Pedro Sarmiento de Gamboa fue un hombre con permanente avidez por saber. En sus escritos abundan las referencias a otros cronistas sobre los que pone de manifiesto un conocimiento más que notable. Así, cuando en el libro de bitácora anota que esta noche vimos un arco que llaman los filósofos Iris blanco, en contraposición de la luna que se iba a poner y de la reciprocidad de sus rayos, que por antiperístasis herían en las nubes opuestas.... añade tras esa científica descripción: Cosa es tan rara que ni la he visto otra vez, ni oído ni leído que otra persona la baya visto tal como éste, sino en la relación de Alberico Vespucio, que dice en el año de 1501 haber visto otro como éste. Es decir, cuanto parece insólito es sometido por Sarmiento al tamiz de su memoria y de su entendimiento --de la razón, en suma--. Atemperaba nuestro hombre las leyendas, que también existían en relación con las tierras australes que reconoció. Y fue de los pocos que no elevó lo no corriente al nivel de lo extraordinario. Con Sarmiento se derrumban, por ejemplo, las fábulas relativas a la existencia de gigantes en el extremo sur americano. Y no porque no los viera: los buscó y los encontró. Pero no le parecieron gigantes, sino, simplemente, hombres crecidos de miembros. Cuando, al norte de la punta que llamó de San Antonio, entablaron sus hombres contacto con los indios, se observaron en la costa de enfrente --la Tierra de Fuego-- humos que ahuyentaron a los indígenas. Dijeron éstos que en aquella orilla vivían unos gigantes muy poderosos con quienes tenían guerra. Sarmiento, lector infatigable, debió recordar lo que respecto de estos seres escribieron Pigafetta, Cieza de León, Fernández de Oviedo o Gómara. Que, para emprender su viaje, se asesoró leyendo lo que otros aventureros australes escribieron, es seguro: como ejemplo de este aserto, ahí está la cita que hace de Vespucio, y que acabamos de transcribir. En esta relación, es parco Sarmiento en recuerdos hacia otros, porque quiere presentarse ante el rey --humana debilidad-- como el nuevo e indiscutible descubridor--por eso propone un nuevo nombre para el Estrecho-- de las tierras y mares del austro americano. Espoleada su inquietud científica, quiso ver de cerca aquellos indios de tamaño desmesurado, poniendo rumbo hacia el litoral fueguino y desembarcando en una bahía que recibió el elocuente nombre de Bahía de Gente Grande, aún vigente. Efectivamente, los hombres que allí se hallaban eran de una talla muy superior a la de los españoles. Pero en ningún momento, Sarmiento --que era, por cierto, de baja estatura--, los considera gigantes. Se asombrará, sí, de su fuerza hercúlea (diez de sus hombres, a uno de ellos, apenas le podían tener), y anotará, objetivamente, sus nada corrientes características físicas. Pero no cayó en la exageración, que en relación con el factor humano magallánico fue vicio de tantos exploradores del siglo XVI, del XVII y aun del XVIII, la centuria de las luces. No fue, pues, nuestro hombre quien originó la leyenda que, sumándose a tantas otras fábulas americanas, refería la existencia de gigantes en las tierras australes del Nuevo Mundo. Gigantes, por cierto, para que la fantasía fuese completa, que habitaban una ciudad suntuosa visible entre dos elevaciones del terreno. Veamos cómo describe Sarmiento aquella insólita urbe: Descubrimos unos grandes llanos entre dos lomas muy apacibles a la vista y de muy linda verdura, como sementeras, donde vimos mucha cantidad de bultos como casas, que creímos ser casas y pueblos de aquella gente. Testigo de una visión fugaz, sencillamente, con intelectual prudencia, da Sarmiento cuenta de ella. Ni gigantes, ni ciudades fabulosas. Unas décadas más tarde, Leonardo de Argensola, más imaginativo que el descubridor, se hará eco de las leyendas que este encuentro generó y que venían a ratificar las exageradas apreciaciones sobre la raza de gigantes hechas por Pigafetta en su relación de la primera vuelta al mundo. Sarmiento es, sin duda, el viajero que con mayor rigor describe a estos indígenas meridionales, no habiendo contribuido en absoluto a los inútiles tratados gigantológicos que tanto proliferaron en Europa desde el viaje de Magallanes hasta finales del siglo XVIII. Fue en efecto Pigafetta, el improvisado cronista del gran marino portugués, quien difundió el mito que a tantas mentes crédulas encandiló. De un patagón, dice Pigafetta, que este hombre era tan grande que nuestra cabeza llegaba apenas a su cintura, y el propio traductor al francés del fantasioso relator, Carlos Amoretti, hombre de la Ilustración, lejos de tratar con cordura las exageraciones de aquél, procura testimonios que en las mismas abunden. Así, entre las opiniones al respecto de Byron, Wallis, Cook y Forster, y las más circunspectas de Winter, Narbourough y Bouganville, se queda con las de los primeros, menos ajustadas a razón. Aduce para ello que los habitantes de las costas más meridionales de América no son todos de gigantesca estatura, sino únicamente los individuos de algunas tribus tienen esa talla. Como no habitan siempre en el mismo sitio, ha sucedido que algunos navegantes no los vieron. Este razonamiento choca con el que hace Sarmiento en una relación posterior, señalando que el Río San Juan --en la península Brunswik-- es el límite entre dos pueblos de indios: los grandes y los pequeños. (Obsérvese que dice los grandes, no los gigantes.) Muchos cronistas de América se hicieron eco de las disparatadas referencias a los habitantes del sur del Nuevo Mundo: Fernández de Oviedo, en su Historia General y Natural de las Indias, dice que la costa a ambos lados del Estrecho de Magallanes está habitada por unos gigantes a los cuales llamaron patagones por sus grandes pies, que tienen una estatura de trece palmos, grandísima fuerza y son tan veloces en el correr como muy ligeros caballos o más. Por su parte, Cieza de León, con indisimulado escepticismo, en su Crónica del Perú comenta que porque en el Perú hay fama de los gigantes que vinieron a desembarcar a la Punta de Santa Elena, que es en los términos desta ciudad de Puerto Viejo, me paresció dar noticia de lo que oí dellos, según que yo lo entendí, sin mirar las opiniones del vulgo y sus dichos varios, que siempre engrandece las cosas más de lo que fueron. Gómara, en su Historia de las Indias, afirma que en el Perú hubo gigantes, porque fueron hallados huesos y calaveras con dientes de tres dedos en gordo y cuatro en largo. (Don Manuel Ballesteros, en notas 51 y 224 de su edición de la obra de Cieza --número cuatro de esta Colección-- aclara que los restos óseos que originaron tal mito peruano procedían de animales terciarios.) Y el autor de la Historia de las guerras civiles del Perú, Gutiérrez de Santa Clara, refiere la llegada de gigantes australes al reino de los incas, en período. prehispánico, durante el tiempo de Túpac Yupanqui, personaje al que prestó Sarmiento especial atención, pues fue el Inca viajero, protagonista de un fabuloso viaje por el Pacífico en el que descubrió dos ricas islas: Huanachumbi y Ninachumbi, hacia las que el marino-cronista se proyectaría, descubriendo, con Mendaña, el archipiélago de las Salomón. Es decir, Sarmiento, que con notable inquietud antropológica escudriñó las leyendas y tradiciones incaicas, supo seleccionar las que eran verosímiles, investigándolas por la vía de la práctica (consecuencia de tal actividad fue su primer viaje de descubrimiento). No se dejó deslumbrar, evidentemente, por la que refería la existencia de gigantes en las tierras magallánicas, pese a lo que sobre tan apasionante cuestión escribieron muchos narradores antes que él. El caso es que, ya en el siglo XVIII, continuaban tratadistas y exploradores exagerando y fantaseando en relación con los indígenas del extremo sur americano. El comandante Byron en su Diario del viaje alrededor del mundo --periplo en el que utilizó la Crónica de Sarmiento-- incluye gráficos en los que se compara la estatura de los patagones con la de los europeos: las rodillas de aquéllos llegaban a la cintura de éstos, que resultaban duplicados en talla por los gigantes indígenas. Considerando a estos dibujos reflejo de las realidad, los patagones podrían medir más de tres metros de altura. El propio Sarmiento, que tan cauto se mostró en sus descripciones sobre los gigantes meridionales, fue tergiversado, y así, el franciscano José Torrubia en su Aparato para la Historia Natural Española, publicado en 1754, recurre al descubridor para apoyar su tesis gigantológica, según la cual abundaron las razas de tamaño desmedido en varios puntos de América, incluida Nueva España. En cuanto a Byron, hizo caso omiso de las contenidas opiniones que, sobre el asunto, emitió el navegante español. Fue precisamente el traductor al castellano del viajero británico --el doctor Ortega-- quien, con una actitud crítica muy superior a la del que expresó en francés el Diario de Byron, sitúa la polémica en términos racionales, citando como ejemplo el veredicto de la Real Academia de la Historia respecto de una osamenta incompleta --presuntamente humana-- que, desde el virreinato del Río de la Plata, fue remitida a Madrid. Y acusa el investigador español al francés de recoger citas inciertas y novelas extravagantes, que injustamente atribuye a escritores españoles, para apoyar sus disparatadas teorías. El santacrucense --argentino patagónico-- Juan Hilarión Lenzi, en su Historia de Santa Cruz, magnífica obra que vio la luz en 1970, elegantemente, sin lanzar críticas en tal o cual dirección, o contra ésta o aquella época, pone a cada autor con opinión sobre el discutido tenia, en el lugar que le corresponde. Para los que exageraron, exhibe la atenuante de que los indígenas patagones, seguían impresionando como más altos de lo que eran en realidad. Pensando que la talla media de las primeras tripulaciones castellanas que navegaron las aguas magallánicas no iba mucho más allá del metro sesenta, y que la de los agigantados patagones era de 1,83 metros --según los rigurosos trabajos del naturalista chileno Enrique Ibar Sierra-- se explica el asombro de Pigafetta y de tantos otros observadores posteriores. Por eso, frente al mito, ampliamente difundido, cobra especial valor la figura de Pedro Sarmiento de Gamboa, que no se hizo portavoz de las fábulas --lo reconoce Hilarión Lenzi-- en sus veraces y concretas relaciones. Y en cambio, el que no se dejó impresionar por la leyenda, acabó siendo absorbido por la leyenda. Otro ensueño patagónico fue el de la encantada Ciudad de los Césares, surgida a orillas de un lago sereno y cristalino, y en la que --cuenta Hilarión Lenzi-- el oro y la plata, las gemas y perlas, expresiones mayúsculas de riqueza, abundaban tanto que aquellos eran utilizados para construir vasijas, cubiertos e instrumentos varios, de uso casero y aún de labranza. Era su población mestiza: Hombres blancos --sigue narrando el mismo autor-- habíanse casado con indias; mujeres blancas formaron hogar con varones autóctonos. Dos razas se fusionaron, equilibradamente, de modo tal que se mantuvieron intactos los valores prevalecientes de cada una. Ciudad pagana --en la que había un templo con campana de plata que nadie tañía-- asegurábase que fue fundada por los supervivientes de los desastres australes. Los de los naufragios de las naves de Simón de Alcazaba o de la flota del obispo de Plasencia; los que escaparon tras el ataque de los araucanos a Osorno; los perdidos compañeros de Alonso de Camargo... y los fugitivos --escribe Hilarión Lenzi-- de las ciudades efímeras, desventuradas, que fundó Sarmiento de Gamboa. Y aclara, poético, el historiador argentino: De esos restos misérrimos surgiría la idea de la ciudad que era portento de riqueza; del clamor de los moribundos nació la urbe en que el hombre alcanzaba la divina condición de la inmortalidad. Los vencidos por la naturaleza, los doblegados por las propias flaquezas, daban paso a la ostentosa Ciudad de los Césares, ricos, felices y triunfadores. Cuando Sarmiento escribió sus crónicas, ya bullía en muchas mentes la leyenda de la encantada ciudad austral. Él mismo, al establecer --durante el segundo de sus viajes al Estrecho-- contacto con un grupo de indios magallánicos, se vio sorprendido por una salutación, en castellano, que estos le hicieron: Paz, paz Jesús, María, Capitán. ¿Cómo conocían aquellos indígenas tan alejados de toda implantación española tales vocablos? Pudo el navegante haber supuesto una conexión entre ellos y alguna ciudad española meridional y no conocida. ¿Por qué no la de los Césares? En cambio, prudente y con rigor científico, extrae de su recuerdo las diversas hipótesis que pueden explicar el curioso fenómeno: y así, dice que pueden haberlas aprendido de un capitán Quirós de que hay noticia por Chile que está en esta tierra con sesenta hombres años ha. Y con sorprendente precisión, añade: También se lee en una relación impresa del viaje que hizo al Estrecho el Comendador Loaysa el año de 1526 en el capítulo VI, que yendo caminando en este Estrecho por la costa de la mar dél un clérigo llamado don Juan de Yrarza y otros tres compañeros a buscar la nao del general, se perdió uno de los compañeros llamado Juan Pérez de Yguerola (...), y pudo ser que los indios que estaban cerca guardasen el tal Juan Pérez y dél hayan aprendido estas palabras. Ni en esta crónica, ni en ninguna, aparece Sarmiento como vocero de lo fantástico. Sus juicios son siempre medidos, razonables, lógicos. Somete a crítica lo que ve y lo que oye, y tras ese proceso intelectual, emite su parecer. Su rigor frente a la leyenda otorga particular mérito a una destacada característica de su personalidad: su acendrado fervor religioso.
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Sahagún en Nueva España Tras su llegada a México en 1529, como quedó ya dicho, se dedicó con todo ahínco a estudiar la lengua y la cultura del pueblo que había ido a evangelizar. Fue tal su éxito que al decir de Mendieta, y sus escritos lo prueban, "aprendió en breve la lengua mexicana, y súpola tan bien, que ninguno otro hasta hoy se le ha igualado en alcanzar los secretos de ella." (1971: 663). A diferencia de los conquistadores, quienes no mostraron gran inquietud por comprender la nueva realidad con que se encontraron, o incluso la misma Europa que durante, al menos, los primeros tres cuartos de siglo la ignoró, un gran número de misioneros, por diferentes razones, trataron de conocerla y sus escritos nos han dejado gran parte de la mejor documentación que se posee de la civilización prehispánica. Es precisamente en este aspecto donde la figura de Bernardino de Sahagún destaca como ninguna otra. Los primeros años de su estancia los pasó en los conventos de Tlalmanalco y Xochimilco, situados a poca distancia al sureste y sur respectivamente de México. Fue tal vez aquí donde Sahagún debió comenzar a tener sus dudas sobre la validez del optimismo expresado por sus hermanos de orden que le habían precedido en cuanto a la conversión de los habitantes de la Nueva España. En el "prólogo" a su Arte adivinatoria Sahagún recordará como: A todos nos fue dicho (como ya se había dicho a los padres dominicos) que esta gente había venido a la fe tan de veras, y estaban casi todos baptizados y tan enteros en la fe católica de la Iglesia Romana, que no había necesidad ninguna de predicar contra la idolatría, porque la tenían dejada ellos muy de veras. Tuvimos esta información por muy verdadera y milagrosa, porque en tan poco tiempo y con tan poca lengua y predicación y sin milagro alguno, tanta muchedumbre de gente se había convertido y unido al gremio de la Iglesia, y así dejamos las armas que traíamos muy afiladas para contra la idolatría, y del consejo y persuasión de estos padres comenzamos a predicar cosas morales acerca de los artículos de la fe y de los siete sacramentos de la Iglesia (en García Icazbalceta 1954: 382). Pero la realidad era muy distinta, porque, según Sahagún, "se ignoraba la conspiración que habían hecho entre sí los principales y sátrapas de recebir a Jesucristo entre sus dioses", y por ello continúa diciendo en el mismo prólogo: De esta manera se inclinaron con facilidad a tomar por dios al Dios de los españoles; pero no para que dejasen los suyos antiguos, y esto ocultaron en el catecismo cuando se baptizaron, y al tiempo del catecismo, preguntados si creían en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, con los demás artículos de la fe, respondían quemachca, que sí, conforme a la conspiración y costumbre que tenían; y preguntados si renegaban de todos los otros dioses que habían adorado, respondían también quemachca, que sí, paliadamente y mentirosamente (en García Icazbalceta 1954: 383). Para remediar esta situación Sahagún propone tres postulados, que serán precisamente los que marcarán toda su obra. El primero consistiría en la "investigación e inquisición de saber las cosas idolátricas que públicamente se hacen en todos los pueblos, barrios o aldeas de toda esta Nueva España." El segundo, el que los predicadores lleven a cabo su misión con vocación y prudencia. Y el tercero "es que los confesores sepan los ritos idolátricos que antiguamente tenían éstos en sus sacramentos como en sus sacrificios y supersticiones y pecados carnales, para que si el penitente tocare un vocablo o dos en que se pueda conocer y tomar asilla para preguntar de alguna cosa que en aquel vocablo o vocablos se toca, lo sepan entender y proseguir y sacar..." (en García Icazbalceta 1954: 384). Es decir, que lo que Sahagún propone es el conocimiento científico y lingüístico de los pueblos a evangelizar, si bien movido por su afán proselitista. Estas mismas preocupaciones aparecen también declaradas en el prólogo general y en el del libro III de su HGCNE. Lo propuesto por Sahagún lo lleva a cabo como ejemplo en su propio caso. Si como ya se indicó logró adquirir sin grandes dificultades un buen dominio de la lengua del pueblo conquistado, la tarea para obtener los conocimientos propuestos no resultó tan fácil. Gran parte de la documentación pictográfica e ideográfica de los aztecas había sido destruida (ver Libro X, xxvii Relación del autor y xxix, 13) no sólo por los españoles en su intento de erradicar todo lo que tuviese algo que ver con la idolatría, sino también por la tribu aliada de los tlaxcaltecas, e incluso por los mismos aztecas para que no cayesen en manos no debidas. No obstante, Sahagún, como se verá más adelante al hablar del método de composición de la HGCNE, logró por medio del uso de informantes los objetivos deseados. En 1536 pasa Sahagún al Colegio de Santa Cruz de Tlaltelolco, situado a corta distancia al norte de México, donde impartió clases de latín durante los cuatro años siguientes. El Colegio de Santa Cruz se inaguró ese mismo año de 1536 gracias a los auspicios del primer obispo de México fray Juan de Zumárraga y del Virrey Antonio de Mendoza. La misión de esta institución era la de educar a "niños de diez a doce años, hijos de los señores y principales de los mayores pueblos o provincias de esta Nueva España, trayendo allí dos o tres de cada cabecera o pueblo principal" (Mendieta 1971: 414). Es decir, el formar a la nueva generación de la clase dirigente de los aztecas fuera de la influencia de su propia cultura. Conjetura con mucha razón Nicolau D'Olwer (1952: 32-33) que el Colegio se estableciese en Tlaltelolco por haber sido este lugar, antes de la llegada de los españoles, la sede de un importante calmécac, especie de templo-escuela donde se educaban precisamente los hijos de los nobles. El Colegio de Santa Cruz, al igual que otros colegios, venía así a sustituir el sistema de educación azteca por el cristiano, como lo hacían las iglesias, en cuanto al sistema ceremonial religioso, con respecto a los templos o cúes indígenas. No fue, sin embargo, la creación de este colegio del agrado de todo el mundo, tanto religiosos como seglares se quejaron de la insensatez y peligro, según ellos, que representaba la enseñanza de la gramática a los indígenas. Mendieta (1971: 416-417) enumera las razones que se dieron, tales como la de que el conocimiento del latín por parte de los indios no redundaba en ningún beneficio para la república, mientras que podía dar pie a la renovación de la herejía entre ellos; e incluso llega a mencionar que algunos de los religiosos que se opusieron, lo hacían por temor de que los indios le notasen, en la celebración de los oficios de la iglesia, su poco conocimiento del latín. Lo mismo indica Sahagún (Libro X, xxvii "Relación del autor"), a la vez que refuta los argumentos. En realidad este episodio no es sino un ejemplo más de las muchas desavenencias existentes entre los diferentes grupos en la Nueva España que veían con recelo cualquier ocasión que pudiera dar a un sector, en este caso los