Contando con negativas circunstancias se produjo la elección imperial a la muerte de Maximiliano. A pesar de las pretensiones del rey de Francia Francisco I, se impuso la opción representada por otro candidato, Carlos, que ya era rey de las Españas, mejor colocado por su pertenencia a la dinastía de los Habsburgo (la cual venía ocupando el trono imperial desde mediados del siglo XV) y que contó además con el fuerte apoyo económico que le prestaron destacados hombres de negocios alemanes para inclinar la voluntad de los componentes del Colegio Electoral hacia su causa. Nacido en la ciudad de Gante en el año 1500, hijo del matrimonio entre Felipe el Hermoso de Austria y Juana, hija de los Reyes Católicos, por tanto nieto del recién fallecido emperador y de los titulares de la Monarquía hispana también ya desaparecidos, Carlos fue nombrado nuevo emperador en 1519, convirtiéndose así en señor de un amplísimo conjunto territorial y en el hombre más poderoso de Europa, gracias a las leyes de la herencia y al azar de los acontecimientos que tuvieron que producirse hasta llegar a recibir de forma un tanto fortuita la sucesión de las posesiones españolas. Por una u otra causa, antes de cumplir los veinte años Carlos se vio al frente de un inmenso Imperio que abarcaba las tierras heredadas de su padre al morir éste prematuramente en 1515: los Países Bajos, Luxemburgo, Artois, el Franco Condado...; las que le llegaron por parte de su abuelo materno, Fernando el Católico, fallecido en 1516: la federación de Aragón, Cataluña y Valencia, junto con Cerdeña, Sicilia, Nápoles, Baleares...; las recibidas al decretarse la incapacidad de su madre: la extensa Corona de Castilla y sus tierras extrapeninsulares (Canarias, las plazas africanas...), a las que habría que sumar las recién descubiertas posesiones americanas; y por su abuelo paterno las procedentes del patrimonio de los Habsburgo, con Austria, el Tirol y las demás zonas circundantes, completándose todo este entramado territorial con los derechos adquiridos sobre el norte de Italia y Alemania al ser nombrado nuevo titular del Imperio romano-germánico. A esta heterogénea agrupación de extensos espacios sólo le unía la persona del emperador, señor natural de todos ellos. El Imperio de Carlos V nunca llegaría a ser un conglomerado bien organizado ni un conjunto estructurado que se manifestase armónicamente. Por contra, cada parte mantuvo sus propias características institucionales, sociales, culturales, espirituales, sin que se produjera ningún tipo de acercamiento entre ellas, ni siquiera la intención de crear una entidad común que les diera cierta coherencia. Las fronteras entre los Estados del Imperio permanecieron intocables, agudizándose incluso los sentimientos protonacionalistas de sus poblaciones, que veían como extranjeros a los naturales de los otros países. Para aumentar aún más esta falta de unidad, se daba el hecho de que las diversas tierras escasamente aglutinadas por la figura del titular imperial no formaban un todo continuo, no limitaban todas entre sí, sino que presentaban grandes rompimientos geográficos, constituyéndose así una especie de mosaico con piezas muy diferentes que aparecían separadas dentro del mapa europeo, situándose algunas por lo demás en lejanas zonas, más allá de los mares que lo circundaban. Para estar representado debidamente en cada una de estas partes como cabeza de dominio señorial, dado que no podía residir ni permanecer demasiado tiempo en todas ellas, Carlos delegó su poder supremo en una serie de familiares, de personajes aristocráticos y de altos funcionarios que, según las circunscripciones sobre las que actuaban, fueron denominados virreyes (en la Corona de Aragón, en Nápoles, México y Perú), o gobernadores (en los Países Bajos y el Milanesado). Un caso especial lo constituyó su hermano Fernando, que desde muy pronto quedó directamente vinculado a la institución imperial y, todavía más, al conjunto patrimonial de los Habsburgo. Reactivado el Consejo de Regencia del imperio en 1521, estuvo en él como representante fijo del emperador; al año siguiente, en función del Tratado de Bruselas de 1522, recibió los territorios austriacos, continuando allí la tarea modernizadora de su organización estatal ya iniciada por Maximiliano I, viendo además incrementado su poder en aquella zona desde 1526 al ser nombrado monarca de Bohemia y Hungría tras la muerte del rey Luis en Mohacs. En el débil aparato de gobierno centralizado que pretendía dirigir la política imperial, se destacó inicialmente la Cancillería, más concretamente quien la ocupó durante bastantes años, a saber, Mercurino Gattinara, originario del Piamonte, por su intento de darle un sentido programático a la idea del imperio, de querer que la teoría política imperial tuviera mayor coherencia doctrinal, vinculándola para ello a las directrices del Humanismo erasmista que se mostraba defensor de la unidad del mundo cristiano y de la paz universal