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Es el arte del color el que sufre transformaciones más profundas a lo largo de la etapa final del medioevo. Por una parte, existe una reanudación de la tradición nórdica e italiana, con posterioridad a la Peste Negra en casi todos los lugares. En Italia, algunos de los artistas han sobrevivido y siguen trabajando, como el discípulo de Giotto, Tadeo Gaddi. Otro tanto vale para lo francés, donde un Jean le Noir comenzaba colaborando con Jean Pucelle y le vemos activo aún en los inicios del gótico intemacional. En Cataluña, si el modelo italiano se había adoptado años antes de la peste, con la familia Bassa, los sucesores en el control de la pintura son los hermanos Serra, que trabajan en la misma línea.Hace ya tiempo que se acuñó el término de gótico internacional para aplicarlo a la pintura que se hace en torno a 1400. Se ha llamado también gótico cortesano, o simplemente, arte del 1400. Aunque se ha ampliado su uso a la escultura y otras artes, conviene especialmente a la miniatura y pintura. La propia denominación está hablando de que se ha creído encontrar una unificación de los lenguajes anteriores en una síntesis. Las vías han sido múltiples. A veces se ha pretendido conceder a Aviñón un papel determinante como consecuencia de que allí, y en una situación excepcional debido a que es el Papado el que tiene su centro, coinciden pintores franceses, que pertenecen al modelo nórdico lineal, con otros numerosos italianos atraídos por el nuevo centro. La realidad es más compleja pero, en todo caso, hay que recalcar que el internacional posee una cierta uniformidad, dentro de una magnífica diversidad y que en él se patentiza que los artistas han conocido ambos modelos y han llegado a una síntesis, que es diferente según los lugares.Ya en este período, en el ámbito francés del norte, se manifiesta con fuerza una tendencia que se ha calificado de naturalista o más próxima a la realidad que el idealizado lenguaje que corresponde a la corte. Detrás de esta tendencia están casi siempre artistas que vienen de los Países Bajos. A partir del comienzo de actividad de Roberto Campin y los hermanos Van Eyck, el cambio se consuma. Los protagonistas son flamencos. No serán los únicos a quienes se deba el nuevo modelo, pero al menos son los principales y los que están en el punto de mira de todos. A estas alturas Italia ha iniciado una vía nueva y no interesa aquí, pero es difícil marcar un final a lo que se hace en la mayor parte de Europa, antes de caer bajo la influencia de ese nuevo lenguaje. Naturalmente, aunque se habla de modelos, no lo son de modo tan radical, como había sucedido con el primer gótico nórdico y el italiano. En el Imperio se distingue, por ejemplo, entre una tendencia calificada de naturalista y de otra calificada de flamenca.Siempre pintura y miniatura están relacionadas en la Edad Media, pero especialmente en la época gótica, en la que el miniaturista llega a ser normalmente un profesional laico, como el pintor, mientras era monje o clérigo en los siglos anteriores; por tanto, distinto del que trabaja sobre tabla o muro. Por el tipo de cliente que está detrás, por el producto de lujo que supone, muchos de los más importantes artistas del color son los miniaturistas. El cambio se produce en la última etapa y será irreversible a medida que la imprenta se extienda.
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Más formalista que Hartung, Soulages tiene otros intereses cuando utiliza el color negro en sus cuadros y hay otras motivaciones de su pintura gestual: "Lo que me importa en el gesto no es su vibración, el estado de ánimo del momento, sino más bien lo que resulta de él: la dimensión del trazo, la anchura, el espesor, la materia, su trasparencia, su opacidad, su emplazamiento en la tela, su situación en relación con los otros rasgos o trazos pintados y que cambian por su presencia".
