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Como en el caso de otras grandes culturas del ámbito mediterráneo, la ibérica forjó su tradición escultórica sobre la base de la adopción de una serie de estímulos externos, de diferente intensidad y procedencia, adaptados a las necesidades y capacidades propias. Delimitar con alguna exactitud el proceso en su dimensión temporal, establecer los focos originarios de los impulsos y cuándo y cómo fueron recibidos, determinar en qué medida actuó sobre ellos la propia creatividad ibérica, transformándolos y conformando un producto artístico nuevo, reconocer cuáles fueron las claves del progreso o de la renovación de la plástica ibérica, son algunas de las muchas cuestiones no del todo resueltas, sometidas en la actualidad a un rico -y sin duda interesante- debate entre los especialistas. No es el caso exponer aquí el denso panorama de la discusión en todos sus extremos e implicaciones, pero es preciso sentar desde el principio la idea de que la escultura, sin duda la más brillante expresión de la cultura ibérica, y quizá la más estudiada o atendida, es también la más problemática de sus facetas. Entre los comparativos de superioridad que la distinguen puede añadirse el de ser la conocida de más antiguo. Desde que en 1830 empezaron a aparecer las esculturas del Cerro de los Santos, en Montealegre del Castillo (Albacete), que fueron tomadas en principio por visigóticas, los estudiosos nacionales y extranjeros fueron cayendo en la cuenta de que hubo aquí una antigua cultura con notable personalidad artística, de lo que fue un certificado definitivo el hallazgo, en 1897, de la célebre Dama de la Alcudia de Elche (Alicante). Y, en relación con lo anterior, valga decir que esta excepcional escultura, tenida justamente desde su aparición como pieza emblemática del arte ibérico, ha recibido valoraciones tan dispares -iconográficas, formales, cronológicas-, que es también todo un símbolo de las dificultades que entraña la valoración histórica, artística y cultural de la escultura ibérica. Sin embargo, nada es más cierto que estamos hoy día en mejores condiciones que nunca para ensayar una aproximación de conjunto, apoyada en los ricos e importantes datos aportados por los últimos hallazgos, arrancados a la tierra en una oleada de descubrimientos afortunados, que tuvo comienzo en 1971 con la aparición de la Dama de Baza y del excepcional monumento de Pozo Moro, a los que han seguido después otros, como el extraordinario conjunto escultórico de Porcuna (Jaén). Era de esperar que, además, los nuevos hallazgos, en el marco de una maduración generalizada de los estudios arqueológicos e históricos, suscitaran abundantes estudios y nuevos enfoques que han enriquecido notablemente la visión que hoy se tiene de la escultura ibérica.
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Pero es la escultura o mejor el grabado de estilo Chavín, en asociación con la arquitectura, el mejor exponente de este arte particular. Una serie de esculturas monumentales encontradas en el propio yacimiento de Chavín, junto con otro buen número de piedras talladas, han permitido no sólo definir el estilo con claridad sino establecer una cierta evolución dentro del mismo e investigar sobre las complejidades de su estructuración. Los exponentes más antiguos, fase AB, serían el famoso Lanzón o Gran Imagen, y una representación con la misma iconografía, una losa tallada, encontrada en el exterior. El Lanzón, la única escultura in situ, se encuentra en el cruce de dos galerías en el interior del Templo Viejo. Tallada en bajorrelieve, es un ser antropomorfo, con cabello y párpados en forma de serpientes y una gran boca con las comisuras vueltas hacia arriba con colmillos que emergen de la mandíbula inferior. La imagen hallada en el exterior se representa frontalmente y lleva en las manos una concha y una Spondylus. Estas esculturas se han identificado con la representación de una divinidad, el dios sonriente, cuya imagen principal estaría en el interior del templo y la exterior, más sencilla, para poder ser contemplada y venerada por un mayor número de fieles. La fase C estaría ejemplificada por el Obelisco Tello, monolito de forma rectangular, completamente cubierto de motivos grabados. El tema principal es un caimán, que se representa en dos caras de la piedra, pero complementada su forma con cabezas de felinos, serpientes, colmillos, figuras antropomorfas, vegetales, aves, peces y otra vez la concha Spondylus; todos los motivos se entrelazan además estrechamente unos con otros cubriendo totalmente la superficie del monolito. Es probable que este obelisco fuese también un objeto de culto y su figura básica, el caimán, aparece también en otras esculturas, como un friso de granito encontrado al pie de una escalinata monumental en el mismo Chavín y en una estela, la llamada estela de Yauya. La Portada blanca y negra correspondería a la fase D del estilo. Asociada al Nuevo Templo, construida una mitad de granito blanco y la otra de caliza negra, está formada por dos columnas cilíndricas y monolíticas y un friso sobre ellas que se encontró caído y perdido en parte. En cada una de las columnas aparece grabada una figura antropomorfa con cabeza, alas y garras de ave rapaz. La representación de la columna norte se identifica con un halcón y la del sur con un águila. Ambas se encuentran de pie y llevan en las manos una especie de macana sujeta en posición horizontal. Se les considera como seres sobrenaturales menores, guardianes de la entrada del templo, mensajeros y servidores de los dioses. El friso, llamado de las falcónidas o de los cóndores, tiene grabadas ocho aves de perfil, siete de las cuales miran a la izquierda y una a la derecha. Se piensa que la mitad perdida de la cornisa debía tener otras ocho aves, colocadas de manera simétrica, una mirando a la izquierda y ocho a la derecha. Son representaciones de falcónidas, con boca y colmillos de felino y parte de las plumas convertidas en serpientes. Hay algunas diferencias entre ellas, siendo algo diferentes las que miran hacia la derecha, la del extremo opuesto y las otras. Es probable que esa portada sirviera de acceso a la imagen venerada en el Nuevo Templo, imagen no encontrada pero que podría relacionarse iconográficamente con la llamada Estela Raimondi, el mejor exponente de la fase EF del estilo. La losa, grabada en una de sus caras, mide 198 cm de altura, 74 de anchura y 17 de espesor. La figura representada es la de un ser antropomorfo, de pie, visto de frente, con los brazos abiertos sosteniendo una especie de vara en cada mano. Tiene las comisuras de la boca vueltas hacia abajo y colmillos superiores e inferiores. Dos tercios de la piedra se ocupan con una elaborada complicación del cabello. Se identifica la figura con una divinidad llamada dios de las varas que se supone fue adorada en el Templo Nuevo, haciéndose más importante en un momento dado su culto que el de la Gran Imagen o dios sonriente. Y esta estela debió ser la representación exterior, dedicada a un culto generalizado, de una imagen conservada en el interior del templo que se ha perdido.