franciscanos, una superior ventaja sobre los sometidos. Estos años fueron marco de las discordias entre los partidarios de Cortés y sus oponentes, entre el poder civil y el religioso, entre las diferentes órdenes, e incluso dentro de una misma orden, entre diferentes facciones. En esta primera estancia en Tlatelolco Sahagún comienza a componer, en lengua azteca, una serie de materiales religiosos para ayuda de la predicación "no traduzidos de sermonario alguno sino compuestos nuevamente a la medida de la capacidad de los indios: breves en materia y en lenguaje congruo venusto y llano facil de entender para todos los que le oyere altos y baxos principales y macegales hombres y mugeres" (en Chavero 1948: 29), cuyos resultados fue lo que hoy se conoce como Sermones de dominicas y de santos en lengua mexicana, y tal vez una de las primeras redacciones del Evangeliarum, Epistolarium et Lectionarium Aztecum sive Mexicanum. En 1540 Sahagún abandona el Colegio de Santa Cruz y hasta el año de 1545, en que regresará de nuevo a él, parece haber residido en el convento de Huexotzinco, situado cerca de la ciudad de Cholula, al suroeste de México. Como ya lo han señalado sus biógrafos, desde García Icazbalceta en adelante, numerosos recuerdos de este periodo, con precisiones geográficas de la región del valle de Puebla, aparecen mencionados muchos años más tarde en su HGCNE. En efecto, Sahagún describe la gran pirámide de Cholula (Prólogo y Libro X, xxix, Párrapho 13), menciona los monasterios de Cholula y Huexotzinco (Libro X, xxvii Relación del autor), describe con bastante prolijidad unos arroyos cerca de Huexotzinco (Libro XI, xii, Párrapho segundo), y recuerda su ascensión al Popocatépetl y al Iztactépetl, así como haber contemplado la erupción del Poyauhtécatl (Pico de Orizaba) (Libro XI, xii, Párrapho sexto). Estos recorridos por las tierras al sureste de México debieron de tener como fin no sólo el de llevar a cabo su misión evangelizadora, sino también el de profundizar su conocimiento de la cultura indígena. En 1545 se encuentra de nuevo Sahagún en Tlaltelolco durante la gran epidemia que casi le costó la vida. Gran cantidad de gente murió a causa de esta epidemia de "tabardete" (tifus exantemático), y él nos asegura haber enterrado a "más de diez mil cuerpos" (Libro XI, xii, Párrapho octavo). Fue ésta una de las varias epidemias que diezmaron la población indígena, hasta el punto de considerarse hoy que desde 1519 hasta 1605 la población se redujo en un noventa y cinco por ciento. Al terminar esta epidemia se llevó a cabo la reorganización del Colegio de Santa Cruz, mediante la cual los franciscanos dejaron en manos de los naturales la dirección del mismo (Libro X, xxvii, Relación del autor). También por esta época Sahagún se dedica a recopilar directamente en náhuatl el tratado De la retórica y philosophía moral y teología de la gente mexicana, que al traducirlo al romance treinta años después, en 1577, incorporaría a su monumental HGCNE como Libro VI. Durante los próximos siete años la cronología del quehacer de fray Bernardino de nuevo no es muy precisa. Fue guardián del convento de Xochimilco, definidor de la orden, visitador de la de Michoacán, e hizo un viaje a Tula, la antigua capital del reino tolteca (Nicolau D'Olwer 1952: 44-45). No obstante, hacia 1555 Sahagún se encuentra una vez más en Tlaltelolco, ocupado esta vez en recoger el testimonio directo de los naturales y en su propia lengua de la historia de la conquista. Esto lo afirma el mismo Sahagún en su declaración Al lector al hacer su revisión en 1585 del Libro XII de la HGCNE: Cuando escribi en este Pueblo del Tlaltilulco, los doce libros de la historia de esta nueva España ... el nono libro fue de la conquista de esta Tierra. Cuando esta escritura se escribio (que ya ha mas de treinta años) toda se escribio en lengua mexicana, y despues se romancio toda. Los que me ayudaron a esta escritura, fueron viejos principales, y muy entendidos en todas las cosas, asi de la Idolatria, como de la Republica, y oficios de ella: y tambien que se hallaron presentes en la Guerra cuando se conquisto esta ciudad (ed. de S. L. Cline 1989: 147). Las dos recopilaciones a que se ha hecho mención, llevadas a cabo en lengua náhuati, provocó el malestar de quienes consideraban que la lengua indígena no se debería utlizar. Esta actitud en cuanto al uso de la lengua indígena afectará, en una serie de vaivenes, la labor de Sahagún durante las próximas dos décadas, resolviéndose con la total prohibición, e incluso incautación de sus obras, determinada por la cédula de Felipe II del 22 de abril de 1577 dirigida al virrey Martín Enríquez. En ella el rey le dice que: Os mandamos que luego que recibáis esta nuestra cédula, con mucho cuidado y diligencia procuréis haber estos libros, sin que de ellos quede original ni traslado alguno, los enviéis a buen recaudo en la primera ocasión a nuestro Consejo de Indias, para que en él se vean; y estaréis advertido de no consentir que por ninguna manera persona alguna escriba cosas que toquen a supersticiones y manera de vivir que estos indios tenían, en ninguna lengua, porque así conviene al servicio de Dios Nuestro Señor y nuestro (Códice Franciscano 1941: 249-50). En 1558, tras ser instaurado como provincial de la orden fray Francisco de Toral, Sahagún comienza la labor que le ocuparía los próximos veinte años y que constituiría su magna obra, la HGCNE. Él mismo nos dice en el Prólogo al Libro II que el nuevo provincial le mandó escribir "en lengua mexicana" lo que considerase oportuno para el fortalecimiento del cristianismo entre los naturales y para ayuda de los ministros encargados de llevar a cabo la evangelización. Para llevar a cabo su misión, continúa informándonos Sahagún, redactó en castellano una "minuta o memoria", es decir una especie de programa a seguir, y se trasladó a la localidad de Tepepulco, ubicada en la parte oriental de lo que fue el lago Texcoco, a unos veinte kilómetros de México. Allí, tras conferir con el señor y los principales del pueblo, le fue facilitada la ayuda de "hasta diez o doce principales ancianos", con quienes, y junto con cuatro discípulos suyos de Tlatelolco, Sahagún mantuvo por espacio de "cerca de dos años" una serie de conversaciones en las que se trataron los temas de la minuta previamente establecida. Durante estos encuentros los ancianos le entregaron a Sahagún unos códices pictográficos ("pinturas" nos dice él), que fueron anotados por los discípulos en su lengua. Esta documentación recogida en Tepepulco es lo que hoy se llama Primeros memoriales, según lo hizo Paso y Troncoso, quien estableció corresponde a los folios 250r-303v del Códice Matritense de la Biblioteca de Palacio, y a los folios 51r-85v del Códice Matritense de la Real Academia de la Historia. La materia, dividida en cuatro capítulos, contiene según la nomenclatura del erudito mexicano lo siguiente: "Dioses"; "Cielo e infierno"; "Señorío"; y "Cosas humanas" (Nicholson 1973: 207-218, y Dibble 1982: 12). A fines de 1560 o principios de 1561 pasó Sahagún con todos sus escritos de nuevo a Tlatelolco, donde, siguiendo un procedimiento semejante al de Tepepulco, consiguió se le asignasen un grupo de principales "hábiles en su lengua" y versados en sus "antiguallas". Con ellos y "con cuatro o cinco colegiales, todos trilingües", por espacio de algo más de un año corrigió y revisó los materiales traídos de Tepepulco, e hizo que se volvieran a escribir (Prólogo al Libro II). El trabajo resultante constituye lo que hoy se conoce como Segundos memoriales, de los que nos quedan dos fragmentos que corresponden a los fólios 49 52 del Códice Matritense de la Biblioteca de Palacio, y a los folios 2 5 del de la Real Academia de la Historia. Estamos, pues, en 1562. A partir de este momento y hasta la redacción final en náhuatl de la HGCNE, realizada en 1569 (Prólogo), Sahagún lleva a cabo todo un enorme proceso de acumulación, revisión y restructuración de sus materiales. En esta etapa, según el importante estudio de Jiménez Moreno (1938: xxxviii-xl) y las sucesivas modificaciones y precisiones establecidas desde entonces (Nicolau D'Olwer 1952: 56-66; Cline 1973: 190-93; Glass 1978: 33-34; y Dibble 1982: 13-14), Sahagún, todavía en Tlatelolco, produjo entre 1563 y 1565, junto con sus informantes y colaboradores, un borrador conocido hoy como Memoriales en tres columnas (folios 33-48, 54-159, 178-249 del Códice Matritense de la Biblioteca de Palacio, y folios 6-50, 104-342 del de la Real Academia de la Historia), en el cual el texto en náhuatl ocupa la columna central. La columna de la izquierda debería llevar una paráfrasis en español y la de la derecha las glosas al texto central, pero esto sólo ocurre en un número limitado de folios tanto en el códice de Palacio como en el de la Academia. A este mismo periodo, es decir 1563-65, pertenece el llamado Memoriales con escolios (folios 160-70 del Códice Matritense de la Biblioteca de Palacio y folios 88-96 del de la Real Academia de la Historia), que es una copia en limpio y algo revisada de las partes completas de los Memoriales en tres columnas. El trabajo de toda esta etapa: los Segundos memoriales, los Memoriales en tres columnas, y los Memoriales con escolios, representa una considerable ampliación con respecto a la de Tepepulco. Los capítulos han pasado a ser libros, y se ha añadido un quinto libro sobre las "Cosas naturales". En 1565 Sahagún se mudó a México con todos sus materiales, y allí, según él mismo afirma, "por espacio de tres años", a solas, repasa, enmienda y reorganiza su obra en "doze libros, y cada libro por capítulos, y algunos libros por capítulos y párraphos" (Prólogo al Libro II). Esta labor, según Jiménez Moreno, pasó por tres etapas. En la primera, los cinco libros de Tlatelolco se convierten en nueve al dividir el primero ("Dioses") en tres (Libros I, II y III actuales), y añadir, como libros séptimo y noveno respectivamente, los textos de la "Retórica y filosofía" y de la "Conquista de México", que, como se recordará, había compuesto hacía ya tiempo; además, en esta primera etapa al segundo libro ("Cielo e infierno") se le asigna el número cuarto, al tercero ("Señorío") el número octavo, al cuarto ("Cosas humanas") el número cinco, y al quinto ("Cosas naturales") el número sexto. En la segunda etapa los cambios consisten en dividir el reciente numerado libro cuarto en tres: Libros IV, V, VI (que corresponden respectivamente a los actuales Libros VII, IV y V); se divide también el reciente numerado libro octavo en dos: Libros VIII y IX (que son también los actuales); y se le asigna a los recientes numerados libros quinto y sexto un nuevo orden, Libros X y XI respectivamente (que son los lugares que ocupan en la actualidad). Quedan así establecidos los doce libros, que en la tercera etapa, y definitiva, sufrirán una última reorganización. En ésta los Libros IV, V y VI de la segunda etapa pasan a ser los definitivos VII, IV y V respectivamente, y el Libro VII ("Retórica y filosofía") pasa a ser el Libro VI (véase el "Esquema del proceso" que se adjunta para mayor claridad). De los doce libros, así organizados, se sacó una copia en limpio -hoy perdida- en 1569, según indica el propio Sahagún (Prólogo), que debería haber estado dispuesta en tres columnas: "la primera de lengua española; la segunda, la lengua mexicana; la tercera, la declaración de los vocablos mexicanos señalados con sus cifras en ambas partes", pero la copia en limpio sólo se hizo de la segunda columna "por no haver podido más por falta de ayuda y favor" (Al sincero lector). La "falta de ayuda y favor" a que alude se refiere al hecho de que, al terminar la redacción en limpio del texto arriba mencionado, Sahagún le pidió al padre comisario fray Francisco de Ribera que sometiese su obra, en el capítulo provincial que se iba a celebrar, a la consideración de algunos religiosos. Aunque el dictamen fue favorable y se consideró su obra como de "mucha estima", a un grupo de los definidores "les pareció que era contra la pobreza gastar dineros en escrivirse aquellas escrituras", y así le ordenaron despedir a sus amanuenses, otorgándole a él escribir lo que desease. Esta decisión paraba de hecho su labor, ya que para esta época fray Bernardino era "mayor de setenta años y por temblor de la mano" no podía escribir nada (Prólogo al Libro II). No debió contentarse Sahagún con esta decisión, pues, siguiendo con la información que nos provee el ya tan mencionado Prólogo al Libro II, este año de 1570, hizo un "sumario de todos los libros y de todos los capítulos de cada libro, y los prólogos" que entregó a fray Miguel Navarro y fray Gerónimo de Mendieta para llevarlo a España, para que se conociera "lo que estava escrito cerca de las cosas de esta tierra". Esta iniciativa de Sahagún tuvo éxito, ya que, como se verá más adelante, el "sumario" llegó a conocimiento de Juan de Ovando, presidente del Consejo de Indias, quien mostró interés por la obra completa. Este "sumario" se considera hoy perdido. No contento con sola esta gestión, Sahagún envió al Papa Pío V, a finales de este mismo año un Breve compendio de los ritos idolátricos de Nueva España, que es básicamente un resumen de los primeros dos libros de la HGCNE. Si bien en la carta dedicatoria al Pontífice no lo declara, hay que pensar que, al ir por encima de los regentes de su orden, Sahagún buscase en él apoyo para continuar su obra, lo que explicaría también el dato curioso de que nunca se refiera al Breve compendio en los diferentes y detallados comentarios que inserta en la HGCNE. El manuscrito, conservado hoy en el Archivo Secreto Vaticano, lleva la firma del autor y está fechado en México a 25 de diciembre de 1570 (Oliger 1942: 174). En el periodo de 1569 a 1571 comenzó a redactar una versión en español, que es lo que hoy se conoce como Memoriales en español y que contiene los Libros I y V sin prólogos ni apéndices (son los folios 1-24 del Códice Matritense de la Biblioteca de Palacio). Mientras tanto fray Alonso de Escalona, quien había sido elegido provincial de la orden, mandó recoger todos los libros de Sahagún y los dispersó por toda la provincia, "donde fueron vistos de muchos religiosos y aprovados por muy preciosos y provechosos" (Prólogo al Libro II). La recogida de los libros no se debió llevar a cabo, como ha sido ya señalado (Marchetti 1983: 254), hasta el año de 1571, ya que esta fecha se menciona en el Libro VIII, cap. v, lo que indicaría además que para ese tiempo se había iniciado ya lo que habría de constituir la traducción total en romance. Interrumpida una vez más su labor, Sahagún regresó al Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco con motivo de la reorganización que del mismo tuvo lugar en 1572. Mediante ella el Colegio volvió a estar bajo la dirección de los franciscanos, y allí estableció fray Bernardino su residencia principal por el resto de sus días. A finales de septiembre de 1573 regresó de España fray Miguel Navarro, esta vez en calidad de comisario general, especie de delegado general enviado por el Papa. Este mandó que se recogiesen los libros dispersos bajo las órdenes de Escalona, "y desque estuvieron recogidos de ahí a un año, poco más o menos", fueron a parar a manos de Sahagún. No por ello pudo reanudar su trabajo. Fray Miguel Navarro, debido a las tensiones existentes entre diferentes facciones de la orden franciscana, se vio obligado a renunciar a su cargo y decidió regresar a España en el otoño de 1574. Con la llegada a México del nuevo comisario general, fray Rodrigo de Sequera, en septiembre de 1575, la labor de Sahagún pudo reanudarse y llevarse a feliz término. El pasaje con que termina el Prólogo al Libro II presenta esta última etapa, a la vez que muy elocuentemente expresa el largo y tedioso proceso sufrido: En este tiempo ninguna cosa se hizo en ellos, ni huvo quien favoreciese para acabarse de traducir mi subrayado en romance, hasta que el padre Comissario general fray Rodrigo de Sequera vino a estas partes y los vio y se contentó mucho de ellos, y mandó al dicho autor que los traduxese en romance, y proveyó de todo lo necessario para que se escriviesen de nuevo, la lengua mexicana en una coluna y el romance en la otra, para los embiar a España, porque los procuró el ilustríssimo señor don Juan de Ovando, presidente del Consejo de Indias, porque te- nía noticias de estos libros por razón del sumario que el dicho padre fray Miguel Navarro havía llevado a España, como arriba se dixo. Todo lo sobredicho haze al propósito de que se entienda que esta obra ha sido examinada y apurada por muchos, y en muchos años, y se han passado muchos trabajos y desgracias hasta ponerla en el estado que agora está. Así, con el nuevo apoyo, hay que suponer que Sahagún realizó su texto bilingüe en los años 1576-1577. Esta fecha coincide con toda la información que poseemos. En primer lugar 1576 como término ad quo es compatible con la declaración de Sahagún de que "estuviéronse las escrituras sin hazer nada en ellas más de cinco años" (Prólogo al Libro II), ya que como vimos arriba la requisición de sus obras se llevó a cabo en 1571; las únicas fechas de composición que se mencionan en la HGCNE son la de 1576 (Libros I-V, X y XI) y la de 1577 del Libro VI; hay que pensar también que como Sequera llegó a México en septiembre de 1575, algunos meses pasarían mientras el comisario general pudo ver la obra y proveer los medios necesarios para su ejecución. Por otra parte el año de 1577 como término ad quem es consecuente con las fechas arriba mencionadas, y con lo que el mismo Sahagún declara en la carta, fechada a 26 de marzo de 1578, que dirigió a Felipe II con motivo de la cédula expedida por el rey en la que, como quedó ya dicho atrás, se ordenaba la incautación de su obra. Este documento, publicado por García Icazbalceta (1954: pág. 348), dice lo siguiente: El virrey D. Martín Enríquez tuvo una cédula de V.M., por la cual se le mandaba que unas obras que yo he escrito en lengua mexicana y española con brevedad se enviasen a V.M., lo cual me dijo el Visorrey y también el Arzobispo de esta ciudad; todas las cuales obras acabé de sacar en limpio este año pasado, y las di a Fr. Rodrigo de Sequera, Comisario General de nuestra orden de S. Francisco, para que si él fuesse las llevase a V.M., y si no, que las enviase, porque cuando la cédula vino, ya el dicho las tenía en su poder. Tengo entendido que el Visorrey y Comisario enviarán a V.M. estas obras que están repartidas en doce libros en cuatro volúmenes, en esta flota, si no las enviaron en el navío de aviso que poco ha salió; y si no las envían, suplico a V.M. humildemente sea servido de mandar que sea avisado, para que se torne a trasladar de nuevo, y no se pierda esta coyuntura, y queden en olvido las cosas memorables de este Nuevo Mundo mis subrayados. Tenemos, pues, que la obra en "doce libros" y en "cuatro volúmenes", lo que coincide con la descripción que aparece en el prólogo al Libro IX de la HGCNE, se terminó de "sacar en limpio" en 1577, el "año pasado" al de la carta enviada, y que ese mismo año fue entregada a Sequera. Esta es la obra que hoy se conoce como el Códice Florentino, y que aquí se edita. Más adelante en el apartado dedicado a los manuscritos de la HGCNE se tratará de explicar cómo esta obra fue a parar a Italia. No obstante, la mayoría de los estudiosos de la obra de Sahagún, a excepción de Marchetti (1983: 534), han supuesto dos redacciones de la HGCNE en este periodo: una que identifican como "manuscrito Enríquez" que se habría realizado en 1576-1577, hoy perdido, y una segunda, "manuscrito Sequera", realizada en 1578-1579 que identifican con el Códice Florentino. Se basan para ello en el testimonio de Sahagún que incorpora a la segunda versión del Libro XII ("El libro de la conquista"realizada en 1585. En él, al referirse a los libros de su historia, dice: ... los cuales libros que fueron doce embió por ellos nuestro Señor el Rey Don Felipe y se los embié yo por manos del Señor D. Martin Enriquez: Viso Rey que fué de esta tierra, y no sé lo que se hizo de ellos, ni en cuyo poder estan ahora, llevolos despues de esto, el padre Fray Rodrigo de Sequera, desque hizo su oficio de comisario en esta tierra, y nunca me ha escrito, ni hecho saber en que pararon aquellos libros que llevó en lengua Mexicana y Castellana, y muy historiados, ni sé en cuyo poder estan ahora (ed. de S. L. Cline 1989: 237). Creo, y así también opina Marchetti, que lo que refleja el pasaje arriba citado es un total despiste por parte de Sahagún de lo ocurrido con su obra. El texto es bastante confuso y sólo hace referencia a vagas secuencias de envíos y no a redacciones o copias de ningún tipo. No obstante, puede existir otra posible explicación, a la que me referiré más adelante al hablar de los manuscritos de la HGCNE.
