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Arthur James Balfour, futuro primer ministro inglés, encargó en 1875 a Burne-Jones la decoración del salón de su casa de Carlton Gardens. Se eligió la temática de Perseo, tomada de la "Metamorfosis" de Ovidio, al representar el mito de la liberación. Perseo consiguió cortar la cabeza de la Medusa con la ayuda de los dioses. En su viaje de regreso pasó por Etiopía donde se encontró a Andrómeda encadenada a una roca, ofrecida a un monstruo marino para expiar la imprudencia de su madre. Perseo se enamoró de la bella joven y consiguió liberarla. Como prueba de su procedencia divina, Perseo muestra la cabeza de Medusa, reflejada en un pozo, a su amada. Burne-Jones emplea el lenguaje identificativo de los prerrafaelitas, incorporando referencias medievales como el pozo o el manzano, envolviendo a la escena de un cierto aire sentimental. El episodio se desarrolla en un espacio contenido, ocupado por el brocal del pozo y las hojas y los frutos del manzano, relacionándose con el "horror vacui" medieval. El acertado dibujo y la construcción escultórica de las figuras serán característicos del estilo de este pintor británico, al igual que el empleo de tonalidades frías que dotan de mayor misticismo a sus asuntos.
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Toulouse-Lautrec realizó este cartel por encargo de Louis Bougle, propietario de un negocio de bicicletas, con el que coincidió durante un viaje a Londres. Bougle quería promocionar con esta obra el revolucionario invento de la cadena Simpson que impulsaba sus bicicletas, eligiendo como modelos a Constant Huret y sus entrenadores. El ciclismo empezaba a calar como deporte entre la sociedad francesa por lo que la litografía realizada por Henri obtuvo bastante éxito.La bicicleta que observamos en la izquierda - acondicionada con la maravillosa cadena propulsora - va a adelantar al tándem que aparece en la derecha mientras que al fondo contemplamos a Bougle junto a una banda militar inglesa para celebrar el triunfo de su producto. El efecto de movimiento de los vehículos está perfectamente conseguido, especialmente la potencia de la cadena que es el objetivo del cartel. La seguridad de la línea define este trabajo, encontrándose la influencia de la estampa japonesa a la hora de emplear colores planos.
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La anécdota de la caída de un borrico sirve a Goya para crear un fantástico paisaje donde se desarrollan los acontecimientos. La amplitud de perspectiva y la grandeza de los elementos naturales empequeñecen unas figuras en las que destaca la expresividad, levantando los brazos una o llevándose el pañuelo al rostro otra. Incluso el susto de los burros ha sido perfectamente interpretado por un artista que no quiere defraudar a su mejor cliente, la Duquesa de Osuna, en uno de los encargos que más empeño puso: la serie de lienzos para decorar el salón del palacio de la Alameda de Osuna, de la que forma parte esta escena junto con el Asalto al coche o la Procesión de aldea.
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El aislamiento diplomático de España y la creciente disposición intervencionista de Floridablanca, con el consiguiente peligro para la vida de Luis XVI, fueron determinantes para que Carlos IV se inclinara por una política menos inflexible que permitiera mantener las relaciones con Francia frente a Inglaterra y salvar la cabeza de su real primo. Es probable que el embajador francés en Madrid, el caballero de Bourgoing, sugiriera que el mantenimiento de Floridablanca y de su política intransigente llevaría inevitablemente a una ruptura indeseada y de consecuencias imprevisibles, y que un cambio de dirección sería beneficioso para las partes. Hay historiadores, como Herr, que relacionan directamente la caída de Floridablanca y el ascenso del conde de Aranda con la llegada a Madrid del nuevo embajador francés. Es plausible, también, el abandono que sufrió Floridablanca por parte de alguno de sus amigos políticos, que consideraban que la política de confrontación radicalizaba a los revolucionarios franceses y perjudicaba a los intereses españoles y dinásticos. Pocos meses antes de su caída, acontecida el 28 de febrero de 1792, Floridablanca se lamentaba, en carta confidencial al embajador de España en Roma, José Nicolás de Azara, de la extraordinariamente difícil coyuntura a la que había tenido que enfrentarse desde julio de 1789: "Peores cartas para jugar nadie las ha tenido ni jugadores más descabellados". Un político rival, el conde de Aranda, se aprestaba a utilizar las bazas de la distensión. Los arandistas tuvieron un papel destacado en la caída de Floridablanca. A raíz del proceso contra el marqués de Manca en 1790 se habían manifestado con claridad los apoyos de Aranda en el Consejo de Castilla, cuyo gobernador, Campomanes, fue sustituido en abril de 1791 por el conde de Cifuentes, ahora con el título de presidente. Floridablanca sospechaba de la existencia de un pacto entre Campomanes y Aranda, mientras que Cifuentes era un hombre de su plena confianza y recibía instrucciones para controlar las intrigas de los arandistas en términos