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La escultura del período neoasirio estuvo, obviamente, al servicio exclusivo de los monarcas, mediante la cual intentaban exaltar su gloria y hazañas personales. Esto motivó que sus anónimos artistas representaran en ellas más un ideal abstracto de fuerza y poder que los rasgos individuales de los singulares soberanos. De toda aquella plástica, mucha a tamaño colosal, nos han llegado muy pocos ejemplares (de hecho, los que no pudieron ser desplazados con facilidad), a pesar de la profusión de estatuas que ordenaron esculpir los reyes, según sabemos por las fuentes escritas. Entre los ejemplares de bulto redondo hay que citar, en primer lugar, los que representaban a dioses protectores, por lo general figurados de pie, con las manos juntas o bien portando un recipiente. Su común denominador es su tosquedad, su estructura cilíndrica y sus formas estereotipadas, con vestimentas sencillas, más o menos uniformes. Del Ezida, el templo de Nabu en Kalkhu, poseemos seis imágenes de esos dioses protectores que, dispuestos por parejas, flanqueaban los pasajes que conducían a la capilla del dios. Dos de ellos, de caliza (1,60 m; Museo Británico), van tocados con tiara cónica de un solo par de cuernos y presentan larga barba cuadrangular; otro par son de tamaño colosal (3 m de altura; Museo de Iraq), mientras que otros dos -uno está decapitado-, con una altura de 1,55 m, portan una especie de barreño entre sus manos, adminículo semejante al de las estatuas de dioses del palacio provincial de Tiglat-pileser I en Hadatu, de donde, por otra parte, sólo ha llegado una de esas estatuas, labrada en basalto (1,73 m; Museo de Aleppo). De Dur Sharrukin han sobrevivido algunas estatuas-soporte representando a dioses secundarios, halladas en los templos de Nabu, Sin y Shamash. No contando con la pareja que se perdió en un naufragio, cuando era conducida a Gran Bretaña, poseemos de tal localidad un conjunto de dieciséis estatuas de dicha tipología, aparecidas en las sucesivas excavaciones allí efectuadas. Todas ellas portan el típico vaso manante, de tan larga tradición religiosa mesopotámica, y van tocadas con tiara cilíndrica, sobre la que se dispone una especie de plinto que servía, según opinan algunos autores, de soporte al símbolo del dios de cada templo o, según otros, como base para antorchas, en cuyo caso las estatuas funcionarían como lampadarios. Son también pocas las estatuas que representan a soberanos asirios. Todas, en líneas generales, evidencian rasgos comunes en su anatomía, vestidos, complementos, etc., destacando en ellas la inmutabilidad, la falta de expresividad, el estatismo, la rigidez, muy acorde con los principios políticos y religiosos de lo que debía ser la figura de los vicarios de Assur. Rostros impertérritos, cubiertos de largas barbas cuadradas con mostachos finamente tallados, espesa cabellera caída sobre las espaldas, largos vestidos, a modo de túnicas de franjas enrolladas en el cuerpo, son las notas dominantes en este tipo de esculturas. De entre ellas podemos destacar, en primer lugar, la magnífica estatua de Assur-nasirpal II (1,06 m; Museo Británico), hallada intacta en Kalkhu; labrada en caliza oscura, nos presenta a tal rey en visión frontal, con la cabeza ligeramente levantada y sin tiara alguna. La mano de su brazo derecho, caído a lo largo del cuerpo, porta una hoz circular con pomo en forma de cabeza de ave, mientras que su mano izquierda, a la altura de la cintura, sujeta el cetro real. Una corta inscripción en el pecho nos habla de la genealogía del rey, que se vanagloria de haber sometido a multitud de países. De su hijo Salmanasar III han pervivido cuatro estatuas, que abarcan varias épocas de su vida. La mejor conservada de todas se localizó en el Ekal Masharti de Kalkhu: labrada en caliza (1,03 m; Museo de Iraq), presenta al rey con las manos juntas a la altura del pecho, vestido con la túnica de doble fleco, sin tiara que cubra su cabeza, y adornado con una cinta en el cuello de la que penden los símbolos de Sin, Assur e Ishtar. El ejemplar estuvo policromado, pues aún son visibles restos de pintura en cabellos, barba y collar. Delante lleva grabada también una larga inscripción, gracias a la cual sabemos que la pieza fue dedicada al dios Adad de la ciudad de Kurba'il, todavía no localizada. En el Museo de Estambul se conserva una segunda estatua, en basalto, de tal soberano, que estuvo colocada en su tiempo en la puerta Tabira de Assur. Hallada en multitud de fragmentos, ha sido reconstruida (2 m), aunque no se ha podido recomponer su cabeza. La tercera estatua de Salmanasar III, en caliza blanca (1,40 m; Museo de Iraq), muy mal restaurada, lo representa con las manos juntas y, por primera vez, tocado con la tiara de la realeza. El vestido se halla grabado con una extensa inscripción que recoge las campañas militares de sus primeros 24 años de reinado. La última estatua que se posee de este rey asirio, y la más antigua de todas, lo presenta sentado: el ejemplar (1,35 m; Museo Británico), de macizas formas cúbicas, a las que contribuye también la dureza del basalto, se encontró en Assur, decapitado y con la parte inferior de los brazos totalmente destrozada. Mención aparte merece una pieza de joyería, que representa en bulto redondo a un innominado soberano neoasirio, y sobre la cual gravitan sospechas de falsificación. Elaborada en ámbar (19 cm; Museo de Boston) y con un magnífico pectoral de oro, su aspecto la acerca a la estatua de Assur-nasirpal II, a excepción de las manos, que aquí aparecen juntas delante del pecho. Hasta el momento sólo podemos hablar de una estatua femenina neoasiria de bulto redondo. Se trata de un ejemplar tallado en piedra, localizado en Assur (70 cm; Museo de Iraq) no hace muchos años. Su estructura es cilíndrica y la disposición de la figura, de pie, con las manos recogidas delante del pecho, descalza, sin joyas y vestida con larga túnica lisa, es la usual del arte mesopotámico. Debemos incluir en este apartado, aunque en realidad no son esculturas de bulto redondo ni mucho menos relieves, al no hallarse liberadas del pétreo bloque en que se tallaron, las monumentales figuras que en forma de leones y toros androcéfalos vigilaban, a modo de espíritus guardianes (shedu, lamassu), las puertas de los palacios y de los templos. Al estar subordinadas a la arquitectura y adaptadas a un marco estructural, sus figuras fueron, invariablemente, de aspecto cuadrangular, admitiendo dos puntos de vista, el frontal y el lateral. Ello hizo que se labraran con cinco patas (y no con cuatro), visibles a un tiempo sólo si se las observaba oblicuamente. Podemos citar, como ejemplos, los leones androcéfalos (5 m de longitud, 3,50 m de altura), en alabastro yesoso, que guardaban la entrada el Templo de Ninurta en Kalkhu; los leones del santuario de Ishtar belit mati, cercano al anterior, de rugientes fauces (uno en el Museo Británico, otro in situ) y los toros alados de cabeza humana de la entrada y salida del trono del mismo palacio. Estas últimas figuras -cuerpo de toro, alas de águila, cabeza humana tocada con la mitra de los dioses, y escamas de pez en el bajo vientre- eran los lamassu, seres míticos que funcionaban como vínculo entre la divinidad y el hombre, síntesis del equilibrio entre el cielo, la tierra y el agua. Por otro lado, en Dur Sharrukin, las figuras que protegían el acceso al palacio, así como al Salón del trono, llegan a proporciones verdaderamente monumentales. Aquí, entre los seis lamassu (de 4,20 m de altura cada uno) de la puerta principal del palacio, tratados con mejor modelado que los de épocas pasadas (uno de ellos en el Museo de Chicago), aparece una mítica figura de la antigua civilización sumeria, la del héroe del león (de casi 5 m de altura), con el cuerpo de perfil y el rostro de frente, conocido por las dos versiones del Museo del Louvre (en una lleva túnica corta y en la otra toga), con su larga barba rizada, sus bucles, su machete y su león; algunos autores no dudan en identificar este personaje con Gilgamesh, el antiguo rey de Uruk. En cualquier caso, esta figura gigantesca pasaría a Fenicia y desde aquí se difundiría por los pueblos mediterráneos en calidad de Señor de los animales.