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A pesar de lo escueto que se presenta el panorama de la plástica escultórica entre los pueblos de cultura celtibérica, desde antiguo (ya en el siglo XVI Gil González Dávila hizo el primer inventario) se ha conocido y valorado un tipo de manifestación bien singular: los verracos. Es tal su idiosincrasia que se ha conocido tradicionalmente como cultura de los verracos. Dicha plástica zoomorfa responde a estos rasgos comunes: labra en granito, postura erguida o ligeramente adelantada, traza muy tosca donde apenas se aprecian los caracteres anatómicos propios de la especie, sexo masculino y cierto genitalismo. En líneas generales unas esculturas que responden con claridad a unos caracteres de simplicidad en las formas, geometrismo en los volúmenes y una tendencia a la abstracción, genéricos por lo demás a toda manifestación artística de los pueblos de cultura celtibérica. Su área de dispersión coincide en líneas generales con la región ocupada por el grupo de los vettones, no sobrepasando hacia el Este la línea de los ríos Eresma y Alberche, con una importante prolongación en las regiones portuguesas de Beira Alta y Trás-os-Montes. Salamanca y Avila son las provincias con un mayor número de ejemplares, y Guisando el conjunto más representativo.Los tipos básicos que se han destacado haciendo mención a la especie son dos: toros y cerdos, aunque cuando los detalles lo permiten, también se diferencia el jabalí. Abundando aún más en sus detalles tipológicos, se tienen en cuenta elementos técnicos como los planos a que se circunscribe la talla del animal, las basas y soportes de sustentación (ligero, semiligero y macizo), o bien la actitud manifestada en su postura. En función de este último rasgo, y refiriéndose sólo a los cerdos, Blanco distingue un grupo en actitud de acometida, otro de reposo, y uno final con caracteres de individualización. Quizás sea bueno explicitar todos estos caracteres describiendo una de las piezas que a nosotros más nos atraen, el verraco que en la actualidad se localiza en la plaza de Calvo Sotelo, de Ávila. Se trata ahora sin duda de un cerdo o jabalí, procedente del castro de Las Cogotas y por tanto de cronología prerromana, con basa y un pedestal semiligero, en el que las patas del animal aún no han conseguido despegarse del bloque de granito que forma cada uno de sus cuartos. Da la impresión de que el artesano no ha sabido o no se ha atrevido a desvincular completamente sus extremidades de la propia materia física de que se sirve. Dado su buen estado de conservación, es posible reconocer en él una cabeza donde se aprecian con claridad orejas, carrilladas y hocico, mientras que el marcado espinazo se prolonga en arco hasta rematarse en un rabo enroscado. Conserva asimismo sobre el dorso cuatro pequeñas cazoletas, seguramente provistas de alguna función ritual. Tanto sus patas anteriores como posteriores llevan bien marcados antebrazos, pezuñas y corvejones. En fin, tampoco le falta a este verraco abulense algo tan habitual en todos sus congéneres como son testículos y pene. Elementos todos ellos interpretados con notable dosis de abstracción y simplicidad, pero eso sí cargados de un evidente simbolismo. De todos modos, aún persisten problemas tan debatidos como el de su origen. Al respecto hoy parece comúnmente aceptada la posición esgrimida por Maluquer de Motes, que ve un influjo de las representaciones zoomorfas ibéricas de significado funerario, avalado por el importante hallazgo de un cerdo en Madrigalejo, al sur de Cáceres y no lejos del Guadiana, cuyos caracteres de estilo quedarían a medio camino entre nuestros verracos y los leones tipo Baena. El hecho vendría a reforzar, en opinión de Martín Valls, la constancia de las relaciones entre las tierras meseteñas occidentales y el área ibero-turdetana, con la llegada de elementos de cultura ibérica, a través del viejo camino tartésico conocido con posterioridad como Calzada de la Plata. De todos modos es indudable que aunque haya que rastrear su origen formal en la plástica ibérica estamos ante una interpretación artística de una calidad inferior, donde el naturalismo queda en muy segundo plano para evidenciar un gusto estético cargado de matices, tan peculiar en estos pueblos de la Meseta. Otros aspectos como la cronología y la finalidad de los verracos han sido los de mayor controversia. En cuanto a esta última las posiciones desde los primeros estudiosos se mantienen encontradas: expresión del culto egipcio de Osiris y Apis en la Península, hitos o mojones terminales del territorio de un pueblo, marcadores de las rutas de trashumancia, zoolátrica, funeraria... Su localización habitual fuera del propio contexto arqueológico hace esta tarea más difícil, si bien contamos con la presencia in situ de algunos ejemplares que conducen a posiciones contrapuestas. Por ejemplo los tres ejemplares de Las Cogotas ubicados a la entrada del castro y en menor medida los cinco de Chamartín de la Sierra radicados en un posible encerradero abogan, aunque no carente de dificultades, como en su día ya apuntó Cabré, por una finalidad no funeraria relacionada con la protección y favorecedora de la reproducción de la ganadería, la principal fuente de riqueza de estos grupos prerromanos occidentales. Sin embargo, también ha sido defendida con fuerza por autores como López Monteagudo, F. Hernández y, sobre todo, por Blanco la finalidad funeraria de los verracos basándose en la existencia de inscripciones latinas en algunos y en su utilización a modo de cupae o estelas, tomando como importante punto de apoyo el hallazgo de Martiherrero, fechado a finales del siglo II d. C., cuando ya el impacto de la romanización parece haber cambiado algunas costumbres rituales o religiosas en estas tierras. A tenor de las propuestas expresadas, a nuestro modo de ver al día de hoy parece plausible pensar en una invalidad no funeraria, mágico-protectora para las esculturas realizadas en la etapa prerromana (V-II a. C.), y una funeraria para los de época romana (Martiherrero, II-III d. C.), pudiendo incluso reaprovecharse ejemplares prerromanos a los cuales se les añadirían epígrafes latinos. Sin embargo, el hallazgo de Picote, en la región portuguesa de Trás-os-Montes, interpretado como un culto al ídolo, haría pensar en la ya citada finalidad apotropaica, perdurando por tanto en ciertos casos la simbología del periodo romano.
