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VIAJE A YUCATÁN VOLUMEN II CAPÍTULO I Partida de Nohcacab. --Arreglo de los equipajes. --Rancho Chaac. --Terror y espanto de las mujeres. --Rancho Chaví. --Casa real. --Escasez de agua. --Visita del alcalde. --Manera primitiva de proporcionarse agua. --Pueblo de un carácter peculiar. --Ruinas de Zayí. --Gran montículo cubierto de arboleda. --La casa grande. --Feliz descubrimiento. --Escalinata. --Pórticos. --Edificios sobre la segunda terraza. --Pórticos, columnas curiosamente adornadas. --Edificio sobre la tercera terraza. --Puertas, departamentos, etc. --Dinteles de piedra. --Fachada de la segunda línea de edificios. --Plano de las tres líneas. --La casa cerrada. --Puertas cerradas por dentro con piedras y mezcla. --Piezas cerradas del mismo modo. --Esta cerradura se verificó al mismo tiempo que se construyeron los edificios. --Un montículo. --Edificio arruinado. --Su interior. --Cabeza esculpida. --Estructura extraña. --Un arco. --Muralla perpendicular. --Figuras y adornos de estuco. --Gran terraza y edificio. --Departamentos, etc. Falta de interés que mostraban los indios con respecto a estas ruinas El día 24 de enero partimos, por fin, de Nohcacab. Sirvionos de bastante alivio el despedirnos de este sitio, y el único pesar que nos quedaba al salir de allí era la reflexión de que tendríamos que volver. Constante y no interrumpida había sido la bondad que merecimos del padrecito, su hermano y aun de todos los vecinos; pero la fatiga de caminar doce millas diariamente sobre un mismo terreno y la dificultad de proporcionarnos indios para el trabajo llegaron a ser una fuente perenne de fastidio, sin contar con que experimentábamos por lo común un sentimiento de aversión contra cualquier lugar en que no enfermábamos, y por consiguiente nos venía desde luego el deseo de alejarnos de allí. Conforme a nuestro plan, íbamos a emprender una excursión que abrazaba un circuito de ruinas, y que nos debía obligar a volver a Nohcacab, aunque no fuese sino para servirnos de punto de partida hacia otra dirección. En virtud de este plan, dejamos allí las piezas más pesadas de nuestro equipaje, llevando únicamente el aparato daguerrotípico, las hamacas, una gran caja que contenía las piezas de hoja de lata de nuestro servicio de mesa, un candelero, pan, chocolate, café, azúcar y unas cuantas mudas de ropa en petaquillas. Además de Albino y Bernardo, teníamos ya un muchachillo de quince años llamado Bernabé, de mucha menor catadura que los otros dos, y los tres juntos apenas formarían el bulto de un hombre regularmente conformado. Estábamos provistos de buenos caballos para el camino. Mr. Catherwood tenía uno sobre el cual, sin necesidad de apearse, podía dibujar perfectamente; el Dr. Cabot podía disparar desde el suyo la escopeta, el mío era muy capaz de emprender la más áspera jornada para hacer una excursión preliminar. Albino iba caballero sobre un animal cerrero de bocado duro, que le hacía temblar como un atacado de fríos y calenturas, y que distinguíamos con el nombre de trotón. Bernardo quería también un caballo, sin más razón que por tenerlo Albino; pero, en lugar de ir montado, tuvo que ponerse un mecapal a la frente y marchar llevando a cuestas su propio equipaje. Estábamos a punto de penetrar en una región poco o nada frecuentada por el hombre blanco y habitada enteramente por los indios. El camino que llevábamos cruzaba el terreno mismo de las ruinas de Kabah, y una legua más allá llegamos al rancho Chaac, que era una gran habitación de indios, sujeta a la autoridad de Nohcacab. No había allí un solo hombre de raza blanca, y, en los momentos en que entrábamos por la calle principal, las mujeres arrebataban de prisa a sus hijos y huían de nosotros azoradas como un ciervo montés. Dirigime a una cabaña en que había visto penetrar a una mujer: detúveme junto a la cerca por pura curiosidad, y, haciendo uso de unas pocas palabras de la lengua maya que yo había logrado aprender de memoria, pedí una lumbre para encender un cigarro; pero la puerta permaneció cerrada. Desmonté entonces; pero, antes de que yo hubiese tenido tiempo de atar mi caballo, lanzáronse fuera las mujeres y desaparecieron entre los matojos cercanos. En un punto del rancho existía una casa real, que consistía en una larga galera techada de guano, con una plazoleta por delante y una gran enramada de hojas; a un lado de esta plaza había un magnífico y frondoso ceibo, que extendía su sombra sobre un gran trecho en rededor. Al dejar este rancho, vimos a cierta distancia, hacia la izquierda, un corpulento edificio arruinado, que descollaba solo en medio de un bosque muy espeso y aparentemente inaccesible. Como a distancia de cuatro leguas de Nohcacab, llegamos al rancho Chaví, que era en nuestro itinerario el primer punto de detención, por cuanto en sus cercanías se hallaban las ruinas de Zayí. También este rancho se encontraba exclusivamente habitado por indios, dándosele el nombre de rancho a toda población que no tiene la suficiente importancia para constituir una aldea. La casa real, lo mismo que la de Chaac, era un amplia cabaña, con paredes de barro y techumbre de guano; tenía enfrente una plaza abierta como de cien pies en cuadro, rodeada de una empalizada y recibiendo la sombra de una verde enramada de palmas: alrededor de la cabaña se veían grandes árboles de ceibo. En cada rancho de indios hay siempre una casa real destinada a recibir al cura en sus rarísimas visitas, si es que llega a verificarlas; pero también sirve para hospedaje a los tratantes en pequeño de los pueblos, que suelen pasar por los ranchos a comprar cerdos, maíz o gallinas. Cuando la cabaña estuvo bien barrida y libre, comparativamente hablando, de las pulgas que allí se amadrigaban, vino a ser una habitación cómoda y confortable, provista de una sala en que podían colgarse seis hamacas, precisamente el número que necesitábamos para nosotros y la comitiva. El rancho se encontraba bajo la jurisdicción parroquial de nuestro amigo el cura de Ticul, quien, sin embargo, por la multitud de otras varias atenciones suyas, sólo había podido visitarlo una vez. El padrecito había mandado prevenir nuestra llegada con encargo de que el pueblo se preparase a recibirnos. Por consiguiente, al punto que llegamos se hallaban listos los indios para proporcionarnos ramón para los caballos; pero no había agua: el rancho carecía de ella y dependía en este caso del de Chaac, distante de allí tres millas. Sin embargo, por dos reales se encargaron los indios de proveernos de cuatro cántaros de agua, uno para cada caballo, para el uso de la noche. En la tarde tuvimos formal visita al alcalde y sus alguaciles y, además, como a la mitad del pueblo. Aunque llevábamos ya algún tiempo de residir en el país, mirábamos aquello como el verdadero principio de nuestro viaje; y, aunque las escenas en que hasta allí nos habíamos encontrado no ofrecían nada de semejante con ninguna otra de nuestra vida, este nuestro primer día de viaje nos ofreció algunas enteramente nuevas. Reuniéronse los indios bajo la enramada, en donde nos presentaron los asientos con mil ceremonias, y el alcalde nos dijo que el rancho era harto pobre, pero que harían lo posible por servirnos. Ni el alcalde, ni ninguno otro de los vecinos de aquel lugar hablaba una sola palabra de la lengua española, y nuestras comunicaciones se verificaban por medio de Albino. Abrimos nuestra entrevista con hacer algunas observaciones por los dos reales que se nos hacía pagar para dar agua a los caballos; pero hallamos las excusas perfectamente satisfactorias. En la estación de las lluvias tenían provisión de agua en las inmediaciones, que consistía en unos depósitos acaso tan sencillos como los primitivos que puedan usarse en cualquiera otra parte del mundo habitable, pues que eran unos grandes huecos o agujeros practicados en las rocas, para recoger el agua de lluvia, y a los cuales llaman sartenejas, de las que había muchísimas por la naturaleza rocallosa del terreno. Durante la estación de las lluvias se llenan tan pronto como se agotan, y en la ocasión de nuestra visita, debido a la larga continuación de las aguas, todavía las sartenejas podían suplir a los usos domésticos, pero el pueblo no podía tener caballos, ni vacas, ni ganado de ninguna otra clase, a excepción de los cerdos que criaba. En la estación de la seca se agotan estas fuentes: los huecos y agujeros de las rocas quedan enjutos, y los indios se ven precisados a acudir al rancho Chaac, cuyo pozo nos lo representaban de una extensión como de una milla bajo de la tierra, y tan áspero y difícil que sólo podía descenderse a él por medio de nueve diferentes escaleras. Este relato les dejaba libres de toda imputación de mezquindad por no dar agua a nuestros caballos. Pareciéndonos extraño que una comunidad se condenase a vivir voluntariamente en un sitio en que se obtenía tan difícilmente aquel elemento de primera necesidad, les preguntamos por qué no alzaban su establecimiento y se dirigían a cualquier otra parte; pero esta idea no parecía que se les hubiese ocurrido jamás; dijéronnos que sus padres habían vivido allí antes que ellos, y que las tierras inmediatas eran muy buenas para hacer milpas. En efecto, era aquél un pueblo harto singular y nunca había lamentado más mi ignorancia de la lengua maya como en semejante ocasión. Aquel rancho se hallaba bajo la jurisdicción civil del pueblo de Nohcacab, pero sus habitantes eran dueños del terreno por derecho de herencia. Considerábanse de mejor condición que los que vivían o en los pueblos, en donde se sometía a los indios a ciertas cargas y derechos municipales, o en las haciendas, en donde tenían que someterse a las órdenes de un amo. Su comunidad consistía en cien labradores, u hombres de labor; cultivábanse las tierras en común, y se dividían proporcionalmente sus productos. El alimento se preparaba en una sola cabaña, a donde cada familia enviaba por su respectiva porción, lo que nos explicó un espectáculo singular que observamos a nuestra llegada; a saber, una procesión de mujeres y muchachos, llevando cada cual un cajete de barro lleno de una preparación caliente aún, como se echaba de ver por el humo, caminando por una misma calle y dispersándose después en las diferentes cabañas. Todo individuo perteneciente a la comunidad, hasta el más joven, tiene la obligación de contribuir con un cerdo. Por nuestra ignorancia en el idioma, y por la variedad y urgencia de otras materias que llamaban nuestra atención, no pudimos saber los detalles de este arreglo económico que parece aproximarse mucho al mejorado estado de asociación de que hemos oído hablar entre nosotros; y como el de esos indios existe desde tiempo inmemorial, y no puede considerársele como un simple ensayo para hacer la experiencia, acaso Owen y Fourier podrían tomar con ventaja algunas lecciones de ellos. Difieren sí de los reformadores de profesión en una particularidad muy importante, y es que estos indios no solicitan prosélitos. A ningún forastero, por ningún pretexto ni consideración, se