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Desafío al liberalis

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Lord Acton, pues, estaba en lo cierto. Salvo en el caso de Noruega -donde en 1905, tras que el Parlamento declarara rota la unión personal con Suecia establecida en 1814, se produjo una transición tranquila hacia la independencia-, el nacionalismo parecía marcado por la ruina moral y material. Suponía, en todo caso, un tipo de reacción emocional de masas muy diferente del mesurado y racional gradualismo liberal decimonónico, y sólo por eso, representaba una verdadera amenaza al liberalismo político. El nacionalismo era, cuando menos, una de aquellas fuerzas colectivas que, antes de que estallase la crisis mundial de 1914, trabajaban para la guerra, según la tesis que el historiador judío francés Élie Halévy (1870-1937) expuso en unas conocidas conferencias que, bajo el título de Una interpretación de la crisis mundial de 1914-18, pronunció en Oxford en 1929. El socialismo era, en esa tesis, la fuerza que trabajaba para la revolución: guerra y revolución convergieron -para Halévy- en la crisis de 1914-18, de la que nacieron los fascismos y comunismos que configuraron lo que llamó, como veremos, la era de las tiranías. Lo que es ciertamente indiscutible es que los años 1880-1914 vieron una movilización política y laboral de los trabajadores industriales de naturaleza distinta y muy superior en amplitud y extensión a todo lo que se había conocido previamente. Ello se tradujo, de una parte, en la generalización de huelgas y conflictos sociales en prácticamente toda Europa; y de otra, en la creación y crecimiento de partidos socialistas, sindicatos y otros tipos de organización obrera, y en la extensión de ideologías y formulaciones políticas -socialismo, sindicalismo revolucionario, sindicalismo cristiano, cooperativismo, anarcosindicalismo y similares que intentaban explicar la naturaleza del problema social en la sociedad industrial y fundamentar la actuación pública de los trabajadores.

El Partido Social-Democrático alemán (SPD) se creó en 1875 por fusión de dos partidos obreros anteriores (la Asociación General de Trabajadores Alemanes creada en 1863 por Ferdinand Lasalle, y el Partido Social-Demócrata de los Trabajadores creado en 1869 por August Bebel y Wilhelm Liebknecht). En 1879, se crearon el Partido Socialista Obrero Español y la Federación del Partido de los Trabajadores de Francia (luego, Partido Obrero de Francia) dirigido por Jules Guesde, y al año siguiente, los partidos socialistas de Austria, Suiza y Dinamarca; en 1885, el Partido Obrero Belga; en 1889 el Partido Socialdemócrata sueco; en 1892, el Partido Socialista Italiano (por fusión, también, de pequeños partidos socialistas anteriores); en 1894, el holandés; en 1898, en la clandestinidad, el Partido Social-Demócrata Ruso, por iniciativa de Georgi V. Plekhanov. En 1900, se constituyó en Inglaterra el Comité de Representación Laborista, por iniciativa de los sindicatos británicos, del pequeño Partido Laborista Independiente -que había creado en 1893 el minero escocés James Keir Hardie (1856-1915)- y de la Sociedad Fabiana, sociedad de debates formada en 1884 por un grupo de intelectuales reformistas (G. B. Shaw, Beatrice y Sidney Webb, Annie Besant y otros): en 1906, el Comité cambió su nombre por el de Partido Laborista. El éxito de esos partidos distó mucho de ser inmediato. En Gran Bretaña, el país más industrializado y desarrollado de Europa, los laboristas sólo tenían 2 diputados en 1900, 30 en 1906, 40 en 1910 y 63 en 1918.

Fue en 1922 cuando, con sus 142 diputados y el 29,5 por 100 de los votos, el Partido Laborista se convirtió en el segundo partido del país y en alternativa de poder a los conservadores. En Francia, Alemania, Italia y Austria, la ruptura electoral socialista se produjo entre 1910 y 1914 y no, antes. En Francia, lo impidió la propia división socialista en casi media docena de pequeños partidos. Precisamente, la fusión de dos de ellos en 1905 en lo que se llamó Sección Francesa de la Internacional Obrera cambió la situación: la SFIO tuvo ya en 1906 52 diputados, 75 en las elecciones de 1910 y 103 en las de 1914. En Alemania, la razón fue, primero, que el SPD fue legalizado entre 1878 y 1890 (había tenido 12 diputados en 1877 y pasó a 40 en 1893, 56 en 1898 y 81 en 1903); pero también, que los restantes partidos, incluidos los gubernamentales, retuvieron un amplio apoyo electoral, como se vio en las elecciones de 1907, en las que el SPD sufrió un descalabro electoral que le dejó con 43 diputados. En Italia, donde también el PSI fue legalizado en 1898-00, la desmovilización del país, el clientelismo y la corrupción electoral - sobre todo, en el Sur- dificultaron seriamente la acción del partido que, no obstante, logró 28 diputados y el 20 por 100 del voto en 1904, 41 y 19 por 100 en 1909 y, finalmente, 79 diputados y 22,8 por 100 de los votos en 1913, tras la entrada en vigor del sufragio universal. Pero, con todo, el avance socialista -que culminó en 1912 cuando el SPD, con 110 diputados y más de 4 millones de votos, se convirtió en el primer partido del Reichstag alemán- fue muy notable: en la inmediata postguerra, en las elecciones de los años 1918-22, los socialistas aparecieron como la primera fuerza electoral en Austria, Alemania, Finlandia, Italia, Noruega, Suecia y Checoslovaquia, y como una de las principales en Francia, Bélgica, Gran Bretaña, Dinamarca, Holanda y Suecia.

