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Historia de La Argentina El manuscrito de La Argentina no se ha encontrado. Esta obra fue copiada muchas veces en Paraguay, Argentina, Bolivia, Chile y Perú. De las copias salieron otras copias. Por ello algunas tienen tantos errores y supresiones o agregados. El napolitano, masón, traído a Argentina por Bernardino Rivadavia, don Pedro de Angelis, cuando estuvo al servicio de Rosas se dedicó a estudiar a Díaz de Guzmán. Supo que había seis copias de La Argentina, pero sólo pudo comparar tres. Ellas fueron la que el canónigo Segurola tenía en su biblioteca; la de Nadal y Campos y la de Charcas, con anotaciones de Juan de Leiva. La copia de Segurola y otra se encuentran en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. En Asunción de Paraguay hay una copia y en Río de Janeiro otras dos. Félix de Azara y Francisco de Aguirre se llevaron cada uno una copia a España. En el Museo Británico de Londres hay otra copia. En el Archivo de indias, de Sevilla, hay otra copia con un mapa. Esta pieza cartográfica, que no sabemos si es de Díaz de Guzmán, fue estudiada por Estanislao S. Zeballos34, por Félix F. Outes35, por el uruguayo Daniel García Acevedo36 y por Paul Groussac37. Todas las copias conocidas terminan con la falta indudable de una o más páginas, lo cual demuestra que provienen de una única copia que carecía de esa página o esas páginas. Paul Groussac analizó las copias de Río de Janeiro y de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Una de las copias de Buenos Aires tiene unos documentos firmados por Manuel de Lezica, en 1799, lo cual demuestra que es anterior a esta fecha. La otra copia perteneció al canónigo Segurola. Es la que imprimió Groussac en los Anales de la Biblioteca. Groussac supone que una copia de Río de Janeiro, vendida por Pedro de Angelis, debió ser propiedad de Juan de Leiva. Otra copia, con la fecha 1760, perteneció a Francisco de la Rosa. De esta copia, según Groussac, proviene la de Asunción, que sirvió para la edición de Montevideo de 1845. Pedro de Angelis imprimió en 1835 una de las copias de Río de Janeiro, con letra del siglo XVIII. Tiene una fecha: 1780. El copista fue un vecino de Córdoba llamado Prudencio Gigena Santiesteban. La Argentina fue publicada, por primera vez, por Pedro de Angelis, en 1835, en su gran Colección de documentos. Por segunda vez se imprimió en Asunción en 1845. Por tercera vez en Montevideo en 1846. Por cuarta vez en Buenos Aires en 1854. Por quinta vez, también en 1854, en Buenos Aires. Por sexta vez en Buenos Aires, en 1881, por el historiador Mariano A. Pelliza. Por séptima vez, por el editor Lajouane, en Buenos Aires, en 1910. Por octava vez, por Paul Groussac, en 1914. Por novena vez, por la Editorial Estrada, en 1943, con introducción y notas nuestras. Por décima vez, por la Editorial Espasa-Calpe, de Buenos Aires, en 1944, también con prólogo nuestro. Por undécima vez, en 1974, por al Librería Huemul, de Buenos Aires, igualmente prologada y anotada por nosotros, y por duodécima vez, en Madrid, por la Editorial Historia 16, la primera que publica esta obra en España y en Europa. Nosotros nos hemos ocupado de Díaz de Guzmán en 1943, en 1944, en 1974 y en esta ocasión: todas reediciones. Escribimos estudios sobre este mismo autor en las fechas mencionadas y en 1942, en que publicamos, además, unos documentos inéditos relacionados con su vida38 y en 1950, en que ampliamos, con dos tomos, la vieja y gloriosa Historia de Vicente Fidel López39. Somos los historiadores que más han estudiado al primer cronista nativo del Río de la Plata y Paraguay. Para esta edición hemos elegido el códice paraguayo impreso por vez primera en 1845. Como hemos explicado en otra oportunidad, creemos que es el más antiguo y perfecto. Félix de Azara dejó constancia de que Díaz de Guzmán entregó una copia de su obra a la Municipalidad de Asunción y que allí quedó hasta el año 1747, en que se supuso fue robado por el gobernador Larrazabal. Investigaciones posteriores descubrieron el ejemplar en 1845 y por ello pudo editarse en ese año, en Asunción, y, el año siguiente, en Montevideo. Estas ediciones demostraron en su tiempo que eran superiores, en la corrección de los nombres guaraníes y en la redacción de los párrafos, a la de Angelis40. En la impresión de 1845, Mariano A. Pelliza hizo notar que para esa edición había consultado la de Angelis, un manuscrito antiguo que posee el editor, copia probablemente sacada en presencia de Ruy Díaz, y la preciosa edición en 8.? hecha en la Asunción del Paraguay, en 1845, bajo la dirección del presidente don Carlos Antonio López. Existió, por tanto, un manuscrito antiguo que posee el editor y era, probablemente, copia sacada en presencia de Díaz de Guzmán. Nadie, salvo nosotros, reparó en esta otra copia, el manuscrito antiguo, que consultó Pelliza para la edición de 1846. Además de las copias conocidas, que hemos mencionado, hubo