basada en el dominio del emperador cómo instancia superior de poder jerárquico. Pero la existencia consolidada de los Estados nacionales, la oposición de éstos a cualquier tipo de sometimiento a las ya casi anacrónicas autoridades universales, la mayor eficacia de sus maquinarias burocráticas, de sus ejércitos y de sus sistemas hacendísticos, en claro contraste con la debilidad e insuficiencia que la institución imperial mostraba respecto a estos medios de acción estatal, hicieron muy pronto inviable las aspiraciones, si realmente llegaron a darse, de control supranacional, derivando en consecuencia la vieja idea imperial hacia una más moderna de imperio-potencia, que se basaría en la posibilidad de disponer de mayores recursos humanos y económicos que sus rivales, es decir, de poder operar llegado el caso con una numerosa y robusta fuerza militar, siempre contando además con la superioridad teórica que proporcionaba la gran extensión de los dominios imperiales y lo estratégico de la situación de muchas de sus partes. No obstante, lo que podía ser una ventaja también ofrecía serios inconvenientes. Las dimensiones del Imperio resultaron excesivas para los tiempos que corrían; no se pudo atender con eficacia los problemas planteados por los diferentes Estados que lo integraban, a menudo enfrentados entre sí; los enemigos aparecían por todos lados, no sólo los exteriores, especialmente franceses y turcos, sino además los interiores, opuestos a la tendencia absolutista que empezaba a dominar en otros ámbitos, al centralismo que se deseaba imponer, aunque éste fuera más teórico que real. Por si todo esto fuera poco, el estallido de la Reforma y su posterior desarrollo ahondaron las diferencias, aumentaron las divisiones dentro de los límites del Imperio, socavando todavía más la autoridad suprema del emperador al sumarse la contestación religiosa a la política. Por otra parte, la complejidad de la administración de tan vasta superficie de tierras hizo necesaria la formación de varios bloques o apartados burocráticos, al frente de cada cual quedó destinado un alto funcionario, persona de confianza del emperador que asumía una parte de las responsabilidades que hasta la fecha de su muerte, acaecida en 1530, había concentrado el poderoso canciller Gattinara. Desde entonces, los reinos hispanos e italianos y sus posesiones y colonias fueron controlados por el secretario real Francisco de los Cobos; las zonas septentrionales y centrales que se encontraban en las proximidades de Francia (Países Bajos, Luxemburgo, el Franco Condado... ) por el también secretario Granvela, mientras que Fernando, el hermano del emperador, continuó encargado de los asuntos alemanes y de los correspondientes a los territorios patrimoniales de los Hasburgo, responsabilidad que se haría todavía más consistente desde el momento en que se produjo la doble abdicación de Carlos V en 1556, correspondiéndole a Fernando los citados territorios austriacos y germánicos, y al hijo de Carlos, ya como Felipe II, las posesiones españolas, italianas y borgoñonas y las de Ultramar. Quedaba así dividido en dos grandes partes el que había sido inmenso imperio carolino, cuyas dimensiones desproporcionadas, no volverían a repetirse, a pesar de que los dos conjuntos resultantes de la repartición pudieran a su vez ser considerados como sendos Imperios territoriales. Cansado, enfermo y parcialmente derrotado en sus ideales, el viejo emperador buscó unos últimos momentos de sosiego en su retiro hispano de Yuste, donde moriría en 1558. Así, pues, tras la desaparición de Carlos V la Corona imperial pasó a Fernando I (1556-1564), aunque a partir de éste el título de emperador y la referencia del Sacro Imperio romano-germánico perdieron casi todo su significado originario y su proyección universalista. Fernando I a duras penas pudo ejercer su autoridad en las fragmentadas tierras germánicas, donde procuró por lo menos mantener la paz religiosa, mientras que su mayor interés residió en ejercer el gobierno de los territorios austriacos patrimoniales que poco a poco se estaban convirtiendo en un poderoso foco de influencia y de control de la Europa central. Pero ni en uno ni en otro ámbito logró construir un moderno Estado absolutista, aunque sí potenció algunos organismos centralizadores (Consejo, Cancillería). No obstante, las fuerzas centrífugas de los poderes locales mantuvieron su autonomía. Dentro de este reducido Imperio germánico, los príncipes y señores siguieron teniendo un poder efectivo e independiente en sus dominios, quedando la autoridad del emperador como meramente nominal. La división religiosa profundizaba aún más las diferencias y agudizaba los contrastes. Este estado de cosas continuaría durante el reinado de Maximiliano II (1564-1576), agravándose en el de Rodolfo II (1576-1612), anunciador de la gran catástrofe que se avecinaba. Por entonces la idea del imperio casi había desaparecido; de hecho, significaba muy poco.
