La península italiana arrastró a lo largo del siglo XVII el peso de un profundo estancamiento, con claros síntomas de decadencia económica y deterioro social y muy condicionado por la excesiva fragmentación política que seguía padeciendo y por continuar siendo objeto de disputa en la lucha que mantenían los Habsburgo y Francia por el dominio internacional. Tan sólo supo conservar su prestigio cultural y artístico, hasta el punto de que, a pesar de la debilidad que presentaba, sus famosas ciudades eran visita obligada para los hombres de letras, artistas y científicos que destacaban en el Viejo Continente. España controlaba una gran parte de Italia. Su mayor dominio se ejercía por el Sur, es decir, sobre los extensos Reinos de Nápoles y Sicilia, que estaban integrados en la Monarquía hispánica, siendo gobernados por sendos virreyes en representación del soberano de las Españas. Sobre ambos territorios se imponía una política de corte absolutista que potenciaba el papel del delegado regio y que era dirigida desde el Consejo de Italia con sede en la Corte de Madrid, en detrimento de los parlamentos y diputaciones de ambos territorios, instituciones representativas con escaso poder y mínima autonomía que fácilmente eran manipuladas por el virrey respectivo. Una preponderancia nobiliaria, que fue en aumento a medida que transcurría la centuria, impuesta sobre un campesinado empobrecido y explotado, al igual que las masas urbanas, en beneficio de los intereses aristocráticos y de la Hacienda real por medio de una fuerte presión fiscal cada vez más agobiante, teniendo en cuenta los grandes apuros financieros que estaba pasando la Monarquía para poder seguir costeando su ambiciosa política de grandeza. A este respecto, desde la década de los años veinte aumentaron considerablemente las exigencias recaudatorias de la Corte de Madrid sobre las clases populares de sus posesiones italianas, con el objetivo de hacer frente a los continuos gastos de guerra que se le presentaban a consecuencia de su política belicosa, con la contrapartida de la concesión de mayores poderes a las noblezas locales a cambio de su colaboración en este proceso de explotación fiscal. Los problemas no tardaron en surgir en forma de protestas populares, manifestación de un hondo descontento ante las difíciles condiciones de vida y la precariedad de la existencia a que se veían sometidas. La opresión aristocrática sobre el campo y las ciudades no hizo sino agudizar los movimientos de rebeldía, produciendo un amplio levantamiento de los sectores humildes de población en contra de los señores que poco a poco se fue extendiendo desde el marco rural hasta el urbano, alcanzando la revuelta en 1647 su momento álgido. Encabezada por líderes populares, entre los que destacó en Nápoles el pescador Masaniello, que acabó siendo asesinado, la protesta fue un típico motín ocasionado por la falta de subsistencias y el encarecimiento de los alimentos, no teniendo una clara finalidad política ni, mucho menos, planteamientos independentistas. Las revueltas de Nápoles y Sicilia de 1647-1648 no alteraron, por tanto, las formas de gobierno absolutista que desde el poder central de la Monarquía hispana se imponían sobre aquellos reinos, ni modificaron la hegemonía aristocrática allí existente, que se vio confirmada con el fracaso de la rebelión popular. El centro de la península seguía estando ocupado por los Estados Pontificios, a cuyo frente se hallaba el Papa, que mantenía su doble papel de cabeza de la Iglesia católica y de soberano de dichos territorios. En la esfera internacional, el Pontífice romano perdía cada vez más protagonismo, pues ya no era requerida su mediación ni podía convertirse en árbitro de la situación como había sucedido en tiempos cada vez más lejanos. En un siglo marcado por los