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Parte del interés del palacio de Dur Kurigalzu radica en los restos de sus pinturas murales, muy mal conservadas, correspondientes a su última fase de ocupación: en una gran sala del Palacio A aparecieron los restos de sus paredes y techos pintados con cables trenzados, frutas y racimos, todo ello en tonos blanco, rojo y azul; por otra parte, en las galerías del sector nordeste del Palacio H se rescató el único resto de pintura cassita figurativa, lo que parece ser una procesión de dignatarios, tocados con una especie de turbante blanco, y vestidos con túnicas ajustadas de manga corta, y policromía elemental. La repetición de las figuras, humanas o vegetales, la tosquedad del dibujo coloreado (torsos frontales, rostros de perfil, ojos también de frente) hacen que todos estos restos sean sólo prueba de la existencia de pintura mural entre los cassitas antes que una obra de arte. Lo mismo cabe decir de los escasos restos pictóricos hallados en los Templos bajos, próximos a la ziqqurratu de Aqar-Quf, de temática geométrica y floral. Es también lamentable que los cassitas, a pesar de haber permanecido en el poder más de cinco siglos, hayan dejado tras sí tan pocos ejemplares metálicos y obras de orfebrería, a pesar de haber sabido acopiar metales, gracias a sus contactos con Egipto (Kurigalzu I pudo levantar su nueva ciudad en parte por el metal egipcio), con Hatti e indirectamente con Grecia (en Dur Kurigalzu se ha encontrado un lingote con forma de piel de buey micénico, y en Tebas varios sellos cilíndricos cassitas). De arte menor, y sin que se puedan fijar cronológicamente, poseemos una cabecita en cobre (4,5 cm) con ojos de concha incrustada (sólo resta el izquierdo) y una estatuilla de cobre (7,4 cm; Museo Británico) de la diosa Lama, que seguía la iconografía tradicional, piezas ambas halladas en el Templo de Ningal en Ur, que había construido Kurigalzu I. Junto a ellas hay que recoger algunos sellos de estampa, fabricados en cobre y en plomo (Museo de Estambul) con el tema de la diosa con el vaso manante; algunas cápsulas de oro de los sellos cilíndricos, así como un brazalete de oro (5 cm de diámetro; Museo de Iraq) hallado en lo que pudo haber sido el Salón del trono del palacio de Dur Kurigalzu, pieza granulada y rellena con pasta vítrea azul.
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Los palacios, y desde luego también los templos, de la época que estudiamos, se ornamentaron interiormente con hermosas pinturas decorativas, imitando, en buena parte, las pinturas hurritas, sobre todo las del palacio de Nuzi. El único ejemplo conocido lo tenemos en el palacio de Kar-Tukulti-Ninurta, del siglo XIII a. C., cuyas excavaciones han proporcionado unos cuantos estucos pintados. Sus motivos consistían en una amplia cenefa de estilizadas palmetas y flores de loto que delimitaban diversas franjas horizontales, distribuidas en cuadros rectangulares, unos verticales y otros horizontales a modo de metopas. Los primeros estaban decorados con el Arbol de la Vida, de artificioso diseño; los segundos con el tema de las gacelas simétricas al lado del mencionado Arbol, aunque ahora de trazos más simples. Algunos fragmentos, poco significativos, han dejado ver también figuras de míticos grifos con crestas. Debido a lo poco que ha llegado, no se puede hacer un juicio de valor sobre la calidad pictórica, reducida en su cromatismo a sólo cuatro colores: negro, blanco, rojo y azul. Poco es también lo que se ha salvado de la orfebrería mesoasiria de interés artístico. Los ejemplares se reducen a una estatuilla broncínea de mujer desnuda (17 cm), encontrada en Djigan, cerca de Khorsabad, de esbeltas líneas y portando un vaso; a una lámina de oro en forma de silueta femenina de poca importancia artística, del palacio de Kar-Tukulti-Ninurta y a un sello cilíndrico de Assur, en cristal de roca, montado sobre un hilo de cobre aguantado por una especie de cruz, también de cobre, de la que pende una lámina rectangular de oro con la figura incisa de una divinidad, pieza que probablemente fue lucida como pectoral en los usos litúrgicos. Entre los objetos de marfil, únicamente podemos reseñar tres, los cuales manifiestan, sin embargo, el gran nivel artístico de las artes menores: un pixis (9 cm de alto) de Assur, fechable en el siglo XIV, y decorado con una escena de paisaje con diferentes árboles y animales; dos plaquitas ebúrneas, realzadas con la figuración de una procesión, localizadas en el hipogeo número 45 de Assur (el de las dos sacerdotisas), y que adornaron un peine; y, finalmente, un pequeño friso, muy fragmentado, decorado con la figura de un dios con un vaso manante y un toro alado, que hubo de estar fijado en algún mueble u otro objeto del palacio de Tukulti-Ninurta I.
