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Tanto los romano-itálicos que se habían ido asentando en Hispania como las poblaciones indígenas mantuvieron una vinculación condicionada a César o a Pompeyo. Así, mientras César dedicó toda su actividad a la conquista de las Galias (años 58-51), Pompeyo se ganó a muchos partidarios en la provincia Ulterior. Y tan pronto se iniciaron las hostilidades, cada ciudad de Hispania fue replanteando su orientación política en favor de César o de Pompeyo. El año 49, Pompeyo controlaba las dos provincias hispanas. Asegurado el dominio de Italia, César trajo a sus tropas a la Península. Ante la imposibilidad de mantener Ilerda (Lérida), Afranio, legado de Pompeyo, entrega la Citerior a César con todas sus tropas. Tampoco Varrón, el legado pompeyano de la Ulterior, pudo resistir el empuje de César, a quien entregó sus dos legiones sin presentar batalla. A pesar de mantenerse Hispania bajo el dominio de César, la guerra volvió a resurgir. El pretexto para la recuperación de los pompeyanos lo proporcionó el legado de César para la Ulterior, Q. Casio Longino, quien se venía distinguiendo por su arbitrariedad y por someter a los provinciales a un expolio sistemático. Por más que César sustituyó a Longino por Trebonio, a quien no se le conocían malas tretas, los hijos de Pompeyo ya habían conseguido ganarse la voluntad de muchos partidarios. César tuvo que volver a la Península para enfrentarse de nuevo con tropas pompeyanas. Los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto, habían reclutado a gran parte de sus tropas entre las poblaciones de Hispania. Con el fin de ganar tiempo para que sus partidarios de Italia y de otras provincias se reorganizaran, aplicaron una estrategia de resistencia: se amparaban en las murallas de las ciudades y evitaban un enfrentamiento abierto en el campo de batalla contra las tropas experimentadas de César. Pero la conquista de las Galias había exigido responder también a esta estrategia. Y si César había tomado ciudades tan fortificadas como Alexia con sus máquinas de guerra, no dudó en ir tomando una a una las ciudades pompeyanas de la Ulterior, Ucubi, Ventippo, etc. Finalmente, el ejército pompeyano se vio obligado a aceptar un enfrentamiento final junto a Munda (Montilla, Córdoba) el año 44. El hijo mayor de Pompeyo, Cneo, fue asesinado cuando huía de la masacre. El menor, Sexto, logró escapar para refugiarse en la Celtiberia. Tras el asesinato de César, los herederos de su obra y continuadores de su política, organizados en un triunvirato (Antonio, Lépido y Octaviano), mantuvieron el control político y militar sobre el mundo romano desde el 43 al 30 a.C. En la fase inicial del triunvirato, aún tuvieron que enfrentarse al hijo menor de Pompeyo, Sexto, quien reorganizó a los restos pompeyanos teniendo a la Hispania Ulterior como base principal de sus operaciones hasta el año 36 a. C. El estudio de las monedas acuñadas en Hispania por Sexto con su nombre o con el de sus lugartenientes desvela bien su control sobre ciudades del Sur así como su propaganda, en la que se presenta como continuador de la política de su padre. Las fidelidades a la causa pompeyana surgían entre los damnificados por César o sus legados. La política de colonización y municipalización del programa cesariano, completada por los triunviros, incluía premiar a las ciudades aliadas de su causa y marginar o castigar a aquellas que habían apoyado abiertamente a los pompeyanos. Pero también había fidelidades formalmente más políticas en una sociedad romanizada como la del Sur peninsular, cuyos componentes distinguían bien las ventajas que podía ofrecer el modelo de administración pompeyana que contaba como elemento básico la protección de los grandes propietarios. En todo caso, el éxito de Sexto Pompeyo residía también en que, como fue Sertorio en años anteriores, se había convertido en el refugio de todos los huidos del régimen de César y, sobre todo, de los huidos de las proscripciones decretadas por los triunviros. Los acontecimientos de las Guerras Civiles desvelan el interés de y por Hispania en la estrategia general de la política romana. El potencial económico, ante todo el de sus minas, la posición geográfica en un momento histórico en el que el eje cultural y económico estaba en el Mediterráneo y también el grado de romanización de muchas ciudades del Sur y Este ayudan a entender el interés de cesarianos y pompeyanos por Hispania. Y si ya se venía produciendo una importante emigración de Italia a Hispania desde las últimas décadas del siglo II a.C., las Guerras Civiles de fines de la República aceleraron tal emigración. La masiva presencia de tropas romanas en Hispania -sólo los pompeyanos disponían de siete legiones en el 49 a.C. supuso una carga gravosa, pero también una coyuntura favorable para la romanización de Hispania. La amplia obra de César creando colonias de ciudadanos romanos o concediendo el estatuto de municipio romano a ciudades hispanas desvela el alto grado de romanización de muchas poblaciones del Sur y del Este. El fin de la República romana tiene su fecha simbólica en la batalla de Accio del año 30 a.C., cuando las tropas de Octaviano salen victoriosas en su enfrentamiento con las mandadas por Antonio. Octaviano queda como dueño único del Imperio y, bajo la forma de restaurar la República, crea el nuevo régimen del que él es el primer emperador.
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Con la Lex Plautia se dieron las condiciones para la integración de los populares en la actividad política legal borrando así el aspecto más negativo del régimen silano. Ahora bien, Sila había hecho más que sacar una consecuencia de la reforma militar de Mario, que permitía que los soldados se vincularan más estrechamente a su general que a la obediencia al Estado, al ser su general quien se preocuparía de asignarles tierras cuando dejaran el ejército. Lo mismo que Mario asentó a muchos veteranos en Africa, las tierras expropiadas por Sila en Italia fueron asignadas a sus veteranos, como se constata bien a través de los epígrafes erigidos por éstos en honor de Sila. El régimen silano había evidenciado que el Estado romano podía mantenerse sin prestar tanta atención a las decisiones emanadas de las asambleas. Si se tiene presente que las asambleas de Roma no eran realmente representativas de todos los ciudadanos romanos que se encontraban distribuidos por las ciudades de Italia y las provincias, se constata que era necesario reorganizar los aparatos del Estado. Y por más que el propio Pompeyo se comprometiera con terminar de desmontar las medidas negativas de Sila, el modelo de un régimen político que se basara en la preeminencia de un hombre fuerte, un general, sobre el Senado y en la reducción del peso político de las asambleas había tomado forma en las mentes de los políticos de la época. La oposición populares y optimates se mantendría, aunque cada día con menos fuerza, hasta el fin de la República. Había desaparecido la bandera de la defensa de los ítalos al haber recibido la mayoría de ellos los derechos de ciudadanía romana. Quedaba en segundo plano la cuestión del reparto de tierras al haberse roto la barrera que impedía crear colonias romanas en el suelo provincial. Sin perderse plenamente las etiquetas, los populares se fueron convirtiendo en cesarianos y los optimates en pompeyanos, siendo César y Pompeyo los dos grandes líderes que disputaban por el control del poder político y militar. Naturalmente, los seguidores de uno u otro no se enfrentaban sólo por conseguir la hegemonía y con ella el acceso al Senado y al desempeño de magistraturas. Los cesarianos comprendían que había llegado el momento de incorporar a las responsabilidades de gobierno a muchos hombres valiosos de las ciudades de Italia y de las provincias y que era preciso apostar por una administración pública más eficaz que contara con la experiencia de amplios sectores de los caballeros. Y tales compromisos políticos chocaban frontalmente con los intereses y las tradiciones de muchas grandes familias senatoriales que apoyaban a Pompeyo. La necesidad de terminar de eliminar los focos sertorianos de Hispania permitió a Pompeyo intensificar sus relaciones con las comunidades indígenas de la Citerior. Durante su estancia en la misma, reorganizó territorios, hizo repartos de tierras y se ganó la fidelidad de muchas poblaciones que pasaron a su clientela. A su vez, César estuvo de cuestor en la Ulterior el año 69 a.C. y de pretor de la misma provincia el año 61. Al fin de su mandato, se había ganado el apoyo de amplias capas de la población de esa provincia. La acción de gobierno de César en la Ulterior no estuvo exenta de operaciones militares importantes. Los autores antiguos relatan las intervenciones de César destinadas a eliminar los focos de bandidos/guerrilleros que tenían su sede en la Sierra de la Estrella, Mons Herminius. Ahora sabemos con pruebas arqueológicas que tales intervenciones de César afectaron a más territorios y que fueron mucho más intensas de lo que creíamos. Así, varios castros de Avila fueron destruidos en esos años. Caesarobriga (Talavera de la Reina) no sólo lleva un nombre derivado de César sino que fue creada como ciudad a fines de la República/inicios del Imperio. El abandono de algunos pequeños castros cercanos a Consabura (Consuegra) y la potenciación de esta ciudad se sitúan también en fechas de fines de la República. Es decir, la intervención militar de César afectó también al área vetona y carpetana. Si todos los cambios que vamos advirtiendo no fueron obra personal de César, él fue el responsable de abrir el proceso de reorganización de las poblaciones y de creación de ciudades, que se pudo completar por obra de sus seguidores. En pocos años la política romana dio un giro profundo. El año 59 a. C., César y Pompeyo eran ya las dos figuras más representativas del poder político y militar de Roma. Un tercer hombre, distinguido sobre todo por su riqueza, Craso, pero sin un proyecto político personal, se unió a ellos en la conferencia de Lucca para repartirse el control sobre las provincias, el ejército y el Senado. Este pacto del que salió lo que se ha denominado Primer Triunvirato fue aprovechado por César y por Pompeyo para incrementar sus respectivas cuotas de poder. El año 53, con el pretexto de la necesidad de aplacar las tensiones internas, el Senado nombra a Pompeyo cónsul único, consul sine collega, poniéndose así bajo su protección. Después de que César había conseguido los mayores éxitos militares de la historia romana con el sometimiento del inmenso territorio de las Galias, el Senado no le ofrece otra salida que la de abandonar la jefatura de su ejército y pasar cinco años como un simple particular alejado de cargos políticos. La respuesta de César fue dirigir su ejército victorioso hacia la ciudad de Roma, de la que escaparon a toda prisa muchos senadores y el propio Pompeyo. Había comenzado la guerra civil.
museo
Mr. Archer M. Huntington descubrió en los años iniciales del siglo XX la importancia de España y de su arte, especialmente gracias a la labor de Joaquín Sorolla, elegido por el magnate norteamericano para decorar la biblioteca del edificio que aloja la institución en Nueva York. Una serie de murales de las regiones españolas resaltan la belleza de este lugar que guarda magníficos tesoros artísticos españoles como obras de Goya, Velázquez o Murillo. El museo fue fundado en 1904 y está destinado a la cultura de la Península Ibérica. Posee dibujos, grabados, y cuadros de los ss. XIV-XX, así como escultura de los ss. XIII-XX. No podemos olvidar los fondos arqueológicos, ni de artes decorativas como por ejemplo: muebles, cerámicas, trabajos en metal...
escuela
La invasión árabe en la península se produce con rapidez y eficacia, gracias a la organización de su ejército y la disgregación interna de la monarquía visigoda. Durante siete siglos mantienen su presencia, en convivencia más que en una permanente lucha por la Reconquista, imposible de sostener a nivel económico ni social durante 700 años. El califato es el primer período, que nos deja obras inolvidables como la Mezquita de Córdoba. La división administrativa en Taifas, las posteriores dinastías africanas, Almohades y Almorávides, son sucesivos intentos de rehacer un poder que se debilita y tiene su último destello en la Granada nazarí. En estas fases, las pinturas se hallan muy restringidas, por tratarse de dinastías con fuerte componentes integristas. Encontramos ejemplos tan sólo en tejidos y cerámicas. Las pinturas de mejor calidad están en las techumbres de madera mudéjares, con temas paganos de caza y corte, siendo el mejor ejemplo la cripta subterránea de San Baudelio de Berlanga.
escuela
La Pintura Hispanoflamenca es una escuela del Gótico Español. Muy abundante en su producción, sus influencias perviven hasta muy evolucionada la pintura en España, debido en gran parte a los lazos políticos y culturales que España establece durante el imperio con las regiones de Europa central. La pintura hispanoflamenca era la más moderna en las consideraciones estéticas del momento. Considerada como un refinamiento excelso del gótico, produce unas obras de sensibilidad inigualable que eran tratadas como joyas. También se debía esta consideración a los riquísimos materiales que se empleaban en su realización, así como en los montajes de las mismas, formando parte en la mayoría de los casos de extensos retablos o colecciones destinadas a embellecer los muros de iglesias y monasterios. El hispanoflamenco se extiende a lo largo de Castilla y Aragón. Sin embargo, en este reino la relación con Nápoles suaviza un tanto el influjo, mezclándose en muchas ocasiones con el Gótico Italianizante. Otro punto de mezcla con esta escuela se ubicó en Salamanca, debido a una colonia de florentinos que trabajó allí a mediados del siglo XV. Los rasgos de la pintura hispanoflamenca son cercanos a la Pintura Flamenca: pintura religiosa de santos o historias bíblicas, realizada en materiales preciosos como el oro y el lapislázuli. Se preparaba sobre tablas recubiertas de temple u óleo. Las escenas eran muy sencillas, con personajes estilizados y de rasgos finos. La estética de las figuras tendía al "feísmo", lejos de las idealizaciones cercanas al ámbito italiano. Las manos eran alargadas, con dedos delgados, rostros pálidos y bocas pequeñas. Son modelos mucho más refinados que los románicos, más contundentes. La influencia de Van Eyck, el gran autor flamenco, es crucial. Visitó España en persona, y sus cuadros, así como los de su escuela, fueron importados como tesoros por las altas jerarquías. Es por su influencia que se pinta con un detalle preciosista, se adornan las figuras con joyería de incalculable valor. También de sus modelos proviene una forma de plasmar los ropajes en pliegues quebrados en ángulos aristados, que parecen más tallados en piedra que telas dobladas. Para observar estos detalles no hay más que prestar atención al Santo Domingo de Bermejo El afán de riqueza que provoca la profusión de joyas en las imágenes y de materiales ricos en las pinturas se traduce en Aragón en un elemento muy particular de la región: el pastillaje. Consiste en modelar con yeso relieves fingiendo joyas o guirnaldas, que más tarde se recubrían con pan de oro, formando parte de la imagen, a la que contribuyen a enriquecer, de una forma barata. Progresivamente, según nos acercamos al siglo XV, el pastillaje y los fondos dorados empiezan a considerarse una ostentación de mal gusto, por lo que empiezan a sustituirse por paisajitos de inspiración centroeuropea, no españoles. Es frecuente en los cuadros hispanoflamencos identificar a los personajes mediante cartelas, o letreritos, con el nombre de los mismos. A veces también se ponen cartelas con inscripciones alusivas a la dedicación, el autor, el propietario, la fecha de realización, etc. Estas inscripciones se realizaban en alfabeto gótico, a diferencia del gótico italianizante, que las realizará en latín. Algunos de los mejores autores de esta escuela son Fernando Gallego, Nicolás Francés, Bartolomé Bermejo, etc. No hemos de olvidar la presencia además, de autores extranjeros como Petrus Christus, Dieric Bouts o Jan Van Eyck.
contexto
<p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XLIX</p><p><em>Cómo el Almirante llegó a la Española, donde supo la muerte de los cristianos</em></p><p>Viernes, a 22 de noviembre, llegó el Almirante al Norte de la Española; y luego envió a tierra de Samaná uno de los indios que llevaba de Castilla, natural de aquella provincia, ya convertido a nuestra santa Fe, el cual ofreció reducir todos los indios al servicio y en paz con los cristianos. Siguiendo el Almirante su camino hacia la Villa de la Navidad, llegado al Cabo del Angel, vinieron algunos indios a los navíos con deseo de cambiar algunas cosas con los cristianos, y pasando a dar fondo en el puerto de Monte Cristo, una barca que fue a tierra, encontró junto a un río dos hombres muertos; uno que parecía joven y el otro viejo, que tenía una cuerda de esparto al cuello, extendidos los brazos y atadas las manos a un madero en forma de cruz; no se pudo conocer bien si eran indios, o cristianos, pero lo tomaron a mal augurio. El día siguiente, que fue 26 de Noviembre, el Almirante tornó a mandar a la tierra por muchas partes; salieron los indios a conversar con los cristianos, muy amigable y resueltamente, y tocando el jubón y la camisa a los nuestros decían: <em>camisa, jubón</em>, dando a entender que sabían estos nombres; lo que aseguró al Almirante de la sospecha que tenía, por aquellos hombres muertos, creyendo que, si los indios hubiesen hecho mal a los cristianos que allí quedaron, no irían a los navíos tan resueltamente y sin miedo. Pero al día siguiente, que estaba surto junto a la boca del puerto de la Villa de la Navidad, pasada media noche, llegaron indios en una canoa, preguntaron por el Almirante, y diciéndoles que entrasen, que allí estaba, no quisieron subir, diciendo que si no le viesen y conociesen, no entrarían; de modo que fue necesario que el Almirante llegase al borde para oirlos; luego salieron dos que llevaban sendas carátulas y las dieron al Almirante de parte del cacique Guacanagarí, diciendo que éste se le encomendaba mucho. Luego, preguntados por el Almirante acerca de los cristianos que allí habían quedado, respondieron que, algunos de ellos habían muerto de enfermedad; otros se habían apartado de la compañía; otros se habían ido a distintos países, y que todos tenían cuatro o cinco mujeres. Por esto que dijeron, se conocía que todos debían ser muertos, o la mayor parte. Sin embargo, pareciéndole al Almirante que por entonces no debía hacer otra cosa, despidió a los indios con un presente de vacias, y otras cosas, para Guacanagarí y los suyos; y fueron aquella misma noche con estos regalos al cacique.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo L</p><p><em>Cómo el Almirante fue a la Villa de la Navidad, y la halló quemada y despoblada, y cómo se avistó con el rey Guacanagarí</em></p><p>Jueves, a 28 de Noviembre, el Almirante entró por la tarde con su armada en el puerto de la Villa de la Navidad, y la encontró toda quemada. Aquel día no vieron persona alguna en aquellos alrededores. Pero al siguiente, de mañana, el Almirante salió a tierra, con gran dolor de ver las casas y la fortaleza incendiadas; que en la plaza, sólo quedaban de las casas de los cristianos, cajas rotas, y otras cosas semejantes, cual en tierra devastada y puesta a saco. Como no había nadie a quien se pudiese preguntar, el Almirante, con algunos bateles, entró en un río que estaba próximo, y mientras subía por él, mandó que se limpiase el pozo de la fortaleza, creyendo que en él se hallaría oro, porque al tiempo de su marcha, recelando las dificultades que podían ocurrir, había mandado a los que allí quedaban que echasen todo el oro que allegasen en aquel pozo; pero no se encontró cosa alguna. El Almirante, por donde fue con los bateles, no pudo echar las manos a indio alguno, porque todos huían de sus casas a las selvas. No hallando allí más que algunos vestidos de cristianos, tornó a la Navidad, donde encontró ocho cristianos muertos, y por el campo, cerca de la población, parecieron otros tres; conocieron que eran cristianos por las ropas, y parecía que habían sido muertos un mes antes.</p><p>Yendo algunos cristianos por allí, buscando vestigios o papeles de los muertos, vino a hablar al Almirante un hermano del cacique Guacanagarí, con otros indios que sabían ya decir algunas palabras en lengua castellana, y conocían y llamaban por sus nombres a todos los cristianos que allí habían quedado. Dijeron que éstos muy luego comenzaron a tener discordias entre sí, y a tomar cada uno las mujeres y el oro que podía; que por ésto sucedió que Pedro Gutiérrez y Escobedo, mataron a un Jácome, y después, con otros nueve, se habían ido con sus mujeres a un cacique llamado Caonabó, que era señor de las minas. Este los mató, y después de muchos días fue con no poca gente a la Navidad, donde no estaba más que Diego de Arana con diez hombres, que perseveraron con él en guarda de la fortaleza, porque todos los demás se habían esparcido por diversos lugares de la isla. Luego que fue Caonabó, de noche prendió fuego a las casas en que habitaban los cristianos con sus mujeres; por miedo del cual huyeron al mar, donde se ahogaron ocho, y tres perecieron en tierra que no señalaban. Que el mismo Guacanagarí, combatiendo contra Caonabó por defender a los cristianos, fue herido y huyó.</p><p>Esta relación se conformaba con la que habían dado otros cristianos que había enviado el Almirante para saber alguna cosa nueva de la tierra, y habían llegado al pueblo principal, donde Guacanagarí estaba enfermo de una herida, por la cual dijo que no había podido ir a visitar al Almirante y a darle cuenta de lo sucedido a los cristianos; añadía que éstos, luego que el Almirante marchó a Castilla, comenzaron a tener discordias, y cada uno quería rescatar oro para sí, y tomar las mujeres que le parecía; y no contentos con lo que Guacanagarí les daba y prometía, se dividieron y se fueron esparciendo uno aquí y otro allá; que algunos vizcaínos fueron juntos a cierto lugar donde todos perecieron; que esto era la verdad de lo sucedido, y así lo podían referir al Almirante, a quien rogó, por medio de los cristianos, que fuese a visitarlo, porque él se hallaba en tan mal estado que no podía salir de casa. Hízolo así el Almirante, y al día siguiente, fue a visitarle; Guacanagarí con muestras de gran dolor refirió todo lo que había sucedido, como arriba se ha dicho, y que él y los suyos estaban heridos por defender a los cristianos, lo que se manifestó por sus heridas, que no eran hechas con armas de cristianos, sino con azagayas y flechas que usan los indios, con las puntas de espinas de peces. Luego que conversaron algún tiempo, el cacique dió al Almirante ocho cintos labrados de cuentas menudas hechas de piedras blancas, verdes y rojas, y otro cinto hecho de oro, con una corona real, también de oro, tres calabacillas llenas de granillos, y pedacillos de oro que todo pesaría cuatro marcos. El Almirante a cambio le dio muchas cosas de nuestras especies, que valdrían tres reales y fueron por él estimadas en más de mil. Aun que estaba gravemente enfermo, fue con el Almirante a vez la Armada, donde le fue hecha gran fiesta, y le gustó mucho ver los caballos, de los que ya los cristianos le habían dado noticia; y porque alguno de los muertos le había informado mal de las cosas de nuestra fe, diciéndole que la ley de los cristianos era vana, fue necesario que el Almirante le confirmase en ésta, y accedió luego a llevar al cuello una imagen de plata de la Virgen, que antes no había querido recibir.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LI</p><p><em>Cómo el Almirante salió de la Navidad, y fue a poblar una villa que denominó la Isabela</em></p><p>Considerando el Almirante la desdicha de los cristianos perdidos, y la mala suerte que tuvo tanto en el mar como en aquel país, pues una vez perdió la nave y otra la gente y la fortaleza, y que no lejos de allí había lugares más cómodos y mejores para poblar, el sábado, a 7 de Diciembre, salió con su armada, yendo hacia Levante, y llegó, a la tarde, no lejos de las islas de Monte Cristo, donde echó anclas. Al día siguiente, pasó, frente a Monte Cristo, por las siete islillas bajas que hemos mencionado, que si bien tenían pocos árboles, pero, no sin belleza, porque en aquella estación, que corría el invierno, encontraron flores, y nidos, unos con huevos, otros con pajarillos, y todas las demás cosas propias de verano.</p><p>De allí fue a dar fondo a un pueblo de indios, donde con propósito de edificar un pueblo, salió con toda la gente, los bastimentos y los artificios que llevaba en su armada, a un llano junto a una peña en la que segura y cómodamente se podía construir una fortaleza. Allí fundó una villa, a la que dio el nombre de La Isabela, en memoria de la Reina Doña Isabel. Muchos juzgaron bueno su sitio, porque el puerto era muy grande, aunque descubierto al Noroeste, y tenía un hermosísimo río, tan ancho como un tiro de ballesta, del que se podían sacar canales que pasaran por medio de la villa; además, se extendía cerca una muy ancha vega, de la que, según decían los indios, estaban próximas las minas de Cibao. Por todas estas razones, fue tan diligente el Almirante en ordenar dicha villa, que juntándosele el trabajo que había sufrido en el mar con el que allí tuvo, no sólo careció le tiempo para escribir, según su costumbre, diariamente lo que sucedía, sino que cayó enfermo, y por todo ello interrumpió su <em>Diario</em> desde el 11 de Diciembre, hasta el 12 de Marzo del año 1494. En cuyo tiempo, luego que tuvo ordenadas las cosas de la villa lo mejor que pudo, para las de fuera, en el mes de Enero mandó a Alonso de Hojeda con quince hombres, a buscar las minas de Cibao. Después, a 2 de Febrero, tornaron a Castilla doce navíos de la armada, con un capitán llamado Antonio de Torres, hermano del aya del Príncipe don Juan, hombre de gran prudencia y nobleza, de quien el Rey Católico y el Almirante se fiaban mucho. Este llevó prolijamente escrito cuanto había sucedido, la calidad del país, y lo que era necesario que allí se hiciese.</p><p>A pocos días volvió Hojeda, y haciendo relación de su viaje, dijo que el segundo día de su partida de la Isabela durmió en un puerto algo difícil de pasar; y que después, de legua en legua, encontró caciques de los que había recibido mucha cortesía; y que siguiendo su camino, al sexto día de su partida, llegó a las minas del Cibao, donde muy luego los indios, en su presencia, cogieron oro en un arroyo, lo que hicieron también en muchos otros de la misma provincia, en la que afirmaba hallarse gran riqueza de oro. Con estas nuevas el Almirante que estaba ya libre de su enfermedad, se alegró mucho y resolvió salir a tierra a ver la disposición del país, para saber lo que era conveniente hacer allí.</p><p>Por lo que, el miércoles a 12 de Marzo del mencionado año de 1494, salió de la Isabela para el Cibao a ver dichas minas con toda la gente que estaba sana, unos a pie y otros a caballo, dejada buena guardia en las dos naves y tres carabelas que quedaban de la armada; en la Capitana hizo poner todas las armas y municiones de las otras naves, para que nadie pudiera alzarse con ellas, como algunos intentaron hacerlo cuando estaba enfermo; porque habiendo ido muchos en aquel viaje en la opinión de que apenas bajasen a tierra se cargarían de oro y volverían ya ricos, siendo así que el oro, donde allí se encuentra, no se recoge sin fatiga, industria y tiempo, por no sucederles como esperaban, estaban descontentos y fatigados por la construcción del nuevo pueblo y extenuados por las dolencias que les traía la calidad del país, nuevo para ellos, la del aire y de los alimentos, por lo que concretamente se habían conjurado para salir de la obediencia del Almirante, tomar por fuerza los navíos que allí quedaban y tornarse con ellos a Castilla. Instigador y cabeza de ellos era un alguacil de Corte, llamado Bernal de Pisa, que había ido en aquel viaje con el cargo de contador de los Reyes Católicos; por cuyo respeto, cuando el Almirante lo supo, no le dio más castigo que tenerlo preso en la nave, con propósito de mandarlo después a Castilla con el proceso de su delito, tanto de la sublevación como por haber escrito algunas cosas falsamente contra el Almirante, y las tenía escondidas en cierto sitio del navío. Una vez ordenadas todas estas cosas, y dejadas personas en mar y en tierra, que juntamente con don Diego Colón, su hermano, atendiesen al gobierno y guardia de la armada, siguió su camino al Cibao, llevando consigo todas las herramientas y cosas necesarias para fabricar allí una fortaleza con la que aquella provincia estuviese pacífica, y los cristianos que fuesen a coger oro estuvieran seguros de cualquier insulto y daño que los indios intentasen hacerles. Para dar más miedo a éstos, y quitarles la esperanza de hacer, estando presente el Almirante, lo que en su ausencia habían hecho contra Arana y los treinta y ocho cristianos que quedaron con éste, llevó consigo cuanta gente pudo, para que los indios desde sus mismos pueblos vieran y apreciasen el poder de los cristianos, y conocieran que cuando caminara por aquel país solo alguno de los nuestros, y le fuese hecho algún daño, había quienes pudiesen castigarlos. Para mayor apariencia y demostración de esto, al salir de la Isabela y en otros lugares, llevaba su tropa armada y puesta en escuadras, como se acostumbra cuando se va a la guerra, con trompetas y las banderas desplegadas.</p><p>Puesto ya en camino, pasó el río que estaba a un tiro de escopeta de la Isabela. Otra legua más adelante atravesó otro río menor; y de allí fue a dormir aquella noche a un lugar distante tres leguas, que era muy llano, repartido en hermosas planicies hasta el pie de un puerto áspero y alto como dos tiros de ballestas, al que llamó puerto de los Hidalgos, que quiere decir puerto de los gentiles hombres, porque fueron delante algunos hidalgos para disponer que se hiciese un camino. Este fue el primero que se abrió en las Indias, porque los indios hacen tan estrechas las sendas que sólo puede ir por ellas un hombre a pie. Pasado este puerto, entró en una gran llanura, por la que caminó el día siguiente cinco leguas, y fue a dormir junto a un caudaloso río que pasaron en almadias y canoas. Este río, que llamó de las Cañas, iba a desembocar en Monte Cristo.</p><p>En aquel viaje cruzó por muchos pueblos de indios, cuyas casas eran redondas y cubiertas de paja, con una puerta pequeña, tanto que para entrar es preciso encorvarse mucho. Allí, tan luego como entraban en aquellas casas algunos de los indios que el Almirante llevaba consigo de la Isabela, cogían lo que querían, y no por esto daban enojo a los dueños, como si todo fuera común. Igualmente, los de aquella tierra, cuando se acercaban a algún cristiano, le quitaban lo que mejor les parecía, creyendo que igualmente había entre nosotros aquella costumbre. Pero, no duró mucho tal engaño, porque. observaron pronto lo contrario. En este viaje pasaron por montes llenos de bellísimas florestas, en las que se veían vides silvestres, árboles de lignáloe, de canela selvática, y otros que llevaban un fruto semejante al higo; el tronco era muy grueso, y las hojas como las del manzano. De estos árboles se dice que sale la escamonea.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LII</p><p><em>Cómo el Almirante fue a la provincia de Cibao, donde encontró las minas de oro y labró el fuerte de Santo Tomás</em></p><p>Viernes, a 14 de Marzo, el Almirante salió del Río de las Cañas, y a legua y media halló otro grande al que llamó Río del Oro, porque al pasarlo recogieron algunos granos de oro. Atravesado este río, con algún trabajo, llegó a un pueblo grande, del que mucha gente se había huído a los montes, y la mayor parte se hizo fuerte en las casas, cerrando las puertas con algunas cañas cruzadas, como si esto fuera una gran defensa para que nadie entrase; porque, según su costumbre, nadie se atreve a entrar por una puerta que así encuentra cerrada; ya que para encerrarse no tienen puertas de madera, ni de otra materia, y les parece que basta con tales cañas. De allí el Almirante fue a otro hermosísimo río llamado Río Verde, cuyas márgenes estaban cubiertas de guijarros redondos y lustrosos. Allí durmió aquella noche.</p><p>Al día siguiente, continuando su camino, pasó por algunos pueblos grandes, cuyos habitantes habían atravesado palos en sus puertas, igual que los otros de quienes hablamos arriba. Como el Almirante y su gente estaban fatigados, se quedaron aquella noche al pie de un áspero monte, al que llamó Puerto del Cibao, porque pasada la montaña comienza la provincia del Cibao, hasta la cual había once leguas desde la primera montaña que habían hallado; la llanura y el camino van siempre en dirección al Sur.</p><p>Al día siguiente, puestos en camino, fueron por una senda en la que con trabajo hubo que pasar a diestro los caballos; desde este lugar mandó algunos mulos a la Isabela, para que trajesen pan y vino, porque ya comenzaban a faltarles los bastimentos, se hacía largo el viaje, y sufrían tanto más por no estar acostumbrados aún a comer los alimentos de los indios, como hacen ahora los que viven y caminan en aquellas partes, quienes encuentran los alimentos de allí, de mejor digestión, y más conformes al clima del país que los que da aquí se llevan, aunque no sean aquéllos de tanta sustancia. Vueltos los que habían ido por socorro de bastimentos, el Almirante, el domingo, 16 de Marzo, pasada dicha montaña, entró en la región del Cibao, que es áspera y peñascosa, llena de pedregales, cubierta de mucha hierba y bañada por muchos ríos en los que se halla oro. Esta región, cuanto más adelante iba, la encontraban más áspera, y muy embarazada por altas montañas, en los arroyos de las cuales se veían arenas de oro; porque, según decía el Almirante, las grandes lluvias lo llevan consigo desde las cumbres de los montes a los ríos en menudos granillos. Esta provincia es tan grande como Portugal, y en toda ella hay muchas minas y mucho oro en los ríos; pero generalmente hay pocos árboles, y éstos se ven por las márgenes de los ríos; en su mayor parte son pinos y palmas de diversas especies.