En el centro de la península de Anatolia va a surgir un importante reino cuyo papel en la historia de la Antigüedad será crucial: el Imperio Hitita. Las primeras informaciones referentes al lugar se fechan en el siglo XVII a.C. cuando el príncipe Anitta de Kushara se impone sobre la ciudad de Hattusa, su rival. Será el rey Hattusil I quien inicie el periodo de esplendor hitita. En primer lugar recupera la capital, Hattusa, poniendo en marcha una serie de campañas encaminadas a dotar al reino de unas fronteras estables. Con este fin llega a Arzawa, Alalah y Hahum por el sur, mientras que por el norte se extiende a costa de los pueblos gasga. La unificación no sólo estará vinculada a las gestas militares sino que irá acompañada de una intensa actividad diplomática que incluye matrimonios dinásticos. El sucesor de Hattusil, su hijo Mursil, continúa con la política expansionista, consolidando su dominio sobre las ciudades de Alepo, Yamhad y Karkemish. Incluso realizó una contundente campaña contra Babilonia, campaña con la que puso fin a la dinastía de Hammurabi. A la muerte de Mursil se inicia un periodo de crisis debido a diferentes conflictos palaciegos y al auge del Imperio de Mitanni en el exterior. La restauración del Imperio parece obra de Tudhaliya I aunque el territorio se ve menguado considerablemente. Suppiluliuma será el promotor de un nuevo imperio. En un principio orientó sus campañas a la recuperación de la autoridad de Anatolia. Aunque no consiguió someter a los gasga, sí alcanzó un importante éxito en Kizzuwatna, lo que le abría las puertas del Mediterráneo y Mesopotamia. De esta manera, Mitanni y Egipto se convierten en sus próximos rivales. La zona de Siria caerá bajo influencia hitita, imponiendo su hegemonía sobre Amurru y Ugarit. El Imperio de Mitanni es tomado en su mayor parte. La muerte del rey provocará la sublevación de diferentes territorios, aunque el Imperio se consolidó definitivamente. Alrededor de las fronteras donde los reyes hititas mantienen su poder, se establecen una serie de zonas de influencia, como Arzawa, Karkisa o Hayasa, que hacen aún más poderosos a los monarcas, recibiendo considerables tributos de estos territorios. Muwatali se enfrentará a comienzos del siglo XIII a.C. con la política expansionista de Anadnirari de Asiria en la zona de Hanigalbat, al tiempo que los faraones de Egipto intentan afianzar su influencia en Siria. Dentro de este contexto se producirá la famosa batalla de Qadesh, en la que Muwatali se enfrentará con Ramsés II. A pesar de la victoria egipcia, el hitita mantuvo sus zonas de influencia en la región siria. Pero la invasión de los llamados Pueblos del Mar en el año 1200 a.C. acabará con el Imperio Hitita, que enmudeció para siempre.
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Hasta mediado el siglo XV, cuando se reanuda la información textual, Hatti tiene una posición irrelevante en las relaciones internacionales del Próximo Oriente, como consecuencia del predominio de Mitanni, que había causado el eclipse del Antiguo Reino Hitita. La restauración del poder central independiente parece obra de Tudhaliya I, que emprende acciones militares en todas las direcciones y resulta, según sus propios anales, victorioso. A partir de entonces se aprecia una potente fuerza centrípeta desde el punto de vista demográfico incesante hasta el final del imperio, con lo que ello conlleva en la dinámica del trabajo, las inversiones públicas, el abastecimiento, etc., al tiempo que supone un decrecimiento demográfico en el interior del país, que ocasiona problemas en la explotación de sus recursos. La expansión hacia el oeste no había llegado hasta la costa de Asia Menor, de manera que entre la frontera hitita y el mar había una serie de países, en diferente grado de desarrollo, por los que deambulaban bandas armadas y ejércitos capitaneados por soldados de fortuna, como el famoso Madduwatta que conocemos por los textos de Bogazkoy. La estabilidad del reino se mantiene precaria en la frontera norte, por cuyas montañas y hasta el mar Negro vivían los gasga, un pueblo seminómada con organización tribal difícilmente dominable para Hattusa. Pero los problemas se complican para Hatti durante los reinados de Arnuwanda I y Tudhaliya II, debido al auge de Arzawa, el reino fronterizo por el sudoeste, que mantiene una relación estrecha con Egipto, según se desprende de la correspondencia amárnica, por la cual llegamos a saber que Hattusa sufrió un incendio. Ignoramos qué ocurrió entonces, pero el nuevo monarca que encontramos en 1370, Suppiluliuma, había sido antes comandante militar y no parece seguir el procedimiento sucesorio marcado por el "Rescripto de Telepinu", por lo que cabe la posibilidad de que se tratara de un usurpador de la propia familia real. Pero poco importa todo esto si tenemos en cuenta que con él Hatti alcanza su máximo esplendor, según podemos colegir de la biografía -una suerte de Res gestae- redactada por su hijo Mursil II. Los primeros años del reinado estuvieron orientados a la recuperación de la autoridad en Anatolia, aunque también tuvo un infructuoso intento de intervención en Mitanni. Procuró proteger sus fronteras naturales con estados satélites que defendieran a Hatti en caso de ataques enemigos, pero no logró, a pesar de las numerosas campañas, someter a los gasga. Posteriormente consigue devolver Kizzuwatna al control hitita, de modo que se abren las puertas hacia el Mediterráneo y Mesopotamia. De este modo, unos veinte anos después reactiva su inevitable confrontación con Mitanni que habría de resultarle ventajosa, pero al mismo tiempo inauguraba una nueva rivalidad con Egipto por los intereses económicos que tenía en esta zona, que no habría de resolverse más que después de un largo enfrentamiento, conocido como las tres campañas sirias. En ellas compite, por el control de Amurru, Ugarit y otros reinos de Siria, tanto con Mitanni, como con Egipto. En el primer caso, termina sometiéndolo, aunque la parte oriental de Mitanni, conocida como Hanigalbat, cae bajo tutela asiria. Por lo que respecta a Egipto, Suppiluliuma se enfrenta con las tropas de Amenofis IV y posteriormente con las de Tutankhamon. A la muerte de este faraón su viuda solicita, sorprendentemente, a Suppiluliuma que le envíe un hijo con el que casarse, probablemente con la intención de evitar conflictos cortesanos por la herencia. Tras ciertas dudas, Suppiluliuma acepta, pero el hijo muere, quizá