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Personaje Militar Político
Hijo de Berenice Reynoso, madre soltera, fallecida en 1939. El padre tuvo seis hijos de tres mujeres. Entre 1939 y 1946 vivió con sus tíos maternos, antes de ser enviado a El Callao. Desde 1947 vive con su padre, la esposa de éste y sus dos hijos en Arequipa, donde estudia en el Colegio La Salle de los Hermanos de las Escuelas Cristianas y, desde los 19 años, en la Universidad San Agustín. En estos años comienza a sentirse atraído por las doctrinas de Marx y Kant. En ambas instituciones llegó a ser profesor antes de 1962. Casado en 1964 con Augusta la Torre, hija de un dirigente comunista ayacuchano, no se conoce que haya tenida descendencia. Su primera detención como activista data de junio de 1969, cuando se opuso a las reformas educativas impuestas por el gobierno de Juan Velasco Alvarado. En los primeros años de la década de los setenta funda el Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso. Fue cesado corno docente de la UNSCH en 1975 y en octubre de ese año pasó a la clandestinidad para no abandonarla hasta su detención en 1992. En 1979, en un operativo del estado de emergencia entonces declarado, fue detenido y compartió celda en el penal de Lurigancho con Alfonso Barrantes (líder de IU). Puesto en libertad con la intercesión de cuatro generales, volvió de inmediato a la clandestinidad. En estos años se empezó a especular con la posibilidad de que hubiera muerto. Sin embargo, empezaron a aparecer pruebas que indicaban lo contrario. Al comienzo de los años noventa la acción terrorista se empezó a centrar en Lima. En 1992 Abimael fue localizado y detenido. Aunque Guzmán trató de llegar a un acuerdo con Fujimori, entonces presidente de Perú, continúa recluido en una prisión de máxima seguriadad.
lugar
Yacimiento de la Edad de Piedra situado junto a unas fuentes termales en la llanura del río Kafue, en el sur de Zambia, integrado por varios montículos con desechos de ocupación humana. La industria microlítica es una variante del complejo Wilton, pero lo más llamativo son los restos orgánicos conservados en un contexto pantanoso, destacando arcos, armaduras de flechas, palos cavadores y lechos vegetales. Han aparecido restos de doce especies vegetales que revelan una especialización recolectora y faunística. Todo ello permitió una ocupación permanente que demuestra la viabilidad de la caza-recolección como una efectiva adaptación de subsistencia durante el Holoceno (12.000 a.C. - actualmente) en ciertas regiones africanas. Cerca del lugar se ha encontrado un cementerio con 30 tumbas aproximadamente. Los materiales encontrados nos dan pistas acerca de la vida diaria y cotidiana que tenían las gentes que aquí habitaban. Las excavaciones comenzaron en 1960 y duraron hasta 1964, encontrándose treinta esqueletos junto con material. Enterraban a los muertos en el interior de los hogares y dentro de sepulcros. Otros restos encontrados son huesos de animales, restos vegetales (hierbas, ramitas, frutas) y herramientas de madera.
termino
acepcion
Máscaras usadas en la danza Neri-kuyo, de tipo religioso. Presentan unos rasgos menos marcados que las utilizadas en las danzas Gigaku y Bugaku y parecidos a las imágenes budistas.
lugar
termino
H'
acepcion
Abreviatura de Hashem, que es como se pronuncia el nombre de Dios sin hacerlo en vano. Se escribe con la letra Hei', de la que deriva H'.
contexto
<p><br>CapÍtulo XXI</p><p>&nbsp;</p><p><em>De lo que Cortés hizo desque llegó a la villa de la Trinidad, y de los caballeros y soldados que allí nos juntamos para ir en su compañía, y de lo que más le avino</em></p><p>E así como desembarcamos en el puerto de la villa de la Trinidad, y salidos en tierra, y como los vecinos lo supieron, luego fueron a recibir a Cortés Y a todos nosotros los que veníamos en su compañía, y a darnos el parabién venido a su villa, y llevaron a Cortés a aposentar entre los vecinos, porque había en aquella villa poblados muy buenos hidalgos; y luego mandó Cortés poner su estandarte delante de su posada y dar pregones, como se había hecho en la villa de Santiago, y mandó buscar todas las ballestas y escopetas que había, y comprar otras cosas necesarias y aun bastimentos; y de aquesta villa salieron hidalgos para ir con nosotros, y todos hermanos; que fue el capitán Pedro de Alvarado y Gonzalo de Alvarado y Jorge de Alvarado y Gonzalo y Gómez e Juan de Alvarado el viejo, que era bastardo; el capitán Pedro, de Alvarado es el por mí muchas veces nombrado; e también salió de aquesta villa Alonso de Ávila, natural de Ávila, capitán que fue cuando lo de Grijalva, e salió Juan de Escalante e Pedro Sánchez Farfán, natural de Sevilla, y Gonzalo Mejía, que fue tesorero en lo de México, e un Baena y Juanes de Fuenterrabía, y Cristóbal de Olí, el muy esforzado, que fue maestre de campo en la toma de la ciudad de México y en todas las guerras de la Nueva-España, e Ortiz el músico, e un Gaspar Sánchez, sobrino del tesorero de Cuba, e un Diego de Pineda o Pinedo, y un Alonso Rodríguez, que tenía unas minas ricas de oro, y un Bartolomé García y otros hidalgos que no me acuerdo sus nombres, y todas personas de mucha valía. Y desde la Trinidad escribió Cortés a la villa de Santispíritus, que estaba de allí diez y ocho leguas, haciendo saber a todos los vecinos como iba a aquel viaje a servir a su majestad, y con palabras sabrosas e ofrecimientos para atraer a sí muchas personas de calidad que estaban en aquella villa poblados, que se decían Alonso Hernández Puertocarrero, Primo del conde de Medellín, y Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor e gobernador que fue ocho meses, y capitán que después fue en la Nueva-España, y a Juan Velázquez de León, pariente del gobernador Velázquez, y Rodrigo Rangel y Gonzalo López de Jimena y su hermano Juan López, y Juan Sedeño. Este Juan Sedeño era vecino de aquella villa; y declárolo así porque había en nuestra armada otros dos Juan Sedeños; y todos estos que he nombrado, personas muy generosas, vinieron a la villa de la Trinidad, donde Cortés estaba; y como lo supo que venían, los salió a recibir con todos nosotros los soldados que estábamos en su compañía y se dispararon muchos tiros de artillería y les mostró mucho amor y ellos le tenían grande acato. Digamos ahora cómo todas las personas que he nombrado, vecinos de la Trinidad, tenían sus estancias, donde hacían el pan cazabe, y manadas de puercos, cerca de aquella villa, y cada uno procuró de poner el más bastimento que podía. Pues estando desta manera recogiendo soldados y comprando caballos, que en aquella sazón e tiempo no los había, sino muy pocos y caros; y como aquel hidalgo por mí ya nombrado, que se decía Alonso Hernández Puertocarrero, no tenía caballo ni aun de qué comprarlo, Cortés le compró una yegua rucia y dio por ella unas lazadas de oro que traía en la ropa de terciopelo que mandó hacer en Santiago de Cuba (como dicho tengo); y en aquel instante vino un navío de la Habana a aquel puerto de la Trinidad, que traía un Juan Sedeño, vecino de la misma Habana, cargado de pan cazabe y tocinos, que iba a vender a unas minas de oro cerca de Santiago de Cuba; y como saltó en tierra el Juan Sedeño, fue a besar las manos a Cortés, y después de muchas pláticas que tuvieron, le compré el navío y tocinos y cazabe fiado, y se fue el Juan Sedeño con nosotros. Ya teníamos once navíos, y todo se nos hacía prósperamente, gracias a Dios por ello; y estando de la manera que dicho, envió Diego Velázquez cartas y mandamientos para que detengan la armada a Cortés, lo cual verán adelante lo que pasó.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo el gobernador Diego Velázquez envió dos criados suyos en posta a la villa de la Trinidad con poderes y mandamientos para revocar a Cortés el poder de ser capitán y tomarle la armada; y lo que pasó diré adelante</em></p><p>Quiero volver algo atrás de nuestra plática para decir que como salimos de Santiago de Cuba con todos los navíos de la manera que he dicho, dijeron a Diego Velázquez tales palabras contra Cortés, que le hicieron volver la hoja; porque le acusaban que ya iba alzado y que salió del puerto como a cencerros tapados, y que le habían oído decir que aunque pesase al Diego Velázquez había de ser capitán, y que por este efecto había embarcado todos sus soldados en los navíos de noche, para si le quitasen la capitanía por fuerza hacerse a la vela, y que le habían engañado al Velázquez su secretario Andrés de Duero y el contador Amador de Lares, y que por tratos que habla entre ellos y entre Cortés, que le habían hecho dar aquella capitanía. E quien más metió la mano en ello para convocar al Diego Velázquez que le revocase luego el poder eran sus parientes Velázquez, ––y un viejo que se decía Juan Millán, que le llamaban «el astrólogo»; otros decían que tenía ramos de locura e que era atronado, y este viejo decía muchas veces al Diego Velázquez: «Mirad, señor, que Cortés se vengará ahora de vos de cuando le tuvistes preso, y como es mañoso, os ha de echar a perder si no lo remediáis presto.» A estas palabras y otras muchas que le decían dio oídos a ellas, y con mucha brevedad envió dos mozos de espuelas, de quien se fiaba, con mandamientos y provisiones para el alcalde mayor de la Trinidad, que se decía Francisco Verdugo, el cual era cuñado del mismo gobernador; en las cuales provisiones mandaba que en todo caso le detuviesen el armada a Cortés, porque ya no era capitán, y le habían revocado poder y dado a Vasco Porcallo. Y también traían cartas para Diego de Ordás y para Francisco de Morla y para todos los amigos y parientes del Diego Velázquez, para que en todo caso le quitasen la armada. Y como Cortés lo supo, habló secretamente al Ordás y a todos aquellos soldados y vecinos de la Trinidad que le pareció a Cortés que serían en favorecer las provisiones del gobernador Diego Velázquez, y tales palabras y ofertas les dijo, que los trajo a su servicio; y aun el mismo Diego de Ordás habló e convocó luego a Francisco Verdugo, que era alcalde mayor, que no hablasen en el negocio, sino que lo disimulasen; y púsole por delante que hasta allí no había visto ninguna novedad en Cortés, antes se mostraba muy servidor al gobernador; e ya que en algo se quisiesen poner por el Velázquez para quitarle la armada en aquel tiempo, que Cortés tenía muchos hidalgos por amigos, y enemigos de Diego Velázquez porque no les había dado buenos indios; y demás de los hidalgos sus amigos, tenía grande copia de soldados y estaba muy pujante, y que sería meter cizaña en la villa, e que por ventura los soldados le darían sacomano e le robarían e harían otro peor desconcierto; y así, se quedó sin hacer bullicio. Y el un mozo de espuelas de los que traían las cartas y recaudos se fue con nosotros, el cual se decía Pedro Laso, y con el otro mensajero escribió Cortés muy mansa y amorosamente al Diego Velázquez que se maravillaba de su merced de haber tomado aquel acuerdo, y que su deseo es servir a Dios y a su majestad, y a él en su real nombre; y que le suplicaba que no oyese más a aquellos señores sus deudos los Velázquez, ni por un viejo loco, como era Juan Millán, se mudase. Y también escribió a todos sus amigos, en especial al Duero y al contador, sus compañeros; y después de haber escrito, mandó entender a todos los soldados en aderezar armas, y a los herreros que estaban en aquella villa, que siempre hiciesen casquillos, y a los ballesteros que desbastasen almacén para que tuviesen muchas saetas, y también atrajo y convocó a los herreros que se fuesen con nosotros, y así lo hicieron; y estuvimos en aquella villa doce días, donde lo dejaré, y diré cómo nos embarcamos para ir a la Habana. También quiero que vean los que esto leyeren la diferencia que hay de la relación de Francisco Gómara cuando dice que envió a mandar Diego Velázquez a Ordás que convidase a comer a Cortés en un navío y lo llevase preso a Santiago. Y pone otras cosas en su crónica, que por no me alargar lo dejo de decir: y al parecer de los curiosos lectores si lleva mejor camino lo que se vio por vista de ojos o lo que dice el Gómara, que no vio. Volvamos a nuestra materia.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXIII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo el capitán Hernando Cortés se embarcó con todos los demás caballeros y soldados para ir por la banda del sur al puerto de la Habana; y envió otro navío por la banda del norte al mismo puerto, y lo que más le acaeció</em></p><p>Después que Cortés vió que en la villa de la Trinidad no teníamos en qué entender, apercibió a todos los caballeros y soldados que allí se habían juntado para ir en su compañía, que embarcasen juntamente con él en los navíos que estaban en el puerto de la banda del sur, y los que por tierra quisiesen ir, fuesen hasta la Habana con Pedro de Alvarado, para que fuese recogiendo más soldados, que estaban en unas estancias que era camino de la misma Habana; porque el Pedro de Alvarado era muy apacible, y tenía gracia en hacer gente de guerra. Yo fui en su compañía por tierra, y más de otros cincuenta soldados. Dejemos esto, y diré que también mandó Cortés a un hidalgo que se decía Juan de Escalante, muy su amigo, que se fuese en un navío por la banda del norte. Y también mandó que todos los caballos fuesen por tierra. Pues ya despachado todo lo que dicho tengo, Cortés se embarcó en la nao capitana con todos los navíos para ir la derrota de la Habana. Parece ser que las naos que llevaba en conserva no vieron a la capitana, donde iba Cortés, porque era de noche, y fueron al puerto; y asimismo llegamos por tierra con Pedro de Alvarado a la villa de la Habana; y el navío en que venía Juan de Escalante por la banda del norte también había llegado, y todos los caballos que iban por tierra; y Cortés no vino, ni sabían dar razón de él ni dónde quedaba, y pasáronse cinco días, y no había nuevas ningunas de su navío, y teníamos sospecha no se hubiese perdido en los Jardines que es cerca de las islas de Pinos, donde hay muchos bajos, que son diez o doce leguas de la Habana; y fue acordado por todos nosotros que fuesen tres navíos de los de menos porte en busca de Cortés; y en aderezar los navíos y en debates, «vaya Fulano, vaya Zutano, o Pedro o Sancho», se pasaron otros dos días y Cortés no venía; y había entre nosotros bandos y medio chirinolas sobre quién sería capitán hasta saber de Cortés; y quien más en ello metió la mano fue Diego de Ordás, como mayordomo mayor del Velázquez, a quien enviaba para entender solamente en lo de la armada, no se le alzase con ella. Dejemos esto, y volvamos a Cortés, que como venía en el navío de mayor porte (como antes tengo dicho), en el paraje de la isla de Pinos o cerca de los Jardines hay muchos bajos, parece ser tocó y quedó algo en seco el navío, e no pudo navegar, y con el batel mandó descargar toda la carga que se pudo sacar, porque allí cerca había tierra, donde lo descargaron; y desque vieron que el navío estuvo en flote y podía nadar, le metieron en más hondo, y tornaron a cargar lo que habían descargado en tierra, y dio vela; y fue su viaje hasta el puerto de la Habana; y cuando llegó, todos los más de los caballeros y soldados que le aguardábamos nos alegramos con su venida, salvo algunos que pretendían ser capitanes; y cesaron las chirinolas. Y después que le aposentamos en la casa de Pedro Barba, que era teniente de aquella villa por el Diego Velázquez, mandó sacar sus estandartes, y ponerlos delante de las casas donde posaba; y mandó dar pregones según y de la manera de los pasados, y allí en la Habana vino un hidalgo que se decía Francisco de Montejo, y éste es el por mí muchas veces nombrado, que, después de ganado México fue adelantado y gobernador de Yucatán y Honduras; y vino Diego de Soto el de Toro, que fue mayordomo de Cortés en lo de México; y vino un Angulo, y Garci Caro y Sebastián Rodríguez, y un Pacheco, y un fulano Gutiérrez, y un Rojas (no digo Rojas «el rico»), y un mancebo que se decía Santa Clara, y dos hermanos que se decían los Martínez, del Fregenal, y un Juan de Nájera (no lo digo por «el sordo», el del juego de la pelota de México), y todas personas de calidad, sin otros soldados que no me acuerdo sus nombres. Y cuando Cortés los vio todos aquellos hidalgos y soldados juntos se holgó en grande manera, y luego envió un navío a la punta de Guaniguanico, a un pueblo que allí estaba de indios, adonde hacían cazabe y tenían muchos puercos, para que cargase el navío de tocinos, porque aquella estancia era del gobernador Diego Velázquez; y envió por capitán del navío al Diego de Ordás, como mayordomo mayor de las haciendas del Velázquez, y envióle por tenerle apartado de sí; porque Cortés supo que no se mostró mucho en su favor cuando hubo las contiendas sobre quién sería capitán cuando Cortés estaba en la isla de Pinos, que tocó su navío, y por no tener contraste en su persona le envió; y le mandó que después que estuviese cargado el navío de bastimentos, se estuviese aguardando en el mismo puerto de Guaniguanico hasta que se juntase con otro navío que había de ir por la banda del norte, y que irían ambos en conserva hasta lo de Cozumel, o le avisaría con indios en canoas lo que había que hacer. Volvamos a decir del Francisco de Montejo y de todos aquellos vecinos de la Habana, que metieron mucho matalotaje de cazabe y tocinos, que otra cosa no había; y luego Cortés mandó sacar toda la artillería de los navíos, que eran diez tiros de bronce y ciertos falconetes, y dio cargo dellos a un artillero que se decía Mesa y a un levantisco que se decía Arbenga y a un Juan Catalán, para que los limpiasen y probasen y para que las pelotas y pólvora todo lo tuviesen muy a punto; e dioles vino y vinagre con que lo refinasen, y dioles por compañero a uno que se decía Bartolomé de Usagre. Asimismo mandó aderezar las ballestas y cuerdas, y nueces y almacén, e que tirasen a terrero, e que a cuántos pasos llegaba la fuga de cada una dellas. Y como en aquella tierra de la Habana había mucho algodón, hicimos armas muy bien colchadas, porque son buenas para entre indios, porque es mucha la vara y flecha y lanzadas que daban, pues piedra era como granizo; y allí en la Habana comenzó Cortés a poner casa y a tratarse como señor, y el primer maestresala que tuvo fue un Guzmán, que luego se murió o mataron indios; no digo por el mayordomo Cristóbal de Guzmán, que fue de Cortés, que prendió Guatemuz cuando la guerra de México. Y también tuvo Cortés por camarero a un Rodrigo Rangel, y por mayordomo a un Juan de Cáceres, que fue, después de ganado México, hombre rico. Y todo esto ordenado, nos mandó apercibir para embarcar, y que los caballos fuesen repartidos en todos los navíos: hicieron pesebrera, y metieron mucho maíz y yerba seca. Quiero aquí poner por memoria todos los caballos y yeguas que pasaron.</p><p>El capitán Cortés, un caballo castaño zaino, que luego se le murió en San Juan de Ulúa.</p><p>Pedro de Alvarado y Hernando López de Ávila, una yegua castaña muy buena, de juego y de carrera; y de que llegamos a la Nueva-España el Pedro de Alvarado le compró la mitad de la yegua, o se la tomó por fuerza.</p><p>Alonso Hernández Puertocarrero, una yegua rucia de buena carrera, que le compré Cortés por las lazadas de oro.</p><p>Juan Velázquez de León, otra yegua rucia muy poderosa, que llamábamos «la rabona», muy revuelta y de buena carrera.</p><p>Cristóbal de Olí, un caballo castaño oscuro, harto bueno.</p><p>Francisco de Montejo y Alonso de Ávila, un caballo alazán tostado: no fue para cosa de guerra.</p><p>Francisco de Morla, un caballo castaño oscuro, gran corredor y revuelto.</p><p>Juan de Escalante, un caballo castaño claro, tresalvo: no fue bueno.</p><p>Diego de Ordás, una yegua rucia, machorra, pasadera aunque corría poco.</p><p>Gonzalo Domínguez, muy extremado jinete, un caballo castaño oscuro muy bueno y grande corredor.</p><p>Pedro González de Trujillo, un buen caballo castaño, perfecto castaño, que corría muy bien.</p><p>Moron, vecino del Bayamo, un caballo overo, labrado de las manos, y era bien revuelto.</p><p>Baena, vecino de la Trinidad, un caballo overo algo sobre morcillo: no salió bueno.</p><p>Lares, el muy buen jinete, un caballo muy bueno, de color castaño algo claro y buen corredor.</p><p>Ortiz el músico, y un Bartolomé García, que solía tener minas de oro, un muy buen caballo oscuro que decían «el arriero»: este fue uno de los buenos caballos que pasamos en la armada.</p><p>Juan Sedeño, vecino de la Habana, una yegua castaña, y esta yegua parió en el navío. Este Juan Sedeño pasó el más rico soldado que hubo en toda la armada, porque trajo un navío suyo, y la yegua y un negro, e cazabe e tocinos; porque en aquella sazón no se podía hallar caballos ni negros si no era a peso de oro, y a esta causa no pasaron más caballos, porque no los había. Y dejarlos he aquí, y diré lo que allá nos avino, ya que estábamos a punto para nos embarcar.