</p><p>Como, según se ha dicho, Hojeda había ya ido por aquel pais, y por él tenían los indios noticia de los cristianos, sucedía que por donde el Almirante pasaba salían los indios a los caminos a recibirlo, con presentes de comidas y con alguna cantidad de granillos de oro recogidos por ellos cuando supieron que aquél había ido por este motivo. El Almirante, viendo que ya estaba a diez y ocho leguas de la Isabela, y que la tierra que dejó a sus espaldas era toda muy quebrada, mandó que se fabricara un fuerte en un sitio muy risueño y seguro, al que llamó la fortaleza de Santo Tomás, a fin de que ésta dominase la tierra de las minas y fuese como refugio de los cristianos que anduvieran en ellas.</p><p>En esta nueva fortaleza puso a Pedro Margarit, hombre de mucha autoridad, con cincuenta y seis hombres, en los que había maestros de todo lo que necesitaba para labrar el edificio, que se hacía de tierra y madera, porque así bastaba para resistir a todos los indios que contra él fuesen. Allí, abriendo la tierra para echar los cimientos, y cortando cierta roca para hacer los fosos, cuando llegaron a dos brazas bajo la peña, encontraron nidos de barro y paja, que en vez de huevos tenían tres o cuatro piedras redondas, tan grandes como una gruesa naranja, que parecían haber sido hechas de intento para artillería, de lo que se maravillaron mucho; en el río que corre a las faldas del monte sobre el cual está la fortaleza, hallaron piedras de diversos colores; algunas de ellas grandes, de mármol finísimo, y otras de puro jaspe.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LIII</p><p><em>Cómo el Almirante volvió a la Isabela y halló que aquella tierra era muy fértil</em></p><p>Luego que el Almirante dispuso lo adecuado a la buena construcción y resistencia de la fortaleza, viernes, 21 de Marzo, tornó a la Isabela. Llegado al río Verde, halló muchos mulos que iban con vituallas; y no pudiendo pasar el río por las muchas lluvias, quedóse allí y mandó a la fortaleza los bastimentos. Después, buscando un vado para pasar aquel río, y también el río de Oro, que es mayor que el Ebro, se detuvo algunos días en algunos pueblos de los indios, comiendo pan de éstos, y ajes, que daban gustosos por poco. Sábado, a 29 de Marzo, llegó a la Isabela, donde ya habían nacido melones buenos de comer, aunque no habían pasado dos meses desde que los sembraron; también nacieron allí cohombros a los veinte días, y una vid silvestre de las del país produjo uvas, luego de cultivada, que eran buenas y grandes.</p><p>Al día siguiente, que fue el 30 de Marzo, un labrador cogió espigas del trigo que sembraron a fin de Enero. También se dieron garbanzos más gruesos de los que se habían sembrado. A los tres días salían de la tierra todas las semillas de las plantas que sembraban, y al vigésimoquinto comían de éstas; de los huesos de los árboles, a los siete días salieron plantas; los sarmientos echaron pámpanos a los siete días, y a los veinticinco después se cogió de ellos agraz. Las cañas de azúcar germinaron en siete días; lo cual procedía de la templanza del aire, bastante análoga a la de nuestro país, pues era más bien fría que caliente. A más de que las aguas de aquellas partes son muy frías, delgadas y sanas.</p><p>Estando el Almirante muy satisfecho de la calidad del aire, de la fertilidad y de la gente de aquella región, el martes, a primero de Abril, vino un mensajero de Santo Tomás, enviado por Pedro Margarit, que allí había quedado por capitán, y llevó nuevas de que los indios del país huían y que un cacique, llamado Caonabó, se preparaba para acometer la fortaleza. Pero el Almirante, que conocía la cobardía de aquellos indios, tuvo en poco tal rumor, especialmente porque confiaba en los caballos, de los cuales temían los indios ser devorados, y por ello era tanto su miedo que no se atrevían a entrar en casa alguna donde hubiera estado un caballo. Sin embargo de esto, el Almirante, por buenos respetos, acordó mandarle más gente y vituallas, pues creía que, pensando ir él a descubrir la tierra firme en tres carabelas que le habían quedado, era bien que dejase allí todas, las cosas muy quietas y seguras. Por lo cual, miércoles, a 2 de Abril, mandó setenta hombres con bastimentos y municiones a dicho castillo; veinticinco de ellos fueron para defensa y escolta, y los otros para que ayudasen en la obra de un nuevo camino, pues eran muy difíciles de atravesar en el primero los vados de los ríos.</p><p>Idos aquellos, mientras los navíos se ponían a punto para ir al nuevo descubrimiento, atendió el Almirante a ordenar las cosas necesarias en la villa que fundaba; dividióla en calles con una cómoda plaza, y procuró llevar allí el río por un ancho canal, para lo que mandó hacer una presa que sirviera también para los molinos; porque, estando la villa a distancia del río casi un tiro de artillería, con dificultad habría podido la gente proveerse de agua en parte tan lejana, mayormente estando aquélla, en su mayor parte, muy débil y fatigada, por la sutileza del aire, que no les probaba bien, por lo que padecían algunas enfermedades, y no tenían más comida ni vituallas que las de Castilla, esto es, bizcocho y vino, por el mal gobierno que los capitanes de las naves habían tenido en ello; y a más de esto, porque en aquel país no se conservan tan bien como en el nuestro. Y aunque en aquellos pueblos tuviesen bastimentos en abundancia, sin embargo, como no estaban acostumbrados a tales comidas, les eran muy nocivas. Por lo que el Almirante estaba resuelto a no dejar en la isla más de trescientos hombres, y mandar los otros a Castilla, pues dicho número, considerada la calidad del país y de los indios, creía ser bastante para tener aquella región tranquila y sujeta a la obediencia y servicio de los Reyes Católicos.</p><p>En tanto, como a la sazón se acababa el bizcocho, y no tenían harina, sino sólo trigo, acordó hacer algunos molinos; pero no se encontró salto de agua para tal efecto sino a distancia de legua y media del pueblo; en cuya obra y en todas las demás, para aguijar a los artesanos, era necesario que el Almirante estuviese presente, porque todos huían del trabajo. Al mismo tiempo decidió enviar toda la gente sana, excepto los oficiales y los artesanos, a la campana, para que, yendo por el país, lo pacificasen, fuesen temidos por los indios y poco a poco se acostumbrasen a las comidas de éstos, porque de día en día faltaban las de Castilla. Mandó por capitán a Hojeda, hasta llegar a Santo Tomás, y allí los entregaría a Pedro Margarit, quien debía ir con ellos por la isla, y Hojeda quedarse por castellano en la fortaleza, pues habíase fatigado el pasado invierno, en descubrir la provincia de Cibao, que en lengua india quiere decir <em>pedregosa</em>.</p><p>Hojeda salió de la Isabela el miércoles, a 9 de Abril, camino de Santo Tomás, con toda la mencionada gente, que pasaban de cuatrocientos hombres, y luego que pasó el Río del Oro, hizo prisionero: al cacique de allí, a un hermano y a un sobrino, los mandó con cadenas al Almirante, e hizo cortar las orejas a un vasallo de aquél en la plaza de su pueblo, porque viniendo de Santo Tomás tres cristianos a la Isabela, dicho cacique les dio cinco indios que pasasen a ellos y sus ropas a la otra parte del río por el vado, y éstos, luego que estuvieron en medio del río con las ropas, se volvieron con ellas a su pueblo; y el cacique, en vez de castigar tal delito, tomó para sí las ropas y no quiso devolverlas. Pero otro cacique, que habitaba más allá del río, confiado en los servicios que había hecho a los cristianos, resolvió ir con los prisioneros a la Isabela e interceder por éstos con el Almirante, quien le hizo buena acogida y mandó que dichos indios, con las manos atadas, en la plaza, fueran con público bando sentenciados a muerte. Viendo esto el buen cacique, obtuvo con muchas lágrimas la vida de aquéllos, quienes prometieron por señas que nunca cometerían algún otro delito. Habiendo el Almirante libertado a todos, llegó un hombre a caballo de Santo Tomás, y dio nueva de que en el pueblo de aquel mismo cacique prisionero había hallado que sus vasallos tenían prisioneros a cinco cristianos que salieron para ir a la Isabela, y que él espantando a los indios con el caballo, los había libertado y hecho huir a más de cuatrocientos de aquéllos, habiendo herido a dos en la persecución; y que, pasado luego a esta parte del río, vio que tornaban contra dichos cristianos, por lo que hizo muestra de acometerles volviendo contra ellos; pero por miedo de su caballo huyeron todos, temiendo que el caballo pasase el río volando.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LIV</p><p><em>Cómo el Almirante dejó bien dispuestas las cosas de la isla y salió a descubrir la de Cuba, creyendo que era tierra firme</em></p><p>Habiendo el Almirante resuelto ir a descubrir tierra firme, instituyó un Consejo que quedaría en su lugar para gobierno de la isla, las personales del cual fueron: don Diego Colón, su hermano, con título de Presidente; el padre fray Boil y Pedro Hernández Coronel, Regentes; Alonso Sánchez de Carvajal, Regidor de Baeza, y Juan de Luján, caballero de Madrid, criado del Rey Católico.</p><p>A fin de que, para mantenimiento de la gente no faltase harina, procuró con mucha diligencia la fábrica de los molinos, aunque las lluvias y la crecida de los ríos fuesen muy contrarias a esto; de cuyas lluvias dice el Almirante proceder la humedad, y de consiguiente la fertilidad de aquella isla, la cual es tan grande y maravillosa que comieron fruta de los árboles en Noviembre, en cuyo tiempo volvían a producirla, de lo cual deduce que dan dos veces fruto al año. Las hierbas y las semillas fructifican y florecen de contiuo. También en todo tiempo hallaban en los árboles nidos de pájaros con huevos y pajarillos. Así como la fertilidad de todas las cosas era grande, se tenían también todos los días nuevas de la gran riqueza de aquel país, porque a diario venía alguno de los que el Almirante había mandado a diversas partes, y traía noticias de minas que se habían descubierto, sin contar con la relación que él tenía de los indios de la gran cantidad de oro que se descubría en varios lugares de la isla.</p><p>Pero el Almirante, no contentándose con todo esto, acordó volver a descubrir por la costa de Cuba, de la que no tenía certeza si era isla o tierra firme. Tomando consigo tres navíos, el jueves, a 24 días de Abril, desplegó al viento las velas, y aquel día fue a dar fondo en Monte Cristo, al Poniente de la Isabela. El viernes fue al puerto de Cuacanagarí, creyendo encontrarle allí; pero éste, apenas había visto los navíos, huyó de miedo, aunque sus vasallos, fingiendo, afirmaban que muy pronto volvería. Pero el Almirante, no queriendo detenerse sin gran motivo, salió el sábado, 25 de Abril, y fue a la isla de la Tortuga, que está seis leguas más al Occidente. Pasó la noche cerca de aquella, con las velas desplegadas, con gran calma y con la mar picada, que volvía de las corrientes. Después, al día siguiente, con Noroeste y las corrientes al Oeste, fue obligado a tornar hacia el Este y surgir en el río Guadalquivir, que está en la misma isla, para esperar un viento que venciese las corrientes; las cuales entonces, y el año pasado en su primer viaje, había encontrado muy recias, en aquellas partes hacia Oriente. De allí, el martes, a 29 del mes, con buen tiempo llegó al puerto de San Nicolás, y desde este lugar fue a la isla de Cuba, la que comenzó a costear por la parte del mediodía; y habiendo navegado una legua más allá del Cabo Fuerte, entró en una gran bahía que llamó Puerto Grande, cuya entrada era profundísima, y la boca de ciento cincuenta pasos. Allí echó las áncoras y tomó algún bastimento de peces asados, y hutias, de las que los indios tenían gran abundancia. Al día siguiente, que fue primero de Mayo, salió de allí navegando a lo largo de la costa, en la que halló comodísimos puertos bellísimos ríos y montañas muy altas; en el mar, desde que dejó la isla de la Tortuga, encontró mucha de aquella hierba que había hallado en el Océano, yendo y al venir a España. Como pasaba cerca de tierra, mucha gente de aquella isla iba en canoas a los navíos, creyendo que los nuestros eran hombres bajados del cielo, llevándoles de su pan, agua y peces, y dándoles todo alegremente, sin demandar cosa alguna. Pero el Almirante, para enviarlos más contentos, ordenó que todo les fuese pagado, dándoles cuentas de vidrio, cascabeles, campanillas y otras cosas parecidas.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LV</p><p><em>Cómo el Almirante descubrió la isla de Jamaica</em></p><p>Sábado, a 3 de Mayo, resolvió el Almirante ir desde Cuba a Jamaica, por no dejarla atrás sin saber si era verdadera la farma del mucho oro que, en todas las otras islas, se afirmaba haber en aquélla; y con buen tiempo, estando a la mitad del camino, la divisó el domingo siguiente. El lunes dio fondo junto a ella, y le pareció la más hermosa de cuantas había visto en las Indias; era tanta la multitud de canoas, grandes y pequeñas, y de gente que iba a los navíos, que parecía maravilla. Después, el día siguiente queriendo explorar los puertos, fue por la costa abajo; y habiendo ido las barcas a sondar las bocas de los puertos, salieron tantas canoas y gente armada para defender la tierra, que fueron los nuestros obligados a tornar a los navíos, no tanto porque hubiesen miedo como por no verse precisados a romper la paz con los indios. Pero considerando luego que demostrándoles temor éstos se llenarían de orgullo y se envalentonarían, volvieron a otro puerto de la isla, que el Almirante llamó Puerto Bueno. Como los indios salieron a rechazarlos con sus lanzas, los de las barcas los castigaron de tal modo con sus ballestas, que, habiendo herido a seis o siete, les obligaron a retirarse. Después que cesó la contienda, llegaron de los lugares vecinos infinitas canoas a las naves, muy pacíficamente, para vender y trocar algunas cosas y bastimentos que llevaban, las que daban por la más pequeña baratija que en cambio les fuese ofrecida. En este puerto, que tiene la forma de una herradura de caballo, se aderezó el navío donde iba el Almirante, porque tenía una grieta y entraba por allí el agua; una vez arreglado, viernes a 9 de Mayo, desplegó velas siguiendo la costa de abajo hacia el Poniente, tan cercano a tierra que le seguían los indios en sus canoas, con deseo de cambiar y tener algunas de nuestras cosas. Como los vientos eran algo contrarios, no podía el Almirante caminar lo que deseaba; hasta que, el martes, a 13 de Mayo, acordó volver a la isla de Cuba, para seguir la costa Sur de ésta, con ánimo de no volver hasta que hubiese navegado 500 o 600 leguas de aquélla, y adquiriese la certeza de si era isla o tierra firme.</p><p>Salido en dicho día de Jamaica, llegó a los navíos un indio muy joven, diciendo que se quería ir a Castilla. En pos de él fueron muchos parientes suyos y otras personas en sus canoas, rogándole con grande instancia que se volviese a la isla; mas no pudieron apartarlo de su resolución; lejos de esto, por no ver las lágrimas y los gemidos de sus hermanas, se fue a lugar donde nadie podía verle. Maravillado el Almirante de la firmeza de este indio, mandó que fuese muy bien tratado.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LVI</p><p><em>Cómo el Almirante volvió desde Jamaica a seguir la costa de Cuba, creyendo todavía que ésta era tierra firme</em></p><p>Después que el Almirante hubo partido de la isla de Jamaica el miércoles, a 14 de Mayo, llegó a un cabo de Cuba, que llamó el Cabo de Santa Cruz; y siguiendo la costa abajo, fue asaltado por muchos truenos y relámpagos terribles, con los cuales, y con los numerosos bajos y canales que hallaba, corrió no leve peligro y pasó gran trabajo, viéndose obligado al mismo tiempo a guardarse y defenderse de todos estos malignos accidentes, que exigían cosas contrarias, porque el remedio contra los truenos es amainar las velas, y para huir de los bajos necesitaba mantenerlas, siendo cierto que si tamaña desventura hubiese durado por ocho o diez leguas habría sido insoportable.</p><p>Era el mayor mal que por todo aquel mar, tanto al Norte como a Nordeste, cuanto más navegaban, había más islillas bajas y llanas; y si bien en algunas de ellas se veían muchos árboles, las demás eran arenosas, que apenas salían de la superficie del agua; y tenían de circuito como una legua, unas más y otras menos. Bien es verdad que cuanto más se acercaban a Cuba, tanto dichas islas eran más altas y más bellas. Como sería difícil y vano dar nombre a cada una de ellas, el Almirante las llamó en general el Jardín de la Reina. Pero si muchas islas vio aquel día, muchas más al siguiente, generalmente mayores que las de otros días, no sólo al Nordeste, sino también al Noroeste y al Sudoeste; tanto que se contaron aquel día 160 islas, a las que separaban canales profundos por donde pasaban los navíos. En algunas de estas islas vieron muchas grullas de la magnitud y figura que las de Castilla, sino que eran rojas como escarlata. En otras hallaron gran copia de tortugas y muchos huevos de éstas, semejantes a los de las gallinas, si bien la cáscara de aquéllos se endurece fuertemente. Estos huevos los ponen las tortugas en un hoyo que hacen en la arena; cúbrenlos y los dejan así hasta que con el calor del sol vengan a salir las tortuguillas, las que, con el tiempo, llegan al tamaño de una rodela, y algunas, como el de una adarga grande. Veíanse igualmente en estas islas cuervos y grullas como los de España, cuervos marinos e infinitos pajarillos que cantaban suavísimamente; el olor del aire era tan suave que les parecía estar entre rosas y las más delicadas fragancias del mundo. Como, según ya hemos dicho, el peligro de la navegación era muy grande, por ser tanto el número de los canales, se necesitaba largo tiempo para hallar la salida. En uno de estos canales vieron una canoa de pescadores indios, los cuales, con mucha seguridad y quietud, sin hacer movimiento alguno, esperaron la barca que iba hacia ellos; y cuando estuvo cerca, hicieron señal de que se detuviese un poco hasta que ellos acabasen de pescar. El modo con que pescan pareció a los nuestros tan nuevo y extraño que accedieron a complacerles. Era de esta manera: tenían atados por la cola, con un hilo delgado, algunos peces que nosotros llamamos revesos, que van al encuentro de los otros peces, y con cierta aspereza que tienen en la cabeza y llega a la mitad del espinazo, se pegan tan fuertemente con el pez más cercano, que, sintiéndolo el indio, tira del hilo y saca al uno y al otro de una vez; así acaeció en una tortuga que vieron los nuestros al sacarla dichos pescadores, al cuello de la cual se había adherido el pez, y siempre se pega éste allí, porque está seguro de que el pez cogido no puede morderle; yo los he visto pegados así a grandísimos tiburones. Después que los indios de la canoa acabaron la pesca de la tortuga y de dos peces que habían cogido antes, muy luego se aproximaron a la barca pacíficamente, para saber qué deseaban los nuestros; y por mandato de los cristianos que allí estaban, fueron con ellos a las naves, donde el Almirante les hizo mucho agasajo, y supo de ellos que por aquellos mares había innumerables islas. Ofrecieron de buen grado cuanto habían, pero el Almirante no quiso que se tomara de ellos más que dicho pez reveso, pues lo demás consistía en redes, anzuelos, y las calabazas que llevaban llenas de agua para beber. Después, dándoles algunas cosillas, les dejó ir muy contentos, y él siguió su camino con propósito de no continuarlo mucho, porque le faltaban ya los bastimentos, pues si los hubiese tenido en abundancia no habría vuelto a España sino por el Oriente; aunque se hallaba muy trabajado, tanto porque comía mal como porque no se había desnudado ni dormido en cama desde el día que salió de España hasta el 19 de Mayo, en cuyo tiempo escribía esto, fuera de ocho noches, por excesiva indisposición; y si en otras ocasiones tuvo mucha fatiga, en este viaje se le redobló, por la innumerable cantidad de islas entre las que navegaba, la cual era tan grande que a 20 de Mayo descubrió setenta y una, con otras muchas que al ponerse el sol vio hacia el Oes-Sudoeste. Cuyas islas y los bajos, no sólo dan grande miedo por su muchedumbre que se ve todo alrededor, sino que pone mayor espanto el que en ellas se produce a la tarde una espesa niebla al Este del cielo, que parece ha de caer una formidable granizada, pues son tantos los relámpagos y los truenos; pero al salir la luna se desvanece todo, resolviéndose alguna parte en lluvia y viento; lo cual es tan ordinario y natural en aquel país que no sólo acontecía todas las tardes mientras el Almirante navegó por allí, sino que yo también lo vi en aquellas islas, el año 1503, viniendo del descubrimiento de Veragua; el viento que sopla ordinariamente de noche es del Norte, porque proviene de la isla de Cuba; cuando sale el sol, se vuelve al Este, y va con el sol hasta que da la vuelta al Occidente.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LVII</p><p><em>Cómo el Almirante hubo grande fatiga y trabajo al navegar entre tan innumerables islas</em></p><p>Prosiguiendo el Almirante su nimbo al Occidente entre numerosas islas, jueves, a 22 de Mayo, llegó a una poco mayor que las otras, a la que puso nombre de Santa Marta, y saliendo a un pueblo que había en ésta, ningún indio quiso esperar ni salir a conversar con los cristianos.</p><p>No se halló en las casas cosa alguna, fuera de peces, de los que se mantienen aquellos indios; y muchos perros, como mastines, que también se alimentan de pescado. Por ello, sin tener conversación con ninguno, y sin ver cosa notable, siguió su camino al Nordeste, entre otras muchas islas, en las que había numerosas grullas rojas como escarlata, papagayos, y otras especies de aves, perros semejantes a los mencionados, e infinita hierba de la que halló en el mar cuando descubrió las Indias. Por tal navegación, entre muchos bancos y tantas islas, se sentía el Almirante muy fatigado; porque a veces era obligado a ir hacia el Occidente, otras al Norte, y otras al Mediodía, según que daba lugar la disposición de los canales; pues, no obstante el aviso y la diligencia que ponía en hacer sondar el fondo, y que hubiese atalayas en la gavia para descubrir el mar, la nave no pocas veces daba en el fondo, sin poderlo evitar, pues había en el contorno innumerables bajos. Por lo cual, navegando siempre de este modo, volvió a tomar tierra en la isla de Cuba, para proveerse de agua, de la que tenía gran penuria; y como por la espesura del paraje donde llegaron no divisaran población alguna, sin embargo, cierto marinero que salió a tierra y anduvo con su ballesta para matar algún pájaro u otro animal en el bosque, halló treinta indios con las armas que usan, a saber, lanzas y unos palos que llevan en lugar de espadas, y que son por ellos denominados macanas. Refirió el marinero que entre estos había visto uno cubierto con una ropa blanca que le llegaba a las rodillas, y dos que la llevaban hasta los pies; los tres, blancos como nosotros, pero que no había llegado a conversar con ellos, porque, temiendo de tanta gente, comenzó a gritar llamando a sus compañeros; los indios huyeron y no volvieron más.</p><p>Aunque al día siguiente el Almirante, para saber lo cierto, mandó ciertos hombres a tierra, no pudieron caminar más de media legua, por la gran espesura de las plantas y de los árboles, y por ser toda aquella costa llena de ciénagas y fangos por espacio de dos leguas desde la orilla hasta donde se veían cerros y montañas; de modo que sólo vieron huellas de pescadores en la playa, y muchas grullas como las de España, si bien de mayor corpulencia. Yendo luego con los navíos hacia Poniente, por espacio de diez leguas, vieron casas en la marina, de las que salieron algunas canoas con agua y cosas que los indios comen, y las llevaron a los cristianos, por los cuales fue todo bien pagado; el Almirante hizo detener a un indio de aquellos diciendo a éste y a los demás por un intérprete, que tan pronto como enseñase el camino y le informara de algunas cosas de aquella región, le dejaría libremente volver a su casa. Quedó el indio muy contento con esto, y dijo al Almirante, como hecho cierto, que Cuba era isla, y que el Rey o cacique de la parte occidental no hablaba con sus vasallos más que por señas, por las que era muy luego obedecido en todo lo que les mandaba; que toda aquella costa era muy baja, llena de muchas islas, lo que se halló ser verdad, pues el día siguiente, que fue 11 de Junio, para ir con los navíos desde un canal a otro más profundo, convino al Almirante hacerlos remolcar con las gúmenas por un banco de arena, donde el agua no tenía una braza de hondura, y su anchura la de dos naos. Acercándose de este modo más a Cuba, vieron tortugas de dos o tres brazas de grandes, y en tanto número que cubrían el mar. Después, al salir el sol, vieron una nube de cuervos marinos, tan numerosas que ofuscaba la luz del día; venían de alta mar, hacia la isla, y de allí a poco bajaron a tierra; también fueron vistas muchas palomas y otras aves de diversas especies; al día siguiente fueron a las naves tantas mariposas que obscurecían el aire y duraron hasta la tarde, que las ahuyentó una copiosa lluvia.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LVIII</p><p><em>Cómo el Almirante navegó hacia la isla Española</em></p><p>Viernes, a 13 de Junio, viendo el Almirante que la costa de Cuba se extendía mucho al Occidente; que su navegación era dificilísima por la innumerable multitud de isletas y bancos que había en todas partes, y que ya le comenzaban a faltar los bastimentos, por lo que no podía continuar el viaje según su propósito, resolvió tornar a la isla Española, a la villa que había dejado en sus comienzos. Para proveerse de agua y de leña se acercó a la isla del Evangelista, que tiene alrededor treinta leguas, y dista 700 leguas del comienzo de la Dominica. Luego que se proveyó de cuanto le hacía falta, enderezó su camino con rumbo al Mediodía, con esperanza de hallar mejor salida por aquella vía; yendo por el canal que le pareció más limpio y menos embarazoso, después de navegar unas cuantas leguas, lo halló cerrado, de lo cual recibió la gente no poco dolor y miedo, viéndose casi del todo cercada, y sin bastimentos ni alivio alguno. Pero como el Almirante era prudente y animoso, vista la debilidad de su gente, dijo con rostro alegre que daba muchas gracias a Dios, porque le constreñía a volver de donde habían llegado; como quiera que si continuasen el viaje por la ruta que tenía intención de seguir, tal vez aconteciese que se viesen intrincados en parte que el remedio sería muy difícil, y en tiempo que ya no tuviesen navíos ni vituallas para volver atrás, lo que entonces podían hacer fácilmente. Así, con mucho consuelo y satisfacción de todos, se encaminaron a la isla del Evangelista, donde antes había tomado agua, y el miércoles, a 25 de Junio, salió de aquélla hacia el Noroeste, con rumbo a ciertas isletas que se veían a cinco leguas de distancia. Pasando algunas leguas más adelante, llegó a un mar tan manchado de verde y blanco que del todo parecía un bajo, si bien tenía dos brazas de fondo; por este caminó siete leguas hasta que halló otro mar blanco como leche, que le causó mucho asombro, siendo como era el agua muy espesa. Este mar deslumbraba a cuantos lo veían, y parecía que todo él era un banco de arena, sin fondo que bastase a los navíos, aunque realmente había allí unas tres brazas de agua. Después que navegó por aquel mar el espacio de cuatro leguas, llegó a otro que era negro como tinta, con cinco brazas de profundidad, y por aquél navegó hasta llegar a Cuba; de donde, siguiendo la vía de Levante, con escasísimos y por canales y bajos de arena, el 30 de Junio, mientras escribía la relación de aquel viaje, dio en el fondo su navío tan fuertemente, que, no pudiendo sacarlo afuera con las áncoras ni con otros ingenios, quiso Dios que fuera sacado por la proa, si bien con bastante daño por los golpes que había dado en le suelo. Salido al fin con el auxilio de Dios, navegó como le permitían el viento y los bajos, siempre por un mar muy blanco con dos brazas de fondo, que no crecía, ni menguaba sino cuando se acercaba mucho a uno de dichos bancos, donde carecía de bastante fondo. A más de este impedimento, todos los días, a la puesta del sol, le molestaban diversas lluvias que se engendran en aquellas montañas de las lagunas que hay junto al mar; por dichas lluvias padeció grande incomodidad y molestia, hasta que de nuevo se acercó por Oriente a la isla de Cuba, donde había estado en su primer camino. Allí, lo mismo que en su anterior venida, salía un olor como de flores de grandísima suavidad.</p><p>El 7 de Julio bajó a oír misa en tierra, donde se le acercó un cacique viejo, señor de aquella provincia, el cual estuvo muy atento a la misa; y acabada ésta, por señas y como mejor pudo, dijo que era cosa muy laudable dar gracias a Dios, porque el alma, siendo buena, irá al cielo; el cuerpo quedará en la tierra; y las almas de los malos bajarán al infierno. Entre otras cosas dijo que había estado en la isla Española, donde conocía los indios principales; también en Jamaica; que había andado no poco por el Occidente de Cuba, y que el cacique de aquella región vestía como sacerdote.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LIX</p><p><em>De la grande hambre y los trabajos que padeció el Almirante con los suyos, y cómo volvió a Jamaica</em></p><p>Salido de este paraje, el Almirante, a 16 de Julio, acompañado de muy terribles lluvias y de vientos, llegó cerca del Cabo de la Cruz en Cuba, donde de improviso fue embestido por un aguacero tan recio y molesto, y con tantos chaparrones que le pusieron el bordo debajo del agua. Pero, quiso Dios que pudiesen amainar las velas y dar fondo con todas las mejores áncoras; como quiera que el agua que entraba en el navío por el plan era tanta que los marineros no podían sacarla con las bombas, especialmente por hallarse todos muy angustiados y fatigados por la escasez de bastimento, pues no comían más que una libra de bizcocho podrido cada uno en todo el día, y un cuartillo de vino; y si, por ventura, mataban algún pez, no lo podían conservar de un día para otro, por ser en aquellas partes las vituallas poco sustanciosas y ligeras, y porque el tiempo allí se inclina más al calor que en nuestros países. Como la penuria de alimentos era común a todos, escribe acerca de esto el Almirante en su Itinerario: «Yo estoy también a la misma ración; plega a Nuestro Señor que sea para su servicio, porque, por lo que a mí toca, no me pornía más a tantas penas e peligros, que no hay día que no vea que llegamos todos a dar por tragada nuestra muerte».</p><p>Con tal necesidad y peligro llegó al Cabo de la Cruz el 18 de Julio, donde fue recibido amigablemente por los indios. Estos le llevaron mucho cazabí, que así se llama su pan, el cual hacen con raspaduras de ciertas raíces; muchos peces, gran cantidad de fruta, y otras cosas de que ellos se alimentan. Después, no hallando viento próspero para ir a la Española, martes, a 22 de Julio, pasó a Jamaica, donde navegó por la costa abajo con rumbo a Occidente, cercano a la tierra, que era bellísima, y de gran fertilidad. Tenía excelentes puertos de legua en legua, y toda la costa llena de pueblos, cuyos moradores seguían a las naves en sus canoas, llevando los bastimentos que utilizan, que fueron apreciados por los cristianos mucho más que cuantos habían gustado en las otras islas. El cielo, la disposición del aire y el clima eran del todo lo mismo que en los demás países; porque en esta parte occidental de Jamaica todos los días, al atardecer, se formaba un nubarrón con lluvia, que duraba una hora más o menos; lo cual dice el Almirante que lo atribuía a las grandes selvas y árboles de este país y haber hallado por experiencia que esto ocurría también antes en las islas de Canaria, de Madera y de los Azores; mientras que ahora, que se han talado las muchas selvas y los árboles que las embarazaban, no se forman tantas nubes y lluvias como se engendraban antes.</p><p>De este modo venia navegando el Almirante, aunque siempre con viento contrario, que le obligaba a resguardarse todas las tardes con la tierra, la cual se le mostraba tan verde, amena, fructuosa, llena de bastimentos y tan poblada que juzgó no ser aventajada por ninguna otra; especialmente junto a un canal que llamó de las Vacas, por haber allí nueve isletas cercanas a tierra, la que dice ser tan alta como cualquier otra de las que había visto; y creía que llegaba más arriba del aire donde se producen las tempestades; no obstante, es toda ella muy poblada, y de gran fertilidad y belleza. Juzgaba que esta isla tendría en circuito unas 800 millas, si bien cuando luego descubrió toda, no le dio más que veinte leguas de anchura y cincuenta de longitud. Enamorado de la hermosura de ésta, le entró el deseo de quedarse allí para conocer particularmente la calidad del país; mas la penuria de las vituallas, que ya hemos mencionado, y la mucha agua que entraba en las naves, se lo impidieron. Por esto, luego que hubo un poco de buen tiempo, caminó al Este, tan felizmente que el martes, a 19 de Agosto, perdió aquella isla de vista y siguió derecho su viaje a la Española. Al cabo más oriental de Jamaica, en la costa del Mediodía, llamó Cabo del Farol.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LX</p><p><em>Cómo el Almirante descubrió 1a parte meridional de la isla Española, hasta que volvió por Oriente a la villa de la Navidad</em></p><p>Miércoles, a 20 de Agosto, el Almirante divisó la parte occidental de la Española, a la que dio el nombre de Cabo de San Miguel, que distaba de la punta oriental de Jamaica treinta leguas, aunque hoy, por ignorancia de los marinos, es llamado Cabo del Tiburón. En este Cabo, el sábado a 12 de Agosto, fue a los navíos un cacique que llamaba al Almirante por su nombre, y decía otras cosas; de lo que se entendió que aquella tierra era la misma que la Española.