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Personaje Político
A los diez años Hisam II fue reconocido sucesor de Al-Hakam II. Su madre la concubina Subh de Navarra apostó fuerte por el pequeño ayudada por el visir Ibn Abi Amir, el futuro Almanzor. El ministro Yafar al-Mushafi también apostó por el joven con tal de mantener las riendas del poder en sus manos. De esta manera los tíos y primos más capacitados que el joven Hisam eran apartados de la sucesión. En el año 978 Ibn Abi desplazó a al-Musafi del poder y era nombrado hayib o mayordomo real. El general Galib mostraba su total apoyo al nuevo líder político ya que era su yerno. Desde ese cargo Ibn Abi dirigió al califa hacia los placeres sensuales, encerrándole en su palacio donde se convirtió en un juguete en manos del hayib. Hisam vivía aislado, al margen de las luchas por el poder y dedicado a la devoción y diferentes pasatiempos. La muerte de Almanzor motivó el desplome del califato y el inicio del periodo denominado la "Gran Fitna" en el que Hisam fue depuesto y nombrado califa en varias ocasiones. Su muerte se produjo hacia el año 1013, posiblemente asesinado.
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Las excavaciones urbanas desarrolladas en Sevilla en los últimos años han permitido conocer el trazado urbanístico básico de esta ciudad en su etapa romana. Se ha podido determinar el perímetro de la colonia cesariana que se mantuvo durante la reestructuración altoimperial. La nueva división de Hispania promovida por Augusto, convirtió Hispalis en capital del conventus hispalense. El foro se ubicaba aproximadamente en el cruce de las dos calles principales, según se ha podido deducir de los restos de un gran templo en la calle Mármoles y de otras edificaciones de carácter público localizadas bajo construcciones modernas.
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El origen histórico de la presencia de más de 45 millones de hispanos en los Estados Unidos a comienzos de 2009 se remonta al siglo XVI cuando descubridores y conquistadores -Juan Ponce de León- llegaron a la Florida (1513). En 1518 y 1519, Alfonso Álvarez de Pineda recorrió la costa del Golfo de México y el delta del Missisipi; en 1529, Alvar Núñez Cabeza de Vaca llegó hasta el Golfo de California; en los años 1539 a 1541, Hernando de Soto desde la bahía de Tampa, cruzó los Apalaches y regresó por el río Arkansas hasta el Missisipi; en 1540, Francisco Vázquez de Coronado llegó a Arizona y Nuevo México; uno de sus grupos de auxiliares descubrió el Gran Cañón del Colorado. Así, la presencia hispana tiene una explicación histórica en la Louisiana -que comprendía parte de los actuales estados de Louisiana, Arkansas, Misouri, Iowa, Minessota- algunos territorios de Alabama, Missisipi, Texas, Nuevo México, Arizona, Colorado, Utah, Nevada, Wyoming, Kansas, Oklahoma y California. La costa oeste de los Estados Unidos aún está marcada indeleblemente por la presencia del sacerdote Junípero Serra, fundador de las primeras misiones californianas, así como por la misma tarea llevada a cabo en el siglo XVIII por los Padres Kino y Salvatierra. Gráfico
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Los acontecimientos militares de la II Guerra Púnica tienen lugar entre los años 218-204 a. C. En ella se verán inmersas gran parte de las poblaciones de la Península Ibérica, tanto por ser la Península una parte del escenario de las batallas como por la participación de los hispanos en los bandos de ambos contendientes, en el de los romanos y, en mayor escala, en el de los cartagineses. Para valorar la presión económica a la que se veía sometida Cartago a raíz de la pérdida de la I Guerra Púnica, pueden ser indicativos los datos siguientes. Los cartagineses debían pagar a Roma en concepto de indemnización de guerra 3.200 talentos: 1.000 talentos al final del conflicto y otros 2.200 en diez anualidades a razón de 220 talentos por año. Para evaluar ese gravamen, baste decir que los reyes de Macedonia recibían de sus súbditos, en la misma época, 200 talentos anuales. Por cálculos realizados por Giovannini sabemos que 1.000.000 de denarios equivalía a 20.000 toneladas de sal, a 