia para la labor realizada por un presidente norteamericano. En sus memorias, afirma que la prensa dijo desde un principio que si, como presidente, quería tener una luna de miel con el Congreso, éste parecía no querer tenerla con él. Pero ésa es la única explicación que da de su fracaso, algo paradójico dado que, además, existía entre ambos una identidad de adscripciones políticas que debería favorecer la colaboración. Por si fuera poco, su equipo se caracterizó por la más completa desunión. El ritmo de las sesiones del Gabinete pasó de 36 al año en el primero de su mandato a tan sólo 6 al final. Los enfrentamientos entre el secretario de Estado y el asesor de seguridad, Brzezinski, mucho más propicio este último a una postura dura respecto a los soviéticos, se tradujeron en frecuentes filtraciones a la prensa. En los momentos decisivos, Carter dio la sensación de ser incapaz de trascender desde una postura moral a una posición política. Cuando se planteó el problema de los precios de la energía, hizo un "speech" que fue una brillante jeremiada contra la difícil situación, pero que no proporcionó, en absoluto, soluciones propiamente dichas. Unos breves apuntes acerca de la evolución de la política exterior confirman el balance negativo de la presidencia de Carter. La política norteamericana respecto a la revolución de Irán fue dubitativa y contradictoria: por un lado, quiso introducir alguna especie de fórmula constitucional en este país, lo que resultaba plenamente coherente con la voluntad de convertir los derechos humanos en uno de los ejes fundamentales de su política exterior, pero en el momento decisivo no llegó a convencer al propio sha de la necesidad de resistir o de enfrentarse a una revolución islámica que alejaba cualquier posible liberalización. También en este punto hubo una división entre los inspiradores de la política norteamericana: Brzezinski, por ejemplo, hubiera preferido un Gobierno militar. El secuestro de los rehenes capturados por los seguidores de Jomeini en la Embajada norteamericana de Teherán proporcionó una visión de la presidencia definida por la indecisión. Al mismo tiempo, la crisis económica hacía que el paro se situara en el 8%. Sólo el 20% de los norteamericanos estaba de acuerdo con la política seguida en torno a Irán, cuestión en la que, aparte de producirse un intento fallido de rescate de los rehenes, concluyó con los iraníes humillando a la presidencia del país más poderoso del mundo, al negarse a liberarlos hasta que Carter hubo abandonado la Casa Blanca. Este hecho, junto con la invasión de Afganistán por la URSS, en diciembre de 1979, provocaría un importante cambio en la política exterior norteamericana y una modificación en la evolución de su presupuesto de defensa. En dólares reales, los Estados Unidos habían tenido una disminución del 35% en sus gastos militares en los últimos tiempos, mientras que en la URSS había crecido a un ritmo del 4% anual. Cuando, en aquel 1979, el dirigente chino Deng Xiaoping visitó los Estados Unidos, no dudó en lanzar acusaciones a los norteamericanos por no haber parado a tiempo los pies a los soviéticos con una confrontación más decidida en el terreno militar. Con este negativo balance, las posibilidades de Carter de ser reelegido en el año 1980 eran muy escasas. Edward Kennedy, ahora candidato, le presentó como una especie de republicano clónico, mientras que Reagan utilizaba contra él una retórica que pretendía recordar el patriotismo de los norteamericanos, al tiempo que insistía en que los últimos cuatro años habían sido negativos desde el punto de vista económico. La confluencia entre estas dos críticas necesariamente había de ser devastadora para el presidente saliente. En la elección de 1980, un 40% de los que votaron por Reagan no eran conservadores, sino personas que pensaban que había llegado un momento de cambio para los Estados Unidos. El resultado de la votación fue un abrumador pronunciamiento en contra de una Administración incompetente tanto en política exterior como en la interior. Dos tercios de los electores pensaron que Reagan era más apropiado para mantener una postura dura contra los soviéticos. Al mismo tiempo, el cambio en el clima cultural y espiritual que ya ha sido descrito trajo como consecuencia la preferencia por un candidato que representara esos valores. Reagan consiguió una victoria abrumadora, dejando a Carter tan sólo como vencedor en seis Estados. Un rasgo muy característico de esta elección fue que el 47% del electorado se abstuvo, consagrando una característica que ha resultado, por el momento, irreversible pero que era una novedad entonces: en 1960, dos tercios de los electores todavía votaban. En este momento, los abstencionistas fueron fundamentalmente electores demócratas de clase obrera de la mitad Norte del país. Carter no había conseguido llegar a ellos; además, los sectores más liberales siguieron votando a candidatos de