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXIV</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo Diego Velázquez envió a un su criado que se decía Gaspar de Garnica, con mandamiento y provisiones para que en todo caso se prendiese a Cortés y se le tomase el armada, y lo que sobre ello se hizo</em></p><p>Hay necesidad que algunas cosas desta relación vuelvan muy atrás a se relatar, para que se entienda bien lo que se escribe; y esto digo que parece ser que, como el Diego Velázquez vio y supo de cierto que Francisco Verdugo, su teniente e cuñado, que estaba en la villa de la Trinidad, no quiso apremiar a Cortés que dejase el armada, antes le favoreció, juntamente con Diego de Ordás, para que saliese; diz que estaba tan enojado el Diego Velázquez, que hacía bramuras, y decía al secretario Andrés de Duero y al contador Amador de Lares que ellos le habían engañado por el trato que hicieron, y que Cortés iba alzado: y acordó de enviar a un criado con cartas y mandamientos para la Habana a su teniente, que se decía Pedro Barba, y escribió a todos sus parientes que estaban por vecinos en aquella villa, y al Diego de Ordás y a Juan Velázquez de León, que eran sus deudos e amigos, rogándoles muy afectuosamente que en bueno ni en malo no dejasen pasar aquella armada, y que luego prendiesen a Cortés, y se lo enviasen preso e a buen recaudo a Santiago de Cuba. Llegado que llegó Garnica (que así se decía el que envió con las cartas y mandamientos a la Habana), se supo lo que traía, y con este mismo mensajero tuvo aviso Cortés de lo que enviaba el Velázquez, y fue desta manera: que parece ser que un fraile de la Merced que se daba por servidor de Velázquez, que estaba en su compañía del mismo gobernador, escribía a otro fraile de su orden, que se decía fray Bartolomé de Olmedo, que iba con Cortés, y en aquella carta del fraile le avisaban a Cortés sus dos compañeros Andrés de Duero y el contador de lo que pasaba: volvamos a nuestro cuento. Pues como al Ordás lo había enviado Cortés a lo de los bastimentos con el navío (como dicho tengo), no tenía Cortés contradictor sino a Juan Velázquez de León; luego que le habló lo trajo a su mandado, y especialmente que el Juan Velázquez no estaba bien con el pariente, porque no le había dado buenos indios. Pues a todos los más que había escrito el Diego Velázquez, ninguno le acudía a su propósito; antes todos a una se mostraron por Cortés, y el teniente Pedro Barba muy mejor; y demás desto, aquellos hidalgos Alvarados, y el Alonso Hernández Puertocarrero, y Francisco de Montejo, y Cristóbal de Olí, y Juan de Escalante, e Andrés de Monjaraz, y su hermano Gregorio de Monjaraz; y todos nosotros pusiéramos la vida por el Cortés. Por manera que si en la villa de la Trinidad se disimularon los mandamientos, muy mejor se callaron en la Habana entonces; y con el mismo Garnica escribió el teniente Pedro Barba al Diego Velázquez, que no osé prender a Cortés porque estaba muy pujante de soldados, e que hubo temor no metiese a sacomano la villa y la robase, y embarcase todos los vecinos y se los llevase consigo. E que, a lo que ha entendido, que Cortés era su servidor, e que no se atrevió a hacer otra cosa. Y Cortés escribió al Velázquez con palabras tan buenas y de ofrecimientos, que los sabía muy bien decir, e que otro día se haría a la vela, y que le sería muy servidor.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXV</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo Cortés se hizo a la vela con toda su compañía de caballeros y soldados para la isla de Cozumel, y lo que allí le avino</em></p><p>No hicimos alarde hasta la isla de Cozumel, más de mandar Cortés que los caballos se embarcasen; y mandó Cortés a Pedro de Alvarado que fuese por la banda del norte en un buen navío que se decía San Sebastián, y mandó al piloto que llevaba el navío que le aguardase en la punta de San Antón, para que allí se juntase con todos los navíos para ir en conserva hasta Cozumel, y envió mensajero a Diego de Ordás, que había ido por el bastimento, que aguardase, que hiciese lo mismo, porque estaba en la banda del norte; y en 10 días del mes de febrero, año de 1519, después de haber oído misa, nos hicimos a la vela con nueve navíos por la banda del sur con la copia de los caballeros y soldados que dicho tengo, y con dos navíos de la banda del norte (como he dicho), que fueron once; con el en que fue Pedro de Alvarado con sesenta soldados, e yo fui en su compañía; y el piloto que llevábamos, que se decía Camacho, no tuvo cuenta de lo que le fue mandado por Cortés, y siguió su derrota, y llegamos dos días antes que Cortés a Cozumel, y surgimos en el puerto, ya por mí otras veces dicho cuando lo de Grijalva; y Cortés aún no había llegado con su flota, por causa que un navío en que venía por capitán Francisco de Morla, con tiempo se le saltó el gobernalle, y fue socorrido con otro gobernalle de los navíos que venían con Cortés, y vinieron todos en conserva. Volvamos a Pedro de Alvarado, que así como llegamos al puerto saltamos en tierra en el pueblo de Cozumel con todos los soldados, y no hallamos indios ningunos, que se habían ido huyendo; y mandó que luego fuésemos a otro pueblo que estaba de allí una legua, y también se amontaron e huyeron los naturales, y no pudieron llevar su hacienda, y dejaron gallinas e otras cosas; y de las gallinas mandó Pedro de Alvarado que tomasen hasta cuarenta dellas, y también en una casa de adoratorios de ídolos tenían unos paramentos de mantas viejas, e unas arquillas donde estaban unas como diademas e ídolos, cuenta se pinjantillos de oro bajo, e también se les tomó dos indios e una india; y volvimos al pueblo donde desembarcamos. Estando en esto llegó Cortés con todos los navíos, y después de aposentado, la primera cosa que hizo fue mandar echar preso en grillos al piloto Camacho porque no aguardó en la mar, como le fue mandado. Y desque vio el pueblo sin gente, y supo cómo Pedro de Alvarado había ido al otro pueblo, e que les había tomado gallinas e paramentos y otras cosillas de poco valor de los ídolos, y el oro medio cobre, mostró tener mucho enojo dello y de cómo no aguardó el piloto; y reprendióle gravemente al Pedro de Alvarado, y le dijo que no se habían de apaciguar las tierras de aquella manera, tomando a los naturales su hacienda; y luego mandó traer a los dos indios y a la india que habíamos tomado, y con Melchorejo, que llevábamos de la punta de Cotoche, que entendía bien aquella lengua, les habló, porque Julianillo su compañero se había muerto, que fuesen a llamar los caciques e indios de aquel pueblo, y que no hubiesen miedo, y les mandó volver el oro e paramentos y todo lo demás; e por las gallinas, que ya se habían comido, les mandó dar cuentas e cascabeles, e más dio a cada indio una casima de Castilla. Por manera que fueron a llamar al señor de aquel pueblo, e otro día vino el cacique con toda su gente, hijos y mujeres de todos los del pueblo, y andaban entre nosotros como si toda su vida nos hubieran tratado; e mandó Cortés que no se les hiciese enojo ninguno. Aquí en esta isla comenzó Cortés a mandar muy de hecho, y nuestro señor le daba gracia que doquiera que ponía la mano se le hacía bien, especial en pacificar los pueblos y naturales de aquellas partes, como adelante verán.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXVI</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo Cortés mandó hacer alarde todo su ejército, y de lo que más nos avino</em></p><p>De allí a tres días que estábamos en Cozumel mandó Cortés hacer alarde para ver qué tantos soldados llevaba, e halló por su cuenta que éramos quinientos y ocho, sin maestres y pilotos e marineros, que serían ciento nueve, y diez y seis caballos e yeguas (las yeguas todas eran de juego y de carrera), e once navíos grandes y pequeños, con uno que era como bergantín, que traía a cargo un Ginés Nortes, y eran treinta y dos ballesteros y trece escopeteros, que así se llamaban en aquel tiempo, e tiros de bronce e cuatro falconetes e mucha pólvora e pelotas, y esto desta cuenta de los ballesteros no se me acuerda bien, no hace al caso de la relación; y hecho el alarde, mandó a Mesa el artillero, que así se llamaba, e un Bartolomé de Usagre, e Arbenga e a un Catalán, que todos eran artilleros, que lo tuviesen muy limpio e aderezado, e los tiros y pelotas muy a punto, juntamente con la pólvora. Puso por capitán de la artillería a un Francisco de Orozco, que había sido buen soldado en Italia; asimismo mandó a dos ballesteros, maestros de aderezar ballestas, que se decían Juan Benítez y Pedro de Guzmán «el ballestero», que mirasen que todas las ballestas tuviesen a dos y a tres nueces e otras tantas cuerdas, y que siempre tuviesen cepillo e ingijuela, y tirasen a terreno, y que los caballos estuviesen a punto. No sé yo en qué gasto ahora tanta tinta en meter la mano en cosas de apercibimiento de armas y de lo demás; porque Cortés verdaderamente tenía grande vigilancia en todo.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXVII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo Cortés supo de dos españoles que estaban en poder de indios en la punta de Cotoche, y lo que sobre ello se hizo</em></p><p>Como Cortés en todo ponía gran diligencia, me mandó llamar a mí e a un vizcaíno que se llamaba Martín Ramos, e nos preguntó que qué sentíamos de aquellas palabras que nos hubieron dicho los indios de Campeche cuando venimos con Francisco Hernández de Córdoba, que decían «Castilan, Castilan», según lo he dicho en el capítulo que dello habla; y nosotros se lo tornamos a contar según de la manera que lo habíamos visto e oído, e dijo que ha pensado en ello muchas veces, e que por ventura estarían algunos españoles en aquellas tierras, e dijo: «Paréceme que será bien preguntar a estos caciques de Cozumel si sabían alguna nueva dellos»; e con Melchorejo, el de la punta de Cotoche, que entendía ya poca cosa la lengua de Castilla, e sabía muy bien la de Cozumel, se lo preguntó a todos los principales, e todos a una dijeron que habían conocido ciertos españoles, e daban señas dellos, y que en la tierra adentro, andadura de dos soles, estaban, y los tenían por esclavos unos caciques, y que allí en Cozumel había indios mercaderes que les hablaron pocos días había; de lo cual todos nos alegramos con aquellas nuevas. E díjoles Cortés que luego les fuesen a llamar con carta, que en su lengua llaman amales, e dio a los caciques y a los indios que fueron con las carios, camisas, y los halagó, y los dijo que cuando volviesen les darían más cuentas; y el cacique dijo a Cortés que enviase rescate para los amos con quien estaban, que los tenían por esclavos, porque los dejasen venir; y así se hizo, que se les dio a los mensajeros de todo género de cuentas, y luego mandó apercibir dos navíos, los de menos porte, que el uno era poco mayor que el bergantín, y con veinte ballesteros y escopeteros, y por capitán dellos a Diego de Ordás; y mandó que estuviesen en la costa de la punta de Cotoche, aguardando ocho días en el navío mayor; y entre tanto que iban y venían con la respuesta de las cartas, con el navío pequeño volviesen a dar la respuesta a Cortés de lo que hacían, porque estaba aquella tierra de la punta de Cotoche obra de cuatro leguas, y se parece la una tierra desde la otra; y escrita la carta, decía en ella: «Señores y hermanos: Aquí en Cozumel he sabido que estáis en poder de un cacique detenidos, y os pido por merced que luego os vengáis aquí en Cozumel, que para ello envío un navío con soldados, si los hubiereis menester, y rescate para dar a esos indios con quien estáis, y lleva el navío de plazo ocho días para os aguardar. Veníos con toda brevedad; de mí seréis bien mirados y aprovechados. Yo quedo aquí en esta isla con quinientos soldados y once navíos; en ellos voy, mediante Dios, la vía de un pueblo que se dice Tabasco o Potonchan, etc.» Luego se embarcaron en los navíos con las cartas y los dos indios mercaderes de Cozumel que las llevaban, y en tres horas atravesaron el golfete, y echaron en tierra los mensajeros con las cartas y el rescate, y en dos días las dieron a un español que se decía Jerónimo de Aguilar, que entonces supimos que así se llamaba, y de aquí adelante así le nombraré. Y desque las hubo leído, y recibido el rescate de las cuentas que le enviamos, él se holgó con ello y lo llevó a su amo el cacique para que le diese licencia; la cual luego la dio para que se fuese adonde quisiese. Caminó el Aguilar adonde estaba su compañero, que se decía Gonzalo Guerrero, que le respondió: «Hermano Aguilar, yo soy casado, tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras; íos vos con Dios; que yo tengo labrada la cara e horadadas las orejas; ¿qué dirán de mí desque me vean esos españoles ir desta manera? E ya veis estos mis tres hijitos cuán bonicos son. Por vida vuestra que me deis desas cuentas verdes que traéis, para ellos, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra»; e asimismo la india mujer del Gonzalo habló al Aguilar en su lengua muy enojada, y le dijo: «Mirá con que viene este esclavo a llamar a mi marido: íos vos, y no curéis de más pláticas»; y el Aguilar tornó a hablar al Gonzalo que mirase que era cristiano, que por una india no se perdiese el ánima; y si por mujer e hijos lo hacía, que la llevase consigo si no los quería dejar; y por más que dijo e amonestó, no quiso venir. Y parece ser que aquel Gonzalo Guerrero era hombre de la mar, natural de Palos. Y desque el Jerónimo de Aguilar vio que no quería venir, se vino luego con los dos indios mensajeros adonde había estado el navío aguardándole, y desque llegó no le halló; que ya se había ido, porque ya se habían pasado los ocho días, e aun uno más que llevó de plazo el Ordás para que aguardase; y porque desque vio el Aguilar no venía, se volvió a Cozumel, sin llevar recaudo a lo que había venido; y después el Aguilar vio que no estaba allí el navío, quedó muy triste, y se volvió a su amo al pueblo donde antes solía vivir. Y dejaré esto e diré cuando Cortés vio venir al Ordás sin recaudo ni nueva de los españoles ni de los indios mensajeros, estaba tan enojado, que dijo con palabras soberbias al Ordás que había creído que otro mejor recaudo trajera que no venirse así sin los españoles ni nueva dellos; porque ciertamente estaban en aquella tierra. Pues en aquel instante aconteció que unos marineros que se decían los Peñates, naturales de Gibraleón, habían hurtado a un soldado que se decía Berrio ciertos tocinos , y no se los querían dar, y quejóse el Berrio a Cortés; y tomando juramento a los marineros, se perjuraron, y en la pesquisa pareció el hurto; los cuales tocinos estaban repartidos en siete marineros, e a todos siete los mandó luego azotar; que no aprovecharon ruegos de ningún capitán. Donde lo dejaré, así esto de los marineros como esto del Aguilar, e nos iremos sin él nuestro viaje hasta su tiempo y sazón. Y diré cómo venían muchos indios en romería a aquella isla de Cozumel, los cuales eran naturales de los pueblos comarcanos de la punta de Cotoche y de otras partes de tierras de Yucatán; porque, según pareció, había allí en Cozumel ídolos de muy disformes figuras, y estaban en un adoratorio, en que ellos tenían por costumbre en aquella tierra por aquel tiempo sacrificar, y una mañana estaba lleno el patio donde estaban los ídolos, de muchos indios e indias quemando resina, que es como nuestro incienso; y como era cosa nueva para nosotros, paramos a mirar en ello con atención, y luego se subió encima de un adoratorio un individuo viejo con mantas largas, el cual era sacerdote de aquellos ídolos (que ya he dicho otras veces que papas los llaman en la Nueva-España) e comenzó a predicarles un rato, e Cortés y todos nosotros mirando en qué paraba aquel negro sermón; e Cortés preguntó a Melchorejo, que entendía muy bien aquella lengua, que qué era aquello que decía aquel indio viejo; e supo que les predicaba cosas malas; e luego mandó llamar al cacique e a todos los principales e al mismo papa, e como mejor se pudo dárselo a entender con aquella nuestra lengua, y les dijo que si habían de ser nuestros hermanos, que quitasen de aquella casa aquellos sus ídolos, que eran muy malos e les harían errar, y que no eran dioses, sino cosas malas, y que les llevarían al infierno sus almas; y se les dio a entender otras cosas santas e buenas, e que pusiesen una imagen de nuestra señora que les dió e una cruz, y que siempre serían ayudados e tendrían buenas sementeras, e se salvarían sus ánimas, y se les dijo otras cosas acerca de nuestra santa fe, bien dichas. Y el papa con los caciques respondieron que sus antepasados adoraban en aquellos dioses porque eran buenos, e que no se atrevían ellos de hacer otra cosa, e que se los quitásemos nosotros, y que veríamos cuánto mal nos iba dello, porque nos iríamos a perder en la mar; e luego Cortés mandó que los despedazásemos y echásemos a rodar unas gradas abajo, e así se hizo; y luego mandó traer mucha cal, que había harta en aquel pueblo, e indios albañiles, y se hizo un altar muy limpio, donde pusiésemos la imagen de nuestra señora; e mandó a dos de nuestros carpinteros de lo blanco, que se decían Alonso Yáñez. e álvaro López, que hiciesen una cruz de unos maderos nuevos que allí estaban; la cual se puso en uno como humilladero que estaba hecho cerca del altar, e dijo misa el padre que se decía Juan Díaz, y el papa e cacique y todos los indios estaban mirando con atención. Llaman en esta isla de Cozumel a los caciques calachionis, como otra vez he dicho en lo de Potonchan. Y dejarlos he aquí, y pasaré adelante, e diré cómo nos embarcamos.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXVIII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo Cortés repartió los navíos y señaló capitanes para ir en ellos, y asimismo se dio la instrucción de lo que habían de hacer a los pilotos, y las señales de los faroles de noche, y otras cosas que nos avino</em></p><p>Cortés, que llevaba la capitana; Pedro de Alvarado y sus hermanos, un buen navío que se decía San Sebastián; Alonso Hernández Puertocarrero, otro; Francisco de Montejo, otro buen navío; Cristóbal de Olí, otro; Diego de Ordás, otro; Juan Velázquez de León, otro; Juan de Escalante, otro; Francisco de Morla, otro; otro de Escobar, «el paje»; y el más pequeño, como bergantín, Ginés Nortes; y en cada navío su piloto, y el piloto mayor Antón de Alaminos, y las instrucciones por donde se habían de regir e lo que habían de hacer, y de noche las señales de los faroles; y Cortés se despidió de los caciques e papas, y les encomendó aquella imagen de nuestra señora, e a la cruz que la reverenciasen, e tuviesen limpio y enramado, y verían cuánto provecho dello les venía; e dijéronle que así lo harían, e trajéronle cuatro gallinas y dos jarros de miel, y se abrazaron; y embarcados que fuimos en ciertos días del mes de marzo de 1519 años, dimos velas, e con muy buen tiempo íbamos nuestra derrota; e aquel mismo día a hora de las diez dan desde una nao grandes voces, e capean e tiran un tiro para que todos los navíos que veníamos en conserva lo oyesen; y como Cortés lo oyó e vio se puso luego en el bordo de la capitana, e vido ir arribando el navío en que venía Juan de Escalante, que se volvía hacia Cozumel; e dijo Cortés a otras naos que venían allí cerca: «¿Qué es aquello, qué es aquello?» Y un soldado que se decía Zaragoza le respondió que se anegaba el navío de Escalante, que era adonde iba el cazabe. Y Cortés dijo: «Plegue a Dios no tengamos algún desmán». Y mandó al piloto Alaminos que hiciese señas a todos los navíos que aribasen a Cozumel. Ese mismo día volvimos al puerto donde salimos, y descargamos el cazabe, y hallamos la imagen de nuestra señora y la cruz muy limpio e puesto incienso, y dello nos alegramos; e luego vino el cacique y papas a hablar a Cortés, y le preguntaron que a qué volvíamos; e dijo que porque hacía agua un navío, que lo quería adobar, y que les rogaba que con todas sus canoas ayudasen a los bateles a sacar el pan cazabe, y así lo hicieron; y estuvimos en adobar el navío cuatro días. Y dejemos de más hablar en ello, e diré cómo lo supo el español que estaba en poder de los indios, que se decía Aguilar, y lo que más hicimos.