otra, este manuscrito antiguo, que indudablemente se ha perdido y nadie, fuera de Pelliza, conoció. Hemos comparado los códices o copias ya citadas y hemos llegado a la conclusión, tras muchos análisis, que el ejemplar de Asunción es el más antiguo, completo y perfecto en su redacción. Parece provenir de una copia excelente, por no decir de la primera redacción hecha por Díaz de Guzmán. Los otros tienen párrafos oscuros, ausencia de palabras o agregados de otras innecesarias. En fin: son textos que no ofrecen tanta claridad, nitidez y exactitud como el utilizado por nosotros. Los historiadores españoles, de otros tiempos y de la actualidad, no han ignorado este libro. Sus citas son frecuentes; pero siempre tuvieron que acudir a ediciones antiguas o a la de Paul Groussac. Esta edición, con sus críticas injustas, cuando no impropias, no reconoció el auténtico valor que tuvo la obra de Díaz de Guzmán. Lo presentó como un autor poco digno de ser tenido en cuenta o plagado de inexactitudes. En nuestros trabajos sobre el cronista, verdadero historiador, paraguayo, lo hemos reivindicado y mostrado cuán útil puede ser para confirmar o revelar un mundo de pormenores de la historia rioplatense. Así lo comprendieron eruditos de inmenso talento, como el inolvidable sabio y maestro, el doctor Antonio Ballesteros Beretta, el también recordado amigo, el profesor de Valladolid, Julián María Rubio, y otros no menos brillantes conocedores de la historia americana. Hemos aconsejado a los editores de las últimas ediciones, y lo hacemos a la editorial Historia 16, adoptar la grafía y ortografía modernas, actuales, para simplificar la lectura y no entorpecerla con formas anticuadas. La verdad histórica nada sufre. Las palabras no pierden sus sonidos ni sus significados. Es una cuestión de imprenta que queda solucionada y actualizada para bien de todos los lectores. Las notas, que en la edición de la Librería Huemul, de Buenos Aires, son abundantes y extensas, las hemos reducido a lo indispensable para que el estudioso de estos temas no caiga en errores de fechas u otras pequeñeces. Algunos problemas históricos los hemos tocado en esta introducción y otros, igualmente importantes, los vamos a comentar a continuación.
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Aunque desde muy antiguo hay noticias más o menos confusas de conjuntos pictóricos encuadrados en este círculo artístico, entre las que hay que destacar la comunicación de J. Marconell sobre la existencia de figuras blancas en un abrigo de Albarracín, producida en 1892, su verdadero descubrimiento se debe a Juan Cabré, quien en 1907 publicó una reproducción de los ciervos representados en un abrigo del Barranco de Calapatá (Teruel), conjunto descubierto por este mismo autor cuatro años antes. En 1915 el propio Cabré publica una obra titulada "El Arte rupestre en España", donde se ofrece la primera gran síntesis de los conjuntos pertenecientes a este círculo conocidos hasta ese momento y que constituyen ya un amplio catálogo. Además, en este libro se presentan de manera individualizada los tres grandes apartados del Arte parietal prehistórico: Paleolítico, levantino y esquemático, al dárseles cronología y adscripción cultural diferenciadas. Esta postura rompe la tesis defendida por Breuil, quien considera estas representaciones dentro del Arte Paleolítico, explicándolas como una variante de carácter provincial.Entre los primeros trabajos de carácter monográfico hay que citar, siguiendo un criterio cronológico, los de Breuil sobre Alpera y Minateda (1915 y 1920); los de Obermaier y Werner (1919), dedicados a los conjuntos castellonenses de La Valltorta; de Hernández Pacheco (1924), sobre La Cueva de la Araña; de Porcar (1934 a 1947), sobre La Cueva Remigia y Les Dogues, y muy particularmente el de Almagro, relativo al abrigo de Cogul (1952), en el que definitivamente se dan argumentos sólidos sobre la cronología postpaleolítica de este arte. A partir de la década de los 50 la nómina de investigadores y trabajos dedicados al Arte levantino se hace mucho más extensa, tanto en lo que se refiere a la presentación de nuevos conjuntos, como a trabajos de síntesis, entre los que no podemos dejar de mencionar a Jordá, Ripoll, Beltrán, Fortea, Hernández Pérez, Viñas, Baldellou o Dams. Las aportaciones de éstos y otros autores nos han permitido conocer un importante conjunto de yacimientos con manifestaciones artísticas englobadas en este círculo, las cuales han aportado una enorme variedad de figuras y fórmulas de representación, aunque desgraciadamente los avances sobre el marco cultural en el que se encuadran son reducidos debido a la escasez de yacimientos de ocupación ubicados al pie de estos abrigos. Este hecho es, a su vez, la principal causa de que todavía no exista acuerdo unánime sobre la cronología precisa de estas pinturas, tema que sigue siendo una de las principales asignaturas pendientes de la investigación del Arte levantino.