165 talentos y a cerca de 4 toneladas de plata. Otro dato para la comprensión de tales cantidades es el recordar que, con 1.000.000 de denarios, se podía pagar el trigo necesario para 30-40.000.000 de hombres adultos por año o bien el sueldo anual de 2 legiones de 6.000 hombres. Por lo mismo, el Estado cartaginés sólo podía tomar tres decisiones a raíz de su fracaso en la I Guerra Púnica: elevar los impuestos a sus poblaciones dependientes, opción que quedaba rechazada por conducir a la ruptura social, puesto que muchas de tales poblaciones venían pagando ya hasta un 50 por ciento de sus ingresos. La segunda vía consistía en ampliar sus dominios territoriales por el norte de Africa, pero esto les exigía embarcarse en guerras costosas y, además, supuesto un éxito militar, sólo podía obtener de los hipotéticos nuevos súbditos más productos agropecuarios que no eran muy rentables en los mercados; tal opción, defendida por un sector del senado cartaginés, implicaba una renuncia a toda nueva aspiración de hegemonía en el Occidente. La tercera vía, defendida por los bárquidas y sus partidarios, la que fue tomada, se orientó a la conquista del sur de la Península Ibérica, lo que ofrecía la posibilidad de disponer de los distritos mineros más importantes del Mediterráneo, las minas de plata de los entornos de Cartagena y de Linares (provincia de Jaén). Nos consta que, cuando Carthago estuvo en condiciones de obtener beneficios de este plan, sólo una mina de cerca de Castulo (Linares) rentaba 300 libras diarias de plata (=99 kilos) y que, poco después de la conquista, los romanos obtenían 1.000.000 de denarios/dracmas en 40 días con una población minera de 40.000 trabajadores sólo de las minas de Cartagena. Las relaciones entre Roma y Cartago se venían regulando mediante tratados desde fines del siglo VI a. C. Ya en torno al 508 a. C. se sitúa el primer tratado en el que ambas ciudades fijaron unos límites de actuación económica y política. El año 348 a. C. se hizo una renovación de aquel tratado adaptándolo a las realidades políticas de ambas potencias: Roma y sus aliados comenzaban a tener intereses fuera de Italia y se comprometían a no pasar más allá de Mastia, cerca de Cartagena, y del Cabo Hermoso en el norte de Africa, salvo situaciones de emergencia marítima en cuyo caso quedaban bajo la protección de los magistrados de Cartago. Los acontecimientos de la I Guerra Púnica habían dejado en una situación institucional confusa el tratado del 348. Por ello, tan pronto Roma vio el posible peligro derivado de la conquista cartaginesa de la Península Ibérica, comenzó a intervenir de nuevo hasta terminar por firmar un nuevo tratado con Cartago en el año 226 a. C., por el que se ponía al Ebro como límite de la expansión cartaginesa.
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El ascenso al poder de Diocleciano (emperador entre 284-306, muerto en 316) supuso la restauración del Estado romano y la construcción de un nuevo sistema de gobierno. Poco después de ser aclamado por las tropas -hasta entonces era comandante de la guardia imperial en el ejército de Numeriano-, se encontró con un vasto Imperio lleno de amenazas internas y externas: los cuados y marcomanos amenazaban la frontera danubiana -su victoria sobre los mismos le valió el título de Germanicus Maximus-, invasiones en el Rin de alamanes y francos, los sajones saqueaban las orillas del mar del Norte, los bagaudas asolaban las Galias y saqueaban sus ciudades. Para afrontar tales peligros, Diocleciano asoció al poder a un oficial, oriundo de Panonia, Maximiano, al que primeramente otorgó el título de César y, poco después, el de Augusto. Las relaciones entre ambos Augustos eran concebidas en un plano de igualdad en el terreno político, si bien la superioridad jerárquica de Diocleciano era evidente. No hubo una partición del Imperio, sino una división de funciones en campos de operaciones diferentes: Diocleciano se encargó de Oriente y Maximiano intentó resolver los problemas de Occidente. La autoridad de los emperadores se reforzó asentándose en una base ideológico-religiosa que, en cierto modo, establecía un parentesco religioso de Diocleciano con Júpiter