asesinado en el camino. La reacción hitita fue atacar los dominios egipcios en Siria, de forma que consigue controlar férreamente toda la Siria septentrional. Para hacer aún más efectivo su dominio instala sus hijos como reyes de Alepo y Karkemish. Aquellos estados que, como Amurru o Ugarit, habían aceptado de buen grado la hegemonía hitita consolidaron sus dinastías locales, aunque sometidas al pago de tributo. Los que se habían opuesto recibieron reyes nuevos, y así, por medio de dependencias personales y juramentos de fidelidad, quedó organizada la administración territorial. La novedad consiste en que se han superado las estructuras de los viejos imperios comerciales y se están asentando las bases de los imperios territoriales que van a emerger en el I Milenio. No obstante, estas relaciones casi personales entre los estados sometidos y el monarca hitita hacían bastante tenue el nexo para los sucesores, de forma que a la muerte de Suppiluliuna los gasga, Arzawa, Mitanni y Kizzuwatna se sublevan. Entonces, y a pesar de las rebeliones, parecía que el imperio estaba consolidado, pero el costo había sido muy elevado, pues los recursos y energías estaban casi agotados y las victorias no habían revertido los beneficios esperados. Por otra parte, la situación se había agravado por la peste, que seguramente había sido la causante de la muerte del propio Suppiluliuma y seguirá haciendo estragos hasta el reinado de su segundo sucesor, Mursil II. Cuando éste accede al trono hay una insurrección generalizada de los reinos dependientes, lo que le obligó a emplear diez años en restaurar su autoridad, aunque no logró someter a los gasga. El resto de su reinado no estuvo tan determinado por las campanas militares, aunque éstas continuaron tanto por la zona de Siria como contra los gasga, que serán sometidos durante el reinado de Muwatalli (1310-1280). Pero a comienzos del siglo XIII Adadninari de Asiria emprende una política expansionista que culmina con la anexión de Mitanni oriental, es decir, Hanigalbat. Al mismo tiempo el Egipto Ramésida recupera su interés asiático. Esta nueva fuente de conflictos no cesará hasta que el joven Ramsés II se enfrente con el ejército de Muwatalli en la famosa batalla de Qadesh (1299 o 1274, según qué cronología se siga) que estuvo a punto de costarle la vida al faraón. Su resultado fue incierto y cada parte mantuvo el control de sus tradicionales zonas de influencia. Esta fue la última ocasión en la que habrían de enfrentarse los ejércitos egipcios e hititas, y ello a pesar de que la paz fue firmada hacia 1270, en el reinado de Hattusil III. Este era hermano de Muwatalli y uno de sus principales jefes militares, que no pudo acceder al trono hasta que logró deponer a su sobrino Urhi-Teshub, que reinó con el nombre de Mursil III. El usurpador es, probablemente tras Suppiluluima, el más glorioso de los monarcas hititas, que supo elaborar un equilibrado tejido de relaciones diplomáticas con todas las grandes potencias de la época y dejó un reino pacificado a su hijo Tudhaliya IV, el último de los grandes reyes de Hatti. Éste llevó la única expedición ultramarina conocida del imperio hitita contra Alashiya (Chipre), que fue conquistada; consiguió mantener buenas relaciones con los estados del norte de Siria y ensayó acabar con el expansionismo asirio mediante un bloqueo internacional, del que nos queda un testimonio en las instrucciones que envía, para hacerlo efectivo, a Shaushgamuwash de Amurru. Por lo demás, sabemos que Tudhaliya IV se dedicó también al embellecimiento de Hattusa, que realizó el santuario rupestre de Yazilikaya y que desarrolló una importante actividad cultural. El reinado de Tudhaliya no proporciona una imagen de crisis, pero lo cierto es que tan sólo otros dos monarcas le sucederán en el trono. De Arnuwanda III no sabemos gran cosa y de Suppiluliuma II poco más, aparte de ser el último rey hitita. Da la impresión de que la confrontación más o menos generalizada había ido produciendo un desgaste que se traduciría en una crisis interna. Además, el llamamiento sistemático de los ejércitos vasallos terminó provocando un malestar generalizado seguido de deserciones. Y así, por ejemplo, Ugarit, indefenso, sucumbe cuando hacia el 1200 se produce el ataque de los Pueblos del Mar, un conjunto de pueblos micénicos y de las costas del Mediterráneo oriental, que asoló importantes ciudades de la Edad del Bronce y que serían finalmente repelidos por Ramsés III, cuando intentaban instalarse en Egipto. Las destrucciones se generalizan y cuando el monarca hitita intenta intervenir es ya demasiado tarde; careciendo de apoyos logísticos, su ejército debió de ser aniquilado por los Pueblos del Mar en la costa, por la zona de Mukish. Hattusa, la capital inerme, fue entonces presa fácil de algún enemigo externo, quizá los gasga o los frigios, que debieron encontrar apoyos en el interior de la ciudad. El gran Imperio Hitita enmudeció para siempre, aunque su cultura se recuperaría parcialmente en los estados neohititas del norte de Siria y sur de Anatolia, durante los primeros siglos del I Milenio. Como en el ámbito mesopotámico, la mayor parte de la tierra pertenece, al parecer a la corona y a los templos. El monarca tiene la capacidad de conceder tierra a particulares que se beneficien de su explotación. Sin embargo, no sabemos demasiado sobre la estructura de la propiedad en el mundo hitita. Da la impresión de que existe una gran precariedad de mano de obra que se intenta resolver mediante deportaciones de prisioneros de guerra esclavizados. Junto a estos trabajadores habría muchos libres, según se desprende de las levas que llevan a cabo los representantes del poder central por todo el ámbito territorial hitita. Además de estos soldados, el ejército está compuesto por importantes contingentes de tropas prestadas por los estados vasallos, de manera que entre unos y otros conforman una maquinaria bélica de gran potencia que intenta proyectar hacia el exterior la solución de los desequilibrios internos. El poder del rey se basa, por tanto, en el rendimiento de sus propiedades, en el apoyo del ejército y en un complejo sistema de relaciones internacionales establecido con príncipes dependientes a los que integra en la estructura del estado dando la apariencia de una cierta coparticipación en el poder político, lo que han entendido algunos autores sin demasiada precisión como una estructura feudal o feudalizante.