Igualmente importante fue la creación de sindicatos y su concentración progresiva en grandes centrales sindicales. En Gran Bretaña, donde las asociaciones obreras se remontaban a finales del siglo XVIII y donde desde la década de 1830 habían proliferado los sindicatos locales de oficio, se constituyó en 1868 el Trade Union Congress (TUC, Congreso de los Sindicatos), como organismo de integración y coordinación sindical. Aunque tardó en adquirir una estructura centralizada, el TUC agrupaba ya en 1893 a 1.279 sindicatos y rebasaba la cifra de millón y medio de afiliados, y en 1914, contaba con 1.260 sindicatos y con 4.145. 000 afiliados. En Alemania, se crearon, también en 1868, organismos centrales de los sindicatos socialistas o libres (Freien Gewerkschaften) y de los llamados sindicatos alemanes, inspirados por el partido liberal, y, más tarde, sindicatos cristianos siguiendo las ideas del obispo Ketteler, tras el éxito de la Unión de mineros de Essen (1894). En 1913, los sindicatos socialistas tenían unos 2,5 millones de afiliados, los liberales más de 100.000 y los cristianos en torno a los 350.000. En Francia, la tradición apolítica, anti-estatista y localista, de raíz proudhoniana, de obreros y artesanos hizo que las "bourses du travail" especie de cámaras de trabajo locales creadas a partir de 1887, que servían como agencias de colocación, centros de recreo y educación y como asociaciones profesionales de los obreros-tuvieran mayor desarrollo que los propios sindicatos, entre los cuales sólo los sindicatos mineros, los textiles del Norte -vinculados al P.

O. F. de Guesde- y los de algunos oficios especializados adquirieron verdadera fuerza e influencia social. Por iniciativa de Fernand Pelloutier (1867-1901), un antiguo anarquista de origen modesto, sin estudios y gran organizador, las bourses (157 en 1907) se organizaron en 1892 en una Federación Nacional, a la que Pelloutier llevó hacia la fusión con la Confederación General del Trabajo, una central creada en 1895 que agrupaba a distintos sindicatos, con la idea de hacer de la huelga general pacífica el instrumento de la revolución proletaria, y de los sindicatos, el órgano esencial de la lucha de clases. La fusión se produjo en 1902: la CGT -que en 1906 adoptó la ideología sindicalista revolucionaria- se aproximaba en 1914 al millón de afiliados. En España, los socialistas crearon la Unión General de Trabajadores en 1888; los anarquistas, la Confederación Nacional del Trabajo, en 1911. En Italia, distintos sindicatos de orientación socialista, anarquista y sindicalista se fusionaron en 1906 en la Confederación General Italiana del Trabajo (CGIL): en 1907, tenía 684.046 afiliados; en 1914, 961.997. Sin duda, la ampliación de los electorados, la paulatina cristalización de las libertades políticas y la gradual socialización de la política favorecieron en toda Europa la acción de los partidos socialistas; el reconocimiento parcial, desigual, lento y contradictorio del derecho de asociación sindical y la despenalización de las huelgas (en 1874, en Gran Bretaña; en 1881, en Alemania; en 1884, en Francia, y así sucesivamente) favoreció la labor de los sindicatos.