duros enfrentamientos entre las grandes potencias y donde primaba la defensa de los intereses materiales y territoriales como fórmula de engrandecimiento de los Estados, resultaba casi un anacronismo los intentos del Papado de hacer valer su poder espiritual o sus protestas sobre el reparto de influencias que se estaba produciendo; tan sólo le quedaba la posibilidad de maniobrar, como un príncipe terrenal cualquiera, en el complicado juego de las alianzas y de los pactos entre soberanos, como forma de salvaguardar sus posesiones territoriales. En el plano de la política interior tampoco se modificaron apenas los rasgos característicos del siglo anterior. La frecuente sucesión de los ocupantes del solio pontificio, motivada por la corta duración de la mayor parte de los reinados papales, continuaba siendo un notable inconveniente para el fortalecimiento del poder principesco y para la fijación de unos proyectos políticos que pudieran mantenerse a medio y largo plazo, aparte de la inestabilidad de gobierno que esto implicaba y de los problemas que se planteaban en los cónclaves cada vez que había que nombrar un nuevo Sumo Pontífice. Nada menos que once Papas se contabilizan en el transcurso del siglo XVII, desde Clemente VIII (1592-1605) a Inocencio XII (1691-1700). Algunos de ellos apenas pudieron gozar de su reinado por el poco tiempo que estuvieron en el trono, como por ejemplo Gregorio XV (1621-1623), Clemente IX (1667-1669), Clemente X (1670-1676) o Alejandro VIII (1689-1691); otros gobernaron durante una década aproximadamente casos de Inocencio X (1644-1655), Alejandro VII (1656-1667), Inocencio XI (1676-1689) o Inocencio XII (1691-1700); algo más duró Pablo V (1605-1621), siendo el mandato más largo el de Urbano VIII (1623-1644). En consecuencia, basta una simple comparación con el amplísimo reinado de Luis XIV de Francia (1661?1715), o con el de muchos otros gobernantes europeos del mismo siglo, para poner de manifiesto el serio problema que suponía para el soberano romano su corta permanencia al frente de los Estados de la Iglesia, dificultad que en parte se pretendía contrarrestar, como era costumbre, acudiendo de inmediato al nepotismo, al nombramiento de familiares y parientes para ocupar altos cargos de la administración papal, práctica que servía, por un lado, para favorecer al linaje de procedencia, y por otro, para buscar una mayor fidelidad y apoyo en el equipo de gobierno. Tampoco pudo conseguir el Papado un mayor control sobre los diversos feudos que integraban el Estado pontificio, ni imponer una autoridad indiscutida, ya que las poderosas familias que en ellos se disputaban el poder continuaron disfrutando de autonomía en las zonas que quedaban bajo su jurisdicción. Por otra parte, la Curia romana siguió dando pruebas de ostentación, derroche y atracción por el lujo que contrastaban enormemente con las formas de vida y la penuria que padecían las masas urbanas y campesinas de su entorno inmediato. La relajación moral que había mostrado la jerarquía eclesiástica renacentista sí que pudo ser combatida con relativo éxito, destacando en este sentido el Papado del siglo XVII por una mayor religiosidad en la línea renovadora que desde Trento empezó a desarrollarse en el interior de la propia Iglesia católica, aunque en sus titulares siguieron predominando los intereses temporales sobre los espirituales y, salvo alguna que otra excepción, los Papas no brillaron precisamente por su actitud reformista ni por adaptar su conducta a los ideales evangélicos. Además de Nápoles-Sicilia y de los Estados pontificios, la república de Venecia era todavía una de las piezas sobresalientes en el mosaico italiano, quizá la más fuerte, pues seguía contando con un amplio territorio, con sus posesiones marítimas y con una apreciable flota que le permitía