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<p>El arte mueble paleolítico era conocido, e identificado como tal, en yacimientos franceses, desde mediados del siglo XIX. El arte rupestre o parietal paleolítico fue descubierto por el santanderino Marcelino Sanz de Sautuola (1831-1888) que, desde 1875, excavaba en la cueva de Altamira (Santillana del Mar), año en el que ya vio, sin darles importancia, las figuras de color negro de la última galería. En el verano de 1879, con su hija María, descubrió el gran techo de los bisontes polícromos. La perplejidad que en él provocó el hallazgo no impidió que Sautuola hiciera una exacta valoración de las pinturas como obras de arte de los hombres del Paleolítico Superior que habitaron el vestíbulo de la cueva en el que estaba excavando. Esto quedó bien reflejado en el folleto con que dio a conocer sus descubrimientos: "Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander" (1880). A pesar de ser conocidos numerosos grabados sobre soporte mueble y la existencia de arte rupestre debido a ciertos pueblos primitivos, la autenticidad de Altamira fue negada. Las dudas de algunos investigadores fueron acalladas por la gran autoridad que, en la entonces joven ciencia de la Prehistoria, tenía el eminente Emile Cartailhac (1845-1921), profesor de la Universidad de Toulouse. Su opinión negativa se basaba sólo en el informe del ingeniero y paleontólogo E. Arlé y en su propia interpretación del dibujo del folleto de Sautuola. Fueron excepción en tal sentido el catedrático de Geología Juan Vilanova y Piera (1821-1893) que, sin ningún éxito, fue el valedor de Sautuola en varios congresos internacionales, y el prehistoriador Edouard Piette (1827-1906) que, en 1887, atribuyó acertadamente las pinturas al Magdaleniense. En los últimos años del siglo XIX, diversos descubrimientos en Francia pusieron las bases para la rectificación de aquellas opiniones negativas. A ellos hay que unir los trabajos del que entonces era un joven sacerdote: el abate Henri Breuil (1877-1961), que iba a realizar durante sesenta años las mayores aportaciones al estudio del arte del Paleolítico Superior, tanto en Francia como en España, amén de contribuir con sustanciales estudios al conocimiento de otras parcelas del arte prehistórico.El joven Breuil había dibujado la mayor parte de la colección Piette de arte mueble; visitó la cueva de La Mouthe (descubierta por E. Riviére en 1895) y, en 1901, con L. Capitan (1854-1929) y D. Peyrony (1869-1954), descubrió las cuevas de Les Combarelles y de Font-de-Gaume, ambas en la Dordoña. En 1902 consiguió que un numeroso grupo de prehistoriadores, entre ellos Cartailhac, visitasen aquellas cuevas y conocieran su arte. El profesor de Toulouse rectificó inmediatamente su opinión sobre Altamira y llevó a Breuil a Marsoulas (Pirineos) (con pinturas descubiertas en 1897 por F. Régnault) y luego a Altamira. El mes de septiembre de 1902 lo dedicaron ambos al estudio de la cueva santanderina, en condiciones difíciles superadas por la gran habilidad artística del abate Breuil. De estas investigaciones salieron un pequeño artículo y un gran libro. El primero es un noble texto de Cartailhac publicado en la revista "L'Anthropologie" y titulado "La grotte d'Altamira, mea culpa d'un scéptique", en el que reivindica la memoria de Sautuola. El libro, que reproducía en magníficas láminas los calcos breuilianos de las pinturas de Altamira, fue publicado en 1906 gracias al mecenazgo del príncipe Alberto I de Mónaco (1848-1922).Se inició entonces una etapa de grandes descubrimientos. En la región cantábrica española fueron extraordinarios los que llevaron a cabo el director de la Escuela de Artes y Oficios de Torrelavega, Hermilio Alcalde del Río (1866-1947) y su colaborador el sacerdote lazarista Lorenzo Sierra. Entre otras, se cuentan en su haber las cuevas de El