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXIX</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo el español que estaba en poder de indios, que se llamaba Jerónimo de Aguilar, supo cómo habíamos arribado a Cozumel, y se vino a nosotros, y lo que más pasó</em></p><p>Cuando tuvo noticia cierta el español que estaba en poder de indios que habíamos vuelto a Cozumel con los navíos, se alegró en grande manera y dio gracias a Dios, y mucha priesa en se venir él, y los indios que llevaron las cartas y rescate, a se embarcar en una canoa; y como le pagó bien en cuentas verdes del rescate que le enviamos, luego la halló alquilada con seis indios remeros con ella; y dan tal priesa en remar, que en espacio de poco tiempo pasaron el golfete que hay de una tierra a la otra, que serían cuatro leguas, sin tener contraste de la mar; y llegados a la costa de Cozumel, ya que estaban desembarcando, dijeron a Cortés unos soldados que iban a montería (porque había en aquella isla puercos de la tierra) que había venido una canoa grande allí junto al pueblo, y que venía de la punta de Cotoche; e mandó Cortés a Andrés de Tapia y a otros dos soldados que fuesen a ver qué cosa nueva era venir allí junto a nosotros indios sin temor ninguno con canoas grandes, e luego fueron; y desque los indios que venían en la canoa, que traía alquilados el Aguilar, vieron los españoles, tuvieron temor y se querían tornar a embarcar e hacer a lo largo con la canoa; e Aguilar les dijo en su lengua que no tuviesen miedo, que eran sus hermanos; y el Andrés de Tapia, como los vio que eran indios (porque el Aguilar ni más ni menos era que indio), luego envió a decir a Cortés con un español que siete indios de Cozumel eran los que allí llegaron en la canoa; y después que hubieron saltado en tierra, en español, mal mascado y peor pronunciado, dijo: «Dios y Santa María y Sevilla»; e luego le fue a abrazar el Tapia; e otro soldado de los que habían ido con el Tapia a ver que cosa era, fue a mucha prisa a demandar albricias a Cortés, cómo era español el que venía en la canoa: de que todos nos alegramos; y luego se vino el Tapia con el español donde estaba Cortés; e antes que llegasen donde Cortés estaba, ciertos españoles preguntaban al Tapia que es del español, aunque iba allí junto con él, porque le tenían por indio propio, porque de suyo era moreno e tresquilado a manera de indio esclavo, e traía un remo al hombro e una cotara vieja calzada y la otra en la cinta, e una manta vieja muy ruin e un braguero peor, con que cubría sus vergüenzas, e traía atado en la manta un bulto, que eran Horas muy viejas. Pues desque Cortés lo vio de aquella manera, también pico como los demás soldados y preguntó al Tapia que qué era del español. Y el español como lo entendió se puso de cuclillas, como hacen los indios, e dijo: «Yo soy». Y luego le mandó dar de vestir camisa e jubón, e zaragüelles, e caperuza, e alpargatas, que otros vestidos no había, y le preguntó de su vida e cómo se llamaba y cuándo vino a aquella tierra. Y él dijo, aunque no bien pronunciado, que se decía Jerónimo de Aguilar y que era natural de Écija, y que tenía órdenes de evangelio; que había ocho años que se había perdido él y otros quince hombres y dos mujeres que iban desde el Darién a la isla de Santo Domingo, cuando hubo unas diferencias y pleitos de un Enciso y Valdivia, e dijo que llevaban diez mil pesos de oro y los procesos de unos contra los otros, y que el navío en que iban dio en Los Alacranes, que no pudo navegar, y que en el batel del mismo navío se metieron él y sus compañeros e dos mujeres, creyendo tomar la isla de Cuba o Jamaica, y que las corrientes eran muy grandes, que les echaron en aquella tierra, y que los calachionis de aquella comarca los repartieron entre sí, y que habían sacrificado a los ídolos muchos de sus compañeros, y dellos se habían muerto de dolencia; e las mujeres, que Poco tiempo pasado había que de trabajo también se murieron, porque las hacían moler, y que a él que le tenían para sacrificar, e una noche se huyó y se fue a aquel cacique, con quien estaba (ya no se me acuerda el nombre que allí le nombró), y que no habían quedado de todos sino él e un Gonzalo Guerrero, e dijo que le fue a llamar e no quiso venir. Y desque Cortés le oyó, dio muchas gracias a Dios por todo, y le dijo que, mediante Dios, que de él sería bien mirado y gratificado. Y le preguntó por la tierra e pueblos, y el Aguilar dijo que, como le tenían por esclavo, que no sabía sino traer leña e agua y cavar en los maíces; que no había salido sino hasta cuatro leguas que le llevaron con una carga, y que no la pudo llevar e cayó malo dello, y que ha entendido que hay muchos pueblos. Y luego le preguntó por el Gonzalo Guerrero, e dijo que estaba casado y tenía tres hijos, y que tenía labrada la cara e horadadas las orejas y el bezo de abajo, y que era hombre de la mar, natural de Palos, y que los indios le tienen por esforzado; y que había poco más de un año que cuando vinieron a la punta de Cotoche una capitanía con tres navíos (parece ser que fueron cuando vinimos los de Francisco Hernández de Córdoba), que él fue inventor que nos diesen la guerra que nos dieron, y que vino él allí por capitán, juntamente con un cacique de un gran pueblo, según ya he dicho en lo de Francisco Hernández de Córdoba. E cuando Cortés lo oyó, dijo: «En verdad que le querría haber a las manos, porque jamás será bueno». ¡Dejarlo he!, y diré cómo los caciques de Cozumel cuando vieron al Aguilar que hablaba su lengua, le daban muy bien de comer, y el Aguilar los aconsejaba que siempre tuviesen devoción y revencia a la santa imagen de nuestra señora y a la cruz, que conocieran que por allí les vendría mucho bien; e los caciques, por consejo de Aguilar, demandaron una carta de favor a Cortés, para que si viniesen a aquel puerto otros españoles, que fuesen bien tratados e no les hiciesen agravios; la cual carta luego se la dio; y después de despedidos con muchos halagos e ofrecimientos, nos hicimos a la vela para el río de Grijalva, y desta manera que he dicho se hubo Aguilar, y no de otra, como lo escribe el cronista Gómara; e no me maravillo, pues lo que dice es por nuevas. Y volvamos a nuestra relación.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXX</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo nos tornamos a embarcar y nos hicimos a la vela para el río de Grijalva, y lo que nos avino en el viaje</em></p><p>En 4 días del mes de marzo de 1519 años, habiendo tan buen suceso en llevar tan buena lengua y fiel, mandó Cortés que nos embarcásemos según y de la manera que habíamos venido antes que arribásemos a Cozumel, e con las mismas instrucciones y señas de los faroles para de noche. Yendo navegando con buen tiempo, revuelve un viento, ya que quería anochecer, tan recio y contrario, que echó cada navío por su parte, con harto riesgo de dar en tierra; y quiso Dios que a media noche aflojó, y desque amaneció luego se volvieron a juntar todos los navíos, excepto uno en que iba Juan Velázquez de León; e íbamos nuestro viaje sin saber de él hasta mediodía, de lo cual llevábamos pena, creyendo fuese perdido en unos bajos, y desque se pasaba el día e no parecía, dijo Cortés al piloto Alaminos que no era bien ir más adelante sin saber de él, y el piloto hizo señas a todos los navíos que estuviesen al reparo, aguardando si por ventura le echó el tiempo en alguna ensenada, donde no podía salir por ser el viento contrario; e como vio que no venía, dijo el piloto a Cortés: «Señor, tengo por cierto que se metió en uno como un puerto o bahía que queda atrás, y que el viento no le deja salir, porque el piloto que lleva es el que vino con Francisco Hernández de Córdoba e volvió con Grijalva, que se decía Juan álvarez «el manquillo», e sabe aquel puerto; y luego fue acordado de volver a buscarle con toda la armada, y en aquella bahía donde había dicho el piloto lo hallamos anclado, de que todos hubimos placer; y estuvimos allí un día, y echamos dos bateles en el agua, e saltó en tierra el piloto e un capitán que se decía Francisco de Lugo; e había por allí unas estancias donde había maizales e hacían sal, y tenían cuatro cues, que son casas de ídolos, y en ellos muchas figuras, e todas las más de mujeres, y eran altas de cuerpo, y se puso nombre a aquella tierra la punta de las Mujeres. Acuérdome que decía el Aguilar que cerca de aquellas estancias estaba el pueblo donde era esclavo, y que allí vino cargado, que le trajo su amo, e cayó malo de traer la carga; y que también estaba no muy lejos el pueblo donde estaba Gonzalo Guerrero, y que todos tenían oro, aunque era poco, y que si quería, que él guiaría, y que fuésemos allá; e Cortés le dijo riendo que no venía para tan pocas cosas, sino para servir a Dios e al rey. E luego mandó Cortés a un capitán que se decía Escobar que fuese en el navío de que era capitán, que era muy velero y demandaba poca agua, hasta Boca de Términos, e mirase muy bien qué tierra era, e si era buen puerto para poblar, e si había mucha caza, como le habían informado; y esto que le mandó fue por consejo del piloto, porque cuando por allí pasásemos con todos los navíos no nos detener en entrar en él; y que después de visto, que pusiese una señal y quebrase árboles en la boca del puerto, o escribiese una carta e la pusiese donde la viésemos de una parte y de otra del puerto para que conociésemos que había entrado dentro, o que aguardase en la mar a la armada barloventeando después que lo hubiese visto. Y luego el Escobar partió e fue a puerto de Términos (que así se llama), e hizo todo lo que le fué mandado, e halló la lebrela que se hubo quedado cuando lo de Grijalva, y estaba gorda e lucía; e dijo el Escobar que cuando la lebrela vio el navío que estaba en el puerto, que estaba halagando con la cola e haciendo otras señas de halagos, y se vino luego a los soldados, y se metió con ellos en la nao; y esto hecho, se salió luego el Escobar del puerto a la mar, y estaba esperando el armada, e parece ser, con viento sur que le dio, no pudo esperar al reparo y metióse mucho en la mar. Volvamos a nuestra armada, que quedábamos en la punta de las Mujeres, que otro día de mañana salimos con buen tiempo terral y llegamos en Boca de Términos, y no hallamos a Escobar. Mandó Cortés que sacasen el batel y con diez ballesteros le fuesen a buscar en la Boca de Términos o a ver si había señal o carta; y luego se halló árboles cortados e una carta que en ella decía cómo era muy buen puerto y buena tierra y de mucha caza, e lo de la lebrela; e dijo el piloto Alaminos a Cortés que fuésemos nuestra derrota, porque con el viento sur se debía haber metido en la mar, y que no podría ir muy lejos, porque había de navegar a orza. Y puesto que Cortés sintió pena no le hubiese acaecido algún desmán, mandó meter velas, y luego le alcanzamos y dio el Escobar sus descargos a Cortés y la causa por que no pudo aguardar. Estando en esto llegamos en el paraje de Potonchan, y Cortés mandó al piloto que surgiésemos en aquella ensenada; y el piloto respondió que era mal puerto, porque habían de estar los navíos surtos más de dos leguas lejos de tierra, que mengua mucho la mar; porque tenía pensamiento Cortés de darles una buena mano por el desbarate de lo de Francisco Hernández de Córdoba e Grijalva, y muchos de los soldados que nos habíamos hallado en aquellas batallas se lo suplicamos que entrase dentro, e no quedasen sin buen castigo, aunque se detuviesen allí dos o tres días. El piloto Alaminos con otros pilotos porfiaron que si allí entrábamos que en ocho días no podríamos salir, por el tiempo contrario, y que ahora llevábamos buen viento y que en dos días llegaríamos a Tabasco; e así, pasamos de largo, y en tres días que navegamos llegamos al río de Grijalva; e lo que allí nos acaeció y las guerras que nos dieron diré adelante.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXI</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo llegamos al río de Grijalva, que en lengua de indios llaman Tabasco, y de lo que más con ello pasamos</em></p><p>En 12 días del mes de marzo de 1519 años llegamos con toda la armada al río de Grijalva, que se dice Tabasco; y como sabíamos ya de cuando lo de Grijalva que en aquel puerto e río no podían entrar navíos de mucho porte, surgieron en la mar los mayores, y con los pequeños e los bateles fuimos todos los soldados a desembarcar a la punta de los Palmares (como cuando con Grijalva), que estaba el pueblo de Tabasco, obra de media legua, y andaban por el río, y en la ribera, y entre unos manglares, todo lleno de indios guerreros; de lo cual nos maravillamos los que habíamos venido con Grijalva; y demás desto, estaban juntos en el pueblo más de doce mil guerreros aparejados para darnos guerra, porque en aquella sazón aquel pueblo era de mucho trato y estaban sujetos a él otros grandes pueblos, y todos los tenían apercibidos con todo género de armas, según las usaban. Y la causa dello fue porque los de Potonchan e los de Lázaro y otros pueblos comarcanos los tuvieron por cobardes, y se lo dieron en rostro, por causa que dieron a Grijalva las joyas de oro que antes he dicho en el capítulo que dello habla, y que de medrosos no nos osaron dar guerra, pues eran más pueblos y tenían más guerreros que no ellos; y esto les decían por afrentarlos, y que en sus pueblos nos. habían dado guerra y muerto cincuenta y seis hombres. Por manera que con aquellas palabras que les habían dicho se determinaron de tomar armas; y cuando Cortés los vio puestos de aquella manera dijo a Aguilar, la lengua, que entendía bien la de Tabasco, que dijese a unos indios que parecían principales, que pasaban en una gran canoa cerca de nosotros, que para qué andaban tan alborotados; que no les veníamos a hacer ningún mal, sino a decirles que les queremos dar de lo que traemos, como a hermanos; y que les rogaba que mirasen no comenzasen la guerra, porque les pesaría dello, y les dijo otras muchas cosas acerca de la paz; e mientras más les decía el Aguilar, más bravos se mostraban, y decían que nos matarían a todos si entrábamos en su pueblo, porque le tenían muy fortalecido todo a la redonda de árboles muy gruesos, de cercas e albarradas. Aguilar les tornó a hablar y requerir con la paz, y que nos dejasen tomar agua e comprar de comer a trueco de nuestro rescate, e también decir a los calachionis cosas que sean de su provecho y servicio de Dios nuestro señor; y todavía ellos a porfiar que no pasásemos de aquellos palmares adelante; si no, que nos matarían. Y cuando aquello vio Cortés mandó apercibir los bateles e navíos menores, e mandó poner en cada un batel tres tiros, y repartió en ellos los ballesteros y escopeteros; y teníamos memoria cuando lo de Grijalva, que iba un camino angosto desde los palmares al pueblo por unos arroyos e ciénegas. Cortés mandó a tres soldados que aquella noche mirasen bien si iba a las casas, y que no se detuviesen mucho en traer la respuesta; y los que fueron vieron que sí iba; e visto todo esto, y después de bien mirado, se nos pasó aquel día dando orden en cómo y de qué manera habíamos de ir en los bateles; e otro día por la mañana, después de haber oído misa, y todas nuestras armas muy a punto, mandó Cortés a Alonso de Ávila, que era capitán, que con cien soldados, y entre ellos diez ballesteros, fuese por el caminillo, el que he dicho que iba al pueblo; y que de que oyese los tiros, él por una parte e nosotros por otra diésemos en el pueblo; e Cortés y todos los más soldados e capitanes fuimos en los bateles y navíos de menos porte por el río arriba; y cuando los indios guerreros que estaban en la costa y entre los manglares vieron que de hecho íbamos, vienen sobre nosotros con tantas canoas al puerto adonde habíamos de desembarcar, para defendernos que no saltásemos en tierra, que en toda la costa no había sino indios de guerra con todo género de armas que entre ellos se usan, tañendo trompetillas y caracoles e atabalejos; e como Cortés así vio la cosa, mandó que nos detuviésemos un poco y que no soltásemos tiros ni escopetas ni ballestas; e como todas las cosas quería llevar muy justificadamente, les hizo otro requerimiento delante de un escribano del rey, que allí con nostros iba, que se decía Diego de Godoy, e por la lengua de Aguilar, para que nos dejasen saltar en tierra, e tomar agua y hablarles cosas de Dios nuestro señor y de su majestad; y que si guerra nos daban, que si por defendernos algunas muertes hubiese o otros cualesquier daños, fuesen a su culpa y cargo, e no a la nuestra; y ellos todavía haciendo muchos fieros y que no saltásemos en tierra; si no, que nos matarían. Luego comenzaron muy valientemente a nos flechar e hacer sus señas con sus atambores para que todos sus escuadrones apechugasen con nosotros, e como esforzados hombres vinieron e nos cercaron con las canoas con tan grandes rociadas de flechas, que nos hirieron e hicieron detener en el agua hasta la cinta y en otras partes más arriba; y como había allí en aquel desembarcadero mucha lama y ciénega, no podíamos tan presto salir della; e cargaron sobre nosotros tantos indios, que, con las lanzas a manteniente y otros a flecharnos, hacían que no tomásemos tierra tan presto como quisiéramos, e también porque en aquella lama estaba Cortés peleando y se le quedó un alpargate en el cieno, que no lo pudo sacar, y descalzo el un pie salió a tierra; y luego le sacaron el alpargate y se lo calzó. Y desque le hubimos sacado de aquella lama y tomado tierra, llamando y nombrando a señor Santiago e arremetiendo a ellos, les hicimos retraer, y aunque no muy lejos, por causa de las grandes albarradas y cercas que tenían hechas de maderos gruesos, adonde se amparaban, hasta que se las deshicimos, e tuvimos lugar por unos portillos de entrar en el pueblo y pelear con ellos, y los llevamos por una calle adelante adonde tenían hechas otras albarradas y fuerzas, e allí tornaron a reparar y hacer cara, y pelearon muy valientemente, con grande esfuerzo y dando voces e silbos, diciendo: «Ala, lala, al calachoni, al calachoni»; que en su lengua quiere decir que matasen a nuestro capitán. Estando desta manera envueltos con ellos, vino Alonso de Ávila con sus soldados, que había ido por tierra desde los Palmares, como dicho tengo, que pareció ser no acertó a venir más presto por causa de unas ciénagas y esteros que pasó; y su tardanza fue bien menester, según habíamos estado detenidos en los requerimientos y deshacer portillos en las albarradas para pelear; así que todos juntos los tornamos a echar de las fuerzas donde estaban, y los llevamos retrayendo; y ciertamente que como buenos guerreros iban tirando grandes rociadas de flechas y varas tostadas, y nunca volvieron de hecho las espaldas hasta un gran patio donde estaban unos aposentos y salas grandes, y tenían tres casas de ídolos, e ya habían llevado todo cuanto hato había. En aquel patio, mandó Cortés que reparásemos y que no fuésemos más en su seguimiento del alcance, pues iban huyendo; e allí tomó Cortés posesión de aquella tierra por su majestad, y él en su real nombre. Y fue desta manera: que desenvainada su espada, dio tres cuchilladas, en señal de posesión, en un árbol grande, que se dice ceiba, que estaba en la plaza de aquel gran patio, e dijo que si había alguna persona que se lo contradijese que él se lo defenderá con su espada y una rodela que tenía embrazada; y todos los soldados que presentes nos hallamos cuando aquello pasó dijimos que era bien tomar aquella real posesión en nombre de su majestad, y que nosotros seríamos en ayudarle si alguna persona otra cosa dijere; e por ante un escribano del rey se hizo aquel auto. Sobre esta posesión, la parte de Diego Velázquez tuvo que remurmurar della. Acuérdome que en aquellas reñidas gueras que nos dieron de aquella vez hirieron a catorce soldados, e a mí me dieron un flechazo en el muslo, mas poca la herida, y quedaron tendidos y muertos dieciocho indios en el agua y en tierra donde desembarcamos; e allí dormimos aquella noche con grandes velas y escuchas. Y dejarlo he, por contar lo que más pasamos.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo mandó Cortés a todos los capitanes que fuesen con cada cien soldados a ver la tierra adentro, y lo que sobre ello nos acaeció</em></p><p>Otro día de mañana mandó Cortés a Pedro de Alvarado que saliese por capitán con cien soldados, y entre ellos quince ballesteros y escopeteros, y que fuese a ver la tierra adentro hasta andadura de dos leguas, y que llevase en su compañía a Melchorejo, la lengua de la punta de Cotoche; y cuando le fueron a llamar al Melchorejo, no le hallaron, que se había huido con los de aquel pueblo de Tabasco; porque, según parecía, el día antes en las puntas de los Palmares dejó colgados sus vestidos que tenía de Castilla, y se fue de noche en una canoa; y Cortés sintió enojo con su ida, porque no dijese a los indios, sus naturales, algunas cosas que no trajesen provecho. Dejémosle ido con la mala ventura, y volvamos a nuestro cuento: que asimismo mandó Cortés que fuese otro capitán que se decía Francisco de Lugo por otra parte con otros cien soldados y doce ballesteros y escopeteros, y que no pasase de otras dos leguas, y que volviese en la noche a dormir en el real. Y yendo que iba el Francisco de Lugo con su compañía obra de una legua de nuestro real, se encontró con grandes capitanías y escuadrones de indios, todos flecheros, y con lanzas y rodelas, y atambores y penachos, y se vienen derechos a la capitanía de nuestros soldados, y les cercan por todas partes, y les comienzan a flechar de arte, que no se podían sustentar con tanta multitud de indios, y les tiraban muchas varas tostadas y piedras con hondas, que como granizo caían sobre ellos, y con espadas de navajas de a dos manos; y por bien que peleaba el Francisco de Lugo y sus soldados, no los podía apartar de sí; y cuando aquesto vio, con gran concierto se venía ya retrayendo al real, e habían enviado adelante un indio de Cuba gran corredor e suelto, a dar mandado a Cortés para que le fuésemos a ayudar; e todavía el Francisco de Lugo, con gran concierto de sus ballesteros y escopeteros, unos armando e otros tirando, y algunas arremetidas que hacían, se sostenían con todos los escuadrones que sobre él estaban. Dejémosle de la manera que he dicho, e con gran peligro, e volvamos al capitán Pedro de Alvarado, que pareció ser había andado más de una legua, y topó con un estero muy malo de pasar, e quiso Dios nuestro señor encaminarlo que volviese por otro camino hacia donde estaba el Francisco de Lugo peleando, como dicho tengo; y como oyó las escopetas que tiraban y el gran ruido de atambores y trompetillas, y voces e silbos de los indios, bien entendió que estaban revueltos en guerra y con mucha presteza e con gran concierto acudió a las voces e tiros, e halló al capitán Francisco de Lugo con su gente haciendo rostro y peleando con los contrarios, e cinco indios muertos; y luego que se juntaron con el Lugo, dan tras los indios, que los hicieron apartar, y no de manera que los pudiesen poner en huida, que todavía los fueron siguiendo los indios a los nuestros hasta el real; e asimismo nos habían acometido y venido a dar guerra otras capitanías de guerreros adonde estaba Cortés con los heridos; mas muy presto los hicimos retraer con los tiros, que llevaban muchos dellos, y a buenas cuchilladas y estocadas. Volvamos a decir algo atrás, que cuando Cortés oyó al indio de Cuba que venía a demandar socorro, y del arte que quedaba Francisco de Lugo, de presto les íbamos a ayudar, y nosotros que íbamos y los dos capitanes por mí nombrados, que llegaban con sus gentes obra de media legua del real; y murieron dos soldados de la capitanía de Francisco de Lugo, y ocho heridos, y de la de Pedro de Alvarado le hirieron tres, y cuando llegaron al real se curaron, y enterramos los muertos, e hubo buena vela y escuchas; y en aquellas escaramuzas matamos quince indios y se prendieron tres, y el uno parecía algo principal; y Aguilar, en nuestra lengua, les preguntaba que por qué eran locos e salían a dar guerra y que mirasen que les mataríamos si otra vez volviesen. Luego se envió un indio dellos con cuentas verdes para dar a los caciques porque viniesen de paz; e aquel mensajero dijo que el indio Melchorejo, que traíamos con nosotros de la punta de Cotoche, se fue a ellos la noche antes, les aconsejó que nos diesen guerra de día y de noche, que nos vencerían, porque éramos muy pocos; de manera que traíamos con nosotros muy mala ayuda y nuestro contrario. Aquel indio que enviamos por mensajero fue, y nunca volvió con la respuesta; y de los otros dos indios que estaban presos supo Aguilar, la lengua, por muy cierto, que para otro día estaban juntos cuantos caciques habían en aquella provincia, con todas sus armas, según las suelen usar, aparejados para nos dar guerra, y que nos habían de venir otro día a cercar en el real, y que el Melchorejo se lo aconsejó. Y dejarlos he aquí, e diré lo que sobre ello hicimos.