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Desde mediados del siglo XVII, China había disfrutado del sólido gobierno de la dinastía manchú. Sin embargo, durante las primeras décadas del XIX, el sistema administrativo y su ejército fueron perdiendo eficacia. A pesar de ello, los chinos siguieron convencidos de que la suya era la civilización central del mundo. La falta de contacto con los europeos se consideraba como una merma para los "bárbaros" de occidente más que para China. En su vasto y complejo Imperio, los chinos no experimentaban ninguna sensación de aislamiento. No obstante, en el mismo período en que las instituciones chinas se hundían, los países occidentales se estaban modificando vigorosamente por la revolución industrial y el sistema liberal. El período que abarca las décadas de 1830 a 1880 es el que corresponde al impacto sobre China de los países occidentales europeos y de los occidentalizados, como Japón y Estados Unidos. China vivía en un régimen de tratados desiguales impuestos por las potencias occidentales. Existían una serie de puertos francos en los que la soberanía china era puramente formal. Los ingresos aduaneros, en estos puertos, eran supervisados por los occidentales en nombre de China. Así surgió la figura del Inspector General de Aduanas, que en buena parte era quien dirigía el comercio del país. Durante un dilatado período de tiempo, entre 1863 y 1908, este cargo estuvo en manos del influyente británico sir Roben Hart. Los blancos, salvo los misioneros, sólo estaban autorizados a residir en los puertos francos, aunque tenían derecho de tránsito por el resto de China, sin pagar aduanas interiores.

A cambio, los blancos no estaban sometidos a la jurisdicción china por la desigualdad del sistema legal. Su importancia en China fue decisiva. Poseían las principales empresas comerciales y financieras. Entre ellos destacaban los ingleses, con más de 400 casas comerciales, los bancos de Shanghai y Hong-Kong y la soberanía plena en este pequeño territorio, lo que permitía, entre otras ventajas, la permanencia de una flota inglesa. Como acabamos de ver, en los años ochenta, los territorios limítrofes con China habían pasado a depender de Francia, Gran Bretaña y Rusia. Un nuevo país, Japón, entró en competencia en su aspiración para tomar posiciones privilegiadas en China. Rusia, que se había extendido hasta el extremo oriental, aspiraba a Manchuria y Corea. Francia deseaba las zonas chinas adyacentes con Tonkin, Gran Bretaña se orientaba a obtener la cuenca del Yangtsé que sirviese para hacer más eficaces los intereses británicos de Hong-Kong y Shanghai. Japón, fortalecido y occidentalizado, no estaba dispuesto a aceptar que Rusia extendiese su influencia en el norte de China ni que este último país lo hiciera con Corea. Teóricamente, el emperador chino ejercía una soberanía sobre Corea que en los años noventa era meramente nominal. Sin embargo, Japón, en 1876, había conseguido de Corea un tratado comercial beneficioso que incluía la apertura de tres puertos comerciales y la jurisdicción japonesa para los ciudadanos de este país que vivieran en ellos.

En 1884 tuvo lugar un enfrentamiento entre Japón y China a causa de estos puertos. El acuerdo de 1885 entre Pekín y Tokio suponía que ambos países se retiraban de Corea y se atribuían la intervención simultánea en caso de necesidad. Una intervención china, en 1894, en asuntos internos coreanos llevó a Japón a enviar tropas, que fueron cinco veces más numerosas que las chinas. La situación predominante de Japón fue aprovechada para expulsar a China de Corea. China declaró la guerra a Japón en agosto de 1894. Una guerra en la que la eficacia de Japón demostró al mundo hasta qué punto se había producido una modernización tras la revolución Meijí. Las tropas japonesas ocuparon Manchuria meridional (Liao-Tung), China sufrió una severa derrota y se vio obligada a firmar el tratado de Shimonoseki (abril de 1895), por el que se reconocía la independencia de Corea y cedía a Japón la península de Liao-Tung y algunas islas, entre las que destacaba Taiwan. Además, obtuvo todos los privilegios de que gozaban las grandes potencias occidentales en China. Rusia no estaba dispuesta a aceptar la nueva posición del Japón y especialmente su clara determinación a impedir la influencia de Rusia en Manchuria. Efectivamente, la base rusa de Port Arthur peligraba con la anexión de la península de Liao-Tung. Así pues, Rusia, con el apoyo de Francia y Alemania, obligó a Japón a renunciar a dicha península a los pocos días del tratado de Shimonoseki. La rivalidad que daría lugar a un enfrentamiento entre Rusia y Japón se pospuso, aunque tendría lugar antes de diez años. Si las potencias enfrentadas medían sus fuerzas, lo que todas comprendieron fue la debilidad de China, que aprovecharon para exigir de este país determinadas concesiones. Antes de terminar el siglo XIX, China estaba repartida en áreas de influencia política y económica bajo el control de las potencias extranjeras. Por otra parte, estaba claro que el predominio en el Extremo Oriente pasaba a Japón.

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