El conocimiento de las circunstancias políticas y guerreras por las que atravesó el Imperio griego desde 1204 hasta llegar a su extrema decadencia y desaparición, no debe hacer que caiga en el olvido o se menosprecie el conjunto de circunstancias sociales y económicas de la época, ni la capacidad de conservación y renovación de un patrimonio cultural que, en muchos aspectos, sobrevivió a Constantinopla.
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<p>En el 330 d.C. el emperador Constantino funda sobre la capital cultural griega, Bizancio, su propia ciudad, Constantinopla, destinada a ser el eje del Imperio Romano de Oriente, separado del Imperio Romano de Occidente para agilizar su gestión, que dada la inmensa envergadura del territorio se estaba viendo estancada. El área ocupa la antigua zona de influencia cultural griega, que durante el Helenismo conservó un peso intelectual enorme, desequilibrando la balanza de la civilización y el conocimiento hacia el extremo oriental del Mediterráneo. Bizancio goza de una situación privilegiada, desde la cual controla las rutas comerciales con Europa Oriental, los Balcanes, el Egeo, el Norte de África (incluido Egipto) y Asia Menor, la puerta de la India y la China Tang. Bizancio apenas heredó nada del arte romano, sino especialmente de Grecia y toda su tradición artística: proporción anatómica correcta, naturalismo, dinamismo, telas plegadas, temas bucólicos, etc. El momento de apogeo estuvo bajo el reinado de Justiniano: fue el constructor de Santa Sofía de Constantinopla, al tiempo que mandaba restaurar y embellecer los templos anteriores, incluso los de las florecientes colonias italianas: Rávena, Sicilia... La técnica preferida fue el mosaico, con la que se alcanzaron obras maestras nunca igualadas. Son famosos los mosaicos de San Vital y San Apolinar in Classe, de Rávena, con representaciones del emperador y su esposa (una prostituta de alto nivel que se convirtió en dama fuerte del Imperio). En ellos se aprecia cómo se abandona progresivamente el realismo alcanzado en la pintura griega y romana de época helenista, por influencia de la intelectualización del cristianismo: los espacios se pierden, se vuelven irreales, con figuras que se mueven en un fondo dorado, resplandeciente. Los pies de las figuras no se asientan sobre el suelo, sino que penden sobre él. El hieratismo, el sentido de eternidad e idealismo, se imponen en busca de una representación solemne y simbólica de los misterios cristianos. Se recupera la primitiva jerarquización de los tamaños según la categoría de los personajes. El aspecto final del panel es increíblemente decorativo, lleno de brillo y color. Al tiempo que los mosaicos, se desarrollaron otras dos técnicas: la miniatura y el icono. Los manuscritos miniados vienen a sustituir a los rollos de pergamino, que se deterioraban con rapidez. Los primeros códices son bizantinos, del siglo IV. Se llaman manuscritos miniados porque se escribían a mano por escribas o monjes y se adornaban o iluminaban con dibujos basados en el minio, un pigmento rojo muy frecuente. El icono es una pintura al temple sobre tabla adornada con pan de oro e, incluso, con láminas metálicas de plata repujada, oro o bronce. Son de tamaño pequeño, transportables por lo tanto, con dos portezuelas para tenerlo cerrado y abrirlo a la hora de rezar. Reproducen imágenes de la Virgen, los santos favoritos o Cristo. Aparecen con gran éxito durante los siglos VI y VII, gracias al poderoso atractivo emocional sobre los fieles más incultos, frente al cristianismo intelectual de raíz helenística que había predominado hasta ese momento. Este cristianismo casi filosófico prefería la representación de símbolos a la de imágenes verosímiles, lo cual sembró la semilla de la discordia entre iconoclastas (que rechazan las imágenes) e iconodulos (adoradores de imágenes) en lo que constituyó la primera guerra de religión de la era cristiana. En el 730 el emperador proclama un edicto en el cual se ordena la destrucción de todas las imágenes que reproduzcan bajo apariencia humana a los santos y a las figuras divinas. El poseedor o adorador de un icono sería acusado de grave delito contra el emperador, pudiéndosele mutilar, fustigar, apedrear e incluso cegar por idólatra. Sin embargo, el culto a las imágenes era tan poderoso