permite ingresar en su comunidad; y todos los miembros de ella deben casarse dentro del rancho, sin que jamás se hubiese dado un ejemplar de un solo matrimonio verificado fuera de él. Decían que esto era imposible, y que no temían que jamás ocurriese un suceso semejante. Tenían la costumbre de ir a los pueblos con objeto de asistir a las fiestas; y, cuando les presentamos la hipótesis de que un joven, de cualquiera de los dos sexos, llegase a enamorarse de otro joven de uno de esos pueblos, reponían que era muy factible que así sucediese, contra lo cual no existía ley ninguna; pero que, sin embargo, ninguno se casaría fuera del rancho. Y éste era un caso que se temía tan poco, que para él no había establecido castigo alguno en su código penal. A pesar de eso, insistiendo nosotros en la cuestión, después de haberse consultado entre sí, resolvieron que el infractor, fuese hombre o mujer, sería expulsado desde luego de la comunidad. Observámosles que, en una reunión de individuos tan pequeña, no dejarían de ser sobrado frecuentes los matrimonios entre parientes o afines; a lo que nos dijeron que así era efectivamente, desde que su número se redujo en la invasión del cólera. En efecto, son todos parientes entre sí; pero es permitido el matrimonio de los parientes, siempre que no sea entre hermanos y hermanas. Eran muy puntuales en la observancia de las ceremonias eclesiásticas, y a la sazón acababan de celebrar el carnaval, dos semanas antes del tiempo regular; pero, cuando les corregimos su cronología, nos dijeron que una vez que eso era así, volverían a celebrarlo de nuevo en tiempo oportuno. A la mañana siguiente, muy temprano, nos dirigimos a las ruinas de Zayí. A corta distancia del rancho descubrimos a nuestra izquierda, en una milpa muy extensa y bien sembrada, las ruinas de un montículo y un edificio tan destruidos, que fue imposible sacar de ellos ningún partido. Después de caminar como milla y media más, descubrimos a alguna distancia un enorme montículo cubierto de arboleda, que nos dejó asombrados por sus vastas dimensiones; y, a no ser por el auxilio de nuestros indios, nos habría arredrado el tamaño de los árboles que allí crecían. El bosque comenzaba desde un lado del mismo camino. Los guías abrían una vereda, chapeando las ramas hasta la altura de la cabeza, y los seguimos a caballo hasta el pie de la casa grande, en donde nos apeamos de las cabalgaduras. Con ese nombre conocían los indios una inmensa aglomeración de edificios de piedra blanca o calcárea, que, sepultados en la vasta espesura de una floresta, añadía nueva desolación a las asperezas del contorno. Atamos nuestros caballos, y caminamos a lo largo del frente. Tal era la espesura de los árboles, que al principio sólo pudimos ver una pequeña parte de los edificios. Si en Kabah nos hubiéramos encontrado este obstáculo, teniendo como tuvimos tantas dificultades en proporcionarnos indios, habríamos desesperado de hacer aquí algo de provecho; pero, por fortuna, en donde nuestros trabajos eran mayores teníamos a nuestro alcance los medios de llevarlos adelante. No vacilamos en lo que debía hacerse, tratándose ante todo de economizar tiempo. Sin aguardar a concluir la exploración del terreno, pusimos al trabajo a los indios, y en pocos momentos el sombrío silencio de los siglos fue interrumpido por el golpe acompasado del hacha y el crujido de los árboles que caían. Con el refuerzo de los indios, pudimos en el discurso del día despejar todo el frente. El Dr. Cabot no llegó al sitio sino cuando ya era muy tarde, y, al salir súbitamente de la espesura de los bosques, cuando ya no había árboles que obstruyesen la vista, y de un solo golpe se le presentaron las tres líneas de edificios de inmensas proporciones, consideró que aquél era el mayor espectáculo que hasta allí había contemplado en el país. Mientras se despejaba el terreno de los árboles, descubrimos una pila, o hueco practicado en una peña, llena de agua de lluvia, lo cual fue una importante adquisición para nosotros durante el curso de nuestros trabajos en las ruinas. El gran edificio tiene tres pisos, o, mejor dicho, son tres líneas de edificios sobrepuestos: en el centro hay una espaciosa escalinata de treinta y dos pies de ancho, que sube hasta la plataforma de la terraza más elevada. La escalinata, sin embargo, se encuentra en una situación muy ruinosa, y realmente no es más que un montón de escombros. La parte del edificio que se halla a la derecha ha caído absolutamente, y se hallaba tan destruida que fue imposible sacar la vista; pero ni aun siquiera la despejamos de la arboleda. La línea inferior de las tres mide doscientos sesenta y cinco pies de frente y ciento veinte de fondo; tiene dieciséis puertas que dan a otros tantos departamentos de dos piezas cada uno; toda la muralla del frente ha caído, y la parte interior estaba escombrada de fragmentos y cubierta de vegetación. El terreno situado delante se encontraba tan obstruido de las ramas de los árboles que habíamos echado abajo, a pesar de haberse tomado la precaución de destruirlos bien y abatir los gajos, que, a la distancia conveniente para hacer un dibujo, sólo podía verse una pequeña parte del interior. Cada una de las dos extremidades de esta línea de edificios tiene seis puertas y diez en la parte posterior, que dan a los departamentos; pero todas están muy arruinadas. La línea de edificios de la segunda terraza mide doscientos pies de largo y sesenta de fondo: tiene cuatro puertas sobre la gran escalinata. Las de la izquierda, que son las que están en pie todavía, tienen dos columnas en cada puerta, y cada columna, hecha con bastante tosquedad, es de seis pies y seis pulgadas de elevación con chapiteles cuadrados, algo semejantes a los del estilo dórico, pero sin poseer nada de la grandeza perteneciente a todos los restos conocidos de este orden antiguo. Para cubrir los espacios que medían entre las puertas, hay cuatro columnitas curiosamente adornadas, muy juntas entre sí y embebidas en la pared. Entre la primera y segunda puerta, y entre la tercera y la cuarta, se ve una pequeña escalinata que conduce a la terraza del tercer piso. La plataforma de esta terraza es de treinta pies en el frente y de veinticinco en la parte posterior. El edificio es de ciento cincuenta pies de largo y de ochenta de fondo: tiene siete puertas que corresponden a otros tantos departamentos. Los dinteles de las puertas son de piedra. El exterior del tercero y más elevado de los edificios es llano, mientras que el de los otros dos se encuentra minuciosamente adornado. Entre los diseños más frecuentes en estos adornos se ve el de un hombre sosteniéndose con sus propias manos, con las piernas extendidas en una actitud más curiosa que delicada. He allí, "los amplios y muy bien construidos edificios de cal y canto" que dice Bernal Díaz haber visto en Campeche, "con figuras de serpientes y de ídolos pintados en las paredes". Las plataformas de las tres líneas de edificios son más anchas en el frente que en la parte posterior: los departamentos varían desde veintitrés hasta diez pies; y al costado del norte, del segundo piso, presenta un cierto rasgo tan curioso como inexplicable. Llámase a esto la casa cerrada: tiene diez puertas, todas las cuales se hallan cerradas por la parte interior con piedras y mezcla. Lo mismo que el pozo de Xkooch, tiene este edificio en Nohcacab una reputación misteriosa, y todos creen que encierra algún oculto tesoro. Y era en verdad tan profunda esta creencia, que el alcalde segundo, que jamás había visitado estas ruinas, resolvió aprovecharse de la ocasión de nuestra presencia en ellas; y, conforme a lo que convinimos en el pueblo, vino a ayudarnos con barretas para romper el edificio cerrado y descubrir el precioso depósito. La primera ojeada de esta construcción nos produjo el deseo de hacer la tentativa; pero, mejor examinado, hallamos que ya los indios nos habían precedido en la obra. Enfrente de algunas puertas había varios montones de piedras que ellos extrajeron, y bajo de los dinteles se veían unos agujeros, a través de los cuales pudimos echar una mirada al interior: nos encontramos entonces con piezas amuralladas y techadas lo mismo que todas las demás, pero henchidas de sólidas masas de piedra y mezcla, si no fuese únicamente la pequeña parte que habían excavado los indios. Por todo eran diez estos departamentos, con doscientos veinte pies de largo y diez de profundidad, que, hallándose así henchidos, hacían de todo el edificio una masa sólida. Lo más extraño de esto era que el henchimiento de esas piezas debió de haber sido simultáneo con la construcción de los edificios, porque era imposible que los constructores hubiesen entrado por las puertas para rellenar el interior hasta el techo. Debieron haberse construido, pues, de la misma manera con que se construye una pared, y la techumbre debió de haberse cerrado sobre la masa sólida. Cuál haya sido la razón de haber construido de esa manera tan singular, muy difícil sería decirlo hoy, a menos que se considerase aquella sólida y compacta construcción como necesaria para soportar la terraza superior y el edificio que se halla encima; aunque si tal fue el objeto, parecía mejor y más fácil, que de una vez se hubiese construido una estructura sólida, sin división ninguna de piezas o departamentos. La parte superior de este edificio presentaba una vista magnífica, no de una llanura, sino de bosques ondulosos. Hacia el noroeste, coronando la colina más alta, había un elevado montículo cubierto de arboleda, que a nuestra práctica vista nos indicó la presencia de un edificio, existente todavía o en ruinas. Todo el espacio intermedio era un bosque espacioso, que los indios afirmaban ser inaccesible; sin embargo, elegí tres de los mejores y más fuertes, y les dije que era preciso que llegásemos hasta allí; pero ellos no sabían realmente cómo hacer una tentativa semejante, y emprendieron una continuación del camino que nos había conducido a las ruinas, y que nos alejaba del montículo, en vez de acercarnos a él. En el camino encontramos otro indio, que volvió con nosotros, y a corta distancia abrió un sendero a través del bosque, que llevaba a una vereda, siguiendo la cual por algún trecho volvió a practicar un nuevo sendero, que nos condujo a pie de una colina rocallosa cubierta del gigantesco maguey, o agave americana, que con sus erizadas puntas hería y destrozaba cuanto se le acercaba. Subiendo a esta colina con mil dificultades y trabajos, llegamos al muro de una terraza, a la cual subimos hasta que nos encontramos al pie del edificio. Estaba arruinadísimo y no recompensó nuestro trabajo; pero sobre la puerta había una cabeza esculpida con un rostro de muy buena expresión y bien hecho. En uno de los departamentos había una elevada proyección que corría a lo largo de la muralla; en otro, se elevaba una plataforma de cerca de un pie de altura, y en las paredes de este departamento se hallaban las impresiones de la mano roja. Desde la puerta de entrada se obtenía una extensa vista de las florestas circunvecinas, que