La gran huelga de estibadores -dirigida por Ben Tillet, Tom Mann y John Burns- que paralizó el puerto de Londres en agosto de 1889 marcó el comienzo de lo que en Inglaterra se llamó nuevo sindicalismo: la organización de trabajadores especializados y no especializados en grandes federaciones nacionales de industria (como la Federación de Mineros de Gran Bretaña o el Sindicato de Trabajadores Portuarios creados en aquel año o la Federación Nacional de Trabajadores del Transporte, fundada en 1910). La conflictividad huelguística fue, en la década de 1890, alta, con un máximo de 906 huelgas en 1896; disminuyó entre 1901 y 1910, pero rebrotó con especial intensidad entre 1911 y 1914, registrándose un máximo de 1.459 huelgas en 1913. Huelgas como la de los mineros de Gales de 1910, que duró 10 meses y provocó diversos incidentes de orden público -al extremo de que el Gobierno hizo intervenir al Ejército-, o como las de estibadores y ferroviarios de 1911 y como la huelga general de mineros de febrero a abril de 1912, pusieron la cuestión social en el primer plano de la vida política y de la preocupación colectiva del país. Una gran huelga de mineros del Ruhr tuvo para la historia laboral de Alemania significación parecida a la de la huelga del puerto de Londres para la historia británica (y se produjo, además, en el mismo año, 1889): fue el detonante de la conflictividad moderna, esto es, de la movilización de los grandes sectores del mundo industrial, mineros, siderúrgicos, ferroviarios y metalúrgicos.

Un total de 25.468 huelgas se registraron entre 1891 y 1910. Sólo en 1912, hubo un total de 2.834 huelgas con 1.031.000 huelguistas (entre ellas, una huelga general en las minas en la que participaron unos 250.000 mineros). En Francia, el número de huelgas fue menor, probablemente por la misma estructura de las industrias (de pequeñas dimensiones, como ya se dijo, y poco concentradas geográficamente). Pero también allí, de una media de unas 100 huelgas anuales en la década de 1880 se pasó a unas 1.000 huelgas por año entre 1900 y 1910. En 1906, se registraron un total de 1.309 huelgas -entre ellas, una huelga general nacional en el mes de mayo por la jornada de 8 horas- que supusieron la pérdida de unos 9 millones de días de trabajo. En 1910, hubo otras 1.502 huelgas y cuando, en octubre, los ferroviarios declararon la huelga general del sector, el Gobierno, presidido por Briand, militarizó a los trabajadores: 200 dirigentes de éstos fueron detenidos, y unos 3.300 activistas perdieron su trabajo. En Italia, donde todavía en los años 1885-95 se registraban en torno a las 100-200 huelgas por año, se pasó a cifras como 1.042 huelgas industriales y 629 agrarias en 1901, y 1.881 y 377, respectivamente, en 1907. En el curso de los desórdenes que estallaron en Milán en mayo de 1898 -protestas callejeras contra los precios del trigo, arresto de dirigentes socialistas, declaración de la huelga general local-, murieron unos 80 trabajadores y otros 450 resultaron heridos.

Hubo, luego, numerosas huelgas generales de alcance local (en Milán en 1907; en Roma, Turín, Génova en 1908, etcétera) y varios intentos de desencadenar la huelga general nacional, en concreto en septiembre de 1904 -con éxito parcial en Milán, Génova y Turín-, en septiembre de 1911-contra la guerra de Libia, que, en general, fue un fracaso-, y en los días 7-16 de junio de 1914, la llamada "settimana rossa" (semana roja), especie de revuelta casi-insurreccional generalizada, provocada por la muerte de tres manifestantes anti-militaristas en Ancona, pero contenida por las fuerzas del orden con un balance de 16 muertos y 450 heridos. Como en el resto de Europa, los años 1910-14 fueron en Italia particularmente conflictivos. Hubo 1.107 huelgas en 1911 (entre ellas, las de las siderurgias de Piombino y Elba); 914, en 1912; 810, en 1913 (con grandes huelgas campesinas en Ferrara y Parma, y un largo conflicto metalúrgico en Milán). En 1914, como acabo de mencionar, estalló la "settimana rossa". La conflictividad laboral era, pues, endémica en toda Europa. Además de los países citados anteriormente, también Bélgica, Holanda, Suiza, Austria, Hungría, Rusia, los Países escandinavos, Portugal y España, conocieron huelgas numerosas y a menudo violentas. No fue, por tanto, casual que León XIII se ocupara en 1891 de la cuestión social en su encíclica Rerum Novarum (ni que el pintor italiano Giuseppe Pellizza di Volpedo plasmase en 1898 el avanzar de las masas campesinas en su formidable cuadro titulado Cuarto estado).