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China vivirá una época de profundos cambios. La esplendorosa dinastía Ming, iniciada en 1368, fortalecerá el Estado y emprenderá una reforma administrativa que sentará las bases del desarrollo económico. Su decadencia propiciará la invasión manchú y la instauración de una nueva dinastía, Qing, que si bien en principio conoce una época de esplendor, más adelante vivirá la recesión económica y el repliegue interior, lo que alejará a China de todo contacto con ideas y productos extranjeros.
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El imperio Mande, Melle o Malí no es otro que el formado por el pueblo negro de los mandingos o malinké que recogió y amplió la herencia de Ghana en el siglo XIII. En sus orígenes no era más que una especie de confederación de territorios mandados por jefes de tribus que sirvieron durante mucho tiempo de refugio contra los ataques exteriores hasta que enriquecidos por el oro las circunstancias históricas les permitieron la creación de un poderoso Imperio. Sundiata Keita (1230-1255) de la dinastía mandinga de los Keita, que había sido en su mayor parte exterminada por el Reino de los Sosso, logro hacer cristalizar en tomo a su persona las aspiraciones de libertad de los mandingas, lo que le permitió liberarse en 1235 del dominio del rey de Sosso, Sumaoro Kannte, al que dio muerte y formar un imperio que se extendía desde el océano Atlántico hasta el Níger. Su inmensa popularidad de libertador no sólo se debió a la liberación de parte de los mandingos del poder de los Sosso sino a su política de reducir al máximo la esclavitud como costumbre existente entre su propio pueblo. Hacia 1240 ocupo Ghana y destruyó su capital no cesando de ampliar sus dominios hasta que una flecha envenenada acabo con su vida en 1255. La estabilidad política del reinado de Sundiata dio un nuevo impulso al comercio transahariano decaído durante la época de esplendor del Reino de Sosso. Su hijo y sucesor mansa Ulé (1255-1270) continuó la política paterna especialmente en los aspectos comerciales con el mundo musulmán llegando a peregrinar a los santos lugares del Islam en época del sultán mameluco Baybars I, si bien las fuentes musulmanas no hablan de tal acontecimiento. El siglo XIV supuso el apogeo del imperio Malí con el gran mansa o rey Kanku Musa (1312-1337) que abrió totalmente las fronteras de su Estado a las comerciantes arabo-beréberes, y que es citado elogiosamente por los autores árabes por su peregrinación a La Meca, lo que hizo que el imperio de los mandingas fuese conocido y valorado muy positivamente en los ámbitos internacionales. Malí controlaba el monopolio del oro sudanés y siguió una política de seguridad en el interior y de apertura comercial al mundo musulmán en el exterior, reforzada por la singular y popular figura de su soberano. Kanku Musa, al regreso de su peregrinación, introdujo la cultura árabe en su país, por medio de arquitectos, poetas y artesanos que instalados en la capital, Niani, la convirtieron en una ciudad árabe más, con sus numerosas mezquitas, a la vez que la corte se islamizaba. Kanku Musa dio a su imperio Malí un esplendor nunca alcanzado por otro imperio negro hasta entonces, y su poderío se extendía por provincias tan diversas como Tombuctú, Djenné, Méma, Oualata, Gao, Gambia, etc. Su hermano y sucesor, el mansa Sulaymán (1341-1360), que subió al trono después del breve reinado de su sobrino Maghan (1337-1341), hijo de Kanku Musa, vio cómo se debilitaba el poder central debido al choque entre las instituciones tradicionales y las nuevas normas islámicas. Estas disputas facilitaron a los tuareg el poder adueñarse de las provincias más norteñas del Imperio, tales como Gao, Tombuctú y Méma hacia 1433-1434. La llegada de los portugueses a la costa de Gambia permitió a los comerciantes mandingos a fines del siglo XV y a lo largo del siglo XVI una nueva época de florecimiento, incluso más brillante que la del comercio transahariano. Esto produjo un reforzamiento de la autoridad del mansa en todas las riberas del río Gambia, y la aparición del famoso Niani Mansa Mamudú, conocido por el "gran elefante", que intentó en 1599 reconstruir nuevamente el primer Imperio Malí a base controlar el nuevo eje comercial Djenné-Tombuctú. Pero la nueva situación comercial impuesta por las rutas portuguesas del Atlántico impidieron realizar el sueño del último gran mansa de Malí. A finales del siglo XVI, los fulbé Denianke, dueños de todo el litoral, expulsaron de Gambia a las mansas de Malí. Y poco después, el pueblo de los bambara, situado al Este, dio el golpe de gracia al imperio Malí conquistando sus restos. La economía malí estuvo dominada por el comercio transahariano