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Con los poderes de su peculiar magistratura, Pompeyo se dispuso a superar la crisis de Estado con el restablecimiento del orden y una activa legislación, que pretendía sobre todo frenar la corrupción electoral y sus causas: la carrera desenfrenada por las magistraturas. Una de estas leyes perjudicaba directamente a César, que corría el peligro de ser sustituido en su mandato el 1 de marzo del 50. El grupo más activo de los senadores conservadores se propuso, como principal objetivo, arrancar a César su imperium proconsular y convertirlo en ciudadano privado para llevarlo a juicio. César invirtió gigantescos medios de corrupción para lograr retrasar el nombramiento de un sucesor para sus provincias. Pero el 1 de enero de 49 el Senado le ordenó que licenciase su ejército. Nueve días después, César tomaba la grave decisión de desencadenar la guerra civil al cruzar en armas el Rubicón, riachuelo que marcaba el límite de su provincia. La guerra entre César y Pompeyo, representante de la legalidad, sería larga y sangrienta. Pompeyo trataría siempre de llevarla lejos de las Galias, base del poder de su enemigo, pero César le batiría en Hispania (campaña de Lérida) y Grecia (batalla de Farsalia). Asesinado Pompeyo, proseguían la contienda sus descendientes y partidarios, siendo derrotados por César en Egipto (guerra de Alejandría), Asia Menor (batalla de Zela contra Farnaces), África (batalla de Tapso), y otra vez a Hispania (campaña de Munda, 45 a.C.) Tras esta serie de reveses se agotó la resistencia senatorial y César se encontró solo en la cúspide del poder.
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En la Europa báltica existía una red propia de intereses encontrados, que de momento sólo conectarán tangencialmente con los problemas del Continente. Sin embargo, el aislamiento cada vez es menos posible y los países ribereños se encontrarán cada vez más involucrados en el resto de Europa, a lo que la expansión luterana contribuirá en gran medida. En este área se enfrentarán las aspiraciones expansionistas de Polonia-Lituania, Suecia y Rusia con la Hansa y con Dinamarca que, pese a la independencia sueca, defenderá sus posiciones gracias a la ventaja estratégica y económica que suponía el control de los estrechos del Sund.
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La tormenta que descargó durante la tarde y parte de la noche anterior enfrió algo los ánimos de la infantería anglo-aliada, pero entre los doce mil veteranos de la Península se comentaba que tuvieron un tiempo similar antes de los triunfos de Wellington en Salamanca, Sorauren y Vitoria. En el campo contrario, Napoleón, siguiendo el consejo del jefe de su artillería, general Drouot, pospuso el ataque durante más de tres horas, pues el barrizal dificultaba el adecuado emplazamiento de sus cañones. En 1995, 180° aniversario de la batalla, los actos de su reconstrucción estuvieron precedidos por una tormenta parecida, que ocasionó un tremendo barrizal y forzó a los organizadores a elegir nuevas rutas sobre caminos asfaltados inexistentes en 1815. Bajo condiciones climatológicas adversas era mucho más problemático el movimiento de la artillería pesada que el de la infantería o la caballería, por lo que no es justo criticar a Napoleón por haber pospuesto el ataque hasta el mediodía, especialmente teniendo en cuenta que no sospechaba de la proximidad de los prusianos. No obstante, él mismo dijo: "En la guerra el tiempo perdido es irrecuperable". Desde la hora del desayuno, aunque no lo sospechase, a Napoleón se le acababa el tiempo. Si hubiese atacado al alba, como Wellington esperaba, hubiese tenido cinco horas más para romper las líneas angloaliadas antes de la llegada de los prusianos, pero con los cañones hundidos en el barro, algunos hasta los ejes, la opción de ataque se desvaneció. En Santa Elena, además de a otros factores y personas, maldecía la tormenta nocturna como principal causa de su derrota. En lugar de atacar, Napoleón pasó revista a sus tropas en una masiva demostración de confianza, mientras lentamente el suelo se endurecía posibilitando la movilidad de sus cañones. Durante la inspección a caballo de sus tropas, recibió "la más excepcional manifestación de unánime entusiasmo desde los días de Austerlitz, diez años antes". Los gritos de "¡Vive l'Empereur!" sirvieron tanto para elevar la moral de sus tropas como para descorazonar e intimidar a las de Wellington, a excepción de los veteranos de la Península.
