Fotografía cedida por el Servicio de Promoción e Imagen turística del Gobierno de Navarra.
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El 23 de marzo transcurría tranquilo. La incipiente primavera se dejaba sentir ya. El aire era cálido y los días se habían alargado sensiblemente. Sin embargo, en la orilla este del Rhin, junto a la frontera holandesa, no se apreciaba el buen tiempo, pues desde el amanecer hasta el anochecer los ingleses producían nubes de humo para impedir a los alemanes la observación de sus preparativos militares. Los paracaidistas del 1er Ejército, a las órdenes del general Schlemm, estaban muy orgullosos de ser las mejores fuerzas combatientes del frente occidental, quizás incluso las más capacitadas de todo el ejército alemán. Por eso, aunque a regañadientes, tomaron sus palas y azadones y se pusieron a fortificarse a toda prisa al este del Rhin, trataron de construir una sólida línea defensiva. Si peleando eran los mejores, también lo serían parapetándose. El mismo mariscal Kesselring, que inspeccionó sus posiciones en los últimos días, había manifestado su satisfacción por los trabajos del general Blaskowitz, general jefe del grupo de Ejércitos H, que defendían el Norte de Alemania, desde Düsseldorf hasta el mar del Norte. Sin embargo, las nubes de humo tendidas por el XXI Ejército británico, mandado por Montgomery, desde hacía varios días eran sumamente intranquilizadoras. Los Ejércitos anglo-canadienses, reforzados por el 9.° Ejército USA, se disponían a entrar en acción y acumulaban ingentes medios de combate. Y no sólo eso, sino que trataban de pulverizar de antemano la posible resistencia, enviando ininterrumpidas formaciones aéreas que durante los días 20-21 y 22 de marzo lanzaron 50.000 toneladas de bombas en 16.000 vuelos. Por eso, la calma de aquel día, con aquel río cubierto de humo, no era muy tranquilizadora... Y la tempestad llegó al caer la tarde justo a las 17 horas. 1.900 cañones abrieron fuego contra las posiciones alemanas. Los lanzadores de humos cesaron en su acción, pero la lluvia de metralla sobré la orilla este del Rhin era tan densa que apenas si se tenía una visión superior a los 500 o 600 metros, esto es, poco más que la anchura del río en esa zona. Los cañones aliados dispararon sin descanso hasta las 9,45 horas del día siguiente, haciendo pausas o alargando el tiro en las zonas en las que se produjeron los primeros ataques nocturnos de sus divisiones de choque. La respuesta alemana apenas si existió. Con escasa artillería y, sobre todo, poca munición, los alemanes se reservaban para el momento definitivo. Ese llegó a las 9,45 de la mañana del 24 de marzo. El teatral Montgomery suspendió el fuego de sus cañones y lanzó sus botes al río. Una avalancha de millares de hombres, cruzando por varias direcciones, mientras centenares de grupos de pontoneros comenzaban a tender sus puentes. En la luminosa mañana el cruce del Rhin era como una magnífica puesta en escena de Hollywood... Eisenhower, jefe supremo de las fuerzas aliadas, contemplaba su despliegue desde un campanario. Churchill, invitado al espectáculo, lo presenció con la ayuda de prismáticos desde el techo de un blindado. Poco después un tremendo rugido hizo templar el aire. Cerca de cinco mil aviones entraron en escena. Tres mil aparatos de caza atacaron con sus cañones y ametralladoras las defensas antiaéreas. Tras ellos, 1.326 planeadores tomaron tierra en las proximidades de Wessel y 1.572 aviones de transporte lanzaron al aire docenas de miles de paracaídas. Así tomaron tierra dos divisiones de paracaidistas, una británica y otra americana, en una operación que se ensayaba allí por vez primera. Las tropas aerotransportadas llegaban una vez comenzada la acción, atacando por la espalda al enemigo entretenido en la defensa de su frente... Su intervención fue definitiva. En aquella zona las defensas alemanas se vinieron abajo. Los antiaéreos de Blaskowitz causaron numerosas bajas a los aliados, pero cuando éstos llegaron al suelo neutralizaron rápidamente la artillería enemiga y obligaron a los alemanes a rendirse. No fue así, sin embargo, en otros lugares. Blaskowitz, ante la avalancha que se le venía encima, metió en el combate a sus unidades acorazadas y se produjeron choques muy sangrientos. El general británico Horrocks, que mandaba el 30 cuerpo de Ejército británico, escribía: "Los informes nos habían indicado que los alemanes se rendían en gran número a los ingleses y a los americanos que combatían en nuestro flanco, pero en nuestro sector no se manifestaba ningún signo de hundimiento. En efecto la 51.? Div. Highland informaba que el enemigo se batía con una dureza no superada con posterioridad a Normandía. Ello subraya la moral de esas tropas blindadas y de paracaidistas alemanes que, en medio del caos, de la desorganización y de la desilusión, no dejaron de resistir obstinadamente". Pero poco podían hacer. Sobre aquel frente de unos 70 kilómetros los alemanes alineaban 7 divisiones muy mermadas, con unos 60.000 hombres como máximo. Sus medios artilleros y blindados eran escasos, lo mismo que sus municiones, No disponían de fuerza aérea. Enfrente, Montgomery lanzó contra ellos cerca de 400.000 soldados, con el apoyo de dos mil cañones y una permanente protección aérea. Por otro lado, las reservas alemanas consistían en 3 divisiones más; mientras, Montgomery, tenía 600.000 hombres en la orilla izquierda del Rhin, esperando el ensanchamiento de la bolsa, que en ese primer día tenía 40 km. de base y hasta 12 de profundidad.