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A orillas del lago Chad y en el límite de la sabana y el desierto, a partir del siglo IX y, con toda seguridad, del siglo XI, se constituyó el imperio de Kanem-Bornu, que sobreviviría hasta el siglo XIX. Sobre sus oscuras orígenes, parece que hacia el siglo IX una dinastía pagana de nómadas negros del Tibesti, perteneciente al pueblo "teda", logró imponer su autoridad sobre un conjunto de territorios de lengua teda y kanuri, pertenecientes a la misma familia ligüística; se trataba de los territorios de Kanem, al norte del lago Chad, y Bornu, al sudoeste. La expansión de Kanem-Bornu está ligada al desarrollo del comercio transahariano, esta vez a través del Sahara centro, por las rutas que conducían hasta Tripolitania y Egipto. El oro fue menos importante en el tráfico comercial que en las rutas más occidentales, siendo los productos más destacados el tráfico hacia el Norte de esclavos y alumbre, y la importación de productos manufacturados y de lujo del mundo árabe. La base del poder de los soberanos de este reino fue la tradición religiosa animista, que nunca fue abandonada, a pesar de que en el siglo XI un rey llamado Humé se convirtió al Islam, produciéndose una sociedad en que las clases dirigentes y los grupos de comerciantes se islamizaron, mientras la mayoría de la población permaneció fiel a sus antiguas creencias animistas. La organización institucional de Kanem-Bornu fue semejante a la de los otros imperios negros -Malí y Songhay-, con grandes jurisdicciones territoriales confiadas a príncipes de la familia real, y que conforme fueron apareciendo problemas internos fueron sustituidos por dignatarios de origen más humilde pero fieles a la figura del monarca, o mejor al llamado "Consejo de familia de la casa real", formado por 12 oficiales y en el que tenía un lugar destacado la "magira" o rema madre. En la primera mitad del siglo XII comenzó una gran expansión militar con el rey Dunama, organizador de un ejército que se destacaba por su poderosa caballería. En el segundo tercio del siglo XIII, el rey Dunama II conquistó Fezzán para restablecer el tradicional comercio con los beréberes que había sido interrumpido por haber sido depuesta la dinastía reinante por un aventurero. Pero también este soberano se destacó por un intento de islamizar a su pueblo, que fue interpretado como el inicio de la decadencia al mandar destruir el "mune", símbolo sagrado de la tradicional religión animista. Lo cierto es que después de Dunama II la historia de Kanem-Bornu no es más que una serie ininterrumpida de guerras civiles, revueltas y asesinatos hasta que a principios del siglo XVI se restauró la unidad y fuerza del imperio con el soberano Alí Gaji, que reinició el comercio y las embajadas con Trípoli.
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La época del esplendor mitanio supone para Asiria un período de dependencia política en el que la pasada gloria de Shamshiadad no puede ser reconocida a lo largo de estos cuatro siglos de oscura historia. El renacimiento político se atribuye a Assurubalit (1365-1330), que aprovecha la decadencia de Mitanni a la muerte de Tushratta para crear una Asiria fuerte capaz de intervenir en la política interna de Mitanni y, naturalmente, en el consenso internacional. Sus relaciones con Egipto fueron amistosas según se desprende de la correspondencia. En cambio, la coincidencia de intereses con Hatti por el control de Mitanni va a provocar una relación suspicaz; pero, a pesar de ello, se consigue que la parte oriental del reino hurrita quede bajo dominio asirio. Con respecto a Babilonia, la situación no es muy diferente. Los reyes casitas reclaman la dependencia de Asiria, pero Assurubalit interviene imponiendo como monarca a Kurigalzu II en 1350. A la muerte del monarca, Asiria ya no es la avanzadilla mesopotámica en el comercio con Anatolia, sino que se trata de una potencia regional. Los herederos de Assurubalit no logran mantener la ventajosa situación en que habían recibido el reino. Hasta el reinado de Adadninari I (l305-1274) no se vuelve a producir ninguna reacción expansionista hacia el oeste, ahora ya en detrimento de los intereses de Hatti. Adadninari consigue someter el reino de Hanigalbat y le impone debuto. Su hijo Salmanasar I (1274-1245) se enfrenta con un estado que aparece entonces por vez primera en las fuentes, pero que tendrá especial importancia durante el Imperio Nuevo Asirio: Urartu, afamado por su riqueza en metales y caballos. Desde Urartu, Salmanasar se vuelve contra Hanigalbat, que se había sublevado, incorporándolo como provincia. La represión desencadenada es brutal, según se desprende de los propios textos del monarca, que inauguran una literatura de ostentación de la crueldad, que nos sitúa ante la correcta y dramática realidad de la guerra. Posiblemente todos los estados actuaban con la misma incontinencia ante el enemigo, pero la fama de los asirios se debe a que de la sangre hicieron alarde literario. Y si bien es cierto que no sería únicamente propaganda, pues los destinatarios de los textos eran sólo los letrados de la corte, tampoco cabe atribuir en exclusiva a los asirios lo que corresponde a cuantos hacen la guerra. Junto al uso ideológico de sus conquistas, Salmanasar saca evidentes ventajas económicas. En el territorio de Hanigalbat instala colonos asirios, como contraprestación por el servicio militar, lo que incide en el dominio efectivo de la nueva provincia. Por otra parte, la presencia asiria en las ciudades de la zona contribuye al control de los resortes económicos. Pero la nueva situación es un foco conflictivo pues al desaparecer los estados intermedios, las grandes potencias comparten fronteras, lo que desestabiliza militarmente la región. La época de máximo esplendor del Reino Medio Asirio es, sin duda, la del reinado de Tukultininurta I (1244-1208). Al poco de subir al trono ataca a los guteos que hostigan la frontera noroeste de Asiria y desde entonces se multiplican sus campañas en aquella zona con la finalidad de obtener cobre y caballos, además de consolidar la frontera frente a los pueblos montañeses. Estas operaciones culminan con la aplastante victoria sobre Nairi, es decir, Urartu, donde se le someten cuarenta soberanos. Estabilizada la frontera septentrional, en torno al decimoprimer año de su reinado, Tukultininurta ataca Babilonia y captura al rey Kashtiliash IV, su dios Marduk es conducido cautivo a Assur, donde paradójicamente será objeto de culto por parte del monarca asirio. La caída de Babilonia le permite incorporar también Mari, Khana y los territorios de los ahlamu o arameos, nómadas del desierto sirio. La hostilidad con Hatti, en estas condiciones, no podía hacerse esperar, pues las relaciones se fueron deteriorando hasta llegar al bloqueo económico que Tudhaliya IV impone a Asiria y que probablemente culminé con enfrentamientos militares, según se deduce de las deportaciones de hititas en el interior de Asiria. Tampoco Elam escapa al expansionismo asirio, aunque no podemos