entre los fieles, que al fin y al cabo eran mayoría, que hubo de restablecerse. Además, la adoración de las imágenes creaba sólidas redes de peregrinación que favorecían el comercio de reliquias, la construcción de monasterios, etc. Durante el período iconoclasta se destruyeron cantidades ingentes de iconos, pocos se salvaron originales del siglo VI o VII. Durante el siglo IX, en el año 843 se decreta la ortodoxia, con una declaración imperial del valor doctrinal de las imágenes, que aleccionan al pueblo y permiten fácilmente el control de la clase eclesiástica. Coincide con una época de estabilidad intelectual, lo que favorece el establecimiento de ciertos estereotipos en la representación, para que no haya lugar a las salidas de tono de los artistas: se determinan una docena de formas de representar a la Virgen, por ejemplo, como la Galactofusa (Virgen que amamanta al Niño), la Odegitria (Virgen que porta al Niño en el brazo), etc. Lo mismo rige para ciertas escenas (como la Anastasis) y de otras figuras sacras, de las cuales destacamos la representación del Pantócrator, Dios Señor del Universo, barbado, con ceño fruncido y gesto terrible, como se le observa en los mosaicos del monasterio ateniense de Daphni. En el interior de las iglesias bizantinas se establece siempre el mismo programa iconográfico: escenas del mundo celeste y terrenal abajo, escenas de la vida de Cristo y las festividades cristianas arriba, el ábside con la Virgen y la cúpula con el Pantócrator. Al igual que ocurrió con el arte egipcio, la norma estricta que imponen las creencias mantuvieron la estética a lo largo de los siglos, extendiéndola por Rusia (el mejor pintor bizantino ruso es sin la menor duda Andrei Rubliov), Bulgaria, Rumania, Grecia, los Balcanes en general... hasta nuestros días.</p>
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El Imperio mantuvo una apreciable potencia hasta los años finales del siglo XlI, bien administrada por los sucesores de Alejo I, Juan II (1118-1143) y Manuel I (1143-1182), que consiguieron éxitos importantes, aunque limitados, en los escenarios tradicionales de la política exterior bizantina. Juan II se vio libre del peligro de los pechenegos desde 1122 y desarrolló una política de alianza con Pisa y Venecia -nuevos privilegios comerciales en 1111 y 1126, respectivamente- y con los emperadores germánicos. Aquello facilitó el logro de sus objetivos en los Balcanes, donde los serbios reconocieron de nuevo la autoridad imperial y se ganó algún terreno en Croacia y la costa dálmata frente a Hungría, y en el otro extremo del espacio bizantino, pues Antioquía prestó otra vez vasallaje entre 1137 y 1142. Por entonces, el Imperio aseguraba su dominio sobre los puntos clave de la costa sur del Mar Negro, en especial Trebisonda. El fracaso de la segunda cruzada (1147-1148) impulsó a Manuel I a realizar una especie de inversión de sus alianzas occidentales y a promover una presencia más activa en el Próximo Oriente pero, en ambos casos, se demostró que Bizancio carecía de fuerzas adecuadas pare sostener una política demasiado ambiciosa. La alianza con Venecia se debilitó desde 1147, a trueque de reforzar la mantenida con Genova -privilegios comerciales en 1155 y 1170- y Pisa; hubo un acercamiento a la causa del Papa y de la Liga Lombarda, en detrimento de la anterior alianza con los emperadores germánicos, e incluso una alianza en 1164 con Hungría, hasta entonces país adversario. Así pudo Manuel I atacar a Roger II, rey de Sicilia desde 1130, en la Italia del Sur, donde hubo operaciones militares entre 1155 y 1158, y conseguir por algunos años una autoridad más efectiva en Croacia. En Oriente, el deterioro de la capacidad militar de los cruzados acabaría siendo también muy dañino para Bizancio: el emperador estableció lazos familiares, como era tradicional en la diplomacia bizantina, mediante el matrimonio de princesas imperiales con los reyes de Jerusalén; sujetó de nuevo a su preeminencia a los príncipes de Antioquía pare evitar sus asaltos a Chipre, e intentó combatir la unión sirio-egipcia de 1171 participando junto con Amalarico I en la fracasada expedición contra Damieta. Los resultados finales de la política de Manuel I fueron exiguos, a pesar de tantos esfuerzos. Rota la paz firmada en 1162 con los sultanes de Rum, Kilij