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Declinar Eur liberal

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Con todo, Italia era en 1914 una monarquía liberal y constitucional. El Imperio alemán, regido por la Constitución de 1871, era un Estado "semiconstitucional", según la expresión de Max Weber. La Constitución había establecido, ciertamente, un sistema bicameral, con un Bundesrat o Consejo Federal de representación de los 25 Estados del Imperio, y un Reichstag, o Parlamento Imperial, de 397 diputados elegidos por sufragio universal masculino. Pero el Canciller era nombrado por el Kaiser y era responsable sólo ante éste y no, ante el Reichstag. Y, pese a la estructura federal, Prusia hegemonizaba el Imperio: controlaba el Ejército y la poderosa burocracia imperial; con 17 representantes en el Bundesrat podía ejercer poder de veto sobre todo lo actuado legislativamente, y, dada su extensión territorial, le correspondían más del 60 por 100 del total de escaños del Reichstag. Pues bien, Prusia se regía por un sistema de representación indirecta y de voto por clases, por el que el censo electoral se dividía en tres tercios en razón de los impuestos pagados por los contribuyentes, de forma que cada tercio elegía separadamente a sus compromisarios y éstos, a los diputados; eso hizo que, mientras en el Reichstag los partidos de centro y de izquierda tuvieran amplia representación, en el Parlamento prusiano, la mayoría conservadora fuese en todo momento abrumadora. El caso fue paradójico. El formidable desarrollo económico y social, educativo y cultural de Alemania -tal vez el hecho capital de toda la historia europea entre 1870 y 1914- no conllevó la modernización política del país.

No es que no hubiera una cierta evolución hacia el constitucionalismo (que la hubo, sobre todo desde 1890, como en seguida se verá). Pero, al cabo, resultó inoperante. Porque fueron los valores del nacionalismo y del militarismo, de la disciplina social, del orden, del conformismo colectivo y de la obediencia al poder -del "prusianismo", como lo definió Meinecke al reflexionar en 1946 sobre lo que llamó la "catástrofe alemana"- los que impregnaron la vida civil, la cultura política, la mentalidad general, de la Alemania imperial (como reflejó Heinrich Mann en su novela El súbdito, escrita en 1907 pero publicada en 1918 y subtitulada significativamente Historia del alma pública bajo el reinado de Guillermo II). Lo cierto es que, pese a ello, el reinado de Guillermo II (1888-1918) pareció nacer bajo los mejores auspicios para el futuro inmediato del liberalismo. El fulminante cese de Bismarck en marzo de 1890 por el nuevo Kaiser -un hombre de sólo 31 años, inteligente e idealista pero inconsistente, vanidoso y de decisiones arbitrarias e imprevisibles- abrió la posibilidad de que el sistema autoritario y de poder personal con que había gobernado el Canciller de hierro desde 1871 diera paso a un régimen parlamentario, liberal y democrático. Y en efecto, el nuevo Canciller, el general Leo von Caprivi (1890-94) inició un "nuevo curso" -así lo llamó- en la política alemana. Legalizó al partido socialista (prohibido desde 1878), buscó el entendimiento en el Reichstag con la oposición, aprobó un importante paquete de leyes laborales que amplió considerablemente el sistema social creado por Bismarck y firmó una serie de tratados comerciales con distintos países rebajando de forma notable la protección arancelaria, factor que aún potenciaría más el fuerte despegue industrial de Alemania.