reconstruir la campana elamita de Tukultininurta con demasiada seguridad. Después de largos años empeñado en la consolidación fronteriza y la sumisión de pueblos que le garantizaba ingresos por vía tributaria, Tukultininurta emprendió una amplia actividad constructiva que afecta tanto al ámbito religioso como al laico. De entre todas sus obras destaca la construcción de una nueva residencia, un conjunto de edificios sacros y profanos, denominado Kar-Tukultininurta, junto a Assur. Este ejemplo será posteriormente imitado por los monarcas neoasirios, que encontrarán en la construcción de nuevas sedes cortesanas la mejor expresión de su grandeza. Ignoramos qué razones pudieron tener ciertos poderes fácticos, como grandes sacerdotes, miembros de importantes familias e incluso alguno de sus hijos, para unirse en una sublevación que costó la vida al anciano rey. Babilonia, que ya había logrado su independencia en vida de Tukultininurta, actúa de tal manera que tenemos la impresión de que Asiria se ha convertido en un estado dependiente. La época, sin embargo, tampoco es demasiado próspera para Babilonia, pues a mediados del siglo XII cae bajo el dominio elamita, lo que no impedirá la continuación de la enemistad entre los dos territorios mesopotámicos. Por otra parte, la decadencia de Asiria se ve agravada en aquella misma época por la presión de los ahlamu, que paulatinamente se van amparando en los centros estratégicos sirios y altomesopotámicos, desde los que dan golpes de mano sobre Asiria. Su autoridad se repondrá durante el largo reinado de Tiglatpileser I (1115-1077), cuyo modelo parece haber sido precisamente Tukultininurta. Cuando hubo restablecido la integridad territorial, tras vencer a los mushki, a Subartu, a Nairi y someter a tributo a Malatya, lanzó sus ejércitos hacia el Mediterráneo, lo que le permitió obtener importantes botines en las ricas ciudades fenicias de Aradus, Sidón y Biblos. En cinco años se había convertido en el monarca más importante de su época, pero no encuentra buenas excusas para atacar Babilonia hasta su trigésimo año de reinado y será en varias campañas consecutivas cuando logre aniquilar a su enemigo meridional. A pesar de tantos esfuerzos, a la muerte del rey, Asiria se sumerge nuevamente en la oscuridad por circunstancias que no podemos precisar, pero en las que las invasiones de los ahlamu-arameos, a los que combatió Tiglatpileser, no fueron intrascendentes. De todas formas, sus herederos mantuvieron, al parecer, un poder considerable, gracias al cual conseguirían que Asiria sufriera menos que otros lugares las devastadoras consecuencias de los nuevos invasores, que llegaron a situar a uno de los suyos en el trono babilonio. La actividad cultural mesoasiria es importante, sobre todo en la época de Tiglatpileser, cuando se confeccionan recopilaciones legislativas que han llegado hasta nosotros y que no son más que una muestra de las abundantísimas copias y clasificaciones que se hicieron de textos científicos y literarios, no sólo de tradición asiria, sino también de otros ámbitos. En efecto, los asirios se caracterizan por la capacidad de asumir experiencias ajenas en su propia configuración. Mitanni le va a proporcionar sobre todo instrumentos políticos y administrativos, mientras que de Babilonia obtiene esencialmente los ideológicos. Pero esto no quiere decir que resulte una realidad artificiosa. De hecho, la herencia local determina su estructura económica y su matriz política. El expansionismo está sustentado en una ideología que asocia el mundo exterior al caos, por lo que la actividad militar se convierte en una ayuda al orden cósmico. Al mismo tiempo, el afán expansivo se ve alentado por una clase propietaria latifundista que amplía sus posibilidades gracias a las conquistas militares a las que contribuye reclutando soldados entre sus dependientes. Son los mismos que constituyen la aristocracia militar y administrativa del reino, que se va haciendo más compleja conforme crece en extensión el Imperio. La masa social esta repartida entre trabajadores dependientes del palacio, los ciudadanos libres que viven en el ámbito rural (aunque muchos de ellos se van convirtiendo en servidumbre territorial) y los asignatarios de las concesiones reales. Ellos componen el efectivo y costoso aparato militar que proporciona ingentes ingresos a las arcas del Estado, edificado sobre una férrea estructura patriarcal que afecta a todos los ámbitos del ordenamiento social. No obstante, la economía agrícola está fundamentalmente bajo control palacial y conoce un progresivo deterioro, como consecuencia de la ininterrumpida actividad bélica. Sus defectos procuran ser mitigados a través de la actividad comercial, que justifica el control militar de las vías de comunicación. Sin embargo, no se consigue evitar el libre desplazamiento de los nómadas que contribuyen al deterioro de la vida urbana.
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El rey hitita Mursil I había destruido Babilonia en 1595 y de esa manera se ponía fin a la dinastía paleobabilónica de Hammurabi. El vacío de poder será aprovechado por los casitas, a los que ya habíamos visto merodeando por Mesopotamia central e incluso instalados en el reino de Khana. No sabemos cuál es su lugar de procedencia, pues su lengua no esta emparentada con ninguna de las que se hablaban en el Próximo Oriente; sin embargo, sabemos que su irrupción en Mesopotamia se hace desde el Zagros. Al parecer entran como trabajadores en busca de empleo, lo que permite encontrar onomástica casita distribuida por muchas ciudades mesopotámicas a lo largo de la primera mitad del II Milenio, pero al mismo tiempo se producen incursiones de carácter hostil. La escasez de fuentes nos impide saber a partir de qué momento existe el reino de Karduniash, denominación de la Babilonia casita. El antepasado que sirve como referente dinástico es un tal Gandash, cuya cronología es imposible establecer. Cuando encontramos definitivamente asentada la dinastía en Babilonia, los casitas -al menos su grupo dominante- han abandonado su lengua y en buena parte su cultura para adoptar la babilónica que, por cierto, en esta época alcanzará un gran desarrollo. El silencio de las fuentes se interrumpe hacia 1550. Entonces nos permiten saber que reina Agum II, el primer monarca del que conservamos inscripciones propias. Gracias a ellas podemos saber que extiende sus dominios hasta el Éufrates medio, pero aún es independiente el País del Mar, es decir, el extremo meridional de Mesopotamia. Sus sucesores serán capaces de controlar la totalidad de la Baja Mesopotamia al someter el País del Mar, y de esa manera adoptan el título de reyes de Súmer y Acad, significativo como enraizamiento de las tradiciones locales, para justificar ideológicamente la dinastía que los habitantes reconocían como extranjera. En la frontera septentrional se hallaba el reino de Assur, con el que se establecieron tratados que garantizaban la estabilidad, sobre todo a partir del reinado de Karaindash, en la segunda mitad del siglo