Arslan II le derrotó en Myriokephalon (1176) batalla que, a cien anos de la de Mantzikert, refrendaba la perdida de Asia Menor. En 1178, Federico I acordaba con la Liga Lombarda la paz de Venecia, y el sistema bizantino de alianzas en Italia y los Balcanes se derrumbaba. Así, en los años siguientes a la muerte de Manuel I, la situación se deterioró con rapidez. Andrónico I utilizó los sentimientos xenófobos del pueblo para ocupar el poder y la dignidad imperial, lo que produjo una revuelta, robo y expulsión de los mercaderes occidentales asentados en la capital del Imperio, en 1182 la promesa de proteger su reinstalación, en 1183, y los nuevos privilegios concedidos por Isaac II a los venecianos en 1187 y a los pisanos y genoveses en 1192, no bastaron para acabar con rencores y recelos. Los emperadores no contaron, así, con apoyos: en 1185, los normandos italianos se atrevieron incluso a ocupar por algún tiempo Tesalónica, mientras que, en los años siguientes, Bulgaria y Serbia rechazaban definitivamente la tutela imperial y, en 1191, los cruzados ingleses de Ricardo Corazón de León conquistaban Chipre. Los acontecimientos se precipitaron desde 1195, cuando Alejo III depuso a su hermano Isaac y ocupó el trono imperial. Para evitar las reivindicaciones del emperador occidental, Enrique VII, que era además rey de Sicilia, hubo de compensarle con 1.600 libras de oro, lo que obligó a recaudar un impuesto especial durante varios años (allamanikon). Los intentos por aproximarse a Inocencio III tropezaron con la condición pontificia de que su primado fuera reconocido, y para refrendar aquella exigencia, el Papa puso bajo su protección a las iglesias búlgara y serbia, que siempre habían estado en el ámbito del patriarcado de Constantinopla. Pero los desencadenantes últimos del ataque occidental a la capital en 1204 fueron, de una parte, la discordia interna en la familia imperial, pues Alejo, hijo de Isaac II, reclamó el auxilio de los cruzados y, de otra, el afán de Venecia por asegurar y aumentar todavía más su predominio mercantil.
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La preparación de la conocida como cuarta cruzada tenía como finalidad un nuevo ataque al delta del Nilo, bajo impulso veneciano. Su desviación hacia Constantinopla obedeció a móviles políticos y económicos: Alejo, hijo de Isaac II, ofreció a venecianos y cruzados una ayuda inmensa de 200.000 marcos de plata y 10.000 soldados para pelear en la cruzada si, previamente, restablecían a ambos en el trono imperial, del que Isaac había sido desplazado, en 1195 por su propio hermano Alejo. Tal propósito se cumplió gracias a la ayuda occidental en julio de 1203, pero las cláusulas compensatorias no se hacían efectivas y, en enero de 1204, un nuevo golpe instaló en el poder a Alejo V. Aquello precipitó la conquista y saqueo de la capital por los cruzados, en abril, y el reparto de la mayor parte del territorio imperial, atribuido a diversos nobles occidentales. Venecia obtuvo nuevas ventajas económicas y de control político pudo comerciar directamente en el Mar Negro y mejoró su instalación en el Egeo, se reservó el "cuarto y mitad" de las rentas imperiales e influyó en el nombramiento del nuevo patriarca latino de Constantinopla. El título imperial se atribuyó a Balduino de Flandes, Bonifacio de Montferrato tuvo el de rey de Tesalónica, Otón de la Roche el de duque de Atenas y Tebas, y Guillermo de Champlitte y Godofredo de Villehardouin sucesivamente el de príncipe de Morea. Se consumaba así la fragmentación del Imperio y la sobreimposición de poderes extraños sobre una sociedad griega que, a pesar de su fuerte identidad, experimentó en mayor o menor grado su influencia. La Romania, nombre con que los latinos conocían al Imperio, fue organizada según principios feudovasalláticos que no sólo integraban a los mismos conquistadores y dueños políticos sino a buena parte de las aristocracias griegas locales, especialmente en los territorios donde se prolongó el dominio latino, por ejemplo en Morea y en las tierras de dominio veneciano aunque no se completó la compilación de los "Assises de Romanie" hasta 1333-1346, es evidente que la redacción había comenzado mucho antes, hacia 1210 Las resistencias políticas griegas se habían concentrado en el Epiro, donde Miguel Angel Comneno