</p><p>A fin de Agosto surgió en una isleta a la que llamó Alto Velo, y por haber perdido de vista los otros dos navíos de su escuadra mandó bajar alguna gente en aquella isleta, desde la cual, por ser muy alta, se podía descubrir por todas partes a gran distancia; mas no vieron alguno de los suyos. Volviendo a embarcarse mataron ocho lobos marinos; cogieron también muchas palomas, y otras aves, porque no estando habitada aquella isleta, ni los animales acostumbrados a ver hombres, se dejaban matar a palos.</p><p>Lo mismo hicieron en los dos días siguientes, esperando los navíos que desde el viernes pasado iban perdidos, hasta que al cabo de seis días volvieron éstos, y los tres juntos fueron a la isla de la Beata, que dista doce leguas al Este de Alto Velo. Allí pasaron frente a una amena llanura, distante una milla del mar, tan poblada que parecía un solo lugar largo de una legua, en cuya llanura se veía un lago de tres leguas de oriente a occidente. Allí, teniendo la gente del país noticia de los cristianos, fueron en sus canoas a las carabelas, dando cuenta de que habían llegado algunos cristianos de los de la villa Isabela, y que todos estaban bien; de cuya noticia el Almirante se alegró mucho; y para que éstos supieran lo mismo de su salud y de los suyos, y de su regreso, cuando estaba más al oriente envió nueve hombres que atravesasen la isla y pasasen por la fortaleza de Santo Tomás y la de la Magdalena, hasta la Isabela. El, con sus tres navíos, continuando por la costa hacia el oriente, mandó las barcas para coger agua en una playa donde se veía un grande pueblo. Los indios salieron contra los españoles, armados de arcos y saetas envenenadas, y con cuerdas en las manos, haciendo señas de que con éstas atarían y prenderían a los cristianos; pero llegadas ya las barcas a tierra, los indios dejaron las armas y se ofrecieron a llevar pan, agua y todo lo que tenían; y preguntaban en su lengua por el Almirante.</p><p>Salidos de allí, siguiendo su camino, vieron en el mar un pez grande como una ballena, que. tenía en el cuello una gran concha semejante a la de una tortuga, y llevaba fuera del agua la cabeza, tan grande como un tonel; tenía la cola como de atún, muy larga, con dos alas grandes a los costados. Viendo semejante pez, y por otras señales, conoció el Almirante que el tiempo estaba de mudanza, y fue buscando algún puerto donde recogerse. A 15 de Septiembre Dios le concedió ver una isla que está en la parte meridional de la Española, y cercana a ésta, que los indios llamaban Adamaney; con gran tormenta dio fondo en el canal que hay entre ésta y la Española, cerca de una islilla que está entre las dos; donde aquella noche vio el eclipse de la luna, del cual dice que la diferencia, entre Cádiz y aquel paraje donde estaba, era de cinco horas y veintitrés minutos. Por tal motivo creo que durase tanto el mal tiempo, pues hasta el 20 del mes fue obligado a permanecer en el mismo puerto, no sin temor de los otros navíos que no habían podido entrar; pero quiso Dios salvarlos.</p><p>Luego que estuvieron reunidos, a 24 de Septiembre, navegaron hasta la parte más oriental de la Española, y de allí pasaron a una isla que está entre la Española y San Juan, llamada por los indios Amona. Desde esta isla en adelante no continuó el Almirante apuntando en su diario la navegación que hacía, ni dice cómo volvió a la Isabela, sino solamente que, habiendo ido desde la isla de Mona a San Juan, por las grandes fatigas pasadas, por su debilidad y por la escasez del alimento, le asaltó una enfermedad muy grave entre fiebre pestilencial y modorra, la cual casi de repente le privó de la vista, de los otros sentidos y del conocimiento. Por esto, la tripulación de los navíos acordó abandonar la empresa que se hacía de descubrir todas las islas de los Caribes, y volverse a la Isabela, donde llegaron a los cinco días, que fue a 29 de Septiembre. Allí quiso Dios devolver la salud al Almirante, bien que la enfermedad le duró más de cinco meses. El motivo de ésta se atribuyó a los trabajos pasados en aquel viaje y a la gran debilidad que sentía, porque había pasado alguna vez ocho días sin dormir más que tres horas; cosa que parece imposible, si él en sus escritos no diese de ello testimonio.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo LXI</p><p><em>Cómo el Almirante sometió la isla Española y lo que dispuso para sacar de ella utilidad</em></p><p>Vuelto el Almirante de su exploración de Cuba y de Jamaica, encontró en la Española a su hermano Bartolomé Colón, que había ido a tratar con el Rey de Inglaterra acerca del descubrimiento de las Indias, como antes hemos referido. Este, volviendo a Castilla con las capitulaciones que le concedió aquél, supo en París por el Rey Carlos de Francia cómo su hermano el Almirante había ya descubierto las Indias, por lo que dicho Rey le dio cien escudos para hacer su viaje. Y aunque con tal noticia se apresuró mucho para encontrar al Almirante en España, cuando llegó a Sevilla ya había partido éste a las Indias con diez y siete navíos. De modo que para cumplir cuanto éste le había encargado, muy luego, a principios del año 1494, fue a los Reyes Católicos llevando consigo a D. Diego Colón, hermano mío, y a mí, para que sirviesemos de pajes al serenísimo Príncipe D. Juan, que esté en gloria, como lo había mandado la Reina Católica Isabel, que a la sazón estaba en Valladolid. Tan pronto como nosotros llegamos, los Reyes llamaron a D. Bartolomé y le mandaron a la Española con tres navíos. Allí sirvió algunos años, como parece por una memoria suya que encontré entre sus escrituras, donde dice estas palabras: «Yo serví de Capitán desde el 14 de Abril del 94 hasta 12 de Marzo del 96, que salió el Almirante para Castilla; entonces comencé a servir de gobernador hasta el 28 de Agosto del año de 98, que el Almirante fue al descubrimiento de Paria, en cuyo tiempo volví a servir de Capitán hasta el 11 de Diciembre del año 1500, que torné a Castilla.»</p><p>Pero volviendo al Almirante, que regresaba de Cuba, diremos que, habiendo hallado a su hermano en la Española, le nombró Adelantado o gobernador de las Indias. Después hubo sobre esto alguna discusión, porque los Reyes Católicos decían que no se le había concedido al Almirante potestad para dar tal cargo. Para zanjar estas diferencias Sus Altezas se lo concedieron de nuevo, y así, en lo sucesivo, fue llamado Adelantado de las Indias. Con la ayuda y consejos de su hermano el Almirante descansó desde entonces y vivió con mucha quietud, aunque de otra parte fuese fatigado, tanto con motivo de su enfermedad como también porque casi todos los indios de la tierra se habían sublevado por culpa de Pedro Margarit, de que arriba hicimos mención. Este, siendo obligado a considerar y respetar al que, cuando partió para Cuba, le había hecho Capitán de 360 soldados y 14 jinetes, para que con éstos recorriese la isla reduciéndola al servicio de los Reyes Católicos, y a la obediencia de los cristianos, especialmente la provincia de Cibao, de la que se esperaba la principal utilidad, hizo todo lo contrario; pues apenas se marchó el Almirante, fuése con toda aquella gente a la Vega Real, distante diez leguas de la Isabela, y no quiso recorrer y pacificar la isla; antes bien, fue ocasión de que naciesen discordias y parcialidades en la Isabela, procurando y maquinando que los del Consejo instituido por el Almirante le obedeciesen en todas sus órdenes, y mandóles cartas muy desenvueltas; hasta que viendo que no podía salir con su empeño de hacerse superior a todos, por no esperar al Almirante, a quien habría de dar cuenta de su cargo, se embarcó en los primeros navíos que llegaron de Castilla, y se volvió con éstos sin dar justificación, ni dejar orden alguna acerca de la gente que le estaba encomendada. De la ida de mosén Pedro Margarit provino que cada uno se fuese entre los indios por do quiso, robándoles la hacienda y tomándoles las mujeres y haciéndoles tales desaguisados, que se atrevieron los indios a tomar venganza en los que tomaban solos o desmandados; por manera que el cacique de la Magdalena, llamado Guatigana mató diez cristianos y secretamente mandó prender fuego a una casa donde había cuarenta enfermos. Vuelto el Almirante, fue aquél castigado con severidad, porque si bien no se le pudo echar mano, fueron apresados algunos de sus vasallos y mandados a Castilla en cuatro navíos que Antonio de Torres llevó a 24 de Febrero del año 1495. Igualmente fueron castigados otros seis o siete que en diversos lugares de la isla habían hecho daño a los cristianos; es verdad que los caciques habían matado a muchos, pero aún habrían dado muerte a muchos más si el Almirante no llegase a tiempo de ponerles algún freno. Este encontró la isla en tan mal estado que «los más cristianos cometían mil excesos, por lo cual los indios los tenían entrañable odio y rehusaban de venir a su obediencia». El que los Reyes o caciques estuviesen conformes en su propósito de no obedecer a los cristianos, era muy fácil de conseguir, porque, según hemos dicho, eran cuatro los principales bajo cuya voluntad y dominio vivían los otros. Los nombres de éstos eran Caonabó, Guacanagarí, Beechío y Guarionex. Cada uno de ellos tenía a sus órdenes otros setenta u ochenta caciques, no porque éstos les diesen tributo ni otra utilidad, sino porque estaban obligados, cuando se les llamase, a ayudarles en sus guerras y a sembrarles sus campos. Uno de éstos, llamado Guacanagarí, señor de la región de la isla donde estaba fundada la villa de la Navidad, perseveraba en la amistad de los cristianos, por lo que, tan luego como supo la venida del Almirante, fue a visitarlo diciendo que no había intervenido ni en el propósito, ni en ayuda de los otros caciques; y que de ello daba testimonio la benevolencia con que en su país habían sido tratados los cristianos, pues siempre tuvo un centenar de éstos bien servidos y provistos de todo aquello en que le era posible complacerles, por cuyo motivo los otros caciques le eran contrarios, especialmente Beechío, que le había matado una mujer; Caonabó le había robado otra; por lo que suplicaba que se la hiciese restituir, y le ayudase en la venganza de sus injurias. Así resolvió el Almirante hacerlo, creyendo ser verdad lo que le decía, pues lloraba cuantas veces recordaba la muerte de aquellos que habían perecido en la Navidad, como si fuesen hermanos suyos; y tanto más se dispuso a esto el Almirante, por considerar que con la discordia entre los caciques podría más fácilmente sojuzgar aquel país, y castigar la rebelión de los otros indios y la muerte de los cristianos. Por lo cual, a 24 de Marzo de 1495 salió de la Isabela dispuesto para la guerra. En su ayuda y compañía llevó al mencionado Guacanagarí, muy deseoso de oprimir a sus enemigos, aunque parecía empresa muy difícil, puestos éstos eran más de cien mil indios, y sólo llevaba consigo el Almirante doscientos cristianos, veinte caballos y otros tantos perros lebreles. Pero conociendo el Almirante la naturaleza y condición de los indios, dividió el ejército con su hermano el Adelantado, a dos jornadas largas de la Isabela, para embestir por diversas partes a la muchedumbre esparcida por los campos, pensando que el miedo de sentir el estruendo por varios lados los pondría más que nada en fuga, como lo demostró claramente el efecto; porque habiendo los escuadrones de soldados de las dos bandas acometido la muchedumbre de los indios, cuando se había comenzado a romper con los tiros de las ballestas y los arcabuces, para que no volvieran a juntarse, los acometieron impetuosamente, «que dieron los caballos por una parte, y los lebreles por otra, y todos, siguiendo y matando, hicieron tal estrago que en breve fue Dios servido tuviesen los nuestros tal victoria, que siendo muchos muertos, y otros presos y destruidos», y cogido vivo Caonabó, el principal cacique de todos ellos, juntamente con sus hijos y sus mujeres. Después confesó Caoriabó haber muerto a veinte de los cristianos que habían quedado con Arana en la villa de la Navidad, cuando el viaje primero que fueron descubiertas las Indias; y que después, bajo color de amistad, había ido apresuradamente a ver la villa de la Isabela, con el designio, que fue conocido por los nuestros, de observar cómo mejor podría combatirla y hacer lo mismo que había hecho antes en la Navidad. De todas estas cosas, ya referidas por otros, el Almirante tenía plena información, de tal modo que para castigarle de aquel delito y de esta segunda rebelión y junta de indios, había salido contra él; habiéndolo hecho prisionero con un hermano suyo, los envió a España porque no quiso ajusticiar a un tan gran personaje sin que lo supiesen los Reyes Católicos, pues bastaba haber castigado a muchos de los culpables. Con la prisión de éstos y con la victoria obtenida, sucedieron las cosas de los cristianos tan prósperamente que, no siendo más de seiscientos treinta, la mayor parte enfermos, y muchas mujeres y muchachos, en espacio de un ano que el Almirante recorrió la isla, sin tener que desenvainar la espada, la puso en tal obediencia y quietud que todos prometieron tributo a los Reyes Católicos cada tres meses, a saber: de los que habitan en Cibao, donde estaban las minas de oro, pagaría toda persona mayor de catorce años un cascabel grande lleno de oro en polvo; todos los demás, veinticinco libras de algodón cada uno; y para saber quién debía pagar ese tributo se mandó hacer una medalla de latón o de cobre, que se diese a cada uno cuando la paga, y la llevase al cuello, a fin de que quien fuese encontrado sin ella se supiese que no había pagado y se le castigase con alguna pena. No hay duda de que esta orden habría tenido su efecto si no sucediesen después entre los cristianos algunas alteraciones que más adelante referiremos; porque después de la prisión de Caonabó quedó aquella región tan pacífica que en adelante un solo cristiano iba seguramente donde quería, y los mismos indios lo conducían en hombros a donde le agradaba, le mismo que en postas; lo cual el Almirante no reconocía venir sino de Dios y de la buena suerte de los Reyes Católicos, considerando que de otro modo hubiera sido imposible que doscientos hombres medio enfermos y mal armados fuesen bastantes para vencer a tanta muchedumbre, la cual quiso poner bajo su mano la Divina Providencia; pero también les dio gran penuria de bastimentos, y varias graves enfermedades que los redujeron a una tercera parte de los que eran antes, para que resultase más claro que de su alta mano y voluntad procedían tan maravillosas victorias y dominaciones de pueblos, y no de nuestras fuerzas o ingenios, o de la cobardía de los indios, pues aunque los nuestros hubieran sido muy superiores, era cierto que la muchedumbre de los indios hubiera podido suplir a cualquiera ventaja de los nuestros.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo LXII</p><p><em>De algunas cosas que se vieron en la isla Española, y de las costumbres, ceremonias y religión de los indios</em></p><p>Habiéndose pacificado la gente de aquella isla, y tratando seguramente con los nuestros, túvose conocimiento de muchas cosas y secretos del país, especialmente dónde había minas de cobre, de zafiros, de ámbar y brasil, ébano, incienso, cedros, muchas gomas finas y especiería de varios géneros, aunque salvajes, que bien cultivadas podían llegar a perfección, como la canela fina de color, aunque amarga de sabor; jenjibre, pimienta, diversas especies de moreras para la seda, que todo el año tienen hojas, y muchos otros árboles y plantas útiles de que los nuestros no tenían conocimiento alguno. Supieron también los nuestros muchas noticias relativas a las costumbres de los indios, que me parecen dignas de referirlas, copiaré aqui las mismas palabras del Almirante como las dejó escritas: «Idolatría u otra secta no he podido averiguar en ellos, aunque todos sus reyes, que son muchos, tanto en la Española como en las demás islas, y en tierra firme, tienen una casa para cada uno, separada del pueblo, en la que no hay más que algunas imágenes de madera hechas en relieve, a las que llaman cemíes. En aquella casa no se trabaja para más efecto que para el servicio de los cerníes, con cierta ceremonia y oración que ellos hacen allí, como nosotros en las iglesias. En esta casa tienen una mesa bien labrada, de forma redonda, como un tajador, en la que hay algunos polvos que ellos ponen en la cabeza de dichos cerníes con cierta ceremonia; después, con una caña de dos ramos que se meten en la nariz, aspiran este polvo. Las palabras que dicen no las sabe ninguno de los nuestros. Con estos polvos se ponen fuera de tino, delirando como borrachos. Ponen un nombre a dicha estatua; yo creo que será el del padre, del abuelo o de los dos, porque tienen más de una, y otros más de diez, en memoria, como ya he dicho, de alguno de sus antecesores. He notado que alaban a una más que a otra, y he visto tener más devoción y hacer más reverencia a unas que a otras, como nosotros en las procesiones cuando es menester; y se alaban los caciques y los pueblos de tener mejor cemí, los unos, que los otros. Cuando van éstos a su cemí, y entran en la casa donde está, se guardan de los cristianos, y no les dejan entrar en ella, antes, si tienen sospecha de su venida, cogen el cemí o cemíes y los esconden en los bosques, por miedo de que se los quiten; aún es más de reír el que tengan la costumbre de robarse unos a otros el cemí. Sucedió en una ocasión que teniendo recelo de nosotros, entraron los cristianos con ellos en la dicha casa, y de súbito el cemí gritó fuerte y habló en su lengua, por lo que se descubrió que era fabricado con artificio, porque siendo hueco, tenía en la parte inferior acomodada una cervatana o trompa que iba a un lado oscuro de la casa, cubierto de follaje, donde había una persona que hablaba lo que el cacique quería que dijese, cuanto se puede hablar con una cervatana.</p><p>Por lo que los nuestros, sospechando lo que podía ser, dieron con el pie al cemí y hallaron lo que hemos contado. El cacique, viendo que habíamos descubierto aquello, les rogó con gran instancia que no dijesen cosa alguna a los indios sus vasallos, ni a otros, porque con aquella astucia tenían a todos a su obediencia. De esto podemos decir que hay algún color de idolatría, al menos en aquellos que no saben el secreto y el engaño de sus caciques, pues creen que el que habla es el cemí, y todos en general son engañados. Sólo el cacique es sabedor y encubridor de tan falsa credulidad, por medio de la cual saca de sus pueblos todos los tributos que quiere.</p><p>Igualmente, la mayor parte de los caciques tienen tres piedras, a las cuales, ellos y sus pueblos muestran gran devoción. La una, dicen que es buena para los cereales y las legumbres que han sembrado; la otra, para parir las mujeres sin dolor, y la tercera, para el agua y el sol, cuando hacen falta. Envié a Vuestra Alteza tres de estas piedras con Antonio de Torres, y otras tres las llevaré yo. Asimismo, cuando estos indios mueren, les hacen sus exequias de diversos modos; la manera de sepultar a sus caciques es la siguiente: abren el cadáver del cacique y lo secan al fuego para que se conserve entero; de los otros, solamente toman la cabeza; a otros los sepultan en una gruta y ponen encima de la cabeza pan y una calabaza llena de agua. Otros, los queman en la casa donde muere, y cuando los ven en el último extremo, antes de que mueran los estrangulan; esto se hace con los caciques. A unos los echan fuera de casa; a otros los echan en una hamaca que es un lecho de red, les ponen agua y pan al lado de la cabeza, los dejan solos y no vuelven a verlos más. Algunos, cuando están gravemente enfermos, los llevan al cacique; éste dice si deben estrangularlos o no, y hacen lo que manda. He trabajado mucho por saber lo que creen y saben acerca de dónde van los muertos, especialmente de Caonabó, que era el rey principal de la isla Española, hombre de edad, de gran saber y de agudísimo ingenio; éste y otros respondían que van a cierto valle, que cada cacique principal cree estar en su país, y afirman que allí encuentran a sus padres y a sus antecesores; que comen, tienen mujeres y se dan a placeres y solaces, como más copiosamente se contiene en la siguiente escritura, en la que yo encargué a cierto Fr. Ramón, que sabía la lengua de aquéllos, que recogiese todos sus ritos y sus antigüedades; aunque, son tantas las fábulas, que no se puede sacar algún provecho, sino que todos los indios tienen cierto natural respeto al futuro y creen en la inmortalidad de nuestras almas.</p><p>&nbsp;</p>
contexto
<p>CapÍtulo LXXIX</p><p><em>Cómo estos capitanes hallaron al Almirante en Santo Domingo</em></p><p>Llegados a Santo Domingo los capitanes y las naves que volvían de Xaraguá, hallaron al Almirante, que había regresado de Tierra Firme. El cual, con plena información del estado de los rebeldes, habiendo visto los procesos que el Adelantado instruyó contra aquéllos, aunque le constaba que era cierto el delito y digno de severo castigo, le pareció conveniente tomar nueva información y formar otro proceso, para avisar a los Reyes Católicos de lo que acontecía. Acordó también usar en aquello la templanza que pudiese, de manera que con habilidad fuesen reducidos a la obediencia. Por lo cual, y para que ni unos ni otros pudieran quejarse de él, ni decir que los tenía allí a la fuerza, mandó, a 22 de Septiembre, que se echase un bando en nombre de los Reyes Católicos, prometiéndoles pasaje y vituallas. Además, noticioso de que Roldán, con parte de su gente, iba a Santo Domingo, mandó a Miguel Ballester, alcaide de la Concepción, que guardase bien aquel pueblo, y la fortaleza; que si iba Roldán por allí, le dijese, en su nombre, que él había recibido gran pena de sus trabajos y de todas las cosas pasadas, y no quería que se hablase más de ello, por lo que daba perdón general, y le rogaba que fuese luego donde estaba el Almirante, sin miedo alguno, para que, con su parecer, se proveyese en lo tocante al servicio de los Reyes Católicos; y si le parecía que necesitaba algún salvoconducto, se lo mandaría como le fuese pedido. A esto respondió Ballester, a 24 de Septiembre, que tenía nuevas ciertas de que el día antes había llegado Riquelme a la villa del Bonao, y que Adrián y Roldán, que eran los principales, se juntarían siete u ocho días después, en cuyo tiempo y lugar los podía apresar, como lo hizo. Porque habiendo hablado con ellos conforme a la comisión que se le dio, los halló muy endurecidos y desvergonzados, diciendo Roldan que no había ido para concertar un acuerdo, porque no querían, ni habían necesidad de paz, pues tenían al Almirante y a su estado en la mano, para sustentarlo o destruirlo, como quisiesen; que no hablase de pactos o de acuerdo hasta tanto que les enviasen todos los indios apresados en el asedio de la Concepción, pues el reunirse había sido por servir al Rey, y favorecerle, estando todos seguros bajo la palabra del Adelantado. Dijo también otras cosas en demostración de no querer concierto alguno si no fuese con gran provecho suyo. Para firmarlo, y para tratar de ello, pedía que el Almirante enviase a Carvajal, pues no quería tratar con los demás, y sí con éste, por ser hombre que se ponía en razón, y muy prudente, como lo había demostrado cuando llegaron a Xaraguá los tres navíos que hemos dicho. Esta respuesta motivó que el Almirante concibiese alguna sospecha de Carvajal, y no sin graves causas. La primera, porque antes que Carvajal llegase a Xaraguá, donde estaban entonces los rebeldes, habían escrito muchas veces y enviado mensajeros a los amigos que estaban con el Adelantado, diciéndoles que llegado el Almirante, irían a ponerse en sus manos, rogándoles que fuesen buenos mediadores para aplacarlo. La segunda razón fue, que si hicieron esto luego que supieron haber llegado dos naves en socorro del Adelantado, con más razón lo habrían hecho cuando supieron la venida del Almirante, si no lo impidiese la mucha conversación que Carvajal había tenido con ellos. La tercera, porque si hubiese hecho lo que debía, pudo detener, en su carabela, presos, a Roldán y a los principales de su compañía, que estuvieron dos días con Carvajal, sin seguro alguno. La cuarta, porque sabiendo, como lo sabían bien, que eran rebeldes, no les debió consentir que comprasen en los navíos cincuenta y cuatro espadas y cuarenta ballestas que habían adquirido. La quinta, porque habiendo indicios de que la gente que con Juan Antonio había salido a tierra para ir a Santo Domingo, tenía propósito de unirse a los rebeldes, no debió dejarles bajar, y cuando ya supo que se habían pasado a ellos, debió estar más solícito en recuperarlos. La sexta, porque iba divulgando que había ido a las Indias como compañero del Almirante, y que sin él no se hiciese cosa alguna, por temor que había en Castilla de que el Almirante cometiese alguna falta. La séptima, porque Roldán había escrito al Almirante por medio de Carvajal, que por consejo de éste había ido con su gente a Santo Domingo, para estar más cerca, al tratar de un acuerdo, cuando el Almirante hubiese llegado a la Española; y no conformándose, luego que se juntaron, los hechos, con su carta, parecía más bien que le había indicado ir allí para que si el Almirante tarde, o no llegara, pudiese, como compañero del Almirante, y Roldán como alcalde, gobernar la isla a despecho del Adelantado. La octava, porque después que los otros dos capitanes fueron por mar con las tres caravelas, y él por tierra a Santo Domingo, los rebeldes mandaron en su guardia y compañía uno de los principales, llamado Gámez, que estuvo dos días y dos noches con él en su navío, y le acompañó hasta seis leguas de Santo Domingo. La nona, porque escribía a los rebeldes cuando fueron al Bonaos. La décima y última, porque a más de que los rebeldes no quisieron tratar un acuerdo con nadie más que con él, todos decían a una voz que si hubiera hecho falta, le habrían elegido por su capitán. Pero considerando el Almirante, de otro lado, que Carvajal era prudente, sabio y noble, y que cada una de las sospechas mencionadas podía tener explicación, y no ser verdadero lo que le habían dicho, reputándolo persona que no haría cosa indebida, deseoso de apagar aquel fuego, resolvió consultar con todos los principales que estaban con él la respuesta que convenía dar a Roldán, para resolver lo que acerca de esto debía hacerse. Estando todos de acuerdo, mandó a Carvajal, junto con el alcaide Ballester, para que negociasen el ajuste.</p><p>Pero no sacaron más de Roldán sino que, pues no llevaban los indios que él demandó, no hablasen en modo alguno de acuerdos. A cuyas palabras satisfizo con su prudencia Carvajal, e hizo a todos tan buen razonamiento que movió a Roldán y tres o cuatro de los principales, a ir a ver al Almirante y firmar con él un convenio. Pero como esto desagradara mucho a los otros rebeldes, mientras que Roldán y los otros montaban a caballo para ir con Carvajal a estar con el Almirante, los acometieron, diciendo que en modo alguno querían que fuesen donde iban, y que si algún acuerdo se ajustaba, fuese por escrito, para que todos tuviesen parte en lo que se negociase. Así que, después de pasar algunos días, Roldán escribió al Almirante, a 15 de Octubre, de conformidad con todos los suyos, una carta en que achacaba al Adelantado la causa y culpa de la discordia, diciendo al Almirante que, pues no les había dado seguro, por escrito, para ir a darle cuenta de lo sucedido, habían resuelto notificarle por escrito las condiciones del ajuste que pedían, que eran el premio de las obras que llevaban hechas, como se verá más adelante. Pero, aunque lo que pedían era exorbitante y desvergonzado, el día siguiente escribió Ballester al Almirante, alabando mucho la eficacia del razonamiento de Carvajal, y que, pues éste no había podido apartar aquella gente de sus malvados propósitos, nada bastaría que no fuese concederles lo que pedían, porque los veía tan animoso que estaban ciertos de que se pasarían a ellos la mayor parte de los que estaban con Su Señoría ilustrísima; y aunque tuviese confianza en sus criados y la gente de honra que estaba con él, no eran bastante contra tantos, que cada día crecían en número con otros que se les agregaban.</p><p>Ya el Almirante había conocido esto por experiencia, cuando Roldán estaba cerca de Santo Domingo, pues hizo muestra de la gente que pelearía, si fuese necesario, y notó que, fingiéndose unos cojos y otros enfermos, no se hallaron más de setenta hombres entre los cuales apenas había cuarenta de quienes fiarse. Por esto, al día siguiente, que fue a 18 de Octubre del mismo año de 1498, Roldán y los principales que fueron con él a ver al Almirante, le enviaron una carta firmada de ellos, diciendo que por asegurar la vida se habían separado del Adelantado, que andaba buscando modos y caminos de matarlos; y que siendo servidores de Su Señoría ilustrísima, cuya venida esperaban como de sujeto de que recibirían en servicio lo que habían hecho por su deber, pues impidieron a la gente hacer daño y perjudicar en las cosas de Su Señoría, como pudieran, sin dificultad; pero después que había llegado, lejos de agradecerlo, seguía en procurarse la venganza y causarles daños; así que, por hacer con honra lo que habían determinado, y tener libertad de cumplirlo, se quitaban de su compañía y su servicio.</p><p>Antes que esta carta se entregase al Almirante, había ya respondido a Roldán por medio de Carvajal, enviado para ello, refiriendo la confianza que siempre puso en aquél, y la buena relación que de su persona hizo a los Reyes Católicos; añadía que el no haberle escrito era por temor de algún inconveniente si viesen su carta los del vulgo, y esto le causase algún daño; por ello, en lugar de firma y escritura, le había enviado aquel sujeto de quien él sabía cuánto se fiaba, a quien podía estimar como si fuera su sello, que era el alcaide Ballester; de modo que viese lo que era más razonable de ejecutar, porque a todo le hallaría muy dispuesto. Luego mandó, a 18 de Octubre, que partiesen a Castilla cinco navios, en los que enviaba decir a los Reyes Católicos, con mucha particularidad, todo lo que pasaba y lo que había detenido aquellos navíos, pues creía que Roldán y los suyos se embarcarían en ellos, como habían publicado antes; y que los otros tres que tenía consigo, era menester arreglarlos para que fuesen con ellos el Adelantado a seguir el descubrimiento de la Tierra Firme de Paria, y ordenar la pesca y el rescate de las perlas, de las que enviaba muestra con Carvajal.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LXXX</p><p><em>Cómo Roldán fue a ver al Almirante, y no llegó a ningún acuerdo con éste</em></p><p>Recibida por Roldán la carta que le envió el Almirante, respondió al tercer día, manifestando que deseaba hacer lo que se le mandaba; mas porque su gente no le consentía que fuese a verle sin bastante seguro, le rogaba se lo enviase conforme a una minuta que remitía, firmada por él y ratificada por los principales que le acompañaban. Muy pronto le envió el seguro el Almirante, a 26 de Octubre, y luego fue Roldán, más con intención de atraerse a algunos de aquél que de acordar algo, como se conoció por las cosas injustas que pedía; por lo cual volvió sin tomar acuerdo alguno, diciendo que participaría todo a los suyos, y según lo que determinase, le escribiría; y para que hubiese alguno que por parte del Almirante tratase y asegurara lo que fuese acordado, le acompañó un mayordomo del Almirante, llamado Diego de Salamanca.</p><p>Después de muchas razones, envió Roldán una escritura de concordia, para que el Almirante la firmase; y escribió, a 6 de Noviembre, que lo contenido en aquélla era lo que había podido recabar de su gente, y que si Su Señoría ilustrísima la aprobaba, volviese a enviarla a la Concepción, porque la falta de bastimentos le obligaba a salir del Bonao, y esperaría la respuesta hasta el lunes siguiente. Habiendo visto el Almirante esta contestación, y considerando los indecorosos capítulos que pedían, de ninguna manera quiso concederlos, para que no fuese menospreciada la justicia si cedía con deshonra suya y de sus hermanos; pero, a fin de que no tuviesen motivo de quejarse, y dijesen que procedía en este caso con rigor, mandó a 11 de Noviembre publicar un seguro que había de estar puesto treinta días, como lo estuvo, a las puertas de la fortaleza, cuyo tenor era que, por cuanto mientras él estaba en Castilla, habían ocurrido algunas diferencias entre el Adelantado y el Alcalde mayor Roldán y otros que habían huido con éste, sin embargo de ello, todos en general, y cada uno de por sí, pudiesen ir a servir a los Reyes Católicos, como si nunca hubiera sucedido nada, y que a quien quisiera volver a Castilla, se le daría navío en que ir, y orden para que le pagasen el sueldo, como se había acostumbrado con los demás, lo cual se ejecutaría si, dentro de treinta días, comparecían ante el Almirante, para gozar de esta seguridad; protestando que si no se presentaban en el dicho término, se procedería en justicia contra ellos. Luego envió a Roldán este seguro, firmado, por medio de Carvajal, dándole por escrito las razones por que no se podía ni debía firmar los capítulos que habían enviado, y les recordaba lo que era justo que hiciesen si querían cumplir con lo que pedía el servicio de los Reyes. Con esto fue Carvajal a la Concepción, a ver los rebeldes, que estaban muy altivos y soberbios, riéndose del seguro y diciendo que pronto se lo pediría el Almirante a ellos. Todo esto pasó en tres semanas, en cuyo tiempo, so color de prender un hombre que Roldán quería ajusticiar, tuvieron sitiado al alcalde Ballester en la fortaleza, y le quitaron el agua, creyendo que por falta de ella se rendiría; pero, con la llegada de Carvajal, levantaron el asedio, y después de muchos altercados que hubo entre ambas partes, se juntaron e hicieron el seguro siguiente:</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo LXXXI</p><p><em>El convenio que se hizo entre el Almirante, Roldán y los rebeldes</em></p><p>«Lo que se acuerda y capitula con el Alcalde mayor Francisco Roldán y su compañía, para su despacho y viaje a Castilla, es lo que sigue:</p><p>Primeramente, que el señor Almirante le haga dar dos buenos navíos, bien aderezados, a juicio de marineros, puestos en el puerto de Xaraguá, por estar allí la mayor parte de la gente de su compañía, y porque no hay otro puerto más cómodo para disponer y allegar bastimentos y lo demás que sea necesario; en los cuales se embarcará el dicho Alcalde mayor con los de su compañía, y, placiendo a Dios, seguirá su viaje a Castilla.