inequívocos: debía imponer su autoridad "a un cierto partido de oposición a todo lo que dimana del Rey y su Ministerio, ya por resentimiento de no ser atendidos en todas sus pretensiones, ya por captarse el aura popular de que resisten a la superioridad, de lo que se siguen gravísimos daños para la autoridad real y para la quietud y felicidad pública". Las acciones del partido del conde de Aranda fueron muy frecuentes en la Corte a lo largo de todo 1791, intensificándose en las primeras semanas de 1792. El abandono el 12 de septiembre de 1791 de las plazas de Orán y Mazalquivir, cuya soberanía pasaba a la Regencia de Argel a cambio de ciertos privilegios comerciales, fue considerada por los arandistas como un ultraje al honor nacional de los españoles y aireada convenientemente. La supresión de algunas fiestas fue capitalizada por los enemigos políticos del Secretario de Estado para enemistarlo con el clero. Con escasos apoyos en la nobleza y la iglesia, los asuntos de Francia jugaban en su contra. Su firme negativa a aceptar la Constitución francesa, "por ser contraria a la Soberanía", ni a reconocer el juramento que de ella hizo Luis XVI, ponían en peligro la vida del monarca francés. El embajador Bourgoing se entrevistó a solas con Carlos IV el 27 de febrero de 1792, un día después de la conversación en la que Floridablanca se había reiterado en su firme propósito de no reconocer el juramento constitucional de Luis XVI. El 28 de febrero, Floridablanca era destituido. Según cuenta Godoy en sus Memorias, "Carlos IV, sin embargo que lo estimaba y le había conservado su confianza tanto tiempo, cedió al noble interés de evitar compromisos al jefe de su casa, y resolvió para probar mejor camino de política, el nombramiento del Conde de Aranda para la Secretaría de Estado".
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En la etapa final de su vida, Kruschev puede ser descrito como un anciano impaciente e irritable que permanecía largas temporadas fuera de Moscú y que acostumbraba en exceso a sorprender al resto de los dirigentes soviéticos con periódicas decisiones, siempre poco consistentes y poco meditadas. En una de esas ausencias, mientras en octubre de 1964 disfrutaba en Pitsunda (Crimea) de dos semanas de vacaciones, la práctica totalidad del Presidium decidió su sustitución. Con él estaba Mikoyan, quizás su amigo más íntimo, del que no existe siquiera la seguridad de que le apoyara, al igual que sucedía con otro colaborador muy estrecho, Shelepin. Todo el resto de la dirección se manifestó en su contra. La ofensiva fue dirigida por Suslov, el principal ideólogo del partido, que en los años precedentes había mantenido una actitud reformista alineada con Kruschev. Breznev, que estaba destinado a sustituirle, no parece haber jugado un papel especialmente importante en la conspiración, porque era una creación del propio Kruschev, que había pensado en él para sucederle, carecía de capacidad de iniciativa, preparación y de brillantez y, en el fondo, quizá hubiera preferido que el cambio se limitara a que Kruschev perdiera solamente una parte de sus poderes. Toda su carrera posterior se basó en el reparto de prebendas y favores al resto de los miembros de la dirección soviética, mientras que no tuvo nunca una política dirigida contra los fenómenos de corrupción o de manifiesta ilegalidad que aparecían de forma creciente en la política soviética. De entre los dirigentes soviéticos de entonces, Shelepin, uno de los más brillantes, trató de ser su rival, pero nada consiguió. Lo que le interesaba a la clase dirigente soviética era simplemente una persona que representara su voluntad de dirección colectiva y muy conservadora en la práctica diaria. Las acusaciones que contra Kruschev se vertieron no carecían de una parte de razón. Había erigido un culto a la personalidad en su beneficio, había cometido errores graves en la dirección de la política económica, tomó decisiones demasiado rápidas e improvisadas y obró con manifiesta falta de prudencia en muchos casos. Al destituirlo, sus compañeros de dirección se hicieron una promesa que acabaron incumpliendo, la de que nunca unirían en una misma persona los cargos de secretario general y primer ministro. Este deseo resulta, no obstante, muy expresivo de su voluntad de evitar en adelante un exceso de concentración de poder. Siguiendo con las pautas que él mismo había establecido a partir de la ejecución de Beria, Kruschev no fue un perseguido, pero vivió el resto de sus días en una vivienda modesta, con temor a que se produjera una nueva exaltación de la figura de Stalin que él mismo había contribuido a derribar ante sus compatriotas. En el retiro, del que se dijo que era por motivos de salud, tuvo que dictar sus memorias a escondidas, eludiendo la observación policiaca a la que era sometido. Su contenido irritó a sus sucesores y él mismo no llegó a entender cómo habían sido publicadas en el extranjero, lo que se debió a sus parientes más cercanos. Evitó en ellas aquella parte que podía ser más espinosa para los gobernantes soviéticos, es decir, la evolución de la política interna a partir de finales de los cincuenta. Documento histórico inapreciable para llegar a