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La tradición nos ha dejado de este conflicto un relato bastante confuso y en ocasiones sospechosamente parcial. El movimiento plebeyo aparece en cualquier caso eficazmente organizado y dirigido por sus tribunos. Entre ellos, destacan sobre todo el tribuno Icilio, que promulgo el plebiscito del 492 a.C, en virtud del cual se garantizaban las prerrogativas de los tribunos, y el tribuno Publio Volerón que, en el 471 a.C., reglamentó mediante plebiscito la organización de la asamblea plebeya o Concilia plebis, en virtud del cual las decisiones aprobadas por esta asamblea eran aceptadas y válidas para los plebeyos al margen del Estado romano. También Canuleyo, que consiguió que el gobierno patricio aceptara en el 445 a.C. el derecho de connubiam, la validez legal de los matrimonios entre patricios y plebeyos. Licinio Estolon y Lucio Sextio que, en virtud de las leyes Licinias, lograron el reparto del consulado entre ambos órdenes: un cónsul patricio y otro plebeyo. Todos ellos aparecen como avisados políticos y excelentes estrategas que supieron explotar las coyunturas en beneficio de la plebe a la que representaban. La tradición sitúa el comienzo de esta revuelta de la plebe en los primeros años de la República y su conclusión en tomo al 287 a.C. Así pues, se prolongo durante más de dos siglos. Se observa significativamente una mayor facilidad del gobierno patricio en aceptar las exigencias plebeyas que implicaran paridad de derechos políticos más que las reivindicaciones económicas. El movimiento plebeyo no era una masa homogénea, sino una agrupación de hombres ricos privados de poder político e individuos privados de poder político y medios de vida. Parece evidente que dentro de la plebe fueron los primeros quienes utilizaron la fuerza del conjunto en beneficio propio y quienes a lo largo del proceso fueron coaligándose con el sector patricio más flexible. La nueva etapa republicana del siglo III a.C., la llamada República patricio-plebeya, define claramente quiénes fueron los ganadores. Se logró la paridad política, pero no se soluciono totalmente el problema del reparto de tierras ni, pese a la constante acumulación de leyes y plebiscitos, el problema de los deudores insolventes. Hay que distinguir dos etapas durante el conflicto: la primera abarcaría la primera mitad del siglo V, época en la que el movimiento plebeyo se constituyó en un Estado dentro de otro Estado; la segunda a partir de mediados del siglo V, cuando ya se había conseguido introducir a plebeyos en algunas magistraturas -como la cuestura- y, sobre todo, se había logrado la validez de los matrimonios. Desde este momento se desencadenó un proceso durante el cual las instituciones plebeyas perdieron su inicial carácter revolucionario y fueron asimilándose a las estructuras republicanas. Los jefes de la plebe pasaron a formar parte del gobierno de la ciudad y el matrimonio con los patricios formó una red de parentescos e intereses comunes entre ambos órdenes. Esta victoria plebeya lograda por el plebiscito Canuleyo es sumamente significativa y, en cierto modo, sentencia ya anticipadamente la victoria de la plebe o, para ser más exactos, de un sector de la plebe. El patriciado ya desde el más antiguo período monárquico, se consideraba único depositario de los auspicios, o los ritos que permitían conocer e interpretar la voluntad de los dioses a los que consultaban, tanto al comienzo del desempeño de una magistratura como ante una guerra o cualquier otra decisión importante. Por consiguiente, quien no poseyera el poder de cumplir estos ritos o ceremonias estaba totalmente incapacitado para desempeñar la suprema magistratura. Pero los auspicios se transmitían de padres a hijos, de modo que, después del plebiscito Canuleyo, resultaba muy difícil negar que los hijos de estos matrimonios habían heredado la capacidad de tomar los auspicios y, por tanto, de poder ocupar las supremas magistraturas. La base ideológica sobre