ocupar un lugar destacado entre las potencias mediterráneas. Sin embargo, no pudo librarse de la decadencia generalizada que se extendió por la península italiana en el transcurso del siglo, acabando por perder su esplendor comercial y su dinamismo mercantil tanto por el conservadurismo social de su patriciado, volcado cada vez más hacia la propiedad de la tierra y a vivir, al igual que toda clase aristocrática, de rentas, como por la debilidad creciente que mostraba respecto a sus muy poderosos contrincantes y rivales en el plano internacional, sin olvidar la sangría en dinero, hombres y esfuerzos que le supuso el largo conflicto que sostuvo con los turcos por el dominio de la isla de Candía (Creta), que finalmente terminaría perdiendo en 1669, prueba evidente de la merma que había sufrido su potencial y de su posición cada vez más marginal en el sistema de alianzas imperante por entonces. Por lo menos pudo permanecer independiente, sin estar sometida a ninguna potencia extranjera, hecho nada desdeñable si se tiene en cuenta que la mayor parte de los Estados italianos se hallaban bajo la influencia de Francia o de España. En efecto, los restantes componentes del conglomerado italiano se vieron de continuo presionados por una u otra potencia, y a duras penas pudieron desarrollar una política propia al margen de las directrices que marcaban los dos grandes colosos del occidente continental. El caso más evidente era el del ducado de Milán, que pertenecía a la Monarquía hispana, regido por un gobernador designado por ésta, encargado de hacer cumplir las órdenes que le llegaban desde la Corte de Madrid. Con una situación estratégica privilegiada, el Milanesado siempre fue una de las principales plazas con que contaba la realeza española en el norte de Italia. Sirviéndole de camino hacia el mar y como zona de contacto con esta posesión hispana, la república de Génova se mantuvo como fiel aliada de España, unida estrechamente a ella por vínculos comerciales, marítimos y de defensa, hasta el punto de que casi se podía considerar como parte integrante de las Españas. Orientación parecida tuvo la pequeña república de Lucca, al igual que su más poderoso vecino, el gran ducado de Toscana, en cuyo interior se encontraban los presidios aún pertenecientes a la Corona de los Hasburgo españoles y que eran dependientes del virrey de Nápoles. Los príncipes toscanos, Cosme II de Médicis (1608-1621), Fernando II (1621-1670) y Cosme III (1670-1722), siguieron bajo la influencia de la política austracista, preocupándose más de los esplendores cortesanos y de sus intereses familiares que de recuperar la perdida grandeza del Estado florentino. Este dominio de España sobre una buena parte de Italia se veía contrarrestado, en el norte peninsular, por la tutela que Francia ejercía sobre los ducados de Parma-Piacenza, de Módena y de Mantua-Montferrato, cuyas familias gobernantes no pudieron desprenderse del control que la Monarquía francesa impuso sobre estos territorios. Lo mismo podría decirse del gran ducado de Saboya, que por su proximidad y por su potencial fue una pieza que Francia no estaba dispuesta a dejar escapar, a pesar de los intentos de sus gobernantes por mantenerse algo alelados de esta obsesiva presión francesa. No obstante, la dinastía de los Saboya estaba llamada a realizar mayores tareas en los asuntos italianos, y si los duques Carlos Manuel I (1580-1630), Víctor Amadeo I (1630-1637) y Carlos Manuel II (1638-1675) no pudieron sustraerse a la influencia francesa ni engrandecer su Estado, le correspondería a Víctor Amadeo II (1675-1730) realizar esta doble tarea con éxitos notables hasta el punto de que, ya en el nuevo siglo, pudo transformar el ducado de Saboya en reino, proclamándose rey y poniendo las bases del que sería poderoso Estado del Piamonte.
