Con pocas excepciones, hasta 1855, los viajes habituales estaban fuera de la mente de los españoles de esta época. Difíciles de llevar a cabo por las malas condiciones de caminos, las escasas líneas de diligencias y lo sumamente costoso. El viaje de la mayoría de los españoles no pasaba de una ciudad cercana a su pueblo y eso de manera esporádica y muy circunstancial, salvo los que lo hacían frecuentemente por razones de trabajo. Buena parte, me atrevería a decir que casi la totalidad, de los habitantes de la Península Ibérica, se vinculaban a la comarca o al valle de origen que en estos años de transición del Antiguo Régimen al régimen liberal supone su único ámbito de vida. Había una fijación al área donde se nacía. Se iba de pueblo a pueblo o a la cabecera de comarca en un viaje a pie o en caballería que permitiese ir y volver en el mismo día y con luz natural. Para cualquier viaje que implicara hacer noche en otra población se necesitaba justificación. En primer lugar había que obtener un pasaporte. La reglamentación sobre pasaportes para el interior, según lo describe Mellado en su Guía del Viagero de 1852, era compleja. Los soldados y militares lo reciben de la autoridad militar. Los paisanos, tienen que pedirlo en la localidad donde están avecindados. Cuando sean forastero deben presentar un fiador del pueblo o barrio en que residan. Los menores y las mujeres deben obtener permiso de la persona de quien dependen. En las ciudades hay que presentarse al celador del barrio, quien da una papeleta, que sirve para solicitar el pasaporte. Lo expiden los gobernadores en las capitales de provincia y en las demás poblaciones el comisario de policía o, si no lo hay, el alcalde. Si no hay inconveniente ni reclamación contra el solicitante la autoridad lo debe facilitar cuanto antes, previo pago de cuatro reales. Es preciso refrendarlo en cada localidad donde se hace noche, aunque esto lo suelen tramitar los dueños de fondas y paradores. Para el extranjero hay que seguir las mismas formalidades, pero hay que presentar un fiador y pagar 40 reales. Sólo lo expide el gobernador civil o su delegado. Posteriormente, hay que solicitar el visado del cónsul de cada uno de los países que se pretende visitar, sin cuyo requisito no se permite el paso por la frontera. En la frontera se refrenda el pasaporte por la policía española y debe ser refrendado igualmente por la policía del país extranjero, normalmente Francia. En este caso, al llegar a Bayona u otra capital, debe ir a gendarmería para que den una tarjeta al pasajero con la que se dirigirá al consulado español para un nuevo visado, tras el cual se traslada a la subprefectura de policía donde se lleva a cabo el último visado, tras pagar dos francos. "Con estos requisitos queda habilitado para ir donde quiera sin que nadie le moleste. A la salida de Francia para España, basta con visar el pasaporte en la subprefectura, en el consulado y en la policía de Behovia". Esta compleja tramitación se explica porque los españoles que viajaban eran escasísimos. En una fecha avanzada del reinado de Isabel II, en la que ya se podían hacer los trayectos principales en ferrocarril, los que se trasladan a Europa apenas sobrepasan los diez mil por año, lo que supone una media que no llega a treinta por día. Viajar al extranjero era algo que sólo hacían muy pocos por placer o como medio de cultura. Realmente eran excepción y, en su propia biografía, era algo que les marcaba para siempre. Se entiende que fuera un acontecimiento para sus familias, sus amigos o para toda la ciudad donde se residía. Si bien hubo ciudades donde los que viajaron a Europa en 1861 fueron más de mil, caso de Madrid o Barcelona con 2.183 y 1.296 respectivamente, el resto, salvo las fronterizas, no suelen sobrepasar los cien viajeros con la excepción de Vizcaya (570), Valencia (291), Murcia (227), Cádiz (165), Santander (134), Zaragoza (131), Sevilla (124) y Tarragona (102). Pero hay algunas (Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara) donde no viajó nadie a Europa o donde lo hicieron menos de diez personas (Albacete, Ávila, Cáceres, Córdoba, Jaén, León, Lugo, Palencia, Segovia, Teruel, Toledo y Zamora). Es lógico que el viaje del único segoviano que viajó a Europa en 1861 fuera un hecho eminente, del que se hablara repetidas veces en las familias de la localidad si no dio lugar a una conferencia en el casino a su vuelta. Además de por