Frente a la riqueza de la arquitectura y la pintura durante este siglo, la escultura ocupó al principio un segundo plano que, sin embargo, poco a poco fue superando.En los comienzos de la centuria se aprecia cómo a la par que las influencias italianas y flamencas pervive la tradición del estilo de Jean Goujon y Germain Pilon, lo que hace que las obras escultóricas de este momento se decanten entre formas clasicistas, naturalistas y barrocas, aunque con menor riqueza que en la pintura.En medio de este ambiente sobresalieron por su carácter independiente Simon Guillain y Jean Warin.Simon Guillain (1581-1658) era hijo del también escultor Nicolas Guillain, que debió ser determinante en la formación de su estilo. Todavía en edad juvenil pasó a Italia, de donde regresó en el año 1612. Pero sobre todo, sus características estuvieron condicionadas por las obras en bronce de Germain Pilon, como así puede comprobarse en su actuación más destacada, el monumento que erigió en el Pont-au-Change de París, para el que fundió en bronce en el año 1647 las estatuas, hoy conservadas en el Louvre, de Luis XIII, Ana de Austria y Luis XIV aún joven. En ellas sigue muy directamente a Pilon, aunque con un tratamiento de inferior calidad, como se aprecia especialmente en los paños y en la falta de captación psicológica de los rostros.Por su parte, Jean Warin (1596-1672) fue ante todo un medallista de gran calidad, pero que también tuvo una importante actividad escultórica, de la cual nos ha llegado como principal testimonio el busto del cardenal Richelieu de la Bibliothéque Mazarine de París, realizado hacia 1640 y que, como en el caso de Guillain, también delata la herencia de Pilon, a la que añade un lenguaje de carácter ya barroco.Al tiempo que estos escultores también trabajó Jacques Sarrazin (h. 1588-1660), que realmente animó el panorama decorativo francés de la época. Su formación la realizó con Nicolas Guillain, completándola posteriormente en Italia donde asumió un estilo clasicista con el que triunfó al regresar a Francia. Esto puede verse, por ejemplo, en las cariátides del Pavillon de l'Horloge de la Cour Carrée del Louvre o en la decoración del château de Maisons que dirigió por encargo de François Mansart entre los años 1642 y 1650, aunque bien es cierto que aquí hubo una muy fuerte intervención de sus discípulos.La obra más importante de Sarrazin es, sin duda alguna, la tumba de Henri de Bourbon, príncipe Condé, que hizo para la iglesia de Saint-Paul-Saint-Louis de París, aunque posteriormente fue trasladada a Chantilly por lo que sufrió una transformación a fin de adaptarla al nuevo emplazamiento. Pero lo más señalado en ella es que ya se aprecia esa simbiosis de barroco y clasicismo que será propia de Versalles, y que en definitiva dominará el panorama artístico de buena parte del siglo XVII francés.Dos hermanos, François (1604-1669) y Michel (1612-1686) Anguier, nacidos en la población normanda de Eu, ocuparon también un lugar destacado en la evolución de la escultura francesa del siglo XVIIFrançois parece ser que trabajó en Abbeville, París e Inglaterra, mientras que Michel lo hizo en París con Simon Guillain. Hacia 1641 los dos fueron a Roma donde colaboraron en el estudio de Algardi y de donde regresaron, François en 1643 y Michel en 1651.En 1649, el mayor de los hermanos recibió el encargo de hacer la tumba de Henri II Montmorency en Moulins, obra que prolongó hasta 1652, lo que dio la oportunidad de que interviniese Michel al volver de Italia. La obra está concebida como un gran retablo, y en ella se aprecia el reflejo del arte romano, pudiendo inclusive rastrearse la influencia de Giacomo della Porta en el conjunto general y de Algardi en el tratamiento de las esculturas, que están ejecutadas desde un punto de vista barroco atemperado.Por su parte, Michel se caracterizó por una tendencia hacia formas más clásicas. Este rasgo puede verse en la decoración que entre 1655 y 1658 realizó en colaboración con Giovanni Francesco Romanelli para las habitaciones de Ana de Austria en el Louvre. Es significativo que el modelo seguido fuese la decoración del Palazzo Pitti hecha por Pietro da Cortona, pues no en balde había sido el maestro de Romanelli; ahora bien, la influencia del gusto francés se hace presente en un mayor clasicismo de las figuras frente a la pesadez de su modelo italiano.Pero esta dualidad entre barroquismo y clasicismo que en muchas ocasiones dominó a estos artistas, se manifiesta plenamente en la actuación de Michel para la decoración de la iglesia del Val-de-Gráce, donde las enjutas de la cúpula y la bóveda de la nave responden a un ideal clasicista, mientras que otras obras hechas para el mismo edificio, como el conocido grupo de la Natividad, hoy en la iglesia de Saint-Roch de París, señalan un mayor barroquismo, por más que resulte atemperado con respecto al italiano.Ya al final de su carrera, recibió Michel en 1674 el encargo de hacer la decoración de la Porte Saint-Denis de París al renunciar a él Girardon, totalmente acaparado por Versalles. El conjunto, que conmemora las victorias de los ejércitos de Luis XIV en el Rin, lo distribuyó en placas apiramidadas adosadas a cada uno de los machones que flanquean el arco. En ellas, los motivos decorativos consisten en relieves con trofeos de aspecto muy clásico, a los que por otra parte intentó darles un carácter grandilocuente para adaptarlos a los nuevos gustos imperantes.Junto a estos artistas hubo durante la primera mitad del siglo otros de carácter secundario que, en general, siguieron por los mismos derroteros, pues con frecuencia fueron discípulos suyos. Así ocurrió con Gilles Guérin (1606-1678), que aprendió de la mano de Sarrazin con quien trabajó en el Louvre y en Maisons. La influencia de su maestro es por otra parte apreciable en las cariátides que dispuso en la tumba del príncipe Condé en Vallery, aunque a partir de 1650 su estilo se hizo paulatinamente más barroco.Philippe de Buyster (1595-1688) fue un escultor flamenco que también se formó con Sarrazin, siendo su actividad, más importante la realización de tumbas y la decoración de algunas iglesias, entre las que cabe destacar las esculturas que ornamentan el exterior de la cúpula de la iglesia del Val-de-Grâce.También flamenco y discípulo de Sarrazin, fue Gérard van Obstal (1594/1604-1668), quien trabajó con su maestro en el Louvre. Durante su época de madurez se caracterizó por un estilo clasicista como dejó patente en los medallones de la escalera del château de Maisons y en los relieves de la galería del Hótel Lambert de París.Tras este período sombrío, a mediados del siglo, el panorama cambió gracias a la actividad de dos grandes figuras, Girardon y Coysevox, y gracias también a la multitud de encargos que fueron hechos para decorar distintos palacios, y en especial el de Versalles, donde sobre todo los jardines requirieron una gran actividad escultórica.