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Aun sin ser única, la obra maestra de la estatuaria en bronce es la figura de cuerpo entero de la reina Karomama, esposa de Takelot II (847-823), de pie y en actitud de solemne andar. Champollion la adquirió en Tebas en 1829 y el Louvre la atesora hoy como una joya de su magnífica colección. Viste la reina una túnica de ceremonia, muy ceñida al cuerpo y provista de unas mangas cortas terminadas en punta, como las alas de un ave, y cubierta de la imitación damasquinada de un plumaje. Lleva al cuello un collar de perlas y en la cabeza una peluca en forma de globo, de bucles cortos, que enmarca un rostro juvenil, de expresión grave. Las manos, hoy vacías, hacen el gesto ritual, bien documentado entre las sacerdotisas, de agitar los sistros en presencia de Hathor. "Esta obra -concluye Vandier-, por la calidad dei modelado, la expresión del rostro y la destreza técnica del damasquinado, absolutamente perfecto, anuncia los admirables bronces de la época ciática". Típicas de ella son también las estatuas de gatas en la que pudiéramos llamar su actitud oficial de sentadas. El santuario de Bastet, la diosa-leona de Bubastis, patrona de la ciudad, las ha proporcionado a millares, con el cuello adornado de un collar provisto del ojo protector (udja), o de una égida con su correspondiente cabecita animal o humana. Los ejemplares más ricos tienen los ojos incrustados en oro y zarcillos del mismo metal; muchas veces se encuentra un escarabeo grabado en lo alto de la cabeza, entre las orejas. La gran variedad de tipos escultóricos existentes en el Imperio Nuevo queda limitada, en el caso de los encargos de particulares, a la estatua-cubo y la estatua oferente. El cubo se prestaba no sólo a grabar en él inscripciones, sino también relieves y esta oportunidad se aprovecha ahora con mucha frecuencia. En el estilo se advierte el comienzo de un gusto especial por la estatuaria del Imperio Medio, que no sólo llega a imitarlo descaradamente, sino a algo aún peor, a apropiarse de estatuas de aquella época. Esta mala costumbre la implantó Ramsés II y, como era natural, el mal ejemplo cundió. El abuso llegó al extremo de dotar a las piezas robadas de relieves para amoldarlas más al gusto de la época. El medio siglo en que Egipto estuvo regido por soberanos etíopes se reveló como muy fecundo y original para las artes plásticas. Varios son los estilos que en ellas coexisten. Los talleres de los broncistas mantienen su intensa actividad. Aún hay demanda de estatuas grandes, como la de Takushit, del Museo de Atenas, seguidora del tipo de Karomama, pero con unos muslos más carnosos, muy del gusto de los etíopes, como se echa de ver no sólo en las estatuillas de bronce de mujeres desnudas, sino también en las hechas en madera y marfil, muy típicas de la época. Conforme disminuye la producción de grandes bronces, aumenta la de los pequeños, con dos especialidades, la de las estatuillas de dioses y las de animales, abundantísimas en los museos y colecciones del mundo entero. En la escultura en piedra se consolida el movimiento arcaizante iniciado por los Bubástidas. Por una parte se observa un renacimiento de tipos del Imperio Antiguo, sobre todo de sus últimas dinastías. En una de sus muchas estatuas, el gobernador de la Tebaida, Mentemhet, se hace representar con una sola prenda, el sucinto faldellín plisado (shendit) de Mikerinos, que nunca se hubiera atrevido a lucir en sus idas y venidas por la Tebas de entonces, y una peluca de los primeros tiempos del Imperio Nuevo. Aficionado también al arte de los relieves de Hatshepsut, hizo copiar varios de ellos en su tumba de Asasif (Deir el-Bahari). De lo único que este renacimiento no quería saber nada era del Estilo Bello de Amenofis III y de las extravagancias y blanduras de Amarna. Tampoco los Ramesidas se consideraban modélicos. El pílono que entonces se levanta en Medinet Habu ante el templo de la Dinastía XVIII era una afrenta al Gran Portal y al templo de Ramsés III. Si la imitación del Imperio Antiguo, incluso en los retratos de carácter, puede dar lugar a confusiones, la del Imperio Medio es asimismo tan lograda, que ha engañado en más de una ocasión a eminentes egiptólogos. El tantas veces citado Mentemhet tiene una estatua sedente, en el Museo de Berlín, que es una imitación casi perfecta de un modelo de entonces. El rechazo de lo ramesida no afectó, sin embargo, a las estatuas de mujeres. Estas habían sido ya depuradas de la sensualidad del Estilo Bello y se atenían mejor a las exigencias de la estética de los etíopes. Estatuas como la de la madre de Ramsés II del Museo Vaticano dieron la tónica a las de las esposas de Amón con la altísima corona de Isis que las caracterizaba. Así (aunque privada de la