motivos de emigración laboral, se hacía por placer o trabajo. En la España del siglo XIX, algunos fueron obligados por las circunstancias al exilio político, frecuentemente de carácter intermitente. Comenzó con los afrancesados que cruzaron la frontera francesa en 1813, en número de doce mil con sus familias. Siguieron inmediatamente un número indeterminado de liberales. La mayoría regresaron en 1820 y tuvieron que volver a huir en 1823, para regresar en 1832 o 1833. Desde entonces, después de cada revolución o cambio político importante (1835, 1840, 1843, 1854, 1856, 1868) salieron, casi siempre, quienes ya habían salido, algunos cientos o miles de políticos que tuvieron que residir algunos años en países europeos, normalmente Francia o Inglaterra. Lo que, en primera instancia supuso un desarreglo y complicación en sus vidas les dio a su vuelta una superioridad respecto al resto de los ciudadanos. En cuanto a los viajes interiores el ferrocarril, para quien pudo utilizarlo, permitió un nuevo estilo de vida y una nueva percepción del tiempo. Indudablemente, provocó un inmediato aumento en la movilidad de la población. Como ejemplo ilustrativo, baste señalar que, en 1865, los ferrocarriles de las grandes compañías del Norte y M.Z.A. desplazaron un volumen de viajeros equivalente a la cuarta parte de la población nacional (Gómez Mendoza, 1994) y que, antes de 1875, el conjunto de ferrocarriles transportaba a una cifra superior al total nacional (Artola, 1990). Esto es lógico si hacemos una comparación de lo que supuso el ferrocarril con la situación precedente: - La velocidad dio un salto desde los 8/10 Km./hora de la diligencia a los 34 Km./hora del exprés que unía Madrid a Hendaya en 1868. El viaje pasó de tres jornadas a un día. - El número de personas transportadas pasó de la docena o poco más de viajeros de la diligencia al centenar largo que podían acomodarse en el más pequeño de los trenes. - Todo ello fue unido a una sensible reducción de los precios, que hizo bajar los 400/700 reales del viaje en diligencia de Madrid a Bayona a los 155/295 del ferrocarril. La situación cambió con la llegada del ferrocarril, pero aún eran relativamente pocos los que viajaban, aunque éstos lo hacían con más frecuencia, más comodidad y a menor precio. Para el resto de la población, el viaje era algo vedado a sus posibilidades y a su mentalidad.
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lugar
Viana es una de las poblaciones más importantes de la Comunidad Foral de Navarra. Está situada en el extremo sudoccidental de la Comunidad, muy cerca de La Rioja, formando parte de la depresión de Estella. Los primeros vestigios arqueológicos se remontan a la Edad del Bronce, destacando el llamado Hipogeo de Longar, sepulcro megalítico fechado hacia el año 2500 a.C. Con la romanización la zona estará ocupada por pequeños poblados, recibiendo Viana de manos de Sancho VII el Fuerte un fuero especial. Se conoce como "El Privilegio del Águila" y fue dado en el año 1219, haciendo que los habitantes de diez poblados cercanos se integran en la villa de Viana. La razón de este fuero viene motivada por la importancia estratégica de la villa, fronteriza con el reino castellano e importante enclave del Camino de Santiago. Viana será rodeada con una potente muralla abierta a los puntos cardinales. Será en estos momentos cuando se construya el castillo y las iglesias de San Pedro y Santa María se pone de manifiesto en la institución del Principado de Viana para los herederos al trono navarro, decisión aprobada en Cortes el 20 de febrero de 1423. Viana se convierte en la cabeza del Principado, constituido por trece villas y castillos. Durante la Edad Moderna, Viana vivirá una etapa de auténtico esplendor, tanto económico como cultural. Los nobles adornan sus calles y construyen importantes palacios, como el de los Marqueses de Múzquiz o el de los Urra. En 1630 Viana compra el título de "ciudad" a Felipe IV, construyéndose en estos años el Ayuntamiento, el Balcón de Toros y el convento de San Francisco, al tiempo que se amplían las iglesias medievales. En los últimos años del siglo XVIII cada jueves se celebraba en la villa mercado franco y una feria por la Magdalena. La prosperidad afectaba a casi todos los vecinos. En la actualidad, Viana cuenta con casi 3.500 habitantes dedicados a actividades industriales -la mayoría de la población-, agrarias y al sector servicios.