XV, que mantiene incluso relaciones con Amenofis II y es considerado en las cancillerías de la época como un gran rey. Pero el monarca probablemente más importante de la dinastía de Karduniash es Kurigalzu, quien hacia 1400 sube al trono de Babilonia. Es el constructor de la nueva capital, Dur-Kurigalzu (actual Aqarquf), como expresión máxima de la propaganda política destinada a demostrar su potencia económica y el carácter regenerador de su mandato. Las relaciones de amistad del rey casita con Egipto se ponen de manifiesto en la correspondencia amárnica, mediante la cual conocemos, entre otras cosas, el matrimonio de Amenofis III con una hija de Kurigalzu; por otra parte, los intercambios de regalos a lo largo de todo el siglo XIV entre las dos cortes suponen un verdadero comercio de Estado, sometido a la llamada economía del don-contradón, propia de las relaciones aristocráticas personales e interestatales a lo largo del segundo milenio y que se mantendrán en algunas comunidades hasta bien entrado el primero. La debilidad del estado de Mitanni provoca complicaciones en Babilonia, ya que el reino dependiente asirio logra emanciparse y durante el reinado de Assurubalit, las discordias internas en la corte casita son aprovechadas por el asirio para imponer como monarca a su biznieto, Kurigalzu II (1345-1324), que era todavía niño. No obstante, a la muerte de Assurubalit, Kurigalzu II consigue eliminar la tutela del vecino septentrional y consolida su poder, lanzando incluso una campaña contra Elam. La caída de Susa en sus manos, sin embargo, no quedó consolidada, pero le permitió, al menos, restaurar el prestigio internacional de Babilonia estrechando lazos de amistad de nuevo con Egipto y con la nueva potencia internacional: el Imperio Hitita. Una de las características más destacables de la política exterior casita es su equilibrio, que se prolonga hasta mediados del siglo XIII, a pesar del difícil vecindaje con asirios y elamitas, y a pesar también de la inestable situación internacional. Probablemente un erróneo cálculo estratégico marca el comienzo de la decadencia de la Babilonia casita, cuando Kashtiliash IV, aprovechando la subida al trono asirio del joven Tukulti-Ninurta en 1243, intente arrebatarle parte de su territorio. La respuesta se convierte en una contundente victoria asiria y la toma de Babilonia en 1235, que conocerá un interregno asirio de siete años. La escasa capacidad de los sucesores de Tukulti-Ninurta permite un cierto desahogo para la dinastía casita restaurada. Sin embargo, la hostilidad entre Asiria y Babilonia había permitido la recuperación de Elam bajo el liderazgo de su rey Shutruk-Nahhunte, que terminará tomando Babilonia: la ciudad cae una vez más en 1156 y su dios Marduk emprende de nuevo la senda del cautiverio. De este modo se produce el fin de la dinastía casita que durante cuatro siglos había dirigido los destinos de Babilonia. Sorprende, frente a las conductas habituales de los grandes estados, la falta de pretensiones expansionistas por parte de los reyes de Karduniash. Es posible que la razón estribe en la grave situación que padecía el reino. Desde la época paleobabilónica se aprecia un sensible decrecimiento demográfico que se manifiesta dramáticamente en este período. Algunas zonas conocen una reducción de la mitad de sus efectivos demográficos y la tónica general es la disminución considerable del tamaño de las ciudades. Al mismo tiempo se observa un relativo crecimiento de las aldeas rurales. Esto significa que la llegada de los casitas no fue masiva, extremo por otra parte confirmado por la onomástica. Los invasores probablemente nutrieron el cuerpo militar especializado en el combate a caballo o en carro, con una técnica análoga a la de los maryanni, indo-arios de Mitanni. Estos eran algunos de los beneficiarios de las donaciones de tierra que hacía el rey y que quedaban garantizadas mediante unas cédulas de propiedad en forma de mojones, llamadas "kudurru". Pero la mayor parte de la población rural que antaño podía ser propietaria, se ha convertido ya en servidumbre territorial que trabaja en los grandes dominios de los templos, del palacio o de los poderosos particulares. Es decir, la gran masa social queda sometida a unas relaciones de dependencia que hacen desaparecer el antiguo tejido social basado en campesinos libres, con prestaciones de trabajo obligatorio. De este modo, las ciudades, que antes estaban habitadas por trabajadores dependientes de los templos o del palacio, ahora lo están por funcionarios en general bastante aliviados de cargas fiscales. Por el contrario, el campo, donde antes vivían campesinos libres, está ahora habitado por la servidumbre territorial. La nueva situación socio-económica permitió a los monarcas obtener recursos suficientes para acometer importantes obras públicas y mantener un funcionariado cuyo sector intelectual desarrolló considerablemente el conocimiento científico y alentó la recopilación literaria religiosa y laica. Sin embargo, al final del periodo casita, la situación se había agravado hasta unos límites insostenibles, que quizá justifiquen el ataque de Kastiliash IV contra Asiria. De hecho, la banca estaba controlada por un reducido número de familias enriquecidas súbitamente gracias a la imperiosa necesidad de los prestatarios, que confirman así la penosa situación económica. Otros síntomas son los desplazamientos de operarios dependientes del estado con sus familias e incluso los casos de exenciones fiscales, medidas de excepcionalidad tendentes a impedir el conflicto social. En tales circunstancias no resulta demasiado sorprendente que el estado no pudiera soportar la presión a la que se veía sometido desde el exterior, que se manifiesta como agente último en la desaparición de Karduniash.
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Entre el 2100 y el 1750 a.C., superado el momento de crisis denominado Primer Periodo Intermedio, Egipto vuelve a recuperar su esplendor durante el Reino Medio. El núcleo originario del reino se amplía tanto hacia el oeste -ocupando buena parte del territorio de los libios y alcanzando el oasis de Charga-, como hacia el sur -llegando a la segunda catarata y ocupando el país de Cush. La península del Sinaí será ocupada en parte, encontrándonos en el momento de expansión máxima del Reino Medio con el faraón Sesostris III. Las capitales de este periodo serán Xois, Lisht y Tebas. Las grandes tumbas de estos faraones se construirán en Hawara, Asyut y Assuán. Hacia el 1750 a.C. comienza el II Periodo Intermedio. El país de Cush se convierte en estado independiente y, hacia 1640, los hicsos, procedentes de Palestina, invaden Egipto y fijan su capital en Avaris. El sur se mantendrá casi emancipado del dominio hicso, consiguiendo Tebas imponer su hegemonía y convertirse en motor de la reunificación. El reino de Tebas, dirigido por Ahmosis, conseguirá expulsar a los invasores de Egipto, alcanzar la península del Sinaí y consolidarse como faraón, poniendo, hacia el 1550, el punto final a este periodo de crisis.