y la demanda de oro por parte de las grandes ciudades musulmanas del norte de África. Las rutas eran las principales vías de intercambio de los productos sudaneses (exportación de oro y esclavos e importación de sal y cobre), la más occidental era la más tradicional y siguió en el siglo XIV siendo la principal pasando por Sijilmasa-Thegaza-Oualata; la ruta más oriental que iba de Ouargla-Touat-Tombuctú-Gao creció en importancia a finales del siglo XIV, sobre todo después de la peregrinación de Kanku Musa a La Meca. Los reyes de Malí y la aristocracia mandinga gastaron enormes sumas en la importación de caballos y vestidos de lujo, así como de productos alimentarios típicos del mundo magrebí, como higos, dátiles y trigo. El comercio costero creció considerablemente con la llegada de los portugueses a Gambia, los cuales se encontraron con unos comerciantes mandingos muy expertos que vendían plumas de avestruz, marfil, oro y esclavos, y a los que era muy difícil engañar. A pesar de las enormes ganancias comerciales, monopolizadas por una minoría, la mayor parte de la población siguió siendo campesina, dedicándose al cultivo de mijo, sorgo, arroz y algodón, o al pastoreo de vacas, cabras, mulas y caballos. La sociedad del imperio Malí tuvo una estratificación mucho más compleja y diferenciada que la de Ghana. La aristocracia mandinga formada por las grandes familias dirigía las diferentes provincias del imperio, era objeto de una especial atención por parte de los mansas que la halagaba continuamente con valiosos presentes. Esta clase social fue la que más fácilmente se islamizó y de la que surgieron los jueces o cadíes expertos en el conocimiento coránico, si bien para la gran mayoría de la nobleza la islamización no fue más que superficial. Las wangaras fueron los comerciantes que se enriquecieron con el casi monopolio de las transacciones y recibieron también la influencia de la religión islámica; mientras que las clases más bajas de la sociedad, los campesinos libres y los "nyamakalas" (grupo heterogéneo en el que se encontraban desde los artesanos y hechiceros hasta los esclavos), continuaron siendo animistas.
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Hasta hace poco tiempo se creía que los hurritas habían hecho su aparición en el escenario del norte de Siria en un momento cercano al de su consolidación como potencia política y militar, siguiendo un procedimiento explicativo simple, según el cual los recién llegados proyectan su grupo tribal hasta las más altas esferas del poder. Sin embargo, ahora podemos asegurar que están presentes en el III Milenio, pues al menos dos de sus divinidades dan nombre a sendos meses del calendario de Ebla; además, durante la III dinastía de Ur se les menciona al este del Tigris y también hay documentada onomástica hurrita en el karum de Kanish en el siglo XIX, lo que corrobora la antigüedad de la presencia hurrita en el espacio comprendido entre Anatolia meridional, Siria septentrional, el alto Éufrates e incluso el Tigris. Todo parece indicar que ya entonces se iban organizando bajo la forma de ciudades-estado (como Urkis, en el Yazira, Nawar o Mamma, en el Anti-Tauro) pero a partir de mediados del siglo XVII van a intervenir de un modo cada vez más consistente en la política internacional. Su poder procede de la unificación política lograda en torno a Mitanni, donde la corte de Hanigalbat -denominación geográfica del reino- había adquirido una solidez extraordinaria gracias a la cohesión lograda entre distintos elementos étnicos, hurritas, luvitas, semitas, etc. La base de la población era hurrita, pero coincidiendo con el proceso de unificación comienza a aparecer onomástica indoirania, lo que pone de manifiesto la presencia de un nuevo elemento étnico, quizá demográficamente no demasiado importante, que conseguirá situar a su aristocracia -que hace la guerra en carro- en la cúspide del poder político, como pone de manifiesto el término con el que se les designa, maryanni, que tiene conexión en otras lenguas indoeuropeas. El proceso de mestizaje tuvo que ser anterior al establecimiento a mediados del siglo XVI del reino, cuya capital seria la ciudad de Washshukkanni, identificada verosímilmente con Tell Feheriye, en la cabecera del Khabur. A falta de la información de la propia capital, nos vemos obligados a afrontar la reconstrucción histórica a partir de los datos que proporcionan los archivos de los reinos dependientes o capitales provinciales, como el de Nuzi, en el extremo oriental del Imperio, el de Emar -hoy Meskene- a orillas del Éufrates y el de Alalakh, en la parte occidental, además de los datos procedentes de las cancillerías de los grandes reinos contemporáneos, como Hatti, Asiria y el archivo