La Guerra de Independencia y el 98

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América: problemas

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El Grito de Baire, el 24 de febrero de 1895, inició la Segunda Guerra de Independencia en Cuba. La crisis azucarera que siguió al derrumbe de los precios internacionales del azúcar en 1884 y el descontento que se generalizó en la isla permitieron ampliar la base social del movimiento emancipador, al contrario de lo ocurrido en la Guerra de los Diez Años. Contando con el respaldo popular necesario y el problema del liderazgo garantizado, la guerra avanzó rápidamente. Los generales Antonio Maceo y Máximo Gómez y José Martí se constituyeron en los principales líderes de la revolución. Pese a los esfuerzos del gobernador general de la isla, Arsenio Martínez Campos, la rebelión se afianzó y los rebeldes controlaron rápidamente la parte oriental de Cuba. En diez meses la insurrección se había extendido a toda la colonia y en España el gobierno se propuso someterla a cualquier precio. A fines de 1896 los efectivos españoles al mando del general Valeriano Weyler habían aumentado a 200.000 hombres y la represión se endureció, pero pese a ello no se pudo invertir el resultado de los enfrentamientos. Si las pérdidas entre los rebeldes fueron cuantiosas, por la política de tierra arrasada practicada por los españoles, éstas no fueron menores en las filas metropolitanas. En toda la contienda los españoles perdieron más de 62.000 hombres, lo que fue una sangría considerable.

El gobierno de los Estados Unidos, que durante mucho tiempo había ambicionado la adquisición de la isla, temía el estallido de una revolución social en Cuba que afectara los intereses de sus inversionistas y recelaba de la capacidad pacificadora del gobierno español. Las ambiciones anexionistas estadounidenses habían sido condenadas por Martí, que las veía como una seria amenaza para la independencia, pero su muerte, en 1896, le impidió consolidar su posición dentro de las filas del movimiento independentista. La vuelta de los liberales al gobierno español, permitió establecer un gobierno autonomista en La Habana, en enero de 1898. La marcha atrás de la política metropolitana situó nuevamente al conflicto en un momento de gran indefinición, agravado por el rechazo de los sectores más radicales a la propuesta pacificadora de los españoles. En esas mismas fechas, el gobierno de Estados Unidos envió el crucero Maine a La Habana, con la misión de proteger los intereses norteamericanos. El 15 de febrero, en un confuso accidente aún hoy explicado de maneras muy diversas y contradictorias, el crucero ardió y ese fue el pretexto para que los Estados Unidos declararan la guerra a España e intervinieran en Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Su superioridad militar se impuso rápidamente, tal como se reflejó en los enfrentamientos navales de Santiago de Cuba y Cavite, de resultado nefasto para las fuerzas españolas. La resolución de la guerra le valió a España la pérdida de Cuba y Puerto Rico, en el Caribe y de las Filipinas y Guam, en el Pacífico.

En América Latina los sucesos de 1898 sonaron como un aldabonazo para la conciencia de algunos intelectuales, preocupados por el poderío de los Estados Unidos y por los efectos nocivos que podría tener sobre el resto del continente la perpetuación de políticas semejantes. Desde México hasta el Cono Sur surgieron voces que alertaban sobre los peligros del imperialismo y del expansionismo norteamericano, aunque los gobiernos, y sus diplomacias, adoptaron posiciones más cautelosas. Este fue el caso de Argentina, que rápidamente declaró su neutralidad en el conflicto. Después de la guerra de 1898 los caminos seguidos por Cuba y Puerto Rico se separaron, de acuerdo con las posturas de sus grupos dominantes frente a la independencia. El Tratado de París convirtió a Puerto Rico en una posesión norteamericana, pero la invasión de 1898 no significó únicamente un cambio de metrópoli, sino que también cambió las relaciones económicas con sus dominadores. De estar a fines del siglo XIX bajo el control de una metrópoli proteccionista pasaron, a principios del XX, a manos de una gran potencia capitalista, con una economía abierta y en franca expansión. En Cuba, el esquema político se había complicado, ya que al enfrentamiento entre los partidos políticos locales se sumaba la dominación económica, militar y política de los Estados Unidos, que a su vez se oponían al avance del liberalismo. Los liberales habían apoyado la emancipación, mientras que los conservadores se habían mantenido a favor de la vinculación imperial.