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Salvo alguna excepción, que haremos constar, no vamos a hallar en Francia manifestaciones pictóricas cuya importancia llegue a sobrepasar el interés local, hasta los años cuarenta del siglo XVI, precisamente a partir del gran acicate cultural que supuso Fontainebleau y los programas artísticos que le tuvieron como eje. El interés de Francisco I, monarca clave para otros sectores artísticos, parece haberse concentrado, respecto a la pintura y al margen de las decoraciones de Fontainebleau, en la adquisición de determinadas obras italianas. La presencia en Francia de Leonardo o Andrea del Sarto no tuvo consecuencias apreciables en la producción pictórica francesa. Escuela de Fontainebleau es el término usual con que suele designarse la gestación y desarrollo de un movimiento pictórico, netamente manierista, que tiene como eje y punto de partida fundamentales las producciones de Il Primaticcio y Niccoló dell'Abbate en Fontainebleau, durante las décadas cuarta y quinta del siglo XVI. Los maestros que a sus órdenes laboran en la decoración del citado palacio, van a desarrollar, en ocasiones renovándolas en esta línea, sus propias producciones según lo aquí aprehendido. Y hemos de precisar que se trata, en efecto, más bien de aprehender que de aprender, en el sentido siguiente. Ya los modelos de los que se parte, tanto II Primaticcio como dell'Abbate, e incluso Rosso, en sus producciones pictóricas de Fontainebleau, individualmente consideradas, están dominadas por la artificiosidad y un cierto academicismo en sus propios componentes y soluciones manieristas, que tienen validez, sentido y una significación cualitativa grande, más que nada, en el conjunto de la decoración. De ello, como suele suceder, los discípulos se quedan con lo más externo, elaborando una serie de obras, sin significación de conjunto, bastante artificiosas que, la mayoría de las veces, pecan de un excesivo intelectualismo mal digerido y, desde luego, adquieren los componentes academicistas señalados. No obstante lo dicho, esta Escuela de Fontainebleau es de una importancia capital para la pintura francesa de la segunda mitad del siglo XVI e inicios del XVII, a varios niveles, que reseñaremos, así como es punto de referencia para la pintura manierista que se desarrollará en los Países Bajos, con centro fundamental en Amberes. Respecto a Francia, en primer lugar y de modo contundente, esta tendencia pictórica es con mucho la dominante hasta la introducción de los primeros influjos caravaggistas con Vouet a partir de 1625, por señalar una fecha y siempre con la flexibilidad pertinente. La serie de calificativos acuñados, no siempre certeramente, para explicar la producción pictórica francesa del primer cuarto del seiscientos, con su parte de certeza, nos pueden dar idea del hecho incuestionable, con todas las salvedades que queramos, del arraigo y pervivencia del Manierismo en la pintura del país galo, precisamente mediante esta Escuela de Fontainebleau y sus consecuencias. Los términos más usuales, elocuentes por sí mismos, son: Segunda Escuela de Fontainebleau, Manieristas de Nancy y Manierismo tardío en París, que se refieren a artífices cuya trayectoria profesional se adentra notablemente en el siglo XVII. La temática mitológica, su interpretación, sentido y adaptación por parte de esta Escuela de Fontainebleau, es, asimismo, decisiva. Aquí enlazaríamos, por otro lado, con aquella especie de dictadura que propugna estos derroteros, a la que aludíamos con Diana de Poitiers como factotum del gusto artístico. Las alegorías de este personaje trasmutado en Diana cazadora se hacen paradigmáticas y modélicas, sobre todo en la década 1550-1560, para toda una serie de retratos mitológicos, donde en una especie de juego preciosista y sofisticado, no exento de un frío e intelectualizado erotismo, las damas de la corte se convierten en protagonistas de historias pretendidamente mitológicas. Son frecuentes escenas de toilette o baño, en las que los presupuestos manieristas de la Escuela eximen del menor atisbo de cotidianeidad, siendo absolutamente irreales y artificiosas con un acentuado detallismo dibujístico. En este contexto adquiere una cierta significación la obra de Jean Cousin el Viejo (1490-hacia 1561), con débitos claros al arte de Fontainebleau pero, al parecer, de formación ajena a éste. En su obra más significativa, de hacia 1538 (la fecha parece excesivamente temprana), Eva Prima Pandora, denota conocer las figuras de Rosso, pero su fondo paisajístico parece derivar de concepciones leonardescas. Manteniendo su temática e insistiendo en el detallismo dibujístico, la