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Sin ninguna duda, el principal beneficiario de la situación del centro político fue el Partido Socialista Obrero Español que, en el mes de diciembre de 1976, celebró su XXVII congreso con la presencia de una representación extranjera muy brillante y numerosa. El apoyo del socialismo exterior contribuye a explicar la influencia que tuvo este partido en el sentido de colaborar en que uno de los grupos de esta significación se impusiera sobre los demás. El socialismo encerraba las dosis oportunas de identificación con la libertad y de voluntad de transformación social para atraer a una parte considerable del electorado. Los textos aprobados en el XXVII Congreso muestran un PSOE muy radical. El partido se declaró republicano siguiendo su tradición, pero si esto podía interpretarse como un puro gesto, por el momento no parecía serlo la propuesta de llegar a poner en marcha un modelo nuevo no implantado en ningún país, que sería una fórmula intermedia entre el comunismo y la democracia, la voluntad de mantener una escuela pública única o de administrar la justicia mediante tribunales populares elegidos por los ciudadanos. Aún tardaría bastante en moderar su lenguaje el PSOE, pero en la práctica su actuación siempre fue mucho más flexible y hábil que dogmática e ideologizada. La divisa electoral adoptada, "Socialismo es libertad", resultaba mucho más prometedora para los españoles partidarios de un tránsito firme y decidido hacia un régimen democrático. Los socialistas, dirigidos por Felipe González, no consiguieron unificar en las siglas del PSOE a la totalidad de quienes así se denominaban. El sector más importante que continuó su propio camino fue el Partido Socialista Popular de Enrique Tierno Galván que mantenía, gracias a la imagen de su principal dirigente, una cierta semejanza con un centro-izquierda de corte azañista e intelectual. El hecho de que muy pronto la imagen de Felipe González se convirtiera en la segunda en popularidad entre los líderes políticos españoles del momento contribuyó de manera decisiva al crecimiento del PSOE. Joven, pero con el bagaje de toda la historia del socialismo, representaba a una España ajena al régimen de Franco y poco propicia a contemplaciones con él. Durante la campaña electoral un buen número de españoles pensó que oposición al régimen era lo mismo que socialismo. Las expectativas electorales del Partido Comunista eran grandes porque durante el régimen el propio sistema había identificado a toda la oposición con el comunismo. Además, el PCE de hecho había logrado un movimiento sindical y una sólida penetración en los medios intelectuales, periodísticos y profesionales. Pero ya en la campaña electoral se percibieron algunos graves inconvenientes para alcanzar un voto nutrido. A diferencia de lo ocurrido en el PSOE, durante los años del exilio el PCE no había renovado su dirección política y encontraba serias dificultades para conectar con los sectores juveniles. Además, los militantes del partido en España consideraron como un símbolo a la vieja dirección del partido pero, cuando la conocieron de forma directa, no se identificaron con ella. Durante la campaña electoral y con posterioridad Santiago Carrillo y el PCE contribuyeron de una forma destacada al proceso de transición a la democracia, pero al mismo tiempo perdieron unos apoyos electorales que quizá hubiera logrado si hubieran utilizado un lenguaje más agresivo. Como había sucedido en la Segunda República también ahora surgieron, en las regiones periféricas de cultura y lengua propias, partidos políticos nacionalistas. En Cataluña, el catalanismo de carácter centrista estuvo representado por Jordi Pujol y su Pacte Démocratic per Catalunya en el que se alineaban liberales y socialdemócratas. A esta primera fuerza nacionalista catalana hay que sumar también los demócratas cristianos de Unió Democratica. La Esquerra Republicana, hegemónica en los treinta, tuvo ahora una implantación mucho menor. En cambio, en el País Vasco el Partido Nacionalista, que había mantenido una sólida resistencia frente al franquismo, logró mantener un grado de implantación semejante al de los tiempos republicanos. También había otros grupos políticos, procedentes sobre todo de algunas de las escisiones de ETA, que completaron el panorama político de esta región; sin duda, el más importante fue Euskadiko Eskerra.
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Las culturas emplazadas al sur de Mesoamérica, tal vez por su posición entre dos áreas de fuerte personalidad cultural, no han suscitado aún el suficiente interés por parte de los investigadores, a pesar de que en este territorio se han constatado procesos muy complejos. En términos amplios, se estima que esta frontera sur de Mesoamérica es menos dinámica que la septentrional, tal vez debido a la existencia de poblaciones más evolucionadas y rígidamente establecidas, que han llevado a los arqueólogos a definir un Área Intermedia, para diferenciarla de los grandes desarrollos de Mesoamérica y del Área Andina.
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Se desconoce con seguridad cual podría ser el asunto de esta obra protagonizada por una elegante joven que lee una nota, acompañada de su sirviente que se afana en abrir la sombrilla para que el sol no moleste a su dama. Tras ellas encontramos una serie de figuras, algunas de las cuales se identifican con lavanderas. Podría tratarse de una referencia a la prostitución - el oficio de lavandera estaba considerado como sinónimo de disposición sexual - encontrándonos ante una joven que empezó como sus compañeras para dar el salto hacia el oficio más viejo del mundo, ajena a las risas y críticas de los personajes que encontramos tras ella. La pincelada rápida, a base de manchas, y el empleo de la luz sitúan esta obra en la antesala del Impresionismo. El fuerte fogonazo de luz impacta de lleno en la protagonista, destacando su busto, mientras en la acompañante se distorsionan los contornos al igual que en las figuras del fondo. El empleo de tonalidades oscuras sitúan a esta bella imagen en las cercanías de las Pinturas Negras.
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Imagen melancólica de la Arcadia. Ni espontaneidad ni pasión. Puede ser la misma mujer en tres momentos de su vida -la llamada, la espera, la vuelta hacia sí misma-. Estos tres momentos se perpetúan en un instante eterno. Puvis logra esta imagen suspendida en el tiempo, traduce la quietud de unas figuras absortas en los límites que les procuran sus fuertes contornos sencillos. La pintura encuentra en sí misma, en la línea y el color, la razón de ser de su propia existencia. La gama fría de colores, la luz intemporal y la atmósfera de quietud contribuyen a dar ese tono de irrealidad poética que impactó a los pintores simbolistas.
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De distinto carácter al tesoro de Aliseda es el del Carambolo (Camas, Sevilla), que fue ocultado en un agujero abierto en una antigua cabaña de su poblado alto, tal vez porque fuera un lugar de culto, un templo primitivo. Lo forman 21 piezas de oro muy puro, con un peso total de casi 3 kilogramos, primera prueba de una riqueza poco común. Son placas rectangulares -elementos, quizá, de una especie de corona-, dos pectorales, dos brazaletes y un collar, con dos estilos decorativos, que parecen diferenciar dos juegos distintos. Uno presenta motivos más menudos, con toques de color de pasta vítrea, y a él corresponden el collar, uno de los pectorales y ocho de las placas. El collar es la pieza más fina: con cadena de alambres trenzados, suspende un pasador bitroncocónico del que parten cadenillas con siete (eran ocho) colgantes en forma de sello signatario. Es de un tipo frecuente en Fenicia o en Chipre. El pectoral adopta forma de rectángulo de lados cóncavos: la figura esquematizada de una piel de bóvido abierta. Es la forma con que se fundían los lingotes de cobre en Chipre, donde adquirió valores simbólicos y religiosos, como acredita la figurita de un probable dios de Enkomi, que aparece de pie sobre una peana con el característico perfil de los lingotes. Recordemos aquí que la misma forma se dio a la planta del pequeño recinto o temenos sagrado en el que se levantó el célebre monumento funerario de Pozo Moro. En el segundo juego se repite la ornamentación a base de series paralelas y alternas de glóbulos esféricos y rosetas troqueladas; se decoran así otras ocho placas rectangulares, un pectoral del mismo tipo que el comentado y los dos recios brazaletes cilíndricos. Si la técnica y la tipología de las demás piezas responden a influencias orientalizantes, los brazaletes no tienen precedentes en Oriente, sino que son de un tipo propio de los ambientes meseteños o centroeuropeos, como el espléndido ejemplar hallado en Estremoz (Portugal). Es un caso de hibridismo, explicable por el particular flujo de contactos culturales y raciales en que se desenvolvía la civilización tartésica en la que hubo de contar el peso de los pueblos de raíz indoeuropea o céltica del interior peninsular. En las fechas en que se realizó el tesoro del Carambolo, hacia la primera mitad del siglo VI a. C., la presión de los pueblos de la Meseta debió de hacerse muy intensa en el ámbito tartésico, penetrando en él hasta convertirse en uno de los factores desestabilizadores que determinaron la definitiva decadencia de Tartessos, y dando lugar a la caracterización de una región, entre el Guadiana y el Guadalquivir, que Plinio llamó la Beturia Céltica. En cuanto a la función del tesoro del Carambolo, el peso de las joyas, sus formas, la repetición de los dos juegos y el lugar en que se halló, hacen verosímil la hipótesis de que fueran, más que adornos personales, piezas destinadas al ornato de una estatua de culto; la costumbre está bien atestiguada en el mundo antiguo e intensamente probada en la cultura ibérica, gracias a la escultura. La tradición se mantuvo, sin duda, en época romana, de lo que tenemos para Hispania, entre otros testimonios excepcionales, el de un gran soporte de mármol de Algeciras (Cádiz), con inscripción, dedicado a Diana, con la relación de las joyas entregadas a la diosa, o el pedestal de Acci (Guadix), aún más expresivo, en el que una devota enumera pormenorizadamente las joyas que donó para el ornato de una imagen de la diosa Isis, con la indicación expresa del lugar al que estaban destinadas (para las orejas, para el cuello, para el dedo anular, para las piernas...). Valga la referencia más detenida a estos dos tesoros como muestra de la mejor orfebrería orientalizante, que se manifiesta con diversos niveles de calidad en muchas otras joyas de características similares, como las halladas en el cortijo de Ebora, en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), Segura de León (Badajoz), Serradilla (Cáceres), Peña Negra de Crevillente (Alicante) y otros lugares, o tan peculiares como los thymiateria o candelabros de oro de Lebrija (Sevilla), caracterizados por la sucesión de anillos muy salientes y aristados a lo largo de toda la pieza. Una mirada a los espléndidos ajuares funerarios de la necrópolis orientalizante de la Joya, en la ciudad de Huelva, bastaría para sintetizar toda esta producción de bienes de lujo como concreción material de la etapa más próspera de Tartessos. En la tumba número 17, una de las más ricas, se hallaron restos de un lujoso carro, jarro, pátera y otros elementos de bronce, numerosos vasos cerámicos, y más objetos de valor de entre los que llama particular atención una arqueta de marfil, con bisagras de plata y elementos de ensamblaje de bronce, soportada por figurillas humanas de estilo egiptizante, talladas también en marfil. Es una muestra sobresaliente del gusto por los objetos adornados o realizados con marfil, otro de los materiales de prestigio preferentemente solicitados en el mercado de lujo de los productos orientalizantes. Entre los tartesios tuvieron, en efecto, una gran acogida los productos de marfil, aparecidos con relativa abundancia en el entorno de Carmona (necrópolis de Cruz del Negro, Acebuchal, Bencarrón, la Alcantarilla), así como en necrópolis de Mairena del Alcor (túmulos de Santa Lucía), de Setefilla (Lora del Río), Osuna y la citada Huelva, en el santuario de Cancho Roano, en la necrópolis de Medellín y en muchos otros lugares tartésicos o relacionados con su comercio y su cultura. Se trata, en general, de piezas para adornar muebles o arquetas, o corresponden a peines, cucharillas para cosméticos y otros objetos de tocador. No tienen la calidad de los magníficos marfiles fenicios con relieves hallados en Nimrud o en Arslan Tash; los de aquí, salvo alguna pieza aislada y muy fragmentariamente conservada, adornada en relieve, son placas lisas con decoración de repertorio, incisa y no muy cuidada en ocasiones, a base de temas cinegéticos, florales o animalísticos. Han de ser productos de talleres fenicios, instalados en algún lugar del bajo Guadalquivir, quizá en la misma ciudad de Carmona, o en un centro puramente fenicio, como Gadir. Se fechan en el siglo VII, y perduran hasta el VI a. C.
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En la historia de las juntas del reinado de Felipe II tuvieron especial importancia la inicial Junta de Presidentes, formada para la reforma de materias hacendísticas en 1573 con Juan de Ovando como figura principal, y la llamada Junta de Noche, creada en 1585 y en la que entraban Juan de Zúñiga, Moura, Idiáquez, Chinchón y, como secretario, el omnipresente Mateo Vázquez de Lecca, quien hacía compatible esta función con el despacho de materias eclesiásticas, Patronato Real y Ordenes Militares. Máximo hacedor de estas juntas y figura clave en el despacho de papeles del gobierno desde comienzos de la década de 1570 a su muerte ocurrida en 1591, Vázquez de Lecca terminó por convertirse en el más importante de los secretarios de Felipe II y, sin duda, el que más cercano estuvo al monarca. La confianza depositada en él llegó a ser tan grande que en algunos documentos de la década de 1580 es su mano y no la del rey la que escribe esas notas marginales o decretaciones en primera persona que tan características resultan en la forma de despachar el Rey Prudente. La carrera de Mateo Vázquez muestra la dimensión trascendental que la documentación escrita alcanzó en el siglo XVI. En buena medida, puede decirse que su trayectoria en la corte pasó por el control de la información y de los papeles, propios y ajenos, en los que ésta quedaba recogida. Por ejemplo, a comienzos de 1579, Giovanni Battista Gesio le envió una carta informándole de los asuntos que estaba tratando con Antonio Pérez; el cosmógrafo italiano le rogaba que guardase el secreto -"Suplico a VS. me facci gracia far in modo che Antonio Pérez non venga a intendere che io l'habbia scritto". Mateo Vázquez apuntó al margen un esclarecedor: "Así convendrá y mucho menos (Gabriel del Zayas) lo sabrá y de mí ni ellos ni nadie del mundo". Cuando Vázquez murió, los papeles que habían pasado por sus manos en tan larga carrera no siguieron el habitual camino del Archivo de Simancas, sino que permanecieron en la corte para que pudieran continuar suministrando información al gobierno de la Monarquía, que se decidía entonces, ante todo, en las juntas. Sin embargo, a sus papeles también recurrieron otros con la intención de sustentar nuevas pretensiones de acercamiento al rey e incluso de privanza en la corte, escenario del poder del Príncipe, pero también de la lucha política de los cortesanos.
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La variedad de asuntos tratados en los consejos y el volumen de información que pasaba por sus manos hacía prácticamente imposible que los negocios se despacharan con la prontitud deseada. Esto propició la creación de pequeños comités o Juntas, siempre temporales, cuya finalidad consistía en resolver las cuestiones más urgentes que se planteaban en los consejos sin necesidad de convocar o reunir a todos sus miembros, o que afectaban al conjunto de la Monarquía, facilitando así la tarea de gobierno. A menudo, sin embargo, la proliferación de las juntas se debió al deseo de los validos de no someter a los consejos determinados asuntos sobre los que mostraban especial interés. En esta línea de actuación hay que inscribir la creación de varias juntas por Felipe IV a instancias del conde-duque de Olivares. Los individuos que formaban parte de estos comités, a cuya cabeza estaba un presidente, podían ser todos de un mismo consejo, reforzados por especialistas, o pertenecer a distintos consejos, incluidos a veces personajes que desempeñaban algún cargo importante en la administración del Estado. La tipología de las juntas era muy diversa, existiendo diferencias sustanciales entre ellas. Mientras que unas eran sólo consultivas, proponiendo al monarca lo que se debía ejecutar respecto a los asuntos consultados (a este grupo pertenecen la Junto de Competencias, la Junta de Alivios, la Junta de Medios o la Junta de Comercio), otras, en cambio, gozaban de amplias competencias -consultivas y ejecutivas- aunque dependientes de un consejo (la Junta de Contrabando, por ejemplo), y las había que estaban revestidas de las mismas atribuciones que los consejos, actuando con total independencia, a veces incluso como tribunal judicial por gozar de jurisdicción privativa en las materias que tenía asignadas, sin posibilidad de que en sus actuaciones pudieran inmiscuirse los restantes tribunales de la Monarquía: participan de estas prerrogativas, entre otras, la Junta de Represalias (1667), la Junta de Millones, la Junta de Encabezamientos (1683) y la Junta de Fraudes (1683). A pesar de que cada consejo -y cada junta, en su caso- tenía bien delimitadas sus funciones y competencias, lo cierto es que a menudo surgían entre ellos enfrentamientos de jurisdicción, ocasionados por la defensa a ultranza de sus prerrogativas y por una libre interpretación de las leyes y de las ordenanzas promulgadas por la Corona. Estos conflictos se producían mayoritariamente entre los Consejos de Hacienda y de Castilla -incluidas las Audiencias y Chancillerías-, pero también entre ambos y el Consejo de Guerra, o entre el Consejo de Hacienda y el Consejo de Inquisición. Para resolver tales diferencias, que afectaban a la gobernabilidad de la Monarquía dilatando el cumplimiento de las órdenes reales, se creó la Junta de Competencias, un organismo integrado por un presidente y un ministro de cada consejo donde se establecía el tribunal al que le correspondía dirimir el asunto en litigio. Desde la Baja Edad Media los monarcas tuvieron un íntimo colaborador personal, el secretario del rey, personaje encargado de redactar y refrendar los documentos reales. Con el sistema polisinodial, junto a estos secretarios personales, afectos al servicio directo del soberano, aparecen los secretarios de los consejos, encargados de redactar, signar y elevar al monarca las consultas, entre los que sobresale el secretario del Consejo de Estado, y una pléyade de secretarios reales de menor rango, adscritos a una Secretaría determinada, nombrados incluso con carácter honorífico o en recompensa de servicios prestados a la Corona. A partir de Carlos I los secretarios personales del rey, como Francisco de los Cobos, Alonso Idiáquez, Mateo Vázquez y Francisco de Eraso, alcanzan una gran influencia, lo mismo que los secretarios del Consejo de Estado, que desde 1567 son ya dos al establecerse una Secretaria de Estado para los negocios del Norte y otra para los de Italia, sistema que se mantendrá sin cambios hasta 1630 en que se crea una tercera secretaría encargada de los asuntos de España, Indias y norte de África, si bien en 1643 desaparece, siendo restablecida en 1648 para de nuevo ser suprimida de forma definitiva en 1661, volviéndose al sistema anterior.
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La figura de san Pedro repite el esquema de la Magdalena penitente: una cueva, a la izquierda un paisaje ocupado por un ángel vestido de blanco que guarda el sepulcro abierto del Resucitado, una joven cubierta de pesados ropajes que se aleja del lugar. El santo eleva su mirada atormentada hacia el cielo, une sus manos a la altura del pecho en actitud orante y llena de lágrimas sus grandes ojos. La figura muestra un amplio canon, ocultando su anatomía con esa túnica azulada y el manto amarillento que parece confundirse con la piedra donde se apoya el santo. El centro de atención es la cabeza del apóstol, manifestando gran espiritualidad en sintonía con las demandas de la sociedad toledana de fines del siglo XVI, que vivió con intensidad la Contrarreforma. Los brazos de la figura demuestran la maestría de Doménikos con el dibujo aunque su manera de trabajar se identifique más con la Escuela veneciana, con la luz y el color. El hecho de colocar la figura en primer plano, muy cerca del espectador, es un recurso habitual del Manierismo, al igual que el mayor dinamismo de los personajes, apreciable en la torsión del santo.
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El Greco recurrió en numerosas ocasiones a la repetición de temas, siendo una excelente oportunidad para apreciar la evolución de su lenguaje pictórico ya que introduce ligeras variantes. Si comparamos esta imagen con la que conserva el Hospital de Afuera en Toledo encontramos una interesante diferencia entre el rostro del santo, aunque el esquema compositivo se repita. La figura se ubica en primer plano - recurso muy habitual del Manierismo - recortada ante una cueva, abriendo el espacio en la zona izquierda con un paisaje donde un ángel vestido de blanco y una joven parecen dirigirse hacia el apóstol. San Pedro eleva su mirada hacia el cielo y junta sus manos a la altura del pecho, implora perdón por sus pecados y cuelga las llaves de su manto - en alusión a la fundación de la Iglesia -. Viste túnica azul y manto amarillo; es una figura amplia, cuya anatomía queda oculta tras los pesados y plegados ropajes. La factura es rápida, recurre a la luz y al color como elementos modeladores de la composición, siguiendo la Escuela veneciana que Doménikos tanto admiró. La nota espiritual característica de sus imágenes está presente en este admirable ejemplo de la iconografía grequiana.