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La plástica paleobabilónica fue heredera del pasado sumero-acadio en muchos de sus aspectos técnicos y estéticos. Sus artistas, semitas amorreos venidos de Occidente, al ser más permeables a todo tipo de influencias, aportaron ciertas innovaciones que acabarían dando personalidad al arte babilónico. Refiriéndonos a estatuas de dioses, hay que señalar que nos han llegado poquísimos ejemplares, a pesar de saber por los textos el gran número que se esculpieron y fundieron en diferentes metales durante toda la etapa paleobabilónica. En piedra solamente poseemos una escultura de Mari, de gran tamaño (1,09 m, Museo de Aleppo), acéfala, conocida como Estatua Cabane por el nombre de su descubridor. Creída representación de una divinidad, lo conservado muestra, en cambio, que se trata de la estatua de un orante. Su inscripción nos dice que fue dedicada al dios Shamash por el hijo del asirio Shamshi-Adad I, Iasmash-Addu (h. 1811-1782), durante su etapa de gobernante en Mari. En terracota, y de muy buena factura, poseemos varios ejemplares. Al tener que hacer forzosamente una selección de piezas, citaremos tan sólo la Cabeza de Telloh (8,4 cm; Museo del Louvre), de excepcional calidad artística, con alta tiara de cornamentas, larga barba y realista expresión facial; el Busto de Copenhague (18 cm), localizado probablemente en Nippur, policromado y de factura popular; y el dios sentado de Nippur (34 cm; Museo de Iraq), de rasgos faciales muy someros, todo él policromado. Las estatuas de diosas son, en cambio, más numerosas y mucho más sueltas en su ejecución plástica, representadas sobre todo bajo dos temas de gran éxito: como diosas del vaso manante y como diosas intercesoras. En Mari se halló una, excepcional, en piedra (1,50 m; Museo de Aleppo), esculpida en bulto redondo, denominada popularmente Diosa del Vaso manante. La originalidad de esta pieza radica en la forma del cabello, compacto y caído sobre los hombros, con su par de cornamentas; en el jubón de manga corta (de moda siria y no paleobabilónica) que modula sus senos; en la canalización que desde el zócalo permitía que el agua llegase por el interior al vaso que porta en las manos; y en otros detalles menores, visibles en el vestido y tocado. Junto a todo esto, presenta, sin embargo, determinados arcaísmos, deliberadamente expresados: la clásica cornamenta para indicar el carácter de divinidad, las órbitas huecas para la incrustación de los ojos, el tratamiento de las cejas, la larga falda que cubre su cuerpo, el collar de perlas de seis vueltas y, también, sus pies desnudos sobre el pedestal. El tema de las diosas intercesoras, conocidas como Lama, representación, por otra parte, abundantísima en el campo de la glíptica, tuvo entonces gran eco, sobre todo en figurillas metálicas. En piedra y en forma de bulto redondo poseemos, lamentablemente, pocos ejemplares, no así en relieves o placas, que luego señalaremos. En cuanto a diosas como tal, conocemos unos pocos ejemplares, siendo una estatuilla divina de Ur (29 cm; Museo de Iraq), en diorita, la más significativa de las mismas. Sentada en trono, flanqueada con dos ocas (o cisnes), presenta sus desnudos pies sobre otros dos ánades. Es de factura tosca, aunque contó con aplicaciones de metal y concha. Algunos especialistas la identifican con la diosa Baba. La estatuaria real paleobabilónica está mal representada, pues carecemos prácticamente de ejemplares, a pesar de saber que los reyes de Isin, Larsa, Eshnunna y Babilonia ordenaron labrar bastantes esculturas con sus efigies. De Bur-Sin (1895-1874), que gobernó en Isin, nos ha llegado la parte inferior de una minúscula estatuilla en ágata (2 cm; Colección Weidner), de escasa calidad técnica, representado descalzo y con vestimenta de tipo militar. De los reyes de Eshnunna poseemos una media docena de estatuas, a mitad del tamaño natural, en su mayoría en posición sedente y con las manos cruzadas delante del pecho, todas ellas decapitadas. Han aparecido en Susa, a donde, como tantas otras obras mesopotámicas, habían sido llevadas en el siglo XII a.C. como botín. La de mejor calidad, tallada en diorita (89 cm; Museo del Louvre), es una que, por su vestimenta y adornos, podría representar a Hammurabi de Babilonia. Al faltar la cabeza, no se puede comparar con la efigie de tal rey, conocida por la estela de su Código, y que, si se acepta la identificación, habría sido labrada en Eshnunna después de haberla conquistado el rey babilonio. En Mari se localizó la cabeza de una escultura en alabastro, finamente tallada, de un joven guerrero (20 cm; Museo de Aleppo); lleva lo que sería un casco quizá de cuero, por debajo del cual aparece otra pieza que le cubre la nuca, orejas, mejillas y barbilla. Al estar el rostro totalmente rasurado (lo que no deja de extrañar, pues el resto de las estatuas masculinas de la época tienen barba) la larga y delgada nariz transmite a la pieza una gran personalidad. Algunos la fechan en época neosumeria, pero hay detalles para asignarla a la de Isin-Larsa. En Babilonia, y puesto que las capas freáticas del Eufrates han enterrado totalmente la ciudad de época paleobabilónica, no ha sido encontrada ninguna estatua de bulto redondo (a excepción de dos del soberano de Mari Puzur-Ishtar, que ya citamos, y que siglos después Nabucodonosor II (604-562) había situado en su Museo de Antigüedades. Debemos señalar que no se posee ninguna escultura a gran tamaño, científicamente comprobada, del famosísimo Hammurabi (1792-1750). Una cabeza de diorita (15 cm; Museo del Louvre), hallada en Susa, parte que fue de una estatua de bulto redondo, ha sido considerada como representación de tal rey en razón a sus rasgos faciales (ya algo envejecidos) y a la nobleza del rostro. Existen determinados especialistas que niegan esta identificación por falta de pruebas. En terracota poseemos un precioso ejemplar de guerrero paleobabilónico (19 cm; Museo de Iraq), hallado en Girsu, cubierto con largo manto y portando un hacha en su mano derecha; lo más significativo es su rostro, que se reduce a la nariz, ojos y orejas empastados con pellas de barro, y a una larga barba finalizada en tirabuzones. Respecto a las figuras femeninas de bulto redondo, debemos decir que no presentan grandes modificaciones en relación al estilo de finales de la III Dinastía de Ur. Unos cuantos ejemplares permiten hacernos una idea de su calidad plástica. Pueden citarse una estatuilla de caliza (8,7 cm; Universidad de Pennsylvania), erecta, de expresivo rostro, con peluca probablemente acoplada; y una serie de obras menores en terracota, procedentes del mercado anticuario, enteras o fragmentadas, de las cuales las más importantes son una cabeza de la colección Norbert Schimmel (18 cm) y una estatuilla de Ur (46 cm; Museo de Iraq), dedicada al dios Ninshubur, de caliza, realzada con policromía; es de tipo sedente y de rasgos toscos, con ojos incrustados. Punto y aparte merece la estatuilla de Enannatuma (24 cm; Universidad de Pennsylvania), la hija de Ishme-Dagan de Isin (1953-1935), que había sido suprema sacerdotisa en Ur. La pequeña pieza votiva, tallada en diorita y restaurada en exceso, presenta una gran vivacidad en el modelado de su rostro, dentro de la sencillez de líneas motivadas por su posición sedente y los brazos cruzados delante del pecho. Algunos especialistas opinan que representaba a la diosa Ningal. De gran calidad fue el modelado de las esculturas en barro poco o nada seriadas. Las puertas del Templo de Nisaba y Haia y de su recinto sagrado en Shaduppum estuvieron vigiladas, religiosamente hablando, por parejas de leones exentos, en terracota, de mediano tamaño (63 cm de altura), sentados sobre sus traseros, con las fauces abiertas y las crines erizadas, motivando así, aún más, el adecuado temor sagrado que el recinto exigía. Estas imágenes -algunas en el Museo de Iraq- fueron el precedente de la serie de animales vigilantes o protectores de las jambas de las puertas que más tarde aparecerían en Siria, Fenicia, Hatti y Assur.