Escuela sigue su desarrollo, proporcionando como consecuencia culminante, fundamentalmente en la década 1570-1580, la obra de Antoine Caron (hacia 1520-hacia 1598), donde todo tipo de elementos de arquitecturas efímeras, yuxtapuestos de modo irreal y sin el menor interés compositivo, plantean una suerte de ambiente urbano de sentido casi onírico, que apartan el hecho artístico de toda intención comunicativa y, por tanto, rayando en una poética de la alienación, muy propia del Manierismo en su afán de exacerbación de temas e ideas. La temática mitológica dominante incide también en los esmaltes de Limoges, de continuado prestigio desde la Edad Media que, durante el quinientos, van a conocer una cierta revitalización.
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Los restos pictóricos conservados son raros y, salvo excepciones, de segunda categoría, lo que no permite plantearse unas afirmaciones teóricas precisas en la definición de sus variantes y evolución estilística. Nada conservamos de las tantas veces referidas pinturas murales de Cluny, realizadas bajo el abadiato de Hugo. Entre 1085 y 1090, se decoraba con escenas del Antiguo y Nuevo Testamento el refectorio de los monjes, completándose con los retratos de los fundadores. Tampoco sabemos nada de los murales de la cuenca absidal de la iglesia. Sin embargo, podemos hacemos una idea de sus formas y técnica por los frescos de la iglesia de Berzé-la-Ville y varios manuscritos ilustrados procedentes del scriptorium de la abadía. Berzé-la-Ville era un priorato cluniacense próximo al monasterio, apenas a una decena de kilómetros. Durante los últimos años de la vida de Hugo, éste solía retirarse a descansar aquí. Con una técnica muy cuidada, sobre un espeso enlucido de base, se representaba en el interior del ábside una composición en tres niveles: arriba, Cristo en majestad; en el medio, escenas relativas a los martirios de san Blas y san Lorenzo o san Vicente; abajo, una serie de bustos de santos. Ademanes y caracterización de los rostros denuncian el conocimiento de obras bizantinas. Sin embargo, es posible, como creen algunos especialistas, que el pretendido bizantinismo no corresponda a una dependencia directa, sino a algo aprendido a través de modelos italianos; seguramente, dados los estrechos contactos existentes, con Montecasino; no faltando una coincidencia en los detalles ornamentales con la misma pintura romana coetánea. Al comparar su estilo con algunas obras miniadas procedentes del taller de Cluny, se datan los frescos en los primeros años del XII. Un tratado de san lldefonso, conservado en la Biblioteca Palatina de Parma, parece obra de la misma mano que el autor de los frescos. A la misma época corresponde el leccionario compuesto para la abadía. Mientras que las iniciales, siguiendo una norma generalizada en el escritorio, reproducen formas de la miniatura renana, cuatro escenas responden al estilo bizantinizante. Entre éstas, una representación de la Pentecostés modifica la iconografía habitual del tema, para colocar en un lugar privilegiado, inmediatamente debajo de Cristo, a san Pedro. Con esto se quiere subrayar la buena relación con el pontífice romano; era una manera de enfatizar la supremacía de la sede de san Pedro. Una nueva corriente bizantina aparece a finales del XII, en uno de los principales prioratos de Cluny, Souvigny (Allier). Aquí se componen una serie de biblias de gran formato, siendo la más importante la que lleva su nombre. La difusión de estos principios estéticos bizantinos de Souvigny se aprecia en obras tan dispares como dos ilustraciones de un sacramentario de Clermont-Ferrand y un fresco del pórtico de la catedral del Puy. En el Puy se reproduce una transfiguración, datada hacia 1200, cuyas fragmentarias figuras, además de coincidir con el arte de las biblias citadas, presenta evidentes relaciones con frescos italianos del estilo inercial de Sant'Angelo in Formis. La misma filiación bizantina por intermediarios de modelos italianos acusa el estilo de las figuras, trazadas con un delicado grafismo, en el testero del refectorio de la abadía de Lavaudieu (Haute-Loire), obra ya del primer tercio del XIII.. En el extremo septentrional de Borgoña, en la cripta de la catedral de Auxerre, nos encontramos con un fragmento interesante pero que, por el momento, resulta de difícil catalogación. Cristo en el centro de una cruz adornada con cabujones, rodeado por cuatro caballeros inscritos en unos medallones circulares. Tema de indudable carácter apocalíptico que, pintado en una escasa gama de colores terrosos, podría representar una tendencia pictórica más enraizada en propias tradiciones.