y de Maximiano con Hércules. En el 286, Carausio, un general galo al que Maximiano había encargado organizar la guerra contra los piratas (francos y sajones) que asolaban las costas nórdicas, se había hecho proclamar Augusto por los soldados y, apoyado por los propios enemigos a los que hubiera debido combatir, se estableció como señor de Britania. La complejidad de una campaña de reconquista de Britania sin duda influyó en la decisión de asociar al poder a dos nuevos asistentes que estarían subordinados a los Augustos y a los que se concedería el título de Césares. Su función sería la dirección de los asuntos militares más urgentes. El 1 de marzo del año 293 fueron proclamados Césares Galerio, asociado a Diocleciano, y Constancio Cloro, asociado a Maximiano. Así se estableció la tetrarquía o gobierno de cuatro. El sistema tetrárquico resultó sumamente eficaz en el terreno político. Pero la existencia de cuatro príncipes implicaba la necesidad de una reorganización administrativa. La reforma de las provincias, multiplicadas desde ahora, y la creación de las diócesis, cada una de ellas sometida a un vicario, dotaron de una nueva estructura a la administración general. Por otra parte, si el reparto jurisdiccional entre los cuatro emperadores podía entenderse en apariencia como una descentralización, en la realidad Diocleciano creó un aparato burocrático mucho más complejo y estructurado de lo que había sido antes: los officia u oficinas centrales del emperador eran el último eslabón de una cadena en la que, de más a menos, cada cargo constituía un eslabón hasta conseguir controlar todos los rincones y facetas de la administración de todo el territorio imperial, como veremos más adelante. Así, el Occidente quedó bajo el control de Maximiano. El César Constancio Cloro se ocupó de las Galias y Britania, mientras la acción de Maximiano se extendió a Hispania, Italia y la diócesis de Africa, con capital en Cartago. En Hispania tuvo lugar una de las primeras intervenciones militares de Maximiano para reducir a los francos que habían colaborado con el usurpador Carausio. Después de que Constancio hubiera reconquistado Britania en el 296, estos piratas francos invadieron las costas atlánticas de Hispania. Su derrota a manos de Maximiano es ensalzada en el panegírico del Emperador. En el 297 se dirigió a Mauritania Tingitana, donde los mauri -que como en otras ocasiones probablemente habrían invadido la Betica- fueron reducidos. Maximiano recorrió toda el Africa romana hasta Cartago, orlado de gloria -según informa el panegírico- para dirigirse después a Milán. Cuando a comienzos del 306 Diocleciano decidió retirarse y obligó a Maximiano a hacer lo mismo, Hispania pasó a depender de Constancio Cloro, nuevo Augusto de Occidente, quien eligió como César a Severo (elección impuesta por Galerio, sucesor de Diocleciano en Oriente y hombre fuerte de esta segunda tetrarquía). La muerte de Constancio Cloro pocos meses después complicó la situación. Severo no tenía en Occidente ni el prestigio ni los apoyos suficientes para mantener una situación sólida, al contrario que Constantino, hijo de Constancio Cloro, y que Majencio, hijo de Maximiano. No obstante, Severo pasa a ser Augusto y Constantino se aviene a la orden de Galerio y acepta ser César. Se desconoce el reparto territorial que durante ésta época establecieron. Es probable que Constantino asumiera el control de Britania y las Galias que habían correspondido a su padre siendo César, mientras que el resto de Occidente (incluida Hispania) quedaría bajo la jurisdicción de Severo. En el otoño del 306 Majencio es proclamado Augusto por los pretorianos de Roma, derrotando a Severo. Hispania debió quedar bajo el control de Majencio al igual que Italia y la diócesis de Africa. Sabemos que en el 309 tuvo lugar la sublevación de esta última -sin duda instigada por Constantino- contra Majencio. En cualquier caso, el nuevo Augusto de Occidente, Licinio, proclamado tras la conferencia de Carnuntum del 308, no debía tener un control efectivo en ninguna de las zonas occidentales. Los árbitros eran Constantino y Majencio. Tras la derrota de este último en Saxa Rubra, en el año 312, Constantino se hizo con el control de todo el Occidente. A la muerte de Constantino, se reparte el Imperio entre sus tres hijos. Hispania queda bajo el control de Constantino II. Este se hace cargo del gobierno de Hispania, las Galias y Britania, al tiempo que ejerce una tutela sobre los territorios asignados a su hermano menor, Constante, que eran Italia, Panonia y la diócesis de Africa. En el 340 se desata la guerra entre los dos hermanos y Constantino II muere cerca de Aquileia. Constante asumió entonces el control sobre todo el Imperio Occidental. Las guerras dinásticas alentaron de nuevo las usurpaciones y en el 350 un soldado germano llamado Magnencio se proclama Augusto. Juliano, emperador varios años más tarde, nos dice que la prefectura de las Galias se situó bajo el control de Magencio (Or. 1, 26 ; 11, 55). Esto suponía que la diócesis de Hispania estaba también incluida, puesto que dependía de la prefectura de las Galias. Así parece también indicado por el hallazgo de varios miliarios -en la Gallaecia- tanto de Magnencio como de su hermano Decencio, al que el primero había proclamado emperador. No obstante, parece que la sumisión al usurpador no era muy firme, pues otra vez Juliano nos informa de que el emperador Constante halló refugio en la Tarraconense, donde debía contar con lealtades muy estrechas ya que cuando Magnencio comenzó a perder apoyo entre sus partidarios, éste intentó pasar a Africa, pero no pudo atravesar los Pirineos al estar los pasos defendidos por los partidarios de Constante (Or. I, 33). Schlunk cree que es el emperador Constante el que se encuentra en el mausoleo de Centcelles, muerto en la Tarraconense en el 350. Cuando Constancio II derrotó a Magnencio en el 353, se encontró en situación de restablecer la unidad del Imperio, como había hecho su padre Constantino. No obstante, Constancio nombra César a su sobrino Juliano, sin que este título implicara un reparto territorial preciso, pero sí una función muy concreta: salvaguardar la frontera occidental del Imperio de los ataques bárbaros, mientras el propio Constancio hacía lo propio en Oriente frente a los eternos Sapor del Imperio persa, quienes en tres ocasiones a lo largo de diez años habían invadido la ciudad romana de Nísibe. Sabemos que la desconfianza de Constancio frente a la lealtad de su sobrino le había llevado a reforzar la vigilancia de las costas de Italia y Africa y, probablemente, también de Hispania a fin de impedir cualquier intento por parte de Juliano de hacerse con el control de todo el Occidente (Amm. Marc., 21, 7). Durante el período de estos últimos descendientes de Constantino, la vida en Hispania no parece sufrir ningún tipo de sobresalto. Su alejamiento del eje del Imperio la convierte en una zona poco relevante pero bastante segura. Ni siquiera parecen llegar aquí las disposiciones anticristianas del emperador Juliano. Tampoco la época de Valentiniano, emperador de la parte Occidental del Imperio, tras el efímero mandato de Joviano, parece que afectara a la diócesis hispana. Graciano, hijo de Valentiniano I, es designado emperador en el 361. La situación no representó ningún cambio, al menos inicialmente, puesto que el nuevo emperador actuó bajo la tutela de su padre Valentiniano. Durante el reinado de Valentiniano había destacado como general el hispano Teodosio, llamado el Mayor o el Antiguo para diferenciarlo de su hijo, el futuro emperador Teodosio. Este general había reducido a los pictos y sajones en Britania y había actuado como pacificador en una revuelta africana. En el 375 fue condenado a muerte por oscuros motivos, no bien conocidos. Graciano, emperador poco capacitado militarmente, llamó al servicio, en calidad de magister equitum o jefe de caballería, al hispano Teodosio que, tras la ejecución de su padre, se había retirado a sus posesiones españolas voluntariamente. En el 379 es proclamado Augusto y Graciano le confía la parte Oriental del Imperio, quedándose él con la parte Occidental. En el 383 Graciano (en uno de los frecuentes arrebatos provocados por la presión que el papa Dámaso y Ambrosio de Milán ejercían sobre él y que a menudo provocaban en Graciano el deseo de contradecirles y adoptar sus propias decisiones) participó en las vicisitudes de la secta priscilianista que, en aquellos tiempos, había convulsionado la Iglesia hispana. Graciano ordena les sean restituidas a Prisciliano y sus seguidores las iglesias que les habían sido confiscadas en Hispania y en el sur de las Galias por la Iglesia ortodoxa. En el mismo año 383 tiene lugar la sublevación del español Magno Máximo, pariente lejano y antiguo compañero de armas de Teodosio. Máximo es proclamado Augusto por las tropas de Bretaña y, durante algún tiempo, entre la ejecución de Graciano en el 383 y el 388 en que es derrotado por Teodosio, comparte el poder en Occidente con Valentiniano II, hermanastro de Graciano. Hispania es controlada por Máximo ya que éste se hace con la prefectura de la Galia desde el 384. Una prueba de su reconocimiento en Hispania es la inscripción hallada en Siresa (Huesca) que recuerda la creación de la Nova Provincia Maxima, tal vez creada por el emperador Máximo. Su delimitación geográfica es absolutamente desconocida y probablemente tuvo tan escasa vida como su creador. Otra intervención de Máximo en los asuntos -religiosos en este caso- de Hispania fue la condena a muerte que dictó contra Prisciliano y varios de sus seguidores. Es el primer caso en que una autoridad secular cristiana condena a la pena capital a otro cristiano por divergencias religiosas. Sin duda, el que Máximo, como hispano, conociera y fuera presionado por algunos de los enemigos de Prisciliano, pudo inducirle, entre otras razones, a tomar esta decisión. En el 388, Maximo es derrotado por Teodosio, quien sitúa al frente de la prefectura de la Galia a Valentiniano II. Ni Valentiniano II, ni el emperador Flavio Eugenio parecen haber prestado atención alguna a los asuntos de Hispania. Desde el 393 Occidente dependía del emperador Honorio, aunque quien realmente sostenía al joven Honorio era el general Estilicón. A partir de ese momento, los acontecimientos políticos en Hispania se suceden ininterrumpidamente hasta que en el 473 desaparece el poder político romano en Hispania como en el resto de la parte occidental.
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Los siglos V y VI fueron de especial inestabilidad en todo el territorio peninsular; desde la entrada de las primeras hordas bárbaras hasta la consolidación del reino visigodo de Toledo, pasaron más de ciento cincuenta años de fragmentación del poder, y, en sentido estricto, no puede hablarse de unidad nacional hasta la expulsión definitiva de los bizantinos en el año 628. Las tribus de alanos, vándalos y suevos penetraron en el territorio imperial por el Rin en el año 406, y en el 409 asolaron la Península, sometiendo a todos los pueblos a saqueos y destrucciones que no cesaron hasta el reconocimiento de su condición de federados y la concesión de provincias para sus componentes en el año 411. El desconcierto de la población hispanorromana les llevó a aceptarlos como vecinos y aliados, pero, por su propia dinámica, ninguno permaneció mucho tiempo en las tierras asignadas. Los visigodos, por su parte, ocuparon de forma estable el sur de Francia, en el que se creó el reino de Tolosa, y, desde allí, combatieron en nombre de la autoridad imperial, y más adelante, en nombre propio, a los ocupantes de la Península; los alanos fueron prácticamente extinguidos, los vándalos se trasladaron al norte de Africa, y sólo los suevos permanecieron en el noroeste con un gobierno independiente, hasta su anexión por los visigodos en el año 585. El gobierno visigodo residió primero en Cataluña, luego en Mérida y, desde el año 544 en Toledo, al tiempo que se desprendía de sus territorios en Francia. La repercusión de todos estos avatares en el terreno artístico se manifestó de una forma irregular, según la intensidad y la extensión de la presencia de cada una de estas tribus. La parte oriental fue la menos afectada, mientras que en el centro y el oeste de la Península, desaparecieron un gran número de poblaciones. La ruptura con el pasado fue definitiva en el orden político, pero la Iglesia conservó su organización y adquirió progresivamente parte del poder perdido por el Imperio.
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1.La Hispania republicana. Conquista romana y resistencia indígena. Hispania en el conflicto la II Guerra Púnica. Los pueblos de Hispania ante Roma y Cartago. Cartago y la Península Ibérica. Los preparativos de la Guerra por Aníbal. La toma de Sagunto por Aníbal y su significado. La II Guerra Púnica en Hispania. El fin de la Guerra en Hispania. Consecuencias de la II Guerra Púnica en Hispania. Métodos de control y de ampliación de la conquista. Guerras Celtibérico-Lusitanas. Las llamadas Guerras Celtibéricas. Las Guerras lusitanas. La conquista de Baleares. La crisis del dominio romano a fines del siglo II a.C.. El episodio de la Guerra Sertoriana. Hispania, hacia las guerras entre César y Pompeyo. Hispania, escenario de la Guerra Civil. La administración de los territorios conquistados. Las provincias de Hispania. El gobernador provincial. El gobernador y los publicanos. El ejército romano y los hispanos. La administración local. Modificaciones del poblamiento. Organización interna de las ciudades privilegiadas. Las ciudades no privilegiadas. Economía de la Hispania republicana. El sector recolector. El sector agropecuario. La ganadería. El sector minero. Los mineros. La sociedad en la Hispania republicana. Ciudadanos romanos y latinos. Emigración itálica. Ciudadanía y rangos. Libres, federados y dediticios. La población dependiente: la Hispania ibérica. La Hispania céltica. Roma y la esclavitud de Hispania. Religión y cultura. Sincretismo religioso. El destino de los santuarios prerromanos. La difusión de la religión romana. La cultura de la Hispania republicana. Latinización. Bibliografía de la Hispania republicana. 2.El Alto Imperio en la P. Ibérica. Conquista y administración imperial. Las guerras contra astures y cántabros. El marco administrativo. Las reformas de Augusto. La nueva división de Hispania. Otras reformas. Las modificaciones posteriores. La anarquía militar. La urbanización. El programa de Augusto. Nuevas colonias. El norte de España. Urbanización durante la dinastía Julio-Claudia. El edicto de Latinidad de Vespasiano. Las leyes municipales. La administración de la ciudad. Organización censitaria. Transformaciones urbanas. Programa urbanístico. El foro. Construcciones para el ocio y la higiene. La organización económica. La población. Las transformaciones agrarias. La villa y la producción agrícola-ganadera. Pesca y salazones. Explotaciones mineras. Formas de propiedad. Actividades artesanales. Comercio. Rutas Navegables y moneda. La producción hispana. La sociedad. La ciudadanía romana. Ordenes y plebe. Los esclavos. Los libertos en Hispania. Pervivencias de la sociedad indígena. Religión y cultura. La religión romana. Asimilación. Culto al emperador. Cultos mistéricos. El cristianismo. La latinización. Bibliografía de la Hispania altoimperial. 3.El Bajo Imperio en la P. Ibérica. Marco político de Hispania durante el Bajo Imperio. Hispania en la sucesión imperial. Hispania y los acontecimientos políticos del siglo V. División territorial y administrativa de Hispania. Provincias, diócesis y prefecturas. Los cargos administrativos y sus competencias. El ejército hispano durante el Bajo Imperio. El supuesto limes de Hispania. Economía y sociedad. Política monetaria. La ciudad bajoimperial. El mundo rural en la Hispania bajoimperial. Los grandes dominios. Los posessores. La minería en la Hispania bajoimperial. Administración de las minas. Artesanado y comercio. Actitud de los hispanos ante las invasiones. Bárbaros y bagaudas. El cristianismo en la Hispania bajoimperial. Primeros testimonios del cristianismo hispano. Las Actas de los mártires. Restos arqueológicos del cristianismo hispano. El Concilio de Elvira. Diversidad social de los cristianos. Castigos para idólatras y fornicadores. Iglesia oficial y sectas. Poder económico y social de la Iglesia en Hispania. Beneficencia, caridad e iglesia. Las sectas en Hispania. El priscilianismo. La Iglesia ante el fin del Imperio romano. Bibliografía de la Hispania bajoimperial.
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A finales del siglo III antes de Cristo, la Península Ibérica es el escenario en el cual las dos naciones más poderosas del Mediterráneo, Roma y Cartago, pugnan por obtener la hegemonía sobre el Mare Nostrum. En el año 219 a.C., el cartaginés Aníbal toma la ciudad de Sagunto, aliada de Roma, dando comienzo la II Guerra Púnica. Finalizada la guerra de manera victoriosa para Roma, ésta pretende hacerse con el control de los ricos territorios mineros de la Península. Así, hacia el año 201 a.C. ya controla una amplia franja a lo largo del Mediterráneo y hasta la Andalucía Occidental, con ciudades como Barcino, Tarraco, Carthago Nova o Gades. En el año 120 a.C., los romanos han conseguido una extensión que supone más de las dos terceras partes peninsulares, estableciendo colonias o ciudades como Emerita Augusta, Corduba, Toletum, Clunia o Caesaraugusta, entre otras. La última etapa de la conquista romana finaliza hacia el año 14 a.C., cuando sus legiones consiguen integrar la franja norte peninsular y establecer allí ciudades como Lucus Augusti, Asturica Augusta o Pompaelo. La administración romana de Hispania se plasma ya desde el primer momento de la conquista en la división de los territorios bajo su control en dos provincias, Citerior, la más cercana a Roma, y Ulterior, la más lejana. Esta división cambiará durante la época altoimperial, pues la provincia Ulterior se dividirá a su vez en Baética y Lusitana. La conquista de Hispania es un proceso largo y difícil. Tarraco, la actual Tarragona, fue la primera fundación romana en ultramar y desde ella partió la romanización de la Península, convirtiéndose en la capital de la provincia Citerior. Tarraco contaba con un conjunto público monumental formado por el área de culto, la plaza, el foro provincial y el circo. Éste, construido bajo el reinado de Domiciano, a finales del siglo I después de Cristo, podía contener 23.000 espectadores. El circo era el lugar donde se desarrollaban algunos espectáculos, como las carreras de cuadrigas. Otra gran ciudad romana fue Emerita Augusta, fundada en el año 25 antes de Cristo. A lo largo del siglo I d. C., la urbe, a la que se dotó de un extenso territorio de casi 20.000 kilómetros cuadrados, fue cobrando cierta importancia: se construyeron nuevas áreas y se desarrollaron otras que hicieron de Emerita una de las ciudades más importantes de la Hispania romana. La época de los flavios y el comienzo del período de los emperadores Trajano y Adriano supone un momento de esplendor. Es entonces cuando se acometen considerables proyectos de reforma en los más señalados monumentos de Emerita: el Teatro y algunos edificios del foro municipal. Esta reactivación monumental se plasmó en la construcción de lujosas residencias, como las casas de la Torre del Agua y del Mitreo. Entre las más sobresalientes construcciones romanas en Hispania destaca el arco de Bará. Situado a 20 Km. al nordeste de Tarragona, en el trazado de la antigua Vía Augusta, el Arco de Bará es el mejor ejemplo de arco monumental de la Península Ibérica. Con 14,65 metros de altura, fue levantado a finales del siglo I. El arco se compone de grandes sillares de piedra, unidos entre sí mediante grapas de madera de olivo con forma de doble cola de milano. Se trata de una obra sobria y de modestas dimensiones, que dista mucho de la grandeza y el lujo de los arcos triunfales de Roma. Una de las más destacables consecuencias de la presencia romana en la Península Ibérica a lo largo de seis siglos fue el desarrollo de un amplio programa de obras públicas. Así, crearon una extensa red de carreteras, muchas de las cuales aún hoy perviven. También edificaron construcciones para el ocio, como teatros, anfiteatros o circos. Por último, la higiene pública de las ciudades fue atendida por medio de la construcción de redes de alcantarillado, termas o acueductos, que abastecían de agua corriente a las poblaciones. Quizás la más famosa construcción romana en la Península sea el Acueducto de Segovia. Perfectamente conservado, la parte más conocida