significación demócrata en las primarias, como Jackson, pero no lo hicieron por él. En estas condiciones era muy difícil que pudiera llegar a triunfar. Su sucesor, Ronald Reagan, a pesar de la simplicidad de su posición política imprimió su sello durante los años ochenta en los Estados Unidos hasta un grado sólo comparable al de Franklin Roosevelt, su héroe político durante su juventud e inicial madurez. Nacido en 1911, Reagan era de origen humilde y problemático: su padre era un irlandés alcohólico que hizo de él un niño infeliz. A lo largo de su juventud, trabajó de salvavidas, locutor radiofónico y, a partir de 1937, como actor cinematográfico. A lo largo de su vida profesional como tal hizo cincuenta y tres películas, normalmente de escasa calidad. Muchas pertenecían al género del "western", que además tenía mucho que ver con sus aficiones: "Nada mejor para el interior de un hombre que el exterior de un caballo", afirma en sus memorias. Dotado de gran capacidad para las relaciones públicas, se convirtió en dirigente del sindicato de actores y eso le llevó a enfrentarse con los comunistas, a los que atribuyó el haber sido marginado por las productoras durante una parte de su vida. Ante todo, un actor Reagan sabía aprenderse su papel y dejarse dirigir y eso, junto con su capacidad para la comunicación, fueron virtudes suficientes para que iniciara una carrera política. En 1960, todavía era un demócrata progresista, pero luego descubrió los males del Estado. Éste -cuenta en sus memorias- tenía seis programas diferentes para promover la producción de huevos y otro más para descubrir qué hacer con los excedentes del mismo producto. Su espontaneidad y su procedencia de un medio popular le proporcionaron ventajas objetivas para perfilar su carrera política dentro del Partido Republicano. Apoyó a Goldwater y en 1966 decidió convertirse en gobernador de California. El gobernador saliente, el demócrata Brown, le atacó afirmando que mientras él estaba preocupándose por mejorar California, Reagan estaba actuando como artista en una película titulada Bedtime for Bonzo (Bonzo era un chimpancé y desempeñaba el papel protagonista en la película). Pero Reagan triunfó en un momento en que la experiencia política parecía una contraindicación para cualquiera que se quisiera presentar a un puesto de estas características. Su etapa de gobernador en este importante Estado fue positiva: limitando el gasto público devolvió los impuestos hasta cuatro veces y en casi mil ocasiones vetó el gasto decidido por el legislativo. También se dio a conocer por una política de orden público en una Universidad como la californiana que padeció de forma singular el clima revolucionario de los años sesenta. Reagan intentó llegar a la presidencia por vez primera en 1976, pero fue derrotado en las primarias republicanas por pocos votos frente a Ford, al que luego pensó en volver a nombrar vicepresidente. En la campaña, aunque se situaba en el espectro derecho de su partido, supo evitar el exceso de contraposición con sus adversarios (consideró como "el undécimo mandamiento no atacar al correligionario"). Victorioso con un amplio margen en las primarias de 1980, Reagan llegó a la presidencia ya con una edad avanzada, celebrando su setenta aniversario pocos días después de tomar posesión. Su discurso inaugural quiso abrir "un nuevo comienzo" de los Estados Unidos, bajo la divisa de que "el Gobierno no es una solución a nuestros problemas, el Gobierno es nuestro problema". La realidad es que, a lo largo de su presidencia, siempre se demostró capaz de decir algunas frases sobre el excesivo papel del Gobierno en la vida de los ciudadanos pero careció de verdadero programa en materias concretas. Sus intervenciones consistían en bromas ocasionales y sus citas se limitaban a escenas de películas. Además, tenía otros inconvenientes: medio sordo, a veces su sonrisa ocultaba su ausencia. A su ausencia de preparación sumó también la carencia de dedicación: no se leía los papeles; incluso para una reunión crucial con los soviéticos, si había la oportunidad de ver una buena película la noche anterior, la veía, y es posible que alguna de sus propuestas sobre desarme se originara tras haber visto alguna. No estaba mínimamente al día de algunas de las grandes cuestiones que debía tener entre las manos: decía que los ICBM una vez disparados podían ser enviados atrás o aseguraba que los submarinos nucleares no llevaban misiles. Sus colaboradores debieron acostumbrarse a proporcionarle "minimemorias" de tan sólo una página. Por su edad, se retiraba del trabajo a las cinco y media de la tarde, descansaba a medio día y se tomaba como libres los fines de semana largos y extensas vacaciones. De esta descripción es posible llegar a unas conclusiones caricaturescas acerca de Reagan. Pero la verdad es que, precisamente gracias a que tenía muy pocas ideas, pero disponía de una extraordinaria capacidad para comunicarlas, al