Personaje
Militar
Político
Siguió la carrera militar y alcanzó el grado de Mariscal de Campo. Su carrera administrativa le llevó a ser nombrado gobernador de Uruguay en dos ocasiones (1751-1764; 1771-1773), convirtiéndose en uno de los fundadores de Montevideo. Su política inmigratoria permitió el desarrollo de diferentes comarcas del territorio.
contexto
Aunque sacramentos, devociones particulares, predicaciones y ritos litúrgicos definían en la Edad Media cristiana la religiosidad de la inmensa mayoría del laicado, ciertos elementos más cultos o más conscientes propugnaron a lo largo de estos siglos nuevas vías de perfeccionamiento religioso en aras del ansiado ideal evangélico. El deseo de alcanzar la perfección cristiana no era desde luego algo nuevo, pero sí el que los laicos no concibiesen ya como única vía para lograr esa meta la condición monástica o clerical, renunciando a la suya propia. Al afirmar precisamente que la cualidad laical era por completo idónea para el logro de la vida eterna, tal y como aparece ya de manera explícita en los escritos de Wolfran von Eschenbach (muerto en 1220), se abría el camino hacia una nueva religiosidad. Las primeras experiencias, todavía ligadas al mundo monástico, fueron, hasta fines del siglo XII, las de oblatos y conversos. Se trataba en ambos casos de sistemas voluntarios de asociación más o menos estricta a los ideales y formas de vida de los monjes, sin abandonar por ello el vínculo del matrimonio o el trabajo manual. El modelo más antiguo fue el de los oblatos, que contaba ya con numerosos precedentes en la época altomedieval. Mediante este sistema grupos de laicos, generalmente campesinos, se ofrendaban con su prole a un monasterio para mejorar sus condiciones de vida tanto material como espiritual. A cambio del amparo y manutención monásticos, estas comunidades adoptaban formas colectivas de comportamiento religioso definidas por la austeridad, la oración y la abstinencia. Aunque en ocasiones este sistema encubriera un simple patronazgo señorial, fueron los aspectos espirituales los que generalmente prevalecieron. El modelo de los conversos o hermanos legos, surgido a lo largo del siglo XII como desarrollo del anterior, fue especialmente potenciado por órdenes como el Cister o la Cartuja. A diferencia de los oblatos, el acceso al estado de hermano lego se regulaba individualmente y de manera estricta. Ello, unido a su extracción social (por lo común campesinos libres acomodados) y al hecho de que hicieran entrega de todos sus bienes raíces al monasterio, viene de nuevo a demostrar la prevalencia de los motivos religiosos sobre los puramente económicos. Considerados iletrados, los conversos no podían poseer libros, participar en las ceremonias litúrgicas o entrar siquiera en el claustro. Sus cometidos eran por lo tanto primordialmente manuales -cultivo, cocina, hospedería, etc.-, lo que les impedía mejorar su nivel de formación y práctica religiosos. Ejemplos ambos característicos de un mundo todavía rural, la aparición de las órdenes terceras significó finalmente para el ámbito urbano la culminación de esta clase de religiosidad semimonástica. Fue con la llegada de los mendicantes, en especial de los franciscanos, que los llamados terciarios adoptaron formas de comportamiento modelados en función del ideal evangélico. La frecuente recepción de la confesión y la comunión, los ejercicios penitenciales, el rechazo de las diversiones profanas y en suma, una estricta vida moral definían el comportamiento de estos grupos ciudadanos que, sin embargo, no renunciaban a su condición laical. Caso aparte lo constituían sin duda los ermitaños, que llegaron a convertirse durante el siglo XII en una verdadera "categoría sociorreligiosa" (Chelini). Dos notas definían la condición eremítica: el individualismo y la temporalidad, por lo que en principio la incidencia social de esta peculiar forma de "fuga mundi" no tendría por que haber sido grande. Sin embargo, los ermitaños, personajes de compleja personalidad (a menudo antiguos "milites" desengañados con la carrera de las armas), partidarios de alcanzar la salvación buscando el abrigo de lugares apartados, podían intentar cualquier cosa menos pasar desapercibidos. La pobreza de su vestimenta y alimentación, su fama de taumaturgos y el rigor mismo de su espiritualidad, no podían sino despertar la admiración de las masas y la búsqueda de su compañía. El