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En la introducción al arte francés del siglo XVIII ya hemos apuntado cómo con el cambio de siglo y antes de la muerte de Luis XIV asoman por todas partes signos de renovación. El monolitismo creado alrededor de la persona regia se resquebraja pues no hay ni medios ni deseos de mantenerlo. También en la escultura se respiran estas nuevas ideas aunque es menos sensible a esta evolución.El gusto por los espacios más pequeños en los nuevos hôtels no contribuye a hacer importantes encargos, que quedan casi reducidos al arte oficial y mucho más conservador de las residencias reales. De esta forma se inicia el siglo bajo el signo de la continuidad, y los viejos maestros del clasicismo versallesco como Girardon o Coysevox siguen imponiendo sus criterios a la nueva generación.Un segundo aspecto digno de hacer notar es que durante el siglo XVIII el aprendizaje del arte, pero muy especialmente de la escultura, se desarrolla esencialmente en un entorno familiar. Surgen dinastías como los Coustou, los Slodtz o los Adam en donde a veces prima el espíritu colectivo antes que el individuo genial. Esta circunstancia curiosamente se repite entre los escultores españoles del XVIII como es el caso de los Tomé o de los Sierra, por no citar más que dos ejemplos bien significativos.La formación de los escultores seguía los mismos pasos que la de los pintores. La mayoría pasaron por la Academia de Francia en Roma una vez conseguido el Primer premio del concurso que se organizaba en París. Su estancia les permitía estudiar a fondo la escultura barroca y muy en particular la del gran Bernini que, no olvidemos, había dejado una buena muestra de su estilo en Versalles con el retrato de Luis XIV. El contacto con el barroco romano supuso salir algo de la excesiva rigidez del XVII aligerando las composiciones e imprimiendo un mayor dinamismo a sus figuras.Poco a poco la escultura va adaptándose al gusto del día, la decoración de los jardines de Versalles o de Marly se hace más amable, sin que cambien las características básicas del jardín a la francesa del XVII, que en esencia se mantendrán hasta el último cuarto de siglo cuando empiece a imponerse la moda del jardín inglés: los dioses mayores van a ser acompañados por nuevas divinidades secundarias, ninfas, sátiros y temas bucólicos.La nueva sociedad nacida bajo la Regencia empieza a encargar sus retratos, en los que se desarrolla el gusto por la expresión y la espontaneidad, cualidades que igualmente impregnan los bustos de la familia real. Para los nuevos hôtels, mucho más confortables e íntimos, se prefieren las obras de pequeño tamaño y se impone un género especialmente querido por el rococó, las terracotas y, en la segunda mitad del siglo, las figuras de porcelana.El protagonismo de la sociedad civil produce un debilitamiento del sentimiento religioso con una lógica disminución de encargos. Aparte de algunas imágenes sagradas lo más digno de interés son los altares y baldaquinos que se levantan por estos años, como el de Servandoni para los cartujos de Lyon, en el que parece haber participado el mismo Soufflot o los proyectados por Oppenordt o Meissonnier. Tampoco abunda la escultura funeraria; en la realizada impera un tanto la escenografía teatral barroca que mucho debe a las aportaciones de Bernini.Por lo que se ha venido diciendo hasta ahora no hay que pensar que el panorama de la escultura francesa se desarrolla de una manera lineal y clara, nada más lejos de la realidad. Las contradicciones que veíamos en las otras artes aquí reaparecen y así en los mismos años y a veces en el mismo autor se producen obras de muy diferentes características, reflejo de la misma complejidad de la época. Similares antagonismos se mantienen en la segunda mitad del siglo cuando se gesta la reacción contra el Rococó desde la misma Corte volviendo la cabeza hacia la Antigüedad, precisamente cuando la clientela está más apasionada por las pequeñas esculturas, por las creaciones ingenuas y espontáneas que culminan en la moda de los biscuits de Sèvres. Falconet, que promueve en sus escritos la virtud heroica, modela para la Pompadour figurillas de ninfas ligeras y desnudas.Tales contradicciones ocasionan problemas insolubles a los historiadores del arte cuando se les exige una sistematización. Un ejemplo: la conocida escultura de Pigalle representando a Voltaire anciano desnudo. Para Honour se trata de una obra neoclásica que representa al hombre despojado de todos los engañosos añadidos del exterior, poderosa imagen que "parece un símbolo del triunfo del espíritu sobre la fragilidad del cuerpo". Para Praz, en cambio, se corresponde con los cánones del barroco y no estaría fuera de lugar en la capilla de los Sansevero de Nápoles, sin embargo, es difícil imaginárselo en el museo Pío Clementino del Vaticano junto al Apolo del Belvedere.El golpe de gracia contra el Rococó lo dará el conde d'Angiviller, director de los Edificios del Rey, cuya mayor empresa escultórica consiste en la realización de una serie de retratos de grandes hombres para el Museum, que comienza en la Edad Media con Duguesclin y se acaba con Montesquieu y d'Alambert (1776-1808).
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Leon, junto con Burgos y Toledo, se configura como uno de los focos fundamentales de la escultura gótica del siglo XIII hispano. Los escultores castellanos, formados en talleres de maestros franceses, crearon modelos paradigmáticos de la escultura monumental que alcanzarían durante el último tercio del siglo uno de los momentos más brillantes del arte español. El análisis pormenorizado de las tres portadas de la catedral de León permite rastrear la presencia de tres talleres, durante el tercer cuarto del siglo XIII, y un cuarto ya en la transición al XIV. En el de Santa María de Regla, cuya resolución arquitectónica, atribuida al maestro Enrique, se relaciona con la catedral de Chartres, se resolvió la portada con la apertura de tres vanos, separados por dos arcos lancetados. El programa iconográfico de la puerta central está dedicado al Juicio Final; preside la composición Cristo en majestad, con los estigmas y símbolos de la Pasión sostenidos por ángeles; en los extremos, flanquean la composición la Virgen y San Juan. En el dintel se esculpió el tema de la psicostasis que tiene como protagonista a San Miguel, situado en el centro, mientras que a su derecha están los elegidos y a la izquierda los condenados; los temas que continuarán por las arquivoltas se inspiran en los conceptos iconográficos vertidos en las grandes catedrales francesas en torno a 1230, interpretados con frialdad en Reims y de forma más expresiva en la portada sur de Chartres, en París y Amiens. Los maestros que intervinieron en esta puerta estaban formados ante modelos franceses, que Angela Franco vincula con la región de Isla de Francia, y burgaleses relacionados con el maestro de la puerta de Coronería. En la portada occidental de la sede leonesa se puede constatar la intervención de dos talleres; uno del Maestro de la Virgen Blanca, autor de la Virgen Blanca, incorporada monumentalmente al parteluz (la figura original se conserva en una capilla de la girola), de la Virgen y San Juan del tímpano, y del ángel de la columna. A este mismo maestro se puede atribuir la Puerta de San Juan correspondiente a la nave del Evangelio. Es una obra dedicada al ciclo de la infancia de Cristo, de fuerte carácter narrativo, resuelta por encadenamiento de secuencias, fórmula expresiva típicamente gótica, e inspirada directamente en el Apócrifo de la Natividad del Señor; en las arquivoltas aparecen los reyes músicos y distintos temas neotestamentarios. El segundo taller corresponde al Maestro del Cristo del Juicio Final, quien esculpiría además el ángel que porta la cruz y el dintel con la psicostasis; su estilo se percibe igualmente en el sepulcro del deán Martín Fernández (en el claustro de la catedral), y en el deteriorado tímpano dedicado al traslado de las reliquias de San Froilán desde Moreruela, situado en la fachada Sur. La portada de San Francisco, correspondiente a la nave de la Epístola, está dedicada a las Exequias y Coronación de la Virgen, temas que se distribuyen en tres registros horizontales. El desconocido tercer maestro, denominado por Angela Franco Maestro de las Jambas (de la portada Sur), talló sobre el dintel las exequias de la Virgen, con los Apóstoles que introducen su cuerpo en el féretro y rodean la escena; en el registro central la Virgen y Dios Padre están flanqueados por ángeles turiferarios y en el superior los ángeles la coronan. La composición, con matices distintos en la distribución, remite de nuevo a la portada de la fachada Oeste de Notre Dame de París, si bien el estilo del autor manifiesta la influencia de Amiens. A la presencia de un cuarto taller, Angela Franco le denomina del Maestro de los Apóstoles (puerta del Juicio Final), y se detecta en la portada de la Revelación, en la fachada Sur. La iconografía, la composición general e incluso algunos detalles formales que no se encuentran en el resto de las portadas, hacen referencia explícita a la puerta del Sarmental de la catedral de Burgos. La composición se desarrolla en torno a Cristo en majestad que en actitud de bendecir, con el Libro en la mano, revela los textos sagrados a los Evangelistas, rodeado en las arquivoltas por los ángeles y los ancianos del Apocalipsis y por los Apóstoles tallados sobre el dintel. El parteluz está ocupado por la figura de San Froilán, obispo de León entre el año 900 y 905, cuyas reliquias fueron enterradas en la primera sede catedralicia leonesa por Ordoño II; tras las campañas de Almanzor fueron trasladadas para su protección al monasterio de San Juan Bautista, en las montañas del Valdecésar y, posteriormente, al monasterio de Moreruela. Durante el episcopado de Manrique de Lara se realizó de nuevo el traslado de sus reliquias a León con grandísima pompa y aparato, tema que se representa en el tímpano de la portada colateral en la fachada Sur. En su realización trabajaron el Maestro del Juicio Final en el tímpano y el Maestro de las Jambas en las arquivoltas. La portada Norte, en la actualidad envuelta por la construcción del claustro, es una obra más tardía que posiblemente se compuso durante los primeros años del siglo XIV. El tema central del tímpano está dedicado a la figura de Cristo en mandorla sostenida por ángeles, rodeados por el tetramorfos. Otros temas secundarios, pero de gran interés para la historia de la escultura gótica española, son la Anunciación de las jambas y la Virgen del Dado en el parteluz. En la elaboración de la portada intervinieron varias manos, lo que define un conjunto estilísticamente muy difuso, en el que sobresale el denominado Maestro de la Anunciación, muy relacionado con los talleres burgaleses. En 1506 León Picardo realizó la policromía que aún conserva la portada.
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La escultura griega también se puede dividir en tres grandes etapas: arcaica, clásica y helenística. El estilo arcaico viene caracterizado por la representación de los jóvenes atletas vencedores en los juegos. Son figuras rígidas que con el paso del tiempo alcanzan mayor dinamismo, manifestando siempre una perfecta proporción basada en la simetría. Se busca la conquista del cuerpo humano y la expresión del rostro. Estas estatuas arcaicas se dividen en kuroi -los atletas, cuyo singular es kuros- y korai -las muchachas, cuyo singular es kore-. Estas esculturas obedecen a la llamada ley de la frontalidad, conservando los brazos pegados al cuerpo y rígidos, avanzando habitualmente la pierna izquierda. Los kuroi aparecen desnudos, siendo su anatomía el principal reto del escultor. Los labios se arquean hacia arriba resultando la llamada sonrisa arcaica mientras que sus ojos son abultados. Su cabellera en zig-zag cae sobre los hombros. A medida que avanza el tiempo se manifiesta un mayor conocimiento anatómico y aumenta la expresividad del rostro. Las korai se representan vestidas, reduciendo su cuerpo a una especie de tablero de mármol con un estrechamiento en las caderas y un abultamiento en el pecho. En algunas ocasiones se presentan con la forma del tronco de árbol. El cambio de moda supondrá una interesante evolución aunque siempre reflejen las figuras la típica sonrisa arcaica y el convencional rizo en el cabello. El avance de la figura en movimiento se pone de manifiesto en los frontones de Egina y Olimpia realizados hacia el año 490. En ellos aparecen adecuaciones al marco -las figuras se ubican adecuadamente en el espacio del frontón-, mayor dinamismo y una estructura anatómica más perfecta pero aún encontramos sonrisas arcaicas, lo que reduce la calidad del conjunto. De esta época de transición también destaca el magnífico relieve del Nacimiento de Afrodita que decora el llamado Trono Ludovisi. El Auriga en bronce y el grupo de los Tiranicidas sirven de enlace con la etapa clásica. El estilo clásico es el momento de los grandes autores, suponiendo el hito de la escultura griega. A Mirón y Policleto debemos el dominio del cuerpo humano que caracteriza este periodo. Mirón se especializará en el movimiento, siendo su obra más famosa el Discóbolo, aunque posiblemente la expresión aún no alcance desarrollo posterior. Policleto está interesado por las proporciones del cuerpo humano, escribiendo la Symmetria donde establece el canon de belleza, considerando que la cabeza es la séptima parte del cuerpo humano, dividiéndose en tres partes el rostro. El Dorífero y el Diadúmeno recogen a la perfección estos planteamientos. Con Fidias culminan los esfuerzos hacia la conquista de la belleza, consiguiendo las figuras más equilibradas y perfectas. Será el autor de la decoración del Partenón, donde establece la técnica de los paños mojados que inciden en el estudio de la anatomía sin recurrir al desnudo. Algunas de sus obras eran de carácter monumental como la Atenea Partenos que hizo para el Partenón en oro y marfil, alcanzando los 15 metros de altura. Praxíteles será el maestro de las suaves curvas que caracterizan sus figuras como la Afrodita de Cnido -para la que posó como modelo la hetaira Friné-, el Fauno o el Apolo sauróctono, alcanzando cierta blandura y expresividad romántica. Scopas se preocupará por buscar los estados del alma, interesándose por la pasión incluso la violencia como se manifiesta en la Ménade o las estatuas del Mausoleo de Halicarnaso, rayando las expresiones de las figuras casi la tragedia. Lisipo busca las proporciones y la multiplicidad de los puntos de vista, desvirtuando el frontalismo de momentos anteriores. El Apoxiomeno o el Ares Ludovisi son magníficos ejemplos del estilo lisipeo, interesándose también el maestro por los retratos, especialmente los de Alejandro, de cuyo entorno formó parte como escultor de cámara, o de Aristóteles. Los retratos griegos buscan la individualización del personaje representado, utilizando la figura entera. La etapa helenística vendrá determinada por el desarrollo de las escuelas. En Atenas destacan Boetas, con su Joven orante, y Apolonio, autor del Torso del Belvedere. La escuela de Pérgamo nos ofrece unos excelentes grupos de figuras violentas que recogen las luchas contra los galos, obra de Epígono, Isígono y Antígono. El patetismo también se aprecia en los relieves de la Gigantomaquia que decoran el altar de Zeus. En la escuela de Rodas se aprecia un significativo gusto por lo gigantesco, el movimiento y la expresión del dolor como se aprecia en el grupo de Laoconte y sus hijos, obra de Agesandro, Polidoro y Atenodoro, o el Toro Farnesio de Apolonio y Taurisco. Alejandría se especializa en temas populares como los Enanos danzando o el Negrito cantando.
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La época dorada de la escultura griega corresponde a los días de Pericles, la segunda mitad del siglo V a.C. Mirón será el maestro interesado por el cuerpo humano en movimiento como se puede apreciar en su Discóbolo. El escultor nos presenta a un atleta en el momento de lanzar el disco, inclinando su cuerpo violentamente hacia delante, en el límite del equilibrio, y elevando su brazo derecho al tiempo que gira su cuerpo apoyado sobre su pierna derecha. Policleto está preocupado por las proporciones del cuerpo humano y es el autor del "Canon". En el Doríforo podemos comprobar que la cabeza es la séptima parte del cuerpo humano; el arco torácico y el pliegue inguinal son arcos de un mismo círculo; y el rostro está dividido en tres partes correspondientes a frente, nariz y la distancia de ésta al mentón. Se trata del prototipo de cuerpo varonil perfecto, elegante, sin formas hercúleas pero sin afeminamiento. Fidias es el conquistador de la belleza ideal, siendo sus personajes prototipos. Sus obras maestras están vinculadas al Partenón y en ellas podemos contemplar su belleza a través de la técnica de los paños mojados. En el siglo IV a.C. los dioses se humanizan, las formas se ablandan y la pasión se manifiesta en los rostros, gracias, fundamentalmente, a Praxiteles. Los cuerpos de sus estatuas presentan suaves y prolongadas curvas como se observa en el Hermes. Su cadera se arquea para formar la famosa curva mientras que su brazo derecho mostraría las uvas al niño Dionisos. Scopas es el escultor que mejor interpreta los estados del alma y la pasión. Sus trabajos se agitan con convulsivos movimientos y las cabezas muestran expresiones apasionadas. Lisipo prefiere proporciones más esbeltas y cabezas más pequeñas, delatando una actitud más naturalista en la que destaca los múltiples puntos de vista.
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Es ésta, sin duda, junto con la cerámica pintada, la más importante manifestación artística de los iberos, que afortunadamente va siendo objeto de estudios individualizados a través de los cuales conocemos, aparte de su calidad artística y todo el proceso de fabricación, su funcionalidad. A la hora de exponer en síntesis lo que sabemos sobre la escultura ibérica nos encontramos con un dilema: si realizar una división, como la que hace Tarradell, atendiendo a su funcionalidad, entre escultura de los santuarios, con valor de ofrenda, de exvoto, y escultura funeraria, utilizada y hallada en las tumbas, que nos daría, al menos en teoría, una visión más global de la sociedad en la que se producen esas manifestaciones artísticas, religiosas, etc., o, por el contrario, realizar esta división, quizá más fácil para la comprensión del lector, por cuanto, en mi opinión no tenemos todavía suficientes datos para realizar la anterior, atendiendo al material de que están hechas las distintas esculturas, y entonces hablar de bronces ibéricos (y terracotas), escultura en piedra y relieve ibérico, como hace Presedo. Por esta facilidad de expresión y comprensión me voy a inclinar por esta segunda. Los denominados bronces ibéricos son pequeñas estatuillas de bronce fabricadas a molde y retocadas después y macizas. Los hallazgos realizados lo han sido tanto de figuras masculinas, como femeninas, de pie, con los brazos abiertos o en posición de plegaria. A veces los hombres llevan armas y se conoce también alguna figura de jinete. Hoy contamos con algunos trabajos monográficos, como los de Nicolini o Marín Ceballos, importantes para descubrir su significado, pues, aparte de su realización más o menos perfecta, las figuras nos ofrecen datos para conocer aspectos religiosos, sociales, de costumbres, etc. de la sociedad ibérica. No obstante es éste todavía un camino que está en sus inicios. Sus lugares de aparición son normalmente los santuarios, aunque algunos hayan aparecido en otros espacios arqueológicos, y, en cuanto al área geográfica de dispersión de los hallazgos, ésta es muy grande, prácticamente todo el área ibera (Badajoz, Huelva, Sevilla, Córdoba, Granada, Jaén, Ciudad Real, Albacete, Murcia, Alicante, Valencia, Tarragona), aunque la máxima concentración se produzca en Despeñaperros (Jaén), Castellar de Santisteban (Jaén) y Santuario de la Luz (Murcia), santuarios todos situados en el área de Sierra Morena y el Sudeste, zona que, como luego veremos, coincide con la de la gran escultura en piedra y que tiene su correspondencia, no por casualidad, sin duda, con las grandes zonas mineras de la España ibérica. Para Nicolini la aparición de los bronces se debe a la abundancia de metal en la zona y a la técnica importada por los colonizadores de Oriente. Pero esto no debe desligarse, como piensa Presedo, del propio desarrollo en el territorio ibérico de una cultura y una religión que propiciaran la aparición de una industria artístico-religiosa. La técnica de fundición era el proceso conocido como de la cera perdida en moldes de arcilla, retocándose posteriormente y realizando la decoración deseada. Por ser macizas no tenían un tamaño excesivo, oscilando según los autores entre alrededor de 10 y alrededor de 20 cm., aunque no falta alguna especial que llega a tener 30 cm. La cronología atribuida a estas estatuas de bronce está relacionada con la propia cronología atribuida por los arqueólogos a la cultura ibérica en general, desde el siglo VI a. C. a mediados del siglo IV como etapa de influencia greco-oriental, la etapa de un siglo entre mediados del siglo IV y mediados del siglo III denominada período clásico y la época final o período romanizante, de claro dominio romano. En esta cronología coinciden tanto Cuadrado, como Almagro y Nicolini. Pero, ¿quiénes eran los destinatarios de estos objetos y qué función realizaban?. Parece que nadie ha ofrecido hasta el momento una idea mejor de la expuesta por García y Bellido, según la cual los fieles acudían a los santuarios y, de acuerdo con sus posibilidades económicas, adquirían distintos tipos de piezas, ejemplares estilizados al máximo junto a ejemplares que recuerdan de cerca modelos griegos arcaicos, que no andarían muy lejos de ser los modelos originales. Luego eran depositados por los fieles en los lugares sagrados: templos, bosques sagrados, etc. Con una función muy similar a la de los bronces y unas características también parecidas se han hallado estatuillas realizadas en tierra cocida en yacimientos ibéricos, que se concentran también en lugares muy concretos, destacando en este caso la Serreta de Alcoy. Probablemente la falta de disponibilidades de metal en el País Valenciano con respecto a Sierra Morena y el Sudeste expliquen la utilización de la arcilla para la realización de las mismas figuras con las mismas funciones. También en este caso se trata de producciones en serie realizadas con moldes para un amplio consumo y, aunque predominan las figuras femeninas, no faltan representaciones de varones. En cuanto a la tipología va desde pequeños muñecos, que parecen trabajos de niños, hasta figuras que guardan una clara relación con estatuillas helenísticas. En el territorio de los iberos han aparecido también, desgraciadamente no siempre en su contexto arqueológico, grandes esculturas de bulto redondo que se pueden comparar con la griega arcaica y la etrusca. Tradicionalmente siempre ha sido la Dama de Elche la figura más representativa de estas manifestaciones artísticas, pero a partir de nuevos hallazgos en las últimas décadas, algunos de ellos in situ como la Dama de Baza, el estudio de la naturaleza y función de las esculturas ibéricas en piedra ha pasado a ser centro prioritario de interés de los arqueólogos que dedican su actividad preferentemente a las zonas del Sur y Levante de España. Las esculturas ibéricas en piedra se pueden clasificar en dos grupos según los temas: figuras humanas y figuras de animales. Dentro del conjunto de figuras humanas tenemos figuras funerarias, como la Dama de Baza, descubierta por Presedo, presidiendo una sepultura que se encontró con su ajuar intacto, y otras halladas fuera de su contexto, como el busto de la Dama de Elche y otros restos más que se encuentran en nuestros museos, pero también figuras femeninas oferentes en piedra, la más significativa de las cuales es la "Gran Dama" del Cerro de los Santos. Pero no siempre se trata de grandes estatuas, como las enumeradas y otras a las que haremos referencia más adelante, sino que en el propio Santuario del Cerro de los Santos el tipo de la "Gran Dama" se reitera en tamaño menor en las ofrendas. La estatuaria de animales refleja animales reales (leones y toros en su mayoría) o simbólicos (esfinges, grifos), que son las famosas bichas, llamadas así por los habitantes del lugar donde han aparecido. La más famosa de las conocidas es la de Balazote en la provincia de Albacete. Su tipología es la conocida en los territorios que bordean la zona del Mediterráneo oriental y se les atribuye carácter sagrado como protectores del hombre, tanto de los vivos como de los difuntos, correspondiendo su área de expansión por los datos de que disponemos hasta ahora al sector ibérico del sur peninsular. Los conjuntos más importantes conocidos son los siguientes: 1. El de Porcuna (Jaén), con estatuas de guerreros y grifos alados de tipología jónica, aunque con armas de influencia celtibérica. Se fecha hacia mediados del siglo V a. C. 2. La Dama de Baza, descubierta por Presedo en el año 1971 en el curso de las excavaciones de una necrópolis en Baza. Su excavador fecha esta necrópolis con toda seguridad en la primera mitad del siglo IV. Según su descubridor, esta estatua femenina sedente, tallada en piedra local, que aparece estucada y pintada en toda su superficie y que va tocada con un manto que le cubre la cabeza y cae sobre los hombros hasta los pies (aparte de otra serie de caracteres que pueden verse en la descripción que de ella hace Presedo), estaba destinada a ser una urna cineraria para el difunto para quien se construyó la tumba, lo que sucede en esta misma época en otras zonas del Mediterráneo. 3. La Dama de Elche, aparecida en 1897 en la Alcudia de Elche y actualmente en el Museo Arqueológico Nacional, ha sido durante mucho tiempo el gran punto de referencia de la escultura ibérica en piedra. Está realizada en piedra caliza y quedan restos en ella de su policromía. Quizá lo más característico de la misma sea su gorro puntiagudo, las tres filas de bolitas que forman una diadema sobre la frente y las dos grandes ruedas a ambos lados de la cara que, en opinión de García y Bellido, encerraban las trenzas del cabello enrolladas en espiral. Tiene varios adornos más. Tras el conocimiento de la Dama de Baza, Presedo piensa que no se trataba de un busto, sino también de una estatua sedente de tamaño natural y con la misma función de servir de cista funeraria. A partir del conocimiento de la Dama de Baza, ahora puede ser fechada también en el siglo IV a.C. Además de la Dama se han encontrado en Elche varias piezas más, lo que ha hecho pensar a los investigadores que en realidad en esta época hubo un taller de escultura en este entorno. Cabe citar entre estas piezas el busto de un guerrero con pectoral labrado al que le faltan la cabeza y los brazos, un escudo de umbo asido por una mano, un brazo de dama sedente similar al tipo conocido por la Dama de Baza y un fragmento de estatua de guerrero con una falcata. 4. La estatuaria del Cerro de los Santos. Es el primer yacimiento en que se encontraron estatuas en número suficiente para que fueran objetó de interés. Su cronología debe oscilar entre el siglo IV a. C. y la romanización, aunque falten estudios detallados de las piezas. Entre éstas destacan La Gran Dama Oferente, estatua erguida que sostiene un vaso con ambas manos a la altura del vientre, cubierta con un manto amplio que le cae sobre los hombros y los brazos en pliegues hasta los pies (relacionada estilísticamente con las Damas de Baza y Elche), Las Damas Sentadas, estatuas de unos cuantos centímetros, que repiten el tipo de la Dama de Baza y posiblemente de Elche (Marín Ceballos piensa que se puede tratar de exvotos), fechables entre el siglo III y II a.C., aunque alguna con una tipología casi del todo romana, Cabezas y bustos, tanto masculinos, como femeninos que puede pensarse eran estatuas y cuya cronología parece más antigua para las femeninas y ya romana para las masculinas. 5. La Estatua del Llano de la Consolación. En este lugar apareció una gran estatua femenina sedente muy destruida, a la que faltan la cabeza y los hombros. Tiene un manto de excelente factura y debajo de éste se ven dos túnicas. Para Presedo se trata de una estatua con bastantes puntos de contacto con la Dama de Baza, aunque quizá un poco más antigua, de fines del siglo V o principios del siglo IV. 6. La estatua sedente del Cabecico del Tesoro. En esta necrópolis se encontró la estatua de una dama de un tamaño algo menor que el natural, muy destruida y en múltiples fragmentos. Los pliegues rectos del manto que la cubre demuestran gran arcaismo y su función debió ser similar a la de la Dama de Baza. 7. La Kore del Museo de Barcelona. Únicamente conocemos que es de la zona del Sudeste. Se trata de una cabeza femenina con un peinado ondulado sobre la frente y una diadema más ancha por delante que por detrás. García y Bellido la fecha en la primera mitad del siglo V a. C. y pregona un origen griego para ella. 8. Conjunto del Corral de Saus. En Mogente (Valencia) han aparecido en un ambiente funerario varias figuras femeninas tendidas que, unidas a los relieves de Pozo Moro, que veremos más adelante, confirman la asociación de la gran escultura en piedra con las tumbas. El material empleado por los iberos en la realización de estas esculturas en piedra fue de una calidad bastante inferior a la del resto de las culturas del entorno y la época con las que tuvieron relación. Frente al mármol abundante en las obras escultóricas de griegos y romanos, o el uso de piedras duras, como sucede en el arte egipcio, los iberos emplearon sobre todo la caliza y la piedra del país, aunque no por ello dejaron de realizar en ocasiones obras con una elevada perfección artística. Pero quizá lo más importante sea conocer la funcionalidad de estas obras. Los hallazgos recientes de nuevos yacimientos y nuevas esculturas en piedra apuntan muy claramente a una relación funeraria de estas manifestaciones artísticas: las estatuas de damas sedentes aparecen en las necrópolis (el hallazgo de la Dama de Baza fue decisivo en este sentido) y los leones y demás animales forman parte de monumentos funerarios Finalmente es obligada una referencia a los elementos que han intervenido en la cristalización de estas manifestaciones artísticas. En primer lugar es necesario resaltar que, salvo contadísimas excepciones, el hallazgo de esculturas humanas de piedra de bulto redondo se da en la zona oriental de Andalucía y el Sudeste de España, es decir, zonas de un desarrollo económico importante. A ello hay que unir, sin duda, los impulsos llegados del exterior a través de los pueblos colonizadores. Estos impulsos del exterior se deben en gran medida al mundo jónico, como en todo el arte ibérico en general, pero en la animalística ibérica hay algún elemento nuevo, sobre todo a partir del conocimiento del yacimiento del Pozo Moro, por el que hay que hablar de contactos con el mundo fenicio e, incluso para algunos autores, neohitita. Presedo aventura como conclusión provisional la idea de que la estatuaria animalística está influida por lo fenicio en parte, y en parte por lo griego, mientras que la estatuaria de figura humana parece una consecuencia de unas motivaciones jonias que actuaron desde muy antiguo, a través de las costas del Sudeste. Pero, tanto en éste como en otros aspectos de la evolución histórica de los pueblos de España, el grado de desarrollo alcanzado no sería explicable sin el sustrato interno, en este caso la propia riqueza económica y las condiciones de espiritualidad de la zona. Como resumen de lo dicho hasta aquí y de lo que hasta hoy sabemos sí parece posible afirmar las importantes influencias orientales en la escultura en piedra del área ibérica, así como una funcionalidad predominantemente funeraria.
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Con el nombre de iberogriega, o el más específico de iberofocense, se viene designando una producción escultórica ibérica que tiene tan altos débitos con la griega que parece obra de artistas helenos llegados a la Península o de iberos formados por ellos y fieles a las enseñanzas recibidas. Se trata, en cualquier caso, de obras no importadas, sino realizadas con la habitual piedra arenisca o caliza, y las técnicas habituales en la escultura ibérica, y a menudo con rasgos propios -provincianos si se quiere- que las diferencian de los modelos originarios. Constituye la prueba más directa de la influencia griega en la plástica ibérica, tan discutida a veces, pero indudable a partir del siglo VI, en que, entre otras cosas, los griegos focenses estaban presentes, como colonos, en las costas hispanas. A sus efectos directos atribuyó hace tiempo E. Langlotz una parte importante de la escultura ibérica, una línea seguida después, con lógicos matices, por A. Blanco y otros investigadores, cuyos estudios ponen de manifiesto el peso de la escultura focense o griega en general en la configuración y maduración de la ibérica. Algunos seres fantásticos, asociados o asociables a monumentos funerarios, figuran entre los más clara y precozmente atribuibles a la corriente griega. La esfinge de Agost (Alicante), pese a sus erosiones y mutilaciones, es una pieza espléndida como obra de arte y como plasmación del conocido prototipo ático de mediados del siglo VI a. C., cuando, ya en el arcaismo maduro, las esfinges se agachaban grácilmente sobre las estelas, más que sentarse pesadamente en ellas como en la etapa anterior. Aparte de que no quedara totalmente exenta, como las áticas, sino adosada al monumento funerario como sugiere la descuidada labra de su costado derecho, es también un rasgo propio la forma de introducir la cola entre las patas y asomarla por el costado, como hacen los leones ibéricos, una solución más apropiada, además, a las cualidades de la piedra usada. Es más tosca y de formas planas la esfinge de Bogarra (Albacete), esculpida en un sillar de esquina, y muy dañada. Por fortuna, el rostro conservado en no muy mal estado, permite contemplar el semblante iluminado por una dulce sonrisa arcaica, lo que contribuye a hacernos a la idea que los iberos debían de tener acerca de estas criaturas fantásticas, vistas como seres benéficos, protectores de las tumbas y, seguramente también, portadores de las almas al más allá, como explícitamente muestra la esfinge del Parque de Elche; es decir, significarían lo mismo que entre los griegos, inspiradores del arte y del contenido ideal de estas figuras. Una pareja de esfinges de El Salobral (Albacete), realizadas en relieve para, seguramente, flanquear una puerta o proteger las esquinas de un monumento funerario, parecen fruto de la fusión de tradiciones griegas y orientales, unidas a tendencias ibéricas, como la postura echada, algo pesada, del animal, según ha subrayado en sus estudios Teresa Chapa. La mejor conservada de las dos -en el Louvre- permite observar un cuerpo de modelado suave y detalles cuidados, sobre todo en la convencional y decorativa forma del ala visible, representada como una larga pluma con el extremo enroscado. Esta fusión de tendencias puede verse también en esfinges como la de Elche, y en otras muchas obras fruto del hibridismo subyacente a la escultura ibérica. Basta el fragmento conservado de la cabeza del grifo de Redován (Alicante) para ponderar su calidad como obra de arte, y probar su dependencia de modelos griegos arcaicos. La cabeza de otro de estos monstruos hallada en la Alcudia de Elche, reutilizada en un empedrado, sigue modelos griegos más recientes, del siglo IV a. C. Documentan, junto con los de Porcuna y unos pocos lugares más, la acogida entre los iberos de otro ser de prestigio, bien conocido ya en la etapa tartésica, muy presente en las concepciones sobre la muerte y el más allá, entre otras cosas por su fama como apropiado defensor de las tumbas y sus ajuares. Puede cerrarse la serie de animales fantásticos -elegidos a título de muestra- representativos de la influencia griega, con una obra maestra de la escultura ibérica y una de las más populares: el toro androcéfalo conocido, por su lugar de procedencia, como Bicha de Balazote (Albacete). Está esculpida en caliza grisácea, en un sillar de esquina, y la cabeza, erguida y prominente, en pieza aparte. Representa a un toro echado, de anatomía bien modelada, resuelta en formas suaves que resumen con acierto las características del animal; la cola queda graciosamente enroscada sobre su anca izquierda. La cabeza resulta más hierática, muy rígidos el bigote, la barba y la cabellera, detallados con surcos rectos, como en los dibujos arcaicos, entre los que asoma un rostro más carnoso y expresivo. Bajo la frente, huida y cubierta por el rígido flequillo, las amplias y arqueadas cejas enmarcan unos ojos desmesurados y muy abiertos; son rasgos propios de la estatuaria griega arcaica, presentes también en creaciones coetáneas de Etruria, como el centauro y la dama oferente de Vulci. Tras las sienes brotan cortos los cuernos y, bajo ellos, breves orejas de bóvido. La escultura, de contexto desconocido, puede fecharse por criterios estilísticos hacia la segunda mitad del siglo VI a. C. En cuanto al significado, parece indudable su pertenencia a un monumento funerario, con la disposición oportunamente ejemplificada en el monumento de Pozo Moro. Pudo tener, como los leones de éste, una función apotropáica, alejadora de peligros. Pero su apariencia pacífica, mansa como es fama de sus congéneres normales, remite más directamente a su prístino significado entre los griegos. A partir de una viejísima tradición, que vincula el toro a la fecundidad, los griegos crearon la figura del toro de cabeza humana como representación alegórica de los ríos, en especial del Aqueloo, el más importante de ellos, hijo de Tetis y del Océano. Se asociaba al toro, como símbolo de fecundidad, la idea del río y el agua que fertiliza los campos, todo ello humanizado, aproximado al hombre con la incorporación iconográfica de su cabeza, al servicio de la imagen de una especie de daimon favorable, expresión de la vida benéfica a los humanos. Con esta función de símbolo de vida aparece pintado el Aqueloo en tumbas etruscas, asociado, como en la de los Toros de Tarquinia, a actos sexuales que subrayan su simbología vital. Con este sentido debió, en fin, concebirse la Bicha de Balazote, como símbolo de la vida que se deseaba al muerto, materializada en una de las más hermosas y monumentales representaciones del Aqueloo. Otras muchas esculturas ibéricas reflejan el impacto griego con mayor o menor nitidez, como la cabeza de mujer del Museo de Barcelona, que se tiene por procedente de Alicante, de rasgos arcaicos, como los de una kore jónica; quizá perteneció a la figura de una esfinge. A una corriente estilística más reciente, propia del estilo severo, de la primera mitad del siglo V a. C., pertenece la mutilada cabeza masculina de Verdolay (Murcia). Y así un elenco que se haría interminable, porque habría que incluir buena parte de la escultura ibérica, influida de forma muy generalizada por la griega, como manifestación particular de la koiné artística de signo helénico que se impuso por todo el Mediterráneo. Se comprobará al tratar, acto seguido, de las esculturas de Porcuna, o de la Dama de Elche, por sólo citar obras cumbres del arte ibérico.
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El nuevo estilo trae aparejado un gran enriquecimiento iconográfico, con nuevas leyendas mitológicas de la Hélade y con un gusto por la vida cotidiana y la naturaleza que ni siquiera en Grecia tenía igual. Resulta tan sugestivo, que se impone rápidamente: raras, y muy tempranas, son las obras que se plantean dudas, como el Carro de Monteleone con sus relieves homéricos. A la altura del 540 a. C., todo el sur de Etruria -que es como decir, en estas fechas, toda la Etruria rica, poderosa y culta-, e incluso la zona limítrofe del Lacio, totalmente etrusquizada, se alinean tras las nuevas modas artísticas. Desde el punto de vista estilístico, este arte jonizante plantea un problema crítico de importancia: ¿hasta qué punto puede observarse en él algo personal, no jónico, que denote una mínima independencia estética? No son escasos, en efecto, los historiadores del arte griego que consideran el arte etrusco de la segunda mitad del siglo VI a. C. como un capítulo, peculiar si se quiere, de la plástica jónica; y lo cierto es que el abanico de dudas se amplía al conocerse aún bastante mal el arte jónico de la propia Jonia. Sin embargo, y aunque las opiniones prosiguen su incierta evolución, parece que se decanta hoy una idea generalizada al respecto: puede ser considerada etrusca -esto es, realizada por artesanos etruscos que conocen perfectamente el arte jónico, pero no su trasfondo estético- casi toda la escultura, mientras que, por el contrario, parece entenderse como más apegada a la tradición jónica -es decir, realizada por artistas jónicos o discípulos suyos, aunque acomodada a trajes, costumbres y aficiones etruscas- la parte más brillante de la pintura que entonces se realiza. Los mejores talleres de escultura parecen localizarse en Caere. Fuera de esta ciudad, tan sólo merece recordarse el curioso Jinete sobre el Hipocampo de Vulci, acaso imagen de un difunto que viaja a las Islas de los Bienaventurados, según una creencia homérica que tuvo gran aceptación en la Etruria arcaica. Pero esta estatua pequeña de nenfro, pese a sus fluidas formas, palidece ante la grandiosidad de dos magníficos sarcófagos ceretanos, ambos con la misma concepción y estilo: son los dos Sarcófagos de los Esposos, conservados respectivamente en el Louvre y en el museo de Villa Giulia. A raíz de la reciente restauración del primero y de su estudio pormenorizado, parece que se impone definitivamente para ambos una cronología entre 530 y 510 a. C., y que hay que considerarlos obras del mismo taller. Además, puede afirmarse que su autor no fue griego: aunque las cabezas, y aun el torso, tienen elementos de raigambre focense -eso sí, tomados de modelos pictóricos o de figurillas de bronce-, el conjunto se rige por un principio estético tan antihelénico, y tan etrusco, como es el desprecio por la parte inferior del cuerpo humano. Las piernas no parecen existir, aunque el calzado sea reproducido con todo detalle. Estos sarcófagos figurados son una creación nueva, que vino a sustituir en Caere a los más antiguos con aspecto de arcones. Realizados en terracota -material que los etruscos manejaron con soltura, y que concede particular frescor e inmediatez a sus obras-, sus personajes reclinados nos introducen en el núcleo mismo de la iconografía fúnebre del momento. En efecto, desde mediados del siglo VI a. C., los etruscos parecen dejar de lado elementos simbólicos y alusiones al más allá, y centran la decoración de sus tumbas, tanto escultórica como pictórica, en la representación de los festejos que se celebraban el día del enterramiento: desde la exposición y el traslado del cuerpo, en presencia de elegantes y comedidos familiares, hasta las pruebas atléticas y circenses con que concluían las exequias, todo tendrá cabida en la iconografía; pero lo más importante, lo más repetido, será el banquete funerario, con los comensales en sus lechos o danzando desenfrenadamente: esta comida deseaba propiciar al muerto, haciéndole ver que sus allegados lo tenían presente en sus festejos. ¿Cómo exponer mejor esa idea que representando al difunto en su lecho de invitado? Su alma tendría así, para siempre, ante sus ojos, la conciencia de que se celebraron para él unos festejos dignos, e incluso recordaría, por otra parte, lo feliz que había sido su vida de aristócrata; al fin y al cabo, los banquetes, igual que los bailes y los juegos, eran la expresión misma de una elegante vida de sociedad.