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La escultura acadia, cuantitativamente menor hasta ahora que la sumeria, presenta respecto a esta última notables diferencias tanto plásticas como de contenido ideológico. En primer lugar, dado que la ciudad de Akkadé aún no ha sido descubierta, ni muchas de las principales ciudades acadias han sido exploradas en su totalidad, todo lo que sabemos de la estatuaria de este período proviene de una serie de ejemplares hallados, en su mayoría, en la periferia de Mesopotamia, sobre todo en Susa (Irán), adonde habían sido llevados como botín, en el siglo XII a. C., por el elamita Shutrukhnakhunte, tras saquear Akkadé, Sippar y otras ciudades. Plásticamente, aun existiendo dependencia de la tradición sumeria en los primeros momentos, poco a poco los artistas acadios fueron buscando sus propios principios estéticos, dejando a un lado las formas sumerias, y tendiendo hacia un mayor realismo y precisión en la labra. En cuanto al contenido ideológico, la labor del artista se supeditó en todo momento al servicio imperial, a la propaganda del monarca de turno, esculpiendo o fundiendo estatuas reales, a veces a tamaño natural, para la mayor gloria de su regio soberano. De Sargón (2334-2279) no nos ha llegado, lamentablemente, ninguna estatua de bulto redondo, aunque sabemos por los textos que las hizo esculpir. Podemos hacernos, sin embargo, un idea de su imagen gracias a una estatuilla de piedra caliza (48 cm; Museo del Louvre), que representa a un sacerdote con faldellín y sobrevesta, aún de vellones al estilo sumerio, portando un animal para el sacrificio. Fechable en su reinado es una serie de cabezas masculinas (halladas en Girsu, Bismaya y Kish), cuyo tratamiento formal recuerda en algunos aspectos la estatuaria sumeria anterior. De entre ellas, dos pudieron muy bien representar al propio Sargón: nos referimos a la pequeña y alabastrina Cabeza del Louvre (7 cm de altura), barbada, pero con mentón y labio superior rasurados, y a la Cabeza imberbe del Fogg Art Museum de Harward (7,3 cm) en esteatita negra. Mucho más acadizadas fueron las cabezas y estatuillas femeninas, halladas no sólo en Susa, sino en otros lugares de Mesopotamia. Dos de ellas, provenientes de Ur, una en alabastro (9,5 cm; Universidad de Pennsylvania) y la otra en diorita (8,3 cm; Museo Británico), parecen ser retratos de la famosa hija de Sargón, llamada Enkheduanna, suprema sacerdotisa del templo de Sin en Ur, además de poetisa notable. Al arte popular debemos un buen conjunto de figurillas también femeninas, con rostros tratados de forma grosera y en algunos casos con peinados con extrañas protuberancias (busto femenino de Kish). Mayor calidad que éstas encierra una sacerdotisa sentada (11,3 cm; Museo de Berlín), en alabastro, con las manos cruzadas ante el pecho, vestida con un ropaje de volantes y portando una tablilla sobre sus rodillas. Muy parecidas a ella son otras pequeñas estatuas procedentes de Girsu y de Nippur, en cuya descripción no podemos entrar. Algunas, de la misma tipología, tienen en vez de tablillas, vasos y jarros junto a sus asientos, caso, por citar un ejemplo, de la figurita acéfala, de caliza, de la Yale Collection. Aunque sabemos por algunas inscripciones que Rimush (2278-2270), hijo y sucesor de Sargón, contó con estatuas de bulto redondo, situadas en Nippur, ninguna de ellas ha llegado a nuestros días. De su hermano Manishtushu (2269-2255), que reinó tras él, poseemos, sin embargo, varias estatuas, aunque muy mutiladas, tres localizadas en Susa y otra en Assur, en las que su formulación plástica, precisa y suelta en la anatomía y en los detalles, se aleja ya totalmente de la estética sumeria. Una de ellas, en diorita, conocida -a falta de mejor nombre- como Faldón de diorita de un rey (94 cm; Museo del Louvre), por restar sólo la parte inferior de la escultura, sorprende por el tratamiento dado al tejido. La otra (1,34 m; Museo del Louvre), en caliza (atribuida por algunos a Sargón) y de la que falta toda la parte superior del cuerpo, sólo deja ver los pies, tallados sobre un nicho practicado en la propia vestimenta, y que se apoyan sobre un zócalo en el que hay grabados en relieve cuatro cuerpos, probablemente príncipes derrotados por Manishtushu. La escultura de Assur, en diorita, denominada Estatua anepígrafa (1,37 m; Museo de Berlín), de la que también faltan la cabeza y los pies, presenta un faldón tratado de modo muy simple, si bien en el desnudo torso se han marcado ligeramente los pectorales, en un deseo de dibujar la anatomía, buscando un mayor efectismo. Con una serie de fragmentos de diorita, llegados al Louvre, se ha podido recomponer parte de lo que fue una estatua de Manishtushu, sentado sobre regio taburete. Lo poco conservado (51 cm; Museo del Louvre) impide adentramos en cualquier otra consideración. A pesar de la importancia histórica del rey Naram-Sin (2254-2218), muy pocas estatuas suyas nos han llegado. Por la inscripción de una de ellas (47 cm; Museo del Louvre), de diorita, de la que sólo restan los pies, sabemos que perteneció a tal rey. Un pequeño busto acéfalo, de diorita (19 cm; Museo del Louvre), en mal estado de conservación, pudo haber pertenecido a Naram-Sin, aunque en la dedicatoria de la pieza se habla de un tal Sharrishtakal, escriba, a quien también pudo pertenecer. De Sharkalisharri (2217-2193), su sucesor, no conocemos tampoco ninguna estatua, si bien el estilo de su época puede deducirse por las estatuas de uno de sus vasallos, el elamita Puzur-Inshushinak, de quien se han hallado cuatro fragmentos de estatuas, localizados en Susa. Otros fragmentos estatuarios de Mari, representando a portadores de ofrendas, y dos pequeños torsos desnudos, realizados en piedra bituminosa, muestran el grado de perfección a que el arte acadio llegó a finales del III milenio. Finalmente, y para no alargarnos más, debemos incluir en este apartado una enigmática pieza del Museo del Louvre, de pequeñas dimensiones (13,2 por 5 cm), y en piedra bituminosa, que representa a un león atrapando entre sus fauces la cabeza de un hombre, que se halla acurrucado entre las patas anteriores del animal. Su significado se nos escapa y, desde luego, no puede tratarse de una fiera devorando a un hombre, sino de la representación de alguna escena mitológica que desconocemos. No se ha hallado, que sepamos, ninguna estatua de dioses o diosas de bulto redondo de época acadia, si bien la escultura pétrea de Inanna-Narundi de Susa (1,09 m; Museo del Louvre), hecha esculpir por el elamita Puzur-Inshushinak, testimonia la existencia de estatuaria divina de gran tamaño en época acadia.
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En el grabado que aparece en el frontispicio del "Fürstlichen Baumeister" (El arquitecto del príncipe) publicado a principio del siglo XVIII por Paulus Decker, se representa la exaltación de las artes protegidas por la Divinidad. Pero en la explicación que el propio autor da a la escena subordina pintura y escultura a la arquitectura. Mientras ésta es la poseedora de la sabiduría y la razón, la pintura se convierte en su "fiel compañera, que adorna y decora las obras y edificios" y la escultura es "el mejor adorno de los edificios bellos". Esta idea, efectivamente, refleja una realidad, pues en el arte alemán del siglo XVIII estatuas y pinturas están concebidas fundamentalmente como dependientes de la arquitectura. Sin embargo, no quiere esto decir que no ocupen un papel protagonista en iglesias y palacios, ya que si se suprimieran, el edificio, en muchos casos, perdería sus características más originales.Como ocurre en el barroco español, el retablo es pieza imprescindible en las iglesias de los monasterios alemanes. Centro de atracción de todas las miradas se alza el altar, formado generalmente por altas columnas, policromado y con elementos dorados -no suele darse el dorado total como en los españoles- que acoge la imagen, a menudo objeto de la devoción de toda la comarca. No faltan además rompimientos de gloria, rayos luminosos, esculturas de otros santos que acompañan al titular y un sinfín de ángeles. Creo que bien pudiera considerarse esta época la edad de oro de las representaciones angélicas. A veces su teatralidad llega al máximo, convirtiéndose en un verdadero escenario, como luego veremos en Rohr; otras, en Vierzenheiligen, el altar se sitúa en el centro de la iglesia obligando a Neumann a reestructurar la organización espacial del edificio.Pero no sólo es el retablo el lugar al que tiene que dedicar su atención el escultor. El púlpito es, después de Trento, elemento importante para la propaganda y comunicación con los fieles, por lo que el artista ha de cuidar su apariencia enriqueciéndolo con fantásticos elementos decorativos y también con programas iconográficos que apoyen visualmente la elocuencia del predicador. Una de las más impresionantes muestras es la representación de la resurrección de la carne, según la visión de Ezequiel, en el púlpito de la iglesia del monasterio de Zwiefalten. El artista refleja a la perfección las palabras del profeta: "Me puso en medio de un campo que estaba lleno de huesos... pondré sobre vosotros nervios y os cubriré de carne, y extenderé sobre vosotros piel...". La visión de vestir los esqueletos, se encomienda a bellísimas y estilizadas figuras, representación de las virtudes teologales. El