mayor parte de su corona) era la estatua de alabastro de Amenerdis, procedente de Karnak. También los relieves de la capilla funeraria de esta princesa en Medinet Habu, entre la puerta y el pílono, de Ramsés III, conservan las esencias de la mejor escultura tebana. Las esfinges oferentes de estas sacerdotisas se inspiran en las de Hatshepsut, renunciando al klaft varonil de ésta y luciendo en su lugar las caracolas del peinado de Hathor. Egipto producía al fin esfinges femeninas que ya los países marginales (Fenicia, Grecia) habían adoptado hacía siglos. El objeto de la ofrenda que adelantan en sus brazos estas esfinges de brazos humanos suele ser una urna tapada por un prótomo del carnero de Amón. No era sólo escultura arcaizante la que los escultores hacían de encargo en época de los etíopes, sino también lo que a éstos más complacía: retratos de un realismo tan asombroso como la cabeza de la estatua-cubo de Petamenofis del Museo de Berlín, o las cabezas de Taharka y del sempiterno Mentemhe, obra esta última de una perfección increíble, con su mirada inquisitiva y su exigua peluca, ambas en el Museo de El Cairo. El coloso de Taharka, descubierto en el templo de Amón, de Gebel Barkal, la antigua Napata, está dentro de la mejor línea de la tradición egipcia. El faraón, de pie, lleva la corona de largas plumas distintiva de los reyes de Nubia, pero su rostro tiene las facciones convencionales de un egipcio. La cabeza de El Cairo, en cambio, aunque dotada de la misma corona (rota en toda su parte alta), muestra los rasgos negroides de un hombre del trópico y pelo de mechones cortos y segmentados, que no disimulan la forma esférica del cráneo, característica de los nubios observada por los artistas egipcios. Detrás de esta magnífica cabeza hubo un propósito deliberado de hacer un retrato fiel y ajustado al natural. Tal vez fuesen del mismo tipo las estatuas de Taharka que Asaradón llevó a Nínive como botín de su conquista de Menfis. Los tres pedestales aparecidos junto a una de las puertas de la ciudad indican que allí estuvieron expuestas hasta la destrucción de Nínive en 612. El espíritu tradicionalista de Psamético I impregna todo el arte patrocinado por la corte desde la Dinastía XXVI a la XXX. Una pieza tan asombrosa y célebre como es la Cabeza Verde de Berlín no acaba de encontrar un lugar fijo donde encasillarla a gusto de todos. Los restos del palacio de Apries en Menfis, excavados a principios de siglo por Sir Flinders Patrie, proporcionaron unos relieves tan semejantes a los Sesostris I (Quiosco de Karnak y pilar de El Cairo), que el excavador los atribuyó al Imperio Medio. Ninguna cartela avala o desmiente la atribución, pese a que la figura del rey, calcada en la de Sesostris, como lo están el buitre de Neith y otros motivos, se halla rodeada de jeroglifos. Seguramente se trata de una obra arcaizante de la XXVI Dinastía, pero es imposible demostrarlo. En los pocos relieves que se conocen en las tumbas saíticas de Sakkara y Giza se aprecia la imitación del estilo del Imperio Antiguo y la copia exacta de conocidos modelos. La proximidad de unos y otros permitía hacerlo con facilidad, y el espíritu de la época casi obligaba. En Tebas ocurría algo similar. Aunque no había modelos del Imperio Antiguo, éstos se podían copiar de monumentos del norte, pero además se disponía de muchos del Nuevo y también éstos se copiaron. Casi todas las tumbas de la grandeza tebana se encuentran en la hoya de Asasif, cerca de Deir el-Bahari. En superficie asoman los restos de sus mastabas de adobe, algunas de las cuales, en el colmo del arcaísmo, parecen imitaciones de las de época tinita, con sus resaltes y nichos. Ya hemos citado la de Mentemhet, de la que se conserva una puerta con su arco, y sus copias de relieves de Hatshepsut. Suelen tener estas tumbas en el subsuelo una serie de cámaras, salas columnadas y otras estancias que en el caso de Petamenofis alcanzan el número de 26. En la decoración de sus paredes predominan los jeroglífos, primorosamente trazados y en muchos casos pintados de azul. Las escenas de culto y las hileras de sirvientes se inspiran en las del Imperio Antiguo, pero a veces buscan temas nuevos, como son escenas de apicultura en las que las abejas están copiadas de la figura del insecto tal y como aparece en el "nesubit", y además se superponen como si de jeroglifos se tratase. El dueño de la tumba -en este caso Pabasa- viste la elegante toga que estaba de moda entonces, pero por todo lo demás -perfil, peluca, plisado de ropa- parece un contemporáneo de Ramose. Era natural, estando abierta y abandonada la tumba de éste. Pero Tebas, conquistada y saqueada hacía poco por los asirios, no levantaría ya cabeza como en el pasado. Quedaba como museo; su papel histórico había acabado.