estableció un Despotado, en Nicea, sede de Constantino Láscaris y de los refugiados de la capital que le reconocieron como emperador, y en Trebisonda, donde una rama de los Comneno gobernó hasta 1468 e intentó, en un principio, mantener el control del tráfico en el Mar Negro, pues sus titulares se denominaban "basileus y autocrator de toda Anatolia, de los Iberos y de la Perateia" (Crimea), pero la llegada de los mongoles desde 1223 y la posterior formación del kanato de la Horda de Oro acabaron definitivamente con aquella pretensión tanto como el control del Mar Negro por los barcos de las repúblicas mercantiles italianas. Los Láscaris, emperadores de Nicea, consiguieron recuperar paulatinamente gran parte del terreno perdido. Teodoro, emperador desde 1208, consiguió alguna victoria sobre los turcos del sultanato de Rum, aunque estos aprovechaban las circunstancias para ampliar sus dominios en el sur de Anatolia. Sobre todo, pacificó sus relaciones con la vecina Constantinopla -acuerdo de límites con el emperador latino Enrique I- en 1214 y con Venecia, que obtuvo un ventajoso tratado comercial en 1219. Juan II Vatatzes (1222-1254) aprovecho las dificultades de los turcos de Rum frente a los mongoles y el aislamiento de los poderes latinos de Romania pare llevar a cabo una política expansiva muy eficaz en la que buscó incluso el apoyo del emperador Federico II al casar con su hija Constanza. Las islas del Egeo volvieron a su dominio así como Tracia, Macedonia y Epiro, de modo que solo permanecían en manos occidentales el ducado de Atenas, el principado de Morea y la misma Constantinopla con su territorio próximo. Su hijo Teodoro II (1254-1258) continuó aquella política que alcanzaría sus objetivos principales bajo Miguel VIII Paleólogo (1258-1282), cuyos primeros triunfos fueron la anexión del Despotado de Epiro y el fundamental tratado de alianza con Génova (Ninfea, marzo de 1261). Gracias a la flota y al apoyo genoveses, Miguel VIII recuperó Constantinopla (julio de 1261), las islas que aun controlaba Venecia, y algunos territorios complementarios. Génova, por su parte, tuvo libertad de comercio en los mares Egeo y Negro con privilegios mayores que los tenidos hasta entonces por Venecia, en un momento excelente pues la "pax mongolica" y las demandas del mercado egipcio aseguraban mejores posibilidades comerciales que antaño. Pero los vencidos de 1261 no renunciaron a restaurar la situación anterior: hubo guerra con Venecia hasta 1265 y, a continuación, Carlos de Anjou, dueño del reino de Sicilia, proyectó una ambiciosa política de cruzada que incluía la recuperación de Constantinopla, para lo que adquirió derechos del antiguo emperador latino, Balduino II, el apoyo pontificio (tratado de Viterbo, 1267), y el de Morea, Serbia y Bulgaria. Miguel VIII se avino a pedir la unión entre las Iglesias griega y latina ante el concilio de Lyon (1274) con tal de hacer frente al peligro y recuperar los territorios perdidos, y consiguió un periodo de tranquilidad hasta que en 1281 un nuevo papa, Martin IV, rehizo la alianza de Carlos de Anjou con Venecia, Serbia y Bulgaria pero el emperador rechazó las primeras ofensivas en Albania y Creta. Al año siguiente, las "Vísperas Sicilianas" desplazaban la tensión al Mediterráneo occidental, precisamente cuando moría Miguel VIII: en 1282, la restauración de la independencia bizantina estaba consolidada, con la excepción de Morea y de las islas de la Romania veneciana, en especial Creta, Naxos y Eubea (Negroponto), pero la descomposición del sultanato de Rum, en Anatolia, permitía la génesis de nuevos poderes turcos entre los que estaba presente el germen de los futuros otomanos. El Imperio carecía de medios para oponerse a cualquier enemigo fuerte: su capital era una ciudad disminuida en todos los aspectos aunque de fortaleza casi inexpugnable; apenas tenía fuerza militar y menos aún marina, pues el comercio naval estaba en manos de genoveses y venecianos, asi como el control financiero y monetario. La historia de Bizancio en la baja Edad Media muestra, a la vez, la quiebra de su poder en relación con el estado de cosas anterior a 1204 y la continuidad de su potencia religiosa y cultural sobre países como Bulgaria, Serbia o Rusia, que no tenían lazos de dependencia respecto al arruinado Imperio de Oriente.