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Conservamos bastantes restos de decoraciones pintadas en algunas de las tumbas romanas conocidas. El conjunto más amplio es sin lugar a dudas el de la necrópolis de Carmona. En el momento de su descubrimiento, muchas de las tumbas presentaban restos de decoraciones pintadas, hoy perdidas, pero como atestiguan las palabras de uno de sus descubridores y excavadores, el carmonés Fernández López: "Todos o casi todos los sepulcros, cuyos muros están reforzados con cemento, tienen pintada la cámara funeral. Las pinturas, hechas de ordinario al fresco o al temple, son de ordinario sencillas y sin pretensiones artísticas. Hay techos, sin embargo, como el de la tumba de Q. Postumio, al que nada se le puede pedir bajo el punto de vista de la ejecución y el buen gusto". La mayor parte de los elementos decorativos son bastante sencillos, y en muchos casos se reducen a simples elementos geométricos o vegetales, casi siempre en forma de guirnaldas -la Tumba de las Guirnaldas debe a ello su propio nombre-, que enmarcan los nichos o decoran los paneles que los separan, con frecuencia aparecen motivos complementarios: piñas, ramas de olivo, palomas y aves, etc. En ocasiones, estos motivos se complican con el añadido de otros, que pueden ser objetos de significado religioso, casi siempre utilizados en las ceremonias funerarias: un rhyton de vidrio entre dos kantharoi en la tumba de este nombre, por ejemplo; en dos casos, los techos están recubiertos de motivos florales, bien sea hojas y pétalos, bien sea rosas muy estilizadas, reproduciendo un motivo bastante frecuente en las decoraciones de tumbas de todo el Imperio. Algunos otros techos, como el de la tumba de Postumio, presenta una complicada trama geométrica rellena de motivos muy variados, que incluye toda la gama ya conocida y algunos otros más: elementos geométricos, vegetales, animales, e incluso la firma del pintor: C. Silvanus. También muy interesante es la pintura del techo de la tumba de Servilia, que presenta un complejo trazado geométrico decorado con motivos vegetales muy estilizados. En un corredor de esta misma tumba encontramos una representación que debió de cubrir toda la pared, aunque de ella sólo se conservan hoy algunos vestigios. Se trata de una dama sedente que sostiene ante sí una balanza, representación alegórica sin duda alguna del pesaje de las almas al partir a la otra vida, de tanto arraigo en la mitología antigua. De gran interés es asimismo la tumba conocida como del Banquete Funerario cuya pared posterior presentaba una decoración en la que se representaba el tema que le dio nombre. El grupo principal estaba compuesto por siete u ocho comensales, echados o sentados en torno a una mesa, con un personaje en el centro que debe ser el más importante, ya que hacia él se vuelven los demás; unos beben de vasos de vidrio en forma de cuerno (rhyta), otros disfrutan de la conversación o tocan la flauta doble, en tanto que dos nuevos personajes se incorporan por los lados; uno de ellos, que lleva un tirso en una mano y una corona en la otra, y que aparece en actitud de frenesí, debe ser la representación del difunto, que de una u otra manera participa en su propio banquete funerario, tal y como era costumbre en estas ceremonias.Considerable interés presenta también la decoración pictórica de los mal llamados columbarios de Mérida. En el de los Voconios encontramos la representación de los difuntos en los nichos del interior de la tumba. En la pared del fondo se retrata a una pareja, que deben ser los padres, Caius Voconius y Caecilia Anus, de pie sobre un pedestal común. En los nichos laterales encontramos dos figuras independientes, Caius Voconius Proculus y Voconia Maria. Todas ellas presentan rasgos muy similares, repitiendo el mismo esquema y la misma actitud. La más natural de todas ellas, y la que muestra mayores rasgos retratísticos, es la representación de Caius Voconius Proculus, tal vez porque, como supuso en su momento M. Bendala, es el que mandó construir el monumento, una vez que habían fallecido sus parientes, y el único modelo vivo de que gozó por tanto el pintor.