de Tell el-Amarna en Egipto, a lo largo del periodo que comprende desde mediados del siglo XV a mediados del XIV, durante el cual Mitanni ejerció la hegemonía política en el Próximo Oriente. El contexto de las relaciones diplomáticas y militares, en términos generales, queda definido por el interés egipcio en el dominio de los beneficios comerciales que se pueden obtener mediante el control del corredor sirio-palestino y ello a partir del reinado de Tutmosis I, a fines del siglo XVI (1506-1494), que llega incluso a atravesar el Éufrates. El expansionismo de los faraones del Imperio Nuevo termina enfrentando sus ejércitos con los de Mitanni, que intentan defender sus propios intereses en la región. No sabemos exactamente cuándo comienza allí el predominio de Mitanni, pues los propios orígenes del reino se nos escapan a causa de la escasa información. El referente fundador para los reyes posteriores fue un tal Shuttarna, hijo de Kirta, pero las fuentes no empiezan a ser ilustrativas hasta mediados del siglo XVI, cuando los textos de Alalakh nos informan de la dependencia de sus reyes Idrimi y su sucesor Niqmepa, con respecto a los monarcas mitanios Barattarna, Parshatatar y Saushatar. Este último llevará a Mitanni al máximo apogeo como consecuencia de la sumisión de Kizzuwatna, al noroeste, y Asiria al sudeste. Pero su política expansionista, que tenía la finalidad de integrar bajo su poder los circuitos económicos de los estados vecinos, acaba chocando con los intereses de los monarcas egipcios de la XVIII dinastía, que buscan en Asia un territorio de expansión natural para satisfacer sus necesidades de abastecimiento de aquellas materias primas de las que tanto escaseaban. En efecto, Tutmosis III (1490-1436), el gran faraón que otorga una nueva dimensión al Imperio Nuevo egipcio, desarrolla una amplia actividad militar y diplomática en Asia, e incluso -emulando a Tutmosis I- atraviesa el Éufrates. Sin embargo, sus campañas no son decisivas y al final del reinado disminuye la tensión bélica que permite una entente entre Egipto, Mitanni y sus estados vasallos. A la muerte de Tutmosis III accede al trono faraónico su hijo Amenofis II, que tiene que aplastar las revueltas generalizadas contra sus posesiones en Siria. Saushtatar de Mitanni no interviene directamente, lo cual parece facilitar el buen entendimiento de ambos monarcas. Entonces se logra un acuerdo según el cual Egipto mantiene el control de la costa de Siria y Palestina, mientras que Mitanni ejerce un dominio efectivo sobre Siria septentrional. Las alianzas matrimoniales, por las que princesas mitannias desposan a faraones (práctica que comienza por Tutmosis IV y acaba con Amenofis IV), garantizan la fluidez de las relaciones comerciales y una amistad interestatal, que permite dedicar los efectivos militares a otros centros de atención. De este modo, Mitanni incrementa su presencia en el ámbito anatólico, que comienza a verse alterado desde la ascensión al trono hitita de Tudhaliya I. La tranquilidad lograda se prolonga a lo largo de la segunda mitad del siglo XV y el primer cuarto del siglo XIV. En 1375 sube al trono, tras una intriga palaciega, Tushratta, el cual tendrá la imposible tarea de enfrentarse con el joven monarca Suppiluliuma, que accede al trono de Hattusa cinco años mas tarde y terminara llevando a Hatti a la posición más poderosa de toda su historia. En 1365, Suppiluliuma vence a Mitanni y a la muerte de Tushratta el reino queda sumido en una profunda crisis. Asiria había ido recobrando su independencia, en la que se va a fraguar el Imperio Medio Asirio de los despojos de Mitanni, que a partir de entonces queda convertido en un reino dependiente de Hattusa. A lo largo del siglo XIII el viejo reino se ve repetidamente atacado por los reyes de Assur hasta ser definitivamente aniquilado, sin dejas prácticamente restos escritos de su glorioso pasado. La información disponible sobre Mitanni no permite establecer con seguridad las relaciones sociales que caracterizaban a aquella formación social, de la que sólo alcanzamos a vislumbrar algo de su organización. Por eso, dejarse llevar por ciertos elementos ideológicos propios del grupo dominante para definir al pueblo hurrita como guerrero y caballeresco, no deja de ser una aproximación grosera. En realidad, las condiciones de la vida eran análogos a las de otros imperios contemporáneos y en la medida en que conocemos las funciones reales, no se puede afirmar que la cultura política de Mittanni sea diferente a las otras que conocemos mejor. El rey es juez, comandante militar, otorga tierras, dirige las relaciones internacionales, como cualquier otro monarca de la época. La administración interna se nos escapa por la ausencia de un archivo