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En la segunda mitad del siglo XI se produjo el asalto definitivo al poder imperial por parte de la aristocracia dueña de grandes propiedades rurales crecida en los tiempos anteriores, con apoyo de un ejército en el que cada vez había más mercenarios. La corrupción del régimen civil, en manos de la aristocracia cortesana de Constantinopla, y el aumento de los peligros exteriores dieron argumentos para el cambio, que comenzó con el golpe de Estado de Isaac Comneno en 1057 y llegó a su culminación con el de 1081, cuyo beneficiario fue Alejo Comneno, verdadero iniciador de la nueva dinastía. Entre ambos, Romano IV, Miguel VII y Nicéforo III no pudieron impedir el desmoronamiento del poder imperial: los normandos conquistaron Italia del sur a partir de 1059 y Bari se perdió en el año 1071, con lo que Bizancio abandonó definitivamente aquel ámbito. Los húngaros avanzaron su frontera con la toma de Belgrado en 1064, mientras que los serbios del principado de Dioclea o Zeta y los croatas rechazaban cualquier sujeción al Imperio. Más al este, la línea del Danubio era objeto de sucesivos ataques y rupturas primero por los pechenegos, rebelados contra sus vecinos imperiales en 1053, y los uzos que, desde 1064, lanzaron incursiones hasta Tracia, Macedonia y Grecia, sin que bastara a contenerlos la incorporación de muchos de ellos al ejército y su instalación en Macedonia. En 1031 un nuevo pueblo de las estepas, los cumanos, hace su aparición en la frontera danubiana, de modo que Bizancio se veía en la precisión de modificar cada cierto tiempo sus limites de acción diplomática y guerrera frente a aquellos cambiantes vecinos, todos ellos de etnia turcomana Para entonces, por último, había ocurrido ya la mayor de las catástrofes: los silyuquíes, en su proceso de expansión, habían rebasado las antiguas fronteras islámicas; dominaban el reino armenio de Ani desde el año 1065 e irrumpían en Asia Menor, donde derrotaron a Romano IV en la decisiva batalla de Mantzikert (1071), con lo que su expansión e instalación en Anatolia fue incontenible y el Imperio acabaría perdiendo paulatinamente aquel amplio territorio que era uno de los dos fundamentos de su seguridad y de su propia existencia. En principio, Alp Arslan no tenía interés por ampliar sus dominios y restableció las fronteras del año 970 además de imponer un tributo a Bizancio, que perdía sólo Edesa, Antioquía y la Siria del Norte, pero grupos turcos, utilizados incluso como mercenarios por Miguel VI, permanecieron en Anatolia y, ya en 1078, Sulayman, sobrino de Alp Arslan, estableció el sultanato de Rum y dominó toda la Anatolia oriental. "Aquella mala evaluación del peligro turco no sólo endeudó la política oriental de Bizancio sino que impidió ver, además, las amenazas graves que procedían de Occidente ... el abandono de Asia Menor y la transformación de Bizancio en potencia puramente balcánica fueron inevitables a partir de entonces" (Ducellier), sin que bastara para evitar aquella tendencia a medio plazo la formación, en 1077, del principado de Cilicia, con Edesa y Antioquia, en poder del armenio Vahram o Filareto, pues su capacidad militar para interponerse entre el Imperio y sus vecinos musulmanes era muy pequeña. Hay que tener en cuenta también la presencia de otras circunstancias nuevas derivadas de la consolidación de Occidente desde mediados del siglo XI y los comienzos de su expansión en diversos ámbitos, entre ellos el Mediterráneo, que iba a afectar inevitablemente al Imperio. El llamado cisma del año 1054 fue un episodio significativo pero poco importante en aquel momento, aunque la historiografía posterior lo haya convertido en símbolo de ruptura. El