intento de estos ascetas por preservar su intimidad mediante el deambular periódico, favorecía por el contrario su prestigio, expresado en predicaciones tan informales como multitudinarias. Lejos de suponer una amenaza contra el orden establecido, estos predicadores ambulantes (Wenderprediger), rodeados del fervor popular, ejercieron un positivo papel en aras de la reforma. Por otro lado, las más importantes experiencias eremíticas laicas derivaron, una vez finalizada su estricta fase penitencial, en la creación de nuevas órdenes. Tales fueron los casos de Roberto de Abrisel (muerto en 1117) con Fontevrault y de Esteban Muret (muerto en 1124) con Grandmont, por ejemplo. Carácter mucho más independiente, por no decir heterodoxo, tuvieron en cambio las beguinas, comunidades urbanas semimonásticas de mujeres piadosas no sometidas a regla y dedicadas a la caridad y la oración. Su origen resulta bastante oscuro, pues el propio término beguina se ha hecho derivar por algunos de santa Begga (muerta en 694), mientras que para otros sería una corrupción de "albigensis" o simplemente de beige, por el color del hábito que portaban. Surgidos los beaterios en Bélgica, Flandes y Francia del norte hacia 1170, a principios de la siguiente centuria se les unió la variante masculina de los begardos. Confundidos a veces con la secta de los Hermanos apóstoles o los espirituales franciscanos, muchas beguinas y begardos terminaron ingresando en las órdenes terceras, si bien a lo largo del siglo XIV el movimiento era ya plenamente aceptado como ortodoxo.
contexto
Aunque sacramentos, devociones particulares, predicaciones y ritos litúrgicos definían la religiosidad de la inmensa mayoría del laicado, ciertos elementos más cultos o más conscientes propugnaron a lo largo de estos siglos nuevas vías de perfeccionamiento religioso en aras del ansiado ideal evangélico. El deseo de alcanzar la perfección cristiana no era desde luego algo nuevo, pero si el que los laicos no concibiesen ya como única vía para lograr esa meta la condición monástica o clerical, renunciando a la suya propia. Al afirmar precisamente que la cualidad laical era por completo idónea para el logro de la vida eterna, tal y como aparece ya de manera explícita en los escritos de Wolfran von Eschenbach (muerto en 1220), se abría el camino hacia una nueva religiosidad. Las primeras experiencias, todavía ligadas al mundo monástico, fueron, hasta fines del siglo XII, las de oblatos y conversos. Se trataba en ambos casos de sistemas voluntarios de asociación más o menos estricta a los ideales y formas de vida de los monjes, sin abandonar por ello el vínculo del matrimonio o el trabajo manual. El modelo más antiguo fue el de los oblatos, que contaba ya con numerosos precedentes en la época altomedieval. Mediante este sistema grupos de laicos, generalmente campesinos, se ofrendaban con su prole a un monasterio para mejorar sus condiciones de vida tanto material como espiritual. A cambio del amparo y manutención monásticos, estas comunidades adoptaban formas colectivas de comportamiento religioso definidas por la austeridad, la oración y la abstinencia. Aunque en ocasiones este sistema encubriera un simple patronazgo señorial, fueron los aspectos espirituales los que generalmente prevalecieron. El modelo de los conversos o hermanos legos, surgido a lo largo del siglo XII como desarrollo del anterior, fue especialmente potenciado por órdenes como el Cister o la Cartuja. A diferencia de los oblatos, el acceso al estado de hermano lego se regulaba individualmente y de manera estricta. Ello, unido a su extracción social (por lo común campesinos libres acomodados) y al hecho de que hicieran entrega de todos sus bienes raíces al monasterio, viene de nuevo a demostrar la prevalencia de los motivos religiosos sobre los puramente económicos. Considerados iletrados, los conversos no podían poseer libros, participar en las ceremonias litúrgicas o entrar siquiera en el claustro. Sus cometidos eran por lo tanto primordialmente manuales -cultivo, cocina, hospedería, etc.