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La forma artística predominante entre los mayas fue la escultura, confeccionada en estuco para recubrir los edificios o en piedra caliza para formar estelas y altares, aunque existen indicios de que también debió ser muy frecuente la representación monumental en madera.La escultura pública maya tiene sus raíces en los grandes mascarones de estuco asociados a los basamentos piramidales de finales del período Formativo. Su función confirió a la arquitectura el carácter de vehículo principal de comunicación de los designios de la elite gobernante.Los reyes mayas incluyen su iconografía política y dinástica en cresterías, frisos, dinteles de los templos y, sobre todo, en estelas y altares esculpidos desde los inicios del Clásico. Por el contrario, los mascarones son poco a poco desplazados. A medida que avanza el período, las estelas y los altares serán depositarios de la historia dinástica y política de los centros mayas, mientras que en los edificios esta información se combinará con otra de índole más simbólica y ritual.Como ocurre con la arquitectura y con las demás manifestaciones artísticas de los mayas, el arte escultórico tiene facetas regionales. La talla de estelas y altares parece iniciarse en el Petén, donde la Estela 29 está datada en el 292 d. C. En los inicios del Clásico, estas esculturas se realizan en grandes bloques y losas irregulares, pero poco a poco los canteros obtienen mayor pericia hasta lograr formas rectangulares de gran regularidad.La enorme aceptación obtenida por tales estelas hace que paulatinamente se vaya difundiendo su existencia hacia otros lugares del Petén, Usumacinta y Motagua, y a partir del Clásico Tardío su uso se generaliza en el área maya. Las tallas del Clásico Temprano, en las que aparecen los gobernantes con los símbolos de su poder, incluyen en la parte superior representaciones de los antepasados reales que sancionan el poder hereditario. Se trabajan generalmente en la cara principal, y las fechas incluidas en ellas suelen coincidir con hechos históricos reales. Más tarde, éstos se harán concordar con terminación de períodos, en particular con el katún.En el Petén están presentes todos los motivos, elementos y temas básicos de la escultura del Clásico: el personaje principal, su vestimenta, símbolos y las divinidades asociadas. Son trabajos en bajorrelieve, con un tratamiento bidimensional de la escultura. Los dinteles de los edificios esculpidos en maderas duras mantienen estas mismas características y constituyen un valioso complemento para reconstruir la historia de las ciudades.En la región del Usumacinta, la escultura gana dinamismo y riqueza, diversificándose en dinteles, tronos, jambas y vanos. Tanto en Yaxchilán como en Piedras Negras se hacen frecuentes las escenas de guerra y de captura de esclavos, en íntima conexión con rituales de autosacrificio y de sacrificio humano. Los estilos de estas ciudades tienen una gran personalidad, y se generaliza la aparición de mujeres ejerciendo funciones y cargos similares a los del hombre. También la técnica se diversifica, apareciendo tallas en bajo y altorrelieve para confeccionar esculturas en tres dimensiones.El culto a la estela tuvo muy escasa relevancia en Palenque; sin embargo, alcanzó un inusitado desarrollo la talla de paneles en bajorrelieve colocados en la pared interior de los templos, donde se registran las genealogías del centro. El tratamiento de los temas y la calidad de las tallas, en consonancia con la arquitectura, manifiestan la existencia de una sociedad menos ortodoxa y rígida que la tikaleña. Completa su maestría artística el manejo del estuco: pilastras, vanos, jambas y secciones del Palacio y de otras construcciones como la Tumba de Pacal fueron finamente decoradas con jeroglíficos y escenas de la vida cortesana y realzadas con vivos colores, pintados según el mensaje emitido. Muchos de los ejemplos fueron verdaderos retratos, en particular las cabezas de estuco correspondientes a algunos de los señores más importantes de la ciudad, que resultan de gran belleza y realismo.Dentro de la zona del Motagua, el arte escultórico alcanzó una maestría sin precedentes en Copán. Los artistas mayas, utilizando piedras más duras que la típica caliza, como la tracita verde, trabajaron con igual destreza el bajo y el altorrelieve, llegando a un control completo del bulto redondo en las estelas del Clásico Tardío, cuando las figuras de los gobernantes casi logran desligarse de la losa de la estela. Toda la superficie de la piedra es entonces tallada; tres partes del monolito están ocupadas por glifos, que se hacen más complejos y variados, y en la cara principal el personaje apenas está unido al bloque por una estrecha franja de piedra.Los altares también se hacen más variados, con formas cúbicas, circulares, rectangulares... El arte escultórico copaneco constituye un compendio básico de la ideología y de la cosmología maya; prácticamente cada rincón de la ciudad está decorado con esculturas. El interés por la historia, por las genealogías y por explicar las claves del cosmos y de sus dirigentes, hacen de Copán un inmenso libro cuyas claves están talladas en la piedra.Mientras, en la ciudad vecina de Quiriguá, se levantaron las estelas más altas del territorio maya, donde sus soberanos fueron representados de frente y elevados sobre el mascarón del dios de la tierra. En este yacimiento, se tallaron también los zoomorfos, inmensos bloques naturales de piedra en los que se alojó una intrincada, y al tiempo rica, información simbólica.