</p><p>CapÍtulo XXXIII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo Cortés mandó que para otro día nos aparejásemos todos para ir en busca de los escuadrones guerreros, y mandó sacar los caballos de los navíos, y lo que más nos avino en la batalla que con ellos tuvimos</em></p><p>Luego Cortés supo que muy ciertamente nos venían a dar guerra, y mandó que con brevedad sacasen todos los caballos de los navíos en tierra, y que escopeteros y ballesteros e todos los soldados estuviésemos muy a punto con nuestras armas, e aunque estuviésemos heridos; y cuando hubieron sacados los caballos en tierra, estaban muy torpes y temerosos en el correr, como había muchos días que estaban en los navíos, y otro día estuvieron sueltos. Una cosa acaeció en aquella sazón a seis o siete soldados, mancebos y bien dispuestos, que les dio mal de lomos, que no se pudieron tener poco ni mucho en sus pies si no los llevaban a cuestas: no supimos de qué; decían que de ser regalados en Cuba, y que con el peso y calor de las armas que les dio aquel mal. Luego Cortés los mandó llevar a los navíos, no quedasen en tierra, y apercibió a los caballeros que habían de ir los mejores jinetes, y caballos y que fuesen con pretales de cascabeles, y les mandó que no se parasen a alancear hasta haberlos desbaratado, sino que las lanzas se les pasasen por los rostros; y señaló trece de a caballo, a Cristóbal de Olí, y Pedro de Alvarado, e Alonso Hernández Puertocarrero, e Juan de Escalante, e Francisco de Montejo; e a Alonso de Ávila le dieron un caballo que era de Ortiz el músico y de un Bartolomé García, que ninguno dellos era buen jinete; e Juan Velázquez de León, e Francisco de Morla, y Lares el buen jinete (nómbrole así porque había otro Lares), e Gonzalo Domínguez, extremado hombre de a caballo; Morón el del Bayamo y Pedro González de Trujillo; todos estos caballeros señaló Cortés, y él por capitán. E mandó a Mesa el artillero que tuviese muy a punto su artillería, e mandó a Diego de Ordás que fuese por capitán de todos nosotros, y aun de los ballesteros y escopeteros, porque no era hombre de a caballo. Y otro día muy de mañana, que fue dia de nuestra señora de marzo, después de haber oído misa, puestos todos en ordenanza con nuestro alférez, que entonces era Antonio de Villarroel, marido que fue de una señora que se decía Isabel de Ojeda, que desde allí a tres años se mudó el nombre, el Villarroel, y se llamó Antonio Serrano de Cardona. Tornemos a nuestro propósito: que fuimos por unas sabanas grandes, donde habían dado guerra a Francisco de Lugo y a Pedro de Alvarado, y llamábase aquella sabana e pueblo Cintla, sujeta al mismo Tabasco, una legua del aposento donde salimos; e nuestro Cortés se apartó un poco espacio de trecho de nosotros por causa de unas ciénagas que no podían pasar los caballos; e yendo de la manera que he dicho con el Ordás, dimos con todo el poder de escuadrones de indios guerreros que nos venían ya a buscar a los aposentos, e fue donde los encontramos junto al mismo pueblo de Cintla en un buen llano. Por manera que si aquellos guerreros tenían deseos de nos dar guerra y nos iban a buscar, nosotros los encontramos con el mismo motivo. Y dejarlo he aquí, e diré lo que pasó en la batalla, y bien se puede nombrar ansí, como adelante verán.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXIV</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo nos dieron guerra todos los caciques de Tabasco y sus provincias, y lo que sobre ello sucedió</em></p><p>Ya he dicho de la manera e concierto que íbamos, y cómo hallamos todas las capitanías y escuadrones de contrarios que nos iban a buscar, e traían todos grandes penachos, e atambores e trompetillas, e las caras enalmagradas e blancas e prietas, e con grandes arcos y flechas, e lanzas e rodelas, y espadas como montantes de a dos manos, e mucha onda e piedra, e varas tostadas, e cada uno sus armas colchadas de algodón; e así como llegaron a nosotros, como eran grandes escuadrones, que todas las sabanas cubrían, se vienen como Perros rabiosos e nos cercan por todas partes, e tiran tanta de flecha e vara y piedra, que de la primera arremetida hirieron más de setenta de los nuestros, e con las lanzas pie con pie nos hacían mucho daño, e un soldado murió luego de un flechazo que le dio por el oído, el cual se llamaba Saldaña; e no hacían sino flechar y herir en los nuestros; e nosotros con los tiros y escopetas, e ballestas e grandes estocadas nos perdíamos punto de buen pelear; y como conocieron las estocadas y el mal que les hacíamos, poco a poco se apartaban de nosotros, mas era para flechar más a su salvo, puesto que Mesa, nuestro artillero, con los tiros mataba muchos dellos, porque eran grandes escuadrones y no se apartaban lejos, y daba en ellos a su placer, y con todos los males y heridos que les hacíamos, no los podíamos apartar. Yo dije al capitán Diego de Ordás: Paréceme que debemos cerrar y apechugar con ellos; porque verdaderamente sienten bien el cortar de las espadas, y por esta causa se desvían algo de nosotros por temor dellas, y por mejor tirarnos sus flechas y varas tostadas, y tanta piedra como granizo. Respondió el Ordás que no era buen acuerdo, porque había para cada uno de nosotros trescientos indios, y que no nos podíamos sostener con tanta multitud, e así estuvimos con ellos sosteniéndonos. Todavía acordamos de nos llegar cuanto pudiésemos a ellos, como se lo había dicho al Ordás, por darles mal año de estocadas; y bien lo sintieron, y se pasaron luego de la parte de una ciénaga; y en todo este tiempo Cortés con los de a caballo no venía, aunque deseábamos en gran manera su ayuda, y temíamos que por ventura no le hubiese acaecido algún desastre. Acuérdome que cuando soltábamos los tiros, que daban los indios grandes silbos e gritos, y echaban tierra y pajas en alto porque no viésemos el daño que les hacíamos, e tañían entonces trompetas e trompetillas, silbos y voces, y decían Ala lala. Estando en esto, vimos asomar los de a caballo, e como aquellos grandes escuadrones estaban embebecidos dándonos guerra, no miraron tan de presto en los de a caballo, como venían por las espaldas; y como el campo era llano e los caballeros buenos jinetes, e algunos de los caballos muy revueltos y corredores, dánles tan buena mano, e alancean a su placer, como convenía en aquel tiempo; pues los que estábamos peleando, como los vimos, dimos tanta prisa en ellos, los de a caballo por una parte e nosotros por otra, que de presto volvieron las espaldas. E aquí creyeron los indios que el caballo e caballero era todo un cuerpo, como jamás habían visto caballos hasta entonces; iban aquellas sabanas e campos llenos dellos, y se acogieron a unos montes que allí había. Y después que los hubimos desbaratado, Cortés nos contó cómo no había podido venir más presto por causa de una ciénaga, y que estuvo peleando con otros escuadrones de guerreros antes que a nosotros llegasen, y traía heridos cinco caballeros y ocho caballos. Y después de apeados debajo de unos árboles que allí estaban, dimos muchas gracias y loores a Dios y a nuestra señora su bendita Madre, alzando todos las manos al cielo, porque nos había dado aquella victoria tan cumplida; y como era día de nuestra señora de marzo, llamóse una villa que se pobló el tiempo andando, Santa María de la Victoria, así por ser día de nuestra señora como por la gran victoria que tuvimos. Aquesta fue pues la primera guerra que tuvimos en compañía de Cortés en la Nueva España. Y esto pasado, apretamos as heridas a los heridos con paños, que otra cosa no había, y se curaron los caballos con quemarles las heridas con unto de un indio de los muertos, que abrimos para sacarle el unto, e fuimos a ver los muertos que había por el campo, y eran más de ochocientos, e todos los más de estocadas, y otros de los tiros y escopetas y ballestas, e muchos estaban medio muertos y tendidos. Pues donde anduvieron los de a caballo había buen recaudo, dellos muertos e otros quejándose de las heridas. Estuvimos en esta batalla sobre una hora, que no les pudimos hacer perder punto de buenos guerreros, hasta que vinieron los de a caballo, como he dicho; y prendimos cinco indios, e los dos dellos capitanes; y como era tarde y hartos de pelear, e no habíamos comido, nos volvimos al real, y luego enterramos dos soldados que iban heridos por las gargantas e por el oído, y quemamos las heridas a los demás e a los caballos con el unto del indio, y pusimos buenas velas y escuchas, y cenamos y reposamos. Aquí es donde dice Francisco López de Gómara que salió Francisco de Morla en un caballo rucio picado antes que llegase Cortés con los de a caballo, y que eran los santos apóstoles señor Santiago o señor san Pedro. Digo que todas nuestras obras y victorias son por mano de nuestro señor Jesucristo, y que en aquella batalla había para cada uno de nosotros tantos indios, que a puñados de tierra nos cegaran, salvo que la gran misericordia de Dios en todo nos ayudaba; y pudiera ser que los que dice el Gómara fueran los gloriosos apóstoles señor Santiago o señor san Pedro, e yo, como pecador, no fuese digno de verles; lo que yo entonces vi y conocí fue a Francisco de Morla en un caballo castaño, que venía juntamente con Cortés, que me parece que ahora que lo estoy escribiendo, se me representa por estos ojos pecadores toda la guerra, según y de la manera que allí pasamos. Y ya que yo, como indigno pecador, no fuera merecedor de ver a cualquiera de aquellos gloriosos apóstoles, allí en nuestra compañía había sobre cuatrocientos soldados, y Cortés y otros muchos caballeros; y platicárase dello y tomárase por testimonio, y se hubiera hecho una iglesia cuando se pobló la villa, y se nombrara la villa de Santiago de la Victoria u de san Pedro de la Victoria, como se nombró Santa María de la Victoria; y si fuera así como lo dice el Gómara, harto malos cristianos fuéramos, enviándonos nuestro señor Dios sus santos apóstoles, no reconocer la gran merced que nos hacía, y reverenciar cada día aquella iglesia; y pluguiere a Dios que así fuera como el cronista dice, y hasta que leí su crónica, nunca entre conquistadores que allí se hallaron tal se oyó. Y dejémoslo aquí, e diré lo que más pasamos.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXV</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo envió Cortés a llamar a todos los caciques de aquellas provincias, y lo que sobre ello se hizo</em></p><p>Ya he dicho cómo prendimos en aquella batalla cinco indios, e los dos dellos capitanes; con los cuales estuvo Aguilar, la lengua, a pláticas, e conoció en lo que le dijeron que serían hombres para enviar por mensajeros; e díjole al capitán Cortés que les soltasen, y que fuesen a hablar con los caciques de aquel pueblo e otros cualesquier; y a aquellos dos indios mensajeros se les dio cuentas verdes e diamantes azules, y les dijo Aguilar muchas palabras bien sabrosas y de halagos, y que les queremos tener por hermanos y que no hubiesen miedo, y que lo pasado de aquella guerra que ellos tenían la culpa, y que llamasen a todos los caciques de todos los pueblos, que les queríamos hablar, y se les amonestó otras muchas cosas bien mansamente para atraerlos de paz; y fueron de buena voluntad, e hablaron con los principales e caciques, y les dijeron todo lo que les enviamos a hacer saber sobre la paz. E oída nuestra embajada, fue entre ellos acordado de enviar luego quince indios de los esclavos que entre ellos tenían, y todos tiznadas las caras e las mantas y bragueros que traían muy ruines, y con ellos enviaron gallinas y pescado asado e pan de maíz; y llegados delante de Cortés, los recibió de buena voluntad, e Aguilar, la lengua, les dijo medio enojado que cómo venían de aquella manera prietas las caras; que más venían de guerra que para tratar paces, y que luego fuesen a los caciques y les dijesen que si querían paz, como se la ofrecimos, que viniesen señores a tratar della, como se usa, e no enviasen esclavos. A aquellos mismos tiznados se les hizo ciertos halagos, y se envió con ellos cuentas azules en señal de paz y para ablandarles los pensamientos. Y luego otro día vinieron treinta indios principales e con buenas mantas, y trajeron gallinas y pescado, e fruta y pan de maíz, y demandaron licencia a Cortés para quemar y enterrar los cuerpos de los muertos en las batallas pasadas, porque no oliesen mal o los comiesen tigres o leones; la cual licencia les dio luego, y ellos se dieron prisa en traer mucha gente para los enterrar y quemar los cuerpos, según su usanza; y según Cortés supo dellos, dijeron que les faltaba sobre ochocientos hombres, sin los que estaban heridos; e dijeron que no se podían tener con nosotros en palabras ni paces, porque otro día habían de venir todos los principales y señores de todos aquellos pueblos, e concertarían las paces. Y como Cortés en todo era muy avisado, nos dijo riendo a los soldados que nos hallamos teniéndole compañía: «¿Sabéis, señores, que me parece que estos indios temerán mucho a los caballos, y deben de pensar que ellos solos hacen la guerra e asimismo las bombardas? He pensado una cosa para que mejor lo crean, que traigan la yegua de Juan Sedeño, que parió el otro día en el navío, e atarla han aquí adonde yo estoy, e traigan el caballo de Ortiz «el músico», que es muy rijoso, y tomará olor de la yegua; e cuando haya tomado olor della, llevarán la yegua y el caballo, cada uno de por sí, en parte que desque vengan los caciques que han de venir, no los oigan relinchar ni los vean hasta que estén delante de mí y estemos hablando»; e así se hizo, según Y de la manera que lo mandó; que trajeron la yegua y el caballo, e tomó olor della en el aposento de Cortés; y demás desto, mandó que cebasen un tiro, el mayor de los que teníamos, con una buena pelota y bien cargada de pólvora. Y estando en esto que ya era mediodía, vinieron cuarenta indios, todos caciques, con buena manera y mantas ricas a la usanza dellos; saludaron a Cortés y todos nosotros, y traían de sus inciensos, zahumándonos cuantos allí estábamos, y demandaron perdón de lo pasado, y que allí adelante serían buenos. Cortés les respondió con Aguilar, nuestra lengua, algo con gravedad, como haciendo del enojado, que ya ellos habían visto cuantas veces les habían requerido con la paz, y que ellos tenían la culpa, y que ahora eran merecedores que a ellos e a cuantos quedan en todos sus pueblos matásemos; y. porque somos vasallos de un gran rey y señor que nos envió a estas partes, el cual se dice el emperador don Carlos, que manda que a los que estuvieren en su real servicio que les ayudemos e favorezcamos; y que si ellos fueren buenos, como dicen, que así lo haremos, e si no, que soltará de aquellos tepustles que los maten (al hierro llaman en su lengua tepustle), que aun por lo pasado que han hecho en darnos guerra están enojados algunos dellos. Entonces secretamente mandó poner fuego a la bombarda que estaba cebada, e dio tan buen trueno y recio como era menester; iba la pelota zumbando por los montes, que, como en aquel instante era mediodía e hacía calma, llevaba gran ruido, y los caciques se espantaron de la oír; y como no habían visto cosa como aquella, creyeron que era verdad lo que Cortés les dijo, y para asegurarles del miedo, les tornó a decir con Aguilar que ya no hubiesen miedo, que él mandó que no hiciese daño, y en aquel instante trajeron el caballo que había tomado olor de la yegua, y átanlo no muy lejos de donde estaba Cortés hablando con los caciques; y como a la yegua la habían tenido en el mismo aposento adonde Cortés y los indios estaban hablando, pateaba el caballo, y relinchaba y hacía bramuras, y siempre los ojos mirando a los indios y al aposento donde había tomado olor de la yegua, e los caciques creyeron que por ellos hacía aquellas bramuras del relinchar y el patear, y estaban espantados. Y cuando Cortés los vio de aquel arte, se levantó de la silla, y se fue para el caballo y le tomó del freno, e dijo a Aguilar que hiciese creer a los indios que allí estaban que había mandado al caballo que no les hiciese mal ninguno; y luego dijo a dos mozos de espuelas que lo llevasen de allí lejos, que no lo tornasen a ver los caciques. Y estando en esto, vinieron sobre treinta indios de carga, que entre ellos llaman tamemes, que traían la comida de gallinas y pescado asado y otras cosas de frutas, que parece ser se quedaron atrás o no pudieron venir juntamente con los caciques. Allí hubo muchas pláticas Cortes con aquellos principales, y dijeron que otro día vendrían todos, e traerían un presente e hablarían en otras cosas; y así, se fueron muy contentos. Donde los dejaré ahora hasta otro día.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXVI</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo vinieron todos los caciques e calachionis del río de Grijalva y trajeron un presente, y lo que sobre ello pasó</em></p><p>Otro día de mañana, que fue a los postreros del mes de marzo de 1519 años, vinieron muchos caciques y principales de aquel pueblo de Tabasco y otros comarcanos, haciendo mucho acato a todos nosotros, e trajeron un presente de oro, que fueron cuatro diademas, y unas lagartijas, y dos como perrillos, y orejeras, e cinco ánades, y dos figuras de caras de indios, y dos suelas de oro, como de sus cotaras, y otras cosillas de poco valor, que yo no me acuerdo que tanto valía, y trajeron mantas de las que ellos traían e hacían, que son muy bastas; porque ya habrán oído decir los que tienen noticia de aquella provincia que no las hay en aquella tierra sino de poco valor; y no fue nada este presente en comparación de veinte mujeres, y entre ellas una muy excelente mujer, que se dijo doña Marina, que así se llamó después de vuelta cristiana. Y dejaré esta plática, y de hablar della y de las demás mujeres que trajeron, y diré que Cortés recibió aquel presente con alegría, y se apartó con todos los caciques y con Aguilar el intérprete a hablar, y les dijo que por aquello que traían se lo tenía en gracia; mas que una cosa les rogaba, que luego mandasen poblar aquel pueblo con toda su gente, mujeres e hijos, y que dentro de dos días le quería ver poblado, y que en esto conocerá tener verdadera paz. Y luego los caciques mandaron llamar todos los vecinos, e con sus hijos e mujeres en dos días se pobló. Y a lo otro que les mandó, que dejasen sus ídolos e sacrificios, respondieron que así lo harían; y les declaramos con Aguilar, lo mejor que Cortés pudo, las cosas tocantes a nuestra santa fe, y cómo éramos cristianos e adorábamos a un solo Dios verdadero, y se les mostró una imagen muy devota de nuestra señora con su hijo precioso en los brazos, y se les declaró que aquella santa imagen reverenciábamos porque así está en el cielo y es madre de nuestro señor Dios. Y los caciques dijeron que les parece muy bien aquella gran tecleciguata, y que se la diesen para tener en su pueblo, porque a las grandes señoras en su lengua llaman tecleciguatas. Y dijo Cortés que sí daría, y les mandó hacer un buen altar bien labrado; el cual luego le hicieron. Y otro día de mañana mandó Cortés a dos de nuestros carpinteros de lo blanco, que se decían Alonso Yáñez e álvaro López (ya otra vez por mí memorados), que luego labrasen una cruz bien alta; y después de haber mandado todo esto, dijo a los caciques qué fue la causa que nos dieran guerra tres veces, requiriéndoles con la paz. Y respondieron que ya habían demandado perdón dello y estaban perdonados, y que el cacique de Champoton, su hermano, se lo aconsejó, y porque no le tuviesen por cobarde, porque se lo reñían y deshonraban, porque no nos dio guerra cuando la otra vez vino otro capitán con cuatro navíos; y según pareció, decíalo por Juan de Grijalva. Y también dijo que el indio que traíamos por lengua, que se nos huyó una noche, se lo aconsejó, que de día y de noche nos diesen guerra, porque éramos muy pocos. Y luego Cortés les mandó que en todo caso se lo trajesen; e dijeron que como les vio que en la batalla no les fue bien, que se les fue huyendo, y que no sabían de él aunque le han buscado; e supimos que le sacrificaron, pues tan caro les costó sus consejos. Y más les preguntó, que de qué parte traían oro y aquellas joyezuelas. Respondieron que de hacia donde se pone el sol, y decían Culhúa y México, y como no sabíamos qué cosa era México ni Culhúa, dejábamoslo pasar por alto; y allí traíamos otra lengua que se decía Francisco, que hubimos cuando lo de Grijalva, ya otra vez por mí nombrado, mas no entendía poco ni mucho la de Tabasco, sino la de Culhúa, que