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Desde el final del Imperio Medio Asirio nuestra información es escasa para la reconstrucción de los acontecimientos y la causa es la instalación del nuevo grupo étnico al que ya hemos aludido, los arameos. Las devastaciones que producen se prolongan a lo largo de los siglos XI y X, provocando una profunda crisis demográfica, cultural y política, ya que durante ese período los monarcas tienen un escaso poder. Desde comienzos del siglo IX, la integración de las nuevas poblaciones es total, pero no se han restaurado los viejos sistemas productivos, por lo que se genera una nueva etapa expansionista, basada en la reorganización del aparato militar, que actúa en sistemáticas campañas militares anuales pormenorizadamente descritas en los Anales, motivada esencialmente por la necesidad de controlar las rutas que abastecen a Asiria de los productos que no se dan en su propio suelo. Pero la circunstancia que posibilita la expansión es el cambio cultural de los arameos, que han dejado de ser nómadas y se convierten en poblaciones sedentarias dispersas e insolidarias, por lo que pueden ser sometidas con facilidad. El fundamento del poder asirio será, pues, el ejército, que acapara la mayor atención y esfuerzo por parte del poder central. El ejército va a ser fuente de inspiración artística, como efecto buscado por la propaganda imperial, cuya política de terror debería provocar la sumisión sin réplica por parte de los Estados vencidos. La opresión es una forma de gobierno característica de los débiles y, por paradójico que parezca, la debilidad del Imperio Nuevo Asirio radicaba en la propia manera de incorporación de territorios que conquistaba. Se trataba de una nueva modalidad de imperialismo, por tanto no ensayado, que requería una ideología terrorífica para justificar su propia esencia y conservar cuanto había sido conseguido. Pero, al mismo tiempo, por novedoso era creativo y así, su carácter de imperio en formación se refleja en la fundación, por cada nuevo monarca, de una nueva capital. De ahí que la actividad constructora del Nuevo Imperio Asirio sea tan rica. Assurnasirpal II establece su capital en Calah (Kalkhu, actual Nimrud). Sargón II mandó construir Dur-Sharrukin en Jorsabad, en cuyo interior había varios palacios y un zigurat. A su vez, Senaquerib decidió trasladar la capital a Nínive, con todo el sentido simbólico que ello tiene. Por otra parte, parece claro que los monarcas del nuevo imperio tienen conciencia de estar restaurando una obra añeja, pues difícilmente se podría entender que lleven nombres, hasta la época sargónida, tomados de los monarcas mesoasirios. Precisamente en esa idea de restauración se contenía el germen que justificaba la reconquista de territorios otrora propios. Así, desde mediados del siglo X y a lo largo de un siglo, los monarcas asirios van recuperando su territorio nacional, segmentado por las casas dinásticas arameas. Assurdan II (934-912) será el inaugurador de esta política, heredada por Adadninari II (911-891), el cual dejará abiertos los tres frentes tradicionales de la política militar asiria, orientados al control de la Baja Mesopotamia, destino infructuoso dado el equilibrio entre ambas potencias; la sumisión de Mesopotamia septentrional, donde se enseñoreaban los arameos impidiendo la fluidez del tráfico comercial hacia Asiria y, en tercer lugar, la garantía del abastecimiento de bienes procedentes de la Anatolia oriental, esencialmente caballos y madera para la construcción, imprescindibles para el correcto funcionamiento del ejército y de la capacidad de exhibición pública de la potencia imperial. Su sucesor, Tukultininurta II (890-884), mantendrá esos mismos frentes. Y ya el heredero Assurnasirpal II (883-859) dará los primeros escarceos fuera de los límites territoriales del Imperio Medio Asirio, restableciendo el comercio con el norte de Siria y, sobre todo, con las ciudades fenicias, que se convertirán a la larga en uno de los objetivos del expansionismo neoasirio. Con Assurnasirpal se había llegado al límite histórico de crecimiento, por ello, Salmanasar III (858-824) se ve obligado a cambiar drásticamente de actitud. En principio dedica su atención a la frontera septentrional, donde entra en conflicto con el reino de Urartu; sus victoriosas campañas le proporcionan metales y caballos. Más adelante se orienta hacia el norte de Siria, donde encuentra como víctimas a los estados arameos y neohititas. El objetivo aquí es hacerse con los productos comerciales, pero no mediante los mecanismos tradicionales de intercambio -garantizados, incluso si se da el caso, con medios militares-, sino a través de la apropiación directa como tributos de guerra; de esta manera se transforman radicalmente las pautas de conducta interestatal que habían caracterizado las relaciones durante el II Milenio. Esta nueva modalidad tributaria se va a convertir en la principal fuente de ingresos para el Estado y, en consecuencia, va a determinar la política militar y territorial de sus sucesores. Desde un punto de vista más amplio supone la máxima expresión de la capacidad del Estado para arrebatar el producto del trabajo ajeno: ha nacido una nueva forma de imperialismo que culminará con el imperialismo territorial bajo Tiglatpileser III. Pero el problema que emerge como consecuencia es el de la administración del nuevo Estado; la mayor parte de los reinos conquistados mantiene una autonomía nominal, pero la Asiria interior queda dividida en circunscripciones dirigidas por funcionarios designados por el rey, que adquieren una gran autonomía y ésta, a su vez, repercute en una crisis organizativa. El propio poder central se resiente por el esfuerzo y a la muerte de Salmanasar III se produce un conflicto sucesorio con las consabidas intrigas familiares y de palacio, agravada por la insurrección de muchos de los pueblos sometidos. El restablecimiento de la autoridad central del monarca será tarea de Shamshiadad V (823-811). Ya no habrá grandes alteraciones en la política de los siguientes monarcas hasta que acceda al trono, en circunstancias agitadas, Tiglatpileser III (744-727). Pero con este rey se producen inmediatos cambios políticos. En primer lugar, acaba con la estructura política fundamentada tradicionalmente en su control por unas pocas familias aristocráticas, que ocasionaban conflictos en función de sus apoyos al monarca. Como alternativa, consolida una monarquía despótica basada en un fiel funcionariado, que florece así como estamento social privilegiado. En segundo lugar, cambia la política imperialista basada en la percepción de tributos por la anexión territorial de los estados sometidos, especialmente en la zona de Siria. Para ello se ve obligado a transformar profundamente el ejército potenciando los contingentes de caballería. Las campañas contra Media y Urartu, zonas proveedoras de caballos, se explican, pues, por las renovadas necesidades militares. La nueva relación del Estado central con las áreas periféricas, facilita la transmisión de la corona, pues el antiguo sistema prácticamente obligaba a la contestación de la autoridad central por parte de los dinastas locales cada vez que se producía la muerte de un monarca. La integración de los territorios conquistados como provincias del Imperio mitigaba considerablemente las fuerzas centrífugas, aunque al mismo tiempo introducía nuevos elementos que dinamizan las contradicciones internas del sistema. Entre ellos destaca, naturalmente, la política de deportaciones, que tiene como finalidad la disminución de la capacidad de acción nacionalista a través de la interrupción de los lazos sociales