por su frondosidad y verdura debían haber engendrado una sensación de alegría y que, sin embargo, por su desolación y silencio producían más bien un sentimiento melancólico. Sólo había un claro en toda aquella áspera floresta, y ése era el que habíamos hecho para despejar la casa grande, en cuya parte superior se distinguían las figuras de unos pocos indios ocupados aún en despejar aquella parte. Enfrente de la casa grande, y como a distancia de quinientas yardas, visible igualmente desde arriba, hay otra estructura del todo diversa de cuantas hasta allí habíamos visto, más extraña e inexplicable y que tenía desde lejos la apariencia de una de las factorías o fábricas de la Nueva Inglaterra. Este edificio se encuentra sobre una terraza, y pueden considerarse como dos construcciones separadas, colocada la una sobre la otra. La inferior, en su conjunto y carácter, se parece a todo el resto. Tiene cuarenta pies de frente, es baja, de techo plano y en el centro hay un pasadizo cubierto en forma de arco, que corre a través del edificio. El frente ha caído y el conjunto se encuentra tan arruinado, que apenas puede distinguirse el pasadizo. A lo largo de la parte central del techo, sin apoyo ninguno e independiente de todas las demás construcciones, se eleva una pared perpendicular hasta la altura como de treinta pies. Es de piedra, de un espesor de dos pies y tiene a través varias aberturas oblongas, como de cuatro pies de largo y seis pulgadas de ancho, en figura de pequeñas ventanas. Se conoce que estuvo dada de estuco, pero éste ha caído ya, dejando en su lugar y a la vista una superficie de mezcla y piedra áspera. En la otra cara se ven fragmentos de adornos y figuras de estuco. Una de esas figuras representa a un indio en actitud de matar una culebra, de cuyo reptil abundan los bosques de Yucatán. Desde que comenzamos nuestra exploración de las ruinas de América jamás habíamos encontrado una cosa más inexplicable que esta gran pared perpendicular y aislada; y no parece sino que se construyó expresamente para confundir a la posteridad. Éstos eran los únicos edificios que, en aquellas cercanías, habían sobrevivido a la obra de destrucción de los elementos; pero, haciendo mis investigaciones entre los indios, uno de ellos se propuso guiarme hacia otro edificio que, según dijo, se encontraba todavía en buen estado de conservación. Dirigímonos hacia el suroeste de la casa grande, y a una distancia como de una milla, cuyo trecho estaba también desolado y cubierto de espesuras, llegamos a una terraza de un área superior, con mucho, a la de todas cuantas allí habíamos visto en el país. Cruzámosla de norte a sur, y en esta dirección me parece que debía de tener mil quinientos pies de largo, y probablemente tendría otro tanto por la otra dirección (de este a oeste); pero estaba demasiado escabrosa, destruida y cubierta de espesa arboleda, para que pudiésemos medirla. Sobre esta plataforma estaba el edificio del que el indio nos había hablado: despejolo, como mejor supo, y al día siguiente Mr. Catherwood sacó el correspondiente diseño. Mide ciento diecisiete pies de frente sobre ochenta y cuatro de fondo y contiene dieciséis departamentos, de los cuales los del frente, que son cinco, están bien conservados. El del centro tiene tres puertas: mide veintisiete pies y seis pulgadas de largo, apenas sobre siete pies seis pulgadas de ancho, y comunica por una sola puerta con la pieza posterior, que es de dieciocho pies de largo, y cinco pies y seis pulgadas sobre la que tiene delante, y súbese a ella por medio de escalones. En el fondo de la pieza del frente, a una elevación como la del umbral de la puerta, corre una línea de treinta y ocho pequeñas columnas embebidas en la pared. En varios sitios la gran plataforma está cubierta de escombros y ruinas, y probablemente yacen sepultados en los bosques otros edificios; pero, faltos de guías y de cualquiera otra indicación, era inútil que intentáramos descubrirlos. Tales son, hasta donde nos fue posible descubrir, las ruinas de Zayí, cuyo nombre, hasta el tiempo de nuestra visita, jamás se había usado entre los hombres civilizados, y que probablemente estaría hasta hoy desconocido en la capital de Yucatán, si no hubiese sido por la notoriedad puesta en conexión con nuestros movimientos. Las primeras noticias que de ellas tuvimos debímoslas al cura Carrillo, quien, con ocasión de la única visita que hizo a esta parte de su feligresía, permaneció una gran parte de su tiempo entre ellas. Era extraño y casi increíble que, en presencia de tan extraordinarios monumentos, jamás fijasen los indios sobre ellos ni siquiera un pensamiento pasajero. El gran nombre de Moctezuma, que ha pasado mucho más allá, hasta los indios de Honduras, jamás había llegado a sus oídos; y a cuantas preguntas les dirigíamos, sólo nos respondían con el soporífero ¿Quién sabe? con que nos respondieron por primera vez junto a las ruinas de Copán. Tienen los mismos sentimientos supersticiosos que los indios de Uxmal; están en la creencia de que los edificios antiguos se hallan habitados misteriosamente, y, lo mismo que en la región remota de Santa Cruz del Quiché, en el viernes santo de cada año se oye brotar de las ruinas el sonido armonioso de una música. Una sola cosa relativa a la antigua ciudad les interesaba sobre todo, y era la existencia de un pozo que suponían debió haber existido allí. Sospechaban que en alguna parte oculta de estas ruinas, cubierta de maleza y perdida, existía la fuente de donde se proveían de agua los antiguos habitantes; y creyendo que con el auxilio de nuestros instrumentos podría descubrirse el sitio en que estuvo, se nos brindaron a echar abajo todos los árboles que cubrían la región ocupada por las ruinas.
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VIAJE ALREDEDOR DEL MUNDO Año de 1585 De lo que el Padre Custodio Fray Martín Ignacio, del Orden descalzo del Santo Padre San Francisco, vio y entendió en su viaje de la vuelta que dio al mundo desde que salió de San Lúcar de Barrameda hasta que se restituyó a la Ciudad de Lisboa, dividido veinte y siete capítulos en los cuales hace una descripción muy particular y circunstanciada de las islas de Canarias, la Deseada, Puerto Rico, Santo Domingo y demás por donde navegó, hasta el Puerto de San Juan de Lúa, del Reino de México, del Nuevo México y noticias de su descubrimiento, de las Islas de los Ladrones, Filipinas, y Japón, y de los varios Reinos y Provincias del Imperio de la China e India de Portugal por donde transitó, ya por tierra, ya por mar, hasta el Cabo de Buena Esperanza e Isla de Santa Elena, habiendo salido para aquel vasto Imperio desde el Puerto de Cavite en una fragata de Juan de Ioba, natural de Andalucía, a 21 de junio de 1582. Y asimismo expresa las alturas de todas las dichas tierras e islas, las distancias que hay de unas a otras y los rumbos a que demoran, y que habían navegado desde que salió de Sevilla hasta que volvió a Lisboa 9040 leguas de Mar y tierra, sin otras muchas que anduvo por la China. San Lúcar de Barrameda y la Ciudad de Cádiz, de donde de ordinario salen las Flotas y Naos para ir a las Indias Occidentales, están la una de la otra distancia de solas cincuenta leguas y en 37 grados de altura; de donde hay hasta las islas llamadas Canarias 230 leguas, que se caminan siempre al Sudeste y se andan de ordinario en ocho o diez días. Es la mar muy brava y hace muchas olas muy grandes, a cuya causa le llaman el Golfo de las Yeguas. Estas Islas, a quien los antiguos llamaron Fortunadas, llaman el día de hoy nuestros españoles Canarias, denominándolas de canes o perros, por lo que había en ellas cuando los españoles las descubrieron en mucha cantidad, y muy grandes y bravos. Están estas siete islas, que se llaman Gran Canaria, Tenerife, la Palma, la Gomera, el Yerro, Lanzarote y Fuerteventura, en 28 grados escasos, y tienen en sí cosas particulares, de las cuales pondré aquí algunas sumariamente. En la isla de Tenerife, al Poniente de ella y al cabo, está una sierra llamada por nombre el Pico de Tereira, que a juicio de los que lo han visto, es el más alto del mundo, y se ve muy claramente 60 leguas antes de llegar a él. A cuya causa, cuando las Naos van de España a estas islas, es ella la primera cosa que se descubre. No se puede subir a él, si no es en los meses de julio y agosto, porque lo restante del año hay mucha nieve (con no nevar jamás en todas aquellas islas circunvecinas), y son menester para ello tres días. En la cumbre hace una como plaza muy llana y donde puestos algunos, cuando la mar está sosegada y en calma, ven todas las siete islas referidas y parece cada una de ellas un barrio pequeño, con estar algunas de ellas distantes más de 50 leguas y tener otras tantas de circuito. Los dos meses arriba dichos se coge en la cumbre de este cerro toda la piedra azufre que viene a España, que es mucha cantidad. Es esta Sierra del Duque de Maqueda por particular merced del Rey. En esta dicha isla de Tenerife hay una imagen de Nuestra Señora que ha hecho y hace muchos milagros, y se llama ella y la iglesia adonde está Nuestra Señora de la Candelaria y es Monasterio de Religiosas de Santo Domingo: está cinco leguas de la Ciudad de San Cristóbal. Esta santísima imagen apareció en aquella isla en tiempo que era de gentiles y mucho antes que los cristianos fuesen a ella, cuya invención y aparecimiento fue de la manera siguiente: En una cueva, que el día de hoy es Parroquia, donde acostumbraban los pastores guarecerse de las aguas y otras inclemencias del cielo y meter sus cabras (que era el ganado que en aquel tiempo había en aquellas islas, de lo cual hasta el día de hoy ha quedado mucha abundancia), yendo un día un pastor de ellas a meterlas en la dicha cueva, las cabras se esparramaron de una gran claridad que vieron en lo interior de ella y volvieron con gran furia a salirse a lo raso con tanto temor, que no pararon en muy gran distancia. Pues como el pastor viendo esta novedad, entrase en la cueva para entender quién la había causado, y después de vista la claridad y el bulto, tomase una piedra y acometiera a tirarla hacia ella, quedósele el brazo muerto y la piedra en el puño de él, que todo lo que le duró la vida estuvo cerrado en testimonio de milagro. Sabido esto por los moradores de las dichas islas, la comenzaron a tener en grandísima veneración, llamándola Madre del sol: la cual devoción ha quedado y está viva el día de hoy en todos los naturales, a quien los españoles llaman guanches; y la adoran tanto como al mismo Dios, haciéndole cada año el día de la Candelaria gran fiesta, en la cual cantan y bailan y hacen otras muchas cosas de muy gran regocijo y fiestas. En una de estas siete islas arriba nombradas y llamada por nombre la del Hierro, hay una continua maravilla que, a mi juicio, es de las mayores del mundo y, como tal, digna de ser sabida de todos los hombres de él para que engradezcan la Providencia de Dios y le den por ello gracias. Toda esta isla, que es de las mayores o la mayor de las siete islas, es tierra áspera e infructuosa, y tan