real, pero la política territorial se articulaba en virtud de los deseos y las posibilidades: es significativo que los espacios mesopotámicos fueran integrados en el estado, mientras que los principados sirios mantuvieran autonomía. Tal vez los reyes de Mitanni consideraban más eficaz para la defensa de sus fronteras frente a los egipcios la conservación de estados dependientes que evitaran un contacto directo, mientras que el interior de Mesopotamia septentrional resultaba más útil integrado; sin embargo, es posible que esas diferencias estuvieran motivadas por las posibilidades reales de integración territorial. En cualquier caso, las comunidades urbanas integradas eran lideradas por un magistrado, hazannu, designado por el monarca. Los habitantes estaban organizados por categorías en función de su posición social y laboral: los maryanni componían la élite militar que combate en carro, los ehele eran los trabajadores dependientes del palacio, los hupshu constituían el cuerpo de ciudadanos libres y, finalmente, los haniahhu pastores asimismo libres. Por lo que respecta a la propiedad de la tierra, la mayor parte de la documentación disponible se refiere a propiedades privadas, pero no es posible extraer demasiadas conclusiones de ello por la falta del archivo central.
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El Reino de Gao, uno de los más antiguos del oeste de África, mantuvo hasta el siglo XI una importante posición comercial a orillas del río Níger. Su riqueza hizo que la dinastía islamizada songhay de los Dia, instalase su capital en Gao. Según al-Bakri sólo el rey era musulmán, mientras el pueblo seguía siendo fetichista. El Reino de Gao logró mantener su independencia frente al imperio de Ghana, pero no pudo conservarla frente al poderío militar del imperio mandingo de Malí. Los historiadores discrepan sobre cuándo se produjo la anexión de Gao como provincia de Malí, para unos fue en época del mansa Ulé, mientras que para otros fue el mansa KanKu Musa el que realizó la conquista. A partir de 1400 los príncipes songhay de Gao comenzaron a independizarse de Malí hasta que alcanzaron la plena independencia con Sonni Alí Bar (1464-1492), verdadero artífice del imperio songhay. Este soberano restaurador, animista convencido, constituyó en veintisiete años un poderoso imperio que iba desde Kebbi, en Nigeria, hasta la actual región de Segu. Entre 1464 y 1468 hizo que su imperio songhay controlase el vital eje comercial Tombuctú-Djenné y de esta manera de todo el comercio transahariano. Sonni Alí persiguió a los musulmanes y especialmente a los círculos intelectuales de Tombuctú ligados a los tuareg y fulbé. Toda su política en este sentido se vino abajo cuando a su muerte en 1492 los musulmanes lograron colocar al frente del imperio al general Mohamed Ture con el titulo de "askia". El askia Mohamed I (1493-1528) supuso el apogeo del imperio songhay, si bien su reinado no estuvo exento de luchas internas al tener que imponerse a la fuerza a la aristocracia tradicional. Buscó una nueva legitimización de su poder en una peregrinación a La Meca en 1496-97, de donde regresó con título de califa, lo que le permitió realizar una verdadera reforma de la sociedad según los consejos del jurista islámico al-Maghili, y continuar las conquistas de su antecesor Sonní Alí. Entre 1514 y 1517 conquisto las minas de Bambuk, controló los ricos mercados de las ciudades hausa de Kano y Katsina, y logró mantener en el desierto a los tuareg. Mohamed I fue destronado por sus hijos, iniciándose un periodo de inestabilidad debido a las luchas fratricidas entre los príncipes de la familia real, hasta que en 1591 el sultán Mulay Ahmad de Marruecos, sabedor de la debilidad interna del imperio songhay envió contra él un ejército de mercenarios que lo conquistó tras la batalla de Tondibi, si bien en el sur del país, en Dendi, se estableció una fuerte resistencia contra los invasores marroquíes. Las bases económicas del imperio songhay fueron muy similares a las de los imperios precedentes. El comercio transahariano fue la actividad más lucrativa, mientras que las actividades agrícolas, debido a que el suelo era más fértil, eran realizadas por numerosos esclavos en grandes propiedades controladas por la aristocracia. La pesca en el río Níger y la ganadería fueron también muy importantes para la economía. La primera actividad desarrolló una importante industria artesanal de ahumados, que llegó a exportarse por los territorios vecinos. La sociedad, fuertemente jerarquizada, mostraba una gran masa de la población con serias dificultades para vivir en el campo, y una aristocracia político-religiosa que junto a los ricos comerciantes vivía lujosamente en las grandes poblaciones.