contexto
Traducción y oralidad en la Crónica mexicana Lo cual pone sobre el tapete la cuestión del idioma. Ante todo, basta una simple ojeada para comprobar que el castellano del texto no resulta nada fácil de leer. De hecho, la mezcla de estructuras heterodoxas, grafías arcaicas y cultismos difícilmente inteligibles para el lector actual63 convierte la lectura de la Crónica mexicana en un auténtico acto de fe que influye de forma negativa en la valoración de la obra y del autor. En principio, las características enunciadas en el párrafo anterior responden a una traducción literal de finales del siglo XVI, y bastante buena, como pone de manifiesto la comparación de la versión que da Tezozomoc de la única frase en nahuatl de la Crónica mexicana que tiene su equivalente en la Mexicayotl. El párrafo en cuestión aparece en una de las muchas arengas patrióticas a las que tan aficionado era Tezozomoc; concretamente figura a modo de resumen del discurso que el Tlatoani Ahuitzotl dirigió a los mexicanos que marchaban a colonizar los antiguos señoríos de Oztoman y Alahuiztlan, cuya población, incluyendo niños, mujeres y ancianos, fue masacrada por rebelarse contra el imperialismo tenochca. Ahuitzotl, según su lejano pariente, animó a los colonos a que: se jatasen siempre de ser mexicanos y por tales abidos, temidos, benidos y llegados al paraxe de tultzalan, acatzalan, benedizos, chichimeca, biejos, antiguos, de uxpalatl matlalatl yninepanian, atlatlaya michin, ypan mani coatl yçomocayan, cuauhtli y tlacuayan, Mexico Tenuchtitlan, como dezir --traduce Alvarado Tezozomoc--, "en el agua clara como la pluma rrica dorada, azul, una agua sobre otra, adonde hierue y espuma el agua, asiento de pescado, adonde silua la gran culebra, en el comedero de la águila caudal, situado Mexico Tenuchtitlan"64. La misma poética descripción de Tenochtitlan se reproduce sin variar apenas en el prólogo de la Mexicayotl. Aparece tras un párrafo donde abundan los gentilicios similares a los antes citados (teochichimecas, mexicanos, viejos, etc.), y reza así: yn cuauhtli ynequetzayan ynquauhtli ypipitzacayan. ynquauhtli ynetomayan quauhtli ytlaquayan. ycohuyatl yçomocayan yn michin ypatlanian: ynmatlatatl yntozpallatl yninepajuhyan ynatlatlayan. ynoncan ynihuiyotl machoco yntoltzallâ ynacatzallâ. O lo que es lo mismo, según la versión literal del afamado nahuatlato Adrián León, traductor de la Crónica mexicayotl: el lugar donde se extiende el águila, el lugar donde come el águila, el lugar donde es desgarrada la serpiente, el lugar en donde nada el pez, el agua azul, el agua amarilla, el lugar de entronque, el lugar del agua abrasada, allá en el ¿brazalete? de plumas, dentro de los tules, dentro de los carrizos65. Como puede observarse, la traducción de Tezozomoc no tiene nada que envidiar a la de León. A lo largo y ancho de la crónica, Don Hernando, como buen faraute, se esfuerza por hacer comprensibles para un lector español ciertos términos intraducibles. Por ejemplo, vuelve correctamente motenhuitec al castellano, traduciendo el invertible gritarse a uno mismo como alarido con boca y mano, forma mucho más correcta para designar el ulular bélico característico de los indios norteamericanos que también usaban los nahuas del México Central66. E incluso no duda en cometer anacronismos, como el poner en boca de Tlacaelel la expresión "Hazé cuenta <que> hezistes el mensaje al fuego y brasa del ynfierno y que de allá salistes"67, una clarísima concesión a la mentalidad hispana, ya que no había fuego ni brasas en el ultramundo mesoamericano. El interés de Tezozomoc Por el lenguaje llega a veces a niveles obsesionantes que dificultan la lectura, pues incluye continuamente largas y repetitivas listas de voces nahua acompañadas por su traducción. Así, por ejemplo, describe la coronación de Ahuitzotl con las siguientes palabras: E acabado esto, le ponen la corona, que es azul, de pedrería rrica, como media mitra <que> le llaman xiuhtzolli. Luego le aguxerean la ternilla de la nariz dentro de las bentanas de la nariz y luego le ponen lo que llaman teoxiuhcapitzalli, una piedra muy sutil, delgada, pequeñita, en la nariz, y luego le ponen el matzopetztli, significa manopla o guante de malla, y en el pie derecho, <en > la garganta del pie, le ponen una muñequera de cuero colorado <que> llaman ycxitecuecuextli, y luego le ponen las cótaras azules <que> son xiuhcactli, y una manta azul de rred con pedrería senbrada; luego le ponen el maxtli, pañetes azule labrado68. Sorprendentemente, esta rutina --que invita a pensar que Tezozomoc seguía el método del padre Sahagún y de su cuñado Valeriano--se corta a veces cuando la traducción es más necesaria: las mantas de las diferentes maneras, que llaman coaxacayo <en> sus esquisitos nombres y no bariar de lo que es naturalmente llamado no se le dé el sentido aquí, y con su beçolera <que> llaman tentecomachoc y otra tenxiuhcoayo y tlauhtonatiuhyo y xiuhtlalpiltilmatli, que esta manta es manera de una rred azul y en los ñudos de ella, <en> las lazadas, una piedra rrica apegada a ella sotilmente, y con su pañete yn yaocamaxaliuhqui y tzohuazalmaxtlatl y yacahualiuhqui, pañetes diferentes69. El hecho de que posiblemente los taparrabos tuvieran un uso ritual explica la reticencia a describirlos o a traducirlos, pero, desde luego, no la de ese fanático de la lingüística, y fervoroso cristiano, que era Alvarado Tezozomoc, sino la del informante que participó en la elaboración del original nahuatl. Un original nahuatl sobre el cual se han volcado ríos de tinta desde que a mediados del siglo pasado José Fernando Ramírez descubriera en la biblioteca del convento de San Francisco el Grande de México un manuscrito intitulado Relación del origen de los indios que habitan esta Nueva España, según sus historias. Para la historiografía mexicana decimonónica, la relación --rebautizada con el nombre de Códice Ramírez en honor del erudito que la encontró-- era la traducción castellana de un texto escrito en lengua mexicana que también había servido de fuente a la Crónica mexicana y a la Historia de las Indias de la Nueva España, del fraile dominico Diego Durán. La hipótesis fue en parte confirmada y en parte rechazada un siglo después por Robert H. Barlow, quien aceptó la existencia de una historia en nahuatl perdida, a la cual denominó con el instinto literario que le caracterizaba --Barlow había sido miembro del círculo de H. P. Lovecraft, el célebre escritor de cuentos de terror--Crónica X, pero rechazó de plano que el Códice Ramírez fuera la traducción más antigua. Según él, la relación era un resumen elaborado por el jesuita Juan de Tovar de la Historia de las Indias de Durán; historia que, a su vez, sería en una versión parafrástica de la famosa crónica perdida, la misma que vertió Tezozomoc al castellano con el título de Crónica mexicana. Ahora bien, si tenemos en cuenta la más que conservadora mentalidad de Tezozomoc, sus obsesiones, frustraciones, posesiones e intenciones, la conclusión lógica es que volcó al castellano el misterioso documento con los mínimos cambios posibles. Dicho de otra forma y parafraseando a Barlow, si se conociera el nombre del autor de la Crónica X, su nombre sería Hernando de Alvarado. La prueba de lo apuntado se encuentra en los fragmentos que siguen, los únicos donde coinciden casi literalmente las dos obras de Don Hernando. y allí cumplió otro año, ome tuchtli. Y allí les habló Huitzilopochtli a los mexicanos, a los saçerdotes que son nombrados teomamaque (cargadores del dios), <que> heran Cuauhtloquetzqui y Axoloa, Tlamacazqui, y a Ococaltzin, a estos cargadores de este ydolo llamados saçerdotes les dixo: "Padres míos, mirá lo que a deuenir a ser, aguardá y lo beréis, que yo sé todo esto y lo que a de benir y susçeder. Esforçáos, començáos aparejar y mirá que no emos de estar más aquí, que otro poco adelante yremos en donde emos de aguardar y asistir y hazer asiento,y cantemos, que dos géneros de gentes uendrán sobre nosotros muy presto" (Crónica mexicana, c.? 3). y allá en chapultepec "ataron" también el año, la cuenta de años 2-caña. E inmediatamente da Huitzilopochtli órdenes a los "teomamas", a los llamados Cuauhtlequetzqui, el segundo Axolohuâ, sacerdote, y el tercero, llamado Ococaltzin; díjoles Huitzilopochtli: "¡Oh, padres míos!, esperad aún por aquello que ha de hacerse, pues lo veréis, pero esperarlo todavía, que yo lo sé; esforzaos, atreveos, reforzaos, arreglaos, ya que no es aquí donde estaremos, sino que aún más allá están a quienes cautivaremos, a quienes regiremos; y además esperemos a quienes nos vengan a destruir, que de ellos vienen ya dos clases" (Crónica mexicayotl). Dejando a un lado las variaciones fruto de la traducción, la similitud es tal que parece fuera de toda duda que Alvarado transcribió por duplicado la lectura que dos de sus amados viejos hicieron de un mismo códice prehispánico en épocas distintas, y lo efectuó con mentalidad mexicana porque de lo contrario se habría dado cuenta que el lector de la Mexicana fechó el evento en el año ome tochtli ("dos conejo") y el de la Mexicayotl en el ome acatl ("dos caña"), y habría corregido la incongruencia. Un par de deducciones se desprenden de las reveladoras citas. Primera, que el concepto de historia de Tezozomoc difería muy mucho del europeo; y segunda, que la enigmática Crónica X fue un conjunto de lecturas, hechas por lectores diferentes, de códices pictográficos variopintos mejor o peor engarzados en torno a la pintura que describía las hazañas de Tlacaelel, el espíritu encarnado de la aristocracia tenochca. Respecto al primer punto, un examen minucioso del texto corrobora lo expuesto. Así, a los escrúpulos traductores que de cuando en cuando aparecen en la Crónica Mexicana, a la contradicción sobre la fecha en que sucedió el episodio de Chapultepec --tan nítido para los mexicas, por otra parte--cabe añadir bastantes añadidos, o interpolaciones, muy fáciles de descubrir si se tiene la paciencia de leer y releer la obra. Para no extenderme, me limitaré a indicar que en el capítulo 96, donde se relata la segunda guerra contra Huexotzinco, el protagonismo recae en el Señor de Tula, un auténtico héroe que no lo fue tanto si creemos lo que se escribe respecto al evento en un capítulo precedente. Sobre el segundo, bastará con indicar que en contra de lo que pueda parecer, Tezozomoc no es un historiador caótico o inepto, es simplemente un mexicano de linaje noble que escribe historia, pero no al hispánico modo sino al mexicano.
contexto
Un autor desconocido Si novelescas y accidentadas son las andanzas de la obra, el destino no ha querido depararnos mejor suerte en lo que respecta a su artífice, Jerónimo de Vivar, ya que el desconocimiento y la contradicción presiden cuanto se diga y escriba sobre la vida de este burgalés indiano, según la propia confesión que se declara en el colofón: Acabóse esta crónica y relación copiosa y verdadera, sábado a catorce de diciembre del año de nuestro nacimiento de nuestro Salvador Jesucristo de mil y quinientos y cincuenta y ocho años, hecha por Gerónimo de Vivar, natural de la ciudad de Burgos. Nacido probablemente hacia 1524 o 1525, ignoramos cuándo y en qué condiciones se traslada a los Reinos de las Indias, puesto que el Catálogo de Pasajeros a éstas no consigna ninguna información registrada con dicho nombre. Sí sabemos, recurriendo a sus escritos, de su paso por otras regiones americanas antes de recalar en Perú y Chile, pues en uno de los pasajes nos informa: ... aunque en otras partes que yo he visto y me he hallado de Indias... y más concretamente, tenemos la certeza de su estancia en Santa Marta, donde escuchó la fabulosa historia del viaje del capitán Francisco César, de labios de uno de sus hombres, expedición que diera lugar a la leyenda sobre la mítica ciudad de los Césares o Trapalanda: ... según dijo en Santa Marta uno de los compañeros que yo vi, que con él había andado. Y también le oí decir que habían pasado por una provincia de gente barbada, y ansí son estos comechingones, ... Con toda probabilidad hubo de pasar al Perú con motivo de las revueltas acaecidas en tiempos de Núñez Vela y La Gasca para acompañar a Valdivia en su regreso a Chile cuando aquéllas dieron a su fin. Si atendemos a los datos que nos ofrece él mismo, podemos observar que en todo su relato nunca emplea la primera persona hasta el inicio de la campaña por territorio araucano, puesta en marcha a principios del año 1550, de la que nos dice: Y con esta orden iba marchando, topando en cada valle indios que nos daban guazábaras o recuentros y punaban y trabajaban con toda diligencia defender nuestro viaje y entrada de su tierra cada el día. Poco más adelante añade: Caminamos con esta orden hasta treinta leguas adelante del río de Itata que arriba dijimos, y apartados de la costa de la mar catorce leguas, donde se halló muy gran poblazón y tierra muy apacible. Y en este compás de leguas que habemos dicho, hallamos un río muy ancho y caudaloso. Testigo directo, aunque no partícipe, de la batalla de Andalién y del encuentro con el cacique Ainavillo, Jerónimo de Vivar formó parte de la armada del capitán Juan Bautista Pastene en el reconocimiento que se efectuó en busca de bastimento a las islas de Santa María y de la Mocha -emergentes frente a las costas araucanas-, acciones incluidas en la campaña ya mencionada. Posteriormente le vemos en la fundación de la ciudad de Valdivia y acompañando al conquistador extremeño al punto más meridional alcanzado nunca por éste: Caminamos quince días por tierra muy poblada, donde llegamos a un gran lago que está a la falda de la cordillera nevada. Estuvimos en una loma pequeña que a las espaldas tenía. Este lago se puso por nombre el lago de Valdivia. Estará treinta leguas de Valdivia. Desde aquí regresó el gobernador a la Concepción y Santiago, debiendo de permanecer Vivar en la primera de las poblaciones citadas hasta el nuevo retorno de Valdivia, para incorporarse posteriormente a la expedición marítima del capitán Francisco de Ulloa en dirección al estrecho de Magallanes, viaje poco conocido en sus detalles e interesante de leer en nuestro cronista. Habiendo zarpado de la bahía de la Concepción, recalaron en el resguardado puerto valdiviano, donde se ultimaron los preparativos necesarios para tal empresa. La navegación se desarrolló bordeando la recortada costa meridional chilena, pródiga en archipiélagos y canales, hasta un lugar que señalaron próximo a los cuarenta y nueve grados de latitud sur y al que bautizaron con el nombre de los Puertos de Hernando Gallego. Desde este abrigo arrumbaron las dos embarcaciones hacia la entrada del estrecho, suceso que dejamos que nos describa el propio protagonista: Salimos de este puerto a seis de diciembre y seguimos nuestro viaje y llegamos día de Nuestra Señora de la Concepción, que se contaron nueve de diciembre del año de mil y quinientos y cincuenta y tres. Llegamos a la boca del estrecho de Magallanes y estuvimos allí dos días por no nos aclarar el tiempo. Y aclarado el tiempo, se vio la boca del estrecho que tiene tres leguas de ancho. Tiene dos isletas en medio y al lado del norte tiene unosfarellones que parecen velas. A la banda del sur tiene una isla a manera de campana, y así se llama la isla de la Campana. Es montuosa y poblada de indios. Tienen sus casas cubiertas con cortezas de árboles y con cueros de lobos marinos y tresquilados. Está en altura de cincuenta y un grado y medio. No está totalmente claro y suficientemente comprobado que en esta oportunidad se reconociera en realidad el estrecho de Magallanes, y parece mucho más verosímil que las naves que capitaneaba Francisco de Ulloa fondearan y examinaran cualquiera de los múltiples senos y canales que caracterizan aquel complicado litoral, confundiéndolo con el auténtico paso que une los dos océanos. Sea como fuere, a mediados del mes de diciembre se emprendía la navegación de vuelta hacia el puerto de Valdivia, arriando las velas en la bahía de Corral a los pocos días después de haber ocurrido la desgraciada muerte del gobernador. Vivar debió de pasar entonces a la ciudad de la Concepción, bien en la misma armada o bien por tierra, pues tras el ulterior revés sufrido por Francisco de Villagrán, se encuentra en el precipitado abandono de la ciudad penquista, en los primeros días de marzo, según él mismo señala: E visto el general Francisco de Villagrán que desemamparaban la ciudad, salió fuera en unas barcas que estaban en la playa. Hizo embarcar ciertas mujeres viudas e doncellas, e yo estuve con él hasta que se embarcó. Vuelto a Santiago, debemos de suponer que durante los acontecimientos que se desarrollaron hasta la aparición de don García Hurtado de Mendoza, Vivar hubo de permanecer inmerso en la tarea de recopilar los diversos traslados de los distintos documentos utilizados en la confección de su obra, informándose de los sucesos que él no había tenido la oportunidad de admirar directamente antes de su llegada, que fueron bastante numerosos y constituyen una parte muy importante del manuscrito. Igualmente en el transcurso de esta etapa hubo de ordenar sus propias anotaciones y descripciones -casi siempre acertadas y de gran valor, como veremos al analizar las características- en las que se condensa el mayor interés conseguido en la crónica. En 1558 aun se hallaba al parecer en la ciudad bañada por el Mapocho, y es en ese mismo año cuando concluye la crónica y relación copiosa y verdadera, como hemos tenido la oportunidad de destacar en el colofón. De allí pasa a la ciudad de los Reyes para declarar en el proceso que se seguía contra Francisco de Villagrán por los enfrentamientos e irregularidades detectadas tras el fallecimiento de Valdivia, y a partir de este momento desaparece cualquier nueva prueba o averiguación y el más absoluto silencio se cierne sobre nuestro escritor. Bien pudo regresar a Chile, permanecer en el Perú, o bien retornó a España con el ánimo de presentar su obra en la corte e intentar publicarla, ya que algunos indicios apuntan hacia la posibilidad de que la misma se encontrase en nuestro suelo antes de 1563. También pudiera ocurrir que una copia preparada al efecto fuese remitida a la Península aprovechando cualquier circunstancia favorable. La falta absoluta de datos en todos los documentos referidos a la conquista en torno a la figura de Jerónimo de Vivar, puesta va de manifiesto desde un principio por el gran historiador chileno Diego Barros Arana17, y posteriormente por el profesor Demetrio Ramos18, llevó al primero de ellos a presuponer que dicha denominación correspondía sencillamente a un seudónimo adoptado por el secretario de Valdivia, Juan de Cardeña, o Juan de Cárdenas según otras lecturas y otros escritos. Esta tesis, avalada por Antonio de León Pinelo, que se refiere a Vivar como Secretario del General Pedro de Valdivia, vino a afianzarse y a tomar cuerpo al comprobarse la gran similitud detectada entre las cartas redactadas por Pedro de Valdivia y la crónica de Vivar, en algunos párrafos fiel trasunto de aquéllas. De este modo se daba explicación, por una parte, a la utilización evidente de la correspondencia valdiviana en la obra del burgalés, y por otra, se aunaban fácilmente dos apellidos de gran significación y resonancia cidianas, como son los de Vivar y Cardeña, aceptando, eso sí, que ésta fuese la lectura correcta y que no tuviese ninguna vinculación con el municipio cordobés del mismo nombre. Esta hipótesis, que defiende una misma identidad para ambos personajes, ha perdido en la actualidad toda consistencia a la luz de la narración, puesto que las actuaciones conocidas de uno y de otro no permiten sustentar ninguna coincidencia entre ellos. Es preciso aclarar no obstante que Barros Arana no tuvo la oportunidad de conocer y manejar el manuscrito en cuestión. En el estado actual de nuestros conocimientos, y mientras no dispongamos de mayores datos sobre la vida y la persona de Jerónimo de Vivar, nosotros nos inclinamos a pensar que nuestro autor se contaba entre alguno de aquellos geógrafos, escasos suponemos, que reconocían y registraban las características de la tierra, mientras acompañaban a Valdivia, según el mismo conquistador informa en sus cartas en repetidas ocasiones: E porque, como dicho es, él Jerónimo de Alderete sabrá dar razón de todo lo que se le pidiere e lleva la relación de la tierra, aunque la discrepción della no puede ir ahora, atento que traigo, así por la tierra adentro como por la costa, cosmógrafos que la pongan en perfección para la enviar a S.M. e a Vuestra Alteza e no estar acabada: enviarla he con los primeros navíos que partan.19. Estas líneas que acabamos de reproducir las dirige el gobernador chileno al príncipe don Felipe con fecha 26 de octubre de 1552, y casi exactamente las mismas palabras las repite a su padre el emperador Carlos en el mismo correo y en el mismo día. De su atenta lectura se desprende que Pedro de Valdivia disponía de ciertas personas dedicadas a estos cultos y necesarios menesteres y que preparaba un compendio geográfico del territorio que estaba incorporando a la corona castellana, en el que se contenían lo mismo noticias de las características físicas relacionadas con el temple y la naturaleza del suelo de la nueva gobernación que diseñaba y trataba de organizar bajo el título de Nueva Extremadura, como informaciones sobre la vida y las costumbres de los recientes súbditos adquiridos por la fuerza de las armas para la administración española: Por la noticia que de los naturales he habido y por lo que oigo decir e relatar a astrólogos y cosmógrafos, me persuado estoy en paraje donde el servicio de nuestro Dios puede ser muy acrecentado20. Lógicamente, con la desaparición de su impulsor y los sucesos que se originan a continuación, debieron de quedar relegados a un lado los proyectos geográficos en espera de una mejor ocasión, pero como acabamos de ver, éstos se encontraban ya en marcha y a falta únicamente de algunos detalles y de una versión definitiva que pudiera ser presentada a Su Majestad. Seguramente se aguardaba al resultado que depararán los descubrimientos efectuados durante la navegación al estrecho de Magallanes para incorporarlos a la descripción, puesto que los mismos eran de gran importancia en las reclamaciones y peticiones que desde la gobernación chilena se elevaban a la corte: Sacra Majestad: en las provisiones que me dio y merced que me hizo por virtud de su real poder que para ello trajo el Licenciado de la Gasca, me señaló de límites de gobernación hasta cuarenta e un grados de norte sur, costa adelante, y cient leguas de ancho ueste leste; y porque de allí al Estrecho de Magallanes es la tierra que puede haber poblado poca, ... muy humillmente suplico sea servido de mandarme confirmar lo dado y de nuevo hacerme merced de me alargar los límites della, y que sean hasta el Estrecho dicho, la costa en la mano, y la tierra adentro hasta la Mar del Norte21. Aceptada nuestra suposición sobre la verosímil ocupación de Vivar, no nos ha de extrañar entonces la estructura premeditada que adoptan ciertos capítulos y la ordenación interna alcanzada por los mismos, intercalados hábilmente en el conjunto del relato y dedicados todos ellos a describir los diversos valles chilenos y las costumbres de los naturales que los habitaban, desde la desértica zona de Atacama hasta la región lluviosa de Valdivia, incorporando al hilo de la narración las noticias que se obtuvieron gracias al viaje de vuelta de Francisco de Villagrán, desde los reinos del Perú a través del actual territorio del noroeste argentino. A este cúmulo de conocimientos se añaden además otros títulos destinados a ofrecer alguna información complementaria, como por ejemplo los que se ocupan de la cordillera de los Andes, de los puertos que hay desde el valle de Atacama hasta la ciudad de Valdivia y de la altura en que están, sin faltar, por supuesto, un apartado dedicado exclusivamente a los puertos que descubrieron los navíos que envió el gobernador a descubrir el estrecho de Magallanes y en qué grados están. De la misma manera podemos entender ahora la presencia frecuente de nuestro escritor a bordo de las distintas naves que recorren el litoral chileno en diversos cometidos, hecho que no pasó desapercibido para el historiador Tomás Thayer Ojeda, el cual había llamado ya la atención sobre la vinculación marinera que podía observarse en Vivar22, lógica de ser cierta nuestra conjetura, puesto que no en vano toda la labor geográfica y cosmográfica de la época se hallaba íntimamente ligada a los estudios náuticos. Así mismo podemos explicarnos también el paralelismo existente entre las cartas de Valdivia y la crónica, ya que los documentos que formaban el fondo de la secretaría del gobernador, sin duda debieron de ponerse a disposición de un proyecto que animaba y alentaba el mismo Valdivia. Así, a este material inicial que habría de servir para la descripción de la Nueva Extremadura, olvidada y abandonada la idea primitiva, Vivar le fue incorporando el resto, concebido ya por él el plan y la intención de una crónica que relatase desde los primeros avatares las vicisitudes sufridas por don Pedro de Valdivia y sus compañeros. Pudiera ocurrir igualmente que nuestro autor hubiese aprovechado y utilizado algunas recopilaciones ya existentes, referidas a este período y basadas en las cartas, que podrían circular entre algunas manos por el reino de Chile, ya que de haber manipulado los archivos epistolares del gobernador u otros documentos relativos a su persona, no se detectarían los errores que la crónica contiene. Sin embargo, de lo que no puede dudarse en ningún modo es del empleo de otros escritos, como muy bien afirma en la dedicatoria al príncipe Carlos: Y estoy confiado, como ciertamente me confío, que en todo seré creído, y porque no me alargare más de lo que vi, y por información cierta de personas de crédito me informé, y por relación cierta alcancé de lo que yo no viese. Declaración que volvemos a encontrar casi repetida en el proemio, donde redunda: Y en ella no pondré ni me alargaré más de como ello pasó y como yo lo vi y como ello aconteció, puesto que parte de ella me trasladaron sin yo verlo ni sabello, ... En uno u otro supuesto, queremos resumir nuestra opinión sobre Jerónimo de Vivar diciendo que, o bien se encontraba dentro de las personas encargadas de recoger y preparar para su posterior redacción la información obtenida sobre el reino de Chile, tal como hemos expuesto, y al abandonarse tal intención utilizó el material elaborado para la construcción de la crónica junto con otros escritos, o bien nuestro personaje se benefició de extractos y compendios de la ya tantas veces mencionada descripción, a los que añadió los hechos de don Pedro de Valdivia relatados por testigos de los mismos, sin faltar en ninguno de los dos casos la propia experiencia del autor sobrevalorada hasta ahora en exceso: Serenísimo Señor, he hecho y recopilado esta relación de lo que yo por mis ojos vi y por mis pies anduve y con la voluntad seguí, para que los que leyeren y oyeren esta relación se animen a semejantes descubrimientos, entradas y conquistas y poblaciones, y en ellas empleen sus ánimos y esfuerzos en servicio de sus príncipes y señores, como este don Pedro de Valdivia lo hizo.