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A comienzos de 1942, los aliados tenían muchas razones para sentirse profundamente descorazonados. En el plazo de seis meses, Japón, un adversario al que los anglosajones no habían tomado en serio, había construido a sus expensas y a las de terceros un Imperio que cubría una séptima parte del globo. Las victorias las había obtenido demostrando tener una Marina muy moderna, cuya fuerza principal estaba constituida por los portaaviones. Los japoneses habían logrado sus éxitos muy a menudo con inferioridad numérica y en un momento en que se podía interpretar que los alemanes todavía estaban en condiciones de aplastar a la Rusia soviética. La caída de Singapur era un hecho de tal gravedad que podía suponer una directa amenaza a la India e incluso al Medio Oriente. No puede extrañar que un protagonista esencial de la guerra, como fue Churchill, anote en sus Memorias que el peor momento de la guerra fue precisamente éste, algo en lo que coincidieron también algunos de los mandos militares británicos. Fue entonces cuando se sometió a un voto parlamentario de confianza, que superó, pero que revelaba la sensación de que la victoria aliada estaba todavía muy lejana. Sin embargo, en los meses iniciales de 1942 si, por un lado, las potencias del Eje llegaron al máximo de su expansión, al mismo tiempo empezaron a testimoniar sus limitaciones, no sólo materiales sino también de otra clase. Los éxitos alemanes habían acabado teniendo como consecuencia el despropósito del ataque a la Unión Soviética, cuando Gran Bretaña distaba de haber desaparecido como adversario. En el caso del Japón, alcanzado el perímetro de lo que fue denominado "Área de Coprosperidad", faltó una idea clara de hacia dónde había que seguir la ofensiva. Parece indudable que el mayor daño al adversario se hubiera causado con el ataque en dirección a la India, en donde existía un sentimiento independentista muy arraigado. De este modo, además, se hubiera podido enlazar en Medio Oriente con una posible ofensiva alemana desde el Cáucaso. Pero Japón no acabó de decidirse, porque Marina y Ejército de Tierra resultaron incapaces de elaborar una política conjunta y no existió un liderazgo militar claro. Además, tampoco hubo una voluntad eficiente de coordinar los esfuerzos con Alemania. En cambio, en las semanas finales de 1941 e inicios de 1942, en la conferencia de Arcadia los anglosajones supieron crear un Estado Mayor conjunto, planear la invasión del Norte de África y reafirmar su deseo de combatir hasta la victoria final. Stalin permaneció, por el momento, alejado de las grandes decisiones estratégicas y Churchill hubo de explicarle que, por el momento, era imposible para los anglosajones llevar a cabo un desembarco en Europa. De cualquier modo, todo lo que antecede demuestra que los aliados se coordinaron mucho mejor que sus adversarios. A lo largo de los meses centrales de 1942, las potencias del Eje parecieron capaces de emprender, una vez más, nuevas ofensivas, pero en realidad testimoniaron que sus posibilidades para conseguir con ellas fulgurantes victorias habían empezado a agotarse. Y ése fue el principio del final para ellas, puesto que, en definitiva, la superioridad en capacidad económica del enemigo tendría que imponerse a medio plazo. En territorio soviético, los alemanes habían retrocedido más de doscientos kilómetros a partir de la contraofensiva enemiga del mes de enero. Los Ejércitos alemanes habían mantenido una firme resistencia en las ciudades y sin tratar de cubrir en su totalidad los enormes espacios vacíos del frente. Esos núcleos de resistencia a menudo fueron aprovisionados desde el aire, lo que revela el titánico esfuerzo de los alemanes por mantenerse en