entender la vida política interna en el régimen soviético, estas memorias son también los recuerdos de quien demuestra espontaneidad y sinceridad infrecuente en la clase dirigente de la URSS. En una época posterior, cuando ya se llegaba a la democracia, la familia de Kruschev publicó otro tomo de memorias en que narró su decisión de enviar misiles a Cuba por iniciativa propia y no de Castro. Un balance de la etapa de Kruschev debe partir de que, a diferencia de su antecesor, no tuvo nunca todo el poder en sus manos: en este sentido una gran parte de su acción de gobierno se explica por la presión de las circunstancias o por pactos con el resto de los dirigentes soviéticos. Gran trabajador, Kruschev fue también un hábil táctico y en cierta medida puede decirse que fue capaz de inaugurar un tipo de liderazgo, muy distinto de la dictadura por terror de Stalin, basado en el consenso de la dirección y en su propia habilidad para sortear cualquier posible oposición. Quienes, como Deutscher y otros historiadores de significación trotskista, quisieron ver en él una voluntad de democratización del régimen, erraron. No transformó el sistema político que se siguió basando en el monopolio del poder por el partido. La desestalinización fue un proceso tímido y no concluido que abrió una especie de conflictiva caja de Pandora para sus sucesores y que, por otro lado, tenía como objeto una cierta liberalización o ampliación de la tolerancia, siempre sujeta al criterio de quienes mandaban, y no, en absoluto, una democratización real. Uno de sus adversarios, Molotov, afirma en sus memorias que Kruschev "conocía tanto de teoría como un zapatero" y resulta bien cierto que a él no le guiaron motivos de principio en la desestalinización como no fuera la conciencia de lo que había significado la dictadura para sus conciudadanos. Pero si Kruschev en parte contribuyó a hacer desaparecer algunos de los peores aspectos del "Telón de acero", también construyó el Muro de Berlín. Él mismo fue un heredero de Stalin y su vida no puede entenderse sin partir de esa realidad. Quizá el aspecto más positivo de su etapa de gobierno fue que el deseo de controlar la sociedad fue en parte sustituido por la voluntad de atender a sus necesidades. A diferencia de su antecesor, lejos de utilizar el terror sistemático pensó que mediante campañas de agitación podría galvanizar al conjunto de la sociedad. Pero, sobre todo, durante su etapa empezó la rehabilitación de millones de seres humanos mientras que abandonaban los campos de concentración un número semejante de individuos. Un temprano biógrafo, Roy Medvedev, tiene razón, en suma, cuando afirma que dejó mejor a su país que como lo había encontrado.
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El hecho de que los indios hubieran descendido desde 65 a 5 millones en siglo y medio resulta escandaloso y constituye uno de los enigmas insuficientemente esclarecidos de la Historia de América. Los antihispanistas lo han calificado de etnocidio, equiparándolo a otras grandes matanzas de pueblos en la Historia, y ciertamente no les faltaría razón para tal argumentación, si los españoles hubieran realizado intencionalmente semejante exterminio, pero no hay que olvidar que ellos vivían a costa de los indios y que nadie mata la gallina de los huevos de oro. Si alguien estaba interesado en que no decreciera la mano de obra tributaria eran precisamente los españoles, que fueron los primeros sorprendidos por el fenómeno. La comprobación del número de indios desaparecidos entre 1492 y 1650 es realmente difícil, pues los cálculos sobre la población aborigen de América en el momento del descubrimiento son bastante discutibles. Se han realizado estudiando el decrecimiento del número de tributarios en años posteriores y en determinadas zonas, y extrapolando dichos datos al período para el cual carecemos de toda información. Estas tasas de decrecimiento resultan extremadamente peligrosas, por cuanto no eran iguales en todas las regiones y se refieren además a los tributarios (hombres de 15 a 50 años), siendo necesario establecer la tasa familiar que correspondería a cada uno de ellos: 3, 3,6, 3,8, 4, 4,2, etc. El sistema fiscal español no registraba las mujeres y los niños indígenas, llamados genéricamente la chusma, porque no pagaban tributo. Resulta así que la tasa familiar es un tema de amplia discusión, en el que una variación de un punto supone la desaparición o añadido de millones de naturales y crea, además, nuevos errores por acumulación. Las disparidades sobre el particular llegan a tal punto que los historiadores hispanistas defienden una población indígena de 11 a 13 millones en el momento del descubrimiento, cifra apuntada por Rosemblat (1954), y los indigenistas, sobre todo la escuela de Berkeley, de 90 a 112 millones. Nuevas ponderaciones y rectificaciones permiten hoy suponer que América tendría unos 80 millones de habitantes en 1492, cantidad que podemos aceptar aunque con las debidas reservas. De este total, sus tres cuartas partes, es decir, unos 65 millones, corresponderían al territorio que luego fue Hispanoamérica. Sus grandes hormigueros serían el imperio inca, con casi la mitad, y luego el