drama que aquí se escenifica con tan crudo realismo sirve también para demostrar el enlace del arte alemán de estas fechas, con el espíritu de sus antepasados del gótico tardío.He hablado del retablo mayor y del púlpito, pero es que las iglesias se llenan además de otros retablos que colocados en los Wandpfeiler enriquecen el camino hacia la cabecera y de todo tipo de motivos y cortinajes de los que penden legiones de angelitos. Es especialmente aquí donde el estuco se convierte en el dueño y señor, incluso por encima de la misma arquitectura.Al estudiar la arquitectura ya comenté su importancia y cómo la aldea de Wessobrunn se había convertido en el principal centro de estuquistas de toda Alemania. Una de las familias más importantes fue la de los Feichtmayr, Feuchtmayr o Feichtmeier, que de estas y otras maneras se lee escrito en los documentos, entre cuyos miembros destacaron Joseph Anton (1696-1770) y Johann Michael (1709-1772). El primero dejó como escultor obras importantes en los monasterios de Bimau y de San Galo.La utilización de un material tan ligero en figuras rellenas de paja y estopa y sujetas con tirantes metálicos permitía jugar con las leyes de la gravedad, cortinajes movidos por el viento y ángeles volanderos conducían a un dinámico desequilibrio muy en el carácter del gusto rococó.De entre los escultores alemanes del siglo XVIII descuella Egid Quirin Asam (1692-1750) a quien ya hemos visto junto con su hermano en labores de arquitecto. Su formación romana y muy especialmente su contacto con el arte de Bernini no deja lugar a dudas en sus dos obras capitales, la Asunción del monasterio de Rohr y el San Jorge del de Weltenburg.La primera es sin dudarlo la más espectacular. A modo de retablo se coloca en la cabecera, alejado del altar, que se pone incluso más bajo para que no estorbe la visión. La escena se desarrolla dentro de una especie de templete con elegantes columnas que aunque parecen de mármol son en realidad de estuco. En la parte baja los Apóstoles se acercan con distinto ánimo y ostentosas actitudes al riquísimo sepulcro abierto, imitación de mármoles y pórfido; en el centro, la Virgen, milagrosamente suspendida en el espacio llevada por los ángeles sube al cielo, en donde la Trinidad se prepara para coronarla, mientras que otros ángeles voladores sujetan una gran corona que abarca todo el escenario. Porque de escenario teatral se trata en donde se desarrolla un drama, igual que Bernini había hecho en el éxtasis de Santa Teresa de la iglesia romana de Santa María de la Victoria. También en Rohr la luz tiene su papel, pues entra a raudales a través de ventanas laterales ocultas a los ojos de los espectadores y, en lo alto, un óculo deja pasar los rayos luminosos reales que se mezclan con los artificiales de latón. En este último caso es obvia la referencia a la cátedra de San Pedro del Vaticano.La otra obra maestra es el San Jorge para la iglesia que su hermano Cosmas Damián había ejecutado en WeItenburg. En este caso las columnas, dispuestas de forma más tradicional para un retablo, son salomónicas, alusión aún más directa a la fuente berninesca. El santo a caballo ataca con su lanza al dragón mientras que al otro lado se retira espantada la princesa; nuevamente teatro, pero con personajes de ópera del siglo XVIII. A los lados de la escena principal, aunque fuera de ella, dos santos, uno mirando a la iglesia, el otro a San Jorge sirven de enlace con los fieles. En este caso el foco oculto produce un efecto de contraluz en las esculturas si bien ilumina en forma directa el cuadro del fondo de su hermano Cosmas, que representa la Inmaculada con el abad y el elector Carlos Alberto a sus pies.Cuando se ven los altares de Asam surge obligadamente el recuerdo de una obra iniciada por estos años, en 1721, en Toledo; me estoy refiriendo al Transparente de la catedral, de Narciso Tomé. Aquí también se utilizan diversos materiales, se crean grandes escenografías, se unen arquitectura, escultura y pintura y se aprovechan los focos de luz. Sin embargo, no creo que pueda hablarse de cualquier tipo de conexión entre los dos maestros sino más bien de una fuente común interpretada de manera original por cada uno de ellos para países que mantenían una fuerte tradición católica.Uno de los grandes maestros a cuya sombra crecieron importantes escultores del rococó bávaro fue Johann Baptist Straub (1704-1784). Tras una primera formación con su padre en Munich, amplió su educación en Viena. Dos años después de su regreso en 1736 fue nombrado escultor de la corte de Munich. Ayudado por un prestigioso taller trabajó no sólo en los palacios muniqueses sino en numerosas iglesias de Baviera. Entre sus piezas religiosas vale la pena mencionar el retablo de la iglesia de Schäftlarn, repleto de figuras y coronado por un rompimiento de gloria.En este se desarrolla una curiosa iconografía, deja la paloma del Espíritu Santo en el centro, mientras que Dios Padre, sentado sobre el globo terráqueo, se dispone en el límite y la figura de Cristo, con un ángel portando la cruz, aún más lejos como si regresara de la tierra al encuentro de las otras personas de la Trinidad. Tan infrecuente interpretación iconográfica permite además al artista imprimir a la composición una acusada sensación de movimiento; los personajes se pasean a sus anchas por el remate del retablo.El mejor discípulo de Straub fue sin lugar a dudas Ignaz Günther (1725-1775). Formado con dicho maestro luego pasó a estudiar en Mannheim con Paul Egell. Dejó obra en un buen número de monasterios refinando y estilizando, con ciertos recuerdos del manierismo, el lenguaje de Straub. En su famosa Anunciación para la iglesia de los agustinos de Weyarn, parece como si las figuras iniciaran un paso de danza. Escultor fundamentalmente en madera, la policromía, como ocurre con el arte español, ocupa un puesto capital en la terminación de la obra.Como puede imaginarse, la construcción de tantos monasterios durante el siglo XVIII supuso una posibilidad de trabajo para muchos escultores encargados de decorarlos. Su actuación no se limitaba a alguna imagen, al retablo o al púlpito, sino también a los confesionarios, bancos, puertas y demás piezas necesarias. Aparte de los ya citados podríamos añadir a Christian Wenzinger (1710-97) de Friburgo, que decora la iglesia de Einsiedeln, a Johann Georg Dürr que en el altar de la catedral de Salem, recoge la herencia de Josep Anton Feichtmayr o a Johann Joseph Christian (1706-1777). Este último es autor de una de las más bellas sillerías de Coro alemanas del siglo XVIII, la del monasterio de Ottobeuren, cuyos paneles dorados representan la vida de San Benito y escenas del Antiguo Testamento en un bajísimo relieve de cuidado virtuosismo.Otro interesante apartado de la escultura alemana es el dedicado a la decoración y embellecimiento de los parques de las residencias principescas, dominados por la influencia francesa. No es rara la presencia de artistas de esta nacionalidad como François Gaspar Adam, protegido de Federico II de Prusia, o su hermano Lambert-Sigisbert del que hay buenos ejemplos en el palacio de Sanssouci de Potsdam. Entre los escultores alemanes Ferdinad Tietz (1708-1777) será un especialista en el género, del que pueden contemplarse obras en Veitshöchheim, residencia de los príncipes obispos de Wurzburgo, o en Seehof, cerca de Bamberg.Mayor calidad indudablemente tiene la producción de Balthasar Permoser (1651-1732). Nace en Salzburgo y se forma en Viena y en Italia, en donde estudia la obra de Pietro da Cortona y de Bernini. La Apoteosis del príncipe Eugenio de 1721 (Museo del Belvedere de Viena) es una de sus estatuas más famosas. A partir de 1690 trabajó en Dresde para la decoración del Zwinger, en íntima colaboración con su arquitecto Pöppelmann. Cito sólo de pasada a Andreas Schlüter y a Georg Raphael Donner, ambos de reconocida categoría; pero mientras el primero se corresponde más bien con el siglo XVII, el segundo pertenece al arte austriaco que he dejado voluntariamente fuera de este estudio.
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El cuerpo humano polarizó la atención de los escultores griegos y fue permanente objeto de estudio. Los escultores arcaicos en un principio se inspiraron en modelos orientales, más concretamente, egipcios, pero en seguida siguieron derroteros propios y, lo que es más importante, siempre se atuvieron a criterios propios, lo que les garantizaba la originalidad. El kouros es el tipo escultórico que crearon los griegos para representar el ideal de belleza masculina. El ideal femenino de las korai se identifica con el vestido y con el atuendo digno. Esta diferencia tipológica entre kouros y kore es esencial, como también lo es la ausencia de inactividad en ésta. Las manifestaciones relivarias que nos han llegado son preferentemente de piedra o de mármol y algunas de ellas conservan aún con viveza la policromía. Entre las caras divergentes del tejado a dos aguas del templo y la línea horizontal de la cornisa quedaba un espacio triangular vacío, cuya disconformidad con los demás miembros del conjunto arquitectónico es fácil suponer. Para tapar aquel hueco se empezaron a utilizar placas de cerámica decoradas, pero pronto se pensó en posibilidades más evolucionadas, como la colocación de figuras apoyadas en el saliente de la cornisa y destacadas del fondo plano.