sus posiciones. Cuando, avanzada la primavera, Hitler pasó a la ofensiva, sus propósitos resultaron relativamente modestos, al menos en comparación con los que había tenido en otros tiempos. Lejos de pretender una avance generalizado en todos los frentes, se marcó tan sólo dos objetivos. Por una parte, la conquista de Leningrado, donde las penosas condiciones del sitio se tradujeron en la muerte por inanición de una tercera parte de su población; por otra, el avance hacia el Cáucaso. Esta última dirección revelaba la preocupación de Hitler por la carencia de petróleo, pero también el hecho de que necesitaba conseguir una victoria espectacular, aunque fuera parcial, para confiar de nuevo en que el frente enemigo se derrumbaría. En mayo, las operaciones se iniciaron con la toma de Crimea y Sebastopol. Una ofensiva soviética en dirección a Jarkov se saldó con un movimiento envolvente que proporcionó a los alemanes la última ocasión para hacer centenares de miles de prisioneros. Sin haber ocupado totalmente el Cáucaso, los alemanes se empeñaron, entonces, en el ataque frontal más al Norte, contra Stalingrado, pronto convertida en todo un símbolo de resistencia, incluso por su mismo nombre. A la altura de octubre, la mayor parte de la ciudad había sido ya conquistada, pero al precio de un esfuerzo de desgaste muy considerable. En el Pacífico, los japoneses, como se apuntaba, habían conquistado su superioridad merced a su flota de portaaviones, en la que mantenían una neta ventaja, y la superior calidad de su aviación. Sin embargo, la incertidumbre estratégica les perdió cuando trataron de responder a una arriesgada operación de bombardeo norteamericana, cuyo efecto casi exclusivo fue de orden psicológico. En efecto, empleando portaaviones como punto de partida, los norteamericanos enviaban sus bombarderos sobre Tokio, desde donde huían en dirección a China. Como respuesta, los japoneses trataron de avanzar hacia el Sur, ocupando la totalidad de Nueva Guinea. Como consecuencia de ello, se produjeron dos importantes batallas navales, las primeras en la Historia en que el combate se llevó a cabo sin que los barcos se avistaran a través de los aviones que enviaban. Superiores en información y radar, los norteamericanos consiguieron detener al adversario. En la primera de esas batallas, la del Mar del Coral -mayo-, los japoneses perdieron un portaaviones ligero y los norteamericanos uno pesado, pero el resultado había sido ya más equilibrado que en cualquier ocasión anterior. En la batalla de Midway, los japoneses, que habían dispersado sus portaaviones con una simultánea e insensata operación hacia el Norte, se enfrentaron con los norteamericanos, que conocían sus movimientos de manera perfecta. En muy poco tiempo, fueron hundidos cuatro portaaviones en la que fue la primera victoria irreversible de los norteamericanos. Merece plenamente este calificativo porque lo cierto es que Japón nunca fue capaz de superar el resultado de esta derrota. Sus posibilidades industriales eran infinitamente inferiores a las de su enemigo: durante toda la guerra, encargó la construcción de sólo 14 portaaviones, mientras los Estados Unidos iniciaron nada menos que 104. Pero lo peor para los japoneses fue la imposibilidad de reemplazar a los pilotos y los aviones desaparecidos. En el verano de 1942, mientras los submarinos norteamericanos empezaban a castigar a una flota como la japonesa cuyos efectivos eran un tanto modestos, ambos contendientes se enzarzaban, en la isla de Guadalcanal, en la primera batalla terrestre y naval al tiempo. El resultado fue un intenso desgaste, especialmente grave para el combatiente menos poderoso: Japón. Si en el Pacífico la situación podía interpretarse como si correspondiera a un momento de juego en tablas, en África el Eje obtuvo victorias pero, como no fueron resolutivas, en la práctica acabaron por ser engañosas. Los cambios en la situación de los frentes respondieron a modificaciones sucesivas más violentas todavía que aquellas que habían tenido lugar en 1941 y siempre fueron favorables a alemanes e italianos pero, al mismo tiempo, dejaron irresuelto el destino final de este frente. Una importante razón de ello es que, pese a que todo el peso de la aviación alemana se dirigió contra Malta, esta base permaneció incólume y facilitó, de este modo, el paso de los convoyes de aprovisionamiento aliados que acabarían por hacer posible la victoria propia. Además, hubo también un refuerzo aéreo complementario de los norteamericanos cuando Japón detuvo su ofensiva en el Índico. No obstante, hasta comienzos de septiembre de 1942, los británicos sufrieron una serie de derrotas tanto más humillantes cuanto que las fuerzas propias eran superiores en número y material. La primera victoria la obtuvo Rommel en la Línea Gazala donde había permanecido hasta el momento a la defensiva. En el mismo mes de junio, tomó Tobruk, que no pudo, por tanto, permanecer como posición aislada al igual que en el año anterior, y a continuación trasladó su ofensiva en dirección a Egipto. Sólo se estabilizó el frente en El Alamein, a menos de un centenar de kilómetros de Alejandría. Allí sus adversarios habían construido fuertes posiciones defensivas y se preparaban ya para devolverle el golpe, acumulando recursos para la ofensiva.
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El 6 de julio de 1938 era un día más de agobiante calor en el mercado árabe de verduras de Haifa. A mediodía, un hombre corpulento, ataviado, como casi todos, con kufia y túnica, entró en el recinto repleto de gente, cargando dos cántaros de leche. Tambaleándose por el peso, el porteador llegó hasta el centro del mercado, depositó su carga junto a unas carretillas y se marchó. Pocos minutos después, los cántaros estallaron. Cuando se disipó el humo, 21 personas yacían muertas en el caos de hortalizas y frutas y 52 más estaban gravemente heridas. Una semana más tarde, en el mercado árabe de la Ciudad Vieja de Jerusalén, una mina eléctrica explosionó justo cuando los fieles salían de orar en la mezquita. Ocho personas murieron y treinta quedaron heridas. Más eficaz en su poder destructivo fue la bomba escondida en un recipiente de pepinos ácidos, colocada, de nuevo, en el mercado de Haifa el 25 de julio: las víctimas fatales fueron 39 árabes; otros 70 resultaron heridos. Al día siguiente, en el mercado de verduras de Yafa, otra bomba mataba a 24 personas. Los terroristas judíos habían inaugurado en ese tórrido mes de 1938 una terrible invención propia que haría escuela: el asesinato indiscriminado de civiles por medio de bombas. "Antes los árabes -y menos frecuentemente los judíos, por lo general en represalia- disparaban a vehículos y a peatones y, ocasionalmente, lanzaban una granada matando a unos pocos transeúntes o pasajeros", según el historiador israelí Benny Morris, profesor de la Universidad Ben Gurion de Beer Sheba. "Ahora, por vez primera, se colocaban bombas en centros árabes llenos de gente y docenas de personas eran asesinadas y mutiladas indiscriminadamente". La siniestra novedad encontró pronto imitadores árabes y "se convirtió en algo así como una tradición: en el futuro, mercados, estaciones de autobuses, cines y otros edificios públicos de Palestina serían los objetivos de rutina, dándole un tinte brutal al conflicto". Los "derechos de autor" le corresponden a la Irgun, una de las organizaciones terroristas del sionismo que, a lo largo de más de un decenio, sembró el pavor entre árabes e ingleses.
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La presencia de tropas francesas en España, y en Madrid desde finales de marzo de 1808, era un hecho extraordinariamente impopular. Los incidentes entre civiles y soldados franceses se multiplicaron, y en la capital hubo algunos muertos. A principios de abril el malestar creció considerablemente al difundirse entre los madrileños el rumor de que los franceses dificultaban el abastecimiento regular de la capital. Noticias de índole política crearon un mayor descontento: el 27 de abril se conoció la liberación de Godoy y su salida hacia Francia tras las gestiones de los franceses en ese sentido, y coincidiendo con esa noticia se supo también la decisión de Fernando de desplazarse a la frontera para entrevistarse con Napoleón. Desde el púlpito y por medio de impresos clandestinos se estimulaba el sentimiento antifrancés, que estalló en motín popular el dos de mayo cuando corrió la noticia, en un ambiente madrileño sumamente crispado, de que se pretendía trasladar a Bayona a los hijos menores y nietos de Carlos IV. Sin duda, los acontecimientos de Madrid fueron el detonante de un proceso revolucionario y no fue "un incidente provocado por un corto número de personas inobedientes a las leyes", como se señaló en la circular de la Junta de Gobierno, ni sus participantes fueron delincuentes, como los calificó Murat. Espadas Burgos considera que la revuelta del dos de mayo estuvo organizada y preparada con antelación. Los oficiales del parque de artillería de Monteleón, y en particular Velarde, tenían un plan previo de actuación, y junto a los madrileños alzados participó un buen número de gentes llegadas a la capital de otros lugares en los días inmediatamente anteriores. Según cálculos efectuados por Espadas sobre la procedencia de los 409 muertos, 159 no eran de Madrid y muchos de ellos procedían de pueblos próximos. Las humillantes abdicaciones de Bayona, a donde había sido conducida la familia real española, fue el resultado de ese designio napoleónico. Sin embargo, el período comprendido entre la abdicación de Fernando VII y de Carlos IV a favor del Emperador, que proclamó rey a su hermano José el 4 de junio, y la llegada a España del nuevo monarca el 20 de julio, permitió un interregno excesivamente dilatado, en el que la autoridad suprema en la Península era el general en jefe del ejército francés, un elemento extraño al país. Como señala Artola, "Cuando llegue José será demasiado tarde. La nación abandonada ha tenido tiempo de decidir por sí propia acerca de su futuro, y su respuesta es la guerra". La revuelta decisiva se produjo cuando la Gaceta de Madrid, correspondiente a los días 13 y 20 de mayo, dio la noticia de las abdicaciones de Fernando en su padre, y de éste en Napoleón. Se produjo un alzamiento general para evitar que esas abdicaciones fueran aceptadas, y la fuerza popular superó y desmanteló a las autoridades tradicionales que cedieron el poder a Juntas formadas por personajes de relieve en la vida política, social y económica, que encauzaron y moderaron el movimiento revolucionario de la primera hora, restableciendo a duras penas el orden público. El Consejo de Castilla y la Sala de Alcaldes de Casa y Corte desaparecieron, sumidas ambas instituciones en el más absoluto descrédito. El 25 de septiembre de 1808 se produjo un paso decisivo en el proceso revolucionario: delegados de las Juntas se reunieron en Aranjuez y decidieron asumir el poder apelando a la soberanía del pueblo con el nombre de Junta Central Suprema y Gubernativa del Reino. Su objetivo era doble: poner punto final a los desórdenes públicos y, sobre todo, iniciar una guerra legitimada por el pueblo que rechazaba el cambio de dinastía, una contienda de gran efecto destructor y que incidirá sobre una economía que ya se encontraba por entonces sumida en una profunda crisis. Como afirmaba Manuel José Quintana en su Ultima carta a Lord Holland, "estas revueltas, esta agitación no son otra cosa que las agonías y convulsiones de un Estado que fenece". Era así cómo, ante los ojos de "la Europa atónita", España entraba en la Contemporaneidad.