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Un leguleyo amateur Pero Alvarado Tezozomoc no recibió educación superior porque sobrepasaba algo la edad estipulada. Ignoraba la palabra latina y esa carencia condicionó su vida, dado que en la Nueva España, al igual que en la vieja Castilla, era complicado acceder a algún cargo oficial sin la latin tlatolli. Así pues, mal pudo ser nahuatlato de la Real Audiencia de México33. Lo cual no implica que, dado su bilingüismo, su posición y sus buenos contactos con las distintas élites virreinales, se le encargaran asuntos de índole oficial o la defensa ante la administración de intereses de particulares, ya fueran éstos de españoles o de mexicanos. La importancia que el anónimo autor del techialoyan de Huauquilpan dio al faraute Alvarado invita a pensar que el nieto de Motecuhzoma gozaba de gran popularidad en los círculos de la magistratura, sin duda porque sus vastos saberes genealógicos e históricos eran muy apreciados a la hora de juzgar los continuos pleitos entre los distintos sectores de la sociedad novohispana. El falsificador, o falsificadores, del tlalamatl conocía las actividades históricas de Alvarado Tezozomoc y para justificar sus reivindicaciones incluyó una burda imitación de las complejas genealogías de Don Hernando, acompañadas por un apócrifo retrato suyo que se intituló "nahuatlato alBarado". Una imagen ficticia, ciertamente, pero también verídica. Falsa en tanto en cuanto los rasgos faciales, incluido el poblado mostacho que exhibe, no se corresponden en absoluto con los de un nahua de sangre pura; real porque le atribuyó una actitud y una ropa hispánicas que a buen seguro usaría el erudito Tezozomoc, pues sólo los nobles de altísimo rango gozaban del privilegio de portar espada y vestirse a la europea. Ahora bien, si existe un poso de verdad en el retrato, habrá que aceptar también que el protagonismo jurídico otorgado por el documento a Alvarado Tezozomoc tuvo una base real. De hecho, los pocos datos que poseemos sobre el mexica apuntan en esta dirección. Así, en 1610 su nombre aparece en un documento sobre la genealogía de Doña Francisca de Guzmán, una dama noble de Itztapalapan, uno de los muchos señoríos del Valle de México que tenía una dinastía tenochca34. Diez años antes, su nombre aparece en el Diario de Chimalpahin. En la entrada correspondiente al martes, 15 de febrero de 1600, el cronista consignó un pintoresco episodio que tuvo como protagonista al aristocrático Don Hernando: ... el que le representaba a Juan Cano Moteczuma era Don Hernando de Alvarado Teçoçomoctzin, quien se hizo conducir erguido sobre unas andas y bajo palio hasta llegar a la puerta del palacio. Iba a rendirle pleitesía al Virrey. Frente a ella, el Virrey salió a su encuentro. Los castellanos se burlaron35. Además de confirmar la impresión que un acercamiento no ideológico proporciona sobre la peculiar psiquis del cronista --la de un aristócrata orgulloso y arruinado que trata de mantener su antiguo modo de vida--, el texto relaciona a Tezozomoc con Juan Cano Moteczuma, quinto de los siete hijos de Doña Isabel Tecuichpo, hija legítima y heredera de Motecuhzoma II. Un vínculo de gran interés porque Cano residía en España desde 1550 y jamás regresó a México, aunque gozaba de la renta de una de las partes que surgieron al dividir el legado de Doña Isabel36. Por lo tanto, parece seguro que en 1600 Tezozomoc se ocupaba de los intereses de su joven primo, seriamente amenazados por los continuos pleitos entre las distintas ramas familiares. Aventurando algo, cabe añadir que tal vez se encargaba de ellos desde que el muchacho y su padre, ya viudo, viajaron a la península para reclamar la fabulosa herencia de la legítima heredera de Motecuhzoma II. Una actividad muy factible dadas la buenas relaciones de Isabel con Francisca de Moteczuma, la madre de Don Hernando, quien, según una interesante relación anónima, vivió con ella por lo menos entre la primavera de 1530 y el otoño de 1532: Mucho habría que decir aquí acerca desto, que todo hace en favor de Moteczuma y sus hijos, porque nos parece segund Dios y nuestra conciencia que deben ser favorecidos y amparados de S.M., en especial la dicha doña Isabel, que es la legítima, y después della doña Leonor, que es casada con otro español que se dice Cristóbal de Valderrama; y otra su hermana que tiene consigo, que se dice doña María, no es casada aunque es mayor en días. Estas dos son hijas de una madre, son de parte de su madre de linaje, cuyo abuelo era de los más privados de Moteczuma. Son muy buenas personas y nobles de condición; y otra que tiene doña Isabel consigo, que se dice doña Francisca, ésta es de menor edad que ninguna37. La relación del nieto de Motecuhzoma con los círculos de la magistratura parece, pues, bastante posible, pero, desde luego, no hay ninguna constancia de que tuviera carácter funcionarial. De ser así --y debo insistir en que el aserto no es imposible, aunque sí improbable--, Don Hernando formaría parte de ese grupo de ambiciosos bilingües que, según el oidor Alonso de Zorita, vivían de los continuos pleitos que sostenían los indios, de azuzar esa fiebre pleitista que el jurista describió con tintes cuasi apocalípticos. Para Zorita --reaccionario en lo político y místico en lo religioso--, era inadmisible y, claro está, punible que los maceguales, los plebeyos, se sublevaran y exigieran a sus señores una sustancial reducción del tributo, máxime si los inspiradores de tal tropelía no eran indios sino españoles, negros, mulatos y mestizos38. Una falsedad porque también la rancia nobleza nativa participó en el caos judicial que sacudió la Nueva España. Tezozomoc, indio por los cuatro costados ejerció de nahuatlato. Por lo tanto, y me limito a seguir el razonamiento de Zorita, tomó parte en la destrucción del bucólico orden imaginado por el oidor; un orden donde todos estaban contentos, así indios como españoles, e los tributos mejor e con menos vejación pagados, por tener la gobernación los señores naturales39. Hermosa paradoja. Uno de los alabados pipiltin del magistrado se gana la vida proporcionando pruebas históricas a los plebeyos y munícipes que pleitean incansablemente para reclamar derechos que, a los ojos del juez español, conducen a la más absoluta de la anarquía. ¿Cómo entender tamaña contradicción? ¿No será, acaso, porque al muy noble Tezozomoctzin no le quedó otra alternativa después de que los bienintencionados frailes y los frailunos funcionarios tipo Zorita desmontaran el sistema oligárquico imperante en la época prehispánica y en el virreinato temprano? La respuesta a la pregunta --políticamente muy incorrecta, lo reconozco-- se encuentra de nuevo en la Crónica mexicayotl. Antes de entrar en materia, debo señalar que lo apuntado no implica convertir automáticamente a Don Hernando en uno de los delincuentes zoritianos. Sería muy fácil deducir de las alusiones del techialoyan de Huauquilpan que don Hernando siguió los pasos de su lejano pariente Don Diego García de Mendoza Moteczuma y se dedicó a falsificar títulos de propiedad y "pinturas antiguas", pero de tan inconsistente prueba no se puede ni se debe deducir que Alvarado era lo que, marzalianamente hablando, podríamos llamar un renegado40.
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Un título demasiado largo A semejanza de las relaciones que le preceden, el segundo fragmento del Códice Ramírez carece de paternidad conocida. Ello, empero, no implica que se deba renunciar a efectuar el pertinente estudio crítico, porque un examen superficial del anónimo manuscrito pone de manifiesto un detalle de gran interés. Me refiero a las frecuentes tachaduras que se encuentran en la obra. Estas enmiendas, que en circunstancias más favorables hubieran parecido triviales, tienen un valor extraordinario a la hora de determinar la filiación de un escrito que, recordémoslo, carece de fecha y firma. Por supuesto, elaborar una teoría sobre tan endebles cimientos puede parecer heterodoxo, arriesgado y conjetural en extremo; mas, desgraciadamente, no existe ninguna opción alternativa. O se sigue la frágil pista hasta las últimas consecuencias, corriendo el riesgo de caer en el más absurdo de los cartesianismos; o se pasa por alto la espinosa cuestión, que queda relegada a la sección de enigmas varios. Ante todo, conviene fijarse en el encabezamiento que inicia la relación. Aunque el escrito llevaba en principio un título muy en consonancia con los gustos literarios de la época -Noticias relativas a la conquista desde la llegada de Cortés a Tetzcuco hasta la toma del templo mayor de México-, el misterioso autor, descontento con tan rimbombante epígrafe, lo redujo de forma drástica, tachando todo el párrafo salvo la palabra inicial. A primera vista, poco se puede decir de la testadura, salvo que el escritor tenía un nuevo título en mente y, por razones ignoradas, no lo consignó. Sin embargo, el marbete final, pese a su ambigüedad, resulta muy sugestivo desde el punto de vista filológico. Al respecto, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua define la voz noticia de la siguiente manera: apuntamiento de algunas especies o materias para extenderlas después o acordarse de ellas. De lo expuesto se deduce que o bien nos encontramos ante el borrador de una obra original, como pensaba Ramírez; o, por el contrario, ante un resumen sacado de un texto va redactado. Dicho con otras palabras, existen los suficientes indicios para suponer que pudo haber una segunda obra y un segundo autor. Naturalmente, esta conjetura necesita apoyos más firmes que una mera divagación lingüística. Para ello, conviene examinar las restantes testaduras para determinar los motivos que impulsaron las modificaciones. Si lo tachado responde a razones de estilo, habrá que dar la razón a don José Fernando Ramírez; mas si las enmiendas responden a una lógica distinta a la esbozada en las Noticias, a una mentalidad historiográfica diferente, entonces mi aserto cobra fuerza. Ahora bien, antes de dar el paso expuesto en el párrafo precedente debemos estudiar previamente el contenido de la relación, que se divide en catorce capítulos sin numerar. Aunque se podría escribir largo y tendido sobre el manuscrito, de momento me limitaré a poner de relieve una observación que considero crucial. El hecho de que las Noticias recojan la versión tetzcocana del dramático enfrentamiento hispano-azteca implica que el anónimo autor, consciente o inconscientemente, cayó en todos y cada uno de los vicios típicos de esa actividad que los eruditos, pomposamente, han dado en llamar microhistoria. El discurso panegirista de los acontecimientos, subjetivo y manipulado, que caracteriza a los historiadores locales, a los cronistas matrios, alcanza tales cotas en las Noticias que el narrador, violentando realidades indiscutibles, llegó a negar la participación de los tlaxcaltecas en la caída de México-Tenochtitlan: Partido de Tlaxcallan Cortés llegó en dos días a Tezcuco ... y el mismo día se fue don Fernando Ixtlixochitl a Otumba para desde allí despachar y hacer llamamiento por toda la tierra, y en su ausencia algunos tlaxcaltecas, por algún odio antiguo, pusieron fuego a los palacios del rey Netzahualpitzintli ... Y viniendo don Fernando y sabiendo lo que pasaba, quiso castigar a los tlaxcaltecas, mas Cortés rogó por ellos, y con todo esto mató dos o tres que habían sido caudillos, por lo cual se amotinaron los demás y se volvieron a Tlaxcallan; por donde queda probado que no fueron ellos los que ganaron a México, sino don Fernando Iztlilxuchitl sic con doscientos mil vasallos suyos, ayudando a los españoles9. Por lo tanto, queda claro que el contenido de la redacción original está plagado de errores mal intencionados y exageraciones. Ahora bien, retomando el hilo de la argumentación, cabe preguntar: ¿las testaduras modifican la concepción laudatoria del escrito? Según se desprende de los textos tachados, la respuesta sólo puede ser negativa. Lejos de objetivar la relación, las enmiendas potencian su tono apologético. Sólo uno de los cinco borrones atañe a la forma10; los restantes afectan al fondo del relato, cuya extensión se vio reducida de manera considerable. La tarea del anónimo corrector perseguía una doble finalidad. De un lado, proporcionar credibilidad a la historia, eliminando tergiversaciones evidentes y puntos polémicos; del otro, difuminar el excesivo protagonismo de Cacamatzin, el tlatoani tetzcocano. El primer objetivo se saldó con la supresión de un capítulo tan fantasioso, absurdo y disparatado que cualquier burócrata palatino lo pondría en entredicho. En efecto, sólo un ignorante o un malevolente se atrevería a corroborar el párrafo con que nuestro enigmático cronista abre el cuarto capítulo: Ido Cortés a México, don Hernando Ixtlilxuchitl contentísimo de haber recibido la ley de Dios y fervoroso en ella con la ayuda del capitán Alonso de Zúñiga y de un muchacho llamado Tomás que iba aprendiendo la lengua y le ilustraba en las cosas de la fe, dejando bastante guarda en Tezcuco salió a recorrer las fronteras y a apercibir sus amigos y vasallos para si se le ofreciese a Cortés alguna necesidad, y hecho esto muy a gusto suyo se volvió a la ciudad de Tetzcoco, donde se ocupaba en el cumplimiento de nuestra santa fe católica, de manera que si hubiera sacerdotes se bautizaran todos, y derribó y quemó los templos y deshizo los ídolos y puso las cosas en tal punto que era cosa de espanto11. Un lector del siglo XVI que fuera lego en la materia nada objetaría a tan piadoso texto; por el contrario, se haría cruces ante tamaña demostración religiosa. Sin embargo, un probo funcionario del Consejo de Indias, acostumbrado a bregar con las relaciones de méritos y servicios de los con conquistadores novohispanos movería la cabeza negativamente. Y, desde luego, llevaría razón, porque el capitán Alonso de Zúñiga y el paje Tomás solo existieron en la imaginación del autor12. No contento con incurrir en tan grave dislate, el autor se refería algunas líneas después a la polémica sobre el bautismo de Motecuhzoma, una cuestión que, esgrimida con habilidad, podía cuestionar las razones expuestas por la Corona castellana para la conquista de las Indias. Aunque la alusión carecía de intención crítica, el sentido común exigía la supresión de una referencia que, sin duda alguna, levantaría suspicacias en los círculos cortesanos. Como el resto del texto hacía hincapié en la actividad proselitista de don Hernán, el corrector optó por suprimir el capítulo en su integridad. Respecto al segundo móvil de las tachaduras, puede afirmarse sin temor a errar que el misterioso censor efectuó una labor de primera clase. Tras los oportunos borrones, Cacamatzin, sobrino de Motecuhzoma y señor del Acolhuacan, no solo perdió el protagonismo que le concedió el texto primigenio, sino que, además, sus relaciones con Ixtlilxochitl, hermanastro suyo, desaparecen como por ensalmo. El gobernante tetzcocano mantuvo desde el principio de la Conquista una actitud ambigua, muy en consonancia con su nombre13, que sólo se desveló tras la prisión de Motecuhzoma. En los momentos iniciales, Cacamatzin, como buen gobernante títere, defendió con ardor las decisiones de su imperial tío, a quien debía el icpalli o trono del Acolhuacan14. Así, cuando el tlacatecuhtli mexicano, preocupado por la llegada de don Hernán al Valle de México, convocó una junta de magnates para dictaminar cual había de ser la postura a seguir, el leal sobrino fue el único asistente que apoyó la opinión del gobernante tenochca. El Sombrío, pregonero de su regio pariente, recordó a los congregados la inviolabilidad de los embajadores --el astuto Cortés se había presentado como legado del emperador Carlos--, y pidió que se admitiera a los barbudos forasteros en la Venecia americana: Ya cabo de esto el Motecuzuma, sabiendo lo que pasaba, llamó a su sobrino Cacama a su consejo y a Cuitlahuacatzin, su hermano, y a los demás señores y propuso una larga plática en razón de si se recibirían los cristianos y de qué manera, a lo cual respondió Cuitlahuacatzin que a él le parecía que en ninguna de las maneras, y el Cacama respondió que él era de contrario parecer, porque parecía falta de ánimo estando en las puertas no dejarlos entrar, de más que a un tan grande señor como era su tío no le estaba bien dejar de recibir unos embajadores de un tan grande príncipe como era el que les enviaba, de más de que si ellos quisiesen algo que a él no le diese gusto, les podía enviar a castigar su osadía teniendo tanto y tan valerosos hombres como tenía; y esto dijo que era su último parecer, y así el Motecuzuma antes que hablase nadie dijo que a él le parecía lo propio. Cuitlahuacatzin dijo: "plega a nuestros dioses que no metáis en vuestra casa a quien os eche de ella y os quite el reino, y quizá cuando lo queráis remediar no sea tiempo". Con lo cual se acabó y concluyó el consejo y aunque todos los demás hacían señas que aprobaban este último parecer, Motecuzuma se resolvió en que los quería recibir, hospedar y regalar15. Por supuesto, la lealtad y el sentido común del señor acohua era una mise en scène. Apenas Malinche colocó los fierros al desdichado Motecuhzoma, Cacama, engolosinado por la tentación de usurpar el icpalli imperial, rechazó la autoridad del tenochca y se declaró en abierta rebeldía. La conspiración fracasó y el tetzcocano, víctima de una trampa, cayó en las manos de su irritado pariente, quien se lo entregó a don Hernán: Visto esto, el rey Cacama, entendida la prisión de su tío, llamó a don Pedro Cohuanacotzin, su hermano, y se fueron a Tezcuco con intento de juntar gentes para venir contra los españoles, pero no tuvo efecto respecto a don Hernando Ixtlilxochitl que estaba de por medio y aún el mismo Motecuzuma dio orden cómo se le trajese a México al Cacama16. Los párrafos transcritos aparecen testados en el manuscrito original. ¿Por qué? Porque, en mi opinión, conservar el discurso del monarca tetzcocano implicaba correr el riesgo de que el lector hispano simpatizase con el Sombrío. Por otra parte los descendientes del linaje real acolhua no verían con buenos ojos la reproducción del sesudo parlamento de la oveja negra familiar. Ahora bien, si tal era el propósito perseguido, ¿no resulta ilógica la supresión de la traidora conducta de Cacamatzin? Rotundamente, no. Un examen superficial de la cuestión demuestra que la censura tenía su razón de ser. La difícil postura de Motecuhzoma --inteligente, sutil y por ello incomprendida-- resulta cuando menos claudicante e indigna para el común de los mortales, educados desde la tierna infancia en los grandilocuentes conceptos de heroísmo, patriotismo y demás ismos; mientras que la rebeldía del sobrino levanta el entusiasmo de tirios y troyanos. La figura de un joven príncipe, que, asqueado y sin estómago para resistir --los adjetivos no son míos--, rompe los lazos de sangre, lanza a los cuatro vientos el grito de libertad y se alza en armas contra el Quisling mesoamericano impresiona, qué duda cabe. Y no sólo al profano... también muchos eruditos, seres humanos al fin, se estremecen emocionados ante tan heroico acto. Véase si no la cita siguiente, fruto de la bien cortada pluma de don Manuel Orozco y Berra: Conducido en hombros de los nobles Cacamatzin fue llevado a la presencia de Motecuhzoma; reconvínole éste su proceder, mas él no perdió la entereza y con palabras desabridas le echó en cara su afeminada cobardía; furioso el emperador entregó su sobrino en manos de don Hernando. ... Así, aquel miserable emperador se tornaba en vil instrumento de sus carceleros y por medios reprobables entregaba a cuantos sentían en el corazón el amor de la patria17. Ocurre, sin embargo, que la prosaica realidad casa mal con el romanticismo. Como he señalado en otra ocasión, ni los acontecimientos se desarrollaron de tan simplista manera, ni tienen cabida en ellos los planteamientos mazdeistas18. A lo que parece, la persona que borró los textos conocía bien la psicología humana, El lector de las Noticias difícilmente suscribiría la opinión de Orozco sobre Cacamatzin. Evidentemente, la depreciación política de Cacamatzin favorecía a su hermanastro, el díscolo príncipe Ixtlilxochitl, quien se convertía así en el indiscutible héroe de la gesta cortesiana. No obstante, convenía pulir la tarea, pues el manuscrito presentaba las relaciones fraternales de una manera tan ambigua que el héroe Ixtlilxochitl perdía credibilidad. Los dos últimos testados solo se comprenden desde este punto de vista. El complejo panorama geopolítico del México central --muy similar al de la Italia renacentista-- propiciaba la traición solapada, la hipocresía política y la aplicación exhaustiva de las enseñanzas de Niccolo Maquiavelli. La dureza de una situación donde imperaban la ley de la jungla, donde la mera supervivencia física era el único fin en muchas ocasiones, legitimizaba el uso de medios heterodoxos o censurables. Un nativo lo comprendería; pero ¿lo admitiría un castellano? Probablemente no. Por eso, era de vital importancia eliminar aquellos párrafos que pudieran poner en la picota las honradas intenciones del gran amigo de Cortés. Examinada bajo esta perspectiva, la primera testadura, que comprende el capítulo inicial en su totalidad, cobra una coherencia imposible de captar por otros medios. El relato de la entrevista que Ixtlilxochitl mantuvo con su hermano Coanacotzin, emisario del Sombrío, en Tepetlaoztoc sacaba a la luz un hecho desagradable: el combativo magnate acolhua había aceptado, siquiera por una vez, los planes de los tiranos Motecuhzoma y Cacama. Al menos, a esa conclusión se llega tras la lectura del capítulo que abre las Noticias: ...trataron de muchos negocios y Cohuanacotzin dijo lo que pasaba en México y cómo el rey Cacama, su hermano, estaba allí y Motecuzuma, su tío, le había cometido el recibimiento de los españoles, y que él había venido en orden de su hermano a apercibir en la ciudad