Caprivi gobernó, pues, de manera cuasiconstitucional; a Guillermo II empezó a conocérsele como el "Kaiser de los obreros" (hecho importante para entender la progresiva integración de la clase obrera alemana en el sistema: la política social recibiría un nuevo y progresivo impulso en la etapa del canciller Bülow, 1900-1909, merced a las nuevas leyes de accidentes, invalidez, vejez, enfermedad y jornada de trabajo elaboradas por el ministro del Interior, conde Posadowsky). En cierto sentido, no hubo ya marcha atrás. Caprivi y sus sucesores -el príncipe Hohenlohe-Schillingsfürst, el conde Bernhard von Bülow, y Theobald von Bethmann-Hollweg- tuvieron que contar con el Parlamento por más que éste sólo tuviera legalmente poder de obstrucción. Necesitaron, al menos, el apoyo o de los centristas católicos -el partido del Centro fue el primer partido del Reichstag entre 1890 y 1912 o de los liberales de izquierda o progresistas, ya que la suma de conservadores y liberal-nacionales no llegó nunca a los 150 diputados (salvo en 1893 que llegó a 153). Caprivi mismo, antagonizado por los conservadores por su política arancelaria, se apoyó en los centristas (que acabaron finalmente por rechazar su política, lo que fue una de las causas de la caída del canciller). Bülow gobernó también con apoyo centrista hasta 1906. La oposición del Centro a la política colonial -tras estallar en 1904 la rebelión de los Hereros en el África sudoccidental- le forzó a recurrir entre 1907 y 1909 al sostén del bloque de conservadores, liberal-nacionales, progresistas y diputados antisemitas (11-13, con máximo de 21 en 1907).

Bethmann-Hollweg buscó, como Caprivi, el entendimiento con toda la oposición y muy especialmente -aunque sin éxito- con los socialistas del SPD, primer partido de la cámara desde 1912. El Reichstag, por tanto, tenía una presencia en la vida política incomparablemente superior a la que jamás tuvo en los años de Bismarck. Incluso tuvo autoridad suficiente como para reconvenir al propio Kaiser cuando éste hizo en octubre de 1908 unas imprudentes declaraciones al diario británico Daily Telegraph, en las que venía a decir que el pueblo alemán despreciaba a Inglaterra y casi amenazaba a Japón, Rusia y Estados Unidos con una acción conjunta de las flotas alemana e inglesa en el Pacífico. Bülow mismo dimitió en 1909 por una crisis parlamentaria: perdió el apoyo de los conservadores cuando propuso, por razones parlamentarias, la creación de un impuesto directo sobre las propiedades heredadas (aunque en su cese influyó la hostilidad que le guardó el Kaiser en razón del asunto de sus declaraciones al Telegraph). En los años de Bethmann-Hollweg, 1909-1917, incluso pudo pensarse que una alianza entre centristas, progresistas y socialdemócratas podría llevar a la implantación de un régimen plenamente constitucional y parlamentario: al fin y al cabo, el canciller dio en 1911 una Constitución muy democrática a Alsacia-Lorena y quiso reformar la prusiana. Progresistas y socialdemócratas promovieron desde 1910 una amplia campaña de propaganda y movilización en demanda, precisamente, del establecimiento de un régimen parlamentario y de una reforma del sistema electoral que potenciase el peso del voto urbano y pusiese fin a la ley de las tres clases en Prusia (y Sajonia).

En las elecciones de 1912, progresistas y liberal-nacionales formaron un bloque liberal y los socialistas les dieron su apoyo en la segunda vuelta: el nuevo Reichstag, compuesto de 110 socialistas, 91 centristas, 42 progresistas, 57 conservadores y 45 liberal-nacionales (el resto eran 13 antisemitas y 33 diputados de las minorías polaca, alsaciana y danesa), era el más democrático de todos los elegidos hasta entonces. Y sin embargo, el cambio no fue posible. Los católicos del Centro, con un electorado predominantemente agrario, eran demasiado conservadores para colaborar con progresistas y socialistas. Los liberal-nacionales y la derecha de los progresistas se alarmaron por el éxito del SPD (que suscitó una reacción casi histérica en los círculos conservadores). Bethmann-Hollweg no pudo, así, disponer de una mayoría estable: la vida parlamentaria quedó prácticamente bloqueada. La evolución hacia el constitucionalismo resultó, por tanto, inoperante. Partidos y Parlamento no eran, además, los únicos ámbitos de articulación política en el país. Ligas y sociedades, como la Sociedad Colonial Alemana, la Liga Agraria, la Liga Pangermánica, la Liga de los Industriales y la Liga Naval, más asociaciones de excombatientes, movimientos de estudiantes y similares, todas exaltadamente nacionalistas y muchas abiertamente antisemitas, tuvieron una influencia determinante. Al menos, la labor de propaganda realizada por alguna de aquéllas (la Liga Pan-Germánica) y la capacidad de presión de otras sobre los ámbitos de decisión política (la Liga Naval) fueron un factor decisivo en el giro que la política exterior alemana experimentó desde 1897, esto es, desde la llegada de Bülow a la secretaría de Exteriores, giro diseñado por la burocracia de ese ministerio -y especialmente, por el barón Holstein, "su eminencia gris" desde 1890 a 1906- y por los responsables de los Estados Mayores del Ejército y de la Marina (con el concurso del propio Kaiser y al margen, por tanto, del control parlamentario).

Ese giro, que se resumió en el concepto de Weltpolitik (Política mundial) lanzado por Bülow el 11 de diciembre de 1899 cuando todavía era secretario de Estado para Asuntos Exteriores, significó el abandono de las tesis de Bismarck -Alemania como potencia europea y continental- y la afirmación de Alemania como potencia mundial, como expresión de su capacidad industrial y financiera. El cambio fue precedido por el que a la larga resultaría ser un gravísimo error de la diplomacia alemana: la no renovación en 1890 del tratado secreto de contra-seguridad con Rusia suscrito por Bismarck en 1887, no renovación que le fue aconsejada a Caprivi -hombre, por lo demás, prudente y contrario a políticas mundiales y aventurerismos coloniales- por los responsables de Exteriores, con la idea de dar a Alemania una política de "manos libres" (según la tesis de Holstein de que, actuando libremente, Alemania podría arbitrar en su beneficio las tensiones existentes entre Gran Bretaña, Francia y Rusia). Porque, en efecto, aquella no renovación provocó la aproximación entre Francia y Rusia oficializada en la Alianza Dual de 1894, y fue el primer paso en una dirección que acabaría por crear, ya hacia 1907-09, una situación de aislamiento e, incluso, de cerco diplomático para Alemania. Eso no era así en 1890, y los diplomáticos alemanes contaban con que la relación personal entre Guillermo II y el zar Nicolás II bastaría para garantizar a Alemania las buenas relaciones con Rusia.

Pero, preventivamente, el Estado Mayor del Ejército, a cuyo frente Caprivi puso en 1891 al conde Alfred von Schlieffen (1833-1913), hizo ya de inmediato planes para una eventual guerra en dos frentes (francés y ruso). Aunque el Plan Schlieffen, base del ataque alemán de 1914, que preveía la eliminación inmediata del frente francés por una ofensiva relámpago sobre Francia a través de Holanda, Bélgica y Luxemburgo, no fue preparado hasta diciembre de 1905, Schlieffen había optado ya por esa tesis en 1892 y había convencido de su necesidad a Caprivi que, en consecuencia, presentó al Reichstag una nueva ley del Ejército que contemplaba importantes aumentos en los gastos militares, ley que, tras múltiples dificultades políticas, se aprobó finalmente en 1893. La "política mundial" vino inmediatamente después y consistió, básicamente, en una activa presencia internacional alemana en todos los escenarios de interés para las potencias -África, Asia, Oriente Medio-, y en el desarrollo de una "política naval", esto es, la construcción de una potente escuadra que garantizase su estatus como potencia mundial. El primer aldabonazo fue el telegrama que Guillermo II envió el 3 de enero de 1896 al Presidente de la república boer del Transvaal, Paul Kruger, felicitándole por su victoria ante la incursión armada contra su territorio realizada desde la colonia británica de Rhodesia por unos 500 hombres comandados por L. S. Jameson: fue el primer intento de afirmar el prestigio de Alemania en África (donde en 1884-85 Bismarck había establecido sin entusiasmo algunos protectorados sobre el África Sudoccidental, Camerún, Togo y Tanganika, lugares de asentamiento de algunas pequeñas colonias alemanas de iniciativa privada).

En noviembre de 1897, Bülow, secretario de Exteriores, declaró que Alemania pedía su "lugar bajo el sol". Al tiempo, el Gobierno presentó al Reichstag la ley naval preparada por el secretario de Estado de la Marina, almirante von Tirpitz, que preveía la construcción de 17 buques de guerra en siete años (ley aprobada, en medio del entusiasmo popular, en marzo de 1898; en 1900, fue aprobada una segunda ley naval que elevaba el número de barcos a construir a 36). En 1898, se creó la Liga Naval (Flottenverein), el principal instrumento en la movilización de la opinión y en la captación de recursos provenientes de algunos de los grandes industriales, como Krupp o Stumm-Halberg, en favor de la expansión naval. Ese mismo año, el Kaiser visitó Damasco y grupos financieros e industriales alemanes lograron del Sultán la concesión de la construcción del ferrocarril de Bagdad (que se iniciaría en 1903). Al tiempo, Alemania obtuvo de China la cesión de una base naval, y en 1899, adquirió a España las islas Carolinas, Marianas y Palau en el Pacífico y negoció con Estados Unidos la partición de las islas Samoa. Todo ello careció de valor económico. Las colonias suponían una población escasa (13 millones de habitantes), atrajeron poquísimos emigrantes (unos 24.000, cuando 2 millones de alemanes emigraron, en su mayoría a Estados Unidos, entre 1880 y 1914) y sólo representaron el 2 por 100 del total de la inversión exterior alemana (y menos del 0,5 por 100 de su comercio exterior).

La Weltpolitik, las colonias, la construcción de la escuadra, podían revelar las aspiraciones alemanas a la hegemonía mundial, según la conocida, celebrada y controvertida tesis expuesta por el historiador Fritz Fischer en su libro Griff nach der Weltmacht (La pugna por el poder mundial), de 1961. Pero no eran el resultado "inevitable" de la expansión económica del país: Bismarck mismo había seguido la política opuesta, una política de equilibrio y contención. La "política mundial" respondía a consideraciones de prestigio militar y nacional, y fue inspirada sobre todo -como ya ha quedado dicho- por los responsables de la diplomacia y los estrategas del Ejército y la Marina alemanes. Fue, además, una política inconsistente o al menos zigzagueante, pues Alemania jugó de forma distinta en cada coyuntura concreta según conviniera a sus intereses, pero que sin duda contribuyó al aumento de la tensión internacional (aunque no fuese una política deliberadamente belicista) y que, además, resultó en el aislamiento internacional de Alemania. En efecto, el Telegrama Kruger fue en apariencia un gesto estúpido aunque inocuo, pero a la larga resultó un nuevo error de la diplomacia alemana, pues suscitó una profunda desconfianza en Gran Bretaña con consecuencias evidentes para la política exterior de esta última. La diplomacia alemana erró al creer que las rivalidades coloniales de Gran Bretaña con Francia en África -puestas de relieve en el incidente de Fashoda de 1898-, y con Rusia en las zonas fronterizas de India, Persia y Afganistán (aquel "gran juego" en el que se vio envuelto Kim, el protagonista de la conocida novela de Kipling, publicada en 1900), harían imposible la aproximación de Gran Bretaña a la Alianza Dual franco-rusa.

De hecho, la Weltpolitik irritó a todos. La política de penetración en Oriente Medio chocó con los intereses rusos en los Balcanes y en el Cáucaso. Pese a todas las manifestaciones de amistad entre Guillermo II y Nicolás II, Alemania fue totalmente neutral en la guerra ruso-japonesa de 1904-5. Su apoyo, poco después, en 1908, a Austria-Hungría en la cuestión de la anexión de Bosnia-Herzegovina -provocación evidente a Serbia, país eslavo y muy afín a Rusia- suscitó malestar y alarma en los dirigentes rusos: desde ese momento, Rusia no hizo sino reforzar su política de alianza con Francia y estrechar, así, el cerco a Alemania. Alemania no supo entender bien las implicaciones que para Gran Bretaña y su política exterior tuvieron las numerosas dificultades con que el país hubo de enfrentarse en los últimos años del siglo. De hecho, marcaron el fin del "espléndido aislamiento" del Imperio Británico: mostraron a sus dirigentes la necesidad de alianzas. Gran Bretaña no descartó inicialmente lograrlas con la propia Alemania (incluso, a pesar del telegrama Kruger): fue Alemania, por influencia otra vez de Holstein, quien rechazó esa posibilidad, ofrecida en varias ocasiones entre 1899 y 1901 por el gobierno conservador de Salisbury, a instancias de su ministro para las Colonias, Joseph Chamberlain. Luego, las posibilidades de un acercamiento germano-británico fueron haciéndose cada vez más difíciles. Hechos como la presencia alemana en Oriente Medio favorecieron poco, pues Gran Bretaña entendió que afectaba a sus posesiones en la India y Persia.

Pero sobre todo, la política naval de Tirpitz constituía ciertamente una amenaza directa a la hegemonía marítima británica que Inglaterra no podía dejar sin respuesta. Y que, en efecto, provocó una verdadera rivalidad entre ambos países y desencadenó una peligrosa carrera de armamentos entre ellos. Tras el nombramiento de lord John Fisher (1841-1920) como responsable de la Marina entre 1904 y 1910, Gran Bretaña emprendió la reconstrucción de su marina de guerra sobre la base de un nuevo y formidable buque, el super-acorazado Dreadnought- en 1914, Gran Bretaña tenía 19, y Alemania 13- y replanteó toda su estrategia naval, sobre la nueva hipótesis de la amenaza alemana en el Mar del Norte. La Weltpolitik propició, además, a pesar de Fashoda, la aproximación franco-británica, impulsada por parte inglesa por los ministros de Exteriores Lansdowne (1900-5) y Grey (1905-16), y aun por el propio rey Eduardo VII, y por parte francesa por quien fuera titular de la misma cartera entre 1898 y 1905, Theophile Delcassé, deseoso de reforzar en sentido anti-alemán la posición internacional de Francia. La Entente Cordiale entre ambos países se firmó el 8 de abril de 1904. No era una alianza militar formal pero presuponía la asistencia entre ambos países si las circunstancias lo requerían. El aislamiento alemán era, pues, cada vez más evidente. En marzo de 1905, como respuesta a la cada vez mayor penetración de Francia en Marruecos, el Kaiser Guillermo II, a instancias de Bülow, desembarcó en Tánger y pronunció un amenazante discurso en el que vino a manifestar el apoyo alemán a la independencia de Marruecos.

Alemania había querido poner a prueba la consistencia de la entente franco-británica. El resultado fue un nuevo fracaso para sus intereses. En la conferencia internacional que, por iniciativa norteamericana y para tratar de la crisis marroquí se reunió en Algeciras entre enero y abril de 1906, Alemania, cuyos diplomáticos habían buscado la condena del expansionismo francés, salió plenamente derrotada: no tuvo más que el apoyo tibio de Austria-Hungría. Lo que era peor, Gran Bretaña fue en todo momento el principal defensor de las posiciones de Francia. Más aún, la diplomacia francesa buscó a partir de entonces la aproximación entre Rusia y Gran Bretaña, viendo con inteligencia que Rusia estaba en situación de gran debilidad tras su derrota en la guerra con Japón en 1905 y que, por tanto, se avendría a hacer concesiones a los ingleses en Persia y en la India. Y en efecto, británicos y rusos firmaron el 31 de agosto de 1907 en San Petersburgo un convenio, la Entente anglo-rusa, para definir sus respectivas esferas de influencia en Persia y Afganistán. No fue un acuerdo tan firme como la entente anglo-francesa, y no era un convenio anti-alemán, pero completó la Alianza Dual franco-rusa y la citada entente anglo-francesa, por lo que desde 1907 pudo hablarse de colaboración entre Gran Bretaña, Francia y Rusia (que el 3 de septiembre de 1914 se convertiría en alianza militar). Algeciras puso de relieve el aislamiento al que habían llevado a Alemania el Kaiser, Bülow y Holstein; Bülow mismo habló por entonces de cerco.

De hecho, hacia 1907, Alemania sólo tenía un aliado, Austria-Hungría, amistad reforzada después de que Alemania apoyara incondicionalmente a esta última, como ya se indicó, en la crisis de Bosnia-Herzegovina de octubre de 1908 (que anticipó el tipo de reacciones que se producirían en julio de 1914 y que llevaron a la guerra mundial). Italia, que seguía integrando con Alemania y Austria-Hungría la Triple Alianza propiciada por Bismarck en 1882, se había ido alejando y aproximándose a Francia y Gran Bretaña, con vistas a defender sus intereses en el Mediterráneo. En 1906, cesó Holstein, y en 1909, Bülow. El sucesor de éste, Bethmann-Hollweg fue, como en política interior, más prudente. Pero la política exterior alemana no se alteró sustancialmente. Así, el 1 de julio de 1911, el cañonero alemán Panther fue enviado a Marruecos, a Agadir -probablemente sin conocimiento previo del canciller- para proteger los intereses alemanes, ante el incumplimiento por Francia de los acuerdos de Algeciras, y la tensión entre Francia y Alemania volvió a ser extrema. Que finalmente la crisis se solucionase después que Alemania reconociera los derechos de Francia en Marruecos y Francia hiciera concesiones territoriales en el Congo; que Gran Bretaña y Alemania colaborasen para ejercer una presión moderadora sobre Austria-Hungría y Rusia durante las guerras balcánicas de 1912-13, resultaba, por tanto, engañoso. En 1912, el ministro de la Guerra británico, Lord Haldane, visitó Alemania para tratar de llegar a algún acuerdo sobre la carrera naval: los alemanes exigieron la firma de un tratado de no-agresión, propuesta inaceptable pues ello habría significado el fin de la entente con Francia.

Ésta era ya uno de los pilares esenciales de la política exterior británica. Haldane mismo, el gran reformador del Ejército británico entre 1902 y 1912 (creó, entre otras cosas, el Estado Mayor general y el Ejército Territorial) creó también una Fuerza Expedicionaria de varias divisiones para intervenir en Francia en caso de agresión alemana. Las políticas militar y naval dirigidas por los almirantes von Tirpitz y von Müller, jefe del Gabinete Naval del Kaiser desde 1906, y por el general von Moltke, que sustituyó en 1905 a von Schlieffen como jefe del Estado Mayor General del Ejército, y por el propio Kaiser, determinaban e incluso dictaban la política exterior de Alemania. Tirpitz supo siempre que su política naval implicaba el "riesgo calculado" de guerra, pues amenazaba a todos sus vecinos e, incluso, a Gran Bretaña. Moltke, que no era un belicista, que siempre dudó de la eficacia del Plan Schlieffen y de la capacidad militar de Alemania, estaba, sin embargo, convencido de que la guerra era inevitable y, por eso mismo, se inclinaba por que Alemania provocase una guerra preventiva antes de que sus enemigos -Francia, Rusia, Gran Bretaña- pudieran prepararse debidamente. Hacia 1910-14, los responsables de la política alemana -Bethmann Hollweg, los secretarios de Exteriores Kiderlen-Wächter y von Jagow, el propio Guillermo II que, pese a sus muchos gestos y bravatas, nunca quiso la guerra- parecían incapaces de rectificar la lógica impuesta en los años anteriores por la Weltpolitik y la política naval.

Lo grave era que la propia opinión pública parecía ganada por los valores del pangermanismo y del militarismo. El prestigio social de los oficiales del Ejército -y sobre todo, de los de Estado Mayor vinculados mayoritariamente a la vieja nobleza prusiana- era inmenso. Probablemente, una mayoría de alemanes creía en aquella afirmación de Treitschke de que el Ejército era, sencillamente, la expresión de las fuerzas vitales de la nación. Por lo menos, el germanista inglés J. A. Cramb decía a principios de 1913 que las ideas de Treitschke dominaban a la juventud alemana. El mismo Cramb observaba que en Alemania se publicaban unos 700 libros al año dedicados a temas bélicos. El excepcional éxito que en 1912 tuvo el del general Friedrich von Bernhardi, Alemania y la próxima guerra, parece revelador: su tesis era que o Alemania se desarrollaba y mantenía como un imperio y una potencia militar mundial -lo que suponía acabar con la hostilidad de Francia por la fuerza de las armas- o la civilización alemana dejaría de existir. Precisamente, ese fue el argumento -la defensa de la civilización alemana- con que, en 1914, la casi totalidad de los intelectuales alemanes (la excepción fue Hermann Hesse) legitimó su apoyo incondicional y entusiasmado a la guerra.

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