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La aprobación definitiva de la Constitución de 1978 planteaba la posibilidad de la celebración inmediata de unas elecciones. Adolfo Suárez fue siempre partidario de llevarlas a cabo de modo inmediato. En octubre de 1978 se celebró el I Congreso de UCD para prepararlas, mientras los ayuntamientos seguían en manos de autoridades no elegidas democráticamente. Puesto que debía producirse una consulta popular era mejor que fuera de carácter general y no tan sólo municipal. Convocadas las elecciones, los diferentes partidos enfocaron la campaña de acuerdo con la que había sido su trayectoria en los meses precedentes. UCD tuvo algunos conflictos de trascendencia a la hora de elaborar sus candidaturas. Su campaña electoral estuvo fundamentada en recordar que había cumplido su programa mientras que la oposición no estaba aún en condiciones de acceder al poder. La estrategia del PSOE consistió en afirmar exactamente lo contrario. Ahora tendieron a desaparecer algunos de los dirigentes históricos procedentes del exilio, mientras que conseguían puestos relevantes en las candidaturas personas procedentes del PSP. Con ello quedaba definitivamente configurada la unidad de los socialistas y, además, éstos se beneficiaban del voto urbano simplemente progresista que, en Madrid, se había identificado con Tierno. Desde un principio el resultado electoral se jugó entre estas dos fuerzas políticas entre las que, en los momentos iniciales, dio la sensación de existir una mayor paridad que en 1977. Durante toda la campaña el resultado dependió del elevado porcentaje de indecisos (un 40%). Una muestra de la evolución de la sociedad española desde una modesta movilización política hasta el desencanto la da el hecho de que disminuyera de manera drástica el número de mítines. Un tercio de los votantes centristas decidió su voto en el último momento merced a los últimos programas de televisión. Los resultados de las elecciones de marzo de 1979 confirmaron las tendencias de 1977. El sistema de partidos siguió siendo polipartidista con variaciones mínimas pero significativas. UCD perdió algo menos del 1 % de su voto, pero sumó tres escaños más debido a las características de la ley electoral. Había subido algo en las zonas de izquierda, pero su voto se había deteriorado en las tradicionalmente conservadoras. Los resultados electorales logrados en 1979 desmentían la afirmación socialista de que se trataba de un grupo efímero carente de verdaderas posibilidades de perduración. Mantuvo su sólida implantación urbana, no se vio apenas afectado por la ampliación del sufragio hacia los estratos más jóvenes y continuó manteniendo el apoyo de uno de cada cuatro o cinco trabajadores industriales. El PSOE pasó de 118 a 121 diputados pero, teniendo en cuenta que había incorporado al PSP, sus resultados suponían una disminución efectiva tanto en el número de escaños como en el de votos (algo menos del 3%). El PCE experimentó una severa decepción. Si en 1977 había podido argüir que el voto comunista estaba por debajo de sus posibilidades por el recuerdo del franquismo, ahora tenía menos argumentos para hacerlo. Su incremento apenas fue superior a un 1% del electorado y continuó sin una verdadera implantación nacional. Casi la mitad de sus votos y 15 de sus 23 escaños los logró en Cataluña y Andalucía, pero en la primera inició ya un declive. Coalición Democrática (AP más sus aliados) perdió algo más del 2% del electorado pero esto bastó para que el número de sus escaños pasara de 16 a 9. El incremento del voto regionalista, en especial en Andalucía y en el País Vasco, fue el cambio más destacado del voto en estas elecciones, mientras que, por el momento, permanecía estacionario en Cataluña. Los resultados de marzo de 1979 contribuyen a explicar la posterior evolución de cada una de las fuerzas políticas. Aunque UCD había triunfado, al menos en términos relativos, la verdad es que los analistas debieron haber visto determinadas fragilidades en ella. Buena parte del voto UCD era simplemente suarista, de modo que podía desvanecerse en el caso de que se desmoronara la figura del presidente. Suárez obtenía una calificación de 7 sobre 10 en los sondeos de opinión, algo infrecuente para un político europeo de la época que convierte en inteligible que fuera el destinatario principal de los ataques del PSOE. Por otro lado, UCD tenía en contra suya un creciente, aunque suave, decantamiento del electorado español hacia la izquierda. El PSOE llegaría a obtener una hegemonía en la política española pero sus perspectivas de llegar al Gobierno no eran muy optimistas en la primavera de 1979. Así se explican las divergencias internas que se produjeron en el siguiente congreso del partido. Tampoco la derecha estaba satisfecha con los resultados electorales. Fraga llegó a pensar en el abandono de la vida pública. Los resultados electorales de los comunistas distaban también de ser satisfactorios. Con independencia de los factores ideológicos, fue la voluntad de Santiago Carrillo por imponer una rectificación en aquellas organizaciones de su partido de las que pensaba que su rendimiento había sido peor lo que explica la crisis posterior del PCE. Los resultados de las elecciones municipales, celebradas inmediatamente después de las generales, permiten explicar tanto la actitud de la opinión pública española como las expectativas de los grupos políticos. De nuevo venció UCD si atendemos al número de concejales electos (más de 29.000 frente a los 12.000 socialistas). Pero estas cifras resultan engañosas. Los socialistas consiguieron 12.000 concejales pero, en especial, unas cuotas de poder político importantes gracias a los acuerdos suscritos a principios del mes de abril con los comunistas, que habían obtenido unos 3.600. La presencia de Enrique Tierno Galván como alcalde de Madrid se convirtió en un símbolo de la capacidad gestora de los socialistas en puestos municipales. Este hecho probaba, además, que si los españoles, por el momento, no concedían a los socialistas el poder central no tenían inconveniente en mantenerlos a prueba en los ayuntamientos.