comida y regalos para si acaso quisiesen venir por allí, y pues que ya tenía nueva cierta que habían de venir a salir por aquel camino, era del parecer que los recibiesen y convidasen a su ciudad y el Iztlilxuchitl sic que como lo deseaba dijo que sí y así los recibieron19. Si se hubiera conservado el texto, el aliado de Cortés habría quedado en mal lugar, porque, desde luego, su comportamiento resulta muy poco edificante. Empero, tras los oportunos borrones, la figura del acolhua adquiría una intachable respetabilidad. Cacama e Ixtlilxochitl eran hermanos, sí; mas nada tenían en común, pues sus distintas motivaciones les llevaba a actuar de manera independiente. Resta por examinar el pasaje omitido en el quinto capítulo, cuyo largo título también se suprimió. El párrafo en cuestión abordaba uno de los temas más espinosos de la Conquista: la activa participación de Motecuhzoma en la detención de Cacamatzin. El texto censurado se inicia de manera un tanto abrupta, pues mutila la conversación que Motecuhzoma y Cortés tuvieron a propósito de la actitud rebelde del gobernante acolhua. El impulsivo extremeño pretendía marchar sobre Tetzcoco y capturar al traidor; pero el Motecuzuma le dijo que no hiciese tal, porque Cacama era muy orgulloso y señor de los culhuas y chichimecas, y la ciudad muy fuerte, y le sucedería mal; y así tomó su consejo y porque le dijo que él le haría venir y le aplazaría, y así le mandó llamar por ciertos señores y vino, aunque lo trajeron con muy grandes cautelas y engaños hasta la laguna, donde teniendo recaudo de canoas y gente de guardia dieron con él en México, y no queriéndole ver Motecuzuma, porque estaba enojado con Cortés respecto de que aquel día se determinó a echarle grillos, mandó que se le entregasen (que a tanto llegó la confusión de Motecuzuma viéndose con grillos, que no osó de vergüenza ver a su sobrino), y entregado el preso amaneció un día muerto el desdichado Cacama, postrero rey y heredero directo del imperio chichimecatl, de edad de veinticinco años no cumplidos y gentil. Entre tanto que estas cosas pasaban en México y en ausencia de don Fernando20. A primera vista, la poda resulta un tanto absurda, porque los sucesos consignados eran de sobra conocidos. La especie, moneda corriente en el virreinato, se encontraba prolijamente relatada en cualquier crónica de la época, figurando incluso en la segunda Carta-relación de Hernán Cortés21. Sin embargo, una segunda lectura pone al descubierto algunos detalles sui generis que, sin duda alguna, irritarían a más de un poderoso. En primer lugar, la abierta acusación de regicidio lanzada contra don Hernán --uno de los tópicos de las historias de inspiración indígena-- sería mal recibida en los círculos castellanos. Pocas personas, salvo el extremeño y sus allegados, negarían la denuncia en la España del siglo XVI. Para muchos españoles de la época, Cortés asesinó a Cacamatzin; pero en unas circunstancias que le eximían de cualquier culpa. Gracias al crimen, el ejército español logró salir sano y salvo de la capital mexicana. En mi opinión, el aserto parece lógico y admisible. El capitán castellano, buen etnólogo, había observado que los nahuas del México central suspendían las hostilidades durante las honras fúnebres y, obsesionado por escapar de la lacustre ratonera, vio en la práctica una oportunidad para retirarse de Tenochtitlan. De manera que ordenó sin pestañear la ejecución de Cacamatzin y de los restantes prisioneros. El testimonio de fray Francisco de Aguilar --un sanguinario conquistador devenido en fraile dominico y, por ello, autor digno de confianza-- corrobora la suposición. En su relación, el antiguo soldado afirma textualmente: Moctezuma herido en la cabeza dio el alma a cuya era, lo cual sería a hora de vísperas, y en el aposento donde él estaba había otros muy grandes señores detenidos con él a los cuales el dicho Cortés, con parecer de los capitanes, mandó matar sin dejar ninguno, a los cuales ya tarde sacaron y echaron en los portales donde están ahora las tiendas, los cuales llevaron ciertos indios que habían quedado que no mataron ... Hecho esto, venida ya la noche, el capitán Hernando Cortés con los demás capitanes dieron orden cómo todos saliesen con gran silencio22. Aunque los crímenes jamás dejan de ser crímenes, existe una gradación que los hace más o menos odiosos. Éticamente hablando, no es lo mismo ejecutar a unos pocos para salvar las vidas de muchos que el asesinato cometido a sangre fría. Como el autor de las Noticias presentaba el suceso de una forma que cualquier juez calificaría de homicidio en primer grado, el anónimo escrito resultaba inaceptable para la Corona. Al actuar el marqués del Valle con nocturnidad, alevosía y premeditación había violado el derecho natural y moral, ergo... la dominación española de Tetzcoco --fruto del acto-- era ilegítima. Mas el espantoso crimen también salpicaba a Ixtlilxochitl, el noble príncipe acolhua. Si, según repite el texto una y otra vez, nada se hacía en Tetzcoco sin el conocimiento del belicoso magnate, Ixtlilxochitl, forzosamente, tuvo que participar en la conjura contra Cacamatzin, convirtiéndose con ello en cómplice del asesinato. Aunque en el testado se mencionaba de forma expresa que el aliado de Cortés se encontraba casualmente fuera de Tetzcoco, conservar el texto era peligroso, porque en las líneas anteriores se le relacionaba con el affaire Cuauhpopoca, y ello invitaba a relacionar uno y otro suceso. En su deseo de librar al hijo de Nezahualpilli de toda sospecha, el misterioso corrector incurrió en un grave dislate que destrozó una gran parte de la labor previa. Consistió éste en respetar el pasaje final del capítulo, que, como se verá a continuación, carece de desperdicio: Y en esto llegó la nueva de la muerte del rey de Cacama y el don Fernando y todos hicieron grandísimo sentimiento, y en particular por parte de don Fernando, que se quejó de Cortés al capitán Zúñiga, no tanto por su muerte, cuando porque le habían muerto sin el bautismo; aunque pasó por ello respecto del amistad de su ley y de la que ya a su nuevo emperador23. Las contradicciones saltan a la vista. La acusación de regicidio, cuidadosamente eliminada, reaparece con fuerza al siguiente renglón. Y no para aquí el desliz, pues la enérgica protesta de Ixtlilxochitl se presenta al fantasmagórico capitán Zúñiga. Por lo visto, la mente del corrector se obnubiló al comprobar tamaño ejemplo de piedad cristiana. Sea como fuere, el examen de las testaduras ha dado unos magníficos resultados, ya que nos permite establecer algunas conclusiones bastante lógicas. Ante todo, queda claro que el segundo fragmento del Códice Ramírez no es el borrador de un original, como pensaba su ilustre descubridor, sino unos apuntes, unas noticias, tomadas de un texto ya redactado. El autor de la relación que inspiró las notas era con toda seguridad un tetzcocano, cuyo amor patrio le condujo a crear una historia apologética llena de exageraciones, erróneas interpretaciones e ingenuas manipulaciones. El anónimo historiador pretendía destacar el papel del pueblo acolhua en conjunto. Por eso concedió a Cacamatzin, enemigo de la cruz y de Castilla, un protagonismo que obscurecía en ocasiones el papel de su hermanastro, el famoso Ixtlilxochitl. La persona que copió las noticias no compartía este punto de vista. Menos chauvinista que su colega, eliminó cuidadosamente las falsedades más evidentes. Al censurar el texto, el copista pretendía un doble objetivo: de un lado, eliminar el tono antiespañol del relato, inaceptable para el lector castellano; del otro, realzar en mayor medida la personalidad de Ixtlilxochitl. Aunque de hecho ambos fines se complementaban, el último predominó de facto.
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V. El mundo de la "Historia de la Nueva MÉxico" El Renacimiento y el Barroco crearon una épica culta que se diferenciaba totalmente de la epopeya popular medieval escrita para ser recitada y no leída. Al mismo tiempo, los modelos renacentistas impusieron la imitación de los modelos clásicos de la antigüedad o de los maestros italianos. Siguiendo este ejemplo, los elementos mitológicos, paganos, eruditos y librescos fueron motivos decorativos de los cuales fue imposible prescindir. En España, nuestra épica culta no produjo ninguna obra genial, estuvo falta de originalidad, se ahogo en la hojarasca de la arqueología mitológica. Cabe preguntarse, ¿cómo es posible que España cuya epopeya medieval y cuyo romancero genial proclaman su altísima capacidad para la épica (base del teatro), no pudiera crear un gran poema nacional?¿Cómo explicar que España que vivió por dos siglos en el más favorable ambiente épico --colonizador de dos mundos--, no creara un poema nacional suyo propio? La contestación a esta pregunta quizá radique en la autenticidad de su épica local, histórica y no idealizada. El pueblo español sentía la conquista de América en su propia carne, con la emoción de las crónicas de indias que ocurrían en escenarios nunca vistos ni aún presentidos. Por ser la épica una necesidad popular, fue escrita en crónicas para ser entendida por el pueblo. En las crónicas de indias podemos encontrar el ambiente más prolífico de creación épica. A su lado cualquier obra erudita carece de valor y autenticidad. Verdad y fantasía se dan la mano y es difícil separar ambas porque ambas se apoyan en un plano real: América. Si España hubiera sentido la necesidad de crear una épica --dice José Luis Alborg-- la hubiera creado, como hizo con el teatro o la novela. Pero España tenía a mano la descripción de la hazaña escrita por cronistas o poetas-soldados. Era una épica candente de veracidad, heroica en su forma, dramática en su fondo y con un gran dinamismo de acción. Y no podemos olvidar que el dinamismo es la esencia de la épica. Este fluir, esta estratificación polifacética en continua mutación es la base de la épica, aunque no sea necesariamente homérica. Los poemas que España produce en el siglo XVI no pueden ser considerados epopeyas homéricas puras porque la situación histórica fue diferente a la epopeya griega. Por eso, aquellos poetas renacentistas que siguieron con mayor fidelidad el ejemplo clásico, compusieron poemas que más bien fueron caricaturas absurdas en que el pueblo fue incapaz de encontrar sus raíces. No nos sorprende, por lo tanto, que sea precisamente en el Renacimiento cuando aparece la épica burlesca, sátira de la grandiosidad, sarcasmo contra lo heroico. ¿Por qué ocurrió? No por burlarse de lo grandioso que todos sabemos fue parte del Renacimiento; no por burlarse del honor y de la fama en sí, sino por burlarse de lo fantástico que producía héroes absurdos que no obedecían a la realidad. Sin embargo, el dinamismo en que vivió España durante los siglos XVI y XVII tenía que ser descrito de alguna manera. Esto es lo importante. Del valor de los conquistadores y de la resistencia feroz de los indígenas, en algunos casos, estaba naciendo un pueblo; de los desiertos del suroeste, del sudor derramado sin mezquindad, estaba surgiendo una raza; son las primeras revoluciones de una espiral cuyas últimas curvas no han salido aún a la superficie. Homero contemplaba, observaba con frialdad, por eso hay un objetivismo en sus epopeyas. De este modelo se aparta la épica española con toda claridad. Y éste es un punto fundamental. En los hechos narrados en la épica hispana hay un espíritu activo que participa en la lucha sin cuartel donde hay dos pueblos que se juegan la vida por una causa. Esta dinámica es consustancial a lo épico. Las sujeciones al modelo homérico son sólo un envase del que se puede prescindir y por eso las crónicas y los poemas del tema americano fueron aceptados por el público con pasión y leídos con gran aprovechamiento. Si consideramos que La Araucana tuvo 18 impresiones hasta 1632 y la comparamos con los pulidos poemas de Garcilaso, impresos sólo tres veces durante los siglos XVI y XVII, veremos que la popularidad del tema épico satisfacía la necesidad del pueblo español ansioso de aventuras. En España el romance seguía vivo, no hubo ruptura con la Edad Media. La influencia árabe en la épica española seguía dando carácter de Cruzada al descubrimiento de América. Mientras Italia tuvo que esperar al siglo XIV para que el héroe se humanizara, en España nunca dejó de serlo. El héroe español fue siempre patriótico como los carolingios, galante como los bretones, pero realista como el Cid o como las crónicas de Bernal Díaz del Castillo. Ariosto, al ennoblecer al Orlando de Boiardo, le dio galantería, moralidad y caballerosidad. En la misma Italia, Petrarca descubría a Homero y su influencia y la de Virgilio se extiende a todas las literaturas europeas. El arte queda definido en su función didáctica según las doctrinas de Aristóteles53, mientras que la Reforma y el Concilio de Trento imponen su marca disciplinaria en la religión y en las costumbres. El Dios cristiano reemplaza a las deidades clásicas y el poeta-soldado Villagrá, hombre de su tiempo, escribió un poema celebrando una acción heroica con ideales religiosos, tema histórico y principios estéticos del Renacimiento. Menéndez Pelayo54 parafrasea a Andrés Bello refiriéndose a Ercilla. Esta misma idea es recogida por Bancroft55 cuando escribe que de todos los países de América sólo Nuevo México tiene el privilegio de basar sus anales primeros en un poema. Es así, cómo el poema de Gaspar Pérez de Villagrá, titulado La Historia de Nuevo México, marca el principio de la épica en los Estados Unidos. El tema del poema La Historia de la Nueva México es totalmente americano. El aislamiento geográfico de la frontera norte del Virreinato de la Nueva España y su lenta penetración, hicieron de Nuevo México un lugar desconocido. Las guerras sangrientas de la conquista no existieron allí. Los pacíficos indios pueblos del río Grande aceptaron la autoridad española. Esto es por lo que el poema contiene en sus 34 cantos una gran parte narrativa dedicada a la penetración en el territorio, a las penalidades del desierto y a las fascinantes costumbres de los indios pueblos y apaches con los que convivieron los españoles. El poema pudiera haber sido un relato de la vida local, pero Villagrá era un soldado y las armas y la guerra eran su vocación. Por lo tanto, los sucesos mejor cantados son los que se refieren a la traición de Acoma y a la cruenta venganza de los españoles. Lo diferente es que su épica se convierta en narrativa para dar paso a lo histórico, lo real, que predomina de un modo asombroso. Nuevo México aparece como cuerpo y alma de la poesía que inspira a su poeta conquistador. La estructura de la epopeya es, a un tiempo, continuación y principio de otra cosa. Lo épico empieza y acaba in media res: trata de hechos contingentes y causales. La presencia del narrador testigo da más objetividad a lo narrado. Su relación con la historia es clara, pues deja lo consciente y subjetivo para expresar otra de las facultades humanas: la acción. Villagrá, por ser autotestigo se mantiene en un plano superior al del lector. Sabe lo que va a ocurrir y se puede permitir el lujo de acentuar los pasajes que quiera y de acumular los pormenores que completen su visión del relato. Villagrá maneja el tiempo con libertad; puede, y de hecho lo hace, invertir el orden temporal. Conocedor el poeta de la acción, maneja tres elementos creadores que representan los elementos estructurales de las formas épicas: personajes, espacio y acontecimientos. En el poema Historia de la Nueva México la narración es una sucesión lineal desde el pasado hasta la traición india de Acoma y la venganza española. Siguiendo el orden renacentista, el poeta relata sus orígenes y las primeras noticias que se tienen de Nuevo México desde su descubrimiento hasta su colonización por Oñate, el general a quien Villagrá sirvió como soldado. La segunda etapa del poema abarca el paso del río Grande y la toma de posesión de Nuevo México con representaciones teatrales, justas, torneos56 y ritos de penitencia57. La tercera etapa se enlaza con este momento. Los indios que habían jurado obediencia al Rey de España invitan a Oñate a visitar el famoso pueblo indio de Acoma en su camino hacia el Oeste58. Allí tenían preparada la muerte del gobernador invitándole a visitar una kiva. Oñate, sospechoso, no cayó en la trampa59 y los indios defraudados mataron cruelmente a un destacamento de soldados españoles a las órdenes del maese de campo Juan de Zaldívar. Este es el momento épico del poema. Desde el canto 18 hasta el canto 34 predomina la acción. Oñate cede su puesto de héroe a sus soldados. Estos, al enfrentarse con héroes indios, crean un héroe colectivo de dos razas que se juegan la vida cara a cara. El héroe colectivo pertenece a los dos bandos. Ambos son agentes de una acción grandiosa por su intensidad, no por la magnitud de los elementos materiales que en ella intervienen. La estructura formal externa está centrada en este héroe cristiano-indio en cuyo campo se mueve el autor. Su presencia da dramatismo a la acción. El poeta que vive el hecho se mueve en los últimos doce cantos en un terreno que él conoce sicológicamente. Como en la epopeya clásica existen agoreros que predicen los acontecimientos. Los soldados son tan heroicos como sus capitanes. Los cantos IV y el XX están dedicados en su totalidad a sus penalidades, sus heroicidades y sus ambiciones. Hay una crítica abierta contra los virreyes que ignoran sus peticiones y sus méritos. En medio de esta colectividad, aparecen retratos individualizados de los jefes de ambas razas que dirigen la acción y la conectan. Villagrá, con intuición sociológica describe el mundo en que ambos se mueven. Los españoles se preparan para la lucha con fortaleza espiritual de sacramentos y ceremonias religiosas. Preparan sus armas, deciden estratagemas y se animan evocando el código del honor y la gloria de la fama. En el otro bando los indios celebran sus danzas guerreras ceremoniales. Al igual que las armaduras de los españoles, tienen el valor poético el atuendo indio o la falta de él; sus pinturas, sus danzas, sus atributos, pieles de animales, plumas, cuernos, etc., están poetizados con todo el color que aún hoy día tienen para etnólogos y antropólogos. La vitalidad telúrica de los indios en contraste con la sobriedad española produce una tensión dramática y el verso se agiliza, enumerando acciones en aposición para apresurar y anticipar la batalla: Cual tiraba la piedra, cual la flecha, cual de pintados mantos se adornaba... El punto culminante del poema son los cantos dedicados a la venganza de Vicente Zaldívar para reivindicar la muerte de su hermano. En cuanto a la estructura interna del poema se ven elementos dramáticos y descriptivos que son complementarios dentro del universo de su creación poética. Entre los españoles, hay personajes destacados, soldados insolentes y desertores que han de ser castigados60; del otro lado hay indios traidores, discusiones y rebeldías en sus concilios61. Al igual que en Homero, estas desidencias las utiliza Villagrá para individualizar los personajes y que haya una rivalidad justificada entre los enemigos compartida y por ninguno monopolizada, como hace Ercilla en la Araucana62. A diferencia de Homero que siempre escribe para los nobles y su mundo literario es aristocrático63, la obra de Villagrá sirve a la sociedad moderna en que los valores humanos están ordenados jerárquicamente. Esta estructuración social es característica de la epopeya española: está unida a la vida. Si a esto unimos la intención del autor, que no es otra sino dar a conocer el esfuerzo suyo y de sus camaradas64 a cuyo mundo el poeta pertenece, veremos que Villagrá enfocará su lente a esta parcela de la sociedad que entra dentro de su fórmula artística social, en su doble papel: indio y español. Villagrá, con la imagen del indio que recibe en el campo de batalla decide hacer un poema. Los acomenses idealizados son símbolos simplificados de esta actitud heroica épica. Como soldado que es, le resulta al poema más fácil ver que imaginar. Tales caracteres: el anciano consejero Chumpo, nuevo Néstor de las guerras acomenses; el traidor Zutacapán, el jefe Gicombo, el valiente Zutalacampo han sido individual izados en verso por su prudencia, su cobardía, sus dotes de mando o su juventud. Los héroes pueblan sus cantos como los héroes que vivieron en la Ilíada, la Farsalia, el Orlando furioso, la Jerusalén Libertada y la Araucana. El poeta sabe que no todo lo heroico es poetizable y por eso en honor a la verdad añade documentos y cartas que justifiquen el hilo histórico. De la historia auténtica selecciona lo poético con categoría estética; acciones temerarias (su famoso salto sobre el abismo), o la cruenta muerte de sus compañeros (la matanza española en la roca de Acoma); pero al mismo tiempo nos dice lo extraño de los hechos que aparecen ante sus ojos: la admiración de los indios por los caballos (canto 18); las aspersiones de harina (sagrada) con que los indios se cubren (canto 18); la democrática sociedad india carente de rey (canto 15); la virginidad y traje de las mujeres (canto 15); la homosexualidad india (canto 15); las danzas y máscaras sagradas cachinas (canto 16); la apariencia de los búfalos (canto 17), etc. Para el poeta los españoles cumplen bien como soldados, pero lo exótico del poema ocurre en el campo indio. Las mujeres del poema son siempre felices compañeras del hombre a quien necesitaban y sirven pero con su fidelidad amorosa al soave licor de lo amoroso al poema. Su aparición da una nota de paz, interludio de descanso en la acción de la épica. De entre estas mujeres son las indias las que le interesan. Sólo aparece una heroína española, doña Eufemia, que como su modelo, la valiente Clorinda de Tasso, o doña Mencía de Nidos de Ercilla, adopta virtudes masculinas, increpando a los cobardes (canto 8) o defendiendo la ciudad (canto 27). Por el contrario, en el campo