azteca con unos 20 millones. Siglo y medio más tarde se había reducido a cinco millones, como señalamos, lo que viene a significar que habían desaparecido 60 millones de indios: 400.000 por año. Un hecho que supera lo realizado por los nazis con sus hornos crematorios para los judíos y por los estadounidenses con sus bombas atómicas para los japoneses. Las razones que se han aducido como explicación del problema son las siguientes: la conquista, el impacto psicológico producido por la dominación, la expansión ganadera, el trabajo indígena obligatorio, las epidemias, y el mestizaje. Ninguna de ellas es, por sí sola, suficientemente satisfactoria. La conquista fue la única etapa en la que los españoles mataron intencionalmente a los indios, pero cuesta trabajo pensar que los conquistadores, ocho o diez mil españoles y veinte o treinta mil indios aliados de ellos, llegaran a matar más de un millón de indios, lo que sólo representaría el 1,5% de la población aborigen entonces existente. El impacto psicológico de la dominación pudo producir mayor mortandad, ya que sabemos que algunos pueblos antillanos practicaron el infanticidio, utilizaron plantas anticonceptivas para restringir la natalidad y además dejaron de cultivar la tierra, padeciendo enormes hambrunas, pero este fenómeno no se reprodujo apenas en el continente, y menos aún en las regiones de mayor demografía indígena, que son las más significativas a estos efectos. La expansión ganadera amenazó igualmente la supervivencia del indio agricultor (las estancias ganaderas ocuparon las antiguas tierras de cultivo indígenas), pero no pudo exterminar masivamente la población amerindia, que además se benefició de ella (gallinas, puercos, ovejas). Nos quedamos, así, con las tres causas que conjuntadas pudieron incidir más en producir la gran catástrofe demográfica: las epidemias, el trabajo obligatorio y el mestizaje. Las epidemias del Viejo Mundo (Europa, Asia y África), introducidas por los primeros pobladores (también vinieron algunas con la ganadería), produjeron enormes mortandades entre los indígenas. Sabemos que la viruela exterminó gran parte de la primitiva población de Santo Domingo, frustrando el intento de los Jerónimos de reducirla a poblados (lo que facilitó más su propagación). La viruela (que portaba un negro de Pánfilo de Narváez), flageló a los aztecas sitiados por Cortés en Tenochtitlan y se extendió luego a Guatemala, Centroamérica y Suramérica. Llegó a Perú antes que los españoles (los incas la llamaban los granos de los dioses) y entre sus víctimas se contó la misma persona del Inca Huayna Cápac (1524), padre de Atahualpa y Huáscar. En 1529 se produjo una epidemia de sarampión que recorrió igualmente América, en 1545 de tifus o "influenza", en 1558 de gripe, en 1563 de viruela, en 1576 de tifus, y en 1588 y 1595 de viruela. La breve periodicidad epidémica impedía la recuperación de las enormes mortandades. Si pensamos en lo que las epidemias representaron en la Edad Media europea, podremos imaginar lo que pudo ser en América. El azote siguió diezmando a los indios hasta mediados del XVII, cuando perdieron eficacia, quizá porque los indios generaron ya sus propios anticuerpos a las extrañas enfermedades, o porque los españoles extremaron las condiciones de lucha contra ellas, ya que también las padecieron. El trabajo obligatorio originó otra gran matanza de naturales. Entre las culturas formativas precolombinas (que cubrían la mayor parte de lo que luego fue Hispanoamérica) se practicaba una economía de subsistencia de la que se pasó de pronto a una economía de producción de excedentes mediante el repartimiento de los aborígenes. Estos tuvieron que trabajar con calendarios laborales (de lunes a sábado y de sol a sol), muchas veces alejados de su familia. Peor fue el caso de los naturales que verdaderamente estaban acostumbrados a la agricultura intensiva (regiones mesoamericana y centroandina), pues fueron convertidos en improvisados mineros, laborando en lugares áridos y a veces situados a gran altura, donde morían exhaustos. Incluso el sistema de encomienda fue duro para ellos, pues el pago del tributo les exigía duplicar su esfuerzo. El hecho de que huyeran de las encomiendas desde finales del siglo XVI es bastante significativo. Finalmente tenemos el mestizaje. Españoles y negros se mezclaron con las indias (menos frecuente fue la mezcla con indios), dando origen a mestizos y zambos, grupos étnicos diferenciados de sus ancestros. El problema fue aumentando progresivamente, pues los mestizos volvían a unirse frecuentemente con las indias, mermando la descendencia auténticamente indígena. Los 400.000 mestizos que existían a mediados del siglo XVII eran prueba de ello. En cuanto a los indios de la época colonial, conviene señalar que no tienen nada que ver con los precolombinos, pese a lo que algunos creen. Los españoles les impusieron un proceso muy rápido de aculturación, obligándolos a tributar, a vivir en poblados y a abrazar, al menos aparentemente, la forma de vida de los católicos. Esto destrozó sus sistemas vitales y sus cuadros de valores y creencias. Hubo también una aculturación natural, ya que los naturales utilizaron instrumentos