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El Dinástico Arcaico I se caracterizó, desde el punto de vista plástico, por la búsqueda de nuevas formas tendentes hacia la abstracción geométrica en el bulto redondo y hacia un tímido naturalismo en los relieves. A comienzos del 2900 aún no existía propiamente una escultura evolucionada, si hemos de tomar como referencia los pocos ejemplares que nos han llegado. Los únicos bien datados estratigráficamente son una estatuilla de caliza representando a un porteador agachado (7,3 cm; Museo de Iraq) y dos toscas cabezas masculinas de Kish y de Ur respectivamente, una modelada en terracota pintada y otra en arcilla sin cocer, con restos de pintura, que se insertarían en cuerpos de estatua. Asimismo, un interesante amuleto aquiliforme (25 cm de longitud, Museo de Iraq), del templo de Zuen de Khafadye, se acerca al bulto redondo, al tener modelada su cabeza, curiosamente, en forma de león. A finales del Dinástico Arcaico I aparecieron ya las estatuas de bulto redondo de pequeño y gran tamaño, trabajadas tanto en piedra como en metal. Desde entonces y hasta el final del período, la plástica sumeria conoció un extraordinario impulso, que fue parejo al desarrollo de la vida religiosa y cultual. Sin embargo, hay que decir que, si bien todas las estatuas provienen de los templos, en donde los fieles las habían depositado, tras haberlas dedicado a sus divinidades, ninguna de ellas representa a un dios o una diosa. Tan sorprendente ausencia ha llevado a algunos autores a argumentar que en aquel estadio de la civilización sumeria (2900-2334) los dioses no fueron adorados en las capillas de sus templos bajo la figuración de estatuas, sino tal vez bajo símbolos e incluso mediante dobles humanos. La gran estatuaria se abre con el depósito de doce estatuas, en alabastro yesoso, localizadas en el interior del Templo cuadrado de Abu (Eshnunna); por su expresividad destacan las dos de mayor tamaño (hoy en el Museo de Iraq): la del príncipe de la localidad (72 cm), barbado y con largos cabellos, y la de su esposa (59 cm), que tenía junto a sí un niño, del que sólo se han conservado los pies. Ambas son de idéntica tipología, dispuestas estáticamente sobre sendos basamentos y con desmesurados ojos de concha incrustada. Todo el conjunto escultórico hallado en este templo presenta las características generales de la estatuaria sumeria: forma troncocónica del faldellín, terminado con franjas lanceoladas, piernas gruesas y pies sin modelar, brazos por delante del pecho con las manos juntas, torso tallado en planos verticales, hombros cuadrados y acusada frontalidad. De la plena fase del Dinástico Arcaico II, caracterizado en líneas generales por su estilo severo, sobresalen algunas estatuas de Nippur, Tell Agrab, Khafadye y Umma, no tan divulgadas como las anteriores, y algunas, sin embargo, de notabilísimo interés. Superiores tal vez a éstas, y pertenecientes a la misma fase dinástica, son las seis estatuas, todas masculinas, localizadas últimamente en el templo in antis de Tell Chuera, repartidas entre los Museos de Damasco y Aleppo; su tipología las aproxima en todo a las del Templo de Abu, que antes hemos reseñado, aunque son de menor impacto expresivo. Poco a poco la estatuaria sumeria fue evolucionando hacia formas y proporciones más naturales, cuya plasmación puede verse en el rico repertorio de Mari, correspondiente al Dinástico Arcaico III. Debemos citar, como obra puntera, la magnífica estatua sedente de Ebih-il (52 cm; Museo del Louvre), cuyo tratamiento general, naturalista y expresivo, habla ya de las nuevas corrientes plásticas (estilo risueño). En el templo de Ninni Zaza, de la misma localidad, también apareció una cabeza semejante a la de Ebih-il, que perteneció a una estatua de Idi-Narum (Museo de Aleppo), así como una magnífica figura sedente conocida como el Gran chantre Ur-nanshe (20 cm; Museo de Damasco), de formas anatómicas angulosas y rostros de trazos físicos ambiguos, que llevaron a algunos especialistas a identificarla como una figura femenina. Presenta como novedad el hecho de tener sus piernas cruzadas a la oriental (ejemplares también en Eshnunna y Khafadye). La floración de la estatuaria sumeria de esta etapa traducía las nuevas inquietudes por la moda del momento: largo faldellín con vellones lanosos formando volantes (kaunakes), barba corta o bien rostro rasurado y cráneos rapados. Plásticamente, la anatomía se hacía cada vez más correcta, con cuerpos más proporcionados y rostros más realistas. Un hecho novedoso fue el uso creciente de las inscripciones grabadas sobre las estatuas, lo que ha permitido identificar la personalidad del representado. Ejemplo de todo lo dicho lo constituye la estatua en caliza del sacerdote Ur-Kisalla de Khafadye (60 cm; Museo de Iraq), y la más acabada aún de otro sacerdote innominado (23 cm, hallada en el Templo de Nintu de la misma localidad, hoy en la Universidad de Filadelfia). Muy similares a estas dos estatuas son las acéfalas de los reyes Lamgi-Mari, del Museo de Damasco, e Iku-Shamagan, del Museo Británico; la completa de este mismo rey -que constituye la mayor estatua de todo el Dinástico Arcaico, con 1,14 m de altura- y la del funcionario Nani, del Museo de Damasco, todas ellas localizadas en el palacio de Mari. De notable interés por su mayor evolución plástica formal son algunas nuevas estatuas de orantes, entre las que citamos la del rey Lamgi-Mari (27,2 cm; Museo de Aleppo), figurado de pie, con largas barbas y grandes orejas, y cuyo descubrimiento permitió identificar el sitio de Tell Hariri con la antigua Mari; la de Enmetena de Lagash (2404-2375), acéfala, labrada en diorita (76 cm; Museo de Iraq); la impresionante por su tosquedad volumétrica del devoto Ekur (antes leído Kurlil), hallada en El Obeid (37,5 cm; Museo Británico), y, sobre todo, la del funcionario Lupad de Umma (40 cm; Museo del Louvre), en diorita, cuya masa anatómica domina sobre toda otra consideración. Pocas son, en cambio, las estatuas femeninas de bulto redondo, correspondientes a este último período dinástico. Su talla obedeció a los mismos planteamientos religiosos y plásticos que la de las masculinas. Fragmentadas o completas nos han llegado de distintos templos, sobre todo de Mari -aquí hay importantes ejemplares, representando a sacerdotisas tocadas con polos-, Khafadye, Assur y Tell Agrab. Al lado de toda esta riquísima estatuaria, de la que únicamente hemos consignado muy pocos ejemplares, hay que citar, para terminar este epígrafe, una serie de pequeñas esculturas que presentan a parejas juntas o enlazadas familiarmente. De ellas citamos únicamente la conocida como Los esposos (14,5 cm) del Museo de Bagdad, y la Pareja de músicos (22,7 cm), hoy en el Louvre.