la que se asentaba el poder patricio, había sido derrumbada. A Tito Livio esta cuestión le planteaba problemas y concluye que, ciertamente, esos hijos nacidos de un patricio y una plebeya o viceversa "no habrían sabido decir a qué sangre pertenecen, ni de qué ritos eran titulares". Otro triunfo decisivo fue la promulgación, entre el 451 y el 449 a.C. de las Leyes de las XII Tablas. A partir de entonces, se puede afirmar que, pese a los todavía frecuentes espasmos de violencia y compromisos sucesivos, la existencia y la integridad del Estado romano estaba salvaguardada. Desde el 494 a.C. los plebeyos se reunían en asambleas (Concilia) distintas a las constitucionales (los Comicios). En estas asambleas adoptaban decisiones, plebiscitos (de plebei scita = resoluciones de la plebe) que, aún careciendo de valor legal, tenían para los plebeyos un valor decisivo. Por lo mismo, los jefes que ellos elegían, los tribunos, aun cuando fuesen simples ciudadanos sin otra consideración legal, en la práctica eran respetados y defendidos por sus electores. Los plebeyos les habían conferido un carácter de inviolabilidad, otorgado por un procedimiento arcaico (la lex sacrata) que declaraba sacer, maldito, a quien ofendiera a un tribuno. Además, pronto poseyeron dos instrumentos de actuación: el auxilium, derecho a defender a la plebe frente a los magistrados, y la intercessio, derecho de veto frente a cualquier poder estatal. Así, tanto las asambleas de la plebe como sus tribunos fueron adquiriendo un poder sustancial, aunque no legal, en virtud de su importancia en el seno de la ciudad. Las acciones judiciales de esta asamblea plebeya debían ser en ocasiones temibles, ya que en las leyes de las XII Tablas se prohibía que se hicieran juicios capitales fuera de los Comicios Centuriados, lo que equivalía a prohibir que los Concilia plebis pronunciasen tales sentencias. La primera secesión de la plebe tuvo lugar en el año 493 a.C. La tradición presenta los hechos de esta manera: como Roma se encontraba en grave peligro a raíz de las agresiones de los pueblos vecinos, el gobierno patricio prometió a los plebeyos reducciones sobre sus deudas, a fin de incorporarlos al ejército y defender la ciudad. Los invasores son rechazados y los plebeyos esperan lo prometido, pero el patriciado no cumple sus promesas. Guiados por los tribunos, abandonan la ciudad y declaran solemnemente que van a fundar una ciudad propia sobre el Monte Sagrado -el Aventino tal vez-. Esta secesión planteaba a los patricios dos problemas que ponían directamente en peligro su existencia y la de la propia ciudad. El primero, la indefensión de Roma frente a los enemigos, el segundo, el peligro de que se creara una comunidad independiente a las puertas de Roma, lo que habría conducido inevitablemente a la guerra civil. Que la plebe hubiera tenido realmente esta intención no parece muy probable. Más bien podemos suponer que se trató de un arma de presión que, por cierto, utilizó en varias ocasiones. De esta primera secesión, los plebeyos consiguieron que el patriciado reconociera a los tribunos de la plebe las dos importantes facultades a las que antes nos referimos: el auxilium o derecho a defender a la plebe frente a los magistrados y el derecho de intercessio o derecho de veto a cualquier acción emprendida por un magistrado contra un plebeyo. Posteriormente, en el año 471 a.C., se logró mediante nuevas presiones el reconocimiento de los plebiscitos: las deliberaciones de las asambleas plebeyas tenían la consideración de leyes para todo el Estado, aunque con una utilización muy restrictiva. Este reconocimiento estaba subordinado al previo dictamen del Senado, al cual correspondería declarar si éstas eran constitucionalmente admisibles o no. Ciertamente esta intervención suprimía a priori buena parte del éxito, pero implicaba, en contrapartida, el reconocimiento de otra asamblea -la de los plebeyos- distinta a los Comicios Centuriados, que poseía igualmente facultades de deliberación.