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El arte oficial mexica se inclinó claramente por la escultura en piedra realizada en bulto redondo como medio de comunicación, de manera que los artistas de Tenochtitlan retomaron y llevaron a sus últimas consecuencias una antigua tradición iniciada por la civilización olmeca. En este sentido, la escultura pública mexica constituye una síntesis, aportando soluciones nuevas, pero también manteniendo técnicas, formas y temas ya experimentados con éxito en varios niveles claramente diferenciados. El grupo más importante es el de las esculturas colosales confeccionadas para decorar los templos. Por lo general, manifiestan un carácter religioso, y por medio de ellas se narran cualidades o acciones de carácter mítico, y escenas de dioses o de reyes contenidas en grandes bloques de piedra; por ejemplo, la impresionante estatua de Coatlicue, la madre de los dioses, la tierra y el hombre; la Piedra del Sol; la Coyolxauhqui, hermana de Huitzilopochtli y patrona de la luna, etcétera. Otras, colocadas en edificios de función política y administrativa, documentan acontecimientos de tipo histórico; es el caso de la denominada Piedra de Tízoc, que está tallada en estilo códice de naturaleza mixteca o del Monumento de la Guerra Sagrada. Ambos grupos se consideran representativos del arte imperial mexica. Junto a ellas, resultan numerosísimas las tallas de tamaño más reducido que se corresponden con imágenes de dioses que personifican espíritus, objetos y conceptos sagrados de gran aceptación en la sociedad mexica. Por ejemplo, las imágenes de Xipe Totec, Huehueteotl, Xiuhtecuhtli, Teteoinan y otras divinidades, se acompañan de figuras de animales como saltamontes, serpientes, coyotes, conchas y plantas de carácter sagrado llenas de realismo y donde los artistas aztecas alcanzan una gran perfección técnica. A este grupo de esculturas, realizadas por lo general en bulto redondo con gran maestría, pertenecen multitud de tallas que representan al individuo humano en diferentes facetas vitales. La característica fundamental de este conjunto es el realismo, que contrasta con la abstracción necesitada para comunicar los complejos mensajes simbólicos emitidos por el arte imperial. Algunos de estos trabajos en piedra ponen claramente de relieve la adscripción tolteca de la cultura mexica, y revitalizan atlantes, portaestandartes, caballeros de órdenes militares y, sobre todo, Chac mool.. Gran parte de estas esculturas fueron decoradas con pintura de naturaleza simbólica: el azul con líneas amarillas hizo referencia a Huitzilopochtli; el negro con líneas horizontales a Tezcatlipoca; líneas verticales sobre los ojos a Xipe Totec y a Ehecatl; el azul y verde claro a Tlaloc. La variedad temática, la fuerza plástica, la economía de formas y la abstracción en el conjunto escultórico que contrasta con el gran realismo obtenido en los detalles, hacen del arte escultórico mexica uno de los más evolucionados de la Mesoamérica prehispánica.Completan el panorama del arte escultórico monumental mexica las grandes esculturas en arcilla, muchas de ellas confeccionadas siguiendo patrones veracruzanos. Imágenes de caballeros águila, quizás haciendo referencia al dios del sol, efigies de Xipe Totec y otros elementos que recibieron gran culto en regiones de la Costa del Golfo, se integraron en el arte mexica, poniendo de manifiesto el eclecticismo alcanzado por una sociedad que recurrió a los artistas procedentes de muy alejados y diversos territorios del Imperio.
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La fecundidad de esta idea básica se reveló muy pronto en la propia Pérgamo. Atalo I y sus sucesores, además de los miembros de la corte, llenaron literalmente de exvotos el santuario de Atenea de su capital y, además, encargaron otros conjuntos semejantes para varios lugares de Grecia: los recibió Delos, los recibió, sobre todo, Atenas, en cuya acrópolis se colocó un grupo numerosísimo de esculturas. Para ello, es muy probable que se fuesen sucediendo distintos equipos de artistas, y hoy el fruto que permanece de tan abundante trabajo son las bases de las estatuas, halladas en Pérgamo, con sus dedicatorias, y unas cuarenta copias distintas de galos, amazonas, sirios y gigantes heridos o muertos, que pueblan con sus doloridos cuerpos nuestros museos y esperan a quien tenga la audacia de analizarlos y ordenarlos. Lo que sí parece claro es que, de todo este repertorio, deben atribuirse a la época de Atalo I al menos las dos obras de mayor tamaño, que son también las más directas y cargadas de vida; nos referimos, claro está, a los originales de esas magníficas copias que conocemos como el Galo Ludovisi y el Galo Capitolino (también llamado Galo moribundo). Ambas son construcciones magníficas, cuyo análisis anatómico se funde con un perfecto cruce de diagonales, y ambas se estructuran en forma netamente piramidal, como si ello constituyese un principio estético básico para sus autores. Pronto se ve, sin embargo, que, a la hora de la realización concreta, el autor del Galo Ludovisi se muestra mucho más abstracto, más teórico. Logra una obra muy rica en puntos de vista, y sorprendentemente variada para quien gira en torno a ella, pero busca el efecto dramático de forma teatral, mediante grandes gestos, limitando en cambio su ambientación etnográfica a detalles superficiales, como de guardarropía (vestimenta, bigote, etc.). Por el contrario, el Galo Capitolino se dobla lleno de dolor, recogido, estoicamente silencioso, y, tras sus bellas líneas clásicas, revela el pormenorizado estudio de un cráneo braquicéfalo, de una musculatura correosa, hecha con el trabajo y no con la gimnasia, de unos gestos torpes de guerrero brutal. Ciertamente el torques, el escudo y la trompeta larga y curva aluden a su raza, pero aquí no serían siquiera necesarios para la identificación. Es lástima que no sepamos quien fue el autor de tan bella obra: acaso se deba pensar en Epígono, al que las fuentes atribuyen un Trompetero; también le atribuyen una madre muerta con un niño que la acaricia, y que podría ser el prototipo de una Amazona muerta del Museo de Nápoles: al fin y al cabo, sabemos de esta escultura que, antes de ser restaurada, tenía un niño al lado... Aunque ignoremos cómo se repartieron las obras los distintos miembros de la Primera Escuela Pergaménica, y por tanto sea mera hipótesis la atribución del Galo Ludovisi a Antígono de Caristo, lo que sí podemos afirmar es que, entre todos, crearon un estilo peculiar, con sus estructuras piramidales, con su mezcla de realismo y retórica, con su culto a la geometría temperado por un dramatismo que puede ser teatral o, por el contrario, profundo y contenido. Con estas bases, es relativamente fácil agrupar en torno a estos autores, y a quienes con ellos pudieron colaborar (por ejemplo, un Praxíteles que trabajó en Pérgamo hacia el 200 a. C.), cierto número de obras que denotan una sensibilidad y estilo semejantes. Es el caso, por ejemplo, del conocido grupo de Menelao portando el cuerpo de Patroclo, también llamado de Pasquino por el nombre popular que recibe una de sus copias en Roma. Siguiendo fielmente al canto XVII de la Nada cuando relata que "hallábanse cubiertos por la niebla todos los guerreros que pugnaban alrededor del cadáver de Patroclo", el escultor -algunos dicen de nuevo que Antígono de Caristo- nos muestra a Menelao con la mirada perdida, como si al esfuerzo físico del cuerpo y a la tensión de la batalla se añadiese la sensación de ceguera. También es probable que se realizase en el seno de esta escuela, entre otros grupos escultóricos, el que representa a Marsias a punto de ser desollado por un esclavo escita, ignoramos si en presencia de alguna figura de Apolo. En efecto, en este conjunto de Marsias y el Escita nos encontramos de nuevo con el análisis de una raza no griega, la del esclavo, un asiático procedente del sur de Rusia. Pero lo más interesante es sin duda la figura del propio Marsias, capaz de encerrar su callado y bárbaro dolor tras un estudio anatómico llamado a tener una proyección gigantesca e inesperada en el arte europeo: es, en efecto, la primera vez que se analiza la musculatura de un cuerpo colgado de las manos. Mas no todas las obras de carácter pergaménico son grupos. Entre las figuras aisladas que denotan cierta conexión con la escuela cabe citar, por ejemplo, la conocida Vieja borracha de Mirón de Tebas. Este autor, que trabajó posiblemente en Pérgamo en torno al 200 a. C., se revela, como sus compañeros, un estudioso prolijo de anatomías no clásicas -en este caso, la propia de la ancianidad-, pero les concede algo de retórico, con unas arrugas algo rígidas y convencionales, todo ello dentro de una estructura geométrica perfecta, absolutamente cónica.