-, lo que les impedía mejorar su nivel de formación y práctica religiosos. Ejemplos ambos característicos de un mundo todavía rural, la aparición de las órdenes terceras significó finalmente para el ámbito urbano la culminación de esta clase de religiosidad semimonástica. Fue con la llegada de los mendicantes, en especial de los franciscanos, que los llamados terciarios adoptaron formas de comportamiento modelados en función del ideal evangélico. La frecuente recepción de la confesión y la comunión, los ejercicios penitenciales, el rechazo de las diversiones profanas y en suma, una estricta vida moral definían el comportamiento de estos grupos ciudadanos que, sin embargo, no renunciaban a su condición laical. Caso aparte lo constituían sin duda los ermitaños, que llegaron a convertirse durante el siglo XII en una verdadera "categoría sociorreligiosa" (Chelini). Dos notas definían la condición eremítica: el individualismo y la temporalidad, por lo que en principio la incidencia social de esta peculiar forma de "fuga mundi" no tendría por que haber sido grande. Sin embargo, los ermitaños, personajes de compleja personalidad (a menudo antiguos milites desengañados con la carrera de las armas), partidarios de alcanzar la salvación buscando el abrigo de lugares apartados, podían intentar cualquier cosa menos pasar desapercibidos. La pobreza de su vestimenta y alimentación, su fama de taumaturgos y el rigor mismo de su espiritualidad, no podían sino despertar la admiración de las masas y la búsqueda de su compañía. El intento de estos ascetas por preservar su intimidad mediante el deambular periódico, favorecía por el contrario su prestigio, expresado en predicaciones tan informales como multitudinarias. Lejos de suponer una amenaza contra el orden establecido, estos predicadores ambulantes (Wenderprediger), rodeados del fervor popular, ejercieron un positivo papel en aras de la reforma. Por otro lado, las más importantes experiencias eremíticas laicas derivaron, una vez finalizada su estricta fase penitencial, en la creación de nuevas órdenes. Tales fueron los casos de Roberto de Abrisel (muerto en 1117) con Fontevrault y de Esteban Muret (muerto en 1124) con Grandmont, por ejemplo. Carácter mucho más independiente, por no decir heterodoxo, tuvieron en cambio las beguinas, comunidades urbanas semimonásticas de mujeres piadosas no sometidas a regla y dedicadas a la caridad y la oración. Su origen resulta bastante oscuro, pues el propio término beguina se ha hecho derivar por algunos de santa Begga (muerta en 694), mientras que para otros sería una corrupción de "albigensis" o simplemente de beige, por el color del hábito que portaban. Surgidos los beaterios en Bélgica, Flandes y Francia del norte hacia 1170, a principios de la siguiente centuria se les unió la variante masculina de los begardos. Confundidos a veces con la secta de los Hermanos apóstoles o los espirituales franciscanos, muchas beguinas y begardos terminaron ingresando en las órdenes terceras, si bien a lo largo del siglo XIV el movimiento era ya plenamente aceptado como ortodoxo. Los mismos ideales de paz y fraternidad que habían dado origen en el medio rural a los movimientos de paz y tregua de Dios fundamentaron a nivel urbano las asociaciones conocidas como hermandades o cofradías. Para la gran masa de ciudadanos, deseosos de realizar personalmente el ideal de la vida apostólica, la gran ventaja de las cofradías radicaba en que, al tiempo que colectividades laicales con finalidad religiosa, eran también comúnmente asociaciones profesionales. Muy numerosas en zonas como Flandes, Bélgica, Lombardía, etc., las cofradías se caracterizaban desde el punto de vista espiritual por sus prácticas religiosas colectivas, reguladas de manera explícita en sus estatutos. Generalmente esta clase de documentos, redactados a menudo en forma de sermón, inciden siempre en destacar toda una serie de virtudes corporativas (amor, caridad, paz, solidaridad, etc.) cuyo cultivo era en el fondo la finalidad de la propia sociedad. Su no puesta en práctica era causa de apercibimiento, e incluso de expulsión, siendo juzgada por una asamblea de cofrades siguiendo el modelo de los capítulos monásticos. Las cofradías estaban situadas bajo la advocación de un santo patrono, que coincidía obviamente con el gremial. En torno al santo se celebraba una vez al año la fiesta de la corporación, que incluía entre sus ceremonias la misa y el ágape comunitarios. En ocasiones la hermandad poseía una capilla propia, atendiendo los cofrades a su mantenimiento mediante cuotas destinadas a la compra de cirios, servicio de capellanía, etc. Los funerales por los miembros ya desaparecidos eran sin duda momentos especialmente propicios para reafirmar el espíritu de cuerpo.