explicarlas resultó casi siempre muy convincente. Estas ideas resultaban algo así como un catecismo religioso: no estaban sujetas a cualquier evidencia empírica ni tampoco eran producto de una elaboración sofisticada, pero muy a menudo eran el producto de una honesta y sincera preocupación de una persona que no podía definirse como especialista en nada. Por otro lado, Reagan tenía a su favor un sentido del humor y la suficiente seguridad como para bromear siempre, incluso sobre sí mismo: en el mismo momento en que iba a ser operado preguntó a los doctores que le iban a operar si de verdad eran republicanos. Este conjunto de rasgos explica la profunda relación establecida entre él y los norteamericanos. Uno de sus principales problemas cuando estuvo instalado en la Casa Blanca fue la carencia de un equipo político sólido. El que tuvo lo eligió, además, de forma muy apresurada: el secretario de Estado, Haig, apenas estuvo tres horas con él antes de su nombramiento, de modo que no pudo intercambiar con él puntos de vista. A su segundo jefe de Gabinete le nombró con una simple llamada telefónica. En realidad, Reagan era un solitario que no confiaba más que en sí mismo o en su mujer y ésta no dudaba en consultar a los astrólogos -o hacía que lo hiciera su jefe de Gabinete- cuando había ocasiones políticas importantes, como un viaje al exterior para entrevistarse con los soviéticos. Como Carter, Reagan fue siempre incapaz de superar la división interna de su propio Gabinete: los enfrentamientos entre los secretarios de Estado y de Defensa fueron constantes. Al final en sus memorias acabó por decir que Haig no quería cumplir su programa sino el suyo propio. Quienes verdaderamente influyeron fueron los consejeros de la Casa Blanca que tenían acceso directo a su persona: Edwin Meese, James Baker, George Bush, etc., especialmente el segundo que desempeñó la jefatura de su Gabinete. Para hacer un balance de la presidencia de Reagan es necesario tener en cuenta el conjunto de su permanencia en el poder. A pesar de ello se pueden avanzar algunas conclusiones relativas a su primer mandato. Muy de acuerdo con su visión, Reagan coincidió con la actitud de Nueva Derecha en materias morales, como la prohibición de difundir información sobre control de natalidad o aborto sin el permiso de los padres. También redujo los programas sociales en 25.000 millones de dólares, testimoniando su voluntad de cortar el cordón umbilical de dependencia de las ayudas sociales, mientras que aumentó el presupuesto militar en un 41%. Sus recetas económicas no funcionaron en ese primer período. En economía para Reagan era posible reducir los impuestos, hacer crecer el presupuesto militar y conseguir un presupuesto equilibrado, propuestas simplemente incompatibles entre sí. El verdadero director de la política económica fue una persona que carecía de puesto en el Gabinete, Stockman, quien pronto percibió estas contradicciones y, sobre todo, el hecho de que a Reagan principalmente le interesaba la política, es decir unos cuantos eslóganes y conseguir votos. La realidad es que naciones con mayor protección social crecieron más y que, además, el presupuesto norteamericano no pudo quedar equilibrado. En el segundo año del mandato, el paro llegó en Estados Unidos al 11% aunque la inflación quedó en el 6%. La recuperación sólo fue definitiva a mediados de los ochenta. En política exterior, Reagan dio un nuevo sentido de orgullo a los norteamericanos. La verdad es que tenía un cierto sentido de lo que debía ser la dirección a imprimir a la política norteamericana, pero carecía propiamente de un programa. De cualquier forma, partiendo de una visión monolítica y simplicísima, que identificaba el Bien con los valores propios y el Mal con los relacionados con la URSS, transmitió al electorado su creencia firme en la superioridad moral de los norteamericanos. En consecuencia, proporcionó armas en el Tercer Mundo a quienes consideraba como "luchadores por la libertad" y no tuvo inconveniente en describir a Estados Unidos como un "arsenal de la democracia". En una sola semana -en octubre de 1983- se enfrentó con dos situaciones que, en condiciones normales, hubieran afectado gravemente a la credibilidad de cualquier presidente: un atentado en Líbano que causó la muerte de 240 marines y una invasión de la isla caribeña de Granada que le enfrentó con aliados tan firmes con Margaret Thatcher y que podía haberse convertido en un pequeño Vietnam. Pero comunicó con tal espontaneidad a sus ciudadanos lo sucedido que todo le fue perdonado. Además, el activismo en política exterior parecía justificado, después de tanta pasividad e incertidumbre. Más adelante, en política interna, durante su segundo mandato, reaparecieron aquellas cuestiones que habían provocado su victoria electoral inicial -Irán, por ejemplo- pero la exterior le proporcionó éxitos cuya autoría, en su mayor parte, no le correspondía.