</p><p>Asimismo, que dará Su Señoría orden para que sea pagado el sueldo que hasta el día de la fecha se debiese a todos, y cartas a los Reyes Católicos, de lo bien que han servido, para que se lo gratifiquen.</p><p>Asimismo hará que se les den los esclavos de la merced que se hizo a la gente, por los trabajos que ha padecido esta isla, y por el servicio que han hecho, con nota de la concesión de ellos; y porque algunos de la compañía tienen mujeres preñadas, o paridas, si éstas quisieren irse con ellos, sean en lugar de los esclavos que habían de llevar, y los hijos sean libres y los lleven consigo.</p><p>Item, que Su Señoría les mandará poner en dichos navíos todos los bastimentos que necesitaren para el viaje, de igual modo que se dan a otros, y porque no podrán abastecerse de pan, se da licencia al Alcalde mayor y a su compañía, para que se provean en aquella tierra, y les sean dados treinta quintales de bizcocho, y si no lo hallaren, treinta costales de trigo, para que, si se pudriese el cazabe, lo que podría suceder fácilmente, puedan socorrerse con pan de trigo.</p><p>Demás de esto, dará Su Señoría seguro a las personas que se vayan, y despachos para el sueldo.</p><p>Item, que por cuanto a varios de los que están con el Alcalde mayor les han quitado y embargado algunos bienes, mandará Su Señoría que todo se les satisfaga.</p><p>Item, que Su Señoría dará una carta para los Reyes Católicos, haciéndoles saber que los puercos del Alcalde mayor quedan en la isla para provisión de la gente que está en ella, en número de ciento veinte grandes, y doscientos treinta pequeños, y suplique a Sus Altezas se los manden pagar en el precio que los pudo haber vendido en la dicha isla, los cuales fuéronle quitados en Febrero pasado del año 1498.</p><p>Item, que Su Señoría dará al dicho Alcalde mayor una patente con la que pueda vender algunas cosas suyas que necesitará enajenar para irse; hacer de ellas lo qué le pareciere, o dejarlas por suyas en la isla, a quien le parezca que las administrará mejor.</p><p>Que Su Señoría mandará a los alcaldes que sentencien pronto el caso del caballo.</p><p>Que Su Señoría, si conociere ser justas las cosas de Diego de Salamanca, escribirá a dicho juez que se las haga pagar.</p><p>Item, que se tratará con Su Señoría en punto a los esclavos de los capitanes.</p><p>Otrosí, que por cuanto el dicho Alcalde mayor y su compañía temen que Su Señoría les haga mala obra con los demás navíos que quedan en la isla, les dará un salvoconducto, prometiendo en nombre de los Reyes Católicos, y bajo su fe y palabra de hidalgo, según costumbre de España, que ni Su Señoría ni otra persona les hará daño ni estorbará su viaje.</p><p>Visto por mí este convenio hecho por Alonso Sánchez de Carvajal y Diego de Salamanca, con Francisco Roldán y su compañía, el 21 de Noviembre del año 1498, me place guardarlo en la forma que en él se contiene, a condición de que dicho Roldán, o cualquiera de su compañía, en cuyo nombre firmó y aprobó la capitulación que dio a los mencionados Alonso Sánchez de Carvajal y Diego de Salamanca, y todos los demás cristianos de la isla, de cualquier grado y condición, no recibirán a otros en su compañía. Y yo Francisco Roldán, Alcalde mayor, en mi nombre y en el todas las personas que están en mi compañía, prometo y doy mi fe y palabra de que serán observadas y cumplidas las cosas arriba escritas, sin que intervenga cautela, sino la lealtad de la verdad, conforme se contiene aquí, guardando Su Señoría todo lo que entre el señor Alonso Sánchez de Carvajal, Diego de Salamanca y yo se ha tratado y convenido, como consta por escrito.</p><p>Lo primero, que desde el día de la data de ésta, hasta que venga contestación a lo referido, que será en el término de diez días, no recibiré persona alguna de las que están con el señor Almirante.</p><p>Item, que desde el día que se me lleve y entregue la dicha respuesta, en la Concepción, con el despacho de lo que hayan convenido, firmado por Su Señoría, que será en término de diez días, de los cincuenta primeros siguientes, nos daremos a la vela en buena hora para Castilla.</p><p>Item, que ninguno de los esclavos de la merced que se nos ha concedido será llevado por fuerza.</p><p>Item, que de no estar el señor Almirante en el puerto donde vamos a embarcarnos, la persona o personas que envíe sean honradas y respetadas como ministros de los Reyes Católicos y de Su Señoría, a las que se dará cuenta y razón de lo que se embarque en dichas carabelas, para que tomen cuenta y ejecuten lo que pareciere a Su Señoría, y para consignar las cosas que estuviesen en nuestro poder y pertenezcan a los Reyes. Todo lo cual se entiende que debe ser firmado y ejecutado en la forma que lo llevan por escrito el dicho señor Alonso Sánchez de Carvajal y Diego de Salamanca, cuya respuesta espero en la Concepción, dentro de los ocho primeros días; y si no viniese, no quedaré obligado a cosa alguna de cuanto se ha dicho.</p><p>En fe de lo cual, y para mantener y guardar por mí y por todos los de mi compañía lo que he dicho, firmé esta escritura de mi mano.</p><p>Fecha en la Concepción, hoy sábado, 16 de Noviembre de 1498.»</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo LXXXII</p><p><em>Cómo después del ajuste fueron los rebeldes a Xaraguá, diciendo que iban a embarcarse en las dos naves que enviase el Almirante</em></p><p>Después de convenidas las cosas que se han dicho, volvieron Carvajal y Salamanca a Santo Domingo, y por su mediación firmó el Almirante los capítulos que le llevaron, a 21 de Noviembre, y concedió, de nuevo, seguro y licencia a los que no quisieran ir a Castilla con Roldán, prometiéndoles sueldo o vecindad en la isla, lo que más quisiesen, y que los otros pudiesen arreglar sus negocios libremente, como les agradara; cuyo despacho entregó Ballester el 24 de Noviembre a Roldán y los de su compañía, en la Concepción, y con esto emprendieron su camino hacia Xaraguá, para disponer las cosas de su ida, como se supo después; y aunque el Almirante, en cierto modo, reconocía tal malignidad y sentía el dolor de ver impedido el servicio del Adelantado en la continuación del descubrimiento de la tierra firme de Paria, y en ordenar la pesca y el rescate de las perlas, con darles aquellos navíos, no por esto no quiso dar motivo a que le culpasen los rebeldes de que les negaba el pasaje ofrecido, por lo cual empezó luego a disponer los navíos según estaba concertado, aunque su despacho se demoraba por la penuria de las cosas necesarias; para suplirlas y no perder más tiempo, mandó a Carvajal que fuese por tierra a Xaraguá, para que, mientras llegaban los navíos, tuviese dispuesta prontamente su partida, y el despacho de la gente, conforme a la amplia comisión que se le había dado. Luego resolvió ir sin tardanza a la Isabela, para visitar y asegurar la tierra, dejando a D. Diego su hermano en Santo Domingo, a fin de que proveyese lo que fuera necesario.</p><p>Así, después de su partida, salieron a fin de Enero las dos carabelas, proveídas de todo lo necesario, para recoger a los rebeldes; pero habiendo sobrevenido una gran tormenta, se vieron obligadas a permanecer en otro puerto hasta fin de Marzo; como la carabela Niña, que era una de ellas, estaba muy mal, y requería eficaz remedio, envió el Almirante a Pedro de Arana y a Francisco de Garay, con la otra, llamada Santa Cruz, a Xaraguá, en la cual, y no por tierra, fue después Carvajal; en este viaje tardó once días, y halló la otra carabela, llamada Santa Cruz, que esperaba allí.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;CapÍtulo LXXXIII</p><p><em>Cómo los rebeldes mudaron de propósito en el ir a Castilla, e hicieron nuevo convenio con el Almirante</em></p><p>En tanto, como tardaban las carabelas, y no quería embarcarse la mayor parte de la gente de Roldán, tomaron por motivo para quedarse allí, la tardanza, echando la culpa al Almirante porque no les había despachado con la brevedad que pudo. Sabiendo esto el Almirantel escribió a Roldán y a Adrián de Mújica, exhortándoles con buenas razones a cumplir lo capitulado y apartarse de la inobediencia; a más de esto, Carvajal, que estaba con ellos en Xaraguá, hizo una protesta ante un notario llamado Francisco de Garay, que después fue gobernador de Jamaica y Pánuco, diciendo a los rebeldes que aceptasen los navíos que enviaba el Almirante provistos de todo, y se embarcasen, según lo capitulado. Pero ellos no quisieron aceptarlos, por lo que, a 25 de Abril, mandó que se volviesen a Santo Domingo, pues los deshacía la broma, y la gente que traían padecía falta de vituallas.</p><p>No hicieron caso de esto los rebeldes; antes se alegraron y ensoberbecieron bastante, viendo que se hacía tanto caso de ellos, de suerte que no sólo no agradecieron la moderación del Almirante, sino que escribieron tener éste la culpa de que se quedasen, porque deseaba vengarse de ellos, y por esto había mandado tarde las carabelas y en tan mal estado que era imposible que pudiesen llegar a Castilla, y que aunque fuesen buenas y bien proveídas, habían ya consumido las vituallas, sin que pudiesen bastar las que quedaban, para tan largo tiempo; y siendo esto cierto, habían resuelto esperar el remedio de los Reyes Católicos. Con cuya respuesta se volvió Carvajal a Santo Domingo por tierra, y al tiempo de su partida le dijo Roldán que si el Almirante le enviaba otro seguro, iría a verle, por si podía hallarse algún medio de arreglo que fuese a gusto de ambos, como se lo escribió Carvajal al Almirante, desde Santo Domingo, a 15 de Mayo, y a 21 le respondió éste agradeciendo los trabajos que padecía en aquel negocio, y le envió el seguro que pedía, con una carta para Roldán, breve, pero abundante en eficaces sentencias exhortándoles a la paz, la obediciencia y el servicio de los Reyes Católicos; y habiéndole respondido, el Almirante volvió a escribirle más ampliamente a 29 de Junio.</p><p>A 3 de Agosto, seis o siete de los principales que estaban con el Almirante, le enviaron a Roldán otro seguro para que pudiese ir a tratar con Su Señoría; pero, como la distancia era mucha, y conveniente que el Almirante visitase la tierra, acordó ir con dos carabelas al puerto de Azúa, en la isla Española, al poniente de Santo Domingo, para acercarse a la provincia donde estaban los rebeldes, de los cuales fueron muchos a dicho puerto. Llegado el Almirante con sus navíos, casi a fin de Agosto, empezó a tratar con los principales, exhortándoles a que desistiesen de su mal intento, prometiéndoles grandes mercedes y favores, y ofrecieron cumplir si el Almirante les concedía cuatro cosas. La primera, que en los primeros navíos que viniesen, mandaría quince de ellos a Castilla. La segunda, que a los que se quedasen en la isla, les daría casas y tierras en pago de sueldo. La tercera, que publicase en un bando que todo lo sucedido provino de falsos testigos y por culpa de algunos malvados. La cuarta, que nombrase otra vez Alcalde mayor perpetuo a Roldán.</p><p>Convenido esto entre ellos, volvióse Roldán a tierra, desde la carabela del Almirante, y envió los capítulos a su gente, tan a su gusto que, al fin de ellos decía, que si el Almirante faltaba a alguna cosa de esto, sería bien hacérselos guardar a la fuerza, o por la vía que mejor les pareciese.</p><p>El Almirante, deseoso de ver el fin de tantas dificultades, y considerando que en esto habían pasado ya dos anos; que sus enemigos eran cada vez más, y perseveraban en su contumacia, y viendo que algunos de los que estaban con él se atrevían a juntar en cuadrillas, y a conjurarse para irse a otras tierras de la isla, del mismo modo que Roldán lo había hecho, resolvió firmarlos, de cualquier modo que fuesen, y expidió dos patentes: una, a Roldán, de Alcalde perpetuo, y otra que contenía las cosas dichas; demás de esto, lo que antes se había convenido, cuya copia hemos ya puesto. Luego, el martes, a 5 de Noviembre, empezó Roldán a ejercer su autoridad, y en virtud de ella, nombró juez del Bonao a Pedro de Riquelme, con facultad de castigar los reos criminales, excepto los de pena de muerte, que había de enviarlos a la fortaleza de la Concepción, para que Roldán los sentenciase; y porque el discípulo no abrigaba intención menos depravada que el maestro, intentó luego fabricar una casa fuerte en el Bonao; pero se lo estorbó Pedro de Arana, pues conoció claramente que era contra el servicio debido al Almirante.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LXXXIV</p><p><em>Cómo vuelto Hojeda de su descubrimiento, causó nuevos alborotos en la Española</em></p><p>Volviendo al hilo de nuestra historia, digo que, compuestas ya las cosas de Roldán, nombró el Almirante un capitán con soldados, para que corriese la isla, pacificando y reduciendo los indios al tributo, con orden de que estuviese sobre aviso para que, tan luego como sintiese alguna rebelión, como tumulto de cristianos, o indicio de levantamiento de indios, fuese prontamente a castigarlo y lo dominase. Hizo esto con intención de venirse a Castilla y traer consigo al Adelantado, porque difícilmente se olvidarían las cosas pasadas si éste quedaba en el gobierno.</p><p>Cuando disponía su partida llegó a la isla Alonso de Hojeda, que venía de descubrir con cuatro naves; y porque estos hombres navegaban a la ventura, entró, a 5 de Septiembre de 1499, en el puerto que los cristianos llaman del Brasil, y los indios Yaquimo, con intención de cargar en él palo del Brasil, e indios; en tanto que esperaban lograr tales cosas, entregóse a causar daños; y para mostrar que era paniaguado del obispo Fonseca, ya mencionado, procuraba levantar otro nuevo tumulto, publicando que la Reina doña Isabel estaba cerca de morir; que faltando ésta, no habría quien favoreciese al Almirante, y que él en perjuicio de éste, haría cuanto quisiese, por ser verdadero y fiel servidor de dicho obispo, su enemigo. Con esta fama engañosa empezó a escribir a algunos de las alteraciones pasadas, que todavía no se habían sosegado, y a tener inteligencia con ellos; pero sabiendo Roldán su obra y mal propósito, fue contra él con veintiséis hombres de orden del Almirante a impedir el daño que maquinaba. El 29 de Septiembre, estando a legua y media de Hojeda, supo que éste se hallaba con quince hombres en el pueblo de un cacique llamado Haniguayabá, haciendo pan y bizcocho, con cuyo aviso caminó aquella noche para cogerle de sorpresa; pero sabiendo Hojeda que Roldán le seguía, hizo de ladrón fiel, pues viendo que no podía resistirle, fue a su encuentro y dijo que la gran necesidad que tenía de bastimentos le había llevado allí, para proveerse de ellos, como en tierra de los Reyes sus señores, sin intención de hacer mal a nadie; y dándole cuenta de su viaje, refirió que venía de descubrir por la costa de Paria, al Poniente, seiscientas leguas, donde había encontrado gente que peleaba con los cristianos con iguales fuerzas, y que le habían herido veinte hombres, por lo que no pudo aprovecharse de las riquezas de la tierra, en la que había hallado ciervos, conejos, pieles, uñas de tigre, y guanines, que mostró a Roldán en las carabelas, asegurándole que quería luego ir a Santo Domingo para dar cuenta de todo al Almirante, que estaba a la sazón con gran cuidado, por haberle escrito Pedro de Arana, que Riquelme alcalde del Bonao en nombre de Roldán, so color de hacer una casa para sus ganados, había elegido un montecillo fuerte, para desde él hacer con poca gente todo el mal que pudiese, y que él se lo había estorbado, sobre lo cual, Riquelme había hecho proceso, con testigos, y la había enviado al Almirante, quejándose de la fuerza que Arana le hacía, Y suplicándole la remediase, para que no hubiese alguna contienda entre ellos; y, aunque el Almirante conocía que no era esto el único designio, le pareció que bastaba mantener la sospecha, no descuidándose de estar sobre aviso, pues creía que bastaba con remediar el manifiesto yerro de Hojeda, sin fomentar lo que con la disimulación debía tolerarse.</p><p>Persistiendo Hojeda en su mal designio, en el mes de Febrero del año 1500, previa licencia de Roldán, se fue con sus naves a Xaraguá, donde vivían muchos de los que se habían rebelado con éste. Por ser juntamente la avaricia y el interés el camino más cierto para provocar a todo mal, empezó a divulgar entre aquella gente que los Reyes Católicos le habían nombrado consejero del Almirante, a una con Carvajal, para que no le dejasen hacer algo que no les pareciese del real servicio; y una de las que le habían mandado era que luego pagase en dinero, de contado, a todos los que estaban en la isla, al servicio de Sus Altezas, y que, pues el Almirante no estaba dispuesto a hacer esto, él se ofrecía a ir con ellos a Santo Domingo, y obligarle a que les pagase; y si les pareciese, después, echarle de la isla vivo o muerto, porque no debían fiarse del ajuste, ni de la palabra que les había dado, pues no la mantendría sino en cuanto la necesidad le obligara.</p><p>Con tal oferta determinaron muchos a seguirle, y con su favor y ayuda dio una noche en los que no quisieron admitirla; hubo muertos y heridos de ambas partes; y porque tenían por cierto que estando reducido Roldán al servicio del Almirante, no entraría en la nueva conjuración, determinaron acometerle de improviso y apresarlo; mas sabiéndolo Roldán, fue con bastante gente adonde estaba Hojeda para remediar sus desórdenes, o castigarle, según le pareciese convenía; mas Hojeda no le esperó, antes, de miedo, se retiró a sus navíos, y Roldán desde tierra, y el otro desde el mar, trataban del sitio donde habían de entrevistarse, temiendo cada uno ponerse en manos del otro.</p><p>Viendo Roldán que Hojeda no se fiaba para salir a tierra, ofreció ir a hablarle a sus navíos; para ello le envió a pedir la barca; Hojeda la envió con buena guardia, y habiendo entrado en ella Roldán con seis o siete de los suyos, cuando se creían más seguros los de Hojeda, cargaron sobre ellos Roldán y los suyos, con las espadas desnudas, y matando a algunos e hirieron a otros, se apoderaron de la barca y se volvieron con ella a tierra, no dejándole a Hojeda sino un batel para servicio de los navíos, en el cual, muy tranquilo, acordó ir a verse con Roldán, y excusándose de sus excesos, restituyó algunos hombres que había tomado por fuerza, para que le restituyesen la barca con su gente, diciendo que si no la restituían, parecerían todos, y los navíos, por no tener otra con que gobernarlos. Roldán se la volvió, porque no tuviera motivo de quejarse, ni dijese que por su causa se perdía; mas antes le tomó seguridad y promesa de que, dentro de cierto tiempo, saldría, con los suyos, de la Española; y así se vio precisado a hacerlo, por la buena guardia que Roldán había puesto en tierra.</p><p>Pero, como es dificultoso desarraigar la cizaña de modo que no vuelva a nacer, así, la gente mal acostumbrada, no puede menos de recaer en sus faltas, lo que sucedió a una parte de los rebeldes, pocos días después que Hojeda había salido. Pues hallándose D. Hernando de Guevara, como sedicioso, en desgracia del Almirante, juntóse con Hojeda en sus delitos, con gran aborrecimiento a Roldán, porque éste le había impedido casarse con una hija de Anacaona, que era la principal reina de Xaraguá; empezó a congregar muchos conjurados para prenderle y continuar en hacer mal, e incitó especialmente a Adrián de Mújica, uno de los principales, con otros dos hombres de mala vida, los cuales, a mediados de Junio del año de 1500, dispusieron la prisión o la muerte de Roldán; pero, hallándose éste muy advertido, porque supo lo tramado, fue tan hábil que prendió a don Hernando, a Mújica y a los principales de su cuadrilla. Mandó aviso al Almirante de lo que pasaba, pidiéndole su parecer en lo que había de hacerse; el cual respondió, que pues sin motivo habían intentado alterar la tierra, y si no se les daba castigo, serían causa de que todo fuera destruido, debía procederse en justicia y castigar sus delitos conforme a las leyes. Luego lo puso el alcalde en ejecución, y hecha la causa contra ellos, mandó ahorcar a Adrián como autor y principal cabeza de la conjuración; desterró a otros según sus culpas, y dejó en la prisión a D. Hernando, hasta que, a 13 de Junio le entregó con otros presos a Gonzalo Blanco, para que los llevase a la Vega donde estaba el Almirante.</p><p>Con este castigo sosegóse la tierra; los indios volvieron a la obediencia y servicio de los cristianos, y se descubrieron tantas minas de oro que los castellanos dejaban el sueldo del Rey, y se iban a vivir por su cuenta, aplicándose a sacar oro industriosamente a su costa, dando al Rey la tercera parte de lo que hallaban.</p><p>Tanto creció esta laboriosidad que hubo persona que recogió en un día cinco marcos, de granos de oro, bastante gruesos, entre los cuales hubo uno que pesó ciento noventa y seis ducados. Los indios estaban obedientes con gran temor al Almirante; tan deseosos de contentarle, que, pensando que le hacían algún servicio, voluntariamente se hacían cristianos; y si algún indio principal tenía que parecer ante él, procuraba venir vestido.</p><p>Para mayor quietud, determinó el Almirante visitar la isla, en persona; y el miércoles, 20 de Febrero de 1499, partió con el Adelantado, de Santo Domingo, y llegaron a la Isabela a 19 de Marzo; de donde salieron a 5 de Abril, y llegaron a la Concepción el martes siguientes, desde donde partió el Adelantado a Xaraguá el viernes, 7 de Junio.</p><p>El día después de Navidad de 1499, había escrito el Almirante: «habiéndome dejado todos, fui embestido con guerra por los indios y los malos cristianos, y llegué a tanto extremo que, por huir la muerte, dejándolo todo, me entré en el mar en una carabela pequeña; entonces me socorrió Nuestro Señor, diciéndome: ¡Oh hombre de poca fe!, no tengas miedo; yo soy; y así dispersó mis enemigos, y me mostró cómo podía cumplir mis ofertas: ¡Oh infeliz pecador, yo que lo hacía pender todo de la esperanza del mundo! »</p><p>A 3 de Febrero de 1500 pensaba el Almirante ir a Santo Domingo, con ánimo de apercibirse para volver a Castilla, y dar cuenta de todo a los Reyes Católicos.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LXXXV</p><p><em>Cómo por informaciones falsas y fingidas quejas de algunos, enviaron los Reyes Católicos un juez a las Indias, para saber lo que pasaba</em></p><p>En tanto que sucedían las referidas turbaciones, muchos de los rebeldes, con cartas desde la Española, y otros que se habían ido a Castilla, no dejaban de dar informaciones falsas a los Reyes Católicos y a los de su Consejo contra el Almirante y sus hermanos, diciendo que eran cruelísimos, incapaces de aquel gobierno, tanto por ser extranjeros y ultramontanos, como porque en ningún tiempo se habían visto en estado que por experiencia hubiesen aprendido el modo de gobernar gente honrada; afirmaban que si Sus Altezas no ponían remedio, vendría la total ruina de aquellos países, y que si éstos no eran destruidos con tan perversa administración, el mismo Almirante se rebelaría y haría liga con algún Príncipe que le ayudase, pretendiendo que todo era suyo por haberlo descubierto con su industria y trabajo. Para salir con este intento, ocultaba las riquezas del país, y no permitía que los indios sirviesen a los cristianos, ni se convirtiesen a la fe, pues halagándolos, esperaba tenerlos de su parte para hacer todo cuanto fuese contra el servicio de Sus Altezas. Prosiguiendo en estas calumnias y otras semejantes, importunaban mucho a los Reyes Católicos, hablando mal de Almirante, y lamentándose de que había muchos anos que a los españoles no se les pagaba el sueldo, con lo que daban que decir y murmurar a todos los que estaban en la Corte. De tal manera que el Serenísimo Príncipe D. Miguel, más de cincuenta de ellos, como hombres sin vergüenza, compraron una gran cantidad de uvas, sentáronse en el patio de la Alhambra y decían a grandes voces que Sus Altezas y el Almirante les hacían pasar la vida de aquella forma, por la mala paga, y otras mil desvergüenzas que repetían. Tanto era su descaro que, cuando el Rey Católico salía, le rodeaban todos y le cogían en medio, gritando: <em>¡Paga, paga!</em>; y si acaso, yo y mi hermano, que éramos pajes de la Serenísima Reina, pasábamos por donde estaban, levantaban el grito hasta los cielos, diciendo: <em>Mirad los hijos del Almirante de los mosquitos</em>, de aquél que ha descubierto tierras de vanidad y engaño para sepulcro y miseria de los hidalgos castellanos; y añadían otras muchas injurias, por lo cual nos excusábamos de pasar por delante de ellos.</p><p>Siendo tantas sus quejas y las importunaciones que hacían a los privados del Rey, éste determinó enviar un juez pesquisidor a la Española, para que se informase de todas las cosas referidas, mandándole que si hallase culpado al Almirante, según las quejas expresadas, le enviase a Castilla, y él quedase en el gobierno. El pesquisidor que para este efecto enviaron los Reyes Católicos fue Francisco de Bobadilla, pobre Comendador de la Orden de Calatrava, para lo que se le dio bastante y copiosa comisión, en Madrid, a 21 de Mayo del año de 1499; también llevó muchas cédulas, con la firma del Rey en blanco, para las personas de la isla Española que le pareciese, mandando en ellas que le diesen todo favor y auxilio. Con estos despachos llegó a Santo Domingo a fin de Agosto del año de 1500, cuando el Almirante estaba poniendo orden en las cosas de aquella provincia, en la que el Adelantado había sido atacado por los rebeldes, y estaba el mayor número de indios, y de mejor calidad y razón que en lo demás de la isla; de manera que, no hallando Bobadilla cuando llegó persona a quien tener respeto, lo primero que hizo fue alojarse en el Palacio del Almirante, y servirse y apoderarse de todo lo que había en él, como si le hubiera tocado por legítima sucesión y herencia, recogiendo y favoreciendo después a todos los que halló de los rebeldes, y a otros muchos que aborrecían al Almirante y a sus hermanos, se declaró al punto por Gobernador, y para ganarse la voluntad del pueblo, echó bando, haciendo a todos libres de tributo por veinte años, e intimó al Almirante que sin dilación alguna viniese adonde él estaba, pues convenía al servicio de los Reyes Católicos. En confirmación de esto le envió con Fray Juan de Trasierra, el 7 de Septiembre, una Real cédula del tenor siguiente:</p><p>«Don Cristóbal Colón, nuestro Almirante del Mar Océano, Nos habemos mandado al Comendador Francisco de Bobadilla, llevador de ésta, que vos hable de nuestra parte algunas cosas que él dirá; rogamos os que le déis fe y creencia, y aquello pongáis en obra. De Madrid, a 26 de Mayo del año de 1499. <em>Yo el Rey. Yo la Reina</em>. Y por su mandato, <em>Miguel Pérez de Almazán</em>.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;CapÍtulo LXXXVI</p><p><em>Cómo el Almirante fue preso y enviado a Castilla con grillos, juntamente con sus hermanos</em></p><p>Luego que vio el Almirante la carta de los Reyes, fue prontamente a Santo Domingo, donde ya estaba dicho juez. Y éste, deseoso de mantenerse en el gobierno, sin tardanza alguna, ni información jurídica, al comienzo de Octubre del año de 1500, lo envió prisionero a un navío, con su hermano D. Diego, poniéndole grillos y buena guardia, mandando, bajo gravísimas penas, que ninguno hablase nada de lo que a éstos atañía. Después, como se dice de la justicia de Perogrullo, empezó a formar proceso contra ellos, recibiendo por testigos a los enemigos rebeldes, favoreciendo e incitando públicamente a cuantos iban a decir mal de los presos; y deponían tantas maldades y delitos, que sería más que ciego quien no conociese que esto lo dictaba la pasión, sin alguna verdad; por lo que, los Reyes Católicos no los quisieron recibir, y lo absolvieron, arrepintiéndose mucho de haber enviado aquel hombre con semejante cargo y no sin justa razón, porque Bobadilla destruyó la isla, y gastó las rentas y tributos Reales, para que todos le ayudasen, publicando que los Reyes Católicos no querían otra cosa que el nombre del dominio, y que el provecho fuese para sus vasallos. Pero no por eso perdía Bobadilla nada de su parte; antes bien, asociándose con los más ricos y poderosos, les daba indios para su servicio, con pacto de partir con él cuanto ganasen con dichos indios, y vendía en pública almoneda las posesiones y heredades que el Almirante había ganado para los Reyes Católicos, diciendo que los Reyes no eran labradores, ni mercaderes, ni querían aquellas tierras para su utilidad, sino para socorro y alivio de sus vasallos. Con este pretexto vendía todo, procurando también que lo comprasen algunos de sus compañeros, por dos tercios menos de lo que valían. Y haciendo estas cosas, no enderezaba a otro fin las de justicia, ni a otra mira que a hacerse rico y ganar el afecto del pueblo, porque aún tenía miedo de que el Adelantado, que todavía no había vuelto de Xaraguá, se le opusiera, y procurase con armas librar al Almirante, como si en esto, sus hermanos, no hubiesen tenido harta prudencia; por lo cual, el Almirante envió luego a decir, que por el servicio de los Reyes Católicos, y para no alborotar la tierra, fuesen a él pacíficamente; pues idos a Castilla, alcanzarían más fácilmente el castigo de dicha persona, y el remedio de los agravios que se les hacían. No por esto dejó Bobadilla de prenderle con sus hermanos, consintiendo que los malvados y populares dijesen mil injurias contra él por las plazas, y que tocasen cuernos junto al puerto donde estaban embarcados, además de muchos libelos infamatorios que estaban puestos en las esquinas; de modo que, aunque supo que Diego Ortiz, gobernador del hospital, había leído un libelo en la plaza, no sólo no le castigó, sino que mostró grande alegría de ello, por lo que cada uno se ingeniaba en darse a conocer por atrevido en tales cosas.</p><p>Al tiempo de la partida del Almirante, temiendo que se volviese a tierra nadando, no dejó de decir al piloto llamado Andrés Martín, que entregase el preso al Obispo D. Juan de Fonseca, para dar a entender que con favor y consejo de éste, hacía todo aquello; bien que después, estando en el mar, conocida por el patrón la perversidad de Bobadilla, quiso quitar los grillos al Almirante; pero éste jamás lo consintió, diciendo que, pues los Reyes Católicos mandábanle por su carta que ejecutase lo que en su nombre mandase Bobadilla, y éste, por su autoridad y comisión, le había puesto los grillos, no quería que otras personas, que las de Sus Altezas, hicieran sobre ello lo que les pareciese; pues tenía determinado guardar los grillos para reliquia y memoria del premio de sus muchos servicios. Y así lo hizo, porque yo los vi siempre en su cámara, y quiso que fuesen enterrados con sus huesos.</p><p>El día 20 de Noviembre del año de 1500 escribió a los Reyes que había llegado a Cádiz; sabido por éstos cómo venía, luego dieron orden para que se le pusiese en libertad, y le escribieron cartas llenas de benignidad, manifestando mucho desagrado en sus trabajos y en la descortesía que había usado con él Bobadilla; diciéndoles que fuese a la Corte, donde serían atendidos sus negocios y se daría orden para que fuese despachado con mucha brevedad y honra.</p><p>En todas estas cosas no debo culpar a los Reyes Católicos más que de haber elegido para aquel cargo a un hombre malo y de tan poco saber; porque si fuese hombre que supiera usar bien de su oficio, el Almirante se hubiese alegrado de su ida; pues había suplicado en sus cartas, que enviasen a alguno para que tuviese verdadera información de la maldad de aquella gente, y de los desmanes que cometía, y fuesen castigados por otra mano; no queriendo él, pues habían comenzado los alborotos contra su hermano, proceder con el rigor, que hubiera usado en un caso sin sospecha; y aunque pueda decirse, que sin embargo de estar mal informados los Reyes Católicos contra el Almirante, no debían enviar a Bobadilla con cartas y favor, sin limitarle la comisión que le daban, puede responderse que no fue maravilla que lo hiciesen así, porque eran muchas las quejas dadas contra el Almirante, según antes hemos referido.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;CapÍtulo LXXXVII</p><p><em>Cómo el Almirante fue a la Corte a dar cuenta de sí a los Reyes Católicos</em></p><p>Tan luego como los Reyes Católicos supieron la prisión y venida del Almirante, dieron orden, a 17 de Diciembre, de que fuera puesto en libertad, y les escribieron que fuese a Granada, donde fue recibido por Sus Altezas con semblante alegre y dulces palabras, diciéndole que su prisión no había sido hecha con su mandato ni su voluntad, antes les había desagradado mucho, y juzgarían esto de modo que fuesen castigados los culpables, y él enteramente satisfecho. Con estos y otros favores mandaron entonces que se atendiese a su negocio, y, en suma, fue su resolución enviar a la Española un Gobernador que desagraviase al Almirante y a sus hermanos; que Bobadilla fuese obligado a devolverle todo lo que le había tomado; y que se diese al Almirante cuanto le correspondía por sus capitulaciones; que se hiciera proceso acerca de las culpas de los rebeldes y fuesen castigados sus delitos conforme las culpas que hubiesen cometido. Dióse el gobierno a Nicolás de Ovando, comendador de Lares, hombre de buen juicio y prudencia; bien que, como después se vio, apasionado mucho en perjuicio de tercero, pues guiaba sus pasiones con astucias cautelosas, y daba crédito a los sospechosos y malignos, ejecutando todo con crueldad y ánimo vengativo, de que da testimonio la muerte de 80 caciques en el reino de Xaraguá. Pero, volviendo al Almirante, digo que cuando en Granada acordaron los Reyes Católicos mandar al Comendador Ovando a la Española, les pareció conveniente que fuese el Almirante a otro viaje de que se le siguiese algún provecho y estuviese ocupado hasta que el Comendador sosegase las cosas y tumultos de la Española. Porque les parecía muy mal tenerle tanto tiempo fuera de su justa posesión, sin causa; pues e la información remitida por Bobadilla en contra suya resultaba la malicia y la falsedad de que estaba llena, y no de cosas porque debiese perder su Estado. Pero porque en la ejecución de esto había alguna dilación, y corría ya el mes de Octubre del año de 1501, y los maliciosos lo dilataban también, hasta ver la nueva información, determinó el Almirante hablar al Rey y pedirle promesa de defenderle y ampararle en sus riesgos, lo que después hizo también por cartas. Y así, cuando estaba para partir al viaje se lo prometieron los Reyes por una carta que contiene las siguientes palabras:</p><p>«Cuanto a lo otro contenido en vuestros memoriales y letras, tocante a vos, y a vuestros hijos y hermanos, porque como vedes, a causa que Nos estamos en camino, y vos de partida, no se puede entender en ello fasta que paremos de asiento en alguna parte, e si esto hobiésedes de esperar, se perdería el viaje a que agora vais, por esto es mejor, ques, pues de todo lo necesario para vuestro viaje estáis despachado, vos partáis luego sin detenimiento, y quede a vuestro hijo el cargo de solicitar lo contenido en los dichos memoriailes. Y tened por cierto, que de vuestra prisión nos pesó mucho, y bien lo vistes vos y lo cognoscieron todos claramente, pues que luego que lo supimos, lo mandamos remediar; y sabéis el favor con que vos habemos mandado tratar siempre, y agora estamos mucho más en vos honrar y tratar muy bien, y las mercedes que vos tenemos fechas vos serán guardadas enteramente, según forma y tenor de nuestros privilegios, que dellas tenéis, sin ir en cosa contra ellas. Y vos y vuestros hijos gozaréis dellas, como es razón; y, si necesario fuere confirmarlas de nuevo las confirmaremos, y a vuestro hijo mandaremos poner en la posesión de todo ello, y en más que esto tenemos voluntad de vos honrar y facer mercedes; y de vuestros hijos y hermanos Nos tememos el cuidado que es razón. Y todo esto se podrá facer yéndovos en buena hora, y quedando el cargo a vuestro hijo, como está dicho, y así vos rogamos que en vuestra partida no haya dilación. De Valencia de la Torre a 14 días de Marzo de 502 años. <em>Yo el Rey. Yo la Reina</em>».</p><p>Estas ofertas y palabras le escribieron los Reyes porque el Almirante estaba resuelto a no empenarse mas en las cosas de Indias, y descargar de ellas en mi hermano; lo que pensaba con acierto, porque decía que si los servicios que llevaba hechos no bastaban para castigar la maldad de aquella gente, menos los que hiciese en adelante; pues lo principal que había ofrecido antes que descubriese las Indias, lo había ya cumplido, que era mostrar que allí había islas y tierra firma, a la parte occidental, que el camino era fácil y navegable, la utilidad manifiesta, y las gentes muy domésticas y desarmadas. De modo que, habiendo probado él mismo todo lo referido, ya no le faltaba más, sino que Sus Altezas siguiesen la empresa, enviando gente que buscase y procurase entender los secretos de aquellos países. Pues estando ya abierta la puerta, cualquiera podría seguir la costa, como hacían algunos que impropiamente se llamaban descubridores, sin considerar que no descubrieron alguna nueva región, sino que siguen la descubierta, después del tiempo en que el Almirante les mostró dichas islas y la provincia de Paria, que fue la primera tierra firme que se halló. Mas habiendo tenido siempre el Almirante grande inclinación a servir a los Reyes Católicos, y especialmente a la Serenísima Reina, le agrade volver a sus naves, y hacer el viaje que adelante diremos; pues tenía por cierto que cada día se descubrirían cosas de gran riqueza, como había escrito a Sus Altezas el año de 99, hablando así de descubrimiento: «no debe dejarse de continuarlo, porque, a decir la verdad, si no a una hora, se hallará en otra alguna cosa importante». Como ya se ha mostrado con Nueva España y el Perú; bien que entonces, como suele suceder a la mayor parte de los hombres, ninguno creyese lo que decía; pero es cierto que nada dijo que no saliese verdadero, como escriben los Reyes Católicos en una carta que le dirigieron desde Barcelona el 5 de Septiembre del 93.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;CapÍtulo LXXXVIII</p><p><em>Cómo el Almirante salió de Granada para ir a Sevilla y hacer la armada necesaria para su descubrimiento</em></p><p>Y bien despachado el Almirante por los Reyes Católicos, salió de la ciudad de Granada para la de Sevilla el año de 1501, y luego que llegó dispuso con tanta diligencia la armada que en breve tiempo se aprestaron, con armas y vituallas, cuatro navíos de gavia de 70 toneladas de porte el mayor y el menor de 50, con 140 hombres entre grandes y pequeños, de los que yo era uno. El 9 de Mayo de 1502 nos hicimos a la vela en el puerto de Cádiz y fuimos a Santa Catalina, desde donde partimos el miércoles, 11, y al segundo día, fuimos a Arcila, para socorrer a los portugueses que se decía estar muy apretados; pero, cuando llegamos, ya los moros habían levantado el sitio; por lo que el Almirante envió al Adelantado D. Bartolomé Colón, su hermano, y a mí, con los capitanes de los navíos, a tierra, para visitar al capitán de Arcila, que habían herido los moros en un asalto. El cual dio muchas gracias al Almirante por esta visita y por las ofertas que le hacía; a cuyo efecto, le envió ciertos caballeros que tenía consigo, algunos de los cuales eran parientes de doña Felipa Moñiz, mujer que fue, como ya dijimos, del Almirante en Portugal.</p><p>El mismo día nos hicimos a la vela y llegamos a la Gran Canaria el 20 de Mayo, surgiendo en las isletas. El 24 pasamos a Maspalomas, que está en la misma isla, para tomar el agua y la leña que eran necesarias en el viaje. De aquí partimos la noche siguiente hacia la India con próspero viaje, como plugo a Dios, de modo que sin tocar las velas, llegamos a la isla de Matinino, a 15 de Junio, por la mañana, con bastante alteración del mar y del viento.</p><p>Allí, según la necesidad y costumbre de los que van desde España, quiso el Almirante que refrescase la gente, se proveyese de agua y de leña y lavase su ropa, hasta el sábado que pasamos al occidente de ella, y fuimos a la isla Dominica, que dista de aquella diez leguas. Desde allí, pasando por las islas de los Caribes, fuimos a Santa Cruz; a 24 del mismo mes pasamos a la parte del Mediodía de la isla de San Juan; y tomamos el camino de Santo Domingo, porque el Almirante tenía ánimo de cambiar uno de los cuatro navíos que llevaba, que era poco velero y navegaba mal, y no podía sostener las velas si no se metía el bordo hasta cerca del agua, de que resultó algún daño en aquel viaje; pues la intención del Almirante cuando iba por el Océano era ir a reconocer la tierra de Paria y continuar por la costa, hasta dar con el estrecho, que tenía por cierto haber hacia Veragua y el nombre de Dios; pero, visto el defecto del navío, tuvo que ir a Santo Domingo para trocarle por otro bueno.</p><p>Como el Comendador de Lares, que gobernaba la isla, enviado por los Reyes para tomar cuenta de su administración a Bobadilla, no se alteró nada con nuestra imprevista llegada, el miércoles, a 29 de Junio, habiendo ya entrado en el puerto, envió el Almirante a Pedro de Terreros, capitán de uno de los navíos, para hacerle saber la necesidad que tenía de mudar aquel navío; y que así por esto, como porque él esperaba que viniese una gran tormenta, deseaba entrar en aquel puerto, para guarecerse; advirtióle que en ocho días no dejase salir la armada del puerto, porque corría mucho riesgo. Pero el Comendador no consintió que el Almirante entrase en el puerto, y mucho menos impidió salir la armada que partía para Castilla, la cual era de veintiocho navíos, y debía llevar al Comendador Bobadilla, que había preso al Almirante y a sus hermanos, a Francisco Roldán y a todos los otros que se habían sublevado contra él, de quienes habían recibido tanto mal. A todos los cuales quiso Dios cegarles los ojos y el entendimiento para que no admitiesen el buen consejo que les daba el Almirante. Yo tengo por cierto que esto fue providencia divina, porque, si arribaran éstos a Castilla, jamás serían castigados según merecían sus delitos; antes bien, porque eran protegidos del obispo Fonseca, hubiesen recibido muchos favores y gracias; y por esta causa facilitó su salida de aquel puerto, hacia Castilla; porque, llegados a la punta oriental de la Española, una gran tormenta los embistió de tal manera que sumergió la nave Capitana, en la cual iba Bobadilla con la mayor parte de los rebeldes, e hizo tanto daño en los otros navíos que no se salvaron si no es tres o cuatro de todos los veintiocho.</p><p>En aquel tiempo, que fue jueves último de Junio, habiendo el Almirante previsto semejante borrasca, luego que se le negó entrar en el puerto, para estar seguro se retiró lo mejor que pudo hacia tierra, resguardándose con ésta, no sin mucho dolor y disgusto de la gente de su armada, a la que, por ir en su compañía, le faltaba el acogimiento que debe hacerse aun a los extraños, cuanto más a ellos, que eran de una misma nación, por lo que temían no les sucediese en adelante lo mismo y les viniese algún infortunio. Aunque el Almirante sintiese interiormente el mismo dolor, se lo aumentaba más la injuria y la ingratitud usada con él en la tierra que había dado para honra y exaltación de España, donde se le negaba el refugio y el reparo de su vida. Pero con su prudencia y con su buen juicio, se mantuvo con su armada hasta el día siguiente, y creciendo el temporal y sobreviniendo la noche con grandísima obscuridad, se apartaron tres navíos de su compañía, cada uno por su rumbo; y aunque los marineros de éstos corrieron todos igual riesgo, y cada uno pensaba que los otros hubiesen naufragado; los que sin embargo padecieron verdaderamente fueron los del navío Santo, el cual, por conservar el batel en que había ido a tierra el capitán Terreros, lo llevó atado a la popa con los cables, hasta que fue precisado a dejarlo y perderlo, por no perderse a sí mismo; pero mucho mayor fue el peligro de la carabela Bermuda, la cual, habiéndose hecho al mar, entró en el agua hasta la cubierta; de donde bien se dejo conocer que con razón procuraba el Almirante trocarla. Y todos tuvieron por cierto que el Adelantado, su hermano, después de Dios, la había salvado con su saber y valor, porque, según hemos dicho, no se hallaba entonces hombre más práctico que él en las cosas del mar; de manera que habiendo padecido todos los navíos gran trabajo, excepto el del Almirante, quiso Dios volverlos a juntar el domingo siguiente en el puerto de Azua, al Mediodía de la Española, donde, contando cada uno sus desgracias, se halló que el Adelantado había padecido tan gran riesgo, por huir de tierra, como marinero tan práctico; y el Almirante no había corrido peligro por haberse acercado a ella, como sabio astrólogo que conocía el paraje de donde podía venirle daño. Por cuyo motivo, bien podían culparle los que le aborrecían, de que había producido aquella tormenta por arte mágica para vengarse de Bobadilla y de los demás enemigos suyos que iban en su compañía, viendo que no habían peligrado alguno de los cuatro de su armada, y que de veintiocho que habían partido con Bobadilla, uno sólo, llamado la Guquia, que era de los peores, siguió su viaje a Castilla y llegó salvo con 4.000 pesos de oro que el factor del Almirante le enviaba de sus rentas; a Santo Domingo volvieron otros tres, que se salvaron de la tormenta, maltratados y deshechos.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;CapÍtulo LXXXIX</p><p><em>Cómo el Almirante salió de la Española, siguiendo su viaje, y descubrió las islas Guanajas</em></p><p>En tanto, el Almirante dio lugar a su gente, en el puerto de Azúa, para que pudiese respirar de los trabajos padecidos en la tempestad. Y siendo uno de los deleites que da el mar, cuando no hay otra cosa que hacer, el pescar, entre las muchas especies de peces que sacaron, me acuerdo de dos, uno de gusto y otro de admiración; el primero fue un pez llamado esclavina, tan grande como media cama, al cual hirieron con un tridente, los de la nave Vizcaína, cuando iba durmiendo en el agua, y lo aferraron de modo que no pudo librarse; después, atado con una gruesa y larga maroma al banco del batel, tiraba de éste tan velozmente por aquel puerto, de aquí para allí, que parecía una saeta; de suerte que la gente de los navíos que no conocía el secreto, estaba espantada, viendo ir sin remos el batel a uno y otro lado, hasta que se murió el pez y lo llevaron a bordo de los navíos, adonde lo subieron con los ingenios que alzan las cosas pesadas. El segundo pez fue tomado con otro ingenio; llámanle los indios Manati, y no le hay en la Europa; es tan grande como una ternera, y su carne semejante en el sabor y color, acaso algo mejor y más grasa; de donde, los que afirmaban que hay en el mar todas las especies de animales terrestres, dicen que estos peces son verdaderamente becerros, pues no tienen forma de pez, ni se mantienen de otra cosa que la hierba que encuentran en las orillas.</p><p>Volviendo ahora a nuestra historia, digo que después que el Almirante vio que su gente había descansado algo, y los navíos estaban aderezados, salió del puerto de Azúa y fue al del Brasil, que los indios llaman Yaquimo, para libarse de otra tempestad que vendría. Por ello salió después, a 14 de Julio, de este puerto con tanta bonanza que, no pudiendo seguir el camino que quería, lo echaron las corrientes a ciertas islas muy pequeñas y arenosas cerca de Jamaica, a las cuales llamó las Pozas; porque no hallando agua en ellas, hicieron muchas pozos en la arena, de los que se bastecieron para servicio de los navíos. Luego, navegando hacia Tierra Firme, por la ruta de Mediodía, llegaron a otras islas; aunque no tomaron tierra, sino es en la mayor, que se llamaba Guanaja, nombre que los que después hicieron cartas de marear, dieron a todas las islas Guanajas, que están 12 leguas de Tierra Firme, cerca de la provincia que ahora se llama Cabo de Honduras, aunque el Almirante la llamó punta de Caxinas. Pero como algunos hacen estas cartas sin andar por el mundo, incurren en grandísimos errores, los cuales ahora, que me ocurre decirlo, quiero referir, aunque rompa el hilo de mi historia; y es así.</p><p>Estas mismas islas y la Tierra Firme la ponen dos veces en sus cartas de marear, como si en efecto fuesen tierras distintas; y siendo el Cabo de Gracias a Dios el mismo que llaman Cabo de Honduras, hacen dos. La causa de esto fue porque Juan Díaz de Solís, de cuyo apellido se llama el río de la Plata río de Solís, por haberle muerto allí los indios, y Vicente Yáñez, que fue capitán de un navío en el primer viaje del Almirante, cuando descubrió las Indias, y después halló la Tierra Firme, fueron juntos a descubrir el año de 1508, con intención de seguir la tierra que había descubierto el Almirante en el viaje de Veragua hacia Occidente. Siguiendo éstos casi el mismo camino, llegaron a la costa de Cariay, y pasaron cerca del Cabo de Gracias a Dios hasta la punta de Caxinas, que ellos llamaron de Honduras; y a las dichas islas, las Guanajas, dando, como hemos dicho, el nombre de la principal, a todas. De aquí pasaron más adelante, y no quisieron confesar que el Almirante hubiese estado en ninguna de dichas partes, para atribuirse aquel descubrimiento y mostrar que habían hallado un gran país, sin embargo de que un piloto suyo, llamado Pedro de Ledesma, que había ido antes con el Almirante en el viaje de Veragua, les dijese que él conocía aquellas regiones, y que eran de las que había ayudado a descubrir con el Almirante; así me lo refirió él mismo. La razón y el diseño de las cartas lo demuestran claramente; pero decían que estaba más allá de lo que el Almirante había descubierto; por lo que, una misma tierra está puesta dos veces en la carta, como, si Dios quiere, lo mostrará en adelante el tiempo, cuando se navegue más aquella costa, pues hallarán, sólo una vez, tierra de aquella forma, según he dicho.</p><p>Pero, volviendo a nuestro descubrimiento, digo que habiendo llegado a la isla de Guanaja, mandó el Almirante al Adelantado D. Bartolomé Colón, su hermano, que fuese a tierra con dos barcas, en la que hallaron gente semejante a las de las otras islas, aunque no con la frente tan ancha. Vieron también muchos pinos y pedazos de tierra, llamada Cálcide, con la que se funde el cobre. Algunos marineros, pensando que era oro, la tuvieron mucho tiempo escondida. Hallándose el Adelantado en aquella isla, con deseo de saber sus secretos, quiso su buena suerte que llegase una canoa tan larga como una galera, y ocho pies de ancha, toda de un solo tronco, y de la misma hechura que las demás, la cual venía cargada de mercaderías, de las partes occidentales, hacia Nueva España, en medio de ella había un toldo de hojas de palma, no diferente del que traen las góndolas en Venecia, que defendía lo que estaba debajo, de manera que ni la lluvia, ni el oleaje podían dañar a nada de lo que iba dentro. Debajo de aquel toldo estaban los niños, las mujeres, los muebles y las mercaderías. Los hombres que guiaban la canoa, aunque eran 25, no tuvieron ánimo para defenderse contra las barcas que les seguían. Tomada por los nuestros la canoa sin lucha fue llevada a los navíos, donde el. Almirante dio muchas gracias a Dios, viendo cuán pronto era servido de darle de muestra de todas las cosas de aquella tierra, sin trabajo, ni peligro de los suyos. Luego mandó sacar de la canoa lo que le pareció ser más rico y vistoso, como algunas mantas y camisetas de algodón sin mangas, labradas y pintadas con diferentes colores y labores, y algunos pañetes con que cubrían sus vergüenzas, de la misma labor y paños con que se cubrían las indias de la canoa, como suelen hacer las moras de Granada; espadas de madera larga, con una canal a cada parte de los filos, y en éstas, hileras de pedernales sujetos con pez y cuerdas, que entre gente desnuda cortan como si fuesen de acero; las hachuelas para cortar leña eran semejantes a las de piedra que tienen los demás indios, salvo que eran de buen cobre; del que traían cascabeles, y crisoles para fundirle. Llevaban de bastimentos raíces y granos, iguales a los que se comen en la Española; cierto vino hecho de maíz, semejante a la cerveza de Inglaterra, y muchas almendras que usan por moneda en la Nueva España, las que pareció que estimaban mucho, porque cuando fueron puestas en la nave las cosas que traían, noté que, cayéndose algunas de estas almendras, procuraban todos cogerlas como si se les hubiera caído un ojo. Al mismo tiempo se veía que, aunque no pensaban en sí mismos viéndose sacar presos de su canoa a nave de gente tan extraña y feroz como somos nosotros respecto de ellos, corno la avaricia de los hombres es tanta, no debemos maravillarnos de que los indios la antepusieran al miedo y al peligro en que estaban. Asimismo, digo que también debemos apreciar mucho su honestidad y vergüenza, porque si al entrar en las naves, le quitaban a un indio los pañizuelos con que cubren sus partes vergonzosas, muy luego, para ocultarlas, poníase delante las manos y no las levantaba nunca, y las mujeres se tapaban el cuerpo y la cara, según hemos dicho que hacen las moras de Granada. Esto movió al Almirante a tratarlos bien, restituirles la canoa, y darles algunas cosas en trueque de aquellas que los nuestros les habían tomado para muestra. Y no detuvo consigo sino a un viejo, llamado Yumbé, al parecer de mayor autoridad y prudencia, para informarse de las cosas de la tierra, y para que animase a los indios a platicar con los cristianos; lo que hizo pronta y fielmente todo el tiempo que anduvimos por donde se entendía su lengua. Por lo que en premio y recompensa de esto, cuando llegamos adonde no podía ser entendido, el Almirante le dio algunas cosas, y le envió a su tierra muy contento; esto sucedió antes de llegar al Cabo de Gracias a Dios, en la costa de la Oreja, de que ya se ha hecho mención.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XC</p><p><em>Cómo el Almirante no quiso ir a Nueva España, sino continuar hacia Oriente, en busca de Veragua y el estrecho de Tierra Firme</em></p><p>Aunque el Almirante, vista dicha canoa, se dio cuenta de las grandes riquezas, policía e industria que había en los pueblos de las partes occidentales de la Nueva España, no quiso ir a ellos; sin embargo, pareciéndole que por estar aquellos países a sotavento, podía navegar a ellos desde Cuba, cuando le fuese conveniente, y siguió su intento de descubrir el estrecho de Tierra Firme, para abrir la navegación del mar de Mediodía, de lo que tenla necesidad para descubrir las tierras de la especiería. Por ello, determinó seguir el camino de Oriente, hacia Veragua y el Nombre de Dios, donde imaginaba y creía estuviese el estrecho referido, como en efecto estaba; pero se engañó al imaginarlo, porque no sabía que fuese estrecho de tierra, como son otros, sino de mar, que pasase como canal de un mar a otro, de cuyo error podía ser causa la equivocación del nombre, porque al decir que el estrecho de Tierra Firme estaba en Veragua y el Nombre de Dios, podía entenderse de agua o de tierra; él creía ser del elemento más dilatado, y porque lo deseaba más; bien que aquel istmo de tierra ha sido y es la puerta por donde se dominan tantos mares, y por donde han sido descubiertas y traídas a España tantas riquezas, porque no quiso Dios que una cosa tan grande y de tanta importancia se consiguiese de otro modo, pues túvose conocimiento de la Nueva España, por los indios de aquella canoa. Para buscar el mencionado es trecho, no habiendo en aquellas islas de Guanajas cosa es timable, sin tardanza alguna navegó a Tierra Firme, a una punta que llamó de Caxinas, porque había en ella muchos árboles que producían unas manzanillas algo arrugadas, con hueso esponjoso, buenas para comer, y especialmente cocidas, a las cuales llamaban Caxinas los indios de 12 Española. Como no se veía en aquella tierra cosa digna de mención, el Almirante no quiso perder tiempo entrando en un gran golfo que allí se hace, sino seguir su camine hacia Leste, a lo largo de la costa que va al mismo rumbo en el Cabo de Gracias a Dios, la cual es muy baja y de playa muy limpia; los indios más cercanos a Caxinas se cubrían con las referidas camisetas pintadas, y pañetes delante de sus partes vergonzosas; hacen petos de algodón, colchados, que bastan para defensa de sus azagayas, y aun pueden resistir algunos golpes de nuestras armas; pero, los que están más arriba, hacia Oriente, hasta el Cabo de Gracias a Dios, son casi negros, y de aspecto brutal; van completamente desnudos; en todo son muy rústicos, y, según decía el indio Jumbé que fue tomado, comen carne humana y peces crudos, tales como los matan; traen las orejas horadadas con tan anchos agujeros, que cómodamente podía pasarse por ellos un huevo de gallina, por lo que el Almirante llamó aquel país, costa de Oreja.</p><p>En aquella costa salió a tierra el Adelantado, la mañana del domingo 14 de Agosto del año 1502, con las banderas y los capitanes, y otros muchos de la armada, a oír misa; y el miércoles siguiente, yendo las barcas a tierra para tomar posesión de aquel país en nombre de los Reyes Católicos, nuestros señores, concurrieron a la playa más de cien indios cargados de bastimentos, esperando a los nuestros; tan luego como éstos llegaron, presentaron al Adelantado cuanto llevaban, y luego se apartaron sin decir palabra. El Adelantado mandó que les diesen cascabeles, cuentas y otras cosillas, y les preguntó sobre las cosas de aquella región, por señas y por el intérprete referido, aunque éste, por hacer poco tiempo que andaba con nosotros, no entendía bien a los cristianos, por la distancia, aunque pequeña, de su tierra a la isla Española, donde muchos de los navegantes habían aprendido el habla de los indios, y tampoco los entendían; pero, quedando satisfechos éstos de lo que se les había dado, volvieron al mismo lugar, al día siguiente, más de otros doscientos, cargados de varias suertes de bastimentos, a saber: gallinas de la tierra, que son mejores que las nuestras; ánades, peces tostados, habas coloradas y blancas, semejantes a los fríjoles, y otras cosas nada diferentes de las que hay en la Española; la tierra era muy verde y hermosa, aunque baja; había en ella muchos pinos y encinas; palmas de siete especies; mirobalanos, que llaman <em>hobos</em> en la Española, y casi todas las otras frutas que se hallan en esta isla. Asimismo había muchos leopardos, ciervos, corzos, y también ciertos peces que abundan mucho en la isla Española y no se conocen en Castilla. La gente de este país es casi de igual disposición que en las otras islas, pero no tienen las frentes anchas, como aquéllos, ni muestran tener religión alguna; hay entre ellos lenguas diferentes, y generalmente van desnudos, aunque traen cubiertas sus partes vergonzosas; algunos usan ciertas camisetas largas, como las nuestras, hasta el ombligo, y sin mangas; traen labrados los brazos y el cuerpo, de labores moriscas, hechas con fuego, que les dan parecer extraño; algunos llevan leones pintados, ciervos, castillos con torres y otras figuras diversas; en lugar de bonetes, traen los más ciertos pañetes de algodón, blancos y colorados; otros llevan colgando, sobre la frente, algunos mechones del pelo; pero cuando se componen para alguna fiesta, se tiñen la cara, unos de negro y otros de colorado; algunos se hacen rayas de varios colores en la cara; otros se tiñen el pico de la nariz; otros dan de negro a los ojos, y así se adornan para parecer hermosos, aunque verdaderamente parecen diablos.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;CapÍtulo XCI</p><p><em>Cómo el Almirante fue por la costa de Oreja hacia el Cabo de Gracias a Dios, llegó a Cariay, y lo que vio e hizo allí</em></p><p>Navegó el Almirante por la mencionada costa de Oreja a Poniente hasta el Cabo de Gracias a Dios, que fue llamado así porque, no habiendo desde la punta de Caxinas más de sesenta leguas, se padeció mucho, por la contrariedad de los vientos y por las corrientes, en setenta días de caminar a la bolina, saliendo de una borda hacia el mar, y volviendo de otra a tierra, ganando muchas veces con el viento, y perdiendo con frecuencia, según era abundante o escaso en los rumbos que se hacían; es indudable que si no hubiera sido la costa de tan buenos surgideros como era, hubiésemos tardado más en pasarla; pero como era limpia y media legua de ella, tenía el mar dos brazos de fondo, y entrando en el mar, a cada legua de distancia crecía el agua otras dos, teníamos gran comodidad para dar fondo de noche, o cuando era muy poco el viento, por causa del buen fondo; de modo que, si bien con dificultad, se pudo navegar aquel camino.</p><p>Después, cuando a 14 de Septiembre llegamos a dicho Cabo, viendo que la tierra iba hacia Mediodía, y que con los vientos levantes que allí reinaban y nos habían sido tan contrarios, podíamos continuar cómodamente nuestro viaje, dimos todos muchas gracias a Dios. En memoria de esto, le llamó el Almirante, Cabo de Gracias a Dios.</p><p>Poco más allá pasamos por algunos bancos peligrosos, que salían al mar, cuanto alcanzaba la vista. Como teníamos necesidad de tomar agua y leña, el sábado a 16 de Septiembre, envió el Almirante las barcas a un río que parecía profundo y de buena entrada; pero no fue tal a la salida, porque habiéndose enfurecido los vientos, e hinchándose mucho el mar, rompiéndose contra la corriente de la boca, embistió a las barcas con tanta violencia, que se anegó una y pereció toda la gente que iba en ella, por lo que le llamó el Almirante Río de la Desgracia. En este río y su contorno había cañas tan gruesas como el muslo de un hombre.</p><p>El domingo, a 25 de Septiembre, siguiendo hacia el Mediodía, fondeamos en una isleta llamada Quiribiri, y un pueblo de Tierra Firme llamado Cariay, que era de la mejor gente, país y sitio que hasta allí habíamos hallado, así porque era alta la tierra, de muchos ríos y copiosa de árboles elevadísimos, como porque dicha isleta era espesa como el basilicón, llena de muchos boscajes de árboles derechos, así de palmitos y mirobalanos, como de otras muchas especies, por lo que llamóla el Almirante, la Huerta. Dista una legua pequeña del pueblo llamado Cariay por los indios que tiene cerca un río grande; allí concurrió infinita gente de aquel contorno, muchos con arcos y flechas y otros con varas de palma, negras como la pez y duras como hueso, cuya punta estaba armada con huesos y espinas agudas de peces; otros, con macanas o recios bastones, y habían ido allí con ánimo de defender la tierra. Llevaban los hombres trenzados los cabellos, y revueltos a la cabeza; las mujeres, cortados como nosotros. Viendo que éramos gente de paz, mostraban gran deseo de nuestras cosas a cambio de las suyas, que son armas, mantas de algodón, camisetas de las dichas, y aguilillas de guanines, que es oro muy bajo, que traían colgado al cuello, como nosotros llevamos el Agnus Dei, u otra reliquia. Todas estas cosas llevaban, nadando, a las barcas porque, los cristianos, ni aquel día ni el siguiente salieron a tierra, ni el Almirante permitió que se les tomase cosa alguna, para que no los tuviesen por hombres que deseaban lo que ellos tenían, antes les hizo dar muchas de nuestras cosas. Los indios, cuanto más veían que hacíamos poco caso de rescatar, lo deseaban más, haciendo muchas señas desde tierra y extendiendo las mantas como banderas, convidándonos a ir a tierra; finalmente, viendo que ninguno iba a ellos, cogieron todas las cosas que les habíamos dado, sin dejar alguna, y, muy bien atadas, las pusieron en el mismo sitio donde habían ido las barcas a recibirlos; allí las hallaron los nuestros el miércoles, que salieron a tierra. Como los indios vecinos a este lugar creían que los cristianos no se fiaban de ellos, enviaron a las naves un indio viejo, de venerable presencia, con una bandera puesta en un palo, y dos muchachas, una de ocho años y otra de catorce, las cuales entradas en la barca, hizo señal de que los cristianos podían desembarcar seguramente. Atendiendo a este ruego, salieron a tomar agua; los indios tuvieron mucho cuidado de no hacer algún ademán ni otra cosa de que se asustasen los cristianos, y cuando después los vieron volver a los navíos, les hacían muchos gestos de que llevasen consigo las mozas, con los guanines que traían al cuello, y a instancias del viejo que las llevaba, nos agradó traerlas. En lo cual, no sólo mostraban más ingenio de el que hasta entonces se había visto en otros, pero en las muchachas se observó una gran fortaleza, porque siendo los cristianos de tan extraña vista, trata y generación, no dieron muestra de sentimiento, ni de tristeza, manteniéndose siempre con semblante alegre y honesto, por lo que fueron muy bien tratadas por el Almirante, que mandó darlas vestir y comer; luego encargó que fuesen llevadas a tierra, donde estaban 50 indios, y las volvió a recibir el viejo que las había traído, alegrándose mucho con ellas.</p><p>Volviendo aquel mismo día las barcas a la costa, hallaron los mismos indios con las muchachas, las cuales destituyeron a los cristianos todo lo que les habían dado, sin quedarse con cosa alguna. El día siguiente, habiendo salido el Adelantado a tierra para informarse de estas gentes, llegaron dos de los más honrados a la barca donde estaba; tomándolo por los brazos en medio de ellos, le hicieron sentar en la hierba de la playa, y preguntándoles éste algunas cosas, mandó al escribano de la nave que anotase lo que respondían; pero viendo el papel y la pluma, se alborotaron de forma que la mayor parte de los indios echó a huir, por miedo, según pareció, de ser hechizados con palabras o hechos, aunque verdaderamente ellos nos parecían grandes hechiceros, y con razón, pues cuando se acercaban a los cristianos echaban por el aire cierto polvo hacia éstos, y con sahumerios hechos .el mismo polvo, procuraban que el humo fuese hacia los nuestros; además que el no querer recibir ninguna cosa de las nuestras, y sí restituirlas, daba sospecha, pues, como suele decirse, <em>piensa el ladrón que todos son de su condición.</em></p><p>Habiéndonos detenido aquí más de lo que requería la presteza del viaje, prevenidos y aprestados los navíos de todo lo que necesitaban, el domingo 2 de Octubre, mandó el Almirante que saliese el Adelantado, salir a tierra con alguna gente, a reconocer los pueblos de los indios, sus costumbres y su naturaleza, con la calidad del país. Lo más notable que vieron fue que, dentro de un palacio grande de madera, cubierto de cañas, tenían sepulturas; en una de ellas había un cuerpo muerto, seco y embalsamado; en otra, dos sin mal olor, envueltos en paños de algodón; sobre las sepulturas había una tabla, en que estaban algunos animales esculpidos; en otras, la figura del que estaba sepultado, adornado de muchas joyas, de guanines, de cuentecillas y otras cosas que mucho estimaban. Por ser estos indios de más entendimiento que los otros vistos en aquella región, mandó el Almirante que se tomase alguno para saber los secretos de la tierra; de siete que se cogieron, eligió dos principales, y despachó a los otros cinco, con algunas dádivas, habiéndolos tratado muy bien para que no se alborotase la tierra; dijo a los otros que los llevaría por guías en aquella costa, y después les daría libertad. Pero, creyendo los indios haber sido presos, por avaricia y ganancia nuestra, para cambiarlos por joyas y mercancías, al día siguiente llegó, de improviso, mucha gente a la playa; enviaron cuatro mensajeros a la Capitanía, para tratar del rescate, por el que ofrecieron algunas cosas, y llevaron de regalo dos porquezuelos de la tierra, que aunque pequeños, son muy bravos. El Almirante, viendo la prudencia de esta gente, entró en mayor deseo de tratar con ellos, y no quiso partir de allí sin tomar lengua de éstos; no dando crédito a sus ofertas, mandó que a los mensajeros se les donasen algunas cosillas, para que volviesen más satisfechos, y que les fuesen pagados los puercos. Con éstos hubo una cacería, y es siguiente:</p><p>Entre otros animales de aquella tierra hay algunos gatos de color gris, del tamaño de un pequeño lebrel, con la cola más larga, y tan fuerte, que cogiendo alguna cosa con ella, parecía que estaba atada con una soga; andan éstos por los árboles, como ardillas, saltando de uno en otro, y cuando dan el salto, no sólo se agarran a las ramas con las manos, más también con la cola, de la cual muchas veces se quedan colgando, como por juguete y descanso; cierto ballestero trajo de un bosque uno de estos gatos, echándole de un árbol abajo con un virote, y porque estando ya en tierra se puso tan feroz que no se atrevió a acercarse a él, le cortó un brazo de una cuchillada; trayéndole así herido, se espantó, en cuanto le vio, un buen perro que teníamos; pero mayor miedo dio a uno de los puercos que nos habían traído, que apenas vio al gato, echó a huir mostrando grande miedo. Esto nos causó grande admiración, porque antes que sucediese, el puerco embestía a todos, y no dejaba al perro quieto, en la cubierta; por lo cual, mandó el Almirante que le arrimasen al gato, el cual viéndole cerca, le echó la cola y le rodeó el hocico, y con el brazo que le había quedado sano, le agarró el copete para morderle; el puerco gruñía de miedo, fuertemente, de lo que conocimos que semejantes gatos deben de cazar, como los lobos y los lebreles de España.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;CapÍtulo XCII</p><p><em>Cómo el Almirante partió de Cariay, fue a Cerabaró y Veragua, y navegó hasta que llegó a Portobelo, cuyo viaje fue por costa muy provechosa</em></p><p>Luego, el miércoles, a 5 de Octubre, se hizo el Almirante a la vela, y arribó al puerto de Cerabaró, que tiene seis leguas de largo y más de tres de ancho, en el cual hay muchas isletas, y tres o cuatro bocas muy a propósito para entrar y salir con todos vientos. Van las naves por estas islas, entre una y otra, como por calles, tocando las cuerdas de los navíos a las ramas de los árboles. Luego que fondeamos en este puerto, fueron las barcas a una isla donde había en tierra veinte canoas, y los indios en la costa, desnudos, como nacieron; sólo traían un espejo de oro al cuello, y algunos traían una águila de guanin. Estos, sin mostrar miedo, por mediación de los dos indios de Cariay, trocaron al instante un espejo que pesó diez ducados, por tres cascabeles; dijeron haber gran abundancia de aquel oro, y que se cogía en la Tierra Firme, muy cerca de ellos. Al día siguiente, 7 de Octubre, fueron a Tierra Firme las barcas, donde se encontraron con diez canoas llenas de indios, y porque no quisieron rescatar sus espejos con los nuestros, fueron presos dos de los más principales, para que el Almirante se informase de ellos, por medio de los dos intérpretes; el espejo traía uno, pesó catorce ducados, y el águila del otro, veintidós. Decían estos indios que a una o dos jornadas, tierra adentro, se cogía mucho oro en algunos lugares que nombraban; que en aquel puerto había muchísimos peces, y en tierra muchos animales de los que decimos haber en Canarias, y gran cantidad de alimentos usados por los indios, como raíces de plantas, granos y frutas. Los indios iban pintados de varios colores, blanco, negro y colorado, tanto en la cara, como en el cuerpo, y desnudos, con un pañete corto de algodón en las partes deshonestas.</p><p>De este puerto de Cerabaró pasamos a otro que confina con él, y se le parece en todo, llamado Aburemá; después, a 17 del mes, salimos al mar grande para seguir nuestro viaje, y llegando a Guaiga, que es un río, distante doce leguas de Aburemá, el Almirante envió las barcas a tierra, las cuales vieron más de cien indios en la playa; éstos les acometieron furiosamente, entrando en el agua hasta la cintura, esgrimiendo sus varas, tocando cuernos y un tambor, en ademán de guerra, para defender la región; echaban agua salada hacia los cristianos, mascaban hierbas y las escupían hacia los nuestros, que no se movieron, procurando aquietarlos, como se logró; al fin, se acercaron a rescatar los espejos que traían al cuello, cada uno por dos o tres cascabeles; se ganaron diez y seis espejos de oro fino, que valían 150 ducados. El siguiente día, viernes, 29 de Octubre, volvieron a tierra las barcas, para rescatar y antes que saliesen de ellas, llamaron a ciertos indios que estaban bajo unas ramadas que aquella noche habían hecho en la costa, para guardar la tierra temiendo que los cristianos desembarcasen para darles algún disgusto. Por más que los llamaron muchas veces, ningún indio quiso venir a las barcas, ni los cristianos salir sin saber primero el ánimo en que estaban, pues como se supo después, los esperaban con ánimo de embestirlos cuando bajasen de las barcas. Viendo que los nuestros no salían, empezaron a tocar los cuernos y el tambor; con mucha grita saltaron al agua, como el día antes, y llegaron hasta cerca de las barcas, haciendo demostración de lanzar sus varas, si los nuestros no se volvían a los navíos; de cuya actitud, mal satisfechos los cristianos, para que los indios no tuviesen tanto atrevimiento, ni los despreciasen, hirieron a uno en un brazo con una flecha, y dispararon una lombarda, de que cobraron tal miedo, que todos se volvieron huyendo confusamente a tierra; entonces desembarcaron cuatro cristianos, y habiéndoles llamado, dejando sus armas, vinieron hacia nosotros con mucha seguridad, y trocaron tres espejos, diciendo que no traían más, porque venían dispuestos sólo a pelear, y no a permutar.</p><p>El Almirante no cuidaba en este viaje más que de adquirir muestras. Por esta razón, sin detenerse, abreviando el camino, pasó a Cateba, y echó las anclas a la entrada de un gran río. Veíase que los indios se convocaban cor, cuernos y tambores, para juntarse, y después enviaron a las naves una canoa con dos hombres, los cuales, habiendo hablado con el indio que se había tomado en Cariay, entraron al instante en la Capitana, muy seguros; por consejo de dicho indio, dieron al Almirante dos espejos de oro que traían al cuello, y el Almirante les dio algunas cosillas de las nuestras. Luego que éstos volvieron a tierra, vino a los navíos otra canoa con tres indios, con sus espejos al cuello, los cuales hicieron lo mismo que los primeros. Trabada amistad, bajaron los nuestros a tierra, donde hallaron muchos indios con su rey, que no se diferenciaba de los demás sino en estar cubierto con una hoja de árbol, porque llovía mucho; para dar ejemplo a sus vasallos, cambió un espejo, y les dijo que trocasen los suyos, que, en todos, fueron diez y nueve, de oro fino. Aquí fue la primera vez que se vio en las Indias muestra de edificio, y fue un gran pedazo de estuco que parecía estar labrado de piedra y cal, de que mandó el Almirante tomar un pedazo en memoria de aquella antigüedad.</p><p>Desde allí pasó hacia Oriente y llegó a Cobrava, cuyos pueblos están situados junto a los ríos de aquella costa; como no salía gente a la playa, y el viento era muy bueno, pasó a cinco pueblos de mucho rescate, de los cuales era uno Veragua, donde decían los indios que se cogía el oro, y se hacían los espejos. El día siguiente llegó a un pueblo que se llama Cubiga, donde, según decía el indio de Cariay, se acababa la tierra de rescate, que tenía principio en Cerabaró y continuaba hasta Cubiga, en que hay cincuenta leguas de costa; sin detenerse el Almirante, navegó hasta que entró en Portobelo, al que puso este nombre porque es muy grande, muy hermoso y poblado, y tiene alrededor mucha tierra cultivada; entró en él a 2 de Noviembre, por entre dos isletas; dentro de él pueden las naves acercarse a tierra, y si quieren, salir volteando. La tierra que circunda este puerto es alta, y no muy áspera, bien labrada y llena de casas distantes unas de otras un tiro de piedra o de ballesta; parece una cosa pintada, la más hermosa que se ha visto,</p><p>En siete días que estuvimos aquí detenidos por las lluvias y malos tiempos, venían a los navíos canoas de todo el contorno a cambiar alimentos de los que ellos comen, y ovillos de algodón hilado, muy lindo, que daban por algunas cosillas de latón, como alfileres y agujetas.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo XCIII</p><p><em>Cómo el Almirante llegó a Puerto de Bastimentos y al de Nombre de Dios, y navegó hasta que entró en el del Retrete</em></p><p>Miércoles, 9 de Noviembre, salimos de Portobelo, y navegamos hacia Levante ocho leguas; pero, el día siguiente volvimos atrás cuatro, forzados del mal tiempo, y entramos en las isletas, cerca de Tierra Firme, donde está Nombre de Dios, y porque todos aquellos contornos e isletas estaban llenas de maizales, se les puso de nombre, puerto de Bastimentos; allí queriendo un batel nuestro, bien armado, tomar lengua de una canoa, creyendo los indios que pensaba hacerles algún daño, viendo el batel a menos de un tiro de piedra, se echaron todos al agua, para huir nadando, y de tal modo lo hicieron que por más que el batel bogó mucho, no pudo tomar alguno en media legua que los persiguió; porque cuando los alcanzaba, se sumergían como hacen las aves de agua, y de allí a un rato volvían a salir en otro sitio distante un tiro o dos de ballesta; persecución divertida, por ver cómo el batel se fatigaba en vano, y, al fin, tuvo que volver vacío. Estuvimos allí hasta 23 de Noviembre, componiendo los navíos y la vasija, y partimos dicho día hacia Oriente, hasta una tierra que llaman Guiga, del mismo nombre que otra situada en Veragua y Ciguaré. Llegadas las barcas a tierra hallaron en la playa más de trescientos indios, con deseo de trocar comestibles de los suyos, y algunas muestras de oro que traían colgando de las orejas y de la nariz.</p><p>Sin detenernos, el sábado, a 26 de Noviembre, entramos en un puertecillo al que se dio nombre de El Retrete, porque no cabían en él más de cinco o seis navíos; su entrada era por una boca de quince o veinte pasos de ancho; a los dos lados había rocas que salían del agua, como puntas de diamantes, y era tan profundo el canal por el medio, que acercándose a la orilla un poco, se podía saltar desde el navío en tierra, lo que fue la causa principal de que peligrasen los navíos en la angostura de aquel puerto, de lo que tuvieron culpa los que fueron a sondarle antes de entrar allí las naves los cuales mintieron por desembarcar, deseosos de rescates; pues, si los indios hubiesen querido, nos habrían asaltado viendo que los navíos se habían acercado a la orilla. Estuvimos en este puerto nueve días con tiempo revuelto; en los primeros, venían los indios muy pacíficamente a rescatar sus cosillas pero, viendo después salir a los cristianos secretamente de los navíos, se retiraron a sus casas, porque los marineros, como gente sin freno y avara, les hacían muchos ultrajes, lo que motivó el que los indios se airasen de tal forma, que se rompió la paz, hubo algunas escaramuzas entre ambas partes, y creciendo los indios cada día más en número, se atrevieron a llegar a los navíos, que, como hemos dicho, estaban con el bordo en tierra, creyendo poderles hacer daño, cuyo intento no les hubiera salido en vano si el Almirante no hubiese procurado siempre apaciguarlos con paciencia y cortesía; pero, viendo después su soberbia y arrogancia, para meterles miedo, hizo disparar una lombarda, a cuyo estruendo correspondían con gritos, dando palos a las ramas de los árboles, haciendo grandes amenazas, para mostrar que no tenían miedo de aquel gran ruido, porque creían verdaderamente que aquellos truenos sólo servían de causar espanto; por esto, y también porque no tuviesen tanta soberbia, ni despreciasen a los cristianos, mandó el Almirante disparar contra una cuadrilla de indios que estaban en un cerrillo, y dando la pelota en medio de ellos, les hizo conocer que aquella burla tenla de rayo tanto como de trueno; por lo que, después, no se atrevían a presentar ni siquiera en lo alto de los montes. Era la gente de esta tierra la más bien dispuesta que hasta entonces se había visto entre los indios, porque eran altos, enjutos, nada de hinchados los vientres, y hermosos de rostro. La tierra estaba toda llena de hierbecilla, con pocos árboles, y en el puerto había grandísimos lagartos o cocodrilos, los cuales salen a estar y dormir en tierra, y esparcen un olor tan suave, que parece del mejor almizcle del mundo; pero, son tan carniceros y tan crueles, que si encuentran algún hombres durmiendo en tierra, le cogen y lo arrastran al agua para comérselo; fuera de esto, son tímidos, y huyen cuando se les acomete. Hay de estos lagartos en otras muchas partes de las Indias, y afirman algunos ser éstos lo mismo que los cocodrilos del Nilo.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;CapÍtulo XCIV</p><p><em>Cómo por la fuerza de los temporales volvió el Almirante hacia Poniente para saber de las minas e informarse de Veragua</em></p><p>Lunes, a 5 de Diciembre, viendo el Almirante que la violencia de los vientos levantes y nordestes no cesaba, y que no podía rescatar con aquellos pueblos, determino volver a certificarse de lo que decían los indios acerca de las minas de Veragua; y así aquel día fue a dormir a Portobelo, diez leguas a Occidente; siguiendo otro día su camino, fue embestido de un viento oeste, contrario a su nuevo intento; pero bien próspero comparado con el que había tenido por espacio de tres meses antes, y porque no creyó que durase este viento, no quiso cambiar de rumbo, sino luchar algunos días, porque eran los vientos inseguros; ya que vino un poco de buen viento a propósito para ir a Veragua, le sucedió otro contrario, que le hizo volver hacia Portobelo, y cuando tenía más esperanza de entrar en el puerto, volvía el viento a mudarse, contrario al que necesitábamos, a veces con tantos truenos y relámpagos que no se atrevía la gente a abrir los ojos; parecía que los navíos se hundían y que el cielo se venía abajo; algunas veces se continuaban tanto los truenos, que se tenía por cierto que alguna nave de la compañía disparaba la artillería pidiendo socorro; otras veces se resolvía el tiempo en tanta lluvia, que en dos o tres días no dejaba de llover copiosamente, de modo que parecía un nuevo diluvio. Por ello, ninguno de los navíos dejaba de padecer gran trabajo, y de estar medio desesperado, viendo que no podían reposar media hora, bañados continuamente de agua, y caminando, ya a una parte, ya a otra, luchando con todos los elementos y temiendo de todos; pues en temporales tan espantosos, temían al fuego, por los rayos y los relámpagos; al aire, por su furia; al agua, por las olas, y a la tierra, por los bajos y escollos de costas no conocidas, que suelen hallar los hombres cerca del puerto donde esperaban encontrar descanso, y por no tener noticia, o no conocer bien la entrada, se tiene por mejor luchar con otros elementos de los que se reciba menos daño.</p><p>A más de estos temores tan diversos, sobrevino otro de no menor peligro y admiración, que fue una manga de agua que pasó el martes, 13 de Diciembre, por entre los navíos, que si no la hubiesen cortado diciendo el Evangelio de San Juan, no hay duda que anegara cuanto cogiera debajo; porque, como hemos dicho, sube el agua hasta las nubes en forma de columna más gruesa que un tonel, retorciéndola como un torbellino. Aquella misma noche perdimos de vista la nave Vizcaína, y con buena suerte, volvimos a verle después de tres días oscurísimos, aunque perdido el batel, por haber corrido enorme peligro, pues habiendo fondeado cerca de tierra con el auxilio de una áncora, que al fin perdió, se vio precisado a cortar el cable. En aquella ocasión se notó que las corrientes de la costa eran conformes a los temporales, pues entonces iban con el viento hacia Levante, y se volvían al contrario cuando reinaban levantes, que corrían hacia Poniente; porque parece que las aguas siguen aquí el curso de los vientos que soplan más.</p><p>Con tales contrariedades de mar y de viento, perseguida la armada con tanta fuerza que la tenían medio deshecha, sin poder ninguno hacer más, por los trabajos padecidos, se logró algún descanso en un día o dos de calma, en que vinieron a los navíos tantos tiburones, que casi ponían miedo, especialmente a los que observan agüeros; pues así como se dice de los buitres que barruntan donde hay cuerpo muerto, y perciben el olor a muchas leguas de distancia, esto mismo piensan algunos que sucede a los tiburones, los cuales cogen el brazo o la pierna de una persona, con los dientes, y la cortan como con una navaja, porque tienen dos filas de dientes a modo de sierra, fue tanta la matanza que hicimos de ellos, con el anzuelo de cadena, que por no poder matar más, los dejamos correr por el agua; es tanta la voracidad suya, que no sólo comen toda carroña, sino que son cogidos con el trapo colorado en que se envuelve al anzuelo, yo vi sacar del vientre de uno de estos tiburones, una tortuga, que vivió después en el navío; de otro, la cabeza de un tiburón, que habíamos cortado y echado al mar, por no ser de comer, aunque lo demás es carne apetitosa; se la había engullido el tiburón, y nos pareció cosa fuera de razón que un animal se tragase una cabeza de la grandeza de la suya; pero no es de maravillar, porque tienen la boca rasgada casi hasta el vientre. Aunque algunos lo tuviesen por mal agüero, y otros por mal pescado, a todos les hicimos el honor de comerlos, por la penuria que teníamos de vituallas, pues habían pasado más de ocho meses que corríamos por el mar, en los que se había consumido toda la carne y el pescado que llevamos de España, y con los calores y la humedad del mar, hasta el bizcocho se había llenado tanto de gusanos que, ¡así Dios me ayude!, vi muchos que esperaban a la noche para comer la mazamorra, por no ver los gusanos que tenía; otros estaban ya tan acostumbrados a comerlos, que no los quitaban, aunque los viesen, porque si se detenían en esto, perderían la cena.</p><p>El sábado, a 17 del mes, entró el Almirante en un puerto, tres leguas al Oriente del peñón que los indios llamaban Huiva, y era como un gran puerto, donde descansamos tres días; saltando en tierra, vimos a los moradores habitar en las copas de los árboles, como pájaros, atravesados algunos palos de un ramo a otro, y fabricadas allí sus cabañas, que así pueden llamarse, mejor que casas; aunque no sabíamos el motivo de esta novedad, juzgamos que procediese de miedo a los grifos que hay en aquel país, o a los enemigos, porque en toda aquella costa, de una legua a otra, hay grandes enemistades. A 20 del mismo mes, partimos de este puerto con bonanza poco segura, porque apenas salimos al mar, volvieron a molestarnos los vientos y las tempestades, de manera que nos vimos obligados a entrar en otro puerto, del que salimos al tercer día con muestra de mejor tiempo; pero, como quien espera al enemigo en alguna esquina para matarle, luego nos embistió un mal tiempo, que nos llevó casi al Peñón, y cuando ya teníamos esperanza de entrar en el puerto donde nos habíamos refugiado primero, como si jugase con nosotros nos embistió a la boca del puerto tan contrario viento, que nos forzó a volver hacia Veragua.</p><p>Estando parados en la ribera del mismo río, se volvió el tiempo tan violento que sólo fue de provecho en dejarnos tomar aquel puerto de cuya boca nos habíamos retirado antes, el jueves, a 22 del mes de Diciembre; aquí estuvimos desde el día segundo de Navidad, hasta 3 de Enero del año siguiente de 1503. Compuesta allí la nave Gallega, y hecha la provisión de maíz, agua y leña, volvimos al camino de Veragua con malos y contrarios vientos que se hacían peores conforme el Almirante cambiaba el rumbo de su camino; esto fue cosa tan extraña y jamás vista, que yo no habría anotado tantos cambios si, a más de estar presente, no lo hubiese visto escrito por Diego Méndez, el que navegó con las canoas desde Jamaica, de que adelante se hará mención, el cual también escribió este viaje, y en la carta que el Almirante envió con él a los Reyes Católicos, cuya relación puede conocer el lector, pues está impresa, cuánto padecimos, y cuánto persigue la fortuna a los que debía dar prosperidades.</p><p>Pero, volviendo a las mudanzas y contrariedades de los vientos y del viaje que tanta fatiga nos dieron, entre Veragua y Portobelo, por lo cual se llamó aquella costa después, la Costa de los Contrastes, digo que el jueves de la Epifanía dimos fondo junto a un río que los indios llaman Yebra, y el Almirante le llamó Belén, porque llegamos a dicho lugar el día de los Tres Magos. Al punto hizo sondar la boca de aquel río, y de otro que estaba más a Occidente, que los indios llamaban Veragua; halló su entrada muy baja, y la de Belén con cuatro brazas de agua en plena mar. Entraron con las barcas en el río Belén, y subieron hasta el pueblo donde tenían noticia que estaban las minas de oro de Veragua, aunque, al principio, no sólo rehusaban los indios hablar, sino que se juntaban armados para impedir que desembarcasen los cristianos. Al día siguiente, yendo nuestras barcas al río de Veragua, los indios de aquel pueblo hicieron lo mismo que los anteriores; tanto en tierra, como en el mar, se prepararon a la defensa con sus canoas; mas por haber ido con los cristianos un indio de aquella costa, que les entendía un poco, y les dijo ser nosotros buenas personas, que no queríamos cosa alguna sin pagarla, se aquietaron algo; trocaron veinte espejos de oro, algunos canutillos y granos de oro sin fundir; para darles más valor, decían que se cogían lejos de allí; que cuando esto hacían no comían, ni llevaban mujeres consigo; que es lo mismo que decían también los de la Española cuando fue descubierta.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p><br>&nbsp;</p>
contexto
<p>CapÍtulo XCV</p><p><em>Cómo el Almirante entró con sus navíos en el río de Belén y determinó edificar allí un pueblo, y dejar en él al Adelantado, su hermano</em></p><p>Entramos en el río de Belén con la nave Capitana y la Vizcaína, el lunes 9 de Enero, y al instante vinieron los indios a cambiar las cosas que tenían, especialmente pescado, que a ciertos tiempos entra en aquel río, del mar, lo que parece increíble a quien no lo vea; allí trocaron algún poco de oro, por alfileres; lo que valía más, lo daban por unas cuentas, o por cascabeles. El día siguiente entraron los otros dos navíos que no habían entrado antes, pues por haber poca agua en la boca, les fue preciso esperar la creciente, aunque no sube allí el mar, en la mayor marea, sino media braza. Como Veragua tenía mucha fama de minas y grandes riquezas, al tercer día de nuestro arribo, el Adelantado fue con las barcas al mar, para entrar por el río e ir hasta el pueblo del Quibio, que así llaman los indios a sus reyes. Este, sabida la venida del Adelantado fue con sus canoas por el río abajo, a recibirle; se trataron ambos con mucha cortesía y amistad, dando el uno al otro las cosas que más estimaban, y habiendo estado un gran rato en conversación, se retiró cada uno a los suyos, con gran quietud y paz.</p><p>El día siguiente fue el Quibio a los navíos a visitar al Almirante, y habiendo estado más de una hora en conversación, el Almirante le dio algunas cosas, los suyos rescataron algún oro por cascabeles, y se volvió sin ceremonia alguna por el camino que había ido.</p><p>Estando nosotros muy contentos y seguros, el martes a 24 de Enero, de repente creció el río de Belén tanto que: sin poder evitarlo ni echar los cables a tierra, dio la violencia del agua a la Capitana con tanta fuerza que rompió una de sus dos anclas, y la echó con tanto ímpetu sobre la nave Gallega, que estaba a su popa, que del golpe le rompió la contramesana; luego, abordándose la una con la otra, corrían con tanta furia de aquí para allá que estuvieron en peligro de perecer con toda la armada.</p><p>Pensaron algunos que la causa de esta marejada fuesen las grandes y continuas lluvias que hubo el invierno en aquella tierra, sin que cesasen ni un día; pero, si esto fuera así, habría la creciente engrosado poco a poco, y no vendría de repente con tanta vehemencia; por lo cual se sospechaba que fuese algún gran turbión que descargó sobre los montes de Veragua que llamó de San Cristóbal el Almirante, porque la cumbre del más alto entraba en la región del aire donde se engendran los cambios, por lo que, en su altura, no se ven nubes, sino que están más bajas; quien lo viere dirá que es una ermita, y está, por lo menos, a veinte leguas de tierra adentro, en medio de montañas cubiertas de árboles; allí creímos haberse originado esta crecida, la cual hizo tanto daño, que el menor peligro fue que, si bien podíamos con la creciente salir al ancho mar, que estaba media milla distante, era tan cruel la tormenta que andaba en él, que pronto nos hubiera hecho pedazos al salir por la desembocadura. Esta tormenta duró tantos días que no pudimos asegurar y amarrar bien los navíos; se rompían las olas con tanta furia contra la boca del río, que no podían las barcas salir de él a correr la costa, reconocer la tierra para saber dónde estaban las minas, y elegir el mejor sitio para edificar un pueblo; porque tenía determinado el Almirante dejar aquí al Adelantado con la mayor parte de la gente, para que poblasen y sujetasen aquella tierra, hasta que él fuese a Castilla, para enviarles socorro de gente y bastimentos.</p><p>Con este designio, habiendo abonanzado el tiempo, lunes, a 6 de Febrero, envió al Adelantado, por mar, con 68 hombres, a la boca del río Veragua, que distaba de Belén una legua al Occidente, y navegaron por el río arriba, otra legua y media, hasta el pueblo del Cacique, donde estuvieron un día, informándose del camino de las minas. El miércoles siguiente anduvieron cuatro leguas y media, y fueron a dormir cerca de un río que pasaron cuarenta y tres veces; el día siguiente caminaron legua y media hacia las minas, que les enseñaron los indios que había dado por guías el Rey Quibio; a cabo de dos horas, después que llegaron, cada uno cogió oro, entre las raíces de los árboles, que son altísimos en aquel país y llegan al cielo. Estimóse mucho esta muestra porque ninguno de los que iban llevaba ingenios para sacar el oro, ni vez alguna lo habían cogido. Como su viaje no era más que para informarse de las minas, se volvieron muy alegres aquel día, a dormir a Veragua, y el siguiente, a los navíos. Es verdad, como se supo después, que estas minas no eran las de Veragua, que están más cercanas, sino de Urirá, que es un pueblo de enemigos, y porque tenían guerra con los de Veragua, para darles enojo, mandó el Quibio que fuesen guiados allí los cristianos, y también para que éstos codiciasen ir a las minas de Urirá y dejasen las de Veragua.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo XCVI</p><p><em>Cómo el Adelantado visitó algunos pueblos de la provincia y las cosas y costumbres de los indios de aquella tierra</em></p><p>El jueves, a 16 de Febrero del año referido de 1503, salió el Adelantado con cincuenta y nueve personas y con una barca por mar con catorce; el día siguiente, por la mañana, llegaron al río Urirá, que dista siete leguas del de Belén, hacia Occidente; a una legua del pueblo le fue a recibir el cacique, con veinte indios, le presentó muchas cosas de las que comen, y se trocaron algunos espejos de oro. Mientras estaban allí el cacique y sus principales, no cesaban de meterse en la boca una hierba seca, y de mascarla; a veces tomaban también cierto polvo, que llevaban juntamente con la hierba seca, lo cual parece mucha barbarie. Después de estar allí un rato, los indios y los cristianos fueron al pueblo, donde había mucha gente que los salió a recibir; señaláronles una casa donde se alojasen, y presentándoles muchas cosas de comer. De allí a poco vino el cacique de Dururi, que es otro pueblo vecino, con muchos indios, los cuales también traían algunos espejos para trocarlos; y de éstos y de aquéllos entendieron que en la tierra adentro había muchos caciques que tenían gran abundancia de oro, y de gente armada como nosotros.</p><p>Al día siguiente mandó el Adelantado que la mayor parte de la gente se volviese por tierra a los navíos, y siguió su viaje, con treinta hombres, hacia Zobraba, donde había más de seis leguas de maizales, que son como los campos de trigo; desde aquí fue a Cateba, que es otro pueblo; en ambos tuvo buena acogida, y le dieron bastimentos, rescatando aún algunos espejos de oro, los que, según hemos dicho, son como patenas de cáliz, unos mayores y otros menores, de doce ducados de peso, unos más y otros menos; traénlos al cuello, colgados de una cuerdecilla, como nosotros el Agnus Dei u otra reliquia.</p><p>Como entonces el Adelantado se había alejado mucho de los navíos, sin haber hallado por toda aquella costa puerto alguno, ni río más grande que el de Belén, para edificar una población, se volvió por el mismo camino, a 24 de Febrero, con muchos ducados de oro, ganados en rescates. Tan luego como llegó, comenzó con diligencia a disponer su mansión, y, para esto, en cuadrillas de diez, o de menos, como lo acordaban quienes hablan de quedar, que eran en total ochenta, comenzaron a edificar casas, a distancia de un tiro de lombarda de la boca del río, pasada una cala que está a mano derecha, entrando por el río, en cuya boca se levanta un montecillo. A más de las casas, que eran de madera, cubiertas de hojas de palmas, que nacen en la playa, se hizo también otra casa grande que sirviese de tienda y alhóndiga, en la que se puso mucha pólvora, artillería, bastimentos y otras cosas para el sustento de los pobladores, las más necesarias, como vino, bizcocho, aceite, vinagre, quesos y muchas legumbres, porque no había allí otra cosa que comer. Estas cosas dejaban aquí como en parte más segura que en la nave Gallega, que la reservaba el Adelantado para valerse de ella en mar y tierra, con todos los aparejos de redes y anzuelos y otras cosas útiles a la pesca, porque, según hemos dicho, hay en aquella región muchos peces en todos los ríos, a los cuales, y a la orilla del mar, van en ciertos tiempos del año, como de paso, ciertas especies de aquéllos, de los que toda la gente del país se alimenta más que de carne, pues aunque hay allí algunas especies de animales, no bastan al ordinario sustento de los indios. Las costumbres de estos indios son, generalmente, parecidas a los de la Española e islas vecinas; pero, los de Veragua y del contorno, cuando hablan uno con otro, se ponen de espaldas, y cuando comen, mascan siempre cierta hierba, lo que juzgamos debe ser causa de tener los dientes gastados y podridos. Su comida es pescado, que pescan con redes y con anzuelos de hueso, que los hacen de las conchas de las tortugas, cortándolas con hilo de cabuya; lo mismo hacen en las otras islas. Tenían otro modo para pescar algunos peces tan pequeños como los que más, llamados Titi en la Española; éstos acuden a ciertos tiempos, con las lluvias, a las orillas, donde son tan perseguidos de los peces mayores, que se ven obligados a subir a la superficie del agua, en la que los pescan los indios con esterillas y con redes muy chicas; así cogen cuantos quieren, y los envuelven en hojas de árboles, del mismo modo que conservan los drogueros sus confecciones; tostados luego, en el horno, se conservan por largo tiempo. También acostumbran pescar sardinas, de modo análogo al que hemos dicho en otras pescas, pues la sardina huye, en ocasiones, de los peces grandes, con tanta velocidad y miedo, que saltan a la playa seca dos o tres pasos; de modo que el único trabajo es tomarlas, como a los otros peces. Pescan también de otro modo las sardinas; en las canoas, desde la popa a la proa, pon en un seto de hojas de palma, de tres brazas de alto; navegando por el río, hacen mucho ruido y dan con los remos en el bordo, porque las sardinas, para salvarse del pez que las persigue, saltan por la canoa, dan en el seto y caen dentro; y así toman cuantas quieren. Los jureles, los sábalos y aun las lizas van también allí a su tiempo, como también otros géneros de peces, y es cosa maravillosa ver, cómo al tiempo que éstos pasan por aquellos ríos, toman tan gran cantidad, que conservan mucho tiempo tostada. Tienen también para su alimento mucho maíz, que es cierto grano que nace como el mijo, con una espiga o panocha, de que hacen vino tinto, y blanco, como la cerveza de Inglaterra; allí echan lo que les parece, según lo que más les agrada, y sale de buen sabor, semejante al vino raspante. Hacen otro vino de unos árboles que parecen palmas, y yo creo que son especie de éstas, aunque son lisos como los otros árboles y tienen en el tronco muchas espinas tan largas como las del puerco espín. De la médula de estas palmas, que son como palmitos, apretándola y exprimiéndola, sacan el zumo de que hacen el vino, y cociéndolo con agua y con sus especias, lo tienen por muy bueno y preciado. También hacen otro vino del mismo fruto que hemos dicho que se halló en la isla de Guadalupe, que es semejante a una piña gruesa, y la planta se siembra en campos anchos, con un gran pimpollo que sale encima de la misma piña, como sucede en los tallos de la lechuga; esta planta dura tres o cuatro años, dando siempre fruto. Hacen también vino de varias suertes de frutas, especialmente de una que nace en árboles altísimos, tan grandes como cedros; cada una tiene dos, tres y cuatro huesos, a modo de nueces, aunque no redondo, sino como el ajo, o la castaña; la corteza de ese fruto es como la de la granada, y se parece a ella cuando está quitado del árbol, aunque no tiene coronilla; su sabor es como de durazno, o pera muy buena; de éstas unas son mejores que otras, como sucede en las demás frutas; también las hay en las islas Antillas, y los indios las llaman Mameyes.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo XCVII</p><p><em>Cómo para seguridad del pueblo de los cristianos fue preso el Quibio, con muchos indios principales, y cómo huyó por negligencia de los que le guardaban</em></p><p>Ya estaban en orden todas las cosas de la población, en la que había diez o doce casas cubiertas de paja, y el Almirante dispuesto para ir a Castilla, cuando el río, que antes, por la soberbia de las aguas, nos había puesto en gran peligro, ahora nos puso en mayor, por falta de ellas, pues habiendo cesado ya las lluvias de Enero, con el buen tiempo, se cerró la boca del río con arena, de modo que cuando entramos en él, tenía cuatro brazas de agua, que era muy poca para la que se necesitaba; cuando quisimos salir, tenía media braza; con esto, quedamos encerrados y sin remedio alguno, porque era imposible sacar los navíos por la arena; y aun cuando hubiéramos tenido máquinas para hacerlo, no estaba el mar tan tranquilo que con la menor ola que llegase a la orilla, no hiciese pedazos los navíos, especialmente los nuestros, que ya parecían panales, agujereados todos por la broma. Entonces, nos encomendamos a Dios, pidiéndole nos diese lluvia, como antes le habíamos pedido tiempo sereno, porque sabíamos que lloviendo, llevaría más agua el río y se abriría la boca, como suele suceder en aquellos ríos. Súpose, al mismo tiempo, por medio del intérprete, que el Quibio, .cacique de Veragua, tenía deliberado de venir secretamente a poner fuego a las casas y matar a los cristianos, porque a todos los indios pesaba mucho que poblasen en aquel río. Y pareció que para castigo suyo, y escarmiento y temor de los comarcanos, era bien prendello con todos sus principales, y traellos a Castilla, y que su pueblo quedase en servicio de los cristianos. Para hacerlo así fue el Adelantado con setenta y cuatro hombres al pueblo de Veragua, el día 30 de Marzo de 1503; y aunque llamóle pueblo, es de advertir que en aquella tierra no hay casas juntas, pues viven como los de Vizcaya, separados los unos de los otros.</p><p>Cuando el Quibio supo que se acercaba el Adelantado, le mandó a decir que no fuese a su casa, que estaba en una colina sobre el río Veragua; para que no se huyese de miedo, acordó el Adelantado ir a ella con solo cinco hombres, dejando orden a los demás que fuesen a la zaga, de dos, en dos, separados unos de otros, y que en oyendo disparar un arcabuz, rodeasen la casa de manera que nadie se escapase.</p><p>Habiéndose acercado el Adelantado a la casa, le envió otro recado el Quibio, diciéndole que no entrase en ella, que él saldría a hablarle, aunque estaba herido de una flecha; esto lo hacen así para que no vean sus mujeres, porque son celosísimos; por ello salió hasta la puerta, y se sentó allí, diciendo que llegase sólo el Adelantado, el cual lo hizo así.</p><p>Habiendo llegado el Adelantado al cacique, le preguntó por su enfermedad y otras cosas de la tierra, por medio de un indio que llevaba, que habíamos cogido más de tres meses antes, cerca de allí, y andaba con nosotros familiar y voluntariamente; el cual tenía entonces gran miedo, por el amor que nos profesaba, sabiendo que el Quibio deseaba mucho matar a los cristianos, y como no conocía aún nuestras fuerzas, creía se podría salir con ello fácilmente, por la multitud de gente que había en la provincia. Pero el Adelantado se cuidaba poco de este miedo, y fingiendo querer ver dónde tenía el cacique la herida, le cogió de un brazo. Y como ambos eran de gran fuerza, el Adelantado hizo tan buena presa que le sujetó hasta que llegaron los cuatro; hecho esto, mandó disparar el arcabuz y corrieron todos los cristianos de la emboscada en torno a la casa, donde había cincuenta personas grandes y pequeñas, de que se prendió la mayor parte, sin haber herido a ninguno; porque viendo a su rey preso, no quisieron ponerse en defensa. Había entre éstos algunos hijos y mujeres del Quibio, y otros indios principales, que prometían grandes riquezas, diciendo que en un bosque cercano había un gran tesoro, y que todo lo darían por su rescate; pero no satisfecho el Adelantado con aquella promesa, determinó que, antes que se juntasen los del contorno, el Quibio fuese enviado preso a la nave juntamente con su mujer e hijos y los indios principales; él quedóse con la mayor parte de la gente, para ir contra los vasallos y parientes que habían huido.</p><p>Después, tratando con los capitanes y la gente de más honra, acerca de a quién se debía encomendar aquella gente para que la llevase hasta la boca del río, se la entregó a Juan Sánchez de Cádiz, piloto y hombre muy estimado, porque se ofreció a conducirlos, llevando al cacique atado de pies y manos; advirtiéndole que tuviese cuidado de que no se escapase; respondió que le pelasen las barbas si se le huía. Tomóle a su cuidado y partió con él, río abajo de Veragua; estando a media legua de la boca, empezó el Quibio a lamentarse mucho de llevar atadas tan fuertemente las manos, de manera que movió a piedad a Juan Sánchez, y le desató del banco de la barca donde iba sujeto, teniéndole sujeto con la cuerda. De allí a poco, viéndole el Quibio algo distraído, se echó al agua, y Juan Sánchez, no pudiendo hacer fuerza con la cuerda, la dejó, por no caer también al río. Llegada la noche, con el ruido de los que andaban en la barca, no pudieron ver ni oír dónde había tomado tierra; de modo que no supieron más noticia de él, como si fuese un peñón que había caído en el agua. Para que no sucediese lo mismo con los otros cautivos, siguieron su camino las naves, con bastante vergüenza de su descuido e inadvertencia. El día siguiente, que fue primero de abril, viendo el Adelantado que la tierra era montuosa, llena de árboles, y que allí no había pueblo ordenado, sino una casa en un collado y otra en otro, y que sería muy dificultoso ir de una parte a otra, acordó volverse a los navíos con su gente, sin que ninguno de ellos fuese muerto o herido, y presentó al Almirante los despojos habidos en la casa del Quibio, que valdrían 300 ducados en espejos, aguilillas y canutillos de oro que se ponen engarzados en los brazos y alrededor de las piernas, y tiras de oro con que, a modo de corona, se rodean la cabeza; todo lo cual, sacado el quinto para los Reyes Católicos, se dividió y repartió entre los que habían ido a la empresa; al Adelantado, en señal de su victoria, se le dio una corona de las ya mencionadas.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;CapÍtulo XCVIII</p><p><em>Cómo habiendo salido el Almirante para Castilla asaltó Quibio el pueblo de los cristianos, en cuyo combate hubo muchos muertos y heridos</em></p><p>Estando a la sazón proveídas las cosas pertenecientes al mantenimiento del pueblo, y hechas las provisiones y ordenanzas que para su gobierno había dispuesto el Almirante, quiso Dios mandar tanta lluvia que creció mucho el río, de modo que volvió a abrirse la boca; por lo que resolvió el Almirante partir luego a la Española con tres navíos, para enviar de allí socorro con la mayor diligencia. Así, esperando bonanza y calma, porque el mar no rompiese ni batiese la boca del río, salimos con los dichos navíos, yendo las barcas delante, de remolque; pero ninguno salió tan limpio que no arrastrase la quilla por el fondo, que si no fuese de arena movible, hasta en la bonanza hubiesen peligrado. Hecho esto, muy luego, todos llevamos, con gran presteza, dentro de las naos, lo que habíamos sacado para aligerarlas al tiempo de la salida; y esperando de este modo, ya salidos a la dilatada costa, a una legua de la boca. del río, el tiempo de navegar, quiso Dios milagrosamente que hubiese motivo para enviar la barca de la Capitana a tierra, tanto por agua como por otras cosas necesarias, para que con la pérdida de éstas se salvaran los que estaban en tierra y en el mar. Fue el caso que los indios y el Quibio, viendo que por estar los navíos fuera no podían dar socorro a los que quedaban en la fortaleza, al punto mismo que llegó la barca a tierra, asaltaron el pueblo de los cristianos, no habiendo sido descubiertos por lo espeso del bosque; tan luego como estuvieron a diez pasos de la casa, les asaltaron, dando fuertes gritos, tirando lanzas a cuantos veían, y a las casas, que por ser cubiertas con hojas de palmas, las pasaban fácilmente de un lado al otro, y alguna vez herían a los que estaban dentro; de modo que habiendo cogido de improviso a los nuestros, y muy ajenos de esta sorpresa, hirieron a cuatro o cinco, antes de ponerse en orden para resistir. El Adelantado, que era hombre de gran corazón, se opuso a los enemigos con una lanza, animando a los suyos, y embistió animosamente a los indios, con siete u ocho que le seguían, de modo que les hicieron retirarse hasta el bosque, que como hemos dicho, estaba cercano a las casas. Desde allí hicieron de nuevo algunas escaramuzas los indios, tirando sus azagayas, y retirándose después, como en el juego de cañas hacen los españoles, hasta que acudiendo muchos cristianos, fueron los indios castigados con el corte de las espadas, y por un perro que los perseguía fieramente, con lo que se pusieron en fuga, dejando muerto un cristiano y siete heridos, entre ellos al Adelantado con una lanzada en el pecho. De este peligro se resguardaron bien dos cristianos, cuyo caso, por contar el ingenio de uno, que era italiano, lombardo, y la gravedad del otro, que era castellano, se debe contar, y fue así: El lombardo, llamado Sebastián, huyendo furiosamente a esconderse en una casa, le dijo Diego Méndez, de quien se hará mención más adelante: <em>«Vuelve, vuelve atrás, Sebastián; ¿dónde vas?»</em>; a quien respondió: <em>«Déjame ir, diablo, que voy a poner en salvo mi Persona»</em>. El español era el capitán Diego Tristán, a quien el Almirante había enviado con la barca a tierra, el cual no salió fuera con su gente, aunque estaba en el río, cerca de donde era la contienda; habiéndole preguntado algunos, y reprendido otros, por qué no salía en ayuda de los cristianos, respondió que lo hacía para evitar que los cristianos de tierra, llenos de miedo, entrasen en la barca, si se acercaba con ella y pereciesen todos; porque, perdida la barca, el Almirante correría después peligro en el mar; y por esto no quería hacer más de lo que se le había mandado, que era cargar agua y leña; a lo menos, hasta que viese que los nuestros tenían más necesidad de su socorro. Queriendo cumplir el encargo de tomar agua, para luego dar al Almirante cuenta de lo que pasaba, determinó ir por el río arriba a tomarla, hasta donde no se mezclase la dulce con la amarga, aunque algunos le intimaron que no hiciese aquel viaje, por el gran peligro que había con los indios y sus canoas; a que respondió que no temía aquel riesgo; que para esto había ido, y le había mandado el Almirante; así continuó su camino el río arriba, que es muy profundo, y muy cerrado de ambas partes, pobladas de árboles que llegan hasta el agua, y tan espesos que apenas es posible bajar a tierra, salvo en algunos parajes donde terminan las sendas de los pescadores, y donde ellos esconden sus canoas.</p><p>Tan luego como los indios le vieron casi una legua más arriba del pueblo, salieron de lo más boscoso de ambas orillas con sus barcas o canoas, y con grandes alaridos embistieron por todas partes, tocando cuernos, con atrevimiento y mucha ventaja; porque siendo sus canoas ligerísimas, que un solo indio basta para gobernarlas y guiarlas adonde quieren, especialmente las que son chicas y de pescadores, venían en cada una tres o cuatro indios: uno bogaba y los otros arrojaban lanzas y dardos, contra los de la barca; llamo dardos y lanzas a sus varas, por el tamaño que tienen, si bien no llevan hierro, sino espinas o dientes de pez.</p><p>No habiendo en nuestra barca sino siete u ocho hombres que bogaban, y el capitán con solos dos o tres soldados, no podían resguardarse de las muchas lanzas que les tiraban, con lo que tuvieron que dejar los remos, y tomar las rodelas; pero era tanta la muchedumbre de indios que llovía de todas partes, que arrimándose con las canoas, y retirándose cuando les parecía, con destreza, hirieron la mayor parte de los cristianos, y especialmente al capitán, al que dieron muchas heridas, y aunque estuvo siempre firme, animando a los suyos, no le sirvió de nada, porque le tenían sitiado por todas partes, sin poderse mover ni valerse de los mosquetes; hasta que, al fin, le hirieron en un ojo con una lanza, de cuya herida cayó muerto de repente; todos los otros tuvieron el mismo fin, excepto un tonelero de Sevilla, llamado Juan de Noya, cuya buena suerte quiso que en medio de la contienda cayese al agua; nadando por debajo, salió a la orilla sin que nadie le viese, y por entre la espesura de los árboles llegó a la población a dar nuevas del suceso, de que se espantaron mucho los nuestros, quienes, viéndose tan pocos, heridos la mayor parte, algunos de los compañeros muertos, y estar el Almirante en el mar, sin barca, a riesgo de no poder volver a sitio de donde pudiese enviar socorros, determinaron no quedarse donde se hallaban; así, al instante, sin obediencia, ni orden alguna, hubiéranse ido de allí, si no lo impidiese la boca del río, que con el mal tiempo se había vuelto a cerrar, de modo que no sólo no podía salir por ella el navío que les había quedado, pero ni una barca, porque el mar lo rompía todo; ni siquiera una persona que pudiese dar aviso al Almirante de lo que les había sucedido.</p><p>Este no corría menos riesgo en el mar donde estaba surto, por ser playa, no tener barca y contar con tan poca gente, por la que le habían muerto; de modo que, él y todos nosotros estábamos en el mismo trabajo y confusión que los del pueblo, quienes, por el desastre del combate pasado, y por venir el río abajo los muertos, llenos de heridas, seguidos de los cuervos de aquel país, que venían sobre ellos graznando y volando, lo tomaban todo por agüero desdichado, y estaban con miedo de tener el mismo fin que los otros; mayormente, viendo que los indios estaban muy soberbios con la victoria, y no los dejaban sosegar un instante, por la mala disposición del pueblo. Es cierto que todos hubiéramos quedado maltrechos si no se tomara la buena resolución de ir a una gran playa, despejada, a la parte oriental del río, donde se fabricó un baluarte con los toneles y otras cosas que tenían, plantando la artillería en lugares convenientes, y así se defendían, porque los indios no se atrevían a salir del bosque, por el daño que recibían de las pelotas.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;CapÍtulo XCIX</p><p><em>Cómo huyeron los indios que estaban presos en las naves, y el Almirante supo de la derrota de los de tierra</em></p><p>Mientras sucedían en tierra estas cosas, pasaron diez días, los cuales estuvo el Almirante con gran desvelo y sospecha de lo que hubiese acaecido, esperando de hora en hora que sosegase el tiempo para enviar la otra barca a saber el motivo de la tardanza de la primera; pero siéndonos contraria en toda la fortuna, no quiso que supiésemos los unos de los otros, y aun por aumentar el trabajo, sucedió que los hijos y parientes del Quibio, que teníamos presos en la nave Bermuda para traerlos a Castilla, pudieron libertarse del modo siguiente: Por la noche los metían debajo de cubierta, y por estar la escotilla tan alta que los presos no podían llegar a ella, se olvidaron los guardas de cerrarla por la parte de arriba, con cadenas, porque allí encima dormían algunos marineros; esto motivó el que procurasen huir los indios; para ello recogieron poco a poco todos los cantos del lastre, los pusieron debajo de la escotilla, haciendo un gran montón, y luego, todos juntos subidos en él, empujando con las espaldas, abrieron una noche, a viva fuerza, la escotilla, derribando los que dormían encima; y saliendo fuera, prontamente, algunos de los principales indios se echaron al agua; mas, por haber concurrido la gente al ruido, no pudieron hacerlo muchos otros. Habiendo luego cerrado la escotilla los marineros con la cadena, hicieron mejor la guardia; por lo que, desesperados los que no se habían podido escapar con sus compañeros, amanecieron ahorcados con las cuerdas que pudieron haber; estaban colgados con los pies y las rodillas en el suelo y en el lastre de la nave, pues no había tanta altura que pudieran levantarse más; de modo que todos los presos de aquel navío huyeron o se mataron, «que aunque la falta de aquellos muertos e idos no hiciese en los navíos mucho daño, parecía que, demás de acrecentarse las desdichas podría a los de tierra recrecerse, que porque quizá el cacique o señor Quibia, por razón de haber sus hijos, holgara de tomar paz con los cristianos, y viendo que no había prenda por quien temer, les haría más cruda guerra».</p><p>Hallándonos con tantos daños y desgracias muy atribulados y a discreción de las amarras con que estábamos surtos, sin saber nada de los de tierra, no faltó quien se atreviese a decir, que, pues aquellos indios, para salvar solamente la vida, se habían arriesgado a echarse al mar, a más de una legua de distancia de tierra, ellos por salvarse a si mismos y a tanta gente, se arriesgarían a tomar tierra nadando, si con la barca que quedaba, que era de la nave Bermuda, los llevaban hasta donde las olas no rompían. Sólo había aquella barca, porque la barca de la Vizcaína, ya hemos dicho que se perdió en el combate, y en todos los tres navíos no había más que la referida, para sus necesidades.</p><p>Viendo el Almirante el buen ánimo de estos marineros, convino en que ejecutasen su ofrecimiento, y la mencionada barca los llevó hasta un tiro de arcabuz de tierra, en parte a la que no podían arrimarse fuera de riesgo, a causa lo recio de las olas que rompían contra la playa; desde aquí se echó al agua Pedro de Ledesma, piloto de Sevilla, y con buen ánimo, ya encima, ya debajo de las olas, llegó finalmente a tierra, donde supo el estado de les nuestros, y oyó decir, a todos, unánimes, que de ningún modo querían quedar vendidos y sin remedio, como estaban, suplicando al Almirante que no se fuera sin recogerlos, porque dejarlos era tanto como condenarlos a muerte, y más entonces que, con las sediciones entre ellos no obedecían al Adelantado, ni a los capitanes, y que todo su estudio y aplicación era ponerse en orden para, cuando abonanzase, tomar alguna canoa y embarcarse; pues con una barca sola que les había quedado no podían hacer esto cómodamente; y que si el Almirante no los acogía en la nave que le había quedado, procurarían salvar las vidas y ponerse al arbitrio de la fortuna antes que estar a la discreción de la muerte que aquellos indios, como crueles carneceros, quisiesen darles. Con esta respuesta volvió Pedro de Ledesma a la barca que le esperaba, y de allí a los navíos, donde contó al Almirante lo que sucedía.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;CapÍtulo C</p><p><em>Cómo el Almirante recogió la gente que había dejado en Belén, y después navegamos a Jamaica</em></p><p>Luego que supo el Almirante la derrota, el alboroto y la desesperación de aquella gente, resolvió esperarlos, a fin de recogerlos, aunque no sin gran peligro, porque tenía sus navíos en la playa, sin reparo alguno, ni esperanza de salvarse, si el tiempo empeoraba; pero quiso Nuestro Señor que, al cabo de ocho días que estuvo allí, abonanzó el tiempo, de modo que con su barca y con grandes canoas bien dispuestas, y atadas una con otra para que no se volcasen, comenzaron a recoger su hacienda; cada uno procuró no ser el último, y se dieron tanta prisa, que en dos días no dejaron en tierra sino el casco del navío, que, a causa de la broma, no podía navegar. Así, con gran alegría de vernos todos juntos, nos hicimos a la vela, llevando el rumbo de Levante, la costa arriba de aquella tierra; pues, aunque a todos los pilotos parecía que tomando la vía del Norte podíamos volver a Santo Domingo, sólo el Almirante y el Adelantado, su hermano, conocían que era necesario ir un buen trecho por la costa arriba, antes de atravesar el mar que hay entre la Tierra Firme y la Española, lo que tenía muy descontenta a la gente, pareciéndoles que el Almirante quería volverse a Castilla por camino derecho, sin navíos, ni bastimentos suficientes al viaje. Pero, como él sabía mejor lo que convenía, seguimos nuestro viaje hasta llegar a Portobelo, donde nos vimos precisados a dejar la nave Vizcaína, por la mucha agua que hacía, y porque todo su plan estaba deshecho y roto por la broma. Siguiendo la costa subimos hasta que pasamos más allá del puerto del Retrete, y de una tierra que tenía cercanas muchas islillas, a las que llamó el Almirante las Barbas, bien que los indios y los pilotos llaman a todo aquel contorno, del Cacique Pocorosa. Desde aquí, pasando más adelante, al extremo que vimos de la Tierra Firme, llamó Mármol, que distaba diez leguas de las Barbas.</p><p>Después, el lunes, primero de Mayo de 1503, tomamos la vía del Norte con vientos y corrientes de la banda de Levante, porque procurábamos siempre navegar con el viento que podíamos. Aunque todos los pilotos decían que ya habríamos pasado al Oriente de las islas de los Caribes, sin embargo, el Almirante temía no poder llegar a la Española, y esto se verificó; porque el miércoles, 10 del mismo mes de Mayo, dimos vista a dos islas muy pequeñas y bajas, llenas de tortugas, de las cuales estaba tan lleno todo aquel mar, que parecían escollos, por lo que se dio a estas islas el nombre de las Tortugas; pasando de largo la vía del Norte, el viernes siguiente, por la tarde, a treinta leguas más adelante arribamos al Jardín de la Reina, que es una muchedumbre de isletas situadas al Mediodía de la isla de Cuba. Estuvimos surtos en este paraje, diez leguas de Cuba, con bastante hambre y trabajos, porque no teníamos que comer mas que bizcocho y un poco de aceite y vinagre, fatigados de día y de noche, para sacar el agua con tres bombas, porque los navíos se&gt; iban a fondo por los muchos agujeros que les había hecho la broma. Estando allí sobrevino de noche una gran tempestad en la que, no pudiendo la Bermuda mantenerse con sus anclas, cargó sobre nuestra nave y rompió toda la proa, aunque no quedó ella sana del todo, porque perdió casi toda la popa, hasta cerca de la limeta; con gran trabajo, por la mucha agua y viento, quiso Dios que se apartasen una de otra, y echadas al mar todas las anclas y las gúmenas que teníamos, nada bastó para afirmar la nave, sino el áncora de esperanza, cuyo cable hallamos al amanecer tan cortado, que sólo pendía de una cuerdecilla, de suerte que si hubiese durado una hora más la noche, hubiese acabado de cortarse, mayormente siendo aquel sitio áspero y lleno de escollos, que no podíamos menos de dar en algunos que teníamos por popa; no obstante, quiso Dios librarnos, como nos había librado de otros muchos peligros.</p><p>Partiendo de aquí con bastante fatiga, fuimos a un pueblo de indios en la costa de Cuba, llamado Macaca, donde habiendo tomado algún refresco, partimos a Jamaica, porque los vientos de Levante y las grandes corrientes que van al Poniente, no nos dejaban ir a la Española, mayormente estando los navíos tan agujereados como hemos dicho, por lo que, ni de día, ni de noche dejábamos de trabajar en sacar el agua con tres bombas, de las que, si se rompía alguna, era preciso que, mientras se aderezaba, supliesen las calderas el oficio de aquélla. A pesar de esto, la noche antes, víspera de San Juan, creció el agua tanto en nuestra nave, que no había medio de vencerla, porque llegaba casi hasta la cubierta; con grandísima fatiga nos mantuvimos así, hasta que, venido el día, llegamos a un puerto de Jamaica, llamado Puerto Bueno; y aunque lo es para reparar los navíos, no tenía agua para poderla coger, ni pueblo alguno alrededor. Pero, remediando esto lo mejor que pudimos, pasado el día de San Juan fuimos a otro puerto más hacia Oriente, llamado Santa Gloria, lleno de peñas; y habiendo entrado en él, no pudiendo sostenerse más los navíos, los encallamos en tierra, lo mejor que pudimos, acomodando uno junto a otro, a lo largo, bordo con bordo, y con muchos puntales a una y otra parte, los pusimos tan fijos, que no se podían mover; así, se llenaron de agua casi hasta la cubierta, sobre la cual, en los castillos de popa y de proa, se arreglaron cámaras donde pudiera la gente alojarse, con intento de hacernos allí fuertes, si los indios quisieran causarnos algún daño, pues, en aquel tiempo, la isla no estaba aún poblada, ni sujeta a los cristianos.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo CI</p><p><em>Cómo el Almirante envió con canoas, desde Jamaica a la Española, a dar aviso de que estaba allí perdido con su gente</em></p><p>Estando fortalecidos los navíos de este modo, a un tiro de ballesta de la tierra, los indios, que eran buena y doméstica gente, luego llevaron éstos, en canoas, a vendernos sus cosas y bastimentos, por el deseo que tenían de adquirir las nuestras. Para que en el mercado no hubiese disputa alguna entre los cristianos y ellos, y unos tomasen más de lo que habían menester, y a otros faltase lo necesario, nombró el Almirante dos personas que tuviesen cuenta de las compras y rescates de cuanto llevaron los indios, y que todos los días lo dividiesen por suertes entre la gente del navío. Porque entonces no teníamos en las naves cosa alguna con que sustentarnos, pues nos habíamos comido la mayor parte de las provisiones; el resto se había podrido, y no poco, perdido al tiempo de embarcar en el río de Belén, donde, con la prisa y la gana de salir, no se había podido recoger todo lo que se quería.</p><p>Para socorrernos de vituallas, quiso nuestro Señor llevarnos a aquella isla, abundante de bastimentos, y muy poblada de indios, deseosos de rescatar con nosotros, por lo que venían de todas partes a traernos cuanto tenían. Por esto, y para que los cristianos no se desbandasen por la isla, quiso el Almirante fortificarse en el mar, y no habitar en tierra; porque siendo nosotros, por naturaleza, descomedidos, ningún castigo ni precepto bastarían a tener tan quieta la gente que no fuese a correr los lugares y casas de los indios, para quitarles lo que habían adquirido, y también ofendiesen a sus hijos y mujeres, de donde nacerían muchas contiendas y tumultos, y resultaría hacerlos enemigos; de quitarles por fuerza los bastimentos, se padecería entre nosotros gran necesidad y trabajo. No sucedió así, porque la gente residía en las naves, de donde nadie podía salir sin licencia y dejando su nombre anotado; esto satisfizo tanto a los indios, que por cosas de poquísimo valor nos llevaban cuanto necesitábamos, porque si traían una o dos hutias, que son animales como conejos, les dábamos en recompensa un cabo de agujeta; si traían hogazas del pan que llamaban cazabe, hecho de raíces de hierba ralladas, se les daban dos o tres cuentas de vidrio verdes o coloradas; si traían alguna cosa de más calidad, se les daba un cascabel, y tal vez al Rey y a sus caciques, un espejillo, algún bonete colorado, o unas tijeras, para dejarlos contentos; con este orden de rescates estaba la gente muy abastecida de cuanto necesitaba, y los indios, sin enojo de nuestra compañía y vecindad.</p><p>Pero siendo necesario buscar modo para volver a Castilla, juntó el Almirante a los capitanes y otros hombres de su mayor estimación, para tratar con ellos la manera de salir de aquella prisión, y que a lo menos, volviésemos a la Española, porque permanecer allí con esperanza de que algún navío arribase, resultaría inútil; querer fabricar allí una nave, imposible, porque no tenían instrumentos, ni maestranza que bastase para cosa buena, si no era con mucho tiempo, o hacer algo que no sirviese para navegar, según los vientos y las corrientes que reinan entre aquellas islas y van al Occidente. Antes se perdería el tiempo y se procuraría nuestra ruina, en lugar de impedirla. Después de muchas consultas, determinó el Almirante enviar a la Española a decir que se había perdido en aquella isla y que le enviasen un navío con municiones y bastimentos. Para esto eligió a dos personas de quien se fiaba mucho, y que lo ejecutarían con gran fidelidad y con grande valor; digo con gran valor, porque parecía temerario el paso de una isla a otra, e imposible hacerle en canoas, como era necesario, porque son barcas de un madero cavado, como queda dicho, y hechas de modo que, cuando están muy cargadas, no salen una cuarta sobre el agua; a más era obligado que, para aquel paso, fuesen medianas, pues si fueran chicas, serían muy peligrosas; y si grandes, no servirían, por su peso, a un viaje largo, ni habrían podido hacer el que se deseaba. Escogidas, en fin, dos canoas a propósito para lo que queríamos, mandó el Almirante, en Julio de 1503, que fuese en una de ellas Diego Méndez de Segura, escribano mayor de la Armada, con seis cristianos, y diez indios que bogasen; en la otra envió a Bartolomé Fiesco, gentil hombre genovés, con otra tanta compañía, para que luego que Diego Méndez estuviese en la Española, siguiese derecho su camino a Santo Domingo, que distaba de donde estábamos casi 250 leguas; que volviese Fiesco a traer noticia de que el otro había pasado en salvo, y no estuviésemos con dudas y temores de si le habría sucedido alguna desgracia, la cual debía temerse mucho, considerada, como hemos dicho, la poca resistencia de una canoa en cualquiera alteración de mar, y especialmente yendo en ella cristianos; porque de ir indios solos, no se corría peligro tan grande, pues son tan diestros, que, aunque se les anegue la canoa en medio del mar, la vuelven a tomar, nadando, y se meten en ella. Pero, como la honra y la necesidad hacen emprender los mayores peligros, tomaron los referidos su camino por la costa abajo de la dicha isla de Jamaica, navegando hacia Oriente, hasta que llegaron a la punta Oriental de la isla, que llaman los indios Aoamaquique, por un cacique de aquella provincia nombrado así, que dista treinta y tres leguas de Maima, que era el lugar donde nosotros estábamos fortificados. Como para atravesar de una isla a otra era menester navegar 250 leguas sin haber en el camino, sino una isleta o escollo que dista ocho leguas de la Española, fue necesario, para pasar aquel mar semejantes bajeles, que esperasen una gran calma, la que plugo a Dios que viniese en breve. Habiendo metido cada indio en las canoas su calabaza de agua, algunas especias de que usan y cazabe, y entrados en ella los cristianos con sus rodelas, espadas y bastimentos que necesitaban, se echaron al mar; el Adelantado, que había ido con ellos hasta el Cabo de Jamaica, para evitar que los indios de la isla les impidiesen el viaje en algún modo, os perdió de vista, y volvió poco a poco a los navíos, exhortando, de camino, a la gente del país, para que recibiese nuestra amistad y comunicación.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CII</p><p><em>Cómo los Porras, con gran parte de la gente, se rebelaron contra el Almirante diciendo que se iban a Castilla</em></p><p>Partidas las canoas a la Española, empezó a enfermar la gente que quedaba en los navíos, así de los grandes trabajos que habían padecido en el camino, como por la mudanza de alimentos; pues entonces ya no comían nada de Castilla, ni bebían vino, ni tenían más carne que la de algunas hutias que de cuando en cuando podían rescatar de modo que pareciendo a los que estaban sanos, áspera vida, por estar tan largo tiempo encerrados, murmuraban entre ellos diciendo que el Almirante no quería volver a España porque los Reyes le habían desterrado; que menos podía ir a la Española, donde, al venir de Castilla, se le había prohibido la entrada; que los enviados en las canoas, iba a España para tratar los negocios de aquél, y no para que trajesen navíos ni otro socorro, y que en tanto que negociaban con los Reyes Católicos, quería él estar allí, cumpliendo su destierro; porque si fuese de otro modo, ya habría vuelto Bartolomé Fiesco, como era público que había de volver. Demás de esto, no tenían certidumbre de que Fiesco y Diego Méndez no se hubiesen ahogado en el tránsito, y si fuera así, jamás tendrían socorro ni remedio, si ellos no se disponían a procurarlo por sí mismos; pues el Almirante no se hallaba dispuesto a ponerse en tal camino, por las referidas causas, y por la gota que padecía en todos sus miembros, que apenas podía moverse de la cama, lejos de poder meterse en el trabajo y peligro de pasar en canoas a la Española. Por esto, debían resolverse con ánimo determinado, pues se hallaban sanos, antes de caer enfermos como los demás, que el Almirante no se lo podría impedir, y pasados a la Española, serían recibidos tanto mejor cuanto en mayor peligro le hubiesen dejado, por el odio y la enemistad que le tenía el Comendador de Lares, entonces Gobernador de la isla; que idos a Castilla, tendrían allí al Obispo D. Juan de Fonseca, que les favorecería, y aun al Tesorero Morales, quien tenía por concubina una hermana de los hermanos Porras, que eran las cabezas de la conjuración en las naves; lo que más incitaba a todos era el tener por hecho cierto que serían muy bien acogidos de los Reyes Católicos, delante de los cuales atribuirían siempre la culpa al Almirante, como había sucedido en las revueltas de la Española con Roldán; de modo que los Reyes le prenderían para quitarle todo lo que aún tenía, lejos de obligarse a cumplir lo que habían capitulado con él.</p><p>Con estas cosas y otras razones que se daban unos a otros, y con esperanza en la sedición de los hermanos Porras, uno de los cuales era Capitán de la nao Bermuda, y el otro Contador de la Armada, firmaron la conjuración cuarenta y ocho, recibiendo a Porras por Capitán; y para el día y hora que habían convenido cada uno se proveyó de lo más necesario.</p><p>Estando ya los rebeldes en orden y armados, a 2 de enero, por la mañana subió a la popa del navío donde estaba el Almirante el Capitán Francisco de Porras, y le dijo: «Señor, ¿qué significa el que no queráis ir a Castilla, y que os agrade tenernos aquí a todos perdidos?», a que el Almirante, oyendo tan arrogantes palabras, y tan fuera de la manera con que solía hablarle, sospechó lo que podía ser, y le respondió con gran disimulación y sosiego, que no hallaba modo de poder pasar hasta que los idos en las canoas le enviasen navío en que navegar; que más que ninguno deseaba la ida, por su bien particular y el común de todos aquellos de quien debía dar cuenta; pero que si le parecía otra cosa, como en otras ocasiones habían ido los Capitanes y los hombres principales que estaban allí, a exponer lo que sentían, entonces y cuantas más veces fuese necesario, los juntaría, para que de nuevo se tratase de este negocio. A lo que replicó Porras no haber ya tiempo para tantas palabras, sino que se embarcase luego, o quedase con Dios. Y con esto, volviéndole la espalda, repitió en voces altas: <em>«¡Yo me voy a Castilla con los que quieran seguirme!»</em> A cuyo tiempo, todos sus secuaces que estaban presentes, empezaron a gritar fuertemente, diciendo: <em>«¡Queremos ir contigo, queremos ir contigo!»</em>, y saltando unos por una parte, y otros por otra, ocuparon los castillos y las gavias, con las armas en la mano, sin orden, ni juicio, gritando unos, <em>¡muera!</em>; otros, <em>¡a Castilla, a Castilla!</em>, y otros, <em>señor Capitán, ¿qué haremos?