de hierro y acero, criaron animales domésticos y cultivaron alimentos antes desconocidos. El proceso terminó por hispanizarlos a medias, resultando unos indios diferentes a los de las zonas marginales (no cristianos, bárbaros o salvajes, que de todas estas formas se les llamaba), y diferentes también a los españoles. Muchos emigraron a las ciudades, constituyendo barrios periféricos (cercados) donde vivían miserablemente, representando un peligro cuando se producían hambrunas, como ocurrió en México a fines del siglo XVII. Otros huyeron de sus encomiendas para no pagar el tributo y se asentaron en otros lugares como forasteros, constituyendo una mano de obra barata contratable. Los más, siguieron en las encomiendas pechando para pagar tributos a cambio de la paternal legislación del rey, que les permitía vivir en las tierras donde habían nacido.
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En un libro que parecía apocalíptico y que resultó profético, el disidente Andrei Amalrik había previsto para 1984, fecha de la obra de Orwell, la descomposición de la URSS. Se equivocó, pero tan sólo en dos años, pues en 1986 comenzó ese proceso, que resultaría imparable. Vino facilitado por unos antecedentes históricos que constituían una mezcla de brutalidad, heterogeneidad efectiva, apariencia de vertebración plural y realidad centralista. Baste con recordar, respecto a la brutalidad, que el conglomerado humano de una de las naciones enviadas hacia el Este por Stalin cuando se produjo la invasión alemana fue expulsado en tan sólo tres días. La estructura territorial de la URSS había sido la consecuencia convergente de las sospechas del dictador soviético con respecto al federalismo y de sus necesidades tácticas de dar una apariencia de satisfacción a las reivindicaciones de pluralidad. En la práctica, las decisiones federalistas que fueron tomadas tuvieron escasa eficacia, porque Stalin no hizo otra cosa que nombrar desde arriba a los responsables políticos. Pero la existencia de pasaportes internos con mención de la nacionalidad y del principio constitucional de autodeterminación acabó por revelarse de una considerable importancia, a pesar de que, hasta el momento, el centralismo del Partido Comunista se hubiera impuesto de modo abrumador. Cuando se produjo una liberalización, aunque fuera inicial, todo el complicado sistema de organización territorial de la URSS -en el que las repúblicas podían tener 147 millones de habitantes o tan sólo dos y en el que existía, además, un mosaico caleidoscópico de unidades políticas menores- acabó quebrando. Característico de Gorbachov fue no haber ofrecido absolutamente nada respecto a esta cuestión, que muy pronto se convirtió en la más importante de la política soviética. Da la sensación, por tanto, de que ni siquiera la clase dirigente la consideraba como un peligro en el más remoto horizonte. La primera explosión nacionalista apareció en 1986, en Kazajstan, cuando elementos dirigentes comunistas locales se rebelaron ante la intromisión de las autoridades centrales. A continuación y de forma inmediata, en el Cáucaso se produjo un fenómeno de pura y simple "libanización", entendiendo por tal una extremada fragmentación unida al empleo generalizado de la violencia. El primer conflicto fue el que, en 1987, enfrentó a Armenia y Azerbaiyán por el territorio de Nagorno-Karabaj. Pero pronto la conflictividad se incrementó de forma incontenible: cerca de medio millón de armenios vivían en Azerbaiyán, mientras que 200.000 azeríes lo hacían en Armenia. Los armenios, que recordaban el exterminio de 1915 y por ello tendieron a solicitar la protección soviética, no la consiguieron de forma efectiva, demostrándose la imposibilidad de convivencia entre dos culturas nacionales distintas incluso en materia religiosa. Pero no se detuvo ahí la confrontación. En abril de 1989, hubo matanzas en Georgia, donde dos repúblicas autónomas -Osetia y Abjacia- reivindicaban un mayor grado de autonomía. Si la violencia y la fragmentación protagonizaron los sucesos del Cáucaso, la unanimidad y la actuación pacífica fueron los rasgos distintivos de la reivindicación nacionalista en los Países Bálticos. Articulados los nacionalismos respectivos en frentes populares, donde se integraron inicialmente los partidarios de la Perestroika, en sólo cuatro meses a partir de la celebración de las elecciones de junio de 1988 triunfaron por completo, adquiriendo una hegemonía que sería irreversible. De noviembre de 1988 a julio de 1989, los tres Estados bálticos -Estonia, Letonia y Lituania- proclamaron su soberanía; en 1989, la reivindicación se extendió a Moldavia, en la frontera meridional con Rumania. En agosto de 1989, una cadena humana en la que participó el 40% de la población -cinco millones de personas- testimonió la decidida voluntad de los habitantes de los Países Bálticos por desligarse de la URSS. Gorbachov que, a trancas y barrancas, fue consiguiendo pacificar temporalmente el Cáucaso -hubo nuevos incidentes en Azerbaiyán por estas mismas fechas- cuando visitó Lituania no logró los éxitos personales que obtenía en sus desplazamientos al extranjero. A comienzos de 1990 inició presiones más serias. Lo