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Entre los siglos V y XI Europa vive una época de transición que nos llevará al Románico. En estos seis siglos, la escultura goza de menor importancia frente a la arquitectura. En época carolingia encontramos algunas figuras de bulto redondo y relieves. La escultura visigoda apenas está desarrollada, pero destacan los excelentes capiteles de San Pedro de la Nave y los relieves de Quintanilla de las Viñas. De la escultura asturiana apenas quedan pequeños restos de relieves del conjunto del Naranco. El románico traerá consigo una recuperación de la escultura, que en estos momentos cumplirá una labor didáctica y moralizadora al colocarse en la Casa de Dios, para convertirse en un libro en piedra. Una de las representaciones más constantes es la Maiestas Domini o Pantocrátor, figura de Cristo en Gloria, sentado en un trono, como principio y fin de todas las cosas. Junto a El se sitúan los cuatro evangelistas, el Tetramorfos. Las vidas de Cristo y la Virgen suelen ser las elegidas para acompañar las escenas anteriores, mientras que el Apocalipsis de San Juan será una fuente excepcional para los veinticuatro ancianos o la resurrección de los muertos. La mayoría de las figuras se caracterizan por su fuerte carácter simbólico, presentándose rígidas, mayestáticas y hieráticas, con ciertas notas apocalípticas, pero cargadas de ingenuidad e impactante fuerza expresiva al mismo tiempo. La escultura gótica conseguirá armonizar el realismo que muestra al exterior con un profundo idealismo interior. Los convencionalismos abstractos del románico dejan paso a un nuevo sentido de naturalidad y humanización de la religión. Si bien es cierto que la escultura gótica queda subordinada a la arquitectura, empezamos a observar también las primeras figuras exentas. Las portadas de iglesias y catedrales son los conjuntos más impactantes de este momento artístico, con las estatuas adosadas a jambas y maineles casi convertidas en bulto redondo y los relieves decorando los tímpanos, frontones y arquivoltas con un evidente sentido teológico y didáctico. El arte funerario empieza a surgir con fuerza, observándose en un primer momento el sepulcro tipo gisant, con la figura yacente sobre la tumba, dando paso al modelo llamado "enfeu", que consiste en un sarcófago excavado en la pared, con la figura yacente encima, mientras que en siglos posteriores las figuras irán abandonando su estatismo habitual para convertirse en personajes vivos. Las figuras exentas antes mencionadas se presentan con mayor esbeltez, apreciándose en ellas una singular nota vitalista y una significativa tendencia a la flexibilidad. En el siglo XV encontramos el momento de apogeo de la escultura gótica, creando imágenes cargadas de patetismo y con una sobresaliente perfección técnica, como se observa en la escuela alemana o la borgoñona, sin olvidar a los españoles, que presentan una acentuada influencia flamenca en sus trabajos.
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En la producción artística de Juan Martínez Montañés ocupa un destacado lugar una serie de obras escultóricas que fueron concebidas bien con carácter procesional, bien para el culto privado; aunque responden a muy diversas iconografías, en todas ellas se observa una elegancia y armonía exquisitas que revelan el fuerte clasicismo que anima la estética montañesina. De sus gubias salieron imágenes de Cristo, la Virgen y Santos que ponen de manifiesto su extraordinaria calidad técnica y su acendrada religiosidad, aspecto éste de capital importancia para captar en plenitud el mensaje evangélico que ellas encierran. La más temprana de estas esculturas es el colosal San Cristóbal de la parroquia del Salvador, encargado al escultor por el gremio de los guanteros en 1597, y para cuya realización el artista parece haber seguido un grabado de Alberto Durero de 1525; firmemente apoyado sobre los pies, arquea la figura y sostiene sobre el hombro izquierdo a Jesús Niño, lograda creación infantil en la que todavía se advierten huellas de las enseñanzas granadinas de su primera formación, especialmente en la disposición de la cabellera. Los santos penitentes hallaron en el maestro de Alcalá uno de sus mejores intérpretes, como lo ponen de manifiesto las representaciones de San Jerónimo que hiciera para Llerena y Santiponce. Dentro de esta misma línea se encuentra el Santo Domingo penitente del Museo de Bellas Artes (1607), al que nos muestra arrodillado y semidesnudo, muy bien anatomizado y tratado si cabe con mayor naturalismo que los anteriormente citados, especialmente en el torso, ofreciendo un bello contraste con la sólida base que configuran las telas, que cuelgan desde la cintura hasta el suelo. Para la orden jesuita esculpió representaciones de San Ignacio y San Francisco Javier, tallando cabezas y manos que habrían de adaptarse a cuerpos de tela encolada para poder ser vestidos en las grandes solemnidades litúrgicas. Los rostros tienen calidades de retrato, de una enorme fuerza expresiva concentrada en la mirada. Extraordinaria es asimismo la talla de San Bruno del Museo de Bellas Artes, que esculpía en 1634 para la sevillana Cartuja de Santa María de las Cuevas. Dos versiones de Santa Ana se conocen de su mano; fiel a las nuevas corrientes iconográficas, se potencia el papel educador de la Santa para con su hija, a la que enseña a leer o conduce de la mano; en las versiones que Martínez Montañés realizara para el convento del Buen Suceso y para el de Santa Ana, la encontramos como mujer de edad avanzada, con la cabeza velada por una toca, sedente o erguida, formando pareja con la Virgen Niña, talla ésta que en el caso del Buen Suceso no es la original. Se conocen además otras muchas representaciones hagiográficas destinadas por lo general a retablos, pudiendo componer grupos de relieves o figuras de bulto aisladas; recuérdense las distintas versiones de San Pedro y San Pablo, de los Santos Juanes, de San José, etc.