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De la iglesia de San Clemente de Taüll, en el valle ilerdense del Boí, procede una de las decoraciones románicas más espectaculares. En la bóveda se han conservado dos fragmentos: el Cordero Místico con siete ojos y la Dextéra Dómini, dentro de sendos clípeos. En el muro norte, la figura del pobre Lázaro. La media cúpula del ábside central está presidida por el Pantocrator, rodeado de cuatro ángeles que portan los símbolos de los Evangelistas, acompañados por un serafín y un querubín. Por debajo de este nivel, y flanqueando una ventana que se abre en el centro, se emplazan una serie de personajes bajo arquerías. Gracias a las inscripciones, hemos podido identificarlos: se trata de lo apóstoles Tomás, Bartolomé, Juan y Santiago, con la Virgen María entre ellos. La última figura se ha perdido. Surgiendo de un fondo azul, Cristo sujeta con la mano izquierda el libro de las Escrituras, en el que se puede leer "Ego sum lux mundi", y con la mano derecha hace la señal de bendición. El rostro de Jesús presenta unos rasgos tan estilizados como hieráticos, dividiendo la nariz su faz en dos partes simétricas; sus ojos negros se remarcan tanto por los párpados como por las cejas, mientras que los curvos bigotes enmarcan los labios, dirigiéndose hacia las ondulaciones de la barba que repiten las formas del cabello. El Pantocrátor está inscrito en la mandorla mística y aparecen la primera y última letra del alfabeto griego (alfa y omega) como símbolo del principio y el fin de todas las cosas.
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La pintura de esta etapa se reduce, hasta hoy, a lo que nos ha llegado del palacio de Mari, cuyos restos hablan más de influencias semítico-occidentales que propiamente mesopotámicas. Lo poco que ha podido recuperarse pertenece a dos épocas: una, probablemente, a la de Iasmakh-Addu, el hijo de Shamsi-adad I, y otra, a la de Zimri-lim, el último ocupante del palacio. En el gran patio casi cuadrangular de su sector meridional, que conectaba con la antecámara del Salón del trono, y sobre un compacto revoque de estuco, se pintó durante el gobierno de Iasmakh-Addu, o quizás de algún predecesor suyo, un mural continuo de unos 2 m de altura. Su temática era de contenido religioso, pues representaba un magno cortejo sacrificial, junto a otros temas militares y mitológicos. De este mural han llegado dos fragmentos (Museo del Louvre) en los que se representan dignatarios clericales que conducen toros al sacrificio; abriendo el cortejo se halla el rey, representado a doble tamaño que los demás, aunque de su figura sólo, se ha conservado una mínima parte. Parecidas a estas pinturas, por la técnica y estilo, son otros fragmentos del lado occidental del mismo gran patio y otros de las habitaciones reales. Sobre la entrada de la Sala del podio, que comunicaba con este patio, hubo también pinturas con el antiquísimo motivo de cabras, ovejas y bovinos en torno al Arbol de la Vida. Cuando Iasmakh-Addu fue expulsado de Mari y Zimri-lim, en 1782, volvió a ocupar el trono, los frescos del patio cuadrangular fueron alterados al ordenar este rey intercalar entre ellos el motivo de su coronación. Ahora, sobre un sencillo revoque de arcilla se figuró la llamada Investidura de Zimri-lim (1,75 m de altura y 2,50 de anchura; Museo del Louvre), empleando únicamente seis colores diferentes, aunque con el predominio del ocre, todos muy bien tratados. En la parte central y dentro de dos alargados campos rectangulares, rodeados de esfinges, grifos y cebúes presididos por dos diosas orantes, se figuraron las dos escenas de principal interés. En una vemos a la diosa Ishtar en el momento de entregar a Zimri-lim los emblemas del poder y de la justicia, en presencia de otras tres divinidades. En la otra -rectángulo inferior- se ve a dos diosas que portan sendos vasos manantes, de los que salen plantas y cuatro grandes ondas, que se comunican entre sí, y en las que saltan peces. Toda esta magnífica composición de la Investidura encierra elementos mitológicos con claras alusiones al mundo ctónico, terrenal y celeste. Desde el punto de vista iconográfico hay determinadas novedades que manifiestan influencias de origen sirio occidental, como antes apuntamos, visibles sobre todo en la actitud de los dioses, en la disposición de las hojas de los árboles en forma de abanico y en el enmarque general a base de roleos entrelazados.
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En el campo de la pintura, el panorama de las tendencias surgidas en relación con la imagen religiosa se presenta con la versatilidad propia del arte de la época. Así, la pintura devocional podría entenderse indistintamente atendiendo a los recursos del sentimiento y de la emotividad, como en el caso de las obras de Juan de Juanes, o subrayando el carácter de imagen piadosa dirigida a provocar el recogimiento y meditación de los fieles. En este sentido, las obras de Luis de Morales (h. 1520-h. 1586) se orientaron a conseguir estos últimos fines, bien mediante referencias a la idea del recogimiento interior, como en la Virgen del pajarito, o como medio de provocar el arrepentimiento del espectador a través de unos temas reiterados hasta la saciedad -Piedad, Ecce Horno, Cristo varón de dolores...-, en los que el gesto y los recursos dramáticos están muy controlados en beneficio de una presentación atemporal de los asuntos religiosos. Si bien Morales, a través de la pintura de Leonardo, del Manierismo italiano y de los grabados flamencos y alemanes, principalmente de Durero y Schongauer, aprovechó numerosos recursos de la pintura devocional del siglo XVI, su obra, no obstante, no está basada en la acentuación de los elementos expresivos hasta alcanzar el máximo desarrollo de sus posibilidades. En ella, como es patente en su magnífico retablo de Arroyo de la Luz (Cáceres), se da siempre una contención formal que establece un equilibrio entre lo patético y el recogimiento interior, primando los aspectos místicos y visionarios de los asuntos sagrados. Las pinturas de Arroyo de la Luz, junto a las de los retablos de Higuera la Real, San Martín de Plasencia y San Benito de Alcántara forman un conjunto de obras, que realizadas por Morales y sus colaboradores en la década de los años sesenta, constituyen la expresión más madura del pintor extremeño. De formato y disposición plateresca, aunque con una distribución más clara como corresponde a las fechas, sus tablas mantienen esa tendencia a la presentación mística de los temas devocionales que se realza con la utilización de unos recursos lumínicos inspirados en el Manierismo italiano y centroeuropeo más heterodoxo. En este aspecto, las referencias a la pintura de Goltzius y Beccafumi ya han sido puestas de manifiesto reiteradamente. Por otra parte, Luis de Morales contribuyó de manera definitiva a la fijación de unas imágenes que, por su claridad y fácil lectura de los temas sagrados, obligaron al pintor, de acuerdo con la demanda, a repetirlos continuamente hasta el extremo de convertirse, como ya señalara Gaya Nuño, en un copista de sí mismo. El Ecce Horno, la Piedad o Cristo con la cruz a cuestas responden a determinados tipos iconográficos muy sencillos que se repiten con pocas variantes, insistiendo obsesivamente sobre la memoria de los fieles y configurando el fenómeno de las series que tanta importancia tuvieron en la pintura española del Barroco. Por todo esto, la obra de Luis de Morales constituye uno de los casos más singulares del tratamiento devocional de la imagen religiosa en el último tercio del siglo XVI y sirve de enlace con los planteamientos místicos, visionarios y contrarreformistas que caracterizan la amplia producción de Domenico Teotocopuli, El Greco.