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Como continuación de las esculturas del Paleolítico Superior, en el Mediterráneo oriental es conocida la representación de la figura humana en ídolos o estatuillas ya en el período Mesolítico. Sin embargo, será a lo largo del Neolítico cuando se desarrolle la escultura, de dimensiones pequeñas y casi siempre en barro o de piedras atractivas, tales como esteatita, serpentina o mármol. Casi siempre representa a la figura humana, mujer en un 99 por 100 de los casos. En evidente contacto con las estatuillas del Neolítico anatólico, en Grecia sin embargo los ídolos son bastante más desmañados en su ejecución, incurriendo incluso en cierta torpeza en el caso de las primeras culturas neolíticas de la Grecia continental. Las estatuillas pertenecen al tipo denominado esteatopígico y representan siempre a la mujer rolliza, de vientre y posaderas prominentes; se advierte el interés en resaltar los órganos sexuales. Sentadas o de pie, las piernas se entrelazan o doblan y los brazos suelen estar extendidos o doblados sobre el pecho, poniendo de realce los senos. Por lo general, la cabeza es larga y ovalada, con nariz y mentón pronunciados; los ojos en relieve y hendidos. Constituyen representaciones de la Diosa Madre o de la fertilidad, tan generalizada en la cultura neolítica. En algunos casos, estas figuritas están decoradas con pintura; destaca entre ellas una pieza procedente de Sesklo: figura femenina entronizada que sostiene un niño en sus brazos. También hay figuras masculinas, muy escasas y siempre desnudas; a veces, están tocadas de un gorro puntiagudo. Pudieran ser los precursores del dios-niño que tantas veces aparecerá junto a la diosa-madre en la religión egea posterior. En otros casos, estas figuras se identifican con el orante que realiza la ofrenda. A lo largo del Neolítico griego se puede apreciar una evolución de la escultura hacia la esquematización de las formas. A los inmigrantes responsables de la etapa de Dímini se les achaca un empobrecimiento notable en el modelado de las formas y los detalles de las figuras. En Creta y en las islas se documenta un tipo de ídolo esquemático, cuyos brazos y piernas, además de la cabeza, están levemente apuntados, con una forma general del tipo llamado de caja de violín, de amplio desarrollo en el mundo del arte cicládico.
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A lo largo del Calcolítico y la Edad del Bronce, todo el Egeo proseguía su camino hacia el esquematismo de la escultura neolítica. Aquí y allá quedan múltiples figurillas de barro que iban en esa dirección. Sin embargo, en la zona central, las Cícladas van a protagonizar un salto adelante en el arte primitivo con la escultura en mármol, quizá el único aspecto conocido, a nivel general, del mundo cultural cicládico. El mármol de las islas, de calidad insuperable para su trabajo, de grano fino y muy compacto, fue prontamente empleado para la escultura, con un fin eminentemente funerario. Es en las tumbas de cista de las islas donde aparecen estas figuras, generalmente de reducido tamaño, sin sobrepasar normalmente los 30 centímetros, salvo un par de ejemplares de cerca de 1,5 metros, que hubo que romper por el cuello y las piernas con el fin de poderlos introducir en las tumbas. Las formas artísticas, sin detalles marcados y con una tendencia general esquemática, de perfiles redondeados es, en parte, consecuencia de la técnica de trabajo empleada en su manufactura. Con escaso instrumental de cobre, el suave modelado de los ídolos cicládicos se conseguía a través del desgaste de la pieza de mármol con la piedra de esmeril. En la isla de Naxos se explotaban minas de corindón, carbón cristalino de inmejorable calidad, la piedra esmeril con la que se repasaba y pulimentada cada figura. A este efecto, resulta un verdadero estorbo cualquier mínimo detalle, prominencia o hendidura. Además de ello, la tendencia hacia el esquematismo propio de la primera mitad del tercer milenio tuvo como resultado el logro de una estatuaria de gran elegancia, tan del gusto actual. En la evolución de la estatuaria cicládica existen dos grandes corrientes paralelas a partir de las esculturas neolíticas. Sendas líneas evolutivas corresponden, por un lado, a las siluetas esquemáticas del tipo denominado de caja de violín y por el otro, a las realistas. El tipo de caja de violín tiene su etapa de epogeo en el Cicládico Antiguo I y parte del II, es decir, prácticamente toda la primera mitad del III milenio. Algunos ejemplares se mantienen hasta el Cicládico Medio, finalizando la serie en las placas recortadas de Filacopí (Milo) de hacia 1900 a. C. La serie realista o de brazos cruzados (folded-arm figurines), sin embargo, tiene su floruit en la etapa del Cicládico Antiguo II final y III, coincidiendo con el máximo esplendor de la talasocracia cicládica, entre 2400 y 2000 a. C. Los últimos ídolos de esta familia apenas alcanzarán la etapa del Cicládico Medio, en que las islas caen bajo la órbita de influencia minoica. El término realista, dado al segundo grupo, ha de entenderse en su sentido general, pues las esculturas cicládicas se caracterizan precisamente por la geometría de sus facciones y de los miembros del cuerpo, levemente marcados y sin