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A lo largo de las páginas anteriores lo habitual ha sido que se hayan abordado los distintos aspectos desde los que se puede enfocar la evolución histórica de modo conjunto y por áreas geográficas; la única excepción ha sido tratar de forma separada los aspectos relativos a la evolución de las relaciones internacionales y, en algún caso, también los referentes a la cultura. En las próximas, en cambio, trataremos de aspectos generales de la evolución histórica reciente. La ocasión que nos proporciona acercarnos desde el punto de vista cronológico al comienzo del último cuarto de siglo permite -y, en cierto sentido, incluso obliga- que tratemos de hacer un balance a la vez sobre el tiempo pasado y sobre el porvenir inmediato. De este modo, abordaremos, en primer lugar, un balance del espectacular crecimiento económico que el mundo, principalmente el occidental, presenció durante las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. A continuación, podremos, además, examinar de manera global, aunque ya conozcamos la génesis, la profunda transformación acontecida durante los años sesenta que implicó un conjunto de cambios en los que, en buena medida, seguimos viviendo. Finalmente, también se tratará aquí de la evolución cultural a partir de estos años que, como se podrá apreciar, encierra una profunda paradoja histórica puesto que, al margen de la proliferación de tendencias que caracteriza al mundo actual, muchas de las consecuencias a medio plazo de lo acontecido en los años sesenta resultaron contradictorias con sus orígenes.
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Londres debía vigilar sus intereses en el resto del imperio: en sus colonias africanas y la India, para lo cual debía controlar el Mediterráneo, amenazado por Mussolini. El Mediterráneo era casi un mar inglés. Gibraltar y Alejandría, una base en cada extremo, controlaban cuanto intentaba entrar o salir por Gibraltar o Suez. El Mediterráneo y el norte de África ofrecían una posible puerta de invasión a Europa desde el sur, y el mar latino era aún la ruta vital entre Inglaterra y oriente. Hitler contó con que Franco colaboraría en la tarea de neutralizar a los ingleses en Gibraltar. Pero España, devastada por la guerra civil, no entró en el juego. Mussolini era una parte distinta de la historia, y aceptó la invitación a ser árbitro del Mediterráneo y conquistador de Egipto. Mas, a pesar de sus bravatas, Mussolini no dirigía una potencia industrial. Italia había hecho un gran esfuerzo para dotarse de material bélico, pero llegó a la guerra muy mal equipada. Mientras en su Marina faltaban elementos básicos y el núcleo principal de su caza eran aviones biplanos, los ingleses contaban con una buena aviación naval y estudiaban concienzudamente el radar y el asdic antisubmarino. La demagogia fascista había renunciado a construir portaaviones, porque los mejores eran las bases insulares y la misma Italia. De modo que la aviación de apoyo naval quedó atrasada y con sus bases en tierra. El ataque británico a Tarento fue una espectacular evidencia. El 10 de noviembre de 1940, la flota del Mediterráneo (almirante Cunningham) con 4 acorazados, 1 portaaviones, 9 cruceros y 14 destructores navegó a pleno día, desde Alejandría a Tarento sin ser vista. Al anochecer, los aviones torpederos atacaron la base, alumbrándose con bengalas, y dejaron fuera de combate a la mitad de los acorazados. La ruta de los convoyes quedó expedita y el avituallamiento del Ejército italiano en África se hizo crítico. Ante tal situación, Mussolini debió aceptar ayuda. En enero de 1941 el X Cuerpo Aéreo alemán se estacionó en los aeródromos de Sicilia. Aquella guerra naval constituía el complemento de una operación en África, donde Hitler pretendía que las tropas italianas de Libia tomaran Egipto. Tenía una fuerza de 10 divisiones, pero con los consabidos problemas: sus blindados eran las minúsculas tanquetas Fiat de la guerra de España, su artillería de campaña provenía de la guerra europea y carecían de suficiente motorización para combatir en el desierto. Los ingleses reforzaron sus guarniciones con algunos de los pocos carros que les quedaban y llegaron a Egipto tropas australianas, neozelandesas e hindúes. Con todo, subieron un par de divisiones.