más probable es que quisiera amenazar, pero no llegar nunca a utilizar la violencia. Para ello, disponía de un arma esencial: la interrupción de los suministros de petróleo. Sin embargo, no habiendo reconocido hasta el momento los Estados Unidos la incorporación de los Países Bálticos a la URSS, lo que sucediera en ellos podía suponer un serio peligro para la política exterior de Gorbachov. Los meses finales de 1989 y los iniciales de 1990, cuando se estaban autodestruyendo ya las democracias populares de la Europa del Este, constituyeron una etapa cardinal en los planteamientos de Gorbachov. En el mismo hubo una auténtica revolución de carácter personal. Por vez primera, según luego contó, leyendo a Solzhenitsin se dio cuenta de que no ya Stalin sino el propio Lenin podían haber cometido errores de bulto en la manera de organizar la URSS. Esto, sin dotarle de mayor claridad, le hizo enfrentarse ya a los más conservadores, incluso aquellos que habían colaborado con él. En marzo de 1990, de un plumazo desapareció en la URSS el papel dirigente del PCUS, al que nadie utilizó como una especie de maquinaria política oficial o de partido autónomo. Ello le sumió en la impotencia, para indignación de los más ortodoxos. Además, desde 1987 los problemas económicos se multiplicaban y, en 1990, el nivel de vida se desplomó. El intento de encauzar la economía por parte de Rizkov se sumió pronto en un mar de contradicciones con los sucesivos consejeros económicos de Gorbachov, siempre tenaz en aplazar sine die las inevitables elevaciones de precios. Abalkin presentó a continuación un nuevo plan económico, pero el propio Gorbachov lo rechazó. Petryakov, su nuevo consejero, acabó por enfrentarse a Rizkov y, cuando Shatalin propuso un plan de 500 días, que pretendía en tan sólo 100 llegar a la privatización y monetarización total, arreciaron las protestas de los conservadores. Además, en este mismo momento se estaba planteando la nueva organización territorial del Estado y fue esta urgencia política la que evitó que pudiera ponerse en práctica programa económico viable alguno. En efecto, dados los problemas existentes con los Países Bálticos, Gorbachov promovió en abril de 1990 la aprobación de una ley que serviría para los casos en que fuera intentada una escisión. En realidad, hubiera sido más bien una ley para impedir la secesión, puesto que establecía un plazo de seis años con un referéndum previo que exigía una mayoría de dos tercios y todo tipo de aprobaciones previas por parte de la URSS en cualquier momento. Ni los problemas económicos ni los territoriales encontraron solución, mientras que un hecho de carácter político sentó las bases para el posterior desarrollo de los acontecimientos. Las elecciones celebradas en Rusia en mayo de 1990 por primera vez establecieron una representación en estricto acuerdo con la población y sin un componente corporativo, como las celebradas anteriormente en el conjunto de la URSS; no hubo, además, distritos sin candidatos y la censura prácticamente desapareció a partir de este momento. El Congreso elegido fue más bien moderado: de los diputados unos 423 estaban con Yeltsin, 327 en contra de él y unos 250 oscilaron entre ambos sectores. Pero Yeltsin ganó la presidencia, aunque sólo por cuatro votos, a otro candidato y esto le hizo titular de un poder político excepcional porque no sólo se refería a la mayor parte del territorio de la antigua URSS sino que, además, a diferencia del de Gorbachov, tenía un carácter netamente democrático. Eso obliga a tratar de quién habría de ser el personaje político del futuro con alguna mayor detención. A diferencia de otros dirigentes soviéticos de la época, su abuelo había sido un rico agricultor. También su familia pasó por los padecimientos del estalinismo: su padre y su tío fueron condenados a tres años de cárcel por criticar al régimen. Su carrera política personal tuvo alguna peculiaridad. Nunca fue un miembro del aparato del partido sino más bien una especie de director de empresa que utilizaba la política para actuar con mayor eficacia. Eso, no obstante, no quiere decir que se permitiera heterodoxia alguna, pues todavía en junio de 1988 hablaba contra el multipartidismo. A partir de la Perestroika, Yeltsin prosperó merced principalmente a su crítica de la nomenklatura; tuvo también más claro que Gorbachov el hecho de que el final del proceso llevaba al mercado y a la desaparición del partido único, aunque dudara en los medios a emplear para esos resultados. Su sentido teatral e histriónico ayudó a que Gorbachov y tantos otros le subestimaran, pero, además, les resultaba imposible situarle en un extremo para él mismo ubicarse en el centro porque cambiaba siempre de posición de forma imprevisible. La reunión del Congreso, en marzo de 1990, permitió a Gorbachov convertirse en presidente de la URSS, un cargo ahora mucho más importante y semejante en la amplitud de sus funciones a la Secretaría General de antaño. Al mismo tiempo, hizo patente su giro hacia una posición conservadora, coincidente con la disminución de su popularidad interior, en la que mucho tenía que ver la acumulación de problemas de todo tipo. En diciembre de 1989, conservaba todavía el apoyo del 52% de la población, pero un año después a Yeltsin le apoyaba el 32% y a él tan sólo le quedaba el 19%. Al embajador norteamericano, Mattlock, sorprendido por sus bruscos cambios de actitud, le contó que se veía obligado a una política de "zigzag" porque el país estaba al borde de una guerra civil. La realidad era que se veía obligado a mostrar una constante separación tanto de la derecha como de la izquierda, pero conservando cada vez menos espacio -y menos confortable- de actuación. Habiendo prescindido ya de Ligachov a fines de 1990, Gorbachov reemplazó también a Rizkov al frente del Gobierno. En el nuevo que se formó, Pavlov actuó por libre, como si no dependiera de quien le había nombrado, pero sin tampoco demostrar sus propias capacidades. El invierno 1990-91 transcurrió en medio de una histeria política que explica acontecimientos posteriores. En el momento más dramático, en diciembre de 1990, se produjo la dimisión de Shevardnadze, que había sido co-protagonista de la política exterior soviética desde 1985. No se lo anunció previamente a Gorbachov quien, a estas alturas, quizá quisiera que pasara al puesto decorativo de vicepresidente o sacrificarlo ante las quejas de los sectores más conservadores por la unificación alemana. Lo importante es que en el momento de informar de su dimisión, el ministro denunció también la inminencia de una dictadura. Datos objetivos para considerar que se iba a producir un endurecimiento no faltaban. A comienzos de 1991, las fuerzas soviéticas ocuparon el edificio de la televisión lituana, con el resultado de catorce muertos. Gorbachov negó su responsabilidad en esta acción, pero de esta eventualidad se había tratado en su presencia y nunca pensó en castigar a los culpables de los hechos. Ni siquiera dijo quién había dado la orden, aunque asegurara que él no había sido. En esos primeros meses de 1991, hizo, además, patrullar tropas por el centro de las principales ciudades, quizá por una reacción desproporcionada ante un posible desorden público. En la fase final de su mandato, dio la sensación de que Gorbachov permanecía al frente del Estado resistiendo a unas tendencias que él mismo había provocado y que cada día eran más independientes de su voluntad. El principal protagonismo de la política en la URSS se centraba ya en la nueva organización territorial. En marzo de 1991, Gorbachov ganó, con el 70% del voto, un referéndum acerca del mantenimiento de la URSS, pero la victoria resultó tan pírrica que en nueve meses había desaparecido no sólo la URSS sino también el puesto que desempeñaba el líder soviético. En abril, se llegó al acuerdo de Novo-Ogarevo, destinado a hacer posible esa nueva vertebración. Gorbachov quería una nueva unión pero quiso imponerla a la población y a Yeltsin, y ambos no la aceptaron. Fue, por tanto, la propia Rusia quien acabó con la URSS. Pero nada de esto se entiende sin tener en cuenta el conjunto de la evolución política del momento. Debe tenerse en cuenta, en primer lugar, el creciente poder político de Yeltsin quien, como sabemos, había conseguido en 1990 una victoria parlamentaria muy justa pero a quien favorecían crecientemente las encuestas de opinión. Un año después consiguió ratificarla y ampliarla mediante una elección directa su puesto de presidente de Rusia. Yeltsin logró la victoria gracias a su alianza con Rutskoi, un personaje más joven, más nacionalista y militar, que había organizado un grupo autodefinido como "comunistas por la democracia". La campaña duró sólo tres semanas entre mayo y junio de 1991 y Yeltsin venció con el 57.3% del voto mientras que Rizkov, el antiguo primer ministro, sólo logró el 16.9. A partir de este momento, Yeltsin eligió el camino de la confrontación con Gorbachov y con la estructura central de la URSS. Impidió que el PCUS tuviera organizaciones en los lugares de trabajo y pretendió quedarse con los campos petrolíferos que venían a ser lo mismo que las divisas. Frente a esta situación Gorbachov no fue capaz de reaccionar. El malestar contra él era creciente y nacía de sectores antagónicos. Si la elección de Yeltsin testimonió la existencia de un sector radical que le superaba por la izquierda en abril de 1991, 32 de los 72 secretarios del Comité del partido en la Federación Rusa afirmaron que había que pedir responsabilidades a Gorbachov. En estas circunstancias ha de entenderse el intento de golpe de Estado de agosto de 1991. Lo primero que llama la atención al respecto es la participación en él del círculo político más íntimo del propio Gorbachov. "¿Cómo podían tomar el poder quienes ya estaban en el poder?", se preguntó el general Lebed, una figura política de importancia creciente. Fue algo así -interpretó un analista norteamericano- como si el secretario de Defensa y el de Estado, junto con los directores de la CIA y del FBI, se dirigieran al Congreso para dar un golpe de Estado contra el presidente norteamericano. Los conspiradores, principalmente el ministro de Defensa y el responsable del KGB, tuvieron una relación ambigua con Gorbachov, de vacaciones en Crimea, en la que le aseguraron que harían el trabajo sucio por él, pero también le mantuvieron aislado. Por su parte, el líder soviético no estuvo involucrado en el golpe, pero es posible que deseara que se diera y que no hizo nada con antelación para evitarlo. El propio embajador norteamericano tenía noticias de que podía suceder algo parecido: el alcalde de Moscú, Popov, le había informado de ello, incluso con los nombres de las personas implicadas y, posteriormente, Bush llegó a decirle a Gorbachov quién había sido su informante. Pero, por fortuna, los conspiradores fueron también extremadamente incompetentes e indecisos: ni se ocuparon de las autoridades ni tuvieron al frente a un líder popular e hicieron depender su éxito en exclusiva de la posición de Gorbachov. Cuando trataron de dar una rueda de prensa lo hicieron en un indescriptible estado de confusión provocado por una borrachera. Más que un golpe, lo sucedido pareció realmente un espectáculo. Con el intento, cuya peligrosidad fue mayor de lo que podía esperarse de su dirección, terminó la decisión de una persona, Yeltsin, y la actitud de fondo de los militares más jóvenes. Se ha podido calcular que el 40% de los soviéticos simpatizaba de un modo u otro con los sublevados. Muchos de los dirigentes de las repúblicas adoptaron, además, actitudes pasivas y entre quienes hicieron lo propio fuera de la URSS estuvo el propio presidente francés, Mitterrand. La huelga general declarada para enfrentarse con los golpistas no llegó a triunfar. El momento decisivo tuvo lugar en la noche del 20 al 21 de agosto, cuando las unidades militares acabaron obedeciendo a Yeltsin en mayor medida que a los golpistas. La interpretación que Gorbachov -cuya esposa sufrió dos años de enfermedad como consecuencia de los hechos- hizo de lo sucedido es que "si el golpe se hubiera producido un año y medio o dos años antes, presumiblemente habría podido triunfar". Esta afirmación parece cierta, pero el propio Gorbachov, en un artículo publicado días antes del golpe, citaba dos veces a Lenin y consideraba que la adulteración del régimen había tenido lugar a causa de Stalin. Esto demostraba que si había desempeñado un papel decisivo en el comienzo del fin del sistema soviético ahora ya estaba desplazado por los acontecimientos. Las consecuencias de la derrota del golpe de Estado fueron decisivas para el destino de la URSS. La ruptura de la unión se produjo porque Yeltsin no concibió otro modo de acabar con Gorbachov y porque éste y los militares se negaron a actuar por la fuerza o ni siquiera concibieron la posibilidad de hacerlo. Fue Yeltsin quien llevó la iniciativa de los acontecimientos: suspendió al Partido Comunista mientras que Gorbachov dio la sensación de seguir considerándolo reformable. Además, no nombró nuevo primer ministro y aceptó de forma pasiva lo dispuesto por Yeltsin. Resulta muy posible que si en septiembre Gorbachov hubiera dimitido Yeltsin hubiera mantenido la URSS. Ya en noviembre, las cosas habían cambiado. En un momento inicial estaba dispuesto a aceptar alguna fórmula de Estado federal pero en realidad los visitantes extranjeros parecieron siempre más preocupados por la descomposición de la URSS que los propios políticos que la habían dirigido. A la separación de los Países Bálticos le siguió la de Georgia, Moldavia, Azerbaiyán..., etc. Nada decisivo sucedió hasta que en diciembre de 1991 Ucrania decidió no entrar en una organización federal que tuviera un sistema de dirección en forma de organismo común. En realidad, sólo con la presencia de Ucrania podía tener sentido una unidad política semejante a la antigua URSS. A comienzos de ese mismo mes, Rusia, Ucrania y Bielorrusia decidieron crear una Comunidad de Estados Independientes (CEI), a la que se sumaron las otras repúblicas, pero que habría de ser una especie de cascarón vacío de contenido al estar ligada por unos vínculos muy laxos. Rusia heredó el puesto de la URSS en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y la disposición sobre las armas nucleares aunque debió negociar con otras repúblicas (por ejemplo, Ucrania, Kazajstán...) sobre este punto. La CEI condenó a la desaparición de la magistratura ocupada hasta entonces por Gorbachov y, por lo tanto, de su relevante papel en el primer plano de la política interna. A fines de ese mismo mes, hizo su última intervención pública desde el poder. Había sido "una especie de Moisés", que pudo conducir a su pueblo a la tierra prometida pero sin entrar en ella. Ni la liberalización del régimen ni la misma revolución final fueron causadas por la política de Reagan sino por la impregnación de los "valores humanos" auspiciados merced al protagonismo de quien había sido el séptimo secretario general del PCUS, cuya relevancia histórica difícilmente puede ser, por tanto, exagerada. Le esperaba, no obstante, un destino poco prometedor. Nobel de la Paz en 1990, cuando abandonó la política de su país, Yeltsin le prometió que podía seguir ejerciendo un papel en ella gracias a la creación de una Fundación. Pero cuando ésta o quien la presidía actuó de forma crítica frente al nuevo dueño del Kremlin, perdió el apoyo estatal. Todo sucedió -asegura Gorbachov en sus memorias- de una forma muy característica de Yeltsin, es decir con ruido, con rudeza y sin habilidad alguna.