enemigo hay verdaderas heroínas, fieles esposas, enternecedoras hermanas, desvalidas viudas e inocentes niños. La fiel Polca amamantando a su hijito es un ejemplo de amor, valor y estoicismo. El poeta la compara con Ariadna y Triania de Vitelio. Las desvalidas hermanas de Zutalcampo buscando su cadáver en el campo de batalla como ángeles de la muerte, nos recuerdan a la Clorinda de Tasso (aun careciendo de la fuerza erótica del maestro italiano). Cuando encuentran el cadáver lo transportan en fúnebre procesión sobre un madero hasta entregárselo a la desconsolada madre y juntas todas se lanzan al suicidio de la ardiente pira (canto 32). La pasividad sufrida de la amante Luzcoija, herida de la fuerza de amor que le abrasaba, te hace ofrecerse voluntariamente a la muerte delante de su marido, aumentando con su sacrificio la tragedia amorosa a la que su belleza renacentista le había condenado. Gicombo le jura morir juntos diciéndole: Juro por la belleza de esos ojos, Que son descanso y lumbre de los míos, Y por aquesos labios con que cubres Las orientales perlas regaladas Y por aquestas blandas manos bellas Que en tan dulce prisión me tienes puesto... (canto 30) Villagrá es un excelente narrador no sólo de procesos, sino de situaciones, exactamente momentos antes en que la acción queda como en suspenso para ser captada. También entre varones y mujeres Andaban muchos barbaros desnudos Los torpes miembros todos descubiertos, Tiznados, y embijados de unas rayas, Tan espantables, negras y grimosas, Cual si demonios bravos del infierno, Fueran con sus melenas desgreñadas... (canto 27) De la misma manera nota los detalles menudos o insignificantes que su espíritu realista emplea para componer cuadros o situaciones. Y aquella desventura fue tan grande Que andaban a millares los corderos balando, por sus madres que perdidas, balaban asimismo por hallarlos. Y atonitas las yeguas discurriendo, cruzaban por los campos sin sentido, En busca de las crias relinchando... (canto 9) A veces la anécdota estabiliza la acción: El mojón o bola metálica que una bruja endemoniada asentó en el campo, quedó en pie y puede verse como los obeliscos de Roma espantando a las caballerías. Al cual no se acercaban los caballos Por más que los hijares les rompian,... (canto 2) Detalles curiosos, insospechados, ponen su nota de color. Al vadear el río con todo el ganado, aguijonean a los bueyes hiriendo a puros gritos las estrellas, pero las ovejas y carneros zozobraban por el peso de la lana húmeda que les hundía en el agua (canto 10). Las descripciones variadas y expresivas de la estructura interna del poema provocan elementos dinámicos, pintorescos o crudamente realistas que forman estructuras complementarias dentro del poema. Se incluyen en la estructura narrativa sin perder su esencia, pero como subproductos líricos o dramáticos, no necesariamente épicos. Otra técnica renacentista que Villagrá usa es el retrato de los héroes. Siguiendo la técnica de Homero en que con gran variedad de epítetos individualiza a sus héroes, Villagrá pone diversidad entre las cualidades de cada personaje. Para Homero, Ulises y Néstor tienen visión e inteligencia. Pero la visión de Ulises es artificial y la de Néstor es abierta, regular, natural. Su coraje es diferente de su prudencia. Chumpo es valiente por su prudencia, Zutalcampo y Zaldívar son héroes por su juventud agresiva que les da valor. Para los primeros la guerra es lo vivido, para los últimos la guerra está aún por venir. Cada uno tiene un epíteto apropiado: Bempol, corajudo, echando fuego por los ojos. (canto 24) ............................................... Guapo membrudo y fiero El valiente Zapata El gran León y el fuerte Cavanillas Y aquel Pedro Robledo, el animoso. (canto 23) La pintura, el gesto, la actitud sicológica aparece perfectamente delineada. Vicente Zaldívar al oír la noticia de la matanza en Acoma. Quedó suspenso los brazos en el pecho bien cruzados. (canto 23) Oñate reacciona ante las mismas nuevas bajando de su caballo y por sus ojos lágrimas vertiendo/ hincadas las rodillas por el suelo... reza que Dios te castigue a él por sus culpas y no recaiga su justicia en los inocentes soldados. Y así, alzándose del suelo sollozando / tomó el caballo bien enternecido / solo a su tienda quiso recogerse/. (canto 24) El ambiente de la batalla se respira en los preparativos de los soldados encargados de la venganza de estas muertes. Cubiertos de fino acero preparan los caballos. Los bridas y ginetas compusieron, Los bastos, los estribos, los aziones, Los fustes, las corazas, los pretales, Los frenos, la hijadas, las testeras. (canto 27) Mientras que receloso de su escaso número, Giacombo les contempla acercarse con filosofía barroca diciendo: Bien sé que para cuerdos son muy pocos, Y muchos para locos, y esto es cierto, Que jamas vido el mundo tantos locos. (canto 27) En el retrato físico de la vejez, Villagrá aumenta su realismo. Chumpo / givado de vejez, las piernas cortas / seco los brazos, y la piel pegada/ a sola la osamenta que tenia/ avanza apoyandose en un cayado. De la misma manera el diablo en figura de vieja rebozado se aparece a los antiguos mexicanos con cabello cano, mal compuesto El rostro descarnado, macilento, Defiera y espantosa catadura, Desmesurados pechos, largas tetas, Hambrientas, flacas, secas y fruncidas ......................................................... disforme boca desde oreja a oreja Por cuyos labios secos desmedidos Cuatro solos colmillos hacia fuera... (canto 2) Las arengas, otro procedimiento renacentista, brotan abundantes de sus personajes reflejando su valentía, su orgullo, su traición o su cobardía. Homero nos hizo oyentes de su épica, nos transporta con impetuosidad de río. Virgilio se remansa en la majestad atractiva de la arenga; como un riachuelo fertiliza los caracteres con sus discursos pertinentes a la acción que se anticipa. Así lo hace Villagrá. Las arengas anticipan la acción y dan énfasis para que sea recordada. De esta manera, imitando a Virgilio, el lector participa del desarrollo del argumento que él, el poeta, ya sabe por adelantado. El carácter del personaje que se expresa queda así retratado. La lógica del argumento no es importante y los antagonistas nunca discuten o incluso examinan las razones. Los héroes de Villagrá sólo dicen opiniones, con elocuencia filosófica, religiosa o con oratoria clásica, y esperan que sus interlocutores queden inmediatamente convencidos. La violencia emocional de sus discursos producen el choque dramático. Zutacalpo sabe que la fortuna ayuda a los que están preparados (canto 18) y les anima a que detengan las armas, no enciendan fuego que apagarse no puedan (canto 21). El anciano Chumpo también les aconseja no encender la hoguera en el canto 18 porque vemos que el morir no es más que un soplo, y en bien morir consiste nuestra gloria (canto 21). En contraste, Zutacapán con una falsa risa y al desgarre arenga con su odio a la venganza, mientras que el hechicero Amulco asegura la victoria acomense y promete como premio doce doncellas bellas castellanas a Gicombo y seis al bravo Bempol, porque vuelva con tal despojo honrado a su patria apache (canto 26). Otro procedimiento de la técnica épica, y el más importante para Villagrá, es describir elementos a través de comparaciones o símiles. El poeta trata de pintar un cuadro mental de cada escena con imágenes visuales, auditivas, sensoriales, que dan vida al relato. Lo que nos sorprende no es sólo la variedad de los símiles, sino la claridad de las imágenes épicas, al mismo tiempo que la perfección de la técnica narrativa. En unas pinceladas trae un objeto, una escena, ante nuestros ojos, dejando al lector que llene el resto de la pintura con su propia imaginación. Con este procedimiento el lector comparte con el autor su creatividad. Los símiles sugieren al mismo tiempo lo externo, la apariencia y la sicología del suceso o del héroe. En el poema Historia de la Nueva México hay 187 símiles bien desarrollados. Ellos introducen la vida de cada día en el mundo heroico de la lucha. Los símiles se refieren no sólo a lo que el lector conoce de primera mano, sino que los sentidos también conocen. Nos hacen percatarnos de que la vida en el ambiente predominantemente regido por la muerte. En los símiles, el tema aparece primero, luego el lugar y raramente el tiempo. Se dan detalles, que no tienen nada que ver con la comparación, y por último aparecen sentimientos evocados por las imágenes. Lo que hace que sean poesía es que están cercadas alrededor del factor humano. Cada una tiene un valor lírico, demuestran que lo heroico no es todo y que sólo se aprecia su valor si se le compara con algo cotidiano. A veces los símiles son dobles o triples reduplicando la fuerza con otra imagen dependiente o complementaria. El limitado uso de la metáfora, el empleo de los epítetos y la brillantez de algunos símiles producen lo más sobresaliente de la técnica épica de Villagrá. Todo este andamiaje técnico se elabora contra el oscuro fondo de la muerte que amenaza por doquier, creando una nostalgia heroica que es parte integral de la épica. Entre los abundantes símiles de Villagrá, el mar en su triple imagen de nave-marinero-ola ocupa 21 símiles y la variada gama de sus significados nos lleva a comparaciones inauditas en que el plano real desaparece o a otras imágenes carentes de valor por consabidas. Es insospechado el que Villagrá compare el paso de los bueyes tirando de las carretas por el río Grande a gruesas naves, cuyas proas/ surcando el bravo mar espuma grande revuelven y levantan salpicando/. La espuma del agua en blanco jabón revuelto el río formaba remolinos alrededor de las herradas ruedas de los carros. La imagen de los soldados aguijoneándoles a su paso eran como los pilotos de los barcos que animan a la maniobra necesaria para evitar la zozobra o a los aurigas clásicos (canto 10). Esta imagen de nave contagia la lucha cuerpo a cuerpo de españoles e indios como un par de naves aferradas para ser reinforzada luego cual si dos toros bravos fueran mientras que el cuerpo haciendo crugir nervios, cuerdas y costados nos devuelve la imagen de abordaje con que inició el símil compuesto (canto 12). La imagen náutica sirve para retratar a Oñate cual nave que avanza por el desierto de las aguas, o para moralizar, cuando los desertores del ejército rompen el ancla sagrada de la obediencia arrastrando los poderosos cables donde asida estuvo (canto 16). Sobre temas variados hay 81 símiles en el poema de gran interés dado su valor antropológico indispensable para el estudio de los indios del suroeste. En la visita de Oñate a Acoma aparece por vez primera descrita una kiva ceremonial. En el interior esperaban 12 indios para matar a Oñate, pero el general sospechoso se retiró del peligro, salvándose su vida. Cual suele aquel que por camino incierto ecba de ver, inopinadamente que de muy alta cumbre se despeña... (canto 18) Los símiles basados en imágenes de fuego tienen gran fuerza. Zutalcampo pacientemente espera como el arma de fuego cuya pólvora sólo desea la chispa para descargarse (canto 21). De otro lado Pilco corre presuroso sobre las llamas acumulando una serie de comparaciones, desde los héroes clásicos Esisidio y Orión, hasta la salamandra que no se quema en el fuego, mientras que los españoles le persiguen como liviana y triste sombra obligándole a lanzarse desde lo alto de la roca. Pilco al caer cual gruesa lanza despedida provoca otros dos símiles; uno, las lanzas que se clavaban en el caballo griego dentro de los muros de Troya, y otro en que Pilco clavado en tierra a su caída, prosiguiera su carrera inaudita como león suelto, sacudiendo su melena... (canto 32). Algunos símiles usan comparaciones tan lejanas del plano real que es difícil encontrar el valor poético. Nos sorprenden por lo realista y lo novedoso de la comparación. Zutacapán y Gicombo se comparan al paciente que vuelve su saña contra el médico quitándose las vendas que lo habrían de curar (canto 26). El indio Zutacapán prepara su mortífera maza como el diestro músico que afina su instrumento (canto 26). El hechicero Amulco con sus agüeros semeja un horno de asar, cuyo calor se templa en la apertura de su puerta (canto 26). La tradición popular de Villagrá se consagra cuando ve a sus sedientos compañeros saciarse en las aguas del río Grande Cual suelen en taberna pública tenderse algunos tristes miserables, embriagados del vino que bebieron, Así, los compañeros se quedaron Sobre la arena amollentada, Tan inchados, hidrópicos, hipatos, Así como si sapos todos fueran. (canto 14) Los soldados luchan juntos así como los dedos de la mano/ que siendo desiguales se emparejan (canto 30). La figura de Oñate, por sí sola, atrae más símiles que ninguna otra en la Historia. Se le compara a un toque de treta, a la calma que sigue a la tormenta, al marinero que estudia el mar, al ámbar oloroso que cuanto más se rompe más perfume exhala y a los dos polos de la tierra que aseguran el globo. Igualmente sobresalen los símiles de Oñate en el mundo clásico o bíblico. Se le compara con Ulises, con Julio César, con Zineas y con Pirro, y, por último atravesando el río Grande, él y, sus colonos, con las consabidas escenas del Antiguo Testamento. Los símiles de la flora carecen de valor por manidos y por la escasez con que los emplea (sólo hay 10). En contraste, el mundo animal cuenta con 58 ejemplos. Los más logrados son los símiles de fuerza característicos del ambiente guerrero en que se mueve el poeta. Abundantemente aparece el lobo y sus cachorros o cazadores que aseguran su presa. Pero de todos es el toro el que adquiere los símiles más completos. Zutacapán es: Cual furioso toro que bramando la escarba de la tierra vemos saca, Y sobre el espacioso lomo arroja, Y firme en los robustos pies ligeros, El aire en vano azota, hiere, y rompe, Con uno y otro cuerno corajoso... (canto 18) De la misma manera el héroe español Zaldívar al morir decrece su bravura cual un fiero toro desfallece al verse perseguido. Mientras tanto, Gicombo, al ser herido, brama y vierte espumarajos por la boca, los muy agudos cuernos levantando; mientras que al luchar contra Zaldívar lo hace Cual corajoso jabalí cercado De animoso libreles y sabuesos tascando la espumosa boca apriesa Con el colmillo corbo amenazando. (canto 32) La astucia tiene como símil al zorro y al tigre; la laboriosidad, a las hormigas; las danzas bárbaras semejan trotes de caballos, y asimismo el caballo furioso se escapa como Milco, la cola y crin al viento tremolando. Entre las aves son los halcones, águilas, palomas, los que abundan con símiles consagrados. Algunos son sorprendentes sin embargo. Compara los tipos de culebrinas en sus disparos con las urracas destrozadas por el cazador, cuyos cuerpos son mutilados perniquebrados, barriendo el suelo con las alas. En el mundo reptil la serpiente venenosa bajo el pie del campesino, se embravece amenazando con la lengua tripartida como Zaldívar se muestra, impaciente de dar la orden de disparar en el mundo de la fauna llama la atención algunos animales como la ballena y el pez espada. La imagen de la ballena se asemeja a los indios de Gicombo que acometen Cual el ballenato que herido Del aspero arpón y hierro bravo, Un humo espeso de agua en alto esparce,... (canto 30) Sería imposible en este corto estudio abarcar más; sólo he dado Una somera idea de la labor que queda por hacer. Los símiles clásicos y bíblicos (38 en número) son menos abundantes pero no por eso menos interesantes. Nos demuestran a la vez los conocimientos clásicos del autor y de la sociedad que le leía. No se le conoce a Villagrá en el mundo literario y su poema ha sido ignorado o juzgado como un ejemplo de corrupción del gusto renacentista y su afinidad con el barroco. Aunque Villagrá pertenezca a este período el alambicamiento de la poesía, con antítesis, hipérboles, personificaciones, inversiones y juegos de palabras no existe en tan gran número como en otros poetas. Las imágenes barrocas que aparecen tienen la misión de llamar la atención; y, con este fin se usan símiles exagerados, paralelismos de sintaxis, desplazamientos de palabras y un lenguaje retórico muy cercano a La Araucana. Después de la lectura del poema se confirma una vez más la imposibilidad de aplicar los conceptos y recursos de la poética grecolatina, y de su reflejo, la renacentista italiana, al tratamiento de los tenías del Nuevo Mundo. Este esfuerzo quedo frustrado en cuantos intentaron cantar los hechos de la Conquista y Colonización de América con caracteres épicos. Las exigencias de los cambios históricos demandaban otra expresión: un arte nuevo. Tanto la falta indudable de inspiración, como la sumisa y anacrónica imitación de una poética inseparable del inundo antiguo europeo, determinan el fracaso de los autores que intentan expresar poéticamente lo épico americano. En la Historia de la Nueva México, los personajes, los hechos y su enlace, el ambiente y el lenguaje sufre de la mecanizadora influencia de lo artificioso. La impresión de lo poético del conjunto no se produce; pero en el curso de sus 34 cantos aparece fugazmente la poesía en muchos detalles descriptivos, en raros aciertos de vigorosa expresión natural que consiguen despertar el interés del lector. Hay también gravedad de entonación a veces algo solemne, en discursos y, arengas, elogios y máximas moralizantes; pero lo que más sorprende es la historicidad de los pequeños detalles. Si la mayor parte de la Historia de la Nueva México es obra de prosaísmo y borroso artificio, si fatigan las interminables menciones de jefes y soldados en estilo notarial y los catálogos de nombres históricos de la manida antigüedad clásica, los cantos de la venganza de Acoma tienen alardes poéticos de gran altura y el lector sigue la acción con entusiasmo. A pesar de ser en muchos casos una crónica versificada con aspiraciones poemáticas, no es menos cierto que el poema ofrece compensación en conjunto; la claridad, la seguridad del autor, el perfume de los pequeños detalles hacen que alcance una respetable medianía. Por tales motivos la Historia de la Nueva México, aunque muy poco conocida, no merece la oscuridad, menosprecio e indiferencia a que sin suficiente examen ha sido relegada. Las excavaciones arqueológicas hechas en los lugares en que Villagrá canta, los estudios etnológicos y antropológicos de los indios de los que él habla, nos atestiguan su verdad, su percepción, y el poema nos ayuda a visualizar la vida india que él descubrió y que sirve de inspiración al poeta. Ante estos hechos, el lector de hoy día deja de ser crítico solamente y se convierte en participante. La verosimilitud de cada acto épico hace que la actitud crítica se convierta en receptiva. Los indios con sus costumbres y su vitalidad viven en la Historia de Villagrá, y al contarnos su historia, Villagrá se convierte en un gran maestro. En el mar de sus versos mediocres, hay islas de poesía acertada con las cuales pudiera formularse una perdurable antología de pasajes afortunados que sirvieran de pórtico literario a la Literatura hispana en los Estados Unidos. Mercedes Junquera