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Los acontecimientos de la crisis del 68-69 y el modelo de transmisión del poder imperial, inaugurado por Vespasiano contando con miembros de la propia familia, sirvieron de experiencia para aplicar ahora una fórmula de sucesión estable. Cortada la línea flavia con el asesinato de Domiciano, quien había cometido el error de no asociar a nadie a su gobierno, se crea pronto un nuevo modelo basado en la adopción. Nerva (96-98) adopta a Trajano (98-117) el año 97 y Adriano (117-138), adoptado a su vez por Trajano, tomó igualmente la previsión de adoptar, poco antes de morir, al emperador siguiente, Antonino Pío (138-161), a quien obligaba a tomar en adopción a Marco Aurelio (161-180) y a su hijo Cómodo (180-192). La adopción producía análogos efectos a la asociación al poder empleada por los Flavios en cuanto que equivalía a un anuncio público del sucesor, frecuentemente consensuado en el consejo privado de cada emperador. Indica igualmente la autoridad del poder imperial. Pero permitía hacer una aplicación más correcta del principio de elegir a los mejores aunque no pertenecieran a la misma familia. El sistema tuvo validez durante un siglo y contribuyó a evitar crisis sucesorias.
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En los inicios de la época moderna el viejo Sacro Imperio Romano-Germánico se presentaba muy distinto, por débil e inoperante, de lo que había sido en sus mejores tiempos altomedievales. Un poder dividido, sin apenas fuerzas, un concepto casi vacío de contenido, un proyecto universal de dominio temporal que se estaba viendo superado, y negado, por las nuevas formaciones estatales protonacionalistas en ascenso: ésta era la imagen que daba el cada vez más caduco conjunto imperial desde el punto de vista institucional y político. No obstante, algunas zonas que lo integraban se situaban por entonces a la cabeza del desarrollo económico europeo: los Países Bajos, el norte de Italia o una buena parte de Alemania presentaban por ejemplo un alto nivel de manifestaciones precapitalistas, tanto en los ámbitos rurales como en los urbanos, contrastando en consecuencia el potencial económico-social de estos territorios con la impotencia política para articularlos bajo un poder unitario y centralizado que dominara como árbitro el juego de las relaciones internacionales. Maximiliano I y Carlos V intentarían dinamizar y volver a engrandecer la idea imperial, pero las fuerzas internas disgregadoras, representadas por los príncipes, señores, prelados y oligarquías ciudadanas, junto a la oposición mostrada por las Monarquías autoritarias occidentales, más el impacto de los trascendentales acontecimientos históricos que se irían sucediendo, fundamentalmente el estallido de la Reforma, harían inviable el camino hacia la formación de un auténtico Estado que reconvirtiera a la ya decrépita institución imperial en una nueva maquinaria de poder soberano único. Así pues, en teoría el Imperio romano-germánico seguiría existiendo, gozando incluso todavía de un cierto brillo representativo como instancia simbólica de jerarquía temporal, lo que explicaba el atractivo que continuaba teniendo la corona imperial y el título de emperador ante los ojos de los reyes que se los disputaban, aunque por otro lado se sabía de su escasa operatividad como mando efectivo, no sólo en relación con las nuevas organizaciones políticas surgidas en el ámbito occidental europeo, sino, además, respecto a los muchos poderes internos que menoscababan su soberanía, discutían su autoridad suprema y se manifestaban con plena autonomía e independencia.