es la mexicana; y medio por señas dijo a Cortés que Culhúa era muy adelante, y nombraba México, México, y no le entendimos. Y en esto cesó la plática hasta otro día, que se puso en el altar la santa imagen de nuestra señora y la cruz, la cual todos adoramos; y dijo misa el padre fray Bartolomé de Olmedo, y estaban todos los caciques y principales delante, y púsose nombre a aquel pueblo Santa María de la Victoria, e así se llama ahora la villa de Tabasco; y el mismo fraile con nuestra lengua Aguilar predicó a las veinte indias que nos presentaron, muchas buenas cosas de nuestra santa fe, y que no creyesen en los ídolos de que antes creían que eran malos y no eran dioses, ni más les sacrificasen, que los traían engañados, e adorasen a nuestro señor Jesucristo; e luego se bautizaron, y se puso por nombre doña Marina aquella india y señora que allí nos dieron y verdaderamente era gran cacica e hija de grandes caciques y señora de vasallos, y bien se le parecía en su persona; lo cual diré adelante cómo y de qué manera fue allí traída; e de las otras mujeres no me acuerdo bien de todos sus nombres, e no hace al caso nombrar algunas, mas estas fueron las primeras cristianas que hubo en la Nueva-España. Y Cortés las repartió a cada capitán la suya, e a esta doña Marina, como era de buen parecer y entremetida e desenvuelta, dio a Alonso Hernández Puertocarrero, que ya he dicho otra vez que era muy buen caballero, primo del conde de Medellín; y desque fue a Castilla el Puertocarrero, estuvo la doña Marina con Cortés, e della hubo un hijo, que se dijo don Martín Cortés, que el tiempo andando fue comendador de Santiago. En aquel pueblo estuvimos cinco días, así porque se curaban las heridas como por los que estaban con dolor de lomos, que allí se les quitó; y demás desto, porque Cortés siempre atraía con buenas palabras a los caciques, y les dijo cómo el emperador nuestro señor, cuyos vasallos somos, tiene a su mandado muchos grandes señores, y que es bien que ellos le den la obediencia; e que en lo que hubieren menester, así favor de nosotros como otra cualquiera cosa, que se lo hagan saber dondequiera que estuviésemos, que él les vendrá a ayudar. Y todos los caciques le dieron muchas gracias por ello, y allí se otorgaron por vasallos de nuestro gran emperador. Estos fueron los primeros vasallos que en la Nueva-España dieron la obediencia a su majestad. Y luego Cortés les mandó que para otro día, que era domingo de Ramos, muy de mañana viniesen al altar que hicimos, con sus hijos y mujeres, para que adorasen la santa imagen de nuestra señora y la cruz; y asimismo les mandó que viniesen seis indios carpinteros, y que fuesen con nuestros carpinteros, y que en el pueblo de Cintia, adonde Dios nuestro señor fue servido de darnos aquella victoria de la batalla pasada, por mí referida, que hiciesen una cruz en un árbol grande que allí estaba, que llaman ceiba, e hiciéronla en aquel árbol a efecto que durase mucho, que con la corteza, que suele reverdecer, está siempre la cruz señalada. Hecho esto mandó que aparejasen todas las canoas que traían, para nos ayudar a embarcar, porque aquel santo día nos queríamos hacer a la vela, porque en aquella sazón vinieron dos pilotos a decir a Cortés que estaban en gran riesgo los navíos por amor del norte, que es travesía. Y otro día muy de mañana vinieron todos los caciques y principales con todas sus mujeres e hijos, y estaban ya en el patio donde teníamos la iglesia y cruz, y muchos ramos cortados para andar en procesión; y desque los caciques vimos juntos, Cortés y todos los capitanes a una, con gran devoción anduvimos una muy devota procesión, y el padre de la Merced y Juan Díaz el clérigo revestidos, y se dijo misa, y adoramos y besamos la santa cruz, y los caciques e indios mirándonos. Y hecha nuestra solemne fiesta según el tiempo, vinieron los principales e trajeron a Cortés diez gallinas y pescado asado e otras legumbres, e nos despedimos dellos y siempre Cortés encomendándoles la santa imagen de nuestra señora y las santas cruces, y que las tuviesen muy limpias, y barrida la casa e la iglesia y enramado, y que las reverenciasen, e hallarían salud y buenas sementeras; y después que era ya tarde nos embarcamos, y a otro día lunes por la mañana nos hicimos a la vela, y con buen viaje navegamos e fuimos la vía de San Juan de Ulúa, y siempre muy juntos a tierra; e yendo navegando con buen tiempo, decíamos a Cortés los soldados que veníamos con Grijalva, como sabíamos aquella derrota: «Señor, allí queda La Rambla, que en lengua de indios se dice Ayagualulco.» Y luego llegamos al paraje de Tonala, que se dice San Antón, y se lo señalábamos; más adelante le mostramos el gran río de Guazacualco, e vio las muy altas sierras nevadas, e luego las sierras de San Martín; y más adelante le mostramos la roca partida, que es unos grandes peñascos que entran en la mar, e tiene una señal arriba como a manera de silla; e más adelante le mostramos el río de Alvarado, que es adonde entró Pedro de Alvarado cuando lo de Grijalva; y luego vimos el río de Banderas, que fue donde rescatamos los dieciséis mil pesos, y luego le mostramos la isla Verde; y junto a tierra vio la isla de Sacrificios, donde hallamos los altares cuando lo de Grijalva, y los indios sacrificados, y luego en buena hora llegamos a San Juan de Ulúa jueves de la Cena después de mediodía. Acuérdome que llegó un caballero que se decía Alonso Hernández Puertocarrero, e dijo a Cortés: «Paréceme, señor, que os han venido diciendo estos caballeros que han venido otras dos veces a esta tierra:</p><p>Cata Francia, Montesinos</p><p>Cata París la ciudad,</p><p>Cata las aguas del Duero,</p><p>Do van a dar a la mar.</p><p>Yo digo que miréis las tierras ricas y sabeos bien gobernar.» Luego Cortés bien entendió a qué fin fueron aquellas palabras dichas, y respondió: «Dénos Dios ventura en armas como al paladín Roldán; que en lo demás, teniendo a vuestra merced y a otros caballeros por señores, bien me sabré entender.» Y dejémoslo, y no pasemos de aquí: esto es lo que pasó; y Cortés no entró en el río de Alvarado, como dice Gómara.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXVII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo doña Marina era cacica e hija de grandes señores, y señora de pueblos y vasallos, y de la manera que fue traída a Tabasco</em></p><p>Antes que más meta la mano en lo del gran Moctezuma y su gran México y mexicanos, quiero decir lo de doña Marina, cómo desde su niñez fue gran señora de pueblos y vasallos, y es desta manera: que su padre y su madre eran señores y caciques de un pueblo que se dice Painala, y tenía otros pueblos sujetos a él, obra de ocho leguas de la villa de Guazacualco, y murió el padre quedando muy niña, y la madre se casó con otro cacique mancebo y hubieron un hijo, y según pareció, querían bien al hijo que habían habido; acordaron entre el padre y la madre de darle el cargo después de sus días, y porque en ello no hubiese estorbo, dieron de noche la niña a unos indios de Xicalango, porque no fuese vista, y echaron fama que se había muerto, y en aquella sazón mu rió una hija de una india esclava suya, y publicaron que era la heredera, por manera que los de Xicalango la dieron a los de Tabasco, y los de Tabasco a Cortés, y conocí a su madre y a su hermano de madre, hijo de la vieja, que era ya hombre y mandaba juntamente con la madre a su pueblo, porque el marido postrero de la vieja ya era fallecido; y después de vueltos cristianos, se llamó la vieja Marta y el hijo Lázaro; y esto sélo muy bien, porque en el año de 1523, después de ganado México y otras provincias, y se había alzado Cristóbal de Olí en las Higüeras, fue Cortés allá y pasó por Guazacualco, fuimos con él a aquel viaje toda la mayor parte de los vecinos de aquella villa, como diré en su tiempo y lugar; y como doña Marina en todas las guerras de Nueva-España, Tlascal y México fue tan excelente mujer y buena lengua, como adelante diré, a esta causa la traía siempre Cortés consigo. Y en aquella sazón y viaje se casó con ella un hidalgo que se decía Juan Jaramillo, en un pueblo que se decía Orizava, delante de ciertos testigos, que uno dellos se decía Aranda, vecino que fue de Tabasco, y aquel contaba el casamiento, y no como lo dice el cronista Gómara; y la doña Marina tenía mucho ser y mandaba absolutamente entre los indios en toda la Nueva-España. Y estando Cortés en la villa de Guazacualco, envió a llamar a todos los caciques de aquella provincia para hacerles un parlamento acerca de la santa doctrina y sobre su buen tratamiento, y entonces vino la madre de doña Marina, y su hermano de madre Lázaro, con otros caciques. Días había que me había dicho la doña Marina que era de aquella provincia y señora de vasallos, y bien lo sabía el capitán Cortés, y Aguilar, la lengua; por manera que vino la madre y su hijo, el hermano, y conocieron que claramente era su hija, porque se le parecía mucho. Tuvieron miedo della, que creyeron que los enviaba a llamar para matarlos, y lloraban; y como así los vio llorar la doña Marina, los consoló, y dijo que no hubiesen miedo, que cuando la traspusieron con los de Xicalango que no supieron lo que se hacían, y se lo perdonaba, y les dio muchas joyas de oro y de ropa y que se volviesen a su pueblo, y que Dios le había hecho mucha merced en quitarla de adorar ídolos ahora y ser cristiana, y tener un hijo de su amo y señor Cortés, y ser casada con un caballero como era su marido Juan Jaramillo; que aunque la hiciesen cacica de todas cuantas provincias había en la Nueva-España, no lo sería; que en más tenía servir a su marido e a Cortés que cuanto en el mundo hay; y todo esto que digo se lo oí muy certificadamente, y así lo juro, amén. Y esto me parece que quiere remedar a lo que le acaeció con sus hermanos en Egipto a Josef, que vinieron a su poder cuando lo del trigo. Esto es lo que pasó, y no la relación que dieron al Gómara, Y también dice otras cosas que dejo por alto. E volviendo a nuestra materia, doña Marina sabía la lengua de Guazacualco, que es la propia de México, y sabía la de Tabasco; como Jerónimo de Aguilar, sabía la de Yucatán y Tabasco, que es toda una, entendíanse bien; y el Aguilar lo declaraba en castellano a Cortés: fue gran principio para nuestra conquista; y así se nos hacían las cosas, loado sea Dios, muy prósperamente. He querido declarar esto, porque sin doña Marina no podíamos entender la lengua de Nueva-España y México. Donde lo dejaré, e volveré a decir cómo nos desembarcamos en el puerto de San Juan de Ulúa.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXVIII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo llegamos con todos los navíos a San Juan de Ulúa, y lo que allí pasamos</em></p><p>En jueves santo de la Cena del Señor de 1519 años llegamos con toda la armada al puerto de San Juan de Ulúa; y como el piloto Alaminos lo sabía muy bien desde cuando venimos con Juan de Grijalva, luego mandó surgir en parte que los navíos estubiesen seguros del norte, y pusieron en la nao capitana sus estandartes reales y veletas, y desde obra de media hora que surgimos, vinieron dos canoas muy grandes (que en aquellas partes a las canoas grandes llaman piraguas), y en ellas vinieron muchos indios mexicanos, y como vieron los estandartes y navío grande, conocieron que allí habían de ir a hablar al capitán, y fuéronse derechos al navío, y entran dentro y preguntan quién era el tlatoan, que en su lengua dicen el señor. Y doña Marina, que bien lo entendió, porque sabía muy bien la lengua, se lo mostró. Y los indios hicieron mucho acato a Cortés a su usanza, y le dijeron que fuese bien venido, e que un criado del gran Moctezuma, su señor, les enviaba a saber qué hombres éramos e qué buscábamos, e que si algo hubiésemos menester para nosotros y los navíos, que se lo dijésemos, que traerían recaudo para ello. Y nuestro Cortés respondió con las dos lenguas, Aguilar y doña Marina, que se lo tenía en merced; y luego les mandó dar de comer y beber vino, y unas cuentas azules, y cuando hubieron bebido, les dijo que veníamos para verlos y contratar, y que no se les haría enojo ninguno, e que hubiesen por buena nuestra llegada a aquella tierra. Y los mensajeros se volvieron muy contentos a su tierra; y otro día, que fue viernes santo de la Cruz, desembarcamos, así caballos como artillería, en unos montones de arena, que no había tierra llana, sino todos arenales, y asentaron los tiros como mejor le pareció al artillero, que se decía Mesa, e hicimos un altar, adonde se dijo luego misa, e hicieron chozas y enramadas para Cortés y para los capitanes, y entre tres soldados acarreábamos madera e hicimos nuestras chozas, y los caballos se pusieron adonde estuviesen seguros; y en esto se pasó aquel viernes santo. Y otro día sábado, víspera de pascua, vinieron muchos indios que envió un principal que era gobernador de Moctezuma, que se decía Pitalpitoque, que después le llamamos Ovandillo, y trajeron hachas y adobaron las chozas del capitán Cortés y los ranchos que más cerca hallaron, y les pusieron mantas grandes encima, por amor del sol, que era cuaresma e hacía muy gran calor, trajeron gallinas y pan de maíz y ciruelas, que era tiempo dellas, y paréceme que entonces trajeron unas joyas de oro, y todo lo presentaron a Cortés, e dijeron que otro día había de venir un gobernador a traer más bastimento. Cortés se lo agradeció mucho y les mandó dar ciertas cosas de rescate, con que fueron muy contentos. Y otro día, pascua santa de resurrección, vino el gobernador que habían dicho, que se decía Tendile, hombre de negocios, e trajo con él a Pitalpitoque, que también era persona entre ellos principal, y traían detrás de sí muchos indios con presentes y gallinas y otras legumbres, y a estos que los traían mandó Tendile que se apartasen un poco a un cabo, y con mucha humildad hizo tres reverencias a Cortés a su usanza, y después a todos los soldados que más cercanos nos hallamos. Y Cortés les dijo con nuestras lenguas que fuesen bien venidos, y los abrazó, y les mandó que esperasen y que luego les hablaría, y entre tanto mandó hacer un altar lo mejor que en aquel tiempo se pudo hacer, y dijo misa cantada fray Bartolomé de Olmedo, y la beneficiaba el padre Juan Díaz, y estuvieron a la misa los dos gobernadores y otros principales de los que traían en su compañía; y oído misa, comió Cortés y ciertos capitanes de los nuestros y los dos indios criados del gran Montezuma. Y alzadas las mesas, se apartó Cortés con las dos nuestras lenguas doña Marina y Jerónimo de Aguilar y con aquellos caciques, y les dijimos cómo éramos cristianos y vasallos del mayor señor que hay en el mundo, que se dice el emperador don Carlos, y que tiene por vasallos y criados a muchos grandes señores, y que por su mandado veníamos a aquestas tierras, porque ha muchos años que tienen noticias dellas y del gran señor que las manda, y que lo quiere tener por amigo, y decirle muchas cosas en su real nombre, y cuando las sepa e haya entendido se holgará dello, y para contratar con él y sus indios y vasallos de buena amistad, y quería saber dónde manda que se vean y se hablen. Y el Tendile le respondió algo soberbio, y le dijo: «Aun ahora has llegado y ya le quieres hablar; recibe ahora este presente que te damos en su nombre, y después me dirás lo que te cumpliere»; y luego sacó de una petaca, que es como caja, muchas piezas de oro y de buenas labores y ricas, y más de diez cargas de ropa blanca de algodón y de pluma, cosas muy de ver, y otras joyas que ya no me acuerdo, como ha muchos años, y tras esto mucha comida, que eran gallinas de la tierra, fruta y pescado asado. Cortés las recibió riendo y con buena gracia, y les dio cuentas de diamantes torcidas y otras cosas de Castilla; y les rogó que mandasen en sus pueblos que viniesen a contratar con nosotros, porque él traía muchas cuentas a trocar a oro, y le dijeron que así lo mandarían. Y según después supimos, estos Tendile y Pitalpitoque eran gobernadores de unas provincias que se dicen Cotastlan, Tustepeque, Guazpaltepeque, Tlatalteteclo, y de otros pueblos que nuevamente tenían sojuzgados; y luego Cortés mandó traer una silla de caderas con entalladuras muy pintadas y unas piedras margajitas que tienen dentro en sí muchas labores, y envueltas en unos algodones que tenían almizcle porque oliesen bien, y un sartal de diamantes torcido y una gorra de carmesí con una medalla de oro, y en ella figurado a san Jorge, que estaba a caballo con una lanza y parecía que mataba a un dragón; y dijo a Tendile que luego enviase aquella silla en que se asiente el señor Montezuma para cuando le vaya a ver y hablar Cortés, y que aquella gorra que la ponga en la cabeza, y que aquellas piedras y todo lo demás le mandó dar el rey nuestro señor, y que mande señalar para qué día y en qué parte quiere que le vaya a ver. Y el Tendile le recibió y dijo que su señor Montezuma es tan gran señor, que se holgará de conocer a nuestro gran rey, y que le llevará presto aquel presente y traerá respuesta. Y parece ser que el Tendile traía consigo grandes pintores, que los hay tales en México, y mandó pintar al natural rostro, cuerpo y facciones de Cortés y de todos los capitanes y soldados, y navíos y velas e caballos, y a doña Marina e Aguilar, hasta dos lebreles, e tiros e pelotas, e todo el ejército que traíamos, e lo llevó a su señor. Y luego mandó Cortés a nuestros artilleros que tuviesen muy bien cebadas las bombardas con buen golpe de pólvora para que hiciesen gran trueno cuando las soltasen, y mandó a Pedro de Alvarado que él y todos los de a caballo y se aparejasen para que aquellos criados de Montezuma los viesen correr, y que llevasen pretales de cascabeles; y también Cortés cabalgó y dijo: «Si en estos médanos de arena pudiéramos correr, bueno fuera; mas ya veran que a pie atollamos en la arena: salgamos a la playa desque sea menguante, y correremos de dos en dos»; e al Pedro de Alvarado, que era su yegua alazana, de gran carrera y revuelta, le dio el cargo de todos los de a caballo. Todo lo cual se hizo delante de aquellos dos embajadores, y para que viesen salir los tiros dijo Cortés que les quería tornar a hablar con otros muchos principales, y ponen fuego a las bombardas, y en aquella sazón hacía calma; iban las piedras por los montes retumbando con gran ruido, y los gobernadores y todos los indios se espantaron de cosas tan nuevas para ellos, y lo mandaron pintar a sus pintores para que Montezuma lo viese. Y parece ser que un soldado tenía un casco medio dorado, viole Tendile, que era más entremetido indio que el otro, y dijo que parecía a unos que ellos tienen que les habían dejado sus antepasados del linaje donde venían, el cual tenían puesto en la cabeza a sus dioses Huichilobos, que es su ídolo de la guerra, y que su señor Montezuma se holgará de lo ver, y luego se lo dieron; y les dijo Cortés que porque quería saber si el oro desta tierra es como el que sacan de la nuestra de los ríos, que le envíen aquel casco lleno de granos para enviarlo a nuestro gran emperador, Y después de todo esto, el Tendile se despidió de Cortés y de todos nosotros, y después de muchos ofrecimientos que les hizo el mismo Cortés, le abrazó y se despidió de él, y dijo el Tendile que él volvería con la respuesta con toda brevedad; e ido, alcanzamos a saber que, después de ser indio de grandes negocios, fue el más suelto peón que su amo Montezuma tenía; el cual fue en posta y dio relación de todo a su señor, y le mostró el dibujo que llevaba pintado y el presente que le envió Cortés; y cuando el gran Montezuma le vio quedó admirado, y recibió por otra parte mucho contento, y desque vio el casco y el que tenía su Huichilobos, tuvo por cierto que éramos del linaje de los que les habían dicho sus antepasados que vendrían a señorear aquesta tierra. Aquí es donde dice el cronista Gómara muchas cosas que no le dieron buena relación. Dejarlos he aquí, y diré lo que más nos acaeció.