y monumental del mismo corresponde al muro transparente de arcos sucesivos que lo mantiene airosamente alzado en plena capital segoviana. Realizado en granito a finales del siglo I después de Cristo, bajo el reinado del emperador Trajano, tiene una altura máxima de 28 metros y medio y 818 metros de largo. Para su construcción se utilizaron 20.400 bloques de piedra unidos sin ningún tipo de argamasa. En la vida cotidiana de las poblaciones el baño ocupaba un lugar destacado. Los baños romanos eran populares centros de reunión. En ellos, los habitantes de las ciudades disponían de tiendas, bibliotecas, jardines y palestras, destinadas a los ejercicios gimnásticos. Los ciudadanos adinerados pasaban allí buena parte de su tiempo, que empleaban en charlar, entretenerse con juegos de mesa, o hacer ejercicios con pesas y balones medicinales. También los pobres asistían a los baños públicos, pues la entrada no resultaba cara, siendo incluso gratuita para los niños. A medida que la romanización de Hispania fue consolidándose, el territorio fue divido en nuevas unidades administrativas. Así, la provincia Citerior integrará siete provincias o conventus, que toman sus nombres de la capital correspondiente: Tarraco, Carthago Nova, Caesaraugusta, Clunia, Asturica, Bracara y Lucus. La Lusitania cuenta con tres, con capitales en Emerita Augusta, Scallabis y Pax Iulia. La Bética, por último, se dividió en cuatro, con capitales en Hispalis, Corduba y Gades. Durante el Bajo Imperio, los problemas de gobierno sobre territorios tan vastos impusieron la creación de nuevas provincias. La antigua provincia Citerior fue divida en tres partes, Tarraconensis, Carthaginensis y Gallaecia, mientras que la Lusitania y la Baética permanecerán como hasta entonces. Pero el esplendoroso mundo romano se encuentra próximo a su fin. Tras varios siglos en la cumbre del poder, durante el siglo V la Roma imperial se muestra muy debilitada. Las fronteras del Imperio están amenazadas por pueblos que los romanos llaman "bárbaros", extranjeros, con costumbres y lenguas distintas. La debilidad de Roma acabará por ceder ante el empuje de estos pueblos, siendo también Hispania uno de sus objetivos. En el año 409, suevos, vándalos y alanos penetrarán en la Península y se expandirán por su territorio en busca de sus ricas y fértiles tierras y ciudades. Los visigodos, asentados como pueblo aliado de Roma en el sur de la Galia, recibirán el encargo de controlar a estos pueblos. Es así como se produce su entrada en Hispania, estableciendo una corte en Toledo desde la que gobiernan sobre una población mayoritariamente hispanorromana. Con el tiempo, serán los visigodos quienes controlen todo el territorio hispánico.
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En el año 237 antes de Cristo, las tropas cartaginesas de Aníbal desembarcan en Cádiz. En respuesta, Roma, la otra gran potencia en el Mediterráneo, envía sus legiones a suelo peninsular. Con este acto da inicio una larga guerra que se saldará definitivamente con la conquista romana de Hispania, que convertirá este territorio en provincia de la poderosa Roma. Desde este momento, Hispania será parte activa de las vicisitudes de la Historia de Roma. El primer periodo que estudiamos en este volumen, la Hispania republicana romana, equivale al de 200 intensos años llenos de acontecimientos que culminaron con el sometimiento de casi todos los pueblos de la Península Ibérica al poder de Roma. Posteriormente, durante el Alto Imperio, entre los siglos I y III después de Cristo, en Hispania tiene lugar un intenso proceso de romanización, vertebrado mediante el desarrollo de la ciudad romana, con fundaciones de colonias y promoción de antiguos núcleos al estatuto municipal. La última etapa de la dominación romana, durante el Bajo Imperio, abarca desde el emperador Diocleciano hasta la época visigoda. Más que un periodo de decadencia, hay que verlo como un momento de cambios y de reorganización de un nuevo modelo de relaciones políticas y sociales, que incluso se mantendrá después de la caída del Imperio romano occidental.