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En diversas ocasiones había manifestado Urbano V su íntimo deseo de trasladarse a Roma, pero, aun resueltos todos los problemas políticos, el viaje por tierra era excesivamente peligroso, lo que exigía un complejo y, sobre todo, costoso viaje por mar. Era preciso resolver el difícil abastecimiento de la Curia en Roma, y las ingentes reparaciones que el palacio papal exigía para ser habitable. No era menor la resistencia de los cardenales a abandonar la placidez de Aviñón por la turbulencia romana, a lo que han de sumarse las presiones de Carlos V de Francia para evitar la partida. A pesar de todas estas dificultades, los preparativos para el viaje comenzaron en septiembre de 1365, alargándose durante más de año y medio; el 30 de abril de 1367 partió Urbano V de Aviñón, desembarcando en Corneto el 4 de junio. Unos días después se entrevistó en Viterbo, lugar de residencia del Pontífice mientras concluían las imprescindibles obras en el palacio Vaticano, con el cardenal Albornoz, artífice del retorno, cuyo fallecimiento tendría lugar pocas semanas después, sin alcanzar a ver la entrada pontificia en Roma, que tuvo lugar en octubre. La estancia de Urbano V en Roma está esmaltada de brillantes ceremonias, de una importante obra de restauración de templos y, sobre todo, de la unión con la Iglesia griega, realizada por Juan V Paleólogo en octubre de 1369, buscando un apoyo militar y económico contra los turcos que no fue posible prestarle; tampoco la unión, realizada a espaldas de la jerarquía griega, tuvo consecuencia alguna. La situación política italiana evoluciona negativamente. Se produjeron disturbios en Roma, especialmente a raíz de la promoción cardenalicia de septiembre de 1368, en la que se incluyó únicamente a un italiano, y también en Viterbo y en Toscana, alentadas por Bernabé Visconti. Todo inducía a volver a Aviñón, decisión hacia la que le orientaban numerosos cardenales, algunos de los cuales no habían abandonado siquiera su residencia aviñonesa. La reanudación de la guerra entre Francia e Inglaterra vino a sumarse a los argumentos para volver a la ciudad del Ródano. El 5 de septiembre de 1370, después de una estancia de tres años en Italia, reembarcaba Urbano V hacia su residencia provenzal; llegaba el 27 a Aviñón, y en ella fallecería el 19 de diciembre de ese mismo año. Era un regreso temporal: la idea de retorno a Roma no era olvidada. Buena prueba de ello es la actuación de su sucesor, Pedro Roger, Gregorio XI, elegido el 30 de diciembre. Había sido promovido al cardenalato en 1348, por su tío Clemente VI, y había cursado derecho en la universidad de Perusa. Su pontificado tendría como objetivo esencial, además de la organización de una cruzada contra los turcos, ya urgente, el retorno a Roma: así lo manifestó apenas elegido. Algo indeciso, Gregorio XI poseía un carácter capaz de medidas enérgicas, como las adoptadas frente a Milán y Florencia, principales responsables del fracasado viaje a Roma de su predecesor. Estaba convencido de la necesidad de residir en Roma para evitar la pérdida de los Estados de la Iglesia y obtener los mejores resultados de la obra de Gil de Albornoz, cuya política fue puntualmente proseguida. En el consistorio de mayo de 1372 anunció oficialmente el proyecto de regreso a Roma; a comienzos de 1373 publicó la cruzada contra Milán y Florencia, acción que venia preparando diplomática y económicamente desde hacia varios meses. Se obtuvieron algunos éxitos, que incrementaron las afirmaciones de un pronto traslado a Roma, pero fueron insuficientes y en su logro se invirtieron grandes sumas, cuya recaudación causó grave malestar en los Estados de la Iglesia. En junio de 1375 fue preciso firmar una tregua con Milán mientras muchas ciudades de los Estados pontificios se declaraban en rebeldía, alentadas por Florencia, cuya labor de zapa se veía favorecida por los excesos de los agentes fiscales pontificios. Algunas ciudades pontificias, Viterbo, Montefiascone, Citta di Castello y Perusa proclamaban gobiernos autónomos; Gregorio XI respondió lanzando el entredicho contra Florencia, prohibiendo todo comercio con los florentinos y decretando la confiscación de sus bienes en el extranjero. Esta compleja situación, por un lado, dificultaba el nuevo retorno a Roma, pero para algunos, entre ellos el Papa, era la ausencia del Pontificado, precisamente, la causa principal de tal caos. El retorno se hacia imprescindible. Superando todas las presiones para que desistiese de tal proyecto, el 2 de octubre de 1376 zarpaba de Marsella y, tras un lento viaje, entraba en Roma el 7 de enero de 1377. La presencia pontificia en Roma fue suficiente para deshacer el entramado político florentino; el cese del comercio perjudicaba tanto a Florencia que la república, por mediación de Milán, inició negociaciones que condujeron a una conferencia de paz en la que habría de darse a Italia el necesario equilibrio de fuerzas. Su conclusión no correspondería a Gregorio XI, que fallecía prematuramente el 27 de marzo de 1378. Fue consciente de los graves problemas que su desaparición plantearía a la Iglesia, como lo demuestran las meticulosas disposiciones que dictó para la elección de su sucesor. Sus negros presentimientos se cumplieron holgadamente: la elección que iba a tener lugar suscitaría, durante siglos, opiniones encontradas.
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El 17 de junio de 1439 se daba lectura, en el Concilio de Basilea, a un larguísimo documento en el que se exponían los fundamentos de la autoridad conciliar y se hacía relación de los delitos cometidos por Eugenio IV. El día 25, finalmente, se leyó la sentencia de deposición contra el Papa. Unos días después el Concilio fijaba como objetivo inmediato la elección de un nuevo Papa. Por su parte, Eugenio IV parecía vivir el momento culminante de su pontificado. El 6 de julio podía darse lectura en Florencia, a donde había sido trasladado el Concilio de Ferrara, al decreto de unión de las Iglesias. En las próximas semanas fueron recogiéndose las adhesiones de las distintas naciones, cuyos representantes habían abandonado Basilea. El 4 de septiembre de este año publicaba Eugenio IV la constitución "Moisés" que condenaba la doctrina conciliar aprobada en Basilea, anulaba las actuaciones de ese concilio y condenaba a cuantos permaneciesen en sus sesiones. A decir verdad, la asamblea de Basilea era una caricatura de sí misma, como el cónclave que se organizó lo fue del de Constanza. Permanecía en Basilea un único cardenal, Luis Alamán, a pesar de lo cual, el 5 de noviembre de este año se procedía a la elección del duque de Saboya, Amadeo VIII, que vivía semi-retirado aunque gobernando sus Estados. Contaba a su favor con sus buenas relaciones internacionales y los vínculos familiares que le unían con los duques de Borgoña y de Milán; sin embargo, era un laico, aunque recibió apresuradamente las órdenes sagradas, y, sobre todo, su elección se había realizado en contra de todas las naciones de la Cristiandad. El nuevo Pontífice tomó el nombre de Félix V; si sus electores pensaron, lo que resulta muy probable, que sus Estados y sus recursos salvarían al Concilio se equivocaron rotundamente: una de las primeras preocupaciones del electo, coronado en Basilea en julio de 1440, fue reclamar para si la quinta parte de la renta de todos los beneficios recientemente provistos, lo que venía a ser tanto como las "annatas" contra las que tan encarnizadamente habían combatido los conciliares. Fuera de sus Estados, Félix V no obtuvo más que parciales reconocimientos; por razones muy diversas, las naciones se habían apartado del Concilio en el último momento, todas, desde luego, por temor al inminente nuevo Cisma. Así, aunque muchos siguen defendiendo la superioridad conciliar, se aproximan a Eugenio IV. La actitud más confusa la adoptaron Felipe Maria Visconti, duque de Milán, que, a pesar de mantener negociaciones dobles, no llegó a reconocer a Félix V, aunque era su suegro, y el rey de Aragón, Alfonso V, que trató de lograr ventajas de esta situación para su empresa napolitana. La imposibilidad por parte de Alfonso V de obtener de Eugenio IV la investidura del Reino de Nápoles, y la existencia de otro Papa le indujeron a una cierta indiferencia política que recordaba tiempos pasados, y a tratar de obtener de éste lo que no lograba de aquél. Por eso llegó a ofrecer a los reunidos en Basilea la conquista del Patrimonio y la captura de Eugenio IV. Era una posibilidad tentadora, y Félix V se mostró muy bien dispuesto hacia el aragonés, algunos de cuyos representantes, Tudeschi y Ornos, fueron elevados por él al cardenalato, pero si se ponía demasiado claramente a su lado, haría fracasar los proyectos angevinos en Italia, lo que le enajenaría irremisiblemente el apoyo francés. Mientras tanto, prosigue la guerra en Nápoles; una guerra de inciertas acciones, pero cuyo balance va siendo inexorablemente favorable a Alfonso V. Sus avances, toma de Aversa en 1440, y de Benevento en 1441, van aislando paulatinamente a la capital. Finalmente, el 2 de junio de 1442 Alfonso V se apoderaba de Nápoles, sometida tras un cerco de más de seis meses. No por ello se quebró el apoyo de Eugenio IV a Renato de Anjou y, cuando éste, en agosto de este año, llegó fugitivo a Florencia, fue recibido por el Papa que le entregó la bula de investidura del Reino de Nápoles. Era un gesto que debía ser interpretado únicamente como un premio de consolación. Alfonso V proseguía operaciones militares de limpieza en Capua y en los Abruzzos que, a comienzos de 1443, le hacían dueño de prácticamente todo el Reino. Además, a pesar de sus espectaculares ofertas a los reunidos en Basilea, es preciso admitir que negociaba también con Eugenio IV; de otra forma no puede entenderse el radical giro que da la situación, que vendrá a precipitar los acontecimientos. En junio de 1443, Eugenio IV, olvidando la formularia investidura de Renato de Anjou, otorgaba este Reino a Alfonso V; éste, por su parte, reconocía a Eugenio IV como único Pontífice. La asamblea de Basilea, donde apenas permanecían diez prelados, estaba sentenciada. Félix V había abandonado la ciudad conciliar, instalándose en Lausana, en noviembre de 1442; sin embargo, todavía serían necesarios varios años para contemplar la solución. En ese tiempo se irán produciendo continuas deserciones, impulsadas por la anarquía que se vivía en la reunión de Basilea. El refuerzo de la autoridad del Pontificado parecía la única forma de remontar las crisis. Desde finales de 1446, Federico III, rey de romanos, que hasta entonces había mantenido una postura de cierta distancia hacia Eugenio IV, buscaba una aproximación por la vía más ventajosa. El propio duque de Saboya aconsejaba a su padre la abdicación. Eugenio IV no llegó a ver el desenlace, aunque pudo tener la certeza del mismo. Murió el 23 de febrero de 1447; el ejemplo de su vida, no siempre adecuadamente comprendida, conmovió a varios conciliaristas, alguno tan ilustre como Eneas Silvio, el futuro Pío II. Para sucederle fue elegido un joven cardenal, que tomó el nombre de Nicolás V; era una mezcla de ductilidad en la negociación y firmeza en la defensa de la autoridad pontificia. Sin duda, la renovación en el Papado facilitó el acuerdo; a instancias de Francia, Federico III ordenó a sus tropas dispersar a los reunidos en Basilea, que se trasladaron a Lausana, junto a su Papa. Los intereses familiares de la casa de Saboya tuvieron también su influencia para resolver la situación. Muerto Felipe Maria Visconti, Luis de Saboya fue uno de los aspirantes al ducado de Milán, donde se había proclamado la República Ambrosiana; pero no podría obtener apoyos mientras subsistiese el Cisma. Sin dude es ésta la cuestión que, en una situación ya madura, precipita el fin; la prudencia de Nicolás V, que hizo alarde de flexibilidad y realizó importantes concesiones, allanó las últimas dificultades. Félix V abdicó el 7 de abril de 1449, insistiendo en la legitimidad del Concilio de Lausana; se le reconoció como cardenal y se le otorgó una legación vitalicia en el territorio de su antigua obediencia. Tres de los cardenales nombrados por él fueron también reconocidos. La asamblea de Lausana se reunió el día 19 para reconocer a Nicolás V y el 25 de abril celebró la sesión de clausura.
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Al declive de Chavín sucederá en el área peruana un proceso de regionalización cultural que se reflejará en el período denominado de Culturas Regionales o Intermedio Temprano, y que, a rasgos generales, puede situarse entre el 100 y 800 d. C. La agricultura y, en regiones muy concretas, la ganadería se han convertido ya en el recurso económico fundamental. Los procesos de tecnificación alcanzan la categoría de verdaderas obras de ingeniería, apareciendo, por ejemplo, acueductos en la zona norte y sistemas peculiares como el de las galerías filtrantes en el sur. Se trata de redes subterráneas de conductos de agua que se cruzan y entrelazan en distintas direcciones y que reciben las filtraciones de las corrientes de agua que bajan a lo largo del subsuelo de la región andina. El aumento demográfico de la población es constante así como su concentración en grandes poblados y en relación con centros ceremoniales. La pugna por el control de los recursos de agua y de las zonas fértiles llevará a un aumento de la belicosidad, siendo la guerra una constante en el período. La complejidad social se acrecienta, encontrándonos ante verdaderos Estados o por lo menos Estados incipientes. El desarrollo de las artes será espectacular. El proceso de especialización se acentúa, apareciendo grupos de artistas dedicados en exclusiva a la elaboración de cerámica, tejidos, orfebrería... Por otra parte, la existencia de una clase dirigente aumentará la demanda de ciertos tipos para su uso exclusivo como distintivo de rango. Una de las características más llamativas del período es el marcado énfasis en lo funerario. Las tumbas y necrópolis, de diferentes formas y con ajuares espectaculares, se extienden sobre todo por la región costera, habiéndose convertido en el modus vivendi de una pléyade de huaqueros o saqueadores, que han hecho de la venta de antigüedades su negocio desde hace muchísimos años. Son, por supuesto, los integrantes de las clases dirigentes los enterrados de forma espectacular, a veces acompañados de servidores sacrificados. Dentro de la organización social que se ha denominado de jefaturas o Estados incipientes, la estructura de la sociedad se basa en linajes familiares, predominando unos sobre otros por su mayor proximidad al antepasado común del grupo, antepasado de carácter divino. A su muerte, el individuo de clase elevada no desaparece, sino que se aproxima más a ese ancestro divino e incluso se diviniza él mismo, por lo que su familia mantiene su culto y su memoria, ya que ese difunto noble y divinizado es además un elemento legitimador para la misma. Se comprende así la enorme inversión de energía, de tiempo y a veces de materiales preciosos en la elaboración de unas artes refinadas que en muchos casos se hicieron con el único fin de ser enterradas acompañando a un personaje de importancia.