La Constitución de 1900, aprobada por una convención dominada por los liberales, incluía el sufragio universal y la representación de las minorías en el Parlamento, lo que dificultaría en el futuro la gobernabilidad de la isla. Entre el 1 de enero de 1899 y mayo de 1902, Cuba estuvo bajo una administración militar, lo que no agradaba en absoluto a los independentistas, que veían como los Estados Unidos relevaban en el poder a España. El primer presidente de Cuba, Tomás Estrada Palma, era un liberal moderado que fue el candidato de una amplia coalición de liberales y conservadores. La enmienda Platt, aprobada por el Congreso norteamericano en febrero de 1901, e incorporada por la presión norteamericana al texto constitucional, concedía a los Estados Unidos la posibilidad de intervenir en la isla cuando lo consideraran oportuno, con el objeto de salvaguardar la libertad, la propiedad individual y los intereses norteamericanos. A partir de 1903 Cuba arrendó a los Estados Unidos, por 200 dólares anuales, la zona de Guantánamo, que sería utilizada como base naval, en una situación que se mantiene hasta nuestros días. Una de las consecuencias de las garantías otorgadas por la enmienda Platt a los capitales norteamericanos fue el incremento de las inversiones de este origen en Cuba, que llegaron a ser casi la cuarta parte del total de las inversiones norteamericanas en América Latina. En 1896, las inversiones sumaron casi 50 millones de dólares, pasaron a 220 en 1913 y a 919 en las vísperas de la Gran Depresión, concentrándose de forma preferente en el sector azucarero, pero cubriendo también otras áreas, especialmente en el sector servicios (comercio, banca, turismo, etc.

). En 1902 se firmó un acuerdo comercial entre Cuba y los Estados Unidos, que complementaba desde el punto de vista económico la enmienda Platt. Los Estados Unidos redujeron un 20 por ciento las tarifas aduaneras aplicadas a diversos productos cubanos, entre ellos el azúcar y el tabaco, que dominaban ampliamente las exportaciones. Cuba redujo entre un 20 y un 40 por ciento los aranceles a los productos norteamericanos, preferentemente manufacturas. El espectacular crecimiento del comercio cubano-norteamericano, que entre 1904 y 1928 se multiplicó por cinco, fue consecuencia directa del tratado. Las exportaciones cubanas que eran el 16,6 por ciento del total del azúcar consumido en Estados Unidos pasaron al 28,2 por ciento entre 1897/1901 y 1932. Un crecimiento más espectacular tuvo la producción de Puerto Rico, que en las mismas fechas pasó de significar el 2,1 por ciento del consumo al 14,7 por ciento. El crecimiento de la industria azucarera de Puerto Rico se debió a fuertes inversiones de capital norteamericano, en un muy corto espacio de tiempo, en tierras y maquinaria. Puerto Rico se convirtió en monoproductor de azúcar, con el consiguiente retroceso de los cultivos de café (que había conocido una gran expansión en las dos últimas décadas del siglo XIX) y del tabaco. En Puerto Rico, después de la división del Partido Autonomista, en 1897, y como consecuencia de la invasión norteamericana, se produjo la reorganización de las fuerzas políticas locales, afectando profundamente a la gran "familia puertorriqueña".

Se crearon dos partidos: el Federal y el Republicano. El Federal representaba los intereses de los hacendados y pretendía mantener su hegemonía social, mientras que el Republicano era la expresión de los sectores urbanos en ascenso, que abogaban por la creación de un sistema social y político liberal y moderno. Para muchos puertorriqueños la invasión de 1898 simbolizó la llegada del liberalismo y la modernidad, el fin de largos siglos de dominación colonial. Con el correr del tiempo, la postura frente a la dominación norteamericana se convirtió en un factor de identificación política y de división entre los puertorriqueños, que debían optar por permanecer vinculados a los Estados Unidos o por el más dificil y costoso camino de la independencia. Hasta el momento, los partidarios de mantener los vínculos con los Estados Unidos siguen siendo mayoritarios.

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