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Valor de la obra de Fr. Martín No cabe duda, por todo lo que llevamos dicho, que la Historia General del Perú de Fr. Martín de Murúa, es una obra excepcional, diferente de todas las otras que se han escrito sobre el Perú y sus habitantes. Sabido es cómo suele clasificarse la historiografía indianista en torno a los incas: a favor o en contra, y que a ello no es ajena la postura del virrey de Toledo. Por ello puede hablarse de crónicas pretoledanas y postoledanas. Expliquemos un poco el fenómeno y lo que fueron las fuentes informativas de los cronistas españoles. Partamos de dos hechos importantes: a) la admiración que en los españoles produjo la magnitud de la organización incaica, su perfección administrativa, su disciplina social y su autoridad jerárquica, y b) la inexistencia de escritura entre los incas. Parecen dos cosas sin relación, pero sin embargo, como vamos a ver, íntimamente ligadas entre sí. La admiración -punto a)- convirtió en escritores a muchos que nunca habían soñado con serlo, y así soldados y clérigos tuvieron una especie de comezón intelectual por dejar constancia de aquello que habían vivido, en primer lugar, y por contar las maravillas de aquella tierra y de aquella gente, en segundo término. De lo que ellos habían vivido no necesitaban más fuente informativa que sus propios recuerdos, pero para contar el origen y desarrollo, organización y vida antes de la catástrofe final del imperio, tenían que basarse en lo que los indios mismos supieran de su historia. Y ésta no la tenían escrita, en un sentido literal de la palabra, por el hecho -punto b)- de que carecían totalmente de escritura, pese a que por algunos se defienda la especie de que los quipus28 también fueron históricos. Pero sí tenían escrita su historia en la memoria, pero no como "recuerdo", sino como "relato", tan fielmente redactado como los antiguos cronistas medievales lo habían hecho en pergamino o papel. En otras palabras, la organización incaica también había previsto las enseñanzas de la Historia en sus escuelas formativas de mandos y jerarcas, y se había condimentado un relato uniforme ad majorem gloriam Incarum, en que se cantaban las grandezas, glorias y excelencias del pueblo conquistador, sus hazañas guerreras, la bondad de su organización y los beneficios del señorío incaico sobre los pueblos que, en larga teoría de campañas, habían ido domeñando, desde el lago Titicaca hasta el Chimborazo, y desde las costas de Guayaquil hasta el río Maule, en Chile. El resultado de estos dos hechos -admiración y textos tradicionales prefabricados- fue lógico: una serie de obras en que los cronistas españoles alaban la cultura incaica, aunque ponderen las ventajas de la conquista española y la barbarie que suponían muchos aspectos de la vida india, en especial el desconocimento de la verdadera religión. Así aparecen los primeros escritos, que hallarán su autor clásico en el príncipe de los cronistas peruanos, Pedro Cieza de León, que en prodigioso alarde de fecundidad ofrecerá una historia desde los orígenes míticos hasta las guerras civiles entre españoles29. No en vano Cieza había sido secretario de Pedro de la Gasca. Las informaciones verbales, pero realmente textos impresos en la memoria de los sacerdotes y hombres cultos del Inkario, supervivientes a su ruina, produjeron en castellano una literatura clásica, a la que los propios Incas nada hubieran tenido que objetar. Es entonces cuando aparece el virrey D. Francisco de Toledo30. En su tiempo habían triunfado ya en España las ideas de la justificación de la conquista y posesión de las Indias. Toledo iba a ellas imbuido de que tenían que existir unos justos títulos para dominar, y que había que justificarse constantemente. Y surgió en su mente el pensamiento de recorrer el laberinto a la inversa, averiguando qué justos títulos habían tenido los Incas para señorear todo lo que juntaron en el Tahuantinsuyu, y para ello inició incansable sus largas y provechosas -especialmente para la Historia- Informaciones, procurando que las gentes que había en su torno, como Pedro Sarmiento de Gamboa, escribieran en el mismo sentido, con un solo fin: demostrar la ilegalidad de la conquista incaica, la privación de libertad de que habían hecho víctimas a los pueblos dominados. Los españoles aparecían así, en su acción, bajo una luz nueva, como verdaderos liberadores de mitimaes y yanaconas, de los pueblos oprimidos. Vemos, pues, bien claramente la distinción entre dos etapas bien definidas: la pretoledana, influenciada por la reproducción servil de las tres tradiciones que la memoria incaica ofrecía, y la actitud crítica, antiincaica, del virrey Toledo y sus colaboradores. Fuera de este encasillado, y quizá como una reacción, se ha de colocar al Inca Garcilaso de la Vega Chimpuocllo, al que su sangre incaica le empuja a pintar un cuadro paradisiaco de la vida organizada bajo el imperio del Cuzco31. Y también a nuestro Fray Martín. Fray Martín no es un fraile palaciego y aunque llegó al Perú en tiempos del gobierno de Toledo, es evidente que al comienzo de su apostolado no debió preocuparse por recopilar noticias, ni su persona fue notada como posible escritor que formase en la falange de los escogidos para probar una tesis histórico-política. Es muy posible que cuando Toledo cesa, sea cuando el mercedario comenzó su tarea. No se halla pues comprometido en una postura oficial, y se gobierna por sus propias informaciones, que tanto son cuzqueñas como aymaraes o arequipeñas, es decir, son tanto metropolitanas, áulicas u oficiales, como provincianas y emanadas de la opinión de los vencidos. Hombre de sana fe, casi profesional, diríamos, halla que el gran defecto -defecto en el sentido de algo que falta- de los incas fue la ignorancia de la religión católica, pero por lo demás admira y ama a los indios, pondera sus excelencias y hasta disculpa las crueldades y excesos, porque no estaban iluminados por la verdadera fe. Muchas veces siente admiración por lo que había, y el buen orden con que se desarrollaba, y se lamenta del desorden que luego vino, y el olvido de las buenas cosas, como, por citar un ejemplo, la organización de las estafetas, correos o chasquis. Podría decirse que en su ánimo -sin las razones de mestizaje que explican la actitud de Gracilazo- luchan dos posiciones: su calidad de español y cristiano y su amor a la tierra y a las gentes con las que convivió muchos años, precisamente en el tiempo de la total descomposición del antiguo estado de cosas por la implantación de un orden nuevo, que no siempre le parece a Murúa superior a lo que antes existía. Pese a las acusaciones de explotador de indios e indias que le hace Huamán Poma de Ayala, aparte de la ya citada, toda la obra de Fray Martín está trasluciendo un profundo amor por la tierra, además de un gran conocimiento de las cosas de ella. La disposición interior del libro es muy lógica y procede con un criterio que demuestra que la mente del autor estaba bien ordenada y que dedica cada libro a una materia diferente, con una orientación que le hace extraordinariamente original, como vamos a ver inmediatamente, en un breve análisis de cada uno de sus Libros. El Libro I, como ya se ha dicho, trata del origen y descendencia de los Incas, y es un tratado histórico de tipo convencional, es decir, por un orden cronológico, que va desde los tiempos preincaicos (capítulo I) hasta la extinción del reino de Vilcabamba, pasando por toda la historia incaica, la guerra civil entre Atau-Huallpa y Huaskar, la llegada de los españoles, la sublevación de Manco II, su retirada y -saltando muchos años de historia- las campañas del virrey Toledo con Martín Hurtado de Arbieto para la reducción de Tupac-Amaru. Lo más original, a poco que se preste atención, de esta disposición y contenido, es que la historia indiana está contada desde el lado incaico. Dicho de otro modo, no procede Murúa como la mayoría de los escritores, centrando la acción en lo español, y colocando lo indio como lo que sucedió antes, sino que, situado en el Perú, el autor toma la historia en su comienzo, la desarrolla y la narra en tanto es historia incaica, para la cual lo español es una etapa más, aunque sea la última. Y sigue esta historia hasta que deja de existir como tal, aunque pervivan, como es lógico, los contingentes indígenas, pero bajo el gobierno español. Que se trata de una historia india contada desde el punto de vista indígena, o sea a base de las informaciones de los propios indios, viene comprobado por el hecho, que he sugerido antes, de que se salta muchos años de la historia: ¿cuáles son? Son los años del gobierno de Pizarro, de las guerras civiles entre españoles, y los omite el autor porque no tocan al origen y descendencia de los Incas. Por eso vuelve a hablar del gobierno español cuando el virrey Toledo decide acabar con el reducto de Vilcabamba, último verdadero capítulo de la historia incaica. Tiene este primer libro, de contenido, como hemos visto, estrictamente incaico, ocho capítulos32 en que, tras haber acabado el relato cronológico, vuelve sobre temas ya tratados, para exponer hechos curiosos o biografías más detalladas, como al de Pachacuti, de Inca Urco y hasta relatos novelescos, de "ficción", como dice el propio Murúa, como el de Chuquillanto y el pastor Acoytapa, a través de los cuales podemos asomarnos al mundo de las tradiciones indígenas y de su sensibilidad amorosa. El Libro II, cuyo título ya dimos, y figura, naturalmente, en este original, es un tratado independiente de la cultura incaica, especialmente referido a la vida palaciega y de alto nivel de gobierno, vista desde las alturas de la dirección imperial de todo el territorio, con especial atención a los aspectos religiosos y rituales. Se trata de cuarenta capítulos, en que Murúa nos brinda una información novísima, especialmente en lo relativo al calendario. El Libro III podríamos decir, si viviéramos en tiempos del sabio mercedario, que trata del Perú actual. Los treinta y un capítulos pueden agruparse en la forma siguiente: a) Geografía y etnografía33, en que trata del origen de las gentes y se describe la tierra. b) Gobierno español34, o sea la organización del mismo y de la justicia. c) Gobierno y conquista espiritual35, en que hace, y no hay que reprochárselo, un mayor énfasis en la presencia de los frailes de la orden de Nra. Sra. de la Merced, Redentora de Cautivos. d) Descripción de las ciudades del Perú36, pero no de las antiguas, sino de las fundadas por españoles, aunque haya mención de alguna que ya existía, como es el caso del Cuzco. Como vemos, la obra que tenemos entre manos es una verdadera enciclopedia del Perú a fines del siglo XVI y un repaso de las tradiciones incaicas y de la historia de sus monarcas, así como de su cultura, modo de gobierno y vida social y administrativa. El estilo de Fr. Martín es llano, de enormes párrafos, que a veces abarcan un capítulo entero, y que hay que puntuar conforme a un criterio moderno, pues sino sería irrespirable su lectura. Es de tono narrativo, sin florituras oratorias, salvo cuando el autor se cree obligado a hacer reflexiones de tipo moral. En la redacción de su obra Fr. Martín debió proceder del modo siguiente. Primero tomó notas, en borradores, que no existen, pero de los cuales quizá se tomó algo de la copia que contenía el Mss. Loyola, luego fue distribuyendo todo en capítulos, haciendo una primera redacción, que es quizá la que tenía ya muy adelantada a fines del siglo XVI, y de la que tomó idea y notas Huamán Poma, según Ramiro Condarco37. Luego vino la puesta en limpio, que es lo que llamamos original o Mss. Wellington, y que fue lo que llevó consigo desde el Alto Perú a España. En este manuscrito aún hizo retoques Fr. Martín, corrigiendo unas cosas, subrayando otras y tachando algunas. Queda, por último, una nota por decir: las ilustraciones. Los Incas no fueron amigos de las representaciones gráficas, como ocurría con los aztecas, sus contemporáneos. Así pues, no se puede hablar propiamente de códices pictóricos como en México, ni de historias gráficas o por la imagen. Por eso, los cronistas, aunque incorporaron -traduciéndolas literalmente muchas veces- las tradiciones historiales quéchuas, nunca las adornaron con dibujos. De esta regla general se salen dos obras tardías y contemporáneas entre sí: la Nueva Crónica y buen Gobierno, de Huamán Poma de Ayala, y la Historia General del Perú, de Fr. Martín de Murúa, es decir, el libro de que ahora tratamos. El libro de Fr. Martín viene ornado con 37 láminas a la acuarela, en color, la mayoría representando a los diversos incas y a sus coyas o esposas, salvo la primera y la última, que son escudos. La primera es la portada, con varios escudos, y la última, que sirve también de portada (al Libro II), tiene según reza la leyenda las Armas del Reyno del Pirú. De las 35 restantes, 33 son de una mano y 2 de otra diferente, y sobre ello es preciso hacer un comentario: se trata de ilustraciones hechas indudablemente por un dibujante de oficio, que conocía el arte del dibujo, según las escuelas europeas, sin que podamos saber si era indígena o español, aunque por el estilo más parecen de español, ya que la Escuela Cuzqueña, con importantes pintores nativos, como Quisque Tito, sólo florece en la segunda mitad del siglo XVII38, y sabemos que en la segunda mitad del XVI se instalan algunos artistas procedentes de Sevilla, que enseñaron en Cuzco el arte de la pintura a criollos y nativos. Pero hay dos láminas del libro de Fr. Martín que no son de esta mano general. Son las 35 y 36, que respectivamente representan el Modo de caminar los Reyes Incas. Huascar Inga, y Modo de caminar las coyas y Reynas, mujeres de los Incas. Chuquillanto, mujer de Huascar Inca, respectivamente. Estas dos láminas guardan en su estilo un parecido asombroso, hasta el punto de hacernos creer que son obra suya, con las ilustraciones de Huamán Poma en Nueva Crónica. Y Huamán Poma utiliza el estilo pictórico único que usaron los incas, y que ha perdurado hasta hoy en el trabajo de cortezas secas de frutos: el de los keros39. A muchas de las láminas les puso la titulación el propio Murúa, y en varias aparece manuscrita la frase no se a deponer, indudable indicación para el impresor. Queda aún un tema por dilucidar: el de las ilustraciones de ambos trabajos. El asunto lo he tratado a fondo en dos estudios míos (véase Ballesteros 1978 y 1981), en que creo llego a conclusiones -siempre sobre la base de hipótesis- bastante claras. Antes de entrar en ello recordemos que Huamán Poma no dice
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Valor humano de las relaciones indígenas de la Conquista Un estudio comparativo de los textos y pinturas indígenas que acababan de describirse mostrará sin duda numerosos puntos de desacuerdo respecto de las diversas crónicas y relaciones españolas de la Conquista. Sin embargo, más que constatar diferencias y posibles contradicciones entre las fuentes indígenas y las españolas, nos interesan aquí los textos que van a aducirse en cuanto testimonio profundamente humano, de subido valor literario, dejado por quienes sufrieron la máxima tragedia: la de ver destruidos no ya sólo sus ciudades y pueblos, sino los cimientos de su cultura. No es exageración afirmar que hay en estas relaciones de los indios pasajes de un dramatismo comparable al de las grandes epopeyas clásicas. Porque, si al cantar en la Ilíada la ruina de Troya nos dejó Homero el recuerdo de escenas del más vivo realismo trágico, los escritores indígenas, antiguos poseedores de la tinta negra y roja de sus códices44, supieron también evocar los más dramáticos momentos de la Conquista. Valgan como ejemplo de lo dicho, unos cuantos párrafos entresacados de los documentos que en este libro se presenta. En pocas líneas narran los informantes indígenas de Sahagún el modo como comenzó la terrible matanza del templo máximo perpetrada por Pedro de Alvarado. Después de describir el principio de la fiesta de Tóxcatl, "mientras se van enlazando unos cantos con otros", aparecen de pronto los españoles entrando al patio sagrado: Inmediatamente cercan a los que bailan, se lanzan al lugar de los atabales: dieron un tajo al que estaba tañendo: le cortaron ambos brazos. Luego lo decapitaron: lejos fue a caer su cabeza cercenada. Al momento todos acuchillan, alancean a la gente y le dan tajos, con las espadas los hieren. A algunos les acometieron por detrás; inmediatamente cayeron por tierra dispersadas sus entrañas. A otros les desgarraron la cabeza: les rebanaron la cabeza, enteramente hecha trizas quedó su cabeza. Pero a otros les dieron tajos en los hombros: hechos grietas, desgarrados quedaron sus cuerpos, a aquéllos hieren en los muslos, a éstos en las pantorrillas, a los de mis allá en pleno abdomen. Todas las entrañas cayeron por tierra. Y había algunos que aún en vano corrían: iban arrastrando los intestinos y parecían enredarse los pies en ellos. Anhelosos de ponerse en salvo, no hallaban a donde dirigirse#45. Otro cuadro, obra maestra del arte descriptivo de los nahuas, nos pinta el modo como vieron a esos "ciervos o venados", en los que se asentaban los españoles, es decir, los caballos. Ya Motolinía, en el párrafo que se citó más arriba, nos habla de "la admiración de los indios al contemplar los caballos y lo que hacían los españoles encima de ellos". Ahora son los informantes de Sahagún quienes nos ofrecen su propia descripción. Tal es su fuerza, que parece una evocación de aquella otra pintura extraordinaria del caballo, que dejó escrita en hebreo el autor del Libro de Job. Escuchemos la descripción dada por los indios: Vienen los "ciervos" que traen en sus lomos a los hombres. Con sus cotas de algodón, con sus escudos de cuero, con sus lanzas de hierro. Sus espadas, penden del cuello de sus "ciervos". Estos tienen cascabeles, están escascabelados, vienen trayendo cascabeles. Hacen estrépito los cascabeles, repercuten los cascabeles. Esos "caballos", esos "ciervos", bufan, braman. Sudan a mares: como agua de ellos destila el sudor. Y la espuma de sus hocicos cae al suelo goteando: es como agua enjabonada con amole: gotas gordas se derraman. Cuando corren hacen estruendo: hacen estrépito, se siente el ruido, como si en el suelo cayeran piedras. Luego la tierra se agujera, luego la tierra se llena de hoyos en donde ellos pusieron su pata. Por sí sola se desgarra donde pusieron mano o pata#46. Finalmente, para no alargar más la serie de ejemplos que podrían aducirse, copiamos tan sólo el breve relato conservado por los autores anónimos del Manuscrito de Tlatelolco de 1528, en el que mencionan la suerte que corrieron aquellos sabios o magos, seguidores de Quetzalcóatl, que vinieron a entregarse a los conquistadores en Coyoacán, después de sometido ya todo el Valle de México. Llegaron con los libros de pinturas bajo el brazo, los poseedores de la antigua sabiduría, simbolizada por la tinta negra y roja de sus códices. No sabemos por qué voluntariamente optaron por entregarse. Pero los conquistadores les echaron los perros. Sólo uno pudo escapar. Escuchemos el testimonio indígena: Y a tres sabios de Ehécatl (Quetzalcóatl), de origen tetzcocano, los comieron los perros. No más ellos vinieron a entregarse. Nadie los trajo. No más venían trayendo sus papeles con pinturas (códices). Eran cuatro, uno huyó: sólo tres fueron alcanzados, allá en Coyoacán:47. Escenas como las citadas abundan en las relaciones indígenas que aquí se publican. Quien lea el presente libro, no podrá menos de sorprenderse al encontrar en la documentación indígena incontables pasajes, tan dramáticos y en cierto modo tan plásticos, que parecen una invitación al artista, pintor o dibujante, capaz de llevarlos al lienzo o al papel. Por otra parte, la riqueza de información y el modo mismo como la presentan los cronistas del México indígena en sus relaciones, abre sin duda el camino a numerosos temas de investigación. Piénsese por ejemplo en estudios tales como el de "la indígena de los conquistadores", que podría mostrar los diversos esfuerzos realizados por los indios para comprender quiénes eran esos hombres desconocidos, venidos de más allá de las aguas inmensas. Proyectando primero sus viejos mitos, creyeron los indios que Quetzalcóatl y los otros teteo (dioses) habían regresado. Pero, al irlos conociendo más de cerca, al ver su reacción ante los objetos de oro que les envió Moctezuma, al tener noticias de la matanza de Cholula y al contemplarlos por fin frente a frente en Tenochtitlan, se desvaneció la idea de que Quetzalcóatl y los dioses hubiera regresado. Cuando asediaron a la ciudad los españoles, con frecuencia se les llama popolocas (bárbaros). Sin embargo, nunca se olvidan los indios del poder material superior de quienes en un principio tuvieron por dioses. Implícitamente, en función de su pensamiento simbólico, a base de "flores y cantos", los indios se forjaron una imagen de los conquistadores. Los varios rasgos de una imagen de los conquistadores. Los varios rasgos de esa imagen están precisamente en los textos que acerca de la Conquista escribieron. He aquí un posible tema de investigación, ciertamente de interés. Pero no es ese el único aspecto que podría estudiarse. Además del asunto propiamente histórico de comparar los testimonios indígenas con los de los españoles, es posible contraponer las ideas propias de ese mundo indígena casi mágico, que tenía su raíz en los símbolos, con la mentalidad mucho más práctica y sagaz de quienes, superiores en la técnica, se interesaban principalmente por el oro. Con frecuencia se ha dicho que en las relaciones e historias que sobre la Conquista expresaron los capitanes españoles sobresalen, entre otros rasgos, los siguientes: asombro ante lo que contemplan, conciencia de que están realizando una gran misión en servicio del emperador y de la fe cristiana, providencialismo que, en algún caso, les hace proclamar que varios de los combatientes han visto a Santiago que los auxiliaba en sus luchas en contra de los indios, actitud deslumbrada en ocasiones y desencantada en otras, respecto de lo que describen como rescate de oro y otros objetos preciosos. Como algo que cabe poner en parangón con el providencialismo de los hispanos, el hombre indígena recuerda apariciones de la diosa Cihuacóatl, Nuestra madre, la que llora por la noche; de Tezcatlipoca, uno de los dioses más venerados que se aparece a los mensajeros de Moctezuma y los reprende, o el dramático postrer esfuerzo por vencer a los conquistadores oponiéndoles el arma invencible del dios Huitzilopochtli, la xiuhcóatl, es decir la serpiente de fuego, con la que había él destrozado a sus enemigos. Desde luego que las fuentes indígenas no coinciden todas entre sí, ni tampoco, en diversos puntos, con los relatos de los españoles. Obvio es que los testimonios de los aliados de Cortés, tlaxcaltecas y tetzcocanos, contradigan en más de una ocasión a los cronistas aztecas. Asuntos en los que la diferencia de opinión sobresale son los siguientes: lo tocante a la que se conoce como Matanza de Cholula, la forma en que murió Moctezuma, diversas acciones a lo largo del asedio final de la ciudad de México y el modo como ésta hubo de rendirse. Pero más allá de éstas y otras diferencias, me atrevo a pensar que, al igual que en algunos pasajes de los testimonios españoles, hay también en las relaciones indígenas un dramatismo comparable al de las grandes epopeyas clásicas. Si al cantar Homero en la Ilíada la ruina de Troya evocó escenas de emotivo realismo, los escritores nativos acertaron también a revivir los más dramáticos momentos de la Conquista. Más allá de fobias y filias entrego de nuevo este libro que, por los cuatro rumbos del mundo, tantos han ya leído. Mi deseo es ahora que la antigua palabra de Mesoamérica se difunda también en España. A más de cuatro siglos y medio de lo que aquí se refiere, cabe pensar hoy en formas más humanas de encuentro. Insoslayable verdad es que ancestros de los mexicanos son los guerreros aztecas y los soldados que partieron de la Península Ibérica. A través de los tiempos la fusión de sangres se ha acrecentado. Cientos de miles, venidos principalmente de Extremadura, Andalucía, ambas Castillas, Asturias, Galicia y las tierras Vascongadas, se han unido muchas veces con descendientes de los antiguos habitantes de Mesoamérica. La más reciente de todas las inmigraciones hispánicas en México, la muy fecunda de los transterrados que la guerra civil llevó a tierras aztecas, ha reconfirmado el cuatro veces secular parentesco. A todos cuantos están así emparentados interesa esta historia que es, a la vez, de México y de España. Miguel León-Portilla Ciudad Universitaria, México. Año Nuevo de 1985.