contexto
Antes de referirnos a los aspectos más visibles de la urbe etrusca, esto es, a sus obras arquitectónicas, será bueno que aludamos, siquiera de pasada, a ciertos aspectos de ingeniería. Los propios romanos, que tanto sobresalieron en la construcción de vías, puentes, acueductos y otras obras de infraestructura, siempre consideraron maestros suyos, en el campo de la hidráulica, de la topografía y de la urbanística, a sus vecinos del norte. Y, en efecto, hasta hoy han pervivido huellas indelebles de fosos creados o acondicionados para el paso de caminos (en las cercanías de las ciudades, por ejemplo), y sobre todo canalizaciones subterráneas. Estos túneles, por lo demás, demuestran profundos estudios del terreno. En Veyes, el Puente Sodo es una galería de 70 m de longitud y 3 m de anchura, que le crea un curso artificial al río Cremera para evitar sus devastadoras crecidas. También en Veyes y su territorio, redes de conejeras, taladradas en ligero desnivel y con accesos verticales desde la superficie del suelo, sirven en unas ocasiones como acueductos y en otras como desagües. En Chiusi, la red de cloacas de la ciudad es tan compleja que posiblemente dio pie, ya en época romana, a una leyenda: se decía que era la parte subterránea de la tumba construida para el rey Porsenna: "En el interior de su base cuadrada se abre un laberinto inextricable. Si alguien entrara en su interior sin una pelota de hilo, no podría encontrar la salida" (Plinio, N. H., XXXVI, 91). Por desgracia, es casi imposible dar una cronología concreta para cada una de estas obras; sólo podemos asegurar que este afán ingenieril, tan propio de los etruscos y tan ajeno a los griegos, estaba ya desarrollado en el período arcaico; de entonces es, sin ir más lejos, la Cloaca Máxima de Roma, realizada bajo la monarquía etrusca.
lugar
La historia de la ciudad de Vic se remonta al siglo IV a.C. En estas fechas aparece denominada Ausa, vinculándose a la tribu ibérica de los ausetanos. La ocupación romana hizo de Vic una ciudad tributaria de gran importancia, construyéndose en el siglo II un templo en el punto más alto de la urbe. Durante la etapa visigoda, Ausa ocupó la sede episcopal. La invasión musulmana llegó también a estas tierras, siendo la ciudad destruida en el año 826 como consecuencia de la revuelta contra los partidarios de los francos. Wifredo el Velloso será el responsable de la repoblación de la plana de Vic y de la reconstrucción de Ausa. La nueva población era denominada Vicus Ausonae, de donde procede del nombre de Vic. De nuevo fue nombrada sede episcopal, construyéndose una catedral que fue consagrada por el obispo Oliba. La ciudad estaba dividida en dos jurisdicciones: una pertenecía al obispo -que la cedió al rey en el año 1316- y otra a los dueños del castillo, la familia Montcada. Esta división definirá la vida de la ciudad en la Edad Media. Será en 1450 cuando el rey Alfonso el Magnánimo unifique la villa al comprar a los Montcada su parte. En la baja Edad Media, Vic vive un periodo de crisis que se prolongará hasta el siglo XVIII. En esta centuria se produce una intensa reactivación económica y demográfica que permite el embellecimiento de la ciudad y la construcción de importantes edificios. En el siglo XIX de nuevo se produce un periodo de crisis que será superado gracias a la construcción del ferrocarril que unía la urbe con Barcelona, en el año 1875. La recuperación económica traerá consigo un importante resurgimiento cultural gracias al Seminario, enlazando así con la Escuela Catedralicia medieval y la Universidad Literaria renacentista. Tras la Guerra Civil y la posguerra, Vic ha ido recuperando el peso específico que había tenido tradicionalmente dentro del contexto de Cataluña.