seca que no se halla agua en toda ella si no es en la orilla del mar en algunas pocas partes, de donde está muy distante la población vivienda de los moradores de la isla; pero es remediada su natural necesidad de la Providencia del cielo como está dicho, y por modo exquisitísimo: y es que hay un árbol grande y no conocido ni visto jamás en otra parte del mundo, cuyas hojas son angostas y largas y están perpetuamente verdes como una yedra; sobre el cual árbol se ve una nube pequeña y que jamás se aumenta ni disminuye, que es causa de que las hojas destilen sin cesar un agua muy clara y sutilísima que cae en unas pilas que los moradores del pueblo tienen hechas para su conservación y remediar su necesidad, que la suplen con este remedio muy cómodamente, sustentándose de ella así ellos como todos sus animales y ganados, y bastando para todos sin saber nadie desde cuándo tuvo principio este extraño y continuo milagro. A la mano derecha de estas islas, como 100 leguas de distancia, hay otra cosa poco menos admirativa que la que acabamos de decir, y es que se ve muchas veces una isla, a quien llaman San Borondón, en la cual han estado muchos yendo perdidos, y dicen es fresquísima y muy abundante de arboledas y de mantenimientos y que está poblada de hombres cristianos, aunque no saben decir de qué nación ni lengua. La cual isla han ido infinitas veces nuestros españoles de intento a buscar y nunca jamás la han hallado, de donde viene a que de ella en todas aquellas islas hay diversas opiniones: diciendo unos que es isla encantada y que se ve solamente algunos días señalados; y otros, que no tiene otro impedimento para no hallarse sino que debe ser chica y está de ordinario cubierta de grandes nieblas y que salen de ella ríos de tanta corriente, que hacen dificultosa la llegada. Mi opinión, si vale algo, es que, siendo verdad lo que tantos dicen de esta isla, según la opinión que hay en las siete de Canarias, no carece de misterio mayor que el que puede causar el estar nublado y las corrientes de los ríos que habemos dicho ponen algunos por impedimento para no hallarse; pues esto, cuando lo fuera para los de fuera, no lo podía ser para los de la merma isla, que alguna vez hubiera alguno salido por algún suceso a las circunvecinas y hubiera sido visto y declarado el misterio. De donde colijo o que esta isla es imaginaria o encantada, o que hay en ella otro mayor misterio que por podernos salvar sin creerlo ni entenderlo, será acertado y cordura pasar a delante, concluyendo lo que toca a estas siete islas de Canaria, ya dichas, con decir que el templo tiempo? y cielo de todas ellas es extremado y que son muy abundantes de todos los mantenimientos necesarios para la vida humana, y se hace mucha azúcar, y se crían así mesmo muchos ganados y muy, buenos, y en especial camellos, que los hay en abundancia. Valen todos los mantenimientos de muy buenos precios y menores que en España. Todas estas siete islas están pobladas de españoles que viven regaladamente, entre los cuales hay el día de hoy algunos naturales de los guinches ya dichos, que están muy españolados. Llámase la principal de estas islas Gran Canaria, en la cual hay Obispo e Iglesia Catedral y Consejo de Inquisición y Audiencia Real, de donde depende el gobierno de todas las otras seis.
obra
En la época de la dinastía Song del Norte y gracias a Jing Hao, el género del paisaje se elevó e independizó a la máxima categoría, practicando paisajes panorámicos de grandes cumbres e impresionantes visitas. Organizó el paisaje por medio de la aplicación de distancias (perspectivas): distancia alta (gaoyuan), mostrando la profundidad a través de grandes alturas que consiguen diferentes sensaciones espaciales para el espectador, al jugar con la colocación de los elementos del paisaje anulando la idea de un foco visual único y permitiendo en consecuencia puntos de vista múltiples. A lo lejos se alzan las montañas, en las que destaca un pico central; en el plano intermedio, árboles, rocas y cascadas. Distancia profunda (shengyuan), que penetra en el interior de los elementos del paisaje, y distancia a nivel (pingyuan), la más próxima a nosotros, en la que los elementos del paisaje van perdiendo nitidez conforme se alejan del plano central. Estas tres concepciones no son excluyentes entre sí, sino que a menudo aparecen complementándose para lograr el efecto deseado por el artista. Estas características se pueden apreciar claramente en este paisaje anónimo en el que se nos muestra el viaje del emperador Ming-Houang hacia Chou.
contexto
A diferencia de lo ocurrido en otras regiones del antiguo Oriente, en los montes, los valles y las estepas del Irán siempre han vivido gentes que guardaban memoria del pasado. La sucesión de los grandes imperios iranios de aqueménidas, partos y sasánidas sobre el mismo suelo, y el contacto diverso que mantuvieron éstos con griegos, romanos, bizantinos, árabes y chinos, haría que la literatura clásica de los formadores de nuestra propia cultura estuviera llena de libros, noticias o referencias a los pueblos del antiguo Irán. Paradójicamente, tal vez por eso y por la difícil lejanía de sus ruinas, el redescubrimiento de la historia y las artes iranias haya resultado un camino lento y relativamente tardío. En el curso de la segunda mitad del siglo V a. C., Heródoto convertiría las páginas de sus "Nueve Libros de la Historia" en el primer monumento fiable de la historia, la cultura y el pasado de medos, persas y escitas. Su relato es hoy todavía fuente y punto de referencia imprescindible. Tras él, no pocos griegos y latinos dejaron recuerdos de sus contactos con las gentes del Irán pero, con toda certeza, el romano Amiano Marcelino (ca. 330-ca. 395) sería el más rico transmisor del violento choque de romanos y sasánidas. Menos conocidos quizás, pero no menos valiosos, son los escritos de los bizantinos Procopio de Cesarea y Agathias Escolastikos (muerto ca. 582). A partir de la invasión árabe y la difusión del Islam con la victoria de Qádisiya (637 d. C.), los historiadores, geógrafos y viajeros árabes son de imprescindible consulta. El primero al-Tabari (893-923), en cuya "Crónica Universal" se recoge la historia de persas y árabes en época sasánida. Luego las referencias dedicadas a Persia por al-Ya'qubi (muerto ca. 897) o al-Maqdisi (946?1000) y los tempranos escritos de los viajeros de Occidente, como el rabino Benjamín de Tudela que en la segunda mitad del siglo XII alcanzaría Susa y otras provincias del Irán. Pronto seguirían los cristianos, como Marco Polo, que en el año 1271-72 visitó las desoladas regiones del sur del Irán. O Ruiz González de Clavijo, que, en su embajada a Tamerlán (1403-1406) visitaría el Elburz y la región de Teherán. Aunque no se suele señalar, los pioneros de la Edad Moderna fueron portugueses, italianos y españoles. Así, en 1610, Pedro Teixeira publicaba en Amberes el relato de su largo viaje por Irán, que, desde la India y por Iraq, le había llevado a Italia. Aunque mayor enjundia tendrían los "Viaggi" de Pietro della Valle (1586-1652) y sobre todo, el largo relato de la embajada al sha de Don García de Silva y Figueroa (1619?1624), emisario del rey Felipe III de España. Estos dos fueron los primeros en visitar las grandes ruinas aqueménidas, y los primeros también en copiar y recoger ejemplos de escritura cuneiforme. Más tarde, en el curso de los siglos XVIII y XIX, otros viajeros seguirían sus pasos e irían descubriendo a Occidente, con sus grabados y sus relatos, las costumbres y las leyendas de la historia persa. Y entre los epígonos es forzoso recordar la embajada francesa de 1840, en la que E. Flandin y P. Coste tenían encomendado el dibujo y colección de todas las noticias posibles sobre el arte, la historia y la cultura de los persas. Su libro "Voyage en Perse" (1851) tendría cumplida fama. La misma que, si no tuvo entonces, merece Adolfo Rivadeneyra, vicecónsul español en Teherán, cuyo "Viaje al Interior de Persia" (1880) es, posiblemente, el más atractivo de todos los escritos. Pero con ellos terminaban los hombres de acción y empezaban los estudiosos. Aunque ya algunos británicos como el artista R. Ker Porter, el famoso A. H. Layard, W. K. Loftus y el no menos conocido H. C. Rawlinson -que con su copia de la inscripción de Bisutum encontró la llave para el desciframiento de la escritura cuneiforme-, exploraron ruinas de antiguas ciudades del Irán, la verdadera historia de su descubrimiento científico no comenzaría hasta 1884, fecha en la que los esposos Marcel y Jane Dieulafoy iniciaron la excavación de Susa. Años después, Francia conseguiría el monopolio arqueológico del Irán; y Jacques de Morgan, un ingeniero de minas apasionado por el mundo antiguo, creaba en 1897 la misión estable en Susa que todavía hoy se mantiene, y a cuyo frente irían figurando tras él varios maestros de la iranología como R. de Mecquenem, R. Ghirshman o J. Perrot. Desde entonces, descubrimientos y publicaciones han ido recomponiendo la historia del Irán y los pueblos inmediatos. Pero su número es tan alto y las épocas tocadas tan dispares que por fuerza hay que referirse a una corta serie. Como los trabajos de R. Ghirshman en Tépé Giyan (1931) y Tété Sialk (1933), los de E. F. Schmidt en Tépé Hissar (1931-32) de E. Herzfeld en Persépolis (1931-39y). El hallazgo del famoso tesoro de Ziwiye (1947), las excavaciones de R. H. Dyson en Hasanlu (1957-1974), las de E. O. Negahban en Marlik Tépé (1961-62), D. Stronach en la meda Nus-i Yan (1967-77), C. C. Lamberg-Karlovsky en Tépé Yahyá (1967-69) o W. Sumner en la otra capital suso-elamita, Tall-i Malyan-Ansan (1971?78). Al mismo tiempo, una enorme colección de libros y artículos se iban publicando. Forzoso es recordar el "Bronzes du Luristan" (París, 1931) de A. Godard, todavía básica para el estudio de los bronces de la región; o el clásico "Die Kunst Irans zur Zeit der Sasaniden" de K. Erdmann (Mainz, 1943). Los estudios de M. P. Gryaznov y S.I. Rudenko (Leningrado, 1958 y 1960) sobre las tumbas del Altai y su influencia persa: la monumental "Archéologie de l´Iran Ancien" (Leiden, 1959), fruto del tesón y el entusiasmo de un joven, L. Vanden Berghe, y las primeras historias globales del arte iranio firmadas por E. Porada (Baden-Baden, 1962), R. Ghirshman (París, 1962 y 1964) y A. Godard (París, 1962). O sobre parcelas poco conocidas, como las de A. R. Malcolm en su "Parthian Art" (London 1977), o Ph. L. Kohl con su "Central Asia" (París 1984). La actualidad es tiempo de reflexión. Porque los hallazgos recientes obtenidos en el Irán desde luego, pero también en el Golfo, Pakistán, Afganistán, antigua URSS e Iraq nos permiten comprender mucho mejor la esencia de la historia y el arte del Irán. Así E. Carter y M. Stolper en su "Elam Surveys of Political History and Archaeology" (California, 1984 vp.), P. Amiet y su sorprendente "L´Age des Echanges Inter?iraniens" (París, 1986), T. S. Kawami, con la esperada "Monumental Art of the Parthian Period in Iran" (Leiden, 1987) y, en fin, P. Amiet y su amable "Suse. 6000 ans d´historie" (París, 1988).
contexto
Viajes a Centroamérica y Yucatán En 1836, John Lloyd Stephens llegaba a Londres procedente de Alejandría, en escala obligada, tras su largo periplo europeo, camino de Nueva York. Fue en la capital londinense donde conoció personalmente a Frederick Catherwood al visitar los Panoramas de la Plaza Leicester, si bien ya había contactado en Jerusalén con algunos trabajos del genial dibujante inglés. Ese mismo año de 1836, el Panorama de Catherwood viajó a Nueva York tal vez por recomendación del propio Stephens, quien llegó a alabarlo en la octava edición de Arabia Pétrea, aparecida en 1838. Parece ser que fue John R. Bartlett, autor de varias obras como, por ejemplo, The Progress of Etnology, y fundador de la editorial Bartlett & Weiford, quien puso en contacto a Stephens con las civilizaciones americanas. El abogado neoyorquino, que abandonó la abogacía por la política y acabó convirtiéndose en viajero, explorador y, más tarde, en arqueólogo, leyó con atención el escaso, y a veces poco fiable, material que en esa época existía sobre un mundo prácticamente desconocido. Por sus manos debieron pasar los relatos del español Antonio del Río sobre las excavaciones de Palenque de 1787 auspiciadas por Carlos III, la relación de las expediciones que, de 1805 a 1807, efectuó el capitán Guillermo Dupaix a Mitla y Palenque, o el trabajo del yucateco Lorenzo de Zavala Sáenz, embajador de México en París, sobre la ciudad de Uxmal; publicaciones estas últimas contenidas en la obra Antiquités Méxicaines. Esta serie de descripciones que hablaban de magníficos edificios, agrupados o dispersos en lugares apartados y recónditos y que, por lógica, conectaban con civilizaciones y culturas avanzadas, era algo que debía chocar irremediablemente con el espíritu y el conocimiento de la época, en una América donde las culturas indígenas eran totalmente despreciadas. No cabe la menor duda de que el concepto de indio existente en aquellos momentos se hallaba condicionado por las fantásticas teorías que, sobre el poblamiento de América, se habían vertido desde siglos atrás. Para algunos autores, los relatos de los españoles al describir alguna de las grandes ciudades presentes en el inmenso territorio conquistado eran exagerados, pues tales restos no existían. Sin embargo, cuando las edificaciones comenzaron a ser conocidas y las narraciones sobre ellas se multiplicaron, las exageraciones de los cronistas dejaron paso a un nuevo tema de discusión. ¿Quiénes eran los constructores? Evidentemente, se pensaba que ni los indígenas que habitaban aquellas tierras, ni sus antepasados las habían erigido; por lo que fenicios, egipcios y judíos, entre otros pueblos dispares, rivalizaban, en boca de los eruditos, por ser los pueblos que levantaron tan majestuosos edificios. Esta corriente de opinión llegó incluso hasta comienzos del siglo XIX, época en la que Lord Kingsborough, autor de The Antiquites of Mexico, afirmaba en su voluminosa obra que los aborígenes americanos pertenecían a las Diez Tribus perdidas de Israel. En este estado de conocimientos, al indígena americano se le relacionaba inexcusablemente con seres inferiores, salvajes que cubrían sus cuerpos con pieles, que vivían en chozas, poseían armas rudimentarias y, lo que es más lamentable aún, incapaces de cualquier tipo de actividad intelectual o creadora. Individuos con estas características no podían haber levantado los suntuosos palacios y templos que comenzaban a descubrirse en la América tropical. El éxito económico que supuso para su autor la publicación de Arabia Pétrea, el carácter inquieto y aventurero de Stephens y su amistad con Catherwood, fueron factores determinantes en la decisión que el norteamericano iba a tomar: viajar hasta esos lugares y comprobar personalmente la veracidad de tales afirmaciones; decisión que se vio fortalecida gracias a su nombramiento diplomático en calidad de embajador de los Estados Unidos ante el Gobierno de América Central. Tras la firma de un contrato por el que Catherwood recibía 1.500 dólares a cambio de su trabajo como arquitecto, delineante, topógrafo y dibujante, ambos personajes embarcaron el día 3 de octubre de 1839 en el Mary Ann rumbo a Belice. El redescubrimiento de los mayas estaba cada vez más cerca. En este primer viaje ninguno de los dos exploradores sabía a ciencia cierta lo que iban a encontrar. Los nombres de Copán, Palenque y Uxmal, que habían visto impresos en las obras publicadas hasta esas fechas, estaban envueltos en un halo de misterio difícil de precisar. Ninguna de esas ciudades aparecía reflejada en mapa alguno, y, sin embargo, los relatos hablaban de ellas como grandes centros dotados de una arquitectura monumental que no se correspondía con el aspecto decadente y el carácter, relativamente sumiso, de los pobladores indígenas de aquellas tierras. Stephens y Catherwood partieron desde Belice con destino a Copán, en un viaje que podríamos calificar de épico. Tras algunos días de camino por sendas impracticables, agobiados por el calor, la humedad y los insectos, llegaron a la población de Comatán, encontrando refugio en el cabildo de la aldea. Y es aquí donde se registra el primer incidente grave de su viaje, al ser retenidos por gentes armadas, a los que en absoluto intimida el pasaporte norteamericano que Stephens exhibe. Tras unas tensas negociaciones, el grupo explorador puede continuar su camino; el que les llevará a Copán y al primer contacto con los restos de la cultura maya antigua. Allí treparon por las pirámides, medio ocultas por la tupida vegetación, contemplaron las esculturas, las estelas y los grabados que habían resistido el paso del tiempo, y llegaron a una conclusión: #América, dicen los historiadores, estuvo habitada por salvajes, pero los salvajes nunca labraron estas piedras# De regreso a la aldea de Santa Rosa de Copán, cercana a las ruinas, tropiezan con un nuevo inconveniente. Don José María Acevedo, propietario de las tierras sobre las que se asienta Copán, receloso de la presencia de gentes extrañas en sus posesiones, les niega el paso a las ruinas, afirmando que todo aquello le pertenecía. Evidentemente, el fuerte carácter de Stephens y su condición de diplomático no podían permitir semejante afrenta. Habían venido desde muy lejos, viajado en condiciones muy penosas, y estaban a punto de fracasar ante las mismísimas puertas de la ciudad. Ante estos hechos, y después de una larga meditación, Stephens optó por la única solución que le quedaba: comprar Copán. Vestido con su traje de embajador, que sin duda impresionó a la concurrencia, don José María le vendió los improductivos terrenos y las ruinas por la increíble cantidad de cincuenta dólares. Y de esta forma, el 17 de noviembre de 1839 dieron comienzo en Copán, desde un punto de vista científico, las primeras investigaciones arqueológicas del área maya. Mientras Stephens, ayudado por varios peones, luchaba por despejar de las imponentes estructuras una auténtica maraña de raíces y lianas, que dejaran ver con claridad los edificios, Catherwood trazaba, con la ayuda de un teodolito, un exacto plano de la ciudad. A medida que los trabajos de limpieza avanzaban, las muestras del arte maya grabado en las piedras lucían con todo su enigmático esplendor. Catherwood se dispuso a dibujar, con la ayuda de la cámara lúcida2, todo lo que allí veía, pero su estética, acostumbrada a cánones más rígidos, chocó en principio y de forma irremediable con el barroquismo de las manifestaciones artísticas recién descubiertas. Durante trece días permanecieron en Copán, si bien Stephens marchó hacia Guatemala en busca del Gobierno de América Central, algo muy complicado en aquellos tiempos, mientras Catherwood continuaba dibujando en la ciudad. El fallecimiento del embajador de los Estados Unidos de Norteamérica en estos territorios hizo que Stephens, seguidor de la política del Partido Demócrata, solicitara el cargo que había quedado vacante. Esta petición fue aceptada y contribuyó, como ya vimos, junto con otra serie de factores, a que este primer viaje fuera posible. Desde Copán, Stephens inició el trabajo que le había sido encomendado: clausurar la embajada, enviar los documentos de la misma a los Estados Unidos e iniciar las gestiones para la firma de un tratado comercial. Todo esto parecía fácil, pero en la Guatemala de aquellos años, donde tres candidatos, Carrera, Ferrara y Morazán, se disputaban sangrientamente el poder, no podía hablarse de empresas sencillas. A pesar de esto, Stephens logró con creces sus objetivos, y, libre ya de sus compromisos diplomáticos, y en poder de varios salvoconductos firmados por las máximas autoridades militares y religiosas, emprendió de nuevo, junto con su compañero Catherwood, la búsqueda de las ciudades mayas. El próximo objetivo se llamaba Palenque. Pero mientras Stephens arreglaba sus asuntos diplomáticos en Guatemala, Catherwood descubrió, a 50 kilómetros al norte de Copán, las ruinas de Quiriguá, centro catalogado como de segunda clase, y que es poseedor de una espléndida colección de monumentos, entre los que destaca la Estela E, erigida en el 771 d. C., con más de 10 metros de altura3. El 7 de abril de 1840, Stephens y Catherwood, emprendieron el camino hacia Palenque. Atravesando el lago Atitlán y la aldea de Santa Cruz del Quiché, llegaron en Semana Santa a Quetzaltenango, y a finales de abril a Comitán, ciudad fronteriza del Estado de Chiapas, y lugar en el que un nuevo problema les iba a surgir, pues el comandante del lugar tenía órdenes expresas del general Santa Anna, presidente de México, de que nadie visitara la ciudad. Pero, haciendo caso omiso a tal prohibición, llegaron a la aldea de Palenque, próxima a las ruinas, después de un penosísimo viaje4. Tras reponer fuerzas y contratar a los obreros que les ayudarían en sus trabajos, salieron muy temprano en busca de los edificios de los que tanto habían oído hablar, acercándose a Palenque siguiendo el curso del arroyo Otolún, que divide la ciudad en dos partes, entre la exuberante vegetación que rodeaba y cubría las ruinas. Palenque se les presentaba, al igual que a cualquier visitante actual, como una obra maestra de los arquitectos mayas, que supieron conjugar a la perfección el sobrio estilo arquitectónico de sus edificios con el entorno natural en el que se encuentra. Inmediatamente se dispusieron a comenzar los trabajos, y, en la estructura conocida como El Palacio, instalaron su campamento. Aunque Stephens había leído todo, o casi todo lo que estaba escrito sobre la ciudad de Palenque, no cabe duda de que debió comenzar desde cero. Los edificios localizados y descritos por Antonio del Río o Dupaix aparecían cubiertos por una espesa vegetación y su nuevo descubrimiento se debía, sobre todo, a una tarea de intuición. Por sus ojos desfilaron, una a una, la práctica totalidad de las principales estructuras de Palenque; Catherwood dibujó con enorme acierto la planta del Palacio, distinguiendo los muros caídos de los que quedaban en pie, y los grandes bajorrelieves de piedra que se encuentran en el patio principal. El Templo de las Inscripciones, lugar en el que Alberto Ruz, arqueólogo mexicano, descubrió en 1952 la tumba de Pacal con su valiosa ofrenda; el Templo de la Cruz, con su tríptico en piedra profusamente decorado; el Templo del Sol, con los grabados que tanto impresionaron a Catherwood, fueron dibujados, medidos y estudiados, como nunca antes lo habían sido. A pesar de encontrarse a casi 500 kilómetros de Copán, y con una experiencia de los centros mayas bastante limitada, Stephens llegó con sumo acierto a demostrar la homogeneidad del arte maya y que la historia de ese pueblo se hallaba escrita en los complicados jeroglíficos que decoraban gran número de sus construcciones. Maravillado por la grandeza de Palenque, Stephens pensó que en aquel lugar podía realizar una operación similar a la efectuada en Copán, pero en México el panorama era distinto, pues, a pesar de ofrecer la cantidad de 1.500 dólares por las ruinas, un extranjero no podía ser propietario de tierras, si no contraía previamente matrimonio con una mujer mexicana. Los arraigados principios de soltería que Stephens mantuvo durante toda su vida impidieron que el norteamericano comprara una nueva ciudad para trasladar sus monumentos al Museo de arte americano que pensaba crear en Nueva York. El 1 de junio de 1840 abandonaron la ciudad de Palenque con destino a la Laguna de Términos, en el Golfo de México, para continuar en su viaje costero hacia el norte hasta el puerto de Sisal, y dirigirse desde allí a Mérida, lugar en el que esperaban ver a don Simón Peón y visitar la ciudad de Uxmal. Sin embargo, y aunque Stephens pudo contemplar el espectáculo que representa la visión de las estructuras existentes en dicho centro, la exploración de Uxmal no pudo llevarse a cabo debido a que Frederick Catherwood había caído enfermo; las fiebres, el paludismo y el intenso trabajo minaron su salud. El 24 de junio de 1840, ambos exploradores parten rumbo a La Habana y desde allí prosiguieron el camino que les llevaría a Nueva York. Al año siguiente publica Stephens sus Incidents of Travel in Central America, Cbiapas and Yucatan, en el que narra las peripecias del primer viaje, las descripciones de las primeras ciudades mayas exploradas, sus impresiones sobre ellas y sus trabajos como diplomático ante el inexistente gobierno de América Central. Fue un libro de enorme éxito entre los lectores no sólo por su amenidad, sino porque ponía a toda una sociedad en contacto con una cultura prácticamente desconocida. La sensación de que todavía quedaba mucho por hacer, y la privilegiada situación económica por la que atravesaban en aquellos momentos ambos viajeros, fueron factores que avalaban la necesidad de efectuar un nuevo viaje. Pero este nuevo periplo por tierras mayas iba a ser distinto al anterior. No cabe duda de que Stephens preparó cuidadosamente todos los detalles del viaje, eligiéndose para ello una zona concreta del territorio, y contándose con la participación de un naturalista de cierto prestigio, el doctor Cabot, encargado de efectuar una serie de trabajos sobre la fauna de Yucatán. Y así, el día 9 de octubre de 1841, los tres viajeros embarcaron a bordo del Tenessee, con destino a Sisal y la ciudad de Mérida. Yucatán en la época de Stephens y Catberwood La ciudad de Mérida, capital del Estado de Yucatán, fue fundada en 1542 por Francisco Montejo el Mozo, sobre las ruinas del antiguo sitio maya de T'ho'5. De las informaciones suministradas por los viajeros, frailes, cronistas, etc. se desprende que en este importante asentamiento existieron cinco estructuras principales de gran tamaño, la última de las cuales fue demolida para la construcción del mercado municipal, habiéndose detectado hasta treinta núcleos domésticos en el interior del área periférica de la ciudad. Como muy bien apunta Barrera Rubio (1983:14), y al margen de otras cuestiones que podríamos denominar de estrategia militar, el establecimiento de la nueva capital en un lugar de gran importancia religiosa para el pueblo maya fue un factor determinante en la finalización del largo proceso de conquista. Como ya hemos visto, a esta tranquila y bella ciudad yucateca llegaron Stephens y Catherwood en la víspera de la festividad del Corpus Christi de 1840, cuando su primer viaje tocaba a su fin. Tal vez el ambiente festivo que hallaron en la misma podría parecerse al de hoy día en un domingo cualquiera, de música y danza, en el meridano Parque de Santa Lucía. Cuando la recorrieron, debieron sentir una sensación similar a la de cualquier viajero que la visite en la actualidad. Sus limpias calles llenas de luz, su colorido, su calma, sus amables gentes son rasgos que la definen y que incitan al que llega a conocerla a soñar con el regreso. Pero, si la Mérida de hoy es un paraíso del sosiego y la tranquilidad, en esos años cuarenta del siglo pasado el ambiente era radicalmente distinto, pues un gran número de problemas empañaban el horizonte político y social de la República mexicana. Yucatán se declaró independiente de España el 15 de septiembre de 1821, escogiendo la vía del federalismo, que la colocaba en una situación política similar a la que mantenía durante el dominio español. Al tratarse de una administración acostumbrada a caminar separada bajo la monarquía española, el mandato centralista de López de Santa Anna significó un auténtico desafío para la clase gobernante de Yucatán. Contra este centralismo se alza, en 1838, Santiago Imán, capitán de la milicia en la localidad de Tizimin. Derrotado y obligado a refugiarse en la selva, logró, a base de prometer a los indígenas la supresión del pago a la iglesia, que éstos se le unieran en gran número. Tras la toma de Valladolid y la expulsión de los mexicanos de Campeche en junio de 1840, Yucatán se separa de México mientras el sistema federal no fuera respetado, nombrándose gobernador del Estado a Santiago Méndez, personaje a quien Stephens conoció durante su estancia en Mérida, y a Miguel Barbachano como vicegobernador. Una de las primeras medidas que se tomaron fue la de revisar y actualizar las leyes del Estado, por lo que, en 1841, se elaboró una nueva Constitución de carácter liberal que sustituyó a la de 1825. Aunque ya la legislación de 1823 prohibió la introducción de esclavos declarando libres a todos los nacidos en la Península, la Constitución de 1841 concedía expresamente la ciudadanía a todos los habitantes del Estado, incluidos los indígenas. La introducción del derecho de amparo, otorgando a los tribunales la capacidad de oponerse a las leyes anticonstitucionales; la libertad de culto y una cierta participación del pueblo en las tareas de gobierno fueron algunas de las novedades introducidas por la nueva Constitución. Mientras tanto, el gobierno centralista de México atravesaba por todo tipo de problemas, arrastrados desde hacía tiempo, bajo la presidencia de Antonio López de Santa Anna. Ante esta política anticentralista, el gobierno mexicano impone un bloqueo marítimo y económico del que sólo saldrá Yucatán tras hacerse con los servicios de varios barcos de la marina de Texas. En 1842, Santa Anna envió a Yucatán un ejército que resolviera la situación, lo que obligó a los yucatecos a armarse bajo el mando del general Pedro Lemus. En noviembre de ese año, los mexicanos desembarcaron en Champotón, derrotando al ejército yucateco. Lemus fue cesado y sustituido por el coronel López de Lergo, que logró frenar el avance mexicano ante las murallas de Campeche. A principios de 1843, los mexicanos intentaron nuevamente acercarse a Mérida, pero, en una descabellada maniobra militar y tras algunos enfrentamientos con las tropas de Lergo, acabaron rindiéndose a las puertas de la ciudad. Esta victoria militar, que representaba también el triunfo del federalismo, estaba sin embargo empañada por los graves problemas que el aislamiento económico había producido en Yucatán. Conscientes de la fuerza que les otorgó la victoria pero a la vez preocupados por lo poco práctica que les resultaba la independencia, una comisión fue enviada a México para deshacer el bloqueo al que estaban sometidos los productos yucatecos. Las autoridades mexicanas autorizaron el libre tránsito de las mercancías de Yucatán por todo el territorio, a cambio de aceptar el régimen centralista contra el que tanto habían luchado. Pero, tiempo después, Santa Anna vuelve tras sus pasos y prohíbe nuevamente la llegada a los puertos mexicanos de los productos peninsulares, nombrando mediante decreto un nuevo gobernador para el Estado. En diciembre de 1845, Yucatán se separa nuevamente de México, nombrándose a Miguel Barbachano gobernador provisional. Pero el estallido de la guerra con los Estados Unidos motivó que las autoridades mexicanas se vieran en la necesidad de contar con el apoyo de los yucatecos, por lo que una vez más, y a cambio de su ayuda, los principios federalistas del Estado fueron respetados. Aunque en un principio estos hechos pudieron considerarse como una gran victoria para los intereses de Yucatán, la realidad fue otra muy distinta, pues la independencia otorgaba a este territorio una neutralidad ante la guerra contra los Estados Unidos de la que ahora no disfrutaba. Campeche, por su condición de enclave costero, y ante el temor de que los ataques navales de la marina norteamericana dirigieran sus miras a la ciudad, se reveló a favor de la independencia y la neutralidad en diciembre de 1846. Y la guerra civil estalló en Yucatán. Los campechanos nombraron a Domingo Barret como máximo representante del nuevo gobierno provisional, mientras, en Mérida, el gobernador Miguel Barbachano hacía frente a la nueva y grave situación que iba a desembocar, tras la derrota de su ejército en Mérida, Tekax y Peto, en el violento asalto y saqueo de la ciudad de Valladolid, a manos de un numeroso batallón de indígenas en enero de 1847. Pero, si el panorama político, en la época en que Stephens y Catherwood recorrieron Yucatán, era grave, la situación del campesinado no era mucho mejor. Frente a las grandes haciendas y ranchos, propiedad de los ricos terratenientes, se levantaban a duras penas las comunidades agrícolas indígenas que, con arraigados elementos culturales mayas, subsistían mediante el sistema de milpas6, dentro de una economía comunal heredada de los tiempos prehispánicos. Después de la independencia, el poder de los terratenientes sobre la clase campesina se acrecentó aún más, y los abusos a los que éstos estaban sometidos eran casi continuos. La apropiación, por parte de los ranchos y haciendas, de los terrenos comunales y ejidales, favorecidos por las leyes de propiedad y adquisición de tierras, la obligación de pagar los indígenas un impuesto por el cultivo de sus propios terrenos, y el estado de esclavitud encubierta en el que se encontraban son algunas de las causas que dieron lugar a los sangrientos sucesos de 1847, que, con el asalto a la ciudad de Valladolid, iniciaban la llamada Guerra de Castas de Yucatán. Bracamonte y Sosa (1984 a: 14) nos proporciona un interesante documento, que refleja claramente la situación de opresión e impotencia en la que, inexorablemente, se hallaba inmerso el campesino maya. Curioso texto, porque afecta a un personaje con el que Stephens trabó bastante amistad como es Simón Peón, dueño de la hacienda y de las ruinas de Uxmal, que en agosto de 1835 pretendía aumentar la renta a un campesino indígena. Dicho documento nos cuenta cómo #mandó el señor Don Simón Peón a sus criados a destrosar los elotes de mi milpa# destrosaron solo cinco mecates dándome termino de ocho días para obligarme a pagar por el restante a diez mecates por un peso, de una carga de maíz, y, a no, mandará destrosar y cortar la que queden, que son 73 mecates; y constando por veinte y un recibos que conserbo #hasta el año pasado 1834, pagar los arrendamientos de cada veinte, una carga de maíz, yo y mis dos hijos7. Peripecias de viaje a Yucatán Como ya hemos visto a lo largo de estas páginas, Incidents of Travel in Yucatán, con los 120 grabados de Frederick Catherwood, fue publicado por vez primera en Nueva York por la firma Harper and Brothers en 1843. De las dos obras americanas de Stephens ésta es sin duda la más completa, pues no se trata sólo, lo que no es poco en este caso, de un libro de viajes, sino que nos encontramos ante los primeros, y en muchos casos, acertados intentos de penetrar de una forma objetiva en el conocimiento científico y en la reconstrucción de la historia prehispánica de la civilización maya. Aun hoy día es un libro de lectura obligada entre aquellos que se interesan por el pasado de este pueblo, pues su importancia no radica exclusivamente en los numerosos lugares arqueológicos que se nos describen por vez primera, sino también por la minuciosidad y el detalle con que efectúa tales descripciones. Pero es evidente que, en la fecha de su primera publicación, Peripecias de viaje a Yucatán al igual que el primer libro de Stephens sobre los mayas produjo en la sociedad de su tiempo algo que hasta la fecha parecía impensable, pues dotó a las civilizaciones mesoamericanas de una entidad y un carácter totalmente propio, alejado de las fantásticas influencias que años atrás se le habían adjudicado. Stephens y Catherwood fueron los primeros (la Relación de las cosas de Yucatán, de Landa, no había sido encontrada todavía) en adjudicar la construcción de las numerosas ciudades que vieron durante sus viajes a los antiguos habitantes de la región8. Aunque carecían de datos para asignar a éstas una cronología, sin embargo, sus deducciones no fueron del todo desacertadas. Escribía Catherwood en la introducción de sus Views: El Sr. Stephens y yo, después de un examen preciso y comparativo de los restos antiguos, (concluimos)# que (las ruinas) no son de una antigüedad inmemorial, obra de razas desconocidas, sino que, como ahora las vemos, fueron ocupadas y posiblemente erigidas por las tribus indias que poseían el territorio en la época de la conquista española, que son la producción de una escuela de arte indígena, adaptada a las circunstancias naturales del país y a la política civil y religiosa que entonces prevalecía, y que representan sólo analogías ligeras y accidentales con las obras de cualquier pueblo o de cualquier país del Viejo Mundo (Hagen, 1981:328). La experiencia acumulada en el primer viaje por tierras centroamericanas, y el que Stephens leyera con atención las obras de los cronistas, como Herrera, Cogolludo o Lizana, aplicando estas enseñanzas a su nuevo libro, hacen que Peripecias de viaje a Yucatán sea uno de los primeros trabajos válidos en los que la etnohistoria, la arqueología y la literatura indígena se dan la mano persiguiendo un objetivo común: desentrañar, desde una óptica multidisciplinaria, uno de los más importantes enigmas arqueológicos con el que se enfrentaba el hombre de ciencia del pasado siglo. Por todo ello, esta obra de John L. Stephens asienta con firmeza las bases de lo que, tiempo después, será la mayística moderna. A su aportación clave, como fue la de asignar los grandes centros que contempló a los antiguos habitantes del Mayab, hay que unir las primeras descripciones de cuarenta y cuatro sitios arqueológicos de gran importancia en la actualidad, así como la elaboración del mapa más exacto de Yucatán efectuado hasta esos momentos. Deseoso de hacer su obra más completa, Stephens incluyó en esta segunda obra un valiosísimo apéndice, que forma parte del llamado Chilam Balam de Maní, si bien su publicación no fue completa, como tampoco lo fue el estudio que su primer descubridor, don Juan Pío Pérez, efectuó sobre este importante documento9. Pero este libro no es solamente una obra sobre arqueología maya, pues de él podemos extraer un amplio abanico de conocimientos no sólo en lo concerniente a la historia social, política y económica del Yucatán de mediados del siglo XIX, sino también sobre el carácter de su autor. Desde esta óptica, John L. Stephens aparece como un hombre seguro de sí mismo, seguro de su capacidad y con un sentido de clase muy profundo y arraigado. Y esto se refleja en su obra con claridad. En el capítulo IV del II volumen, Stephens nos narra su visita al Rancho Kiuick, y nos dice: El tal propietario era un indio puro, el primero de esta antigua, pero degradada raza, a quien hubiésemos visto en la posición de ser dueño y propietario de tierras# Involuntariamente le tratamos con todo el respeto y miramiento que jamás habíamos mostrado antes a ningún indio; pero, ¡quién lo sabe!, tal vez en esto no estábamos enteramente libres de la influencia de los sentimientos que gobiernan en la vida civilizada, y nuestro respeto pudo haber provenido de saber que nuestro conocido nuevo era un propietario, que poseía no solamente algunos acres de tierra, indios y una finca productiva, sino también dinero efectivo, el gran --desideratum-- de estos tiempos positivos. Hagen (1981:132) también es consciente de esta realidad al observar cómo Stephens, cuando se encontró en Belice sentado entre dos personas de raza negra, escribió: Algunos de mis compatriotas habrían vacilado en aceptar esa situación, pero yo no; ambos señores estaban bien vestidos, eran bien educados y corteses. Evidentemente, estas actitudes, estos comentarios, que hoy día pueden parecernos extraños, no empañan lo más mínimo la trayectoria y las aportaciones que Stephens, junto a su compañero Catherwood, ha realizado gracias a sus viajes por tierras centroamericanas. Posiblemente, sin esa determinación y arrogancia, sin esa fuerza de carácter y sentido de clase, nada de lo que nos ha legado hubiera llegado a nosotros, y John L. Stephens ni siquiera sería recordado hoy como un ilustre abogado de Nueva York. Esta primera edición publicada en España de la inmortal obra de John L. Stephens emplea la traducción que de la misma efectuó don Justo Sierra O'Reilly, patriarca de las Letras Yucatecas. Editada en dos tomos, en la ciudad de Campeche, llevó por título Viaje a Yucatán a fines de 1841 y principios de 1842, saliendo a la luz el primer volumen en 1848 y el segundo en 1850. Desde este momento son numerosos los intentos de publicar en castellano la obra del escritor norteamericano, pero algunos constituyen un indudable fracaso, sin duda, por los elevados costes que una publicación de este tipo conlleva. Así, en 1869 se publicó en Mérida y por entregas hasta el capítulo XIV del primer volumen, en edición a cargo de Manuel Aldana Rivas; mientras que el poeta yucateco Luis Rosado Vega, autor de la letra de una de las más bellas y polémicas canciones de amor jamás escrita en Yucatán, intentó una tercera edición en 1923, pero sólo se imprimió hasta el capítulo XV del primer volumen10. Es en 1937 cuando se publica en la ciudad de México, y a cargo del Museo Nacional de Arqueología, la cuarta edición en dos volúmenes, con introducción de César Lizardi Ramos, y titulada Viaje a Yucatán: 1841-1842. Años después, y con el mismo título, el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía de México publica en 1939 y también en dos volúmenes la quinta edición de la obra de Stephens. Por último, en 1984, la Editorial Dante de Mérida lanza al mercado en dos volúmenes Viajes a Yucatán, con introducción de Rodolfo Ruz Menéndez, y en la que se incluyen aquellos pasajes que hacen referencia al primer viaje de Stephens y Catherwood por tierras yucatecas, extraídos de Incidentes de Viaje a Centroamérica, Chiapas y Yucatán, obra que vio la luz por vez primera en la ciudad de Nueva York en 1840. Es en 1853 cuando se publica en alemán bajo el título de Begebenheiten auf einer Reise in Yucatan, y en la actualidad se encuentra editada en varios idiomas, destacando la que en 1962 efectuó la Universidad de Oklahoma, con introducción de Victor W. von Hagen, y la que llevó a cabo en 1963 la Dover Publications de Nueva York, al reproducir el original publicado en 1843, y en la que pueden contemplarse la totalidad de las litografías preparadas por Catherwood para aquella primera edición. La obra que presenta ahora la colección Crónicas de América intenta, en la medida de lo posible, ajustarse al máximo a aquel trabajo original. Lamentablemente no han podido reproducirse todos los dibujos de Frederick Catherwood, pero el texto aparece íntegro en ambos volúmenes, incluyéndose los dos apéndices finales con los que Stephens culminó su obra, traducidos íntegramente para esta edición11. Stephens y Catherwood vivieron en una época donde los movimientos románticos marcaban el ritmo a seguir. Es quizás por eso que la arqueología maya, el continuo descubrimiento, de esta cultura, tenga, aún hoy día, unos ciertos tintes de romanticismo que impregnan al trabajo realizado de un cariz muy especial. Y, aunque a veces hay confusiones, no se trata, lógicamente, de llevar el estudio de la cultura maya a un grado de idealización tal que las investigaciones sobre este tema parezcan la obra de un poeta fracasado. No, se trata simplemente, y no es poco, de apasionarse con la labor a realizar, y de sentirse continuamente insatisfecho ante el trabajo terminado. La célebre obra del escritor norteamericano, los inseparables dibujos de Catherwood y, por qué no, la edición que ahora les presento son un vivo reflejo de esta realidad. Juan L. Bonor Villarejo Madrid, enero de 1989.
contexto
Pedro Sarmiento de Gamboa fue sin duda uno de los más cultos cronistas de América. Hombre de acabada formación académica y dotado de una sobresaliente inquietud científica, unió a tales dotes intelectuales la atracción por la aventura. Este conjunto de características e inclinaciones personales, definen a uno de los más atrayentes personajes de la hispana proyección en el Nuevo Mundo. Como cronista, fue mucho lo que escribió, fruto de sus viajes y de sus investigaciones en el medio peruano. Pero de sus obras, la que con él mejor se identifica es este relato de su primer viaje al Estrecho de Magallanes, en el que brillan a la vez el experto marino, el científico minucioso y el ingenioso escritor. Otros navegantes, antes que él, cruzaron el paso austral. Pero todos lo hicieron desde el Mar del Norte. Sarmiento fue quien halló la boca occidental del Estrecho, que quedó registrada con precisión así como los accidentes magallánicos y las particularidades de los diversos fondos del caudal del austro americano. Esta Relación y Derrotero es, pues, la expresión del descubrimiento intelectual del Estrecho de Magallanes, doble hazaña -científica y marinera-, inscrita en una ruta de sentido inverso a las que normalmente se practicaban en aquel tiempo, y que en este libro de bitácora aparece descrita en su totalidad. Cuanto en la crónica se relata es fresca noticia anotada cada día, lo cual constituye condición singularizadora del relato, compuesto en paralelo con el trascendental viaje, que se realizó en los años 1579-1580, cuando en los dominios de la España filipina -a ello contribuyó Sarmiento- no se ponía el sol.
contexto
Las limitaciones de los medios de transporte y lo intrincado de las rutas que los viajeros utilizaban condicionaran los viajes en la Edad Moderna. Podemos afirmar que España no era un país donde abundaran los viajes. La itinerancia por excelencia estaba en manos de los pastores trashumantes que llevaban sus ganados en función de las estaciones, buscando pastos frescos. Quizás los viajeros extranjeros fueron los que más contacto tuvieron con las rutas españolas mientras que los autóctonos se proyectaron hacia el mar, especialmente a la aventura americana. Diplomáticos, aristócratas, militares y religiosos serán los viajeros que transiten por las diferentes rutas, realizando descripciones, bastante sesgadas, de lo que se van encontrando en el interior de las fronteras hispánicas. Su afición a lo exótico y pintoresco limita en parte sus informaciones, aunque resulta una fuente de conocimiento bastante interesante. Los escasos viajeros autóctonos lo hacían a pie mientras que los extranjeros iban en carruajes o a caballo. Entre 30 y 40 kilómetros diarios avanzarían pero si se trataba de una comitiva la distancia recorrida era bastante menor debido a la lentitud del séquito. Los reyes hispánicos, a excepción de Carlos I, no se movieron mucho, entre otras cosas debido a la cuantía del gasto. En 1660 Felipe IV tardó un mes en llegar a Irún desde la capital y el viaje costó un millón de ducados. Felipe II recomendó a su hijo Felipe III que "viajar por los reinos no es útil ni decente". La geografía peninsular será un importante handicap para el transporte debido a la escasez de vías fluviales navegables. El último tramo del Guadalquivir, desde Sevilla al mar, era la única vía fluvial existente en el país. Esta limitación motivó múltiples proyectos y diseños que pretendían convertir en navegables algunos ríos, especialmente el Tajo entre Toledo y Lisboa o el Duero con el Canal de Castilla. A la geografía debemos añadir las limitaciones fronterizas ya que Aragón, Castilla, Navarra, Valencia y Cataluña eran territorios independientes con sus propias fronteras, existiendo "puertos secos" para acceder de una a otra región. Estas aduanas exigían la necesidad de exhibir pasaportes y el pago de derechos, impuestos que provocaron enfrentamientos entre las administraciones regionales y la Hacienda real ya que el cobro correspondía a una institución y el disfrute era exigido por la otra. Una de las quejas constantes entre los viajeros, extranjeros y nacionales, era la inseguridad de las rutas. El bandolerismo era un constante peligro y la estancia en las posadas suponía, en la mayoría de los casos, una peligrosa aventura. Joly alude a ellas en 1604 como "una gran porquería" refiriéndose a su inhospitalidad. Mateo Alemán habla de ellas de esta manera en su famoso "Guzmán de Alfarache": "Si me pusiera a la puerta de mi madre, no sé si me reconocería, porque fue tanto el número de pulgas que cayó sobre mí, que, como si hubiera tenido sarampión, me levanté por la mañana sin haber en todo mi cuerpo, rostro, ni manos donde pudiera darse otra picada en limpio". Los caminos estaban en pésimo estado y apenas había puentes por lo que cruzar los ríos, debiendo buscar vados naturales para cruzarlos, con el consiguiente peligro que esto implicaba. El País Vasco es una excepción ya que su red viaria era bastante buena. Los caminos estaban divididos en dos grupos: carreteras y caminos de herradura. Las carreteras tenían una anchura determinada y evitaban en lo posible las pendientes. Al carecer de firme, las lluvias de invierno las convertían en barrizales y en verano eran auténticas polvaredas. La Mancha y algunas montañas disfrutaban de estas carreteras. Los caminos de herradura eran auténticas pistas, siendo útiles por la posibilidad de acortar distancias cuando eran usadas. En 1497 los Reyes Católicos promulgan la Ordenanza sobre la Real Cabaña de Carreteros por la que se organiza el transporte a larga distancia. La mula sustituirá al buey a lo largo del siglo XVI debido a su mayor rapidez, a pesar del aumento de los precios. Mientras una carreta de bueyes recorría dos o tres leguas diarias, un tiro de mulas podía recorrer seis u ocho. El transporte de personas se solía hacer en literas o en sillas de manos. Las diligencias empezaron a aparecer en el siglo XVII. Eran calesas de seis ruedas de las que tiraban veinte caballos y en las que podían embarcarse hasta 40 personas. A mediados de esta centuria aparece la carroza con tres filas de asientos, protegidas las ventanas con cristales o cortinas. A pesar de estas defensas, el polvo y la lluvia constituían un molesto compañero de travesía. El correo se institucionalizo a partir del siglo XVI, aunque el cargo de Correo Mayor aparece ya en época de los Reyes Católicos. Carlos I entregó el monopolio del servicio a los Taxis italianos durante un periodo de dos siglos. El servicio requería rapidez por lo que hacía obligatorio el cambio de caballo en cada posta u hostería. A este fin se creó en 1580 un entramado de estafetas pero el servicio no era en exceso rápido. Cuatro días se tardaba en completar el trayecto Valencia-Madrid mientras que siete días era la media del correo entre Madrid y Barcelona. El transporte por mar no gozaba de mayor rapidez o seguridad que el terrestre. Los piratas berberiscos podían complicar la travesía y hacer que el viajero acabara con sus huesos en las mazmorras de Argel. Esta es la razón de la organización de escuadras protegidas por navíos de guerra. No en balde, los pasajeros de categoría solían esperar hasta la organización de una escuadra para emprender el viaje. Resulta anecdótico el caso del arzobispo de Toledo que en 1676 no pudo asistir a la reunión del cónclave debido a la falta de navíos con los que organizar una escuadra. En el caso americano también se organizaban escuadras para el transporte de mercancías y viajeros. La travesía solía durar entre 35 y 40 días para la ida, más rápida que la vuelta. El empleo de la carabela y las corrientes de los alisios hacía más rápido este viaje que los desplazamientos por el Mediterráneo.