entre los grupos dominantes y sus sectores clientelares. Por otra parte, esta política contribuye a una eficaz explotación de la tierra, pues permite buscar el mayor equilibrio entre volumen demográfico y capacidad productiva del suelo. Sin embargo, la contrapartida no es desestimable por el malestar social que generan los desplazamientos masivos y obligados. Por otra parte, las relaciones con Babilonia habían sido tradicionalmente hostiles y permanente la intervención en los asuntos internos. El propio Shamshiadad V había tomado Babilonia pero habitualmente los monarcas asirios se conformaban con instalar un rey que les fuera favorable. Siguiendo su política de imperialismo territorial, Tiglatpileser III se hace nombrar rey de Babilonia en 723, con el nombre de Pulu. La contestación interna fue tremenda, pero la unidad de los dos reinos bajo un solo monarca se prolongará hasta el reinado de Salmanasar V (726-722), cuya campaña mas destacada será la toma de Samarra, indicando así la necesidad de control del territorio palestino para garantizar todo el flujo comercial del Próximo Oriente hacia Asiria. Son los primeros síntomas del contacto inevitable con Egipto, para cortar el circuito económico próximo oriental, que culminará con su anexión. No obstante, los recursos del estado parecen debilitarse, según se desprende de la derogación de la exención tributaria de las ciudades santas. Tal vez por ello fuera asesinado. Un usurpador será el heredero. Se trata de Sargón II (721-705), uno de los más tremendos monarcas neoasirios, con el que se recrudece la actividad militar, pues amplias zonas habían aprovechado la crisis sucesoria. Siria, el Zagros y Urartu son sus principales focos de atención. La victoria en 714 sobre Rusa de Urartu marcará el definitivo declive del reino anatolio. Después le siguen innúmeras campañas por Siria y Palestina, con las que se pretende la culminación imaginaria del Imperio Universal, en un proceso de emulación de su homónimo acadio. A continuación, tres monarcas, Senaquerib (704-681), Asarhadón (680-669) y Assurbanipal (668-629) ocupan el trono continuando la obra de su predecesor, síntoma de la solidez del imperio legado por Sargón II. Del reinado de Senaquerib destaca la toma de Babilonia (690) tras un prolongado enfrentamiento. La ciudad es arrasada, lo que dejará un histórico resentimiento antiasirio en Babilonia. A su muerte se desata una guerra civil, en la que se impone Asarhadón, el primer monarca que toma el Delta del Nilo, pero su empresa es inútil. Su sucesor llega incluso a tomar Menfis y, casi en el extremo opuesto conocido, Susa. De este modo, el Imperio Neoasirio alcanza a su máxima expansión. Pero no sólo desde el punto de vista territorial, sino también en otros ámbitos. Nunca antes Asiria había tenido un volumen demográfico similar, pero es cierto que la distribución de la población era muy irregular. Las ciudades contenían el porcentaje más amplio, con los problemas de abastecimiento que ello acarreaba. El campo estaba desigualmente habitado y ya entonces había triunfado el sistema de explotación basado en campesinos dependientes, esclavos o semilibres, frente a las comunidades de aldea compuestas por ciudadanos libres. Evidentemente, la clase social propietaria había impuesto el sistema productivo que le resultaba más favorable; el aparato del Estado estaba al servicio de ese orden de cosas, al tiempo que la ideología dominante se imponía como supraestructura destinada a su justificación y pervivencia. La incapacidad asiria de incorporar Egipto podría ser considerada como testimonio de los problemas internos de carácter estructural. Pero el hecho cierto es que poco después de la muerte de Assurbanipal este imperio se desmorona súbitamente. Podemos intuir que los desequilibrios estructurales constituyen la causa profunda, pero no podemos articular los procesos ni sus razones. La independencia de Babilonia, alcanzada con Nabopolasar, debió de preocupar tanto en la corte faraónica que ésta decide cambiar su juego de alianzas y comienza a apoyar a Asiria, por ser en aquellas circunstancias el rival más débil. Sin embargo, Babilonia busca un aliado en Ciaxares de Media, reino que hasta entonces se había visto sometido a tributo por Asiria. Egipto controla directamente todo el corredor siriopalestinto, la renaciente Babilonia ha reducido por el sur los dominios asirios a su territorio nacional y, finalmente, Media le arrebata las tierras del noreste. Parece obvio que la eliminación de los reinos vecinos, estructurados como formaciones estatales similares al propio reino asirio, somete las fronteras del Imperio a los peligros de nuevas poblaciones que no conocen, ni respetará las reglas seculares que habían regido las relaciones internacionales en el Próximo Oriente. La suerte estaba echada para Asiria, pues Ciaxares continúa su avance y en 614 toma la ciudad de Assur; dos anos después y tras un largo asedio cae Nínive, la capital. El último monarca asirio, Assurubalit II, accede al trono en pleno colapso en Kharran; pero ya ni el apoyo egipcio consigue que se nos esfume hacia el año 610. De este modo el reino asirio deja de existir y las potencias vencedoras, Media y Babilonia, se reparten sus antiguas posesiones. Ningún texto lamenta la suerte de Asiria.
contexto
Es posible que la continuidad política del reino asirio impidiera una acción más decisiva de los arameos en el norte mesopotámico, pues al desviarlos hacia el sur contribuían a una modificación sustancial de la estructura de la población en el mediodía, que padeció, además, el saqueo de las aldeas y la devastación de los campos. Las consecuencias de su acción se traducen, por una parte, en una crisis demográfica y la drástica reducción de la producción; por otra parte, la falta de excedentes debilitaba el poder central, hasta el punto que los monarcas tuvieron que instalarse al este del Tigris, buscando su seguridad en centros periféricos, lo que colapsaba la tradicional estructura económica de Babilonia. Naturalmente, el reflejo político de esta profunda crisis es la debilidad del poder central y las irregularidades de la sucesión dinástica. Ya a finales del siglo X se constata un cambio considerable, pues los arameos se han ido instalando paulatinamente en el territorio y al abandonar sus hábitos nómadas van restaurando el viejo sistema productivo, con la consiguiente recuperación económica y un importante cambio en la cultura popular, ya que el arameo se convierte en el vehículo de comunicación dominante y no sólo en Mesopotamia, sino que alcanzará a la totalidad del Próximo Oriente. Desde el punto de vista cultural, uno de los principales focos de irradiación ahora será el sur mesopotámico, el llamado País del Mar, en el que la mayor parte de la población es caldea, instalada allí al menos desde la primera mitad del siglo IX y aunque no es segura su relación con los arameos, tienen una cultura próxima. Precisamente serán los dinastas del País del Mar quienes potencien la recuperación del poder central babilonio desde finales del siglo X, pero su tradicional conflicto con Asiria no le permite superar la relación de dependencia a la que se ve sometido por el poderoso aparato militar asirio. La toma de Babilonia por Shamshiadad V en 813 supone uno de los hitos de estas conflictivas relaciones, alimentadas desde el exterior por el apoyo del vecino estado de Elam a Babilonia. El transitorio vacío de poder será aprovechado por los caldeos, que jugarán así un papel decisivo en el desarrollo de la historia política. Un nuevo capítulo se abre con la conquista de Babilonia por Tiglatpileser III, que le permite coronarse rey en 729, integrando al estado rival en el sistema politico-administrativo que está creando. Gracias al apoyo elamita, Asiria bajo el gobierno de Sargón II, pierde el control de la Baja Mesopotamia, donde un caldeo, el Merodach Baladán bíblico, se hace con el poder. De nuevo la ciudad es tomada por Senaquerib en 703, que instala en el trono a otro caldeo; pero una nueva sublevación obliga al monarca asirio a delegar el mando de Babilonia en su propio hijo, pero éste es capturado y eliminado en 694 por el rey de Elam. Tras cinco años de luchas, en 689, Senaquerib entra de nuevo en Babilonia y la arrasa. Su territorio queda bajo control asirio sin alteración hasta que Asarhadón divide el reino entre sus hijos en 670. En 652 se produce un enfrentamiento entre ellos, que se resuelve cuatro anos más tarde con la victoria de Assurbanipal, con lo que Babilonia pierde su autonomía, pero no su identidad cultural, que le servirá de referente para el renacimiento que experimenta poco después. Sin duda, la intervención de los medos está estrechamente vinculada al fulgurante éxito de Babilonia. El fundador de la dinastía caldea, Nabopolasar (626-605), con ayuda de Ciaxares, pone fin al Imperio Neoasirio, a la vez que instaura los fundamentos del Neobabilónico. En el reparto de los despojos que se produce entre los dos monarcas tras la caída de Nínive, Nabopolasar obtiene todos los territorios de la llanura mesopotámica, sin que llegue a alterar el sistema organizativo establecido por los asirios. El heredero, Nabucodonosor (605-562), lleva a cabo interminables campañas contra las ciudades fenicias y el reino de Judá, con el objetivo de centralizar los beneficios de toda la economía próximo oriental en Babilonia. Y siguiendo el modelo asirio, intenta apoderarse de Egipto infructuosamente. Pero las revueltas de los territorios conquistados son permanentes e inefectivas las deportaciones de población, que no lograban la cohesión deseada por el poder central. La riqueza acumulada tras sus victorias sirvió para embellecer Babilonia y enriquecer a su clase dominante, pero no se consignó un equilibrio en la integración de las naciones sometidas, lo que significaba una peligrosa inestabilidad estructural para el Imperio. En la corte se habían reproducido conflictos políticos enmascarados como querellas familiares, por lo que no es de extrañar que a la muerte de Nabucodonosor se produjeran intrigas palaciegas, con implicaciones militares y religiosas. La crisis dinástica termina conduciendo al trono a un jefe militar, Nabónido (556-539), cuyas inclinaciones por divinidades astrales provoca la oposición del clero de Marduk. Posiblemente a esa actitud contribuye la actitud imperial de someter a control la actividad económica de los señoríos sacerdotales. Pero al mismo tiempo se produce otro factor importante de índole internacional, pues Ciro consigue unir bajo su mando los reinos medo y persa. Y en estas circunstancias se produce una reacción insólita de Nabónido, a la que la historiografía no ha sabido dar respuesta satisfactoria. El monarca deja como regente en la capital al heredero Baltasar y durante más de cinco anos, probablemente diez, se instala en Taima, en la península arábiga. Se han dado justificaciones místicas poco convincentes y razones geoestratégicas no exentas de problemas. Es posible que la consolidación del Imperio Persa ahogara las relaciones comerciales de Babilonia con el Zagros y Anatolia y que por ello fuera necesario buscar la alternativa de la ruta arábiga o que, calibrado el peligro persa, se estuviera forjando un apoyo logístico en una retaguardia difícilmente alcanzable o interesante para los persas. Ignoramos si el regreso de Nabónido se produce por el fracaso del ensayo o por haber logrado la meta propuesta. En cualquiera de los dos casos, será Ciro quien demuestre hasta qué punto eran fallidos los cálculos de Nabónido, pues tres anos después de su regreso a Babilonia el Gran Rey entra en la ciudad sin resistencia y es aclamado liberador por el clero de Marduk, que presume ver restaurados sus privilegios por el persa que se declara ejecutor de la voluntad de Marduk. Nabónido fue hecho prisionero y pasó el resto de su vida en Carmania. Por lo menos desde la creación del imperio territorial neoasirio, la afluencia de riquezas a la capital estaba garantizada por la fuerza militar. La organización administrativa facilitaba la concentración de las contribuciones fiscales y de los botines de guerra, de forma que Babilonia, al heredar aquel poder político, aseguraba el abastecimiento de recursos necesarios para afrontar dos fuentes de gastos esenciales: el ejército y las obras públicas. La potenciación de las ciudades genera un efecto similar al que habíamos mencionado en Asiria: un desequilibrio en la estructura demográfica, de forma que el mundo rural se iba despoblando y la agricultura empobreciendo a medida que se salinizaba el suelo, avanzaba la desertización, se enarenaba la costa del Golfo y se empantanaban grandes extensiones que anteriormente habían sido zona de cultivo. El abastecimiento de la población constituía, en consecuencia, un grave problema político que se intentaba paliar mediante la intensificación de la actividad comercial y la obtención de bienes alimenticios como botín de guerra. Pero la concentración del poder en la estructura imperial había conducido asimismo a la virtual desaparición de los pequeños propietarios libres. En cambio, a diferencia de lo que ocurría en Asiria, aquí no destacan grandes propiedades de funcionarios reales, sino los señoríos sacerdotales, es decir, latifundios pertenecientes a los templos, y, por otra parte, los grandes dominios regios. Esta estructura de la propiedad desarrolla la mano de obra servil, alimentada fundamentalmente por las deportaciones, a la que se añaden esclavos y asalariados. Los administradores no son ya propietarios, sino gerentes de los grandes dominios públicos. Las transformaciones estructurales en el ámbito artesanal son más patentes, pues la aparición de corporaciones profesionales, verdaderos gremios, está vinculada a su independización material de los templos y de palacio, aunque su existencia sólo es posible a través de los mecanismos de regulación que éstos disponen. Algo similar ocurre -en una dimensión diferente- con el comercio. Las redes comerciales no pasan por Babilonia, por lo que esa actividad ha sido delegada en manos de algunos de los pueblos sometidos (fenicios, árabes, iranios, etc.), aunque el beneficio de su trabajo se concentre precisamente en la capital. Y por el análisis que podemos realizar, la red comercial que se dibuja no es, por tanto, radial, con centro en Babilonia, sino de circuitos periféricos con ramificaciones centrípetas. Ahora bien, para el correcto funcionamiento de este sistema se requerían dos instrumentos básicos: un potente ejército y una férrea administración. Sin embargo, las divergencias entre la administración central y la provincial, del mismo modo que el poder fáctico del ejército, se convertían en fuerzas disgregadoras del poder despótico, de modo que la falta de cohesión entre estos factores, unido a los desequilibrios estructurales y la creciente potencia persa, constituyen las piezas clave para comprender el repentino desmoronamiento del Imperio Neobabilónico. Una vez más es la combinación de elementos internos y externos lo que nos ayuda a comprender el proceso de tránsito de una formación histórica a otra. La desestructuración neobabilónica será aprovechada por una potencia capaz de reproducir el sistema con las modificaciones concernientes a su propia idiosincrasia y a la necesidad de perpetuación.