</em> Aunque el Almirante estaba en la cama tan postrado de la gota, que no podía tenerse en pie, no pudo menos de levantarse para ir cojeando al alboroto; pero tres o cuatro de los más honrados servidores suyos se abrazaron a él, para que los rebeldes no le matasen y le volvieron con gran trabajo a la cama. Después fueron al Adelantado, que se había opuesto con ánimo valeroso, con una lanza en la mano y, quitándosela por fuerza, le llevaron con su hermano, rogando al Capitán Porras que se fuese con Dios, y que no hiciese tan malas obras que tocasen a todos, pues bastaba que no hubiese impedimento, ni resistencia, para su partida; porque, si sobrevenía la muerte del Almirante, sólo podía esperarse un gran castigo, sin esperanza de sacar utilidad alguna. Sosegado un poco el tumulto, tomaron los conjurados diez canoas, que estaban atadas al bordo de los navíos, las cuales el Almirante había hecho buscar y comprar en la isla, tanto para privar de ellas a los indios, a fin de que no las utilizasen contra los cristianos, como para aprovecharlas en cosas necesarias. Embarcáronse en éstas con tanta alegría como si hubieran entrado en algún puerto de Castilla; por lo cual, otros muchos que ignoraban la traición, desesperados de ver que se quedaban, como creían, abandonados, yéndose la mayor parte, y los más sanos con sus haciendas, entraron con ellos en las canoas, con tantas lágrimas y dolor de los pocos fieles servidores que se quedaban con el Almirante, y de muchos enfermos que había, que todos imaginaban quedar para siempre perdidos y sin alivio alguno. Es cierto que si toda la gente hubiera estado sana, no habrían quedado veinte hombres con el Almirante, el cual salió a confortar a los suyos con las mejores palabras que le dieron el tiempo y el estado de sus cosas.</p><p>Los rebeldes, con su Capitán Francisco Porras, siguieron en las canoas el camino de la punta de Levante, por donde habían atravesado Diego Méndez y Fiesco a la Española; en todas partes por donde pasaban hacían mil injurias a los indios, quitándoles por fuerza los bastimentos, y todo lo que más les agradaba, diciéndoles que fuesen al Almirante, que se lo pagaría, y que si no lo pagase, les daban licencia para que le matasen o hiciesen lo que les pareciese más conveniente; porque no sólo le aborrecían los cristianos, más él era la causa de todo el mal de los indios en la isla Española, y que lo mismo haría con ellos, si no lo remediaban con su muerte, pues con dicho designio se quedaba a poblar en aquella isla.</p><p>Caminando de este modo hasta la punta oriental de Jamaica, al principio con buen tiempo y calma, emprendieron el paso a la Española, llevando consigo algunos indios que bogasen. Pero como los vientos eran poco seguros, y las canoas muy cargadas, navegaban poco; no estando aún a cuatro leguas de tierra, se volvió el viento contrario, lo que les causó tan gran miedo que determinaron volverse a Jamaica. Como no estaban diestros en gobernar canoas, entró un poco de agua sobre la borda y tomaron por remedio aligerarlas, arrojando al mar cuanto llevaban, sin dejar más que las armas, y comida bastante para volver; arreciando el viento y pareciéndoles correr algún riesgo, para aligerarlas más, determinaron echar a los indios en el mar, como lo ejecutaron con algunos; a otros que, fiados en saber nadar, se habían echado al mar, por temor de la muerte, cuando ya muy cansados se llegaban al bordo de las canoas para respirar un poco, les cortaban las manos y les hacían otras heridas; así mataron diez y ocho, no dejando vivos sino algunos que gobernasen las canoas, porque ellos no sabían hacerlo. Y es bien cierto que si la necesidad que tenían de los indios no les contuviese, habrían del todo puesto en efecto la crueldad mayor que se puede pensar, no dejando ninguno de éstos vivo, en premio de haberlos sacado con engaños y ruegos para servirse de ellos en tan importante viaje.</p><p>Llegados a tierra hubo diversos pareceres; porque unos decían que era mejor ir a Cuba; pues desde allí donde estaban, podían tomar los vientos levantes y las corrientes a medio lado, y pasando así con prontitud y sin trabajo podían atravesar a la Española, de una tierra en otra, no sabiendo que estaban a distancia de diez y siete leguas; otros decían era mejor volver a los navíos y hacer la paz con el Almirante, o quitarle por fuerza lo que le había quedado de armas y rescates; otros fueron de opinión que antes que se intentase alguna cosa de estas, se esperase allí alguna bonanza o calma, para intentar de nuevo aquel paso; lo cual tuvieron por mejor, y permanecieron en aquel pueblo de Aoamaquique, más de un mes, esperando el viento y destruyendo la tierra. Venida la calma, volvieron a embarcarse otras dos veces, pero sin efecto, porque los vientos les eran contrarios. Por lo cual, desesperados de lograr este pasaje, de pueblo en pueblo, se fueron hacia Poniente, muy disgustados, sin canoas y sin consuelo alguno, comiendo a veces lo primero que hallaban, y otras, tomándolo a discreción, según el poder y la resistencia que hacían los caciques por donde pasaban.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CIII</p><p><em>De lo que hizo el Almirante después que los rebeldes partieron a la Española, y de su ingenio para valerse de un eclipse</em></p><p>Volviendo ahora a lo que hizo el Almirante después que salieron los rebeldes, digo que procuró que a los enfermos que habían quedado con él, se les diese cuanto necesitaban para su restablecimiento; y que los indios fuesen tan bien tratados, que no dejasen de traer las vituallas que nos traían, con amistad y deseo de nuestros rescates; en lo que se puso tanta diligencia, y se atendió de tal modo, que en breve sanaron los cristianos, y los indios continuaron algunos días proveyéndonos con abundancia. Pero, como son gente de poco trabajo para cultivar campos grandes, y consumíamos nosotros en un día más que ellos comen en veinte, habiéndoles faltado entonces el afán de nuestros rescates, que ya estimaban en poco, siguiendo casi el parecer de los conjurados, pues veían tan gran parte de los cristianos contra nosotros, no cuidaban de traernos las vituallas que necesitábamos, por lo que nos vimos en sumo trabajo, pues si queríamos tomarlo por fuerza, era necesario que saliésemos todos a pelear, dejando al Almirante, que estaba gravemente enfermo de su gota, a gran riesgo en los navíos; y esperar a que de voluntad nos proveyesen era padecer más miseria, y darles diez veces más que se les daba al principio, pues sabían muy bien hacer su negocio, pareciéndoles que tenían muy segura su ventaja; por lo que no sabíamos qué partido tomar.</p><p>Pero como Dios nunca olvida a quien se le encomienda, como lo hacía el Almirante, le advirtió el recurso que debía emplear para estar proveído de todo y fue éste:</p><p>Acordóse de que al tercer día había de haber un eclipse de luna, al comienzo de la noche, y mandó que un indio de la Española que estaba con nosotros llamase a los indios principales de la provincia, diciendo que quería hablar con ellos en una fiesta que había determinado hacerles. Habiendo llegado el día antes del eclipse los caciques, les dijo por el intérprete, que nosotros éramos cristianos y creíamos en Dios, que habita en el cielo y nos tiene por súbditos, el cual cuida de los buenos y castiga a los malos, y que habiendo visto la rebelión de los cristianos, no les había dejado pasar a la Española, como pasaron Diego Méndez y Fiesco, y habían padecido los peligros y trabajos que eran notorios en la isla; que igualmente, en lo que tocaba a los indios, viendo Dios el poco cuidado que tenían de traer bastimentos, por nuestra paga y rescate, estaba irritado contra ellos, y tenía resuelto enviarles una grandísima hambre y peste. Como ellos quizá no le darían crédito, quería mostrarles una evidente señal de esto, en el cielo, para que más claramente conociesen el castigo que les vendría de su mano. Por tanto, que estuviesen aquella noche con gran atención al salir la luna, y la verían aparecer llena de ira, inflamada, denotando el mal que quería Dios enviarles. Acabado el razonamiento se fueron los indios, unos con miedo, y otros creyendo sería cosa vana.</p><p>Pero comenzando el eclipse al salir la luna, cuanto más ésta subía, aquél se aumentaba, y como tenían grande atención a ello los indios, les causó tan enorme asombro y miedo, que con fuertes alaridos y gritos iban corriendo, de todas partes, a los navíos, cargados de vituallas, suplicando al Almirante rogase a Dios con fervor para que no ejecutase su ira contra ellos, prometiendo que en adelante le traerían con suma diligencia todo cuanto necesitase. El Almirante les dijo quería hablar un poco con su Dios; se encerró en tanto que el eclipse crecía y los indios gritaban que les ayudase. Cuando el Almirante vio acabarse la creciente del eclipse, y que pronto volvería a disminuir, salió de su cámara diciendo que ya había suplicado a su Dios, y hecho oración por ellos; que le había prometido en nombre de los indios, que serían buenos en adelante y tratarían bien a los cristianos, llevándoles bastimentos y las cosas necesarias; que Dios los perdonaba, y en señal del perdón, verían que se pasaba la ira y encendimiento de la luna. Como el efecto correspondía a sus palabras, los indios daban muchos gracias al Almirante, alababan a su Dios, y así estuvieron hasta que pasó el eclipse. De allí en adelante tuvieron gran cuidado de proveerles de cuanto necesitaban, alabando continuamente al Dios de los cristianos; porque los eclipses que habían visto alguna otra vez, imaginaban que sucedían en gran daño suyo, y no sabiendo su causa, ni que fuese cosa que ha de suceder a ciertos tiempos, ni creyendo que nadie pudiera saber en la tierra lo que pasaba en el cielo tenían por certísimo que el Dios de los cristianos se lo había revelado al Almirante.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;CapÍtulo CIV</p><p><em>Cómo entre los que habían quedado con el Almirante se levantó otra conjuración, la que se apaciguó con la venida de una carabela de la isla Española</em></p><p>Habiendo pasado ocho meses después que salieron Diego Méndez y Bartolomé Fiesco, sin que hubiese nuevas de ellos, estaba la gente del Almirante con mucha inquietud, y, sospechando lo peor, decían algunos que el mar los había anegado; quienes afirmaban que los indios de la Española los habrían muerto, y otros, que habrían perecido en el camino, de enfermedades y trabajos; porque desde la punta más vecina a Jamaica hasta Santo Domingo, donde tenían que ir en busca de socorro, había más de cien leguas, de montes asperísimos, por tierra, y de mala navegación el mar, por las muchas corrientes y vientos contrarios que reinan siempre en aquella costa. Para aumentar más esta presunción, alegaban que algunos indios habían visto un navío trastornado y llevado con la furia de las corrientes por la costa de Jamaica abajo, lo que fácilmente habían divulgado los rebeldes, para quitar del todo la esperanza de alivio a los que estaban con el Almirante. Así que, teniendo éstos por cierto que no podía llegar socorro alguno, un maestre llamado Bernal, boticario valenciano, y otros dos compañeros llamados Zamora y Villatoro, con la mayor parte de los que habían quedado enfermos, hicieron secretamente otra conjuración, para ejecutar lo mismo que los primeros. Pero viendo Nuestro Señor el gran riesgo en que estaba el Almirante con esta segunda sedición, quiso remediarlo con la venida de un carabelón enviado por el Gobernador de la Española. Llegó este bajel cierto día, por la tarde, cerca de los navíos, que estaban encallados, y su Capitán, llamado Diego de Escobar, fue en su barca a visitar al Almirante, diciéndole que el Comendador de Lares, Gobernador de la Española, se le encomendaba mucho, y porque no podía enviarle presto un navío que bastase para llevar toda aquella gente, le había enviado a visitar en su nombre; presentóle un barril de vino y medio puerco salado, volvióse a la carabela y, sin tomar cartas de ninguno, salió aquella noche.</p><p>Muy consolada la gente con esta venida, disimuló la trama urdida, aunque se maravillaron y sospecharon mal de la presteza y secreto con que retornó el carabelón, creyendo fácilmente que el Comendador Mayor no quería que el Almirante pasase a la Española; el cual, advertido de esto, les decía que él lo había dispuesto así, porque no quería partir de allí sin llevarlos a todos juntos, para lo que no bastaba aquella carabela, ni quería que de su estada se siguiesen otras pláticas e inconvenientes, por obra de los rebeldes. Mas la verdad era que el Comendador Mayor temía y sospechaba que, vuelto el Almirante a Castilla, le restituirían los Reyes Católicos su gobierno y él tendría que dejarlo; por esto no quiso proveer oportunamente todo lo que se le pedía, para que el Almirante pasase a la Española, y había enviado aquella carabela, de espía, para saber, con disimulo, el estado del Almirante, y de qué modo se podía lograr que del todo se perdiese. Conoció esto el Almirante por lo sucedido a Diego Méndez, que envió relación de su viaje, con el carabelón, y había sido de esta manera.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo CV</p><p><em>Cómo se supo lo acontecido en su viaje a Diego Méndez y a Fiesco</em></p><p>Salidos Diego Méndez y Fiesco, de Jamaica, en sus canoas, aquel día tuvieron buen tiempo de calma, con el que navegaron hasta la tarde, esforzando y animando a los indios a bogar con las palas de que usan en lugar de remos; por ser muy recio el calor, para refrescarse y aliviarse, de cuando en cuando se arrojaban al mar, a nadar un poco; luego volvían frescos al remo. Navegando de este modo, a ras del agua, al ponerse el sol perdieron de vista la tierra; de noche se renovaba la mitad de los indios y de los cristianos, para bogar y hacer guarda, no fuese que los indios cometiesen alguna traición; navegaron toda aquella noche sin parar, de modo que a la venida del día estaban todos muy cansados; pero animando cada uno de los Capitanes a los suyos, y manejando ellos mismos alguna vez los remos, tomaron alimento para recobrar las fuerzas y el vigor, después de la mala noche pasada, y volvieron a su trabajo, no viendo más que agua y cielo. Era esto bastante para afligirles mucho, y de ellos podíamos decir lo que de Tántalo, que teniendo el agua sólo un palmo distante de la boca, no podía apagar la sed, como sucedía a los nuestros, que estuvieron en grandísimo trabajo por esto, a causa del mal gobierno de los indios, que con el gran calor del día y de la noche pasada, se habían bebido todo el agua, sin mirar adelante. El trabajo y la calma del mar eran insoportables; cuanto más se levantaba el sol, en el día segundo de su partida, tanto más crecía el calor y la sed de todos: de manera que al mediodía les faltaban del todo las fuerzas, y como en tales tiempos el cuidado y vigilancia del Capitán deben suplir la falta de medios, hallaron dos barriles de agua, por su buena suerte los Capitanes; y socorriendo con dos gotillas a los indios, los sostuvieron hasta el fresco de la tarde, alentándolos y asegurándoles que presto llegarían a una isleta llamada Navaza, que estaba en su viaje a ocho leguas distante de la Española. Porque demás de la gran fatiga de la sed, y haber bogado dos días y una noche, tenían turbado el ánimo, por imaginar que habían errado el camino, porque, según su cuenta, habían navegado entonces veinte leguas, y a su parecer debían haber visto dicha isla.</p><p>Pero lo cierto es que les engañaba la fatiga y flojedad que tenían; porque bogando muy bien una barca o canoa, no puede hacer en un día y una noche más viaje que diez leguas, y porque las aguas desde Jamaica a la Española son contrarias a este viaje, que siempre parece más largo al que pasa mayores trabajos de manera que, venida la tarde, habiendo echado al mar uno que había muerto de sed, estando otros tendidos en el suelo de la canoa se hallaron tan atribulados de espíritu, tan débiles y sin fuerzas, que apenas adelantaban. Así, poco a poco, tomando alguna vez agua del mar, para refrescar la boca, que podemos decir que fue remedio usado por Nuestro Señor cuando dijo: <em>«tengo sed», </em>siguieron como podían, hasta que llegó la segunda noche, sin que hubiesen visto tierra.</p><p>Pero como eran enviados por el que Dios quería salvar, les hizo merced, en ocasión tan angustiosa, de que Diego Méndez viese que salía la luna encima de tierra, pues la cubría una isleta, a modo de eclipse; de otro modo no hubieran podido verla, porque era muy pequeña, y en atención a la hora. Confortándolos Méndez con esta alegría, y mostrándoles la tierra, les dio mucho ánimo, y habiéndoles repartido, para mitigar la sed, una poca agua del barril, bogaron de modo que a la mañana siguiente se hallaron sobre la isla que según hemos dicho, distaba ocho leguas de la Española, y era llamada Navaza.</p><p>Hallaron que ésta era toda de piedra viva, de media legua de circuito. Desembarcados donde mejor pudieron, dieron muchas gracias a Dios por tal socorro, y porque no había en ella agua dulce viva, ni árbol alguno, sino peñascos, anduvieron de peña en peña, recogiendo con calabazas el agua llovediza que hallaban, de la que Dios les dio tanta abundancia, que fue bastante para llenar los vientres y los vasos; aunque los más prudentes advirtieron a los otros que bebiesen con moderación, llevados por la sed, bebieron sin tino algunos indios, y se murieron allí; otros, enfermaron de grave dolencia.</p><p>Habiendo descansado aquel día hasta la tarde, recreándose y comiendo lo que hallaban en la orilla del mar, porque Diego Méndez había llevado consigo los utensilios de sacar lumbre, con mucha alegría de estar a la vista de la Española, para que no les viniese algún mal tiempo, dispusieron acabar el viaje. Así, al caer el sol, con el fresco de la tarde, se encaminaron hacia el Cabo de San Miguel, que es el más próximo a la Española, y llegaron a la mañana del día siguiente, que era el cuarto desde que habían salido de Jamaica.</p><p>Luego que descansaron allí dos días, Bartolomé Fiesco, que era caballero, aguijado por su honor, quiso volver con la canoa, como se lo había ordenado el Almirante; pero, como los marineros y los indios estaban muy fatigados, e indispuestos por el trabajo y por el agua de mar que habían bebido, que les parecía haberlos sacado Dios del vientre de una ballena, ninguno hubo que quisiera volver. Pero Diego Méndez, que tenía más prisa, había salido ya con su canoa, por la costa arriba de la Española, aunque padecía cuartanas por el trabajo que había sufrido en mar y en tierra, Con esta compañía, y la fatiga de ir por montes y malos caminos, llegó a Xaraguá, provincia que está en el Occidente de la Española, donde a la sazón estaba el Gobernador, quien mostró alegrarse de su venida, bien que luego se detuvo mucho en despacharle, por las causas dichas arriba. Al fin, después de mucha porfía, consiguióse que diese a Diego Méndez licencia para ir a Santo Domingo, a fin de comprar y aderezar un navío, con las rentas y el dinero que allí tenía el Almirante. Puesta en punto y aparejada esta nave fue enviada a Jamaica, a fines de mayo de 1504, y tomó el camino de España, según la orden que había dado el Almirante, para que diese relación a los Reyes Católicos de lo acontecido en su viaje.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo CVI</p><p><em>Cómo los rebeldes volvieron contra el Almirante, y no quisieron entrar en ajuste alguno</em></p><p>Volviendo al Almirante, que, con sus compañeros, estaba consolado por la relación de Diego Méndez, y la venida del carabelón, con esperanza y certidumbre de la salvación de todos, creyó conveniente hacer saber a los rebeldes todo lo acaecido, para que, dejando sus recelos, volviesen a la obediencia. A tal fin, con dos hombres de autoridad que eran amigos de los rebeldes, sabiendo que éstos no creerían la llegada de la carabela, o la disimularían, les envió la mitad del puerco que el Capitán de ésta le había presentado. Llegados ambos adonde estaba su Capitán Porras con aquellos de quienes más fiaba, salió éste a su encuentro a fin de que no incitasen y persuadiesen a la gente para que se arrepintiesen del delito cometido, imaginando, como era verdad, que el Almirante les enviaría un perdón general. Mas no pudo contener a los suyos tanto que no supiesen las nuevas; la venida de la carabela; también, de la salud y buen estado de los que tenía consigo el Almirante, y de las ofertas que le hacían. Por ello, después de muchas juntas que tuvieron, a las que concurrían los principales, fue su resolución que no querían fiarse del salvoconducto y perdón que el Almirante les enviaba, sino que voluntariamente se irían de la isla con quietud, si el Almirante prometiese darles un navío, en caso de llegar dos, y si no viniese más de uno, la mitad; en tanto, como hablan perdido sus haciendas y rescates en el mar, que partiese con elles lo que tenía. A esto respondieron los mensajeros, que no eran condiciones razonables; los rebeldes contestaron que pues esto no se les concedía a buenas, que ellos lo tomarían por fuerza, a discreción suya. Con esto, despidieron a los enviados, echando a mala parte las ofertas del Almirante, diciendo a sus secuaces, que era hombre cruel y vengativo, y que si bien ellos no tenían miedo, pues el Almirante no se atreverla a causarles algún daño, por el favor que tenían en la corte, sin embargo era de temer que quisiese tomar venganza de los otros, so color y con nombre de castigo; que por esto, Roldán y sus amigos, no se habían fiado de él, ni de sus ofertas en la Española, y les había salido bien, habiendo sido tan afortunados, que le enviaron con grillos a Castilla; y ellos no tenían menos causa y esperanza de hacerlo. Para que no hubiese alguna mudanza,:por la venida de la carabela con las nuevas de Diego Méndez, daban a entender a todos, que la carabela venida no era verdadera, sino fingida y fabricada por nigromancia, porque el Almirante sabía mucho de tal arte, pues era inverosímil que si realmente fuese carabela, no hubiese tratado más la gente que venía en ella, con la del Almirante, ni que desapareciese tan presto; más bien era razonable que, si fuese carabela, se hubiesen embarcado en ella el Almirante, su hermano y su hijo. Con estas y otras semejantes palabras dirigidas al mismo propósito, volvieron a confirmarse en su rebeldía, y muy luego determinaron ir a los navíos, tomar por fuerza lo que hallasen, y hacer presioneros al Almirante.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo CVII</p><p><em>Cómo llegados los rebeldes cerca de los navíos, salió el Adelantado a darles batalla, y los venció, prendiendo a su Capitán Porras</em></p><p>Perseverando los rebeldes en su mal ánimo y propósito, llegaron hasta un cuarto de legua de los navíos, a un pueblo de indios llamado Maima, donde después edificaron los cristianos una ciudad llamada Sevilla. Sabida por el Almirante la intención con que iban, resolvió enviar contra ellos al Adelantado su hermano, para que con buenas palabras los redujese a sano juicio y arrepentimiento, pero con compañía bastante para que si quisiesen ofenderle, bastase para resistirles. Con esta determinación sacó el Adelantado cincuenta hombres, bien armados, dispuestos a pelear en cualquier caso y con presto ánimo. Habiendo llegado éstos, por una colina, a un tiro de ballesta del pueblo donde estaban los rebeldes, enviaron a los dos que habían ido con la embajada, para que volviesen a requerirles con la paz, y el jefe de los rebeldes se abocara con ellos pacíficamente. Pero, como no eran menos los levantiscos, ni inferiores en fuerza, por ser casi todos marineros, se persuadieron de que los que venían con el Adelantado eran gente cobarde, que no se atraería a darles batalla, por lo cual no quisieron que llegasen los mensajeros para hablarles. Antes, con las espadas desnudas, y las lanzas, hechos un escuadrón, empezaron a dar gritos diciendo: «¡Mata, mata!», y embistieron al escuadrón del Adelantado, habiendo antes jurado seis de los conjurados, tenidos por los más valientes, de no apartarse uno de otro, sino ir contra la persona del Adelantado, porque muerto éste, no había que hacer cuenta de los demás. Pero, quiso Dios que todo sucediese al contrario, porque fueron tan bien recibidos, que al primer encuentro cayeron en tierra cinco o seis, la mayor parte de los que venían contra el Adelantado, el cual dio sobre los enemigos de tal suerte, que al poco tiempo fue muerto José Sánchez de Cádiz, al que se le huyó Quibio, y un Juan Barba, que fue el primero a quien yo vi sacar la espada en tiempo de su rebeldía; otros muchos quedaron en tierra mal heridos, y preso el Capitán Francisco de Porras. Viéndose tan maltrechos, como gente vil y rebelde, volvieron las espaldas y huyendo a más no poder; quería el Adelantado seguir el alcance, pero algunos de los principales le detuvieron, diciéndole que era bueno el castigo, pero no con tanta severidad, no fuese que por matar muchos, quizá los indios acordasen caer sobre los vencedores, pues ya se les veía todos armados, esperando el suceso del combate, sin arrimarse a una ni a otra de las partes. Tenido como bueno este consejo, recogió su gente el Adelantado, y se volvió a los navíos con el Capitán y otros presos; allí fue recibido del Almirante su hermano y de los otros que habían quedado con él, dando muchas gracias a Dios de tanta victoria; procedida de su mano, en que los soberbios y los malos, aunque eran más fuertes, habían recibido su castigo y perdido el orgullo, sin que de nuestra parte hubiese herido alguno, si no es el Adelantado, en una mano, y un maestresala del Almirante, que murió de una pequeña lanzada en un costado.</p><p>Volviendo a los rebeldes, digo que Pedro de Ledesma (aquel piloto de quien dijimos que había ido con Vicente Yáñez, a Honduras, y que fue a tierra, nadando, en Belén) cayó allí por unas peñas, y estuvo escondido aquel día y el siguiente, hasta la tarde, sin saber nadie de él, ni auxiliarle, más que los indios, que maravillados e ignorando cómo cortaban nuestras espadas, le abrían con las flechas las heridas, de las cuales tenía una en la cabeza, que se le veían los sesos; otra en un hombro que lo tenía abierto y colgando todo el brazo; otra en un muslo, cortado, hasta el hueso de la canilla; otra en un pie, como si le hubieran cortado una soleta desde el carcañal a los dedos. Con todos estos daños, cuando le enfadaban los indios, les decía: «Dejadme, porque si me levanto, os haré... », y con estas amenazas huían los indios de miedo. Habiéndose sabido esto en los navíos, fue llevado a una casa de paja, cerca de ellos, donde los mosquitos y la humedad bastarían a matarlo. En lugar de la trementina que era necesaria, le quemaban con aceite las heridas, que eran tantas, de más de las que hemos referido, que juraba el cirujano que en los primeros ocho días que le curó, siempre hallaba nuevas heridas; por último sanó; murió el Maestresala, de quien no se temía este fin. El día siguiente, que era lunes, 20 de Mayo, todos los que habían huido enviaron un memorial al Almirante, suplicándole humildemente que usase con ellos de misericordia, porque estaban arrepentidos de lo que habían hecho, y querían volver a su obediencia. Concediólo así el Almirante y dio un perdón general, a condición de que el Capitán quedase preso como lo estaba, para que no diese causa de nuevo tumulto. Como en las naves no habrían estado cómodos y tranquilos, y no faltarían palabras desagradables, de personas vulgares que con ligereza fomentan rumores y renuevan las injurias olviddades o disimuladas, de donde luego proceden nuevas cuestiones y alborotos, y además, porque sería difícil que se pudiese alojar cómodamente tanta gente en los navíos y proveerla de vituallas, cuando éstas ya no bastaban para pocos, acordó mandar con ellos un Capitán, por mercancías de rescate, para que yendo por la isla, los mantuviera en justicia, en tanto que llegaban los navios que se esperaban.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo CVIII</p><p><em>Y último. Cómo el Almirante pasó a la Española, y de allí a Castilla, donde fue a Nuestro Señor servido de llevarle a su Santa Gloria en Valladolid</em></p><p>Reducidos a obediencia los cristianos y los indios, tuvieron éstos cuidado de proveerlos con rescates, en que pasaron algunos días y se cumplió un año que habíamos ido a Jamaica. En este tiempo llegó una nave que había comprado Diego Méndez, y bastecido en Santo Domingo, con dinero del Almirante, en la que nos embarcamos, amigos y enemigos. A 28 de Junio nos hicimos a la vela, navegando con bastante trabajo, por ser de continuo muy contrarias las corrientes y los vientos, que como hemos dicho lo son siempre al volver de Jamaica a Santo Domingo, en cuyo puerto entramos con mucho deseo de descansar, a 13 de Agosto de 1504, donde el Gobernador hizo gran recibimiento al Almirante y le dio su casa para alojarse; pero como si ésta fuese la paz del escorpión, de otra parte dio libertad a Porras, que había sido cabeza de la rebelión; procuró castigar a los que intervinieron en su prisión, y quiso juzgar otras cosas y delitos que sólo tocaban a los Reyes Católicos, por haber éstos mandado al Almirante por Capitán general de su Armada. Hacía el Gobernador cumplimientos al Almirante, con falsa risa y simulación, en su presencia. Esto duró hasta que se compuso nuestro navío, y alquiló una nave en que se embarcaron el Almirante, sus parientes y criados; la mayor parte de la otra gente se quedó en la Española.</p><p>Haciéndonos a la vela a 12 de Septiembre, salimos por el río a dos leguas en el mar, donde se rompió el árbol del navío hasta la cubierta, por esto el Almirante lo hizo volver atrás, y seguimos con la nao nuestro camino hacia Castilla; en el cual, habiendo tenido buen tiempo hasta casi al tercio del Océano, nos embistió tan terrible tempestad, que puso a la nave en grande riesgo. Al día siguiente, sábado, 19 de Octubre, habiendo ya bonanza y estando descansados, se quebró el árbol mayor en cuatro pedazos; pero, el valor del Adelantado, y el ingenio del Almirante, que se hallaba entonces en la cama postrado de la gota, hallaron remedio, haciendo un árbol más chico de una pequeña entena, y asegurando la mitad del quebrado con cuerdas y madera de los castillos de popa y de proa, los cuales deshicimos. En otra tempestad se nos rompió la contramesana. Al fin, quiso Dios que navegásemos unas setecientas leguas, al cabo de las cuales llegamos al puerto de San Lúcar de Barrameda; de allí fuimos a Sevilla, donde descansó algo el Almirante de los trabajos que había padecido. Después, en el mes de Mayo de 1505, fue a la corte del Rey Católico, porque ya el año antes había pasado a mejor vida la gloriosa Reina doña Isabel, de lo que el Almirante mostró dolerse grandemente, pues era la que le mantenía y favorecía, habiendo hallado siempre al Rey algo seco y contrario a sus negocios, Esto se vio más claro en la acogida que le hizo, pues aunque en la apariencia le recibió con buen semblante y fingió volver a ponerle en su estado, tenía voluntad de quitárselo totalmente, si no lo hubiese impedido la vergüenza, que, según hemos dicho, tiene gran fuerza en los ánimos nobles.</p><p>Su Alteza misma y la Serenísima Reina le enviaron cuando partió al mencionado viaje; pero, dando entonces las Indias y sus cosas muestras de lo que habían de ser, y viendo el Rey Católico la mucha parte que en ellas tenía el Almirante, en virtud de lo capitulado con él, intentaba quedarse con el absoluto dominio de las Indias, y proveer a su voluntad los oficios que tocaban al Almirante, por lo que empezó a proponerle nuevos capítulos de recompensa, a lo que no dio lugar Dios, porque entonces el Serenísimo Rey Felipe I, vino a reinar a España, y al tiempo que el Rey Católico salió de Valladolid a recibirle, el Almirante quedó muy agravado de gota, y del dolor de verse caído de su estado; agravado también con otros males, dio su alma a Dios, el día de su Ascensión, a 20 de Mayo, de MDVI, en la villa de Valladolid, habiendo recibido, con mucha devoción, todos los sacramentos de la Iglesia y dicho estas últimas palabras: in manus tuas, domine, commendo spiritum meum. El cual, por su alta misericordia y bondad, tenemos por cierto que le recibió en su gloria <em>Ad quam nos cum eo perducat</em>. Amén.</p><p>Su cuerpo fue llevado después a Sevilla, y enterrado en la iglesia mayor de aquella ciudad con pompa fúnebre; de orden del Rey Católico, para perpetua fama de sus memorables hechos y descubrimiento de las Indias, se puso un epitafio en lengua española, que decía:</p><p><em>A Castilla y a León</em></p><p><em>Nuevo Mundo dio Colón</em>.</p><p>Palabras verdaderamente dignas de gran consideración y de agradecimiento, porque ni en antiguos ni modernos, se lee de ninguno que haya hecho esto, por lo que habrá memoria eterna en el mundo de que fue el primer descubridor de las Indias Occidentales; como también que después, en la Tierra Firme, donde estuvo, Hernando Cortés y Francisco Pizarro, han hallado muchas otras provincias y reinos grandísimos, pues Cortés descubrió la provincia del Yucatán, llamada Nueva España, con la ciudad de México, poseída entonces del Gran Montezuma, Emperador de aquellas tierras. Pizarro halló el reino del Perú, que es grandísimo y lleno de innumerables riquezas, poseído por el gran Rey Atabalipa; de cuyas provincias y reinos se traen a España, todos los años, muchos navíos cargados de oro, plata, brasil, grana, azúcar y otras muchas cosas de gran valor, además de perlas y otras piedras preciosas, por las que España y sus príncipes florecen hoy con abundancia de riquezas.</p><p>LAUS DEO</p><p>&nbsp;</p>
Personaje Político
Las expediciones de Darío I por los territorios griegos del Asia Menor y de la zona sur de la actual Rusia eran cada vez más satisfactorias. Los habitantes de estos territorios iniciaron una serie de revueltas encaminadas a la liberación del yugo persa. La ciudad de Mileto vivió una de estas sublevaciones que fue sofocada por el tirano Histieo. Darío, en agradecimiento, le permitió la fundación de una colonia mientras su yerno, Arístagoras, ocupaba su lugar como tirano milesio. Apoyó la revuelta jonia contra Darío y fue crucificado por dedicarse a la piratería.