patriarca Miguel Cerulario se enfrentaba a la afirmación de la primacía de jurisdicción hecha desde los primeros momentos de la reforma gregoriana y quería consolidar la suya propia, apelando de nuevo a argumentos de tipo dogmático -la cuestión del filioque- y litúrgicos -el uso de pan ácimo en la eucaristía por los latinos-. La excomunión del patriarca por el legado pontificio, Humberto de Moyenmoutier, y la del papa León IX por aquel, no tuvieron validez, y la acusación reciproca, entre latinos y griegos, de ser cismáticos, no se utilizaría hasta 1204, como pretexto para la conquista de Constantinopla. Mientras tanto, se perfilaba cada vez con mayor nitidez la intervención occidental en el ámbito mediterráneo bizantino. Venecia obtuvo privilegios comerciales en Constantinopla en los anos 992 y 1084 y Pisa en 1005, preludio de otros más importantes en el siglo XII. Los normandos no se contentaron con sus conquistas en la Italia del Sur, sino que lanzaron incursiones contra la costa ilírica (tomas de Corfú y Dyrrachion en 1081), a pesar de los esfuerzos diplomáticos de Miguel VII, que concedió a Roberto Guiscardo títulos de dignidad cortesana y acordó el matrimonio de su hijo Constantino con una hija del normando, en claro intento de legitimar los hechos consumados. Además, los emperadores empleaban en Constantinopla a muchos mercenarios varegos, noruegos, daneses, normandos, sajones -llegados después de 1066-e incluso francos, cuya presencia en la capital podía ser peligrosa en circunstancias de inestabilidad política. Alejo I Comneno (1081-1118) afrontó aquellos problemas con relativo éxito. En Italia y el Adriático buscó la alianza de Enrique IV, frente a la que de hecho existía entre Papado y normandos, y obtuvo el apoyo naval de Venecia -concretado en su victoria frente a la flota normanda en Dyrrachion- a cambio de los beneficios contenidos en el tratado comercial del año 1084. Así pudo contener los ataques de Bohemundo de Tarento contra Epiro, Tesalia y Macedonia. En el peligroso frente danubiano, los pechenegos lanzaron incursiones contra Tracia en 1086 y pusieron cerco a Constantinopla en 1091 pero, en abril, Alejo los derrotó en la batalla del Monte Lebunion, movilizando incluso contra ellos a los cumanos, que vendrían a suceder a los pechenegos en los mismos ámbitos y actividades peligrosas para el Imperio. Mientras tanto, el sultanato turco de Rum se consolidaba y anexionaba en los años 1081 a 1085 Konya, Antioquia y Cilicia; en 1091, Kilij Arslan, hijo de Sulayman, fijó la capital en Konya. La actitud de Alejo I ante la predicación de la cruzada por el papa Urbano II y la presencia masiva de expedicionarios fue prudente y recelosa. La misma idea de cruzada era ajena al pensamiento religioso griego y el emperador no deseaba la llegada de aquel elemento humano nuevo, ajeno a su autoridad, aunque sí la de mercenarios occidentales, como en los tiempos inmediatamente anteriores. Sobre todo porque formaban parte de los cruzados muchos normandos de la Italia del Sur, encabezados por Bohemundo de Tarento, cuya hostilidad al Imperio era manifiesta. Pero Alejo I demostró gran habilidad diplomática y consiguió que los cruzados aceptaran el principio de devolución a Bizancio de las tierras perdidas en tiempos inmediatamente anteriores en Asia Menor, lo que permitió recobrar Nicea, Efeso, Dorilea y otros puertos del Egeo, aunque la marina imperial era cada vez más escasa e incapaz pare controlar efectivamente las rutas marítimas. Pero los cruzados establecieron principados en Edesa y Antioquia, que no volvieron al dominio bizantino, y el príncipe de Antioquía, Bohemundo de Tarento, difícilmente se avino a reconocer una teórica supremacía imperial en 1107.