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Visión del mundo prehispánico Es obvio que por lo dicho hasta ahora sobre Motolinia, ciertos intereses emocionales e intelectuales son más notorios que otros, y se puede pensar que, para nuestro fraile, existieron dos historias de los indígenas: la prehispánica y la que vivió él mismo con ellos a partir de los años inmediatos que siguieron a la conquista de Tenochtitlán. La primera es una fase que colocaba a Motolinia en la posición estricta de historiador. Esto es, estudiaba y reconstruía hechos de un pasado que él no había vivido. La segunda corresponde a una fase que compartió con los indígenas y que, por lo mismo, le fue contemporánea. En cierto modo, esta última es autobiográfica y tiene el carácter de una etnografía ciertamente basada en juicios de valor y en intereses de conocimiento aplicado. Se trata de saber cómo es la gente indígena para mejor actuar sobre ella en el propósito de modificar su vida religiosa y, por ende, sus formas de existencia. Conviene ofrecer al lector un avance de lo que describe Motolinia en esta Historia y que, por lo mismo, tuvo por conocimiento más principal. En lo que atañe a la época prehispánica, el lector hallará información sobre los siguientes temas. En primer lugar, y al igual que otros cronistas, destaca en Motolinia su preocupación por determinar la etnogénesis de las diferentes naciones indígenas, sobre todo las del altiplano central. Para ello, nos habla de cómo por medio de los textos ideográficos y pictográficos conservados por los tlacuiloque podían obtenerse noticias sobre dichos orígenes. Así, en el contexto de las indagaciones que hizo en las fuentes indígenas que tuvo a su disposición, pudo llegar a ciertas primeras conclusiones, entre otras, las de que el poblamiento indígena de los altiplanos centrales lo hicieron, primero, los llamados chichimeca, a los que atribuye la mayor antigüedad y que serían, en este caso, gente dedicada a la caza y a la recolección ##probablemente también algo de agricultura de temporal## y que, por lo tanto, estaban en movimiento constante. Aparecieron en estos altiplanos relativamente tarde, a tenor de que los datos de la Arqueología contemporánea señalan, para el México de los recolectores arqueológicos, una antigüedad de ocupación aproximada de doce mil a quince mil años16. Dada la adicción étnica de las fuentes prehispánicas, y dado, por lo tanto, el hecho de que sus cronologías e historias relataban sucesos de sus naciones, esta primera conclusión nos lleva a suponer que los chichimeca aparecen en el siglo V de nuestra era y deben ser considerados, en las historias indígenas guardadas por los tlacuiloque, como abuelos de los que luego serían los nahuamexica. En gran manera, pues, los chichimeca ocuparían un lugar histórico estratégico en la etnogénesis de lo que siglos más tarde sería la estirpe de los fundadores de Tenochtitlán. El que los chichimeca aparezcan figurados en estas menciones cronológicas no resulta ser una casualidad; es más bien indicio no sólo de antigüedad, sino que en nuestra consideración vendría a indicar el parentesco directo de estos grupos con las naciones nahuas del altiplano. Y especialmente, estos chichimeca serían posteriores, y obtendrían, por eso, un carácter plenamente histórico en el recuerdo, a los que podemos llamar grupos indígenas arqueológicos. En estas historias étnicas, Motolinia coloca en segundo lugar cronológico a los colhua, gente procedente de las regiones orientales, lo cual permite avanzar la hipótesis de que se trataba de pueblos no sólo más avanzados que los chichimeca, que continuaban vagando y, con toda probabilidad, practicando algo de agricultura, sino que eran también pueblos relacionados, a su vez, con otros del gran mundo maya. En realidad, estos colhua entroncarían, en nuestra opinión, con una cepa madre, la de los llamados olmecas, y así se explicaría el enigma de la retirada que hiciera de Tula el divinizado Quetzalcóatl hacia el Oriente, área en la que se perdió su pista, y también patria difusa de sus abuelos y lugar de refugio ancestral, culturalmente más identificable que podía serlo, por ejemplo, la región del norte mítico. El mundo colhua surgiría en el altiplano mexicano como una gran oleada cultural civilizadora y sería, con toda probabilidad, y a manera de hipótesis, la formación étnica que desarrolló en los valles centrales la civilización urbana más avanzada y demográficamente más densa de Mesoamérica. Por añadidura, el hecho de que fuera una intermediación entre el mundo maya y el mundo chichimeca, y el hecho de que los colhua figuren en los Anales que tratan de los orígenes mexicanos, permite determinar su filiación directamente nahua con grandes probabilidades de que hayan constituido una rama étnica inicialmente nororiental que, por contagio cultural con el mundo mayense, y desprendida de sus primeras cepas bárbaras, transformó sus bases culturales sin, en cambio, perder, digamos, su nahualidad lingüística, esto es, su primera y ancestral filiación chichimeca desviada. En la práctica, y según nos dice Motolinia, los colhua fueron los primeros que comenzaron a escribir sus historias y memoriales en los códices, lo cual es una demostración de que en el altiplano central de México la civilización nahua comenzó precisamente a manifestarse con función histórica. Los memoriales que Motolinia consultó daban a los mexicanos de Tenochtitlán, y a los demás grupos nahuas que luego ocuparon posiciones de poder (tezcocano, tlaxcalteca, tehuacano, mixteca, otomíe y nicarao), un origen único por lo común de su punto de partida ancestral, en cierto modo, y para los aztecas, el Aztlan mítico. Cabalmente, esta tercera oleada poliétnica, constituida por siete capitanes dirigentes o caudillos de siete clanes o familias, emigró hacia el centro de México desde un llamado Chicomoztoc, asimismo interpretado como lugar de siete cuevas situadas en la región indefinida del noroeste. En lo fundamental, y según nos cuenta Motolinia, se trataba de grupos que entraron por Tula, al norte de la actual ciudad de México, y que fueron poblando y creando ciudades y pueblos a medida que se aposentaban establemente en distintos puntos de la región central. Esta última historia, la de los nahua-mexicanos, es la que recordaban, por ser también más reciente, con mayor precisión los tlacuiloque y representaba la tradición política más importante de los azteca y de las tribus diferentes, ya mencionadas. En dicho momento, esta tradición derivada de Chicomostoc, y hasta 1521, ya conquistada Tenochtitlán por los españoles, venía a sumar un total de aproximadamente cuatro siglos de presencia nahua-mexica en estos valles. La Historia de Motolinia concerniente a los orígenes étnicos no se detuvo en estas indagaciones. Nuestro fraile se ocupó de la descripción del mundo religioso prehispánico, básicamente del sacrificio humano, del papel de los sacerdotes y de las divinidades a que rendían culto los nativos. Desde luego, y esta era opinión general entre los frailes, Motolinia condena radicalmente la antropofagia ritual. Esta la atribuyó, especialmente, a los privilegios canibalísticos de las clases altas, esto es, constituidas por guerreros, sacerdotes, comerciantes y, sobre todo, por los linajes reales, en tanto éstos gozaban del poder de disposición sobre los cuerpos de los sacrificados. Aparte de describirnos esta liturgia con horror, Motolinia establece el carácter de hecatombe permanente que llegó a alcanzar el sacrificio humano en México, pues no sólo eran a millares los que se ofrecían anualmente a las divinidades, sino que se impuso como costumbre de monopolio el comer estas carnes sólo quienes, los guerreros, capturaban en guerra a sus adversarios y quienes, los pochteca o comerciantes, los adquirían como esclavos en los mercados. Sobre la particularidad de la exclusiva de este consumo, Motolinia subraya el hecho de que aparte de las condiciones en que se hacían los sacrificios, y de los orígenes míticos de su implantación, así como de los valores de comunión con el dios y alimento simbólico de éste, utilizados como justificación ritual, virtualmente sólo podían comer estos cautivos los que disponían de poder ##militar, eclesiástico y civil## para consumirlos, hasta el extremo de que Motolinia llega a exclamar que a los humildes sólo les alcanzaba un bocadillo. Al referirse a este punto del sacrificio humano, cabe destacar no sólo el hecho de la prolijidad de detalles con que describe este ritual y su teoría, sino también vale considerar el hecho de que atribuye a razones económicas la continuidad de este holocausto permanente, pues, al respecto, dice que los esclavos eran muy baratos debido a que sobraba gente en esta tierra; esto es, había un excedente demográfico que permitía un consumo ritualmente justificado. Siendo las alternativas religiosas un interés principal de Motolinia, éste no desperdició la oportunidad de referirse a la organización sacerdotal y a las diversas funciones que ésta reunía. Las descripciones son, en este sentido, la ocasión para que Motolinia efectúe frecuentes condenaciones del papel espiritual de los sacerdotes, presentados como inductores de prácticas demoníacas; al mismo tiempo, revela el profundo sentimiento religioso exhibido por las bases sociales indígenas, esencialmente vinculadas al temor de que sus dioses las desposeyeran de sus recursos o de que las hicieran objeto de castigos terribles que sólo una permanente devoción idolátrica les permitía conjurar. En tales puntos, el lector encontrará a un Motolinia condenatorio de los sacerdotes prehispánicos, a los que consideraba como embaucadores que explotaban a su favor y privilegio la ingenuidad aterrorizada de los humilde s indígenas que acudían a soportar con su presencia y apoyo místico la liturgia que consideraba demoníaca. Estas descripciones incluyen la referencia a las cualidades propiamente simbólicas de cada dios, si bien las que mayormente destaca son las relacionadas con funciones específicas de los dioses epónimos. Para Motolinia es, además, obvio que dada la religiosidad profunda de los indígenas mexicanos, el poder eclesiástico se ejercía no sólo sobre la conciencia de las masas sociales de base, sino que también acababa manifestándose como una opción espiritual prioritaria en la vida de los grupos indígenas. Motolinia se demuestra grandemente impresionado por estas tendencias de la población indígena a realizar penitencias y ofrendas a las divinidades que incluían el autosacrificio como acto de disciplina del cuerpo y de reconocimiento cotidiano de la dependencia del ser humano respecto de la voluntad dinamizada de los dioses. Aquí Motolinia destaca el valor espiritual de los ayunos practicados por los indígenas y el canto que acompañaba a sus ritos. De hecho, le impresionaba grandemente el que los indígenas se traspasaran la lengua para indicar que con ello frenaban toda propensión a la insidia, y en este extremo consideraba un despilfarro de generosidad el que esta energía fuera tan mal aprovechada al ser empleada en actos propiamente demoníacos. Motolinia atribuye a la superstición y al planteamiento equivocado de su teología las desviaciones o aberraciones que le parecía observar en estas prácticas religiosas. Conforme con su perspectiva, los indígenas permanecían embrutecidos por una religión que estimulaba los peores instintos de la irracionalidad mediante actos crueles que, como el sacrificio humano, estaban inspirados por la alienación que resultaba de estar heridos por la esclavitud y la idolatría espiritual y material, dos fenómenos que siguieron muy vivos en México hasta 1526. En este contexto, Motolinia destaca que el 1 de enero de 1525, los frailes de su orden decidieron irrumpir en los teocali o templos mayores de Texcoco cuando, durante la noche, sabían que los indígenas celebraban ceremonias relacionadas con el sacrificio humano. Con este motivo, y en presencia de los congregados para el desarrollo de esta liturgia, destruyeron sus ídolos y pesquisaron por todos los rincones y subterráneos hasta quebrar todas cuantas imágenes paganas hallaron. Después de este acto, los frailes predicaron decididamente el Cristianismo ante una multitud que propiamente se inclinaba ante la fuerza de esta mística de contestación. Al margen de esta repulsa por las prácticas demoníacas, Motolinia ponía gran énfasis en describir el paisaje, los climas y la naturaleza viva de Nueva España con gran entusiasmo. E igualmente hace referencia a sus organizaciones sociales, a la calidad de su cultura técnica, al papel social absoluto de los señores, a la estructuración del parentesco, al matrimonio en sus alternativas de monogamia y poliginia, con especial condenación de esta última por considerarla contraria a la ley de Dios. La forma cómo luchaban y se organizaban sus ejércitos de guerreros, sus valores de honor y las ideas comparativas a ser en la guerra como sus dioses, forman capítulos excelentes en esta obra de Motolinia. A pesar de ser contrario Motolinia a las formas y creencias religiosas indígenas en su manifestación formal y en su explicación teológica, sin embargo, se muestra extremadamente favorable a su disciplina social, a sus conocimientos agrícolas, a la austeridad de su alimentación y modo de vivir en casas humildes de una sola habitación, y en su vestir brevemente. Pero también demostraba su admiración por el lujo y la magnificencia exhibidos por las clases superiores indígenas, según las noticias y observaciones empíricas de que podía disponer. Sobre todo en su tiempo de residencia entre éstos, Motolinia pudo darse cuenta del extraordinario poder e influencia acumulados que absorbían los señores locales y tribales sobre sus vasallos, y pudo confirmar que se había establecido una larga tradición aristocrática basada en rígidos modos de estratificación social. A partir de este reconocimiento, se habían producido profundas dependencias económicas y de status, y hasta de personalidad, que luego serían aprovechadas, en muchos casos, por los mismos frailes, para penetrar en las mentes de los indígenas, utilizando esta misma estratificación para maniobrar con el mismo poder de convencimiento que podían permitirse estos señores sobre sus vasallos. De hecho, y en tales casos, casi bastaba con lograr la conversión de estos señores para luego tener relativamente fácil la consiguiente cristianización de sus masas sociales dependientes. Motolinia, y los demás frailes misioneros, alternó la técnica de conversión especial de señores con la predicación a las multitudes convocadas expresamente para estos fines, y también utilizó grandemente la idea de que la liturgia católica, exhibida en su máximo esplendor ceremonial, impresionaba favorablemente a las masas indígenas y las atraía profundamente en una mezcla de barroquismo estético combinado con seducción ética. Pero si Motolinia y sus frailes se mostraban duros en sus comentarios a la religión indígena, se mantenía, en cambio, muy comprensivo y elocuente en su defensa de la personalidad que aparentaban constituir sus masas indígenas. Así, mientras había rechazado los comportamientos litúrgicos, idolátricos, en los que, decía, se bailaba escandalosamente, y en los que producían borracheras y se ingerían hongos alucinógenos que contribuían a la alienación de la consciencia, en cambio, elogia a estas gentes cuando mantenían un estado normal, el de su vida cotidiana. En este punto, los consideraba pacíficos, de buena razón y dotados de conciencia equilibrada sobre las cosas. De hecho, le impresionaba la austeridad del indio en sus comidas, que hacía permaneciendo en silencio y evitando hacer ruidos, sus continuas abstinencias y su escaso apetito por las riquezas. Le sorprendía positivamente el considerarlos pacíficos y mansos como ovejas, según su expresión, carentes de rencores, obedientes a sus superiores, propensos a ignorar agravios, y especialmente disciplinados en sus costumbres habituales. Por añadidura, dice Motolinia, el indio parece nacido para obedecer, es temeroso ante el poder y sincero en su decir. Atribuye a este indio otras cualidades a su ver positivas: es de gran ingenio, de entendimiento vivo, sosegado y controlado en sus actos, y apenas exhibe orgullo en sus conductas. Para el caso, señala Motolinia, los indígenas son hábiles para los oficios, tienen muy buena memoria, y aunque son descuidados en agradecer los favores, sin embargo, no los olvidan. Estas cualidades las estimaba Motolinia para los indígenas de la región de Teoacan, o sea de Tehuacán, y al compararlas con las de otras etnias, en especial con los mexica, señalaba que los primeros las poseían en mejor grado que estos últimos. De hecho, sin embargo, lo que parece claro es que las cualidades que advertía como propias de los indígenas referían mayormente a las bases sociales constituidas por los macehuales o gente dedicada a la labranza y a tamemes o cargadores que se daban en gran número a causa de la falta de transportes animales. Las noticias que se tienen de las clases formadas por los guerreros y las estirpes señoriales, así como las que estaban ocupadas en el comercio y las artes suntuarias y gente sabia y de prestigio, no coinciden con estas apreciaciones, sobre todo cuando se piensa en el poder social distanciado que practicaban los señores mexicanos y en la soberbia y capacidad de decisión última con que trataban a sus vasallos. Al respecto, parece indudable que Motolinia contemplaba el patrón de actitudes que gobernaba las relaciones de las bases sociales con sus superiores jerárquicos, relaciones que, por otra parte, suponían el desarrollo de dos tipos de personalidad, una temerosa y acostumbrada a obedecer en la humildad, y constituida por las clases tributarias situadas en la base de la pirámide social, y otra agresiva y señorial educada en el poder y en la capacidad de someter. Por esta razón, las cualidades de personalidad que describe Motolinia habría que reconocerlas en las bases sociales más que en las referidas capas dirigentes o manipuladoras de la realidad política total.