contexto
Uno de los primeros puentes entre Europa -léase París- y Estados Unidos lo tendió el director del Museo del Prado en diciembre de 1937. Picasso envió un mensaje telefónico a los participantes en el Segundo Congreso de Artistas Americanos, al que no pudo asistir personalmente. Al otro lado del Atlántico aquellos se sintieron por primera vez unidos a los europeos en contra del fascismo y en defensa de la cultura.Pero los síntomas, y las esperanzas, eran más numerosos. En 1939 C. Greenberg veía la posibilidad de que la vanguardia neoyorquina sustituyera a la de París, muerta definitivamente. Aunque esto no era tan claro para todos y Robert Motherwell escribía a William Baziotes en septiembre de 1944: "El futuro de América es desesperanzador. Para ti, lo mismo que para mí, sólo hay dos alternativas, irnos a Francia para siempre (que es lo que voy a hacer yo) o quedarnos aquí a que nos psicoanalicen".Por su parte Europa -léase París, de nuevo- no se resistía fácilmente a ceder el cetro a los americanos. Three Centuries of American Art (Tres siglos de Arte Americano), la primera exposición que se vio en la capital de Francia con artistas americanos modernos, no pudo tener peor acogida. Celebrada en el Jeu de Paume en el verano de 1938, los críticos fueron implacables con ella. La mayoría no se dignó mencionarla y los que lo hicieron fue para masacrarla: provincianos, jóvenes ingenuos, extravagantes, sin el refinamiento europeo, sin tradición cultural, sin originalidad, dependientes de la pintura de París... fueron algunos de los piropos que la crítica francesa dirigió a las obras americanas. París, pagado de sí mismo y de su tradición cultural y artística, fue incapaz de ver lo que allí se exponía.La misma arrogancia demuestra un año después, en 1939, la respuesta francesa a la pregunta neoyorquina ¿Cómo será el mundo mañana? título de una exposición organizada por los americanos para la Feria Mundial de Nueva York. Francia, a través de un alto jerarca, respondió: "El mundo del mañana será como el de ayer y el de hoy, en su mayor parte de inspiración francesa".Eran muchos años de reinado y el cambio no se presentaba fácil. Los marchantes de París, por ejemplo, se encargaban de que sus clientes norteamericanos no compraran obras de compatriotas, sino de europeos y, sobre todo, franceses. Así se daba la paradoja de que era más fácil vender un mal cuadro -o un cuadro falso- europeo que uno americano de calidad, como se quejaba Forbes Watson en "American Painting Today" (La pintura americana hoy), un artículo publicado en 1939. La situación venía de lejos.Ya desde los años sesenta del siglo XIX, los coleccionistas americanos iban a Europa a comprar sus cuadros, a París sobre todo, y Mariano Fortuny es un buen ejemplo de este tipo de comercio. Para un artista europeo era fácil encontrar un comprador americano, pero no lo era tanto para uno de su mismo país. Lo que decía París iba a misa en Estados Unidos y el dogma acabó convirtiéndose en algo opresivo.
obra
Aunque especializado en la pintura de historia -véanse las Hijas del Cid- Puebla también se interesó por los asuntos de "casacón", puesta de moda por Fortuny, como observamos en esta escena, una de las más logradas del género. Una joven, ayudada por su modista inclinada para ajustarle los encajes, se prueba un traje de manola ante un gran espejo. Tras ella podemos contemplar a la ayudante de la modista sujetando la chaqueta del traje mientras que sobre un taburete se aprecia la cesta donde se ha traído el vestido y los papeles de envolver; en otro taburete observamos la mantilla blanca que engalana el traje. La madre de la joven sigue atentamente la prueba sentada en una butaca sujetando en su mano derecha un abanico. La escena se desarrolla en el interior de un lujoso salón de paredes tapizadas en azul, adornado con suntuosos cuadros de gruesos marcos dorados, cortinajes y sillones azules, una tupida alfombra de variados colores, una araña de cristal, jarrones con plantas y una chimenea francesa encendida cubierta con una pantalla de cristal y bronce. La luz penetra en la estancia por una ventana abierta en la zona derecha, se refleja en el espejo, baña toda la composición y resalta las tonalidades azuladas que predominan en el conjunto. El estilo minucioso y preciosista de Puebla aumenta los detalles gracias a su espléndido dibujo, creando un ambiente elegante con el que nos narra la vida de la nobleza española del siglo XIX.
obra
Los médicos tampoco se libran del sarcasmo ácido y crítico de Goya. La Ilustración se ensañaba con algunos de los miembros de la actividad sanitaria a los que tildaba de ignorantes, representándolos en este caso como un burro. Su actitud pausada y seria da a entender que lo está haciendo perfectamente, pero el enfermo acabará falleciendo como contemplamos en su gesto.
obra
El título de esta estampa es suficientemente explícito; ¿de que sirve una taza de caldo ante el hambre que están sufriendo a diario? Las expresiones de las figuras vuelven a poner de manifiesto las impresionantes dotes de Goya como retratista.