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Los cambios en lo que respecta a la raza no se produjeron tan sólo en los Estados Unidos y con relación a la población negra sino también con los inmigrantes de procedencia asiática y africana en Gran Bretaña. En 1954 inmigraron 18.300 personas de las colonias y países de la Commonwealth a Gran Bretaña y en 1961 fueron ya 136.400. Fue Gran Bretaña el primer país del Viejo Continente en el que por vez primera un sector de la derecha conservadora -el político tory Enoch Powell- utilizó este argumento en la lucha electoral. Pero la cuestión relativa a la pluralidad étnica no se limitó al logro de un status legal oficial sino también a la apreciación de la propia especificidad. Un cambio importante que se produjo fue, en el caso de la población negra, el consistente en el redescubrimiento del propio cuerpo. Ebony, una revista dedicada al público negro, que a comienzos de los sesenta había logrado una circulación de un millón de ejemplares, contenía en un principio recomendaciones de productos estéticos para, por ejemplo, evitar que el pelo apareciera ensortijado. Desde 1966 tendió no sólo a aceptarlo tal como era en la mujer de raza negra sino a convertirlo en el paradigma de la belleza. Las reivindicaciones de la población negra por alcanzar un estatus igual al de la blanca fueron constantes, en especial en Estados Unidos. Figuras como Martín Luther King o Malcolm X, desde posiciones distintas y con mecanismos diferentes, enarbolaron la bandera en contra de la discriminación racial, espoleada por las estadísticas que denunciaban que porcentualmente en Vietnam morían más soldados negros que blancos. Uno de los momentos culminantes de esta reivindicación y de mayor impacto mediático se produjo durante las Olimpiadas de 1968, cuando varios atletas afro-americanos subieron al podio levantando un puño enguantado, símbolo de la lucha racial. La transmisión por televisión del acto y su difusión en la prensa de los días siguientes dio al movimiento por la defensa de los derechos de los negros una publicidad y fuerza excepcional.
acepcion
Término inglés usado a partir del siglo XIX que designaba a todos aquellos habitantes de las islas que trabajaban en los campos de caña de azúcar en el norte de Queensland, Australia. También hace referencia a la captura ilegal de peces.
fuente
Este biplaza bombardero y torpedero resultaba ya anticuado en septiembre de 1937, aunque permaneció en servicio encuadrado en la Fuerza Aérea neozelandesa hasta 1942, realizando misiones de patrulla marítima. La historia del Baffin resulta algo compleja, siendo el resultado de algunos desarrollos precedentes. Sus orígenes están en la sustitución del motor Napier Lion en W por un motor en estrella en muchos de sus torpederos Blackburn Ripon por parte de las Fuerzas Aéreas finlandesas, lo que dio lugar a que la Blackburn siguiera un proceso similar, realizando en 1932 los prototipos T5J (Ripon Mk V). Un desarrollo posterior de estos primeros aparatos dio lugar, por un lado, al modelo B-4, equipado con motor Armstrong Siddeley Tiger I de 554 CV y cilindros en estrella y, por otro, al B-5, con un Bristol Pegasus IM3 con cilindros en estrella. A estos prototipos les siguieron dos aparatos de preproducción T.8, equipadps con motores Pegasus IM3, que dieron lugar, finalmente, al Baffin Mk I. De este llegaron a construirse un total de 97 aparatos hasta junio de 1935: 38 Ripon Mk II A, 30 Mk II y 29 unidades nuevas.