Castillo, Covalanas, La Haza, Hornos de la Peña y El Pindal. Ambos colaboraron con el abate Breuil en la publicación del arte de estas cavidades en un voluminoso libro titulado "Les cavernes de la région cantabrique" (Mónaco, 1911). Paralelamente, en Francia se producían también muchos descubrimientos. En muchas de estas actividades intervino el entonces recién fundado Institut de Paléontologie Humaine, creado por el citado príncipe Alberto y con sede en París. En 1911, mientras se excavaba el rico yacimiento de la cueva de El Castillo, Hugo Obermaier (1877-1946), Paul Wernert y H. Alcalde del Río, encontraron la de La Pasiega. En aquel momento, el abate Breuil estaba estudiando la cueva andaluza de La Pileta, descubierta por el coronel Willoughby Verner con la ayuda de Tomás Bullón. La asturiana Peña de Candamo fue estudiada por entonces por el catedrático de Geología Eduardo Hernández-Pacheco (18721964). Después de la Primera Guerra Mundial, los trabajos disminuyeron en intensidad, tanto en Francia como en España. Para nuestro país recordaremos que, entre 1929 y 1931, Luis Pericot García (1899-1978) excavó en la región valenciana la cueva de El Parpalló, en la que encontró varios millares de plaquetas con grabados y pinturas, conjunto que sigue siendo el más importante de la Península Ibérica para el arte mueble. Y que, en 1934, Juan Cabré y Aguiló (1882-1947) (el descubridor en 1903 de la facies del arte rupestre postpaleolítico llamada levantina, que el abate Breuil siempre consideró paleolítica) estudió los grabados de la cueva de Los Casares (Guadalajara). Durante la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar en Francia el descubrimiento de la cueva de Lascaux (Dordoña) y sus extraordinarias pinturas. En la Península Ibérica, en los últimos cuarenta años se han producido, entre muchos otros, los importantes hallazgos siguientes: Las Monedas (1951), Las Chimeneas (1952), Nerja (1959), Maltravieso (1956), Tito Bustillo (1967), Altxerri (1962), Ekain (1969), Chufín (1972), Mazouco (1979), Fuente del Salín (1985) y Piedras Blancas de Escullar (1985).</p>
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La Historia de la nación chichimeca, de Don Fernando de Alva Ixtlilxochitl, es una de las obras cumbres de la literatura histórica de la Nueva España. Su autor, descendiente por línea materna de los antiguos tlatoque o señores de Tetzcoco, narra en ella las glorias y las miserias, las alegrías y las tristezas de sus lejanos antepasados. El relato se inicia con la creación del mundo, según la tradición indígena, y se prolonga hasta la conquista castellana. Por desgracia, las versiones que se han conservado están incompletas y la secuencia se interrumpe en el momento en que la hueste cortesiana se apresta a poner sitio a Tenochtitlan, la orgullosa capital azteca. La obra, fiel reflejo del mestizaje cultural y racial del virreinato, está estructurada y pensada conforme a los moldes de la historiografía europea, pero los datos que expone se basan en las antiguas pinturas o códices pictográficos. Esta bella síntesis posee una personalidad propia, pues responde a una motivación muy concreta: un incipiente nacionalismo de los novohispanos del siglo XVI. No debe extrañar, pues, que no se encuentren en esta crónica indiana vencedores ni vencidos. Para Ixtlilxochitl, tanto el chichimeca Xolotl, un salvaje similar al bárbaro europeo, como Nezahualcoyotl, el refinado príncipe mexicano, o Juan Pérez de Peraleda, padre del autor, eran mexicanos antes que españoles o indios nahua. Además de su indiscutible valor histórico, la Historia posee una elevada calidad literaria. Alva Ixtlilxochitl, que también cultivó la poesía, da al relato un tono vivo y ágil. La obra reúne la seriedad documental del historiador y la amenidad del escritor. El lector tiene en sus manos una obra cumbre de la crónica de Indias.