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El Arte Mayor por excelencia para los chinos es el Arte del Pincel, que no sólo se manifiesta como pintura, sino que al mismo nivel puede llevarse a cabo bajo la forma de caligrafía o de poesía. El grado de pericia que se requiere para ejecutarlos dignamente, así como los materiales extremadamente caros (los Cuatro Tesoros de la Cámara del Letrado) hacen que se halle restringida a los más selectos círculos aristocráticos y monacales. Durante la dinastía Han se fundó la primera academia de pintura, llamada a regular este elitista campo. Esta academia, del siglo III a.C., se llamó "El Bosque de Pinceles", en alusión a los largos bambúes que constituyen sus vástagos. El hecho de estar tan unida a la caligrafía determinó el comienzo de la pintura, puesto que en la composición de poesías, algunos vocablos se desarrollan y adornan para aumentar su función evocadora. La caligrafía, pues, depende mucho de su función: cursiva, de hierba, de funcionariado, poética, etc. La pintura se concibe también como caligrafía, para narrar una poesía que ha de disfrutarse en la intimidad, después de un conocimiento profundo del arte y la filosofía. Una pintura se enriquece por esta causa con las firmas de sus poseedores: los sellos en tinta roja de los más altos funcionarios, e incluso de los emperadores, aumentan el valor simbólico de un rollo o una hoja de álbum. Pese a la temprana codificación de este estricto arte, las primeras realizaciones históricamente documentadas no se registraron, sin embargo, hasta varios siglos después, bajo la dinastía Tang.
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En el centro de la península de Anatolia va a surgir un importante reino cuyo papel en la historia de la Antigüedad será crucial: el Imperio Hitita. Las primeras informaciones referentes al lugar se fechan en el siglo XVII a.C. cuando el príncipe Anitta de Kushara se impone sobre la ciudad de Hattusa, su rival. Será el rey Hattusil I quien inicie el periodo de esplendor hitita. En primer lugar recupera la capital, Hattusa, poniendo en marcha una serie de campañas encaminadas a dotar al reino de unas fronteras estables. Con este fin llega a Arzawa, Alalah y Hahum por el sur, mientras que por el norte se extiende a costa de los pueblos gasga. La unificación no sólo estará vinculada a las gestas militares sino que irá acompañada de una intensa actividad diplomática que incluye matrimonios dinásticos. El sucesor de Hattusil, su hijo Mursil, continúa con la política expansionista, consolidando su dominio sobre las ciudades de Alepo, Yamhad y Karkemish. Incluso realizó una contundente campaña contra Babilonia, campaña con la que puso fin a la dinastía de Hammurabi. A la muerte de Mursil se inicia un periodo de crisis debido a diferentes conflictos palaciegos y al auge del Imperio de Mitanni en el exterior. La restauración del Imperio parece obra de Tudhaliya I aunque el territorio se ve menguado considerablemente. Suppiluliuma será el promotor de un nuevo imperio. En un principio orientó sus campañas a la recuperación de la autoridad de Anatolia. Aunque no consiguió someter a los gasga, sí alcanzó un importante éxito en Kizzuwatna, lo que le abría las puertas del Mediterráneo y Mesopotamia. De esta manera, Mitanni y Egipto se convierten en sus próximos rivales. La zona de Siria caerá bajo influencia hitita, imponiendo su hegemonía sobre Amurru y Ugarit. El Imperio de Mitanni es tomado en su mayor parte. La muerte del rey provocará la sublevación de diferentes territorios, aunque el Imperio se consolidó definitivamente. Alrededor de las fronteras donde los reyes hititas mantienen su poder, se establecen una serie de zonas de influencia, como Arzawa, Karkisa o Hayasa, que hacen aún más poderosos a los monarcas, recibiendo considerables tributos de estos territorios. Muwatali se enfrentará a comienzos del siglo XIII a.C. con la política expansionista de Anadnirari de Asiria en la zona de Hanigalbat, al tiempo que los faraones de Egipto intentan afianzar su influencia en Siria. Dentro de este contexto se producirá la famosa batalla de Qadesh, en la que Muwatali se enfrentará con Ramsés II. A pesar de la victoria egipcia, el hitita mantuvo sus zonas de influencia en la región siria. Pero la invasión de los llamados Pueblos del Mar en el año 1200 a.C. acabará con el Imperio Hitita, que enmudeció para siempre.