ningún tipo de articulaciones. Conforme avanza el tiempo, las últimas estatuillas cuentan con algún detalle como ojos o bocas levemente insinuados. De anchos hombros y caderas estrechas, las figuras representan, en su mayor parte, a mujeres desnudas con los brazos cruzados sobre el estómago, poniendo el artista especial relieve en marcar el triángulo púbico y los senos. Con las piernas algo dobladas no son figuras que se mantengan de pie salvo en la serie final, la de los célebres músicos: el auletes o tocador de la doble flauta o el más famoso de todos, el tañedor de lira procedente de la isla de Keros. Estas líneas evolutivas se han de entender matizadas por las variantes regionales que se han identificado en la escultura cicládica, según los períodos de mayor influencia de unas islas sobre otras. En general, estas figuras femeninas se han interpretado como representaciones de la diosa de la fertilidad, protectora de los muertos, o bien como amuletos acompañantes de los difuntos. Precisamente en este sentido, se ha relacionado estos ídolos con la costumbre egipcia de depositar ushebtis en las tumbas, figuras de sirvientes que atienden a las necesidades del difunto en el más allá. Otra teoría sugiere, sin embargo, el empleo de los ídolos cicládicos como sustitutos de sacrificios humanos o bien, como imágenes de antepasados cuya función sería la de psychopompoi o portadores del alma del muerto hasta el fin del camino en el otro mundo. La falta de excavaciones no permite aseverar nada más acerca de su carácter, dado el saqueo que han sufrido las tumbas cicládicas y la aparición casi exclusiva del material en los mercados de obras de arte. Los ídolos cicládicos fueron muy apreciados ya en la etapa contemporánea a su fabricación, por lo que aparecen en grandes cantidades fuera del área de las islas Cícladas, sobre todo en tumbas cretenses, donde incluso prosperó una artesanía de imitación de este estilo. En Creta, además de estas imitaciones, la escultura conoció otras realizaciones, sobre todo de estatuillas de animales y humanas, en marfil, hueso, piedra y barro cocido. La mayor parte de ellas son sellos figurados, con su parte inferior decorada con el motivo a estampar, por lo que son de reducidas dimensiones y, casi siempre, procedentes de las tumbas. Otro importante grupo son figurillas empleadas como exvotos y encontradas en los santuarios cretenses, sobre todo en cuevas o en picos sagrados.
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Sin duda fue concebida igualmente como un servicio divino y su época de esplendor es también el período clásico, ya sea en finísimos relieves en estuco -como el del templo de la "Cruz Foliada" de Palenque- o las estelas de Piedras Negras y Tikal, o las tallas delicadísimas de las jambas de las puertas, en madera, de esta última. Quizá el relieve es lo que más sobrevive al cambio del Petén al Yucatán, pues son notables los del Friso de los Jaguares, en Chichén Itzá, en medallones. Verdaderas estatuas, en sentido de una obra escultórica que pueda ser contemplada desde todos sitios, no tuvieron, aunque sí hicieron esculturas de bulto, pero para ser adosadas a un muro, como el huehueteotl (con palabra mexicana), la Niña que canta o los jaguares rampantes de Copán. Originales, y por ello merecedoras de mención especial, son las estelas escultóricas y altares de Copán y Quirigúa, de grandes proporciones estas últimas. Figuras de oficiantes aparecen en las dos caras de la estela, talladas en altísimo relieve, con expresivas caras y grandes tocados de máscaras y plumas sobre las cabezas. A los lados, verticalmente, las filas de jeroglíficos, donde el escultor hizo gala de la minucia de la talla, conseguida con escoplos de piedra.
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En la escultura egipcia nos encontramos con una dualidad muy significativa: las estatuas que representan a los dioses y los faraones son tremendamente estáticas, mostrando una absoluta rigidez, lo que se ha venido llamando la "ley de la frontalidad". Los brazos se pegan al cuerpo y una de las piernas avanza sin abandonar la rigidez habitual, eliminando toda referencia a la realidad. Sin embargo las estatuas de personajes secundarios como los escribas, los funcionarios o los animales están realizadas con un naturalismo digno de destacar. Estas estatuas están dotadas de ojos de cristal e incluso mueven sus partes, participando de viveza e incluso espontaneidad, creando un estilo característico del que son buenos ejemplos el Alcalde o los Escribas. Una de las preferencias del escultor es el relieve, utilizando el bajorrelieve e incluso el hueco relieve. Eluden la perspectiva y representan a la figura de perfil. Las piernas se nos muestran de perfil mientras que el torso aparece de frente y el rostro de perfil, aunque el ojo se ve de frente. Las escenas se suelen desarrollar en filas paralelas, aunque a veces se muestran diversos escenarios de manera simultánea. Los faraones y los dioses son mayores que las demás personas, mostrando una ley de la jerarquía. La temática de estos relieves está normalmente relacionada con la vida de ultratumba o con imágenes relacionadas con el difunto, por lo que gracias a estas escenas se puede conocer con mayor facilidad el Egipto antiguo.