</p><p>CapÍtulo XXXIX</p><p><em>Cómo fue Tendile a hablar a su señor Montezuma y llevar el presente, y lo que hicimos en nuestro real</em></p><p>Desque fue Tendile con el presente que el capitán Cortés le dio para su señor Montezuma, e había quedado en nuestro real el otro gobernador que se decía Pitalpitoque, quedó en unas chozas apartadas de nosotros, y allí trajeron indios para que hiciesen pan de maíz, y gallinas, frutas y pescado, y de aquella proveían a Cortés y a los capitanes que comían con él (que a nosotros los soldados, si no lo mariscábamos o íbamos a pescar, no lo teníamos); y en aquella sazón vinieron muchos indios de los pueblos por mí nombrados, donde eran gobernadores aquellos criados del gran Montezuma, y traían algunos dellos oro y joyas de poco valor y gallinas a trocar por nuestros rescates, que eran cuentas verdes, diamantes y otras cosas, y con aquello nos sustentábamos, porque comúnmente todos los soldados traíamos rescate: como teníamos aviso cuando lo de Grijalva que era bueno traer cuentas, y en esto pasaron seis o siete días; y estando en esto vino el Tendile una mañana con más de cien indios cargados, y venía con ellos un gran cacique mexicano, y en el rostro, facciones y cuerpo se parecía al capitán Cortés, y adrede lo envió el gran Montezuma; porque, según dijeron, cuando a Cortés le llevó Tendile dibujada su misma figura, todos los principales que estaban con Montezuma dijeron que un principal que se decía Quintalbor se le parecía a lo propio a Cortés, que así se llamaba aquel gran cacique que venía con Tendile; y como parecía a Cortés, así le llamábamos en el real Cortés allá, Cortés acullá. Volvamos a su venida y lo que hicieron en llegando donde nuestro capitán estaba, y fue que besó la tierra con la mano, y con braseros que traían de barro, y en ellos de su incienso le zahumaron, y a todos los demás soldados que allí cerca nos hallamos; y Cortés les mostró mucho amor y asentólos cabe sí; e aquel principal que venía con aquel presente traía cargo de hablar juntamente con el Tendile (ya he dicho que se decía Quintalbor); y después de haberle dado el parabién venido a aquella tierra, y otras muchas pláticas que pasaron, mandó sacar el presente que traían encima de unas esteras que llaman petates, y tendidas otras mantas de algodón encima dellas, lo primero que dio fue una rueda de hechura de sol, tan grande como de una carreta, con muchas labores, todo de oro muy fino, gran obra de mirar, que valía, a lo que después dijeron que le había pesado, sobre veinte mil pesos de oro, y otra mayor rueda de plata, figurada la luna con muchos resplandores, y otras figuras en ella, y esta era de gran peso, que valía mucho, y trajo el casco lleno de oro en granos crespos como lo sacan de las minas, que valía tres mil pesos. Aquel oro del casco tuvimos en más, por saber cierto que había buenas minas, que si trajeran treinta mil pesos. Mas trajo veinte ánades de oro, de muy prima labor y muy al natural, e unos como perros de los que entre ellos tienen, y muchas piezas de oro figuradas, de hechura de tigres y leones y monos, y diez collares hechos de una hechura muy prima, e otros pinjantes, e doce flechas y arco con su cuerda, y dos varas como de justicia, de largo de cinco palmos, y todo esto de oro muy fino de obra vaciadiza; y luego mandó traer penachos de oro y de ricas plumas verdes y otras de plata, y aventadores de lo mismo, pues venados de oro sacados de vaciadizo; e fueron tantas cosas, que, como ha ya tantos años que pasó, no me acuerdo de todo; y luego mandó traer allí sobre treinta cargas de ropa de algodón tan prima y de muchos géneros de labores, y de pluma de muchos colores, que por ser tantos no quiero en ello más meter la pluma, porque no lo sabré escribir. Y después de haberlo dado, dijo aquel gran cacique Quintalbor y el Tendile a Cortés que reciba aquello con la gran voluntad que su señor se lo envía, e que lo reparta con los teules que consigo trae; y Cortés con alegría los recibió; y dijeron a Cortés aquellos embajadores que le querían hablar lo que su señor Montezuma le envía a decir. Y lo primero que le dijeron, que se ha holgado que hombres tan esforzados vengan a su tierra, como le han dicho que somos, porque sabía lo de Tabasco; y que deseaba mucho ver a nuestro gran emperador, pues tan gran señor es, pues de tan lejanas tierras como venimos tiene noticias de él, e que le enviará un presente de piedras ricas, e que entre tanto que allí en aquel puerto estuviéremos, si en algo nos puede servir que lo hará de buena voluntad; e cuanto a las vistas, que no curasen dellas, que no había para qué; poniendo muchos inconvenientes. Cortés les tornó a dar las gracias con buen semblante por ello, y con muchos halagos dio a cada gobernador dos camisas de holanda y diamantes azules y otras cosillas, y les rogó que volviesen por su embajador a México a decir a su señor el gran Montezuma que, pues habíamos pasado tantas mares y veníamos de tan lejanas tierras solamente por le ver y hablar de su persona a la suya, que si así se volviese, que no lo recibiría de buena manera nuestro gran rey y señor, y que adonde quiera que estuviese le quiere ir a ver y hacer lo que mandare. Y los embajadores dijeron que irían y se lo dirían; mas que las vistas que dice, que entienden que son por demás. Y envió Cortés con aquellos mensajeros a Montezuma de la pobreza que traíamos, que era una copa de vidrio de Florencia, labrada y dorada, con muchas arboledas y monterías que estaban en la copa, y tres camisas de holanda, y otras cosas, y les encomendó la respuesta. Fuéronse estos dos gobernadores, y quedó en el real Pitalpitoque, que parece ser le dieron cargo los demás criados de Montezuma para que trajese la comida de los pueblos más cercanos. Dejarlo he aquí, y diré lo que en nuestro real pasó.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XL</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo Cortés envió a buscar otro puerto y asiento para poblar y lo que sobre ello se hizo</em></p><p>Despachados los mensajeros para México, luego Cortés mandó ir dos navíos a descubrir la costa adelante, y por capitán dellos a Francisco de Montejo, y le mandó que siguiese el viaje que habíamos llevado con Juan de Grijalva, porque el mismo Montejo había venido en nuestra compañía y del Grijalva, y que procurase buscar puerto seguro y mirase por tierras en que pudiésemos estar, porque bien veía que en aquellos arenales no nos podíamos valer de mosquitos y estar tan lejos de poblaciones; y mandó al piloto Alaminos y Juan álvarez «el manquillo», fuesen por pilotos, porque sabían aquella derrota, y que diez días navegase costa a costa todo lo que pudiesen; y fueron de la manera que les fue dicho e mandado, y llegaron al paraje del río Grande, que es cerca de Pánuco, adonde otra vez llegamos cuando lo del capitán Juan de Grijalva, y desde allí adelante no pudieron pasar, por las grandes corrientes. Y viendo aquella mala navegación, dio la vuelta a San Juan de Ulúa, sin más pasar adelante, ni otra relación, excepto que doce leguas de allí habían visto un pueblo como fortaleza, el cual pueblo se llamaba Quiahuistlan, y que cerca de aquel pueblo estaba un puerto que le parecía al piloto Alaminos que podrían estar seguros los navíos, del norte; púsosele un nombre feo, que es el tal de Bernal, que parecía a otro puerto que hay en España que tenía aquel propio nombre feo; y en estas idas y venidas se pasaron al Montejo diez o doce días. Y volveré a decir que el indio Pitalpitoque, que quedaba para traer la comida, aflojó de tal manera, que nunca más trajo cosa ninguna; y teníamos entonces gran falta de mantenimientos, porque ya el cazabe amargaba de mohoso, podrido y sucio de fátulas, y si no íbamos a mariscar no comíamos, y los indios que solían traer oro y gallinas a rescatar, ya no venían tantos como al principio, y estos que acudían, muy recatados y medrosos; y estábamos aguardando a los indios mensajeros que fueron a México, por horas. Y estando desta manera, vuelve Tendile con muchos indios, y después de haber hecho el acato que suelen entre ellos de zahumar a Cortés y a todos nosotros, dio diez cargas de mantas de plumas muy finas y ricas, y cuatro chalchiuites, que son unas piedras verdes de muy gran valor, y tenidas en más estima entre ellos, más que nosotros las esmeraldas, y es color verde, y ciertas piezas de oro, que dijeron que valía el oro, sin los chalchiuites, tres mil pesos; y entonces vinieron el Tendile y Pitalpitoque, porque el otro gran cacique, que se decía Quintalbor, no volvió más, porque había adolecido en el camino; y aquellos dos gobernadores se apartaron con Cortés y doña Marina y Aguilar, y le dijeron que su señor Montezuma recibió el presente, y que se holgó con él, e que en cuanto a la vista, que no le hablen más sobre ello, y que aquellas ricas piedras de chalchiuites que las envía para el gran emperador, porque son tan ricas, que vale cada una dellas una gran carga de oro, y que en más estima las tenía, y que ya no cure de enviar más mensajeros a México. Y Cortés les dio las gracias con ofrecimientos; y ciertamente que le pesó a Cortés que tan claramente le decían que no podríamos ver al Montezuma, y dijo a ciertos soldados que allí nos hallamos: «Verdaderamente debe de ser gran señor y rico, y si Dios quisiere, algún día le hemos de ir a ver.» Y respondimos los soldados: «Ya querríamos estar envueltos con él.» Dejemos por ahora las vistas, y digamos que en aquella sazón era hora del Ave-María, y en el real teníamos una campana, y todos nos arrodillamos delante de una cruz que teníamos puesta en un médano de arena, el más alto, y delante de aquella cruz decíamos la oración del Ave-María; y como Tendile y Pitalpitoque nos vieron así arrodillar, como eran indios muy entremetidos, preguntaron que a qué fin nos humillábamos delante de aquel palo hecho de aquella manera. Y como Cortés lo oyó, y el fraile de la Merced estaba presente, le dijo Cortés al fraile: «Bien es ahora, padre, que has, buena materia para ello, que les demos a entender con nuestras lenguas las cosas tocantes a nuestra santa fe»; y entonces se les hizo un tan buen razonamiento para en tal tiempo, que unos buenos teólogos no lo dijeran mejor; y después de declarado cómo somos cristianos e todas las cosas tocantes a nuestra santa fe que se convenían decir, les dijeron que sus ídolos son malos y que no son buenos; que huyen de donde está aquella señal de la cruz, porque en otra de aquella hechura padeció muerte y pasión el señor del cielo y de la tierra y de todo lo criado, que es el en que nosotros adoramos y creemos, que es nuestro Dios verdadero, que se dice Jesucristo, y que quiso sufrir y pasar aquella muerte por salvar todo el género humano, y que resucitó al tercer día y está en los cielos, y que habemos de ser juzgados por él; y se les dijo otras muchas cosas muy perfectamente dichas, y las entendían bien, y respondían cómo ellos lo dirían a su señor Montezuma; y también se les declaró que una de las cosas por que nos envió a estas partes nuestro gran emperador fue para quitar que no sacrificasen ningunos indios ni otra manera de sacrificios malos que hacen, ni se robasen unos a otros, ni adorasen aquellas malditas figuras; y que les ruega que pongan en su ciudad, en los adoratorios donde están los ídolos que ellos tienen por dioses, una cruz como aquella, y pongan una imagen de nuestra señora, que allí les dio, con su hijo precioso en los brazos, y verán cuánto bien les va y lo que nuestro Dios por ellos hace. Y porque pasaron otros muchos razonamientos, e yo no los sabré escribir tan por extenso, lo dejaré, y traeré a la memoria que como vinieron con Tendile muchos indios esta postrera vez a rescatar piezas de oro, y no de mucho valor, todos los soldados lo rescatábamos; y aquel oro que rescatábamos dábamos a los hombres, que traíamos, de la mar, que iban a pescar, a trueco de su pescado, para tener de comer; porque de otra manera pasábamos mucha necesidad de hambre, y Cortés se holgaba dello y lo disimulaba, aunque lo veía, y se lo decían muchos criados y amigos de Diego Velázquez que para qué nos dejaba rescatar. Y lo que sobre ello pasó diré adelante.</p><p>&nbsp;</p>
contexto
<p>CapÍtulo CI</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo el gran Montezuma con muchos caciques y principales de la comarca dieron la obediencia a su majestad, y de otras cosas que sobre ello pasaron</em></p><p>Como el capitán Cortés vio que ya estaban presos aquellos reyecillos por mí nombrados, y todas las ciudades pacíficas, dijo a Montezuma que dos veces le había enviado a decir, antes que entrásemos en México, que quería dar tributo a su majestad, y que pues ya había entendido el gran poder de nuestro rey y señor, e que de muchas tierras le dan parias y tributos, y le son sujetos muy grandes reyes, que será bien que él y todos sus vasallos le den la obediencia, porque ansí se tiene por costumbre, que primero se da la obediencia que den las parias e tributo. Y el Montezuma dijo que juntaría sus vasallos e hablaría sobre ello; y en diez días se juntaron todos los más caciques de aquella comarca, y no vino aquel cacique pariente muy cercano del Montezuma, que ya hemos dicho que decían que era muy esforzado; y en la presencia y cuerpo y miembros se le parecía bien: era algo atronado, y en aquella sazón estaba en un pueblo suyo que se decía Tula; y a este cacique, según decían, le venía el reino de México después de Montezuma. Y como le llamaron, envió a decir que no quería venir ni dar tributo; que aun con lo que tiene de sus provincias no se puede sustentar: de la cual respuesta hubo enojo Montezuma, y luego envió ciertos capitanes para que le prendiesen; como era gran señor y muy emparentado, tuvo aviso dello y metióse en su provincia, donde no le pudo haber por entonces. Y dejarlo he aquí, y diré que en la plática que tuvo el Montezuma con todos los caciques de toda la tierra que había enviado a llamar, que después que les había hecho un parlamento sin estar Cortés ni ninguno de nosotros delante, salvo Orteguilla el paje, dicen que les dijo que mirasen que de muchos años pasados sabían por muy cierto, por lo que sus antepasados les habían dicho, e así lo tiene señalado en sus libros de cosas de memorias, que de donde sale el sol habían de venir gentes que habían de señorear estas tierras, y que se había de acabar en aquella sazón el señorío y reino de los mexicanos; y que él tiene entendido, por lo que sus dioses le han dicho, que somos nosotros; e que se lo han preguntado a su Huichilobos los papas que lo declaren, y sobre ello les hacen sacrificios y no quiere responderles como suele; y lo que más les da a entender el Huichilobos es, que lo que les ha dicho otras veces, aquello da ahora por respuesta, e que no le pregunten más; así, que bien da a entender que demos la obediencia al rey de Castilla, cuyos vasallos dicen estos teules que son; y porque al presente no va nada en ello, y el tiempo andando veremos si tenemos otra mejor respuesta de nuestros dioses, y como viéremos el tiempo, así haremos. Lo que yo os mando y ruego, que todos de buena voluntad al presente se la demos, y contribuyamos con alguna señal de vasallaje, que presto os diré lo que más nos convenga; y porque ahora soy importunado de Malinche a ello, ninguno lo rehúse; e mirad que en dieciocho años que ha que soy vuestro señor, siempre me habéis sido muy leales, e yo os he enriquecido, e ensanchado vuestras tierras, e os he dado mandos e hacienda; e si ahora al presente nuestros dioses permiten que yo esté aquí detenido, no lo estuviera, sino que ya os he dicho muchas veces que mi gran Huichilobos me lo ha mandado. Y desque oyeron este razonamiento, todos dieron por respuesta que harían lo que mandase, y con muchas lágrimas y suspiros, y el Montezuma mucha más; y luego envió a decir con un principal que para otro día darían la obediencia y vasallaje a su majestad. Después Montezuma tornó a hablar con sus caciques sobre el caso, estando Cortés delante, e nuestros capitanes y muchos soldados, y Pedro Fernández, secretario de Cortés; e dieron la obediencia a su majestad, y con mucha tristeza que mostraron; y el Montezuma no pudo sostener las lágrimas; e queríamoslo tanto e de buenas entrañas, que a nosotros de verle llorar se nos enternecieron los ojos, y soldado hubo que lloraba tanto como Montezuma: tanto era el amor que le teníamos. Y dejarlo he aquí, y diré que siempre Cortés y el fraile de la Merced, que era bien entendido, estaban en los palacios de Montezuma por alegrarle, atrayéndole a que dejase sus ídolos; y pasaré adelante.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo nuestro Cortés procuró de saber de las minas del oro, y de qué calidad eran, y asimismo en qué ríos estaban, y qué puertos para navíos desde lo de Pánuco hasta lo de Tabasco, especialmente el río grande de Guazacualco, y lo que sobre ello pasó</em></p><p>Estando Cortés e otros capitanes con el gran Montezuma, teniéndole palacio, entre otras pláticas que le decía con nuestras lenguas doña Marina e Jerónimo de Aguilar e Orteguilla, le preguntó que a qué parte eran las minas y en qué ríos, e cómo y de qué manera cogían el oro que le traían en granos, porque quería enviar a verlo dos de nuestros soldados grandes mineros. Y el Montezuma dijo que de tres partes, y que donde más oro se solía traer que era de una provincia que se dice Zacatula, que es a la banda del sur, que está de aquella ciudad andadura de diez o doce días, y que lo cogían con unas jícaras, en que lavan la tierra, e que allí quedan unos granos menudos después de lavado; e que ahora al presente se lo traen de otra provincia que se dice Tustepeque, cerca de donde desembarcamos, que es en la banda del norte, e que lo cogen de dos ríos; e que cerca de aquella provincia hay otras buenas minas, en parte que no son sujetos, que se dicen los chinantecas y zapotecas, y que no le obedecen; y que si quiere enviar sus soldados, que él daría principales que vayan con ellos; y Cortés le dio las gracias por ello, y luego despachó un piloto que se decía Gonzalo de Umbría, con otros dos soldados mineros, a lo de Zacatula. Aqueste Gonzalo de Umbría era al que Cortés mandó cortar los pies cuando ahorcó a Pedro Escudero e a Juan Cermeño y azotó los Peñates porque se alzaban en San Juan de Ulúa con el navío, según más largamente lo tengo escrito, en el capítulo que dello habla. Dejemos de contar más en lo pasado, y digamos cómo fueron con el Umbría, y se les dio de plazo para ir e volver cuarenta días. E por la banda del norte despachó para ver las minas a un capitán que se decía Pizarro, mancebo de hasta veinte y cinco años; y a este Pizarro trataba Cortés como a pariente. En aquel tiempo no había fama del Perú ni se nombraban Pizarros en esta tierra; e con cuatro soldados mineros fue, y llevó de plazo otros cuarenta días para ir e volver, porque había desde México obra de ochenta leguas, e con cuatro principales mexicanos. Ya partidos para ver las minas, como dicho tengo, volvamos a decir cómo le dio el gran Montezuma a nuestro capitán en un paño de henequén pintados y señalados muy al natural todos los ríos e ancones que había en la costa del norte desde Pánuco, hasta Tabasco, que son obra de ciento cuarenta leguas, y en ellos venía señalado el río de Guazacualco; e como ya sabíamos todos los puertos y ancones que señalaban en el paño que le dio Montezuma, de cuando veníamos a descubrir con Grijalva, excepto el río de Guazacualco, que dijeron que era muy poderoso y hondo, acordó Cortés de enviar a ver qué era, y para hondar el puerto y la entrada. Y como uno de nuestros capitanes, que se decía Diego de Ordás, otras veces por mí nombrado, era hombre muy entendido y bien esforzado, dijo al capitán que él quería ir a ver aquel río y qué tierras había y qué manera de gente era, y que le diese hombres e indios principales que fuesen con él; y Cortés lo rehusaba, porque era hombre de buenos consejos y quería tenerlo en su compañía; y por no le descomplacer le dio licencia para que fuese; y el gran Montezuma le dijo al Ordás que en lo de Guazacualco no llegaba su señorío, e que eran muy esforzados, e que parase a ver lo que hacía, y que si algo le aconteciese no le cargasen ni culpasen a él; y que antes de llegar a aquella provincia toparía con sus guarniciones de gente de guerra, que tenía en frontera, y que si los hubiese menester, que los llevase consigo; y dijo otros muchos cumplimientos. Y Cortés y el Diego de Ordás le dieron las gracias; e así, partió con dos de nuestros soldados y con otros principales que el Montezuma les dio. Aquí es donde dice el cronista Francisco López de Gómara que iba Juan Velázquez con cien soldados a poblar a Guazacualco, e que Pedro de Ircio había ido a poblar a Pánuco; e porque ya estoy harto de mirar en lo que el cronista va fuera de lo que pasó, lo dejaré de decir, y diré lo que cada uno de los capitanes que nuestro Cortés envió hizo, e vinieron con muestras de oro.