Es un hecho que los gobiernos, los responsables del orden público, los altos funcionarios de las Cortes europeas, las clases conservadoras y las iglesias -sobre todo, la muy conservadora Iglesia católica- vieron en la agitación laboral el espectro de una revolución desde abajo, sobre todo a la vista de los magnicidios terroristas de la década de 1890 -que costaron la vida al Presidente de Francia Sadi-Carnot, al jefe del gobierno español Cánovas del Castillo, a la emperatriz austríaca Isabel, al rey de Italia Humberto I y al Presidente de Estados Unidos McKinley-, y de los sucesos revolucionarios que estallaron en Rusia en 1905. Se recordará que dos de las últimas grandes novelas de Conrad, El agente secreto (1907) y Bajo la mirada de Occidente (1911), abordaban la cuestión de la violencia revolucionaria. Y sin embargo, Europa no estaba al borde de la revolución. Pese al crecimiento de sindicatos y partidos obreros, sólo una minoría de trabajadores estaba sindicada o votaba socialista. En Gran Bretaña, por ejemplo, el TUC no representaba en vísperas de la I Guerra Mundial sino a un 35 por 100 del total de los obreros industriales, y esa era la cifra de afiliación sindical más alta de Europa. Una parte considerable de la clase obrera europea -cuya heterogeneidad era infinita- permaneció al margen de los conflictos laborales y de los partidos obreristas. Muchos obreros no se movilizaron por temor a represalias empresariales.

Pero otros muchos no lo hicieron por otras razones: por motivos religiosos, por ejemplo (pues numerosos trabajadores y sus familias no perdieron la fe en la que habían crecido), o porque los trabajadores o temían las huelgas y los desórdenes por estimarlos contraproducentes y lesivos para sus intereses o porque, insatisfechos con su situación, entendían que el trabajo y el ahorro eran el único camino para la movilidad social. Muchas huelgas tuvieron carácter violento. Por lo menos, unos 20 trabajadores murieron en Francia en las huelgas de los años 1906-08. Hubo muertos también en Inglaterra: por ejemplo, en una huelga de mineros en Gales en 1908 y en la de estibadores del puerto de Liverpool de 1911. Ya ha quedado mencionada la violencia que en Italia adquirieron en 1898 y en 1914 los conflictos sociales (y se podrían añadir muchos otros sucesos similares). Del resto de Europa, baste citar un caso extremo: cerca de 270 huelguistas murieron en choques con el Ejército en el curso de una huelga en las minas de Lena (Rusia) el 4 de abril de 1912. Sin embargo, la violencia obrera era, en la mayoría de los casos, una forma exasperada de negociación colectiva, que fue desapareciendo a medida que fueron fortaleciéndose las organizaciones sindicales. La inmensa mayoría de las huelgas tuvo causas estrictamente laborales: aumentos de salarios, regulación de la jornada de trabajo y mejoras materiales de todo tipo (como laborales deben considerarse igualmente los numerosos conflictos que estallaron para forzar el reconocimiento por los empresarios del derecho de sindicación).

Las huelgas, además, fueron por lo general antes de 1914 de oficio, locales y de corta duración, y sólo desde 1910 empezó a hacerse frecuente la huelga nacional de todo un sector industrial. En todo caso, las huelgas revolucionarias y estrictamente políticas fueron escasas (aunque las hubo y en algún caso, de gran importancia: la huelga general que en 1893 desencadenaron los socialistas en Bélgica forzó la aprobación de la ley del sufragio universal). El crecimiento electoral de los partidos socialistas fue gradual y lento. Por supuesto, ello se debió en parte a las numerosas limitaciones que, como ya se dijo, restringían el voto popular, como la no implantación del sufragio universal, o las depuraciones de los censos electorales, o las prácticas clientelares, o las compras de votos, etcétera. Pero hubo otras razones: 1)las profundas divisiones dentro del propio movimiento obrero y socialista (caso, por ejemplo, de Francia e Italia); 2) el excesivo doctrinarismo de los teóricos del obrerismo, ajeno en muchos casos a la propia cultura proletaria (como bien pudo comprobar el escritor inglés George Orwell tras su estancia de casi tres meses en la localidad minera de Wigan a principios de 1936, cuando pudo ver que a los trabajadores les interesaban más que nada los asuntos domésticos y familiares, los temas locales y el fútbol y que se sentían orgullosos de las tradiciones nacionales británicas); 3) la desmovilización política de muchos trabajadores que veían la política como una actividad de las clases acomodadas y profesionales y a los que la política poco pudo interesar hasta que el Estado y los Gobiernos fueron adquiriendo responsabilidades en materias sociales y económicas; 4) la existencia de "tradiciones y lealtades de otro tipo": hasta 1906, los mineros británicos, arquetipo de la clase obrera europea, votaron liberal, y la Federación de Mineros de Gran Bretaña, con una afiliación altísima (60 por 100 del total de los mineros británicos), no se unió al partido laborista hasta 1909.

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