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La escultura barroca está caracterizada por la búsqueda del movimiento, el contraste entre las diversas superficies a la hora de buscar efectos lumínicos y la integración en la arquitectura para obtener intensidad dramática. Abundará la escultura religiosa al servicio de la devoción, pero también encontramos estatuas mitológicas, retratos y escultura funeraria. Bernini es el gran genio de este estilo y su Extasis de Santa Teresa su obra maestra, mostrándonos de manera exquisita la visión de la santa. La Beata Ludovica Albertoni y la Fuente de los Cuatro Ríos son otras de sus magníficas obras. En la corte francesa encontramos una escultura adaptada a los dictados de la Academia, siguiendo las reglas clásicas e interpretándose de manera clara. Coysevaux y Girardon son los maestros más destacados. La escultura española en el Barroco está centrada en lo religioso, buscando el dramatismo y el realismo en las estatuas. La madera es el material más utilizado, empleando policromía e incluso postizos como cabello natural u ojos de cristal. En el foco castellano destaca la figura de Gregorio Fernández, autor que evoluciona desde el idealismo y la elegancia del manierismo hasta formas naturalistas y dolientes. En la escuela sevillana encontramos a Juan Martínez Montañés, artista que valora la anatomía y logra captar la belleza natural, cargada de serenidad, tensión y fuerza interior. Alonso Cano es el gran escultor de la escuela granadina y sus figuras se caracterizan por la gracia y el exquisito cuidado de la talla. Pedro de Mena también es granadino y realiza esculturas que rozan el misticismo, siendo uno de los maestros más hábiles en el trabajo de la madera. La escultura barroca española se culmina con Francisco Salzillo, quien pone en práctica una escultura cargada de dinamismo y sentimiento, destacando sus sencillas figuras para belén.
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El Renacimiento en su sentido más restringido es un resurgir espiritual, artístico y literario, que opone el individualismo del hombre al colectivismo de la sociedad, que presenta sus primeras y más fructíferas manifestaciones en la Toscana italiana, la antigua Etruria, desde mediados del siglo XIV y durante todo el XV, desarrollándose en Europa en el siglo XVI, al tiempo del Cinquecento italiano. Propugna en concreto el renacer de las bellas formas del mundo clásico en las artes figurativas y las letras y en su desarrollo influyen factores tan ajenos a las Bellas Artes como son las nuevas formas de una economía precapitalista favorecida por el comercio cada vez más pujante con las nuevas vías de expansión ultramarina, la inestabilidad social por el enfrentamiento de la ciudad y el campo, las inquietudes religiosas por el despertar de un concepto laico de la vida que cuestiona las autoridades admitidas y el propio panorama político europeo bajo el arbitraje de los Austrias españoles desde los primeros años del siglo XVI. El Humanismo encarna al hombre ideal del Renacimiento, no tanto como practicante de las Bellas Letras como por su actitud moral en el sentido más profundo de un ideal de comportamiento a la medida del hombre. España a comienzos del siglo XVI es la nación europea mejor preparada para recibir estos nuevos conceptos de vida y de arte por sus condiciones espirituales, políticas y económicas, aunque desde el punto de vista de las formas plásticas, su adaptación a las implantadas por Italia fue más lenta por necesidad de aprender las nuevas técnicas y cambiar el gusto de la sociedad, consiguiendo lo primero a través de artistas españoles o extranjeros que las conocen, implantándose los nuevos ideales desde arriba. La escultura refleja quizás mejor que otros campos artísticos este afán de vuelta al mundo clásico grecorromano que exalta en sus desnudos la individualidad del hombre creando un nuevo estilo cuya vitalidad sobrepasa la mera copia. Pronto se empieza a valorar la anatomía, el movimiento de las figuras, las composiciones con sentido de la perspectiva y del equilibrio, el juego naturalista de los pliegues, las actitudes clásicas de las figuras; pero la fuerte tradición gótica mantiene la expresividad como vehículo del profundo sentido espiritualista que informa nuestras mejores esculturas renacentistas. Esta fuerte y sana tradición favorece la continuidad de la escultura religiosa en madera policromada que acepta lo que de belleza formal le ofrece el arte renacentista italiano con un sentido del equilibrio que evita su predominio sobre el contenido inmaterial que anima las formas. Hay que admitir, no obstante, que el cambio total de una época artística con sus modos de hacer, iconografía, materiales empleados y módulos de belleza, elementos fraguados en largos siglos del laborar artístico no es fácil, pues exige un aprendizaje tanto de los artistas como de los clientes. Si Italia lo consiguió antes y mejor fue porque en toda su producción cultural del medioevo yacía muy vivo el trasfondo clásico de sus ancestros, mucho más perdido en el resto de la Europa germanizada, y su especial configuración política favoreció la formación de varios núcleos progresivos que podían concentrar las nuevas y poderosas vivencias, su nuevo modo de practicar y entender las bellas artes. Por ello la escultura renacentista del siglo XVI se desarrolla en España en distintas épocas y a niveles diferentes según las regiones o los artistas que ejercen el oficio. En los primeros años de la centuria llegan a nuestras tierras obras italianas y se produce la marcha de algunos de nuestros escultores a Italia, donde aprenden de primera mano las nuevas normas en los centros más progresistas del arte italiano, fuese Florencia o Roma, e incluso en Nápoles. A su vuelta los mejores de ellos como Berruguete, Diego de Siloe y Ordóñez revolucionarán la escultura española a través de la castellana avanzando incluso la nueva derivación manierista, intelectualoide y abstracta del Cinquecento italiano, casi al tiempo que se produce en Italia. Por las mismas fechas se asientan en España artistas extranjeros, unos italianos, los menos, como Jacopo Florentino el Indaco, Doménico Fancelli -en breve estancia- o el Torriggiano. Otros, procedentes de tierras bajo el dominio o la influencia española, fueran flamencos o franceses como Felipe Bigarny, a los que se les acoge como representantes de la nueva moda, menos correcta en los segundos. En este ambiente dinámico y creador, a veces imperfecto en lo formal, destacan otras personalidades como Valmaseda o Vasco de la Zarza, que como Forment en Aragón aprenden lo italiano por vías no bien determinadas. Todos ellos captan las novedades y las trasplantan a las formas, creándose escuelas entre las que destaca como más progresiva, entre las castellanas, la de Burgos. Estas, las castellanas, absorben prácticamente la actividad escultórica española por el carácter itinerante de los artistas, condicionado a su vez por los encargos dispersos en su geografía de la realeza, la nobleza o el clero. Siguen unos años de asimilación más serena y productiva en los que a las creaciones tardías de un Bigarny, que supera con éxito por su profesionalidad el confrontamiento con Berruguete en Toledo, y las ya esporádicas de Siloe, asentado en Granada y más dedicado a la arquitectura, se añaden las realizaciones de Juni, dinámicas, originales y de poderosa vitalidad que capta la savia tradicional en sus grandes composiciones, la obra de los Corral de Villalpando, derroche de inventiva en Medina de Rioseco y la mucho más italianizada y correctísima de Becerra, que con su retablo de Astorga y el problemático de Briviesca introducen el manierismo romano miguelangelesco. Valladolid sustituye a Burgos como centro principal de la plástica castellana y el foco toledano surgido al calor de la obra del coro de su catedral atrae a una pléyade de profesionales de primera fila como el propio hijo de Felipe Bigarny, Gregorio Pardo o Bigarny, el enigmático Jamete o el abulense Vázquez el Viejo, que luego marcha a Sevilla donde propiciará, con otros escultores atraídos por el esplendor de nuestro Puerto de Indias, el desarrollo de la escultura sevillana del último tercio del siglo XVI. Otros centros castellanos, como el palentino o el abulense, o los de Sigüenza o Cuenca, desarrollan una interesante labor escultórica.
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Las obras escultóricas anteriores al año 1503 en que comienza el reinado de Hatshepsut son muy contadas, pero bastaría el sarcófago antropoide de la reina Ahmes-Merit-Amón, esposa de Amenofis I (hacia 1550 a. C.) para demostrar la altura a que rayaban los talleres de los escultores tebanos de principios de la Dinastía XVIII. Acostumbraban las reinas de entonces, como sus predecesoras de la Dinastía XVII, a irse al otro mundo en sarcófagos gigantescos (de 3,135 m. de largo en el presente caso), de madera de cedro libanés, recubiertos de una malla pintada, dorada y azul, de plumas estilizadas, realizadas en pan de oro y lapislázuli, que daban a estos sarcófagos, del tipo llamado rishi -pluma, en árabe-, una envoltura similar al plumaje del Ba, el ave del alma, que tenía el poder de volar de un lado para otro por los ámbitos del mundo de la muerte. En medio del artificio de la peluca, del collar y del vestido, el hermoso semblante de la difunta, admirablemente conservado con todo su color, irradia lozanía, delicadeza y serenidad. Las manos, cruzadas en aspa sobre el pecho, sostienen sendos cetros de papiro, símbolos de Juventud y de Vida. El sarcófago llevaba otro dentro, y éste a su vez la momia de la reina. Estamos asistiendo a los comienzos de un arte nuevo, que pondrá más acento en la estética que en el contenido, un verdadero arte por el arte, de sabor muy moderno. Una de sus consecuencias será la continua búsqueda de nuevas formas de expresión, con la consiguiente variedad de tendencias: naturalismo, realismo, expresionismo, conceptos histórico-artísticos que se vienen aplicando anacrónica y retrospectivamente a las corrientes de entonces. Hatshepsut y Tutmés III disponen de una legión de escultores y pintores. Cuando la primera, terminados su espectacular mausoleo y su reinado, cede el mando al segundo, éste pone en marcha una activa política expansiva, destinada a contrarrestar el avance de los mitannios hacia el oeste de Asia y que convierte a Egipto en la primera potencia del mundo de entonces. En el apogeo de su reinado el Imperio egipcio se extiende desde el Gebel Barkal, cerca de la cuarta catarata del Nilo, en el Sudán, hasta el recodo del Eúfrates. El ir y venir de gentes, incluidos los asirios y los hititas, convierte a Menfis en crisol de naciones y a la corte del faraón en foco del mundo. No pasa año en que los egipcios no entren en contacto con pueblos que hasta entonces sólo de oídas conocían. La curiosidad de los egipcios por lo que pudiéramos llamar etnografía, manifiesta en los mil detalles captados por los relieves de la expedición al Punt de Hatshepsut, no tardará en encontrar nuevos alicientes en el amplio horizonte que sus ojos contemplan. Para los egipcios, la historia no era un "continuum", sino una novela, con un rey como protagonista. Este concepto irradió sobre otros pueblos del levante asiático, de modo que si el destino lo hubiera querido, hubiéramos tenido un "Libro de los Reyes" egipcio como lo tenemos judío, y no faltan retazos de ese libro: los relatos de las campañas de Seti I y de Ramsés II, que aparecen en Karnak; los "Anales" de Tutmés III, de allí mismo, basados probablemente en los diarios de sus campañas. El redactor del resumen de la obra de Tutmés sólo expone con detalle la primera campaña, de las diecisiete recogidas, conformándose para las demás con la relación del botín aportado al templo de Amón. Pero el relato de la primera tiene un gran encanto, e incluso ciertas pinceladas tensas y dramáticas, v. gr., la junta de generales antes de la batalla de Meggido, en la que Tutmés impone su criterio de seguir el camino más corto, aunque más peligroso, atravesando el desfiladero. No falta la reprimenda a las tropas por haberse precipitado a saquear el campamento del príncipe de Kadesh, desperdiciando la oportunidad que hubieran tenido de tomar Meggido por asalto, con sólo haber perseguido al enemigo en desbandada. Es seguro que el lector antiguo se dejaba envolver en el relato y respondía a la llamada de su estética, como lo hacía cuando contemplaba la obra gráfica de un pílono o de una tumba. La obra maestra de las estatuas de Tutmés III, la de basalto verde del museo de El Cairo, representa al rey como él quería que sus súbditos lo viesen, como un hombre de aspecto majestuoso, pero de carácter modesto y asequible, no un déspota ni un fanfarrón. El símbolo de su poder irresistible, los nueve arcos enemigos, que sus pies pisan, están grabados con tanta discreción en la peana como para pasar inadvertidos a quien no los observe detenidamente. Como el Mikerinos de los relieves de Giza, que pudieron servirle de modelo, viste Tutmés el conjunto de corona blanca y plisado faldellín de mandilón triangular -shendit-, pero renuncia a la barba postiza y al mentón levantado con altanería. Su expresión es dulce, casi risueña, herencia de Hatshepsut, que también recoge su madre, la simpática reina Isis, la de la corona de oro, sentada hoy en el museo cairota en compañía de otras estatuas y esfinges del más grande conquistador de la historia de Egipto. La presente estatua, rígida, enérgica y marcial, no desmiente su génesis de un bloque prismático, del que retiene el pilar a su espalda y las cortinas entre las piernas y entre los brazos y el cuerpo. Pese a tener todo esto de altorrelieve, parece moverse con tanta libertad y naturalidad, que se podría ver en ella al modelo inspirador del genio que creó la estatua del kouros griego, el más afortunado de los tipos de la escultura arcaica de los helenos. Cuando Tutmés clausuró el templo-mausoleo de Hatshepsut en Deir el-Bahari, levantó entre éste y el de Mentuhotep un nuevo templo de Hathor como diosa de la Montaña Tebana, y receptora en ella de la procesión anual de la Barca Sagrada de Karnak. La capilla de este santuario quedó enterrada por un terremoto en tiempos de los Ramesidas y así permaneció, intacta, con sus murales como recién pintados, hasta su reaparición en 1904 a consecuencia de otro desprendimiento, éste provocado por los excavadores. Al disiparse la nube de polvo producida por este corrimiento, los presentes pudieron contemplar, estupefactos, una cueva artificial de la que salía una fantástica Vaca-Hathor de entre una mata de papiros, coronada con el disco solar, el "uraeus" y las plumas geminadas de Amón. La diminuta figura de un faraón en actitud de marcha, orante, y otra del mismo, arrodillado bajo la ubre de una nodriza-vaca, pudieron ser identificadas, por una cartela grabada en el lomo de la vaca, como efigies de Amenofis II, el hijo y corregente de Tutmés III al final del reinado de éste (1436 a.C.). El grupo Hathor-faraón lactante, o pupilo, lo había iniciado Hatshepsut en los relieves de su templo, y contaba con remotos precedentes en el Imperio Antiguo: esfinge de Giza con estatua entre las patas, Kefrén sedente bajo el pecho del halcón. Ahora lo revitaliza Amenofis y, desde entonces, perdura hasta el final de la escultura egipcia (esfinge criocéfala de Amón con Amenofis III; la misma con Ramsés II; Hathor y Psamético, Horus y Nektanebo, etc.). El mismo Amenofis II tiene un grupo afín bajo la cobra de Mert-seger. Tutmés IV, por su breve reinado (1412-1403), y Amenofis III, por azares del destino, han tenido más suerte con sus relieves que con sus estatuas personales. Una estela fragmentada, procedente del Templo Funerario de Merenptah, pertenecía con seguridad a la inmensa serie de obras del arte de la escultura y del relieve que hacían del de Amenofis la primera joya de los monumentos de la Dinastía. Pero precisamente el esplendor del mayor de los templos tebanos, edificado todo él en caliza, y con sus patios repletos de estatuas, hizo que la Dinastía XIX, funesta para las obras de sus antecesores, lo utilizase como cómoda cantera para cuantas realizaba Palacio en la comarca de Tebas. Esta estela era una de las muchas que allí había y que en este caso Merenptah reutilizó en su mausoleo. Ella nos da la elevada cota de calidad y exquisitez del arte áulico patrocinado por el Magnífico y por aquel sabio y diligente responsable de sus obras que fue Amenhotep, hijo de Hapu. La inscripción de las estelas es como el pie escrito de una lámina. "Todos los países, todos los Estados, todos los pueblos, Mesopotamia, el miserable país de Kush (Etiopía), la Alta Retenu, la Baja Retenu (Siria y Palestina), están a los pies de este dios perfecto, como Re, por toda la eternidad". El dios perfecto se encuentra arriba de todo, en su mejor traje de ceremonia, ofreciéndole a Amón por una parte a Maat, la diosa de la Verdad, y por otra dos frascos de vino. Al soberano se le reconoce muy bien, por sus rasgos afilados y sus ojos como almendras. En el segundo registro reaparece el monarca, ahora en su carro de guerra tirado por dos caballos al galope, bajo el patrocinio del buitre de Neith, y tocado con la corona azul de la "khepresh", invención afortunada de Tutmés III que Amenofis III y sus inmediatos sucesores habían de utilizar más que ninguna otra. Pululan por el carro regio varios cautivos liliputienses, maniatados y montados los unos en los caballos del carro, atados los otros a otras partes de éste, la lanza y la caja misma, todo esculpido con exquisitez en bajorrelieve de una perfección increíble. En un último fragmento, un amasijo de prisioneros, ahora a la misma escala que el vencedor, depara al artista la oportunidad de mostrar su talento de etnólogo, y de romper por una vez con los convencionalismos del relieve áulico, representando de frente algunas cabezas de estos miserables enemigos a quien les ha impuesto su autoridad arrollándolos con sus briosos corceles. Dos cabezas de estuco halladas en Amarna, mascarilla una de ellas, y conservadas respectivamente en cada una de las dos mitades en que se divide el Berlín actual, pertenecen sin duda a una misma persona, pero se encontraban en distintos grados de elaboración, pues en la segunda la mascarilla está más retocada y tiene orejas y cuello, como dispuesta ya para servir de modelo definitivo para un retrato escultórico. Borchardt interpretó la primera como efigíe de Amenofis III, sacada directamente del cadáver, y Vandier aceptó su interpretación. De ser cierta, sería un documento asombroso acerca del modo de trabajar de los escultores egipcios, vaciado primero, obra de arte después. La identificación con una estatuiIla de madera del faraón del Museo de Brooklyn, es incierta y por ello no aceptada por todos. El propio Museo de Berlín, en su catálogo de 1967, propone como candidato alternativo otro retrato, no mascarilla, sino cabeza, que evidentemente llevaba la corona azul y representaba por tanto a un rey, que no era ni Akhenaton, ni Semenkhare, ni Tutankhamon. Si se trata, como parece, de Amenofis III, esta magnífica cabeza, mofletuda y de cuello muy corto, sólo se parecía a su hijo en la carnosidad de los labios y la forma de la boca. Lo mismo que los mejores retratos de la reina Teye, el estilo y la tendencia del arte inicial de Amarna asoman ya en todos ellos. Los cuerpos panzudos de las estatuas documentadas del Amenofis viejo apuntan también en la misma dirección. Aparte de la pareja de colosos del matrimonio Amenofis III-Teye, procedente de Medinet Habu, instalada en el atrio del Museo de El Cairo, tenemos bastantes efigies de la reina, con dos deliciosas miniaturas entre ellas. La primera es un fragmento de una figurita de esteatita verde, dedicada en el santuario de Hathor en Serabit-el-Kadim, entre las minas de turquesas del Sinaí. Conserva el rostro prácticamente entero y buena parte del cuello y de un tocado que comprendía una peluca de ricitos escalonados y, en lo alto de la cabeza, una corona cilíndrica, decorada por dos serpientes aladas, provista antaño de dos plumas geminadas y de la que caían sobre la frente de la reina dos prótomos de las mismas diosas-serpientes, una de ellas con la corona blanca y la otra con la roja. El rostro tiene las mismas facciones que la obra maestra del grupo. Se trata, la segunda, de una cabeza de ébano, independiente como pieza, pero destinada a encajar en una estatua. Teye ha alcanzado ya una edad mediana, como delata su incipiente barbilla doble, pero conserva la belleza de sus años de plenitud. Sus cejas levantadas y su expresión altanera corresponden a la persona autoritaria, acostumbrada a disponer y mandar, segura de sí misma, como cumple a una reina. Los ojos oblicuos y los labios carnosos y abultados, de rictus displicente, pertenecen a la africana ecuatorial que aquella mujer llevaba dentro, mujer del harén, que de niña no había sido educada por los sacerdotes ni llevado el título de Esposa de Amón como las verdaderas princesas. Al casarse con ella y trasladar su residencia a Menfis, Amenofis III desafiaba al sacerdocio tebano, para quien era malquisto, y se identificaba con los militares y con la "escuela de la vida". El tocado de este magnífico retrato de Teye experimentó una curiosa manipulación, que no debe extrañarnos en una época en que tanto las mujeres como los hombres llevaban en ocasiones pelucas superpuestas. En el primer tocado de esta cabeza entraba la variante doméstica o profana del "nemes", la pañoleta llamada khat, en la que se envolvía el pelo y se echaba la parte baja por encima de los hombros. Esta pañoleta dejaba las orejas completamente descubiertas y acababa en una especie de coleta caída sobre la espalda; en este caso, el material de que estaba hecha era un metal blanco, como el platino. La frente la llevaba ceñida de una cinta de oro, provista de dos "uraei" en el centro, seguramente coronados como los de la cabecita de Serabit-el-Kabim. Los pendientes de las orejas eran dos discos de oro con incrustaciones de esmalte y un par de "uraei" coronados del disco solar, también de oro. Para ponerle el segundo tocado, le cortaron al khat la coleta, y lo mismo los prótomos de las cobras de la diadema, que separaron de sus cuerpos y arrancaron de sus alvéolos. Recubrieron entonces toda la cabeza, orejas y pendientes, de un lienzo acartonado que llevaba adherida una peluca en forma de globo, de cuentas azules, y soportaba en lo alto, con ayuda de un pivote que se conserva, una coronita. La pérdida de parte del lienzo deja ver hoy el pendiente de la oreja izquierda, y los rayos X permiten constatar que el pendiente de la otra oreja, aunque oculto por el lienzo, permanece en su sitio. La personalidad más relevante del reinado de Amenofis III fue su homónimo, Amenhotep, hijo de Hapu, a quien la posteridad había de divinizar y equiparar a Imhotep, el intendente de Zoser. Había tenido este sabio su cuna en casa humilde de una ciudad del Delta, Athribis (hoy Benha), pero su talento lo llevó muy pronto a la corte y lo encumbró desde el puesto de escriba de la oficina de reclutamiento al de superintendente de todas las obras del rey. Recibió todos los honores a que podía aspirar el hombre de confianza del monarca. Karnak, Luxor y el Valle de los Reyes le debieron muchos favores, hasta el punto de obtener el privilegio de exponer sus estatuas en la Casa de Amón. Tuvo templo funerario propio, en las cercanías del edificio del rey, y una tumba monumental en la necrópolis tebana. Siempre comedido y humilde, se hizo representar como escriba cuando era ya un alto funcionario y tenía un regimiento de escribas a su servicio. Y así lo vemos en una de las dos estatuas halladas en Karnak junto con las del visir Paramesu, otro privilegiado de la corte. El Amenhotep de esta escultura sedente se nos muestra joven aún, pero con la obesidad propia de quien no se priva de manjares ni de buenos vinos. La envoltura de pliegues adiposos que le ciñen el estómago son el exponente convencional del bienestar del alto dignatario. Con la cabeza levemente inclinada, y expresión ensimismada, Amenhotep reflexiona sobre lo que ha escrito en el rollo de papiro que tiene extendido en el regazo: su nombre y filiación, sus títulos, y una de sus obras más queridas: las estatuas grandes del rey que levantó en el oeste de Tebas, con lo que se refiere a la cabeza gigante del Museo Británico, a los Colosos de Memnón, etc. Quizá la reflexión en que parece sumido era una plegaria a Amón en acción de gracias por una vida tan dichosa. En la estatua compañera de ésta, Amenhotep está representado como un anciano, y en ella nos dice que tiene ochenta años y que espera alcanzar los 110. La actitud de manos apoyadas en los muslos es la del orante clásico en presencia de la divinidad. La exquisitez de la corte y la maestría técnica, el virtuosismo de sus artistas, se echan de ver en una infinidad de estatuillas de hombres y mujeres que han hecho de Egipto el paraíso del coleccionismo de obras de arte: hombres y mujeres tocados de artificiosas pelucas, vestidos de finas camisas de lino y de faldones plisados, tupidos, transparentes, adornados muchas veces de fastuosos collares y diademas, de joyas, de pedrería, de flores naturales, de todo lo que la fantasía y el buen gusto eran capaces de urdir al servicio de una humanidad ávida de disfrutar de todas las delicias del Edén en este mundo y en el otro. Ningún pormenor biográfico se considera banal si logra despertar el interés y llamar la atención del espectador. Importa que éste recuerde lo importante que el personaje, hombre o mujer, ha sido en este mundo; la posición que ocupó en la sociedad, las riquezas que atesoró, la educación que dio a sus hijos. Biografías más prolijas que las de antaño, cuando el destino primordial de las estatuas era el de servir de soportes del ka. La de Merit, esposa de Maya, del Museo de Leiden, pone especial énfasis en decir que fue cantante del templo de Amón. Tanto hombres como mujeres parecen adolescentes o poco más, no importa los años que tengan. Personajes que sabemos eran abuelos aparentan las mismas edades que sus nietos. Y esto lo mismo en las estatuas que en los relieves. La estatua de madera de ébano de Tehai, caballerizo mayor de Amenofis III, responde a este ideal de perpetua y lozana juventud. Se diría la versión en tres dimensiones de aquellas bellezas que pueblan los relieves de las tumbas tebanas de Ramose, de Kheruef, de Khaemhet, excelentes muestras del estilo bello patrocinado por Amenofis III en sus años de plenitud. Tshai sirvió y murió en Menfis, y fue enterrado en Sakkara, lejísimos de Tebas, pero el estilo bello estaba presente tanto en la ciudad santa como en la nueva capital. Ojos almendrados, cejas prominentes y bien perfiladas; labios carnosos, sensitivos; nariz muy pequeña, mejillas redondeadas con suavidad, los rasgos típicos, no más duros en el hombre que en la mujer. La peluca, sí, es distinta: las mujeres suelen llevarla muy larga, con una crencha a la espalda y dos cascadas laterales cayendo hasta los senos. Tshai en cambio la lleva corta y redondeada con flequillo sobre la frente, las orejas tapadas y la melena recogida sobre la nuca. Aunque esta peluca puede constar de dos piezas superpuestas, aquí y en otros casos parece de una sola, compuesta de finos mechones en zigzag y de cabos acaracolados. Al cuello, un collar de cuatro vueltas de cuentas discoidales, que solía ser una distinción concedida por el rey a los altos dignatarios, señal de que la edad del caballerizo mayor no correspondía a su aspecto de paje. Su traje era de etiqueta: camisa de manga corta y plisada en las bocamangas, faldón talar, también plisado en la delantera y ceñido a la cintura por un echarpe cruzado sobre el vientre.