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CIII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo volvieron los capitanes que nuestro capitán envió a ver las minas e a hondar el puerto e río de Guazacualco</em></p><p>El primero que volvió a la ciudad de México a dar razón de a lo que Cortés los envió, fue Gonzalo de Umbría y sus compañeros, y trajeron obra de trescientos pesos en granos, que sacaron delante de los indios de un pueblo que se dice Zacatula, que, según contaba el Umbría, los caciques de aquella provincia llevaron muchos indios a los ríos, y con unas como bateas chicas lavaban la tierra y cogían el oro, y era de dos ríos; y dijeron que si fuesen buenos mineros, y la lavasen como en la isla de Santo Domingo o como en la isla de Cuba, que serían ricas minas; y asimismo trajeron consigo dos principales que envió aquella provincia, y trajeron un presente de oro hecho en joyas, que valdría doscientos pesos, e a darse e ofrecerse por servidores de su majestad; y Cortés se holgó tanto con el oro como si fueran treinta mil pesos, en saber cierto que había buenas minas; e a los caciques que trajeron el presente les mostró mucho amor y les mandó dar cuentas verdes de Castilla, y con buenas palabras se volvieron a sus tierras muy contentos. Y decía el Umbría que no muy lejos de México había grandes poblaciones y otra provincia que se decía Matalcingo; y a lo que sentimos y vimos, el Umbría y sus compañeros vinieron ricos con mucho oro y bien aprovechados; que a este efecto le envió Cortés para hacer buen amigo de él por lo pasado que dicho tengo, que le mandó cortar los pies. Dejémosle, pues volvió con buen recaudo, y volvamos al capitán Diego de Ordás, que fue a ver el río de Guazacualco, que es sobre ciento y veinte leguas de México; y dijo que pasó por muy grandes pueblos; que allí los nombró, e que todos le hacían honra; e que en el camino de Guazacualco topó a las guarniciones de Montezuma que estaban en frontera, e que todas aquellas comarcas se quejaban dellos, así de robos que les hacían, y les tomaban sus mujeres y les demandaban otros tributos. Y el Ordás, con los principales mexicanos que llevaba, reprendió a los capitanes de Montezuma que tenían cargo de aquellas gentes, y les amenazaron que si más robaban, que se lo harían saber a su señor Montezuma, y que enviaría por ellos y los castigaría, como hizo a Quetzalpopoca y sus compañeros porque habían robado los pueblos de nuestros amigos; y con estas palabras les metió temor; e luego fué camino de Guazacualco, y no llevó más de un principal mexicano; y cuando el cacique de aquella provincia, que se decía Tochel, suyo que iba, envió sus principales a le recibir, y le mostraron mucha voluntad, porque aquellos de aquella provincia, y todos tenían relación y noticia de nuestras personas, de cuando venimos a descubrir con Juan de Grijalva, según largamente lo he escrito en el capítulo pasado que dello habla; y volvamos ahora a decir que, como los caciques de Guazacualeo entendieron a lo que iba, luego le dieron muchas grandes canoas, y el mismo cacique Tochel, y con él otros muchos principales sondearon la boca del río, e hallaron tres brazas largas, sin la de caída, en lo más bajo; y entrados en el río un poco arriba, podían nadar grandes navíos, e mientras más arriba más hondo. Y junto a un pueblo que en aquella sazón estaba poblado de indios pueden estar carracas; y como el Ordás lo hubo sondeado y se vino con los caciques al pueblo, le dieron ciertas joyas de oro y una india hermosa, y se ofrecieron por servidores de su majestad, y se le quejaron de Montezuma y de su guarnición de gente de guerra, y que había poco tiempo que tuvieron una batalla con ellos, y que cerca de un pueblo de pocas casas mataron los de aquella provincia a los mexicanos muchas de sus gentes, y por aquella causa llaman hoy en día, donde aquella guerra pasó, Cuilonemiqui, que en su lengua quiere decir «donde mataron los putos mexicanos»; y el Ordás les dio muchas gracias por la honra que había recibido, y les dio ciertas cuentas de Castilla que llevaba para aquel efecto, y se volvió a México, y fue alegremente recibido de Cortés y de todos nosotros; y decía que era buena tierra para ganados y granjerías, y el puerto a pique para las islas de Cuba y de Santo Domingo y de Jamaica, excepto que era lejos de México y había grandes ciénagas. Y a esta causa nunca tuvimos confianza del puerto para el descargo y trato de México. Dejemos al Ordás, y digamos del capitán Pizarro y sus compañeros, que fueron en lo de Tustepeque a buscar oro y ver las minas, que volvió el Pizarro con un soldado solo a dar cuentas a Cortés, y trajeron sobre mil pesos de granos de oro sacado de las minas, y dijeron que en la provincia de Tustepeque y Malinaltepeque y otros pueblos comarcanos fue a los ríos con mucha gente que le dieron, y cogieron la tercia parte del oro que allí traían, y que fueron en las sierras más arriba a otra provincia que se dice los chinantecas, y como llegaron a su tierra, que salieron muchos indios con armas, que son unas lanzas mayores que las nuestras, y arcos y flechas y pavesinas, y dijeron que ni un indio mexicano no les entrase en su tierra; si no, que los matarían, y que los teules que vayan mucho en buen hora; y así, fueron, y se quedaron los mexicanos que no pasaron adelante; y cuando los caciques de Chinanta entendieron a lo que iban, juntaron copia de sus gentes para lavar oro, y le llevaron a unos ríos, donde cogieron el demás oro que venía por su parte en granos crespillos, porque dijeron los mineros que aquello era de más duraderas minas, como de nacimiento; y también trajo el capitán Pizarro dos caciques de aquella tierra, que vinieron a ofrecerse por vasallos de su majestad y tener nuestra amistad, y aun trajeron un presente de oro; y todos aquellos caciques a una decían mucho mal de los mexicanos, que eran tan aborrecidos de aquellas provincias por los robos que les harían, que no podían ver, ni aun mentar sus nombres. Cortés recibió bien al Pizarro y a los principales que traía, y tomó el presente que le dieron, y porque ha muchos años Ya pasados, no me acuerdo qué tanto era; y se ofreció con buenas palabras que le ayudaría y sería su amigo de los chinantecas, y les mandó que fuesen a su provincia; y porque no recibiesen algunas molestias en el camino, mandó a dos principales mexicanos que los pusiesen en sus tierras, y que no se quitasen dellos hasta que estuviesen en salvo; y fueron muy contentos. Volvamos a nuestra plática: que preguntó Cortés por los demás soldados que había llevado el Pizarro en su compañía, que se decían Barrientos y Heredia «el viejo» y Escalona «el mozo» y Cervantes «el chocarrero»; y dijo que porque les pareció muy bien aquella tierra y era rica de minas, y los pueblos por donde fuimos muy de paz, les mandó que hiciesen una gran estancia de cacaguatales y maizales y pusiesen muchas aves de la tierra y otras granjerías que había de algodón, y que desde allí fuesen catando todos los ríos y viesen qué minas había. Y puesto que Cortés calló por entonces, no se lo tuvo a bien a su pariente haber salido de su mandado, y supimos que en secreto riñó mucho con él sobre ello, y le dijo que era de poca calidad querer entender en cosas de criar aves e cacaguatales; y luego envió otro soldado que se decía Alonso Luis a llamar los demás que había dejado el Pizarro, y para que luego viniesen llevó un mandamiento; y lo que aquellos soldados hicieron diré adelante en su tiempo y lugar.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CIV</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo Cortés dijo al gran Montezuma que mandase a todos los caciques que tributasen a su majestad, pues comúnmente sabían que tenían oro, y lo que sobre ellos se hizo</em></p><p>Pues como el capitán Diego de Ordás y los soldados por mí ya nombrados vinieron con muestras de oro y relación que toda la tierra era rica, Cortés, con consejo del Ordás y de otros capitanes y soldados, acordó de decir y demandar al Montezuma que todos los caciques y pueblos de la tierra tributasen a su majestad, y que él mismo, como gran señor, también tributase e diese de sus tesoros; y respondió que él enviaría por todos los pueblos a demandar oro, mas que muchos dellos no lo alcanzaban, sino joyas de poca valía que habían habido de sus antepasados; y de presto envió principales a las partes donde había minas, y les mandó que diese cada uno tantos tejuelos de oro fino del tamaño y gordor de otros que le solían tributar, y llevaban para muestras dos tejuelos, y de otras partes no le traían sino joyezuelas de poca valía. También envió a la provincia donde era cacique y señor aquel su pariente muy cercano que no le quería obedecer, que estaba de México obra de doce leguas; y la respuesta que le trajeron los mensajeros fue, que decía que no quería dar ni oro ni obedecer al Montezuma, y que también él era señor de México y le venía el señorío como al mismo Montezuma que le enviaba a pedir tributo. Y como esto oyó el Montezuma, tuvo tanto enojo, que de presto envió su señal y sello y con buenos capitanes para que se lo trajesen preso; y venido a su presencia el pariente, le habló muy desacatadamente y sin ningún temor, o de muy esforzado, o decían que tenía ramos de locura, porque era como atronado; todo lo cual alcanzó a saber Cortés, y envió a pedir por merced al Montezuma que se lo diese, que él lo quería guardar: porque, según le dijeron, le había mandado matar el Montezuma; y traído ante Cortés, le habló muy amorosamente, y que no fuese loco contra su señor, y que lo quería soltar. Y Montezuma cuando lo supo dijo que no lo soltase, sino que lo echasen en la cadena gorda, como a los otros reyezuelos por mí ya nombrados. Tornemos a decir que en obra de veinte días vinieron todos los principales que Montezuma había enviado a cobrar los tributos del oro, que dicho tengo. Y así como vinieron, envió a llamar a Cortés y a nuestros capitanes y ciertos soldados que conocía que éramos de guarda, y dijo estas palabras formales, o otras como ellas: «Hágoos saber, señor Malinche y señores capitanes y soldados, que a vuestro gran rey yo le soy en cargo y le tengo buena voluntad, así por señor y tan gran señor; como por haber enviado de tan lejas tierras a saber de mí; y lo que más se me pone en el pensamiento es, que él ha de ser el que nos ha de señorear, según nuestros antepasados nos han dicho, y aun nuestros dioses nos dan a entender por las respuestas que dellos tenemos; toma ese oro que se ha recogido, y por ser de priesa no se trae más; y lo que yo tengo aparejado para el emperador es todo el tesoro que he habido de mi padre, que está en vuestro poder y aposento, que bien sé que luego que aquí vinistes, abristes la casa y lo vistes e miraste todo, y la tornastes a cerrar como de antes estaba; y cuando se lo enviaréis, decidle en vuestros amales y cartas: «Esto os envía vuestro buen vasallo Montezuma»; y también yo os daré unas piedras muy ricas, que le enviéis en mi nombre, que son chalchihuites, que no son para dar a otras personas, sino para ese vuestro gran emperador, que vale cada una piedra dos cargas de oro. También le quiero enviar tres cerbatanas con sus esqueros y bodoqueras, que tienen tales obras de pedrería, que se holgará de verlas; y también yo quiero dar lo que tuviere, aunque es poco, porque todo el más oro y joyas que tenía os he dado en veces.» Y cuando le oyó Cortés y todos nosotros, estuvimos espantados de la gran bondad y liberalidad del gran Montezuma, y con mucho acato le quitamos todos las gorras de armas, y le dijimos que se lo teníamos en merced, y con palabras de mucho amor le prometió Cortés que escribiríamos a su majestad de la magnificencia y franqueza del oro que nos dio en su real nombre. Y después que tuvimos otras pláticas de buenos comedimientos, luego en aquella hora envió Montezuma sus mayordomos para entregar todo el tesoro de oro y riqueza que estaba en aquella sala encalada; y para verlo y quitarlo de sus bordaduras y donde estaba engastado tardamos tres días, y aun para lo quitar y deshacer vinieron los plateros de Montezuma, de un pueblo que se dice Escapuzalco. Y digo que era tanto, que después de deshecho eran tres montones de oro; y pesado, hubo en ellos sobre seiscientos mil pesos, como adelante diré, sin la plata e otras muchas riquezas. Y no cuento con ello las planchas, y tejuelos de oro y el oro en grano de las minas; y se comenzó a fundir con los plateros indios que dicho tengo, naturales de Escapuzalco, e se hicieron unas barras muy anchas dello, como medida de tres dedos de la mano de anchor de cada una barra. Pues ya fundido y hecho barras, traen otro presente por sí de lo que el gran Montezuma había dicho que daría, que fue cosa de admiración ver tanto oro y las riquezas de otras joyas que trajo. Pues las piedras chalchihuites, que eran tan ricas algunas dellas, que valían entre los mismos caciques mucha cantidad de oro; pues las tres cerbatanas con sus bodoqueros, los engantes que tenía de piedras y perlas, y las pinturas de pluma e de pajaritos llenos de aljófar, e otras aves, todo era de gran valor. Dejamos de decir de penachos y plumas y otras muchas cosas ricas, que es para nunca acabar de traerlo aquí a la memoria; digamos ahora cómo se marcó todo el oro que dicho tengo, con una marca de hierro que mandó hacer Cortés, y los oficiales del rey proveídos por Cortés, y de acuerdo de todos nosotros, en nombre de su majestad, hasta que otra cosa mandase; y la marca fue las armas reales como de un real y del tamaño de un tostón de a cuatro; y esto sin las joyas ricas que nos pareció que no eran para deshacer; pues para pesar todas estas barras de oro y plata y las joyas que quedaron por deshacer no teníamos pesas de marcos ni balanza, y pareció a Cortés y a los mismos oficiales de la hacienda de su majestad que sería bien hacer de hierro unas pesas de hasta una arroba, y otras de media arroba, y de dos libras, y de una libra, y de media libra y de cuatro onzas; y esto no para que viniese muy justo, sino media onza más o menos en cada peso que pesaba. Y de cuanto pesó, dijeron los oficiales del rey que había en el oro, así en lo que estaba hecho arrobas como en los granos de las minas y en los tejuelos y joyas, más de seiscientos mil pesos, sin la plata e otras muchas joyas que se dejaron de evaluar; y algunos soldados decían más. Y como ya no había que hacer en ello sino sacar el real quinto y dar a cada capitán y soldado nuestras partes, e a los que quedaban en el puerto de la Villa-Rica también las suyas, parece ser Cortés procuraba de no lo repartir tan presto, hasta que hubiese más oro e hubiese buenas pesas y razón y cuenta de a cómo salían; y todos los más soldados y capitanes dijimos que luego se repartiese, porque habíamos visto que cuando se deshacían las piezas del tesoro de Montezuma estaba en los montones que he dicho mucho más oro, y que faltaba la tercia parte dello, que lo tomaban y escondían, así por la parte de Cortés como de los capitanes y otros que no se sabía, y se iba menoscabando; e a poder de muchas pláticas se pesó lo que quedaba y hallaron sobre seiscientos mil pesos, sin las joyas y tejuelos, y para otro día habían de dar las partes. E diré cómo lo repartieron, e todo lo más se quedó con ello el capitán Cortés e otras personas, y lo que sobre ello se hizo diré adelante.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CV</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo se repartió el oro que hubimos, así de lo que dio el gran Montezuma como de lo que se recogió de los pueblos, y de lo que sobre ello acaeció a un soldado</em></p><p>Lo primero se sacó el real quinto, y luego Cortés dijo que le sacasen a él otro quinto como a su majestad, pues se lo prometimos en el arenal cuando le alzamos por capitán general y justicia mayor, como ya lo he dicho en el capítulo que dello habla. Luego tras esto dijo que había hecho cierta costa en la isla de Cuba que gastó en la armada, que lo sacasen de montón; y además desto, que se apartase del mismo montón la costa que había hecho Diego Velázquez en los navíos que dimos al través con ellos, pues todos fuimos en ello; y tras esto, para los procuradores que fueron a Castilla. Y demás desto, para los que quedaron en la Villa-Rica, que eran setenta vecinos, y para el caballo que se le murió y para la yegua de Juan Sedeño, que mataron en lo de Tlascala de una cuchillada; pues para el fraile de la Merced y el clérigo Juan Díaz y los capitanes y los que traían caballos, dobles partes; escopeteros y ballesteros por el consiguiente, e otras sacaliñas; de manera que quedaba muy poco de parte, y por ser tan poco muchos soldados hubo que no lo quisieron recibir; y con todo se quedaba Cortés, pues en aquel tiempo no podíamos hacer otra cosa sino callar, porque demandar justicia sobre ello era por demás; e otros soldados hubo que tomaron sus partes a cien pesos, y daban voces por lo demás; y Cortés secretamente daba a unos y a otros por vía que les hacía merced por contentarlos, y con buenas palabras que les decía, sufrían. Pues vamos a las partes que daban a los de Villa-Rica, que se lo mandó llevar a Tlascala para que allí se lo guardase; y como ello fue mal repartido, en tal paró todo, como adelante diré en su tiempo. En aquella sazón muchos de nuestros capitanes mandaron hacer cadenas de oro muy grandes a los plateros del gran Montezuma, que ya he dicho que tenía un gran pueblo dellos, media legua de México, que se dice Escapuzalco; y asimismo Cortés mandó hacer muchas joyas y gran servicio de vajilla y algunos de nuestros soldados que habían henchido las manos; por manera que ya andaban públicamente muchos tejuelos de oro marcado y por marcar, y joyas de muchas diversidades de hechuras, y el juego largo, con unos naipes que hacían de cuero de atambores, tan buenos e tan bien pintados como los de España; los cuales naipes hacía un Pedro Valenciano, y desta manera estábamos. Dejemos de hablar en el oro y de lo mal que se repartió y peor se gozó, y diré lo que a un soldado que se decía fulano de Cárdenas le acaeció. Parece ser que aquel soldado era piloto y hombre de la mar, natural de Triana y del Condado; el pobre tenía en su tierra mujer e hijos, y como a muchos nos acaece, debería de estar pobre, y vino a buscar la vida para volverse a su mujer e hijos; e como había visto tanta riqueza en oro en planchas y en granos de las minas e tejuelos y barras fundidas, y al repartir dello vio que no le daban sino cien pesos, cayó malo de pensamiento y tristeza; y un su amigo, como le veía cada día tan pensativo y malo, íbale a ver y decíale que de qué estaba de aquella manera y suspiraba tanto; y respondió el piloto Cárdenas: «¡Oh cuerpo de tal conmigo! ¡Yo no he de estar malo viendo que Cortés así se lleva todo el oro, y como rey lleva quinto, y ha sacado para el caballo que se le murió y para los navíos de Diego Velázquez y para otras muchas trancanillas, y que muera mi mujer e hijos de hambre, pudiéndolos socorrer cuando fueron los procuradores con nuestras cartas, y le enviamos todo el oro y plata que habíamos habido en aquel tiempo!» Y respondió aquel su amigo: «Pues ¿qué oro teníades vos para les enviar?» Y el Cárdenas dijo: «Si Cortés me diera mi parte de lo que me cabía, con ello se sostuviera mi mujer e hijos, y aun les sobraba; mas mirad qué embuste tuvo hacernos firmar que sirviésemos a su majestad con nuestras partes, y sacar del oro para su padre Martín Cortés seis mil pesos e lo que escondió; y yo y otros pobres que estamos de noche y de día batallando, como habéis visto en las guerras pasadas de Tabasco y Tlascala e lo de Cingapacinga e Cholula, y agora estar en tan grandes peligros como estamos, y cada día la muerte al ojo si se levantasen en esta ciudad: e que se alce con todo el oro e que lleve quinto como rey.» E dijo otras palabras sobre ello, y que tal quinto no le habíamos de dejar sacar, ni tener tantos reyes, sino solamente a su majestad. Y replicó su compañero y dijo: «Pues ¿esos cuidados os matan, y ahora veis que todo lo que traen los caciques y Montezuma se consume en él» uno en papo y otro en saco e otro so el sobaco, «y allá va todo donde quiere Cortés y estos nuestros capitanes, que hasta el bastimento todo lo llevan? Por eso dejaos desos pensamientos, y rogad a Dios que en esta ciudad no perdamos las vidas»; y así, cesaron sus pláticas, las cuales alcanzó a saber Cortés; y como le decían que había muchos soldados descontentos por las partes del oro y de lo que habían hurtado del montón, acordó de hacer a todos un parlamento con palabras muy melifluas, y dijo que todo lo que tenía era para nosotros; que él no quería quinto, sino la parte que le cabe de capitán general, y cualquiera que hubiese menester algo que se lo daría; y aquel oro que habíamos habido que era un poco de aire; que mirásemos las grandes ciudades que hay e ricas minas, que todos seríamos señores dellas, y muy prósperos e ricos; y dijo otras razones muy bien dichas, que las sabía bien proponer. Y demás desto, a ciertos soldados secretamente daba joyas de oro, y a otros hacía grandes promesas, y mandó que los bastimentos que traían los mayordomos de Montezuma que lo repartiesen entre todos los soldados como a su persona; y además desto, llamó aparte al Cárdenas y con palabras le halagó, y le prometió que en los primeros navíos le enviaría a Castilla a su mujer e hijos, e le dio trescientos pesos, y así quedó contento. Y quedarse ha aquí, y diré cuando venga a coyuntura lo que al Cárdenas acaeció cuando fue a Castilla, y cómo le fue muy contrario a Cortés en los negocios que tuvo ante su majestad.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CVI</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo hubieron palabras Juan Velázquez de León y el tesorero Gregorio Mejía sobre el oro que faltaba de los montones antes que se fundiese, y lo que Cortés hizo sobre ello</em></p><p>Como el oro comúnmente todos los hombres lo deseamos, y mientras unos más tienen más quieren, aconteció que, como faltaban muchas piezas de oro conocidas de los montones, ya otra vez por mí dicho, y Juan Velázquez de León en aquel tiempo hacía labrar a los indios de Escapuzalco, que eran todos plateros del gran Montezuma, grandes cadenas de oro y otras piezas de vajillas para su servicio; y como Gonzalo Mejías, que era tesorero, le dijo secretamente que se las diese, pues no estaban quintadas y eran conocidamente de las que había dado el Montezuma; y el Juan Velázquez de León, que era muy privado de Cortés, dijo que no le quería dar ninguna cosa, y que no había tomado de lo que estaba allegado ni de otra parte ninguna, salvo que Cortés se las había dado antes que se hiciesen barras; y el Gonzalo Mejía respondió que bastaba lo que Cortés había escondido y tomado a los compañeros, y todavía como tesoro demandaba mucho oro, que no se había pagado el real quinto, y de palabras en palabras se desmandaron y vinieron a echar mano a las espadas, y si de presto no los metiéramos en paz, entrambos a dos acabaran allí sus vidas, porque eran personas de mucho ser y valientes por las armas; y salieron heridos cada uno con dos heridas. Y como Cortés lo supo, los mandó echar presos cada uno en una cadena gruesa, y parece ser, según muchos soldados dijeron, que secretamente habló Cortés al Juan Velázquez de León como era mucho su amigo, que estuviese preso dos días en la misma cadena, y que sacarían de la prisión al Gonzalo Mejía, como a tesorero; y esto lo hacía Cortés porque viésemos todos los capitanes y soldados que hacía justicia, que, con ser el Juan Velázquez uña y carne del mismo capitán, le tenía preso. Y porque pasaron otras cosas acerca del Gonzalo Mejía, que dijo a Cortés que tomaba escondido sobre él mucho oro que faltaba, y que se le quejaban dello todos los soldados porque no se lo demandaba al mismo capitán Cortés, pues era tesorero e estaba a su cargo; porque es larga relación, lo dejaré de decir. Y diré que, como el Juan Velázquez de León estaba preso en una sala cerca del Montezuma y su aposento, en una cadena gorda, y como el Juan Velázquez era hombre de gran cuerpo y muy membrudo, y cuando se paseaba por la sala llevaba la cadena arrastrando y hacía gran sonido, que lo oía el Montezuma, preguntó al paje Orteguilla que a quién tenía preso Cortés en las cadenas, y el paje le dijo que era a Juan Velázquez, el que solía tener guarda de su persona, porque ya en aquella sazón no lo era, sino Cristóbal de Olí; y preguntó que por qué causa, y el paje le dijo que por cierto oro que faltaba. Y aquel mismo día fué Cortés a tener palacio al Montezuma, y después de las cortesías acostumbradas y de las palabras que entre ellos pasaron, preguntó el Montezuma a Cortés que por qué tenía preso a Juan Velázquez, siendo buen capitán y muy esforzado; porque el Montezuma, como he dicho otras veces, bien conocía a todos nosotros y aun nuestras calidades; y Cortés le dijo medio riendo que porque era tabanillo, que quiere decir loco, y que porque no le dan mucho oro quiere ir por sus pueblos y ciudades a demandarlo a los caciques, y porque no mate a alguno, por esta causa lo tiene preso; y el Montezuma respondió que le pedía por merced que le soltase, y que él enviaría a buscar más oro y le daría de lo suyo; y Cortés hacía como que se le hacía de mal el soltarlo, y dijo que sí haría por complacer al Montezuma; y paréceme que lo sentenció en que fuese desterrado del real y fuese a un pueblo que se decía Cholula, con mensajero del Montezuma, a demandar oro, y primero los hizo amigos al Gonzalo Mejía y al Juan Velázquez, e vi que dentro de seis días volvió de cumplir su destierro, y desde allí adelante el Gonzalo Mejía y Cortés no se llevaron bien, y el Juan Velázquez vino con más oro. He traído esto aquí a la memoria, aunque vaya fuera de nuestra relación, porque vean que Cortés, so color de hacer justicia porque todos le temiésemos, era con grandes mañas. Y dejarémoslo aquí.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CVII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo el gran Montezuma dijo a Cortés que le quería dar una hija de las suyas para que se casase con ella, y lo que Cortés le respondió, y todavía la tomó, y la servían y honraban como hija de tal señor</em></p><p>Como otras muchas veces he dicho, siempre Cortés y todos nosotros procurábamos de agradar y servir a Montezuma y tenerle palacio; y un día le dijo el Montezuma: «Mirad, Malinche, qué tanto os amo, que os quiero dar una hija mía muy hermosa para que os caséis con ella y la tengáis por vuestra legítima mujer»; y Cortés se quitó la gorra por la merced, y dijo que era gran merced la que le hacía; mas que era casado y tenía mujer, e que entre nosotros no podemos tener más de una mujer, y que él la tenía en aquel agrado que hija de tan gran señor merece, y que primero quiere se vuelva cristiana, como son otras señoras hijas de señores; y Montezuma lo hubo por bien, y siempre mostraba el gran Montezuma su acostumbrada voluntad; e de un día en otro no cesaba Montezuma sus sacrificios y de matar en ellos indios y Cortés se lo retraía, y no aprovechaba cosa ninguna, hasta que tomó consejo con nuestros capitanes qué haríamos en aquel caso, porque no se atrevía a poner remedio en ello por no revolver la ciudad e a los papas que estaban en el Huichilobos; y el consejo que sobre ello se dio por nuestros capitanes e soldados, que hiciese que quería ir a derrocar los ídolos del alto cu de Huichilobos, y si viésemos que se ponía en defenderlo o que se alborotaban, que le demandase licencia para hacer un altar en una parte del gran cu, e poner un crucifijo e una imagen de nuestra señora; y como esto se acordó, fué Cortés a los palacios adonde estaba preso Montezuma, y llevó consigo siete capitanes y soldados, e dijo al Montezuma: «Señor, ya muchas veces he dicho a vuestra merced que no sacrifiquéis más ánimas a estos vuestros dioses, que os traen engañados, y no lo queréis hacer; hágoos, señor, saber que todos mis compañeros y estos capitanes que conmigo vienen, os vienen a pedir por merced que les deis licencia para los quitar de allí, y pondremos a nuestra señora Santa María y una cruz; y que si ahora no les dais licencia, que ellos irán a los quitar, y no querrían que matasen algún papa.» Y cuando el Montezuma oyó aquellas palabras y vio ir a los capitanes algo alterados, dijo: «¡Oh Malinche, y cómo nos queréis echar a perder a toda esta ciudad! Porque estarán muy enojados nuestros dioses contra nosotros, y aun vuestras vidas no sé en qué pararán. Lo que os ruego, que ahora al presente os sufráis, que yo enviaré a llamar a todos los papas y veré su respuesta.» Y como aquello oyó Cortés, hizo un ademán que quería hablar muy en secreto al Montezuma, e que no estuviesen presentes nuestros capitanes que llevaba en su compañía, a los cuales mandó que le dejasen solo, y los mandó salir; y como se salieron de la sala dijo al Montezuma que porque no se hiciese alboroto, ni los papas lo tuviesen a mal derrocarle sus ídolos, que él trataría con los mismos nuestros capitanes que no se hiciese tal cosa, con tal que en un apartamiento del gran cu hiciésemos un altar para poner la imagen de nuestra señora e una cruz, e que el tiempo andando verían cuán buenos y provechosos son para sus ánimas y para darles la salud y buenas sementeras y prosperidades; y el Montezuma, puesto que con suspiros y semblante muy triste, dijo que él lo trataría con los papas. Y en fin da muchas palabras que sobre ello hubo, se puso nuestro altar apartado de sus malditos ídolos, y la imagen de nuestra señora y una cruz, y con mucha devoción, y todos dando gracias a Dios, dijeron misa cantada el padre de la Merced, y ayudaba a la misa el clérigo Juan Díaz y muchos de los nuestros soldados; y allí mandó poner nuestro capitán a un soldado viejo para que tuviese guarda en ello, y rogó al Montezuma que mandase a los papas que no tocasen en ello, salvo para barrer y quemar incienso y poner candelas de cera ardiendo de noche y de día, y enramarlo y poner flores. Y dejarlo he aquí, y diré lo que sobre ello avino.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CVIII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo el gran Montezuma dijo a nuestro capitán Cortés que se saliese de México con todos los soldados, porque se querían levantar todos los caciques y papas y darnos guerra hasta matarnos, porque así estaba acordado y dado consejo por sus ídolos; Y lo que Cortés sobre ello hizo</em></p><p>Como siempre a la continua nunca nos faltaban sobresaltos, y de tal calidad, que eran para acabar las vidas en ello si nuestro señor Dios no lo remediara, y fue que, como habíamos puesto en el gran cu en el altar que hicimos la imagen de nuestra señora y la cruz, y se dijo el santo evangelio y misa, parece ser que los Huichilobos y el Tezcatepuca hablaron con los papas, y les dijeron que se querían ir de su provincia, pues tan mal tratados eran de los teules, e que adonde están aquellas figuras y cruz que no quieren estar, e que ellos no estarían allí si no nos mataban, e que aquello les daban por respuesta, e que no curasen de tener otra; e que se lo dijesen a Montezuma y a todos sus capitanes, que luego comenzasen la guerra y nos matasen; y les dijo el ídolo que mirasen que todo el oro que solían tener para honrarlos lo habíamos deshecho y hecho ladrillos, e que mirasen que nos íbamos señoreando de la tierra, y que teníamos presos a cinco grandes caciques, y les dijeron otras maldades para atraerlos a darnos guerra; y para que Cortés y todos nosotros lo supiésemos, el gran Montezuma le envió a llamar porque le quería hablar en cosas que iba mucho en ellas; y vino el paje Orteguilla, y dijo que estaba muy alterado y triste Montezuma, e que aquella noche e parte del día habían estado con él muchos papas y capitanes muy principales, y secretamente hablaban, que no lo pudo entender; y cuando Cortés lo oyó, fue de presto al palacio donde estaba el Montezuma, y llevó consigo a Cristóbal de Olí, que era capitán de la guardia, e a otros cuatro capitanes, e a doña Marina e a Jerónimo de Aguilar; y después que le hicieron mucho acato, dijo el Montezuma: «¡Oh, señor Malinche y señores capitanes, cuánto me pesa de la respuesta y mandado que nuestros teules han dado a nuestros papas e a mí e a todos mis capitanes! Y es que os demos guerra y os matemos e os hagamos ir por la mar adelante; lo que he colegido dello y me parece, es que antes que comiencen la guerra, que luego salgáis desta ciudad y no quede ninguno de vosotros aquí; y esto, señor Malinche, os digo que hagáis en todas maneras, que os conviene; si no, mataros han, y mirad que os va las vidas.» Y Cortés y nuestros capitanes sintieron pesar y aun se alteraron; y no era de maravillar de cosa tan nueva y determinada, que era poner nuestras vidas en gran peligro sobre ello en aquel instante, pues tan determinadamente nos lo avisaban; y Cortés le dijo que él se lo tenía en merced el aviso; que al presente de dos cosas le pesaban: no tener navíos en que se ir, que mandó quebrar los que trajo; y la otra, que por fuerza había de ir el Montezuma con nosotros para que le vea nuestro gran emperador; y que le pide por merced que tenga por bien que hasta que se hagan tres navíos en el arenal que detenga a los papas y capitanes, porque para ellos es mejor partido; y que si comenzaren la guerra, que todos morirían en ella si la quisieren dar. E más dijo, que porque vea Montezuma quiere luego hacer lo que le dice, que mande a sus capitanes que vayan con dos de nuestros soldados que son grandes maestros de hacer navíos a cortar la madera cerca del arenal. El Montezuma estuvo muy más triste que de antes, como Cortés le dijo que había de ir con nosotros ante el emperador, y dijo que le daría carpinteros, y que luego despachase, y no hubiese más palabra, sino obras; y que entre tanto que él mandaría a los papas y a sus capitanes que no curasen de alborotar la ciudad, e que a sus ídolos Huichilobos que mandaría aplacasen con sacrificios, e que no sería con muertes de hombres. Y con esta tan alborotada plática se despidió Cortés del Montezuma, y estábamos todos con grande congoja, esperando cuándo habían de comenzar la guerra. Luego Cortés mandó llamar a Martín López y Andrés Núñez, y con los indios carpinteros que le dio el gran Montezuma; y después de platicado el porte de que se podría labrar los tres navíos, le mandó que luego pusiese por la obra de los hacer e poner a punto, pues que en la Villa-Rica había todo aparejo de hierro y herreros, y jarcia y estopa, y calafates y brea; y así fueron y cortaron la madera en la costa de la Villa-Rica, y con toda la cuenta y gálibo della, y con buena priesa comenzó a labrar sus navíos. Lo que Cortés le dijo a Martín López sobre ello no lo sé; y esto digo porque dice el cronista Gómara en su Historia que le mandó que hiciese muestras, como cosa de burla, que los labraba, porque lo supiese el gran Montezuma: remítome a lo que ellos dijeren, que gracias a Dios son vivos en este tiempo; mas muy secretamente me dijo el Martín López que de hecho y apriesa los labraba; y así, los dejó en astillero, tres navíos. Dejémoslos labrando los navíos; y digamos cuáles andábamos todos en aquella gran ciudad tan pensativos, temiendo que de una hora a otra nos habían de dar guerra; e nuestras naborias de Tlascala e doña Marina así lo decían al capitán, y el Orteguilla, el paje de Montezuma, siempre estaba llorando, y todos nosotros muy a punto, y buenas guardas al Montezuma. Digo, de nosotros estar a punto no había necesidad de decirlo tantas veces, porque de día y de noche no se nos quitaban las armas, gorjales y antiparas, y con ello dormíamos. Y dirán ahora dónde dormíamos: de qué eran nuestras camas, sino un poco de paja y una estera, y el que tenía un toldillo, ponerlo debajo, y calzados y armados, y todo género de armas muy a punto, y los caballos enfrenados y ensillados todo el día; y todos tan prestos, que en tocando el arma, como si estuviéremos puestos e aguardando para aquel punto; pues de velar cada noche, no quedaba soldado que no velaba. Y otra cosa digo, y no por me jactanciar dello, que quedé yo tan acostumbrado de andar armado y dormir de la manera que he dicho, que después de conquistada la Nueva-España tenía por costumbre de me acostar vestido y sin cama, e que dormía mejor que en colchones duermo; e ahora cuando voy a los pueblos de mi encomienda no llevo cama, e si alguna vez la llevo no es por mi voluntad, sino por algunos caballeros que se hallan presentes, porque no vean que por falta de buena cama la dejo de llevar; mas en verdad que me echo vestido en ella. Y otra cosa digo, que no puedo dormir sino un rato de la noche, que me tengo de levantar a ver el cielo y estrellas, y me he de pasear un rato al sereno, y esto sin poner en la cabeza el bonete ni paño ni cosa ninguna, y gracias a Dios no me hace mal, por la costumbre que tenía; y esto he dicho porque sepan de qué arte andábamos los verdaderos conquistadores, y cómo estábamos tan acostumbrados a las armas y a velar. Y dejemos de hablar en ello, pues que salgo fuera de nuestra relación, y digamos cómo nuestro señor Jesucristo siempre nos hace muchas mercedes. Y es, que en la isla de Cuba Diego Velázquez dio mucha priesa en su armada, como adelante diré, y vino en aquel instante a la Nueva-España un capitán que se decía Pánfilo de Narváez.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo CIX</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo Diego de Velázquez, gobernador de Cuba, dio muy gran priesa en enviar su armada contra nosotros, y en ella por capitán general a Pánfilo de Narváez, y cómo vino en su compañía el licenciado Lucas Vázquez de Aillón, oidor de la real audiencia de Santo Domingo, y lo que sobre ello se hizo</em></p><p>Volvamos ahora a decir algo atrás de nuestra relación, para que bien se entienda lo que ahora diré. Ya he dicho en el capítulo que dello habla, que como Diego Velázquez, gobernador de Cuba, supo que habíamos enviado nuestros procuradores a su majestad con todo el oro que habíamos habido, y el sol y la luna y muchas diversidades de joyas, y oro en granos sacados de las minas, y otras muchas cosas de gran valor, que no le acudíamos con cosa ninguna; y asimismo supo cómo don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos e arzobispo de Rosano, que así se nombraba, y en aquella sazón era presidente de Indias y lo mandaba todo muy absolutamente, porque su majestad estaba en Flandes, y había tratado muy mal el obispo a nuestros procuradores; y dicen que le envió el obispo desde Castilla en aquella sazón muchos favores al Diego Velázquez, e avisó e mandó para que nos envíase a prender, y que él le daba desde Castilla todo favor para ello; el Diego Velázquez con aquel gran favor hizo una armada de diez y nueve navíos y con mil y cuatrocientos soldados, en que traían sobre veinte tiros y mucha pólvora y todo género de aparejos, de piedras y pelotas, y dos artilleros (que el capitán de la artillería se decía Rodrigo Martín) y traía ochenta de a caballo y noventa ballesteros y setenta escopeteros; y el mismo Diego Velázquez por su persona, aunque era bien gordo y pesado, andaba en Cuba de villa en villa y de pueblo en pueblo proveyendo la armada y atrayendo los vecinos que tenían indios, y a parientes y amigos, que viniesen con Pánfilo de Narváez para que le llevasen preso a Cortés y a todos nosotros sus capitanes y soldados, o a lo menos no quedásemos con vidas, y andaba tan encendido de enojo y tan diligente, que vino hasta Guaniguanico, que es pasada la Habana mas de sesenta leguas. Y andando desta manera, antes que saliese su armada pareció ser alcanzáronlo a saber la real audiencia de Santo Domingo y los frailes jerónimos que estaban por gobernadores; el cual aviso y relación dellos les envió desde Cuba el licenciado Zuazo, que había venido a aquella isla a tomar residencia al mismo Diego Velázquez. Pues como lo supieron en la real audiencia, y tenían memorias de nuestros muy buenos y nobles servicios que hacíamos a Dios y a su majestad, y habíamos enviado nuestros procuradores con grandes presentes a nuestro rey y señor, y que el Diego Velázquez no tenía razón ni justicia para venir con armada a tomar venganza de nosotros, sino que por justicia lo demandase; y que si venía con la armada era gran estorbo para nuestra conquista, acordaron de enviar a un licenciado que se decía Lucas Vázquez de Aillón, que era oidor de la misma real audiencia, para que estorbase la armada al Diego Velázquez y no la dejase pasar, y que sobre ello pusiese grandes penas; e vino a Cuba el mismo oidor, e hizo sus diligencias y protestaciones, como le era mandado por la real audiencia para que no saliese con su intención el Velázquez; y por más penas y requerimientos que le hizo e puso, no aprovechó cosa ninguna; porque, como el Diego Velázquez era tan favorecido del obispo de Burgos, y había gastado cuanto tenía en hacer aquella gente de guerra contra nosotros, no tuvo todos aquellos requerimientos que hicieron en una castañeta, antes se mostró más bravo. Y desque aquello vio el oidor, vínose con el mismo Narváez para poner paces y dar buenos conciertos entre Cortés y Narváez. Otros soldados dijeron que venía con intención de ayudarnos, y si no lo pudiese hacer, tomar la tierra en sí por su majestad, como oidor; y desta manera vino hasta el puerto de San Juan de Ulúa. Y quedarse ha aquí, y pasaré adelante y diré lo que sobre ello se hizo.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CX</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo Pánfilo de Narváez llegó al puerto de San Juan de Ulúa, que se dice la Veracruz, con toda su armada, y lo que le sucedió</em></p><p>Viniendo el Pánfilo de Narváez con toda su flota, que eran diez y nueve navíos, por la mar, parece ser junto a las sierras de San Martín, que así se llaman, tuvo un viento de norte, y en aquella costa es travesía, y de noche se le perdió un navío de poco porte, que dio al través; venían en él por capitán un hidalgo que se decía Cristóbal de Morante, natural de Medina del Campo, y se ahogó cierta gente, y con toda la demás flota vino a San Juan de Ulúa; y como se supo de aquella grande armada, que para haberse hecho en la isla de Cuba, grande se puede llamar, tuvieron noticia della los soldados que había enviado Cortés a buscar las minas, y viénense a los navíos del Narváez los tres dellos, que se decían Cervantes «el chocarrero», y Escalona, y otro que se decía Alonso Hernández Carretero; y cuando se vieron dentro en los navíos y con el Narváez, dice que alzaban las manos a Dios, que los libró del poder de Cortés y de salir de la gran ciudad de México, donde cada día esperaban la muerte; y como comían con el Narváez y les mandaba dar a beber demasiado, estábanse diciendo los unos a los otros delante del mismo general: «Mirad sí es mejor estar aquí bebiendo buen vino que no cautivo en poder de Cortés, que nos traía de noche y de día tan avasallados, que no osábamos hablar, y aguardando de un día a otro la muerte al ojo»; y aun decía el Cervantes, como era truhán, so color de gracias: «Oh Narváez, Narváez, qué bienaventurado que eres e a qué tiempo has venido, que tiene ese traidor de Cortés allegados más de setecientos mil pesos de oro, y todos los soldados están muy mal con él porque les ha tomado mucha parte de lo que les cabía del oro de parte, e no quieren recibir lo que les da.» Por manera que aquellos soldados que se nos huyeron eran ruines y soeces, y decían al Narváez mucho más de lo que quería saber. Y también le dieron por aviso que ocho leguas de allí estaba poblada una villa que se dice Villa Rica de la Veracruz, y estaba en ella un Gonzalo de Sandoval con sesenta soldados, todos viejos y dolientes, y que si enviase a ellos gente de guarda, luego se darían, y le decían otras muchas cosas. Dejemos todas estas pláticas, y digamos cómo luego lo alcanzó a saber el gran Montezuma cómo estaban allí surtos los navíos, y con muchos capitanes y soldados, y envió sus principales secretamente que no lo supo Cortés, y les mandó dar comida y oro y plata, y que de los pueblos más cercanos les proveyesen de bastimento; y el Narváez envió a decir al Montezuma muchas malas palabras y descomedimientos contra Cortés y de todos nosotros que éramos unas gentes malas, ladrones, que veníamos huyendo de Castilla sin licencia de nuestro rey y señor; y que como tuvo noticia el rey nuestro señor, que estábamos en estas tierras, y de los males y robos que hacíamos, y teníamos preso al Montezuma, para estorbar tantos daños, que le mandó al Narváez que luego viniese con todas aquellas naos y soldados y caballeros para que le suelten de las prisiones, y que a Cortés y a todos nosotros, como malos, nos prendiesen o matasen, y en las mismas naos nos enviasen a Castilla, y que cuando allá llegásemos nos mandaría matar; y le envió a decir otros muchos desatinos; y eran los intérpretes para dárselos a entender a los indios los tres soldados que se nos fueron, que ya sabían la lengua. Y además destas pláticas, les envió el Narváez ciertas cosas de Castilla. Y cuando Montezuma lo supo, tuvo gran contento con aquellas nuevas; porque, como le decían que tenía tantos navíos e caballos e tiros y escopetas y ballesteros, y eran mil y trescientos soldados y dende arriba, creyó que nos perdería. Y además desto, como sus principales vieron a nuestros tres soldados (que traidores bellacos se pueden llamar) con el Narváez y veían que decían mucho mal de Cortés, tuvo por cierto todo lo que el Narváez le envió a decir; y todo la armada se la llevaron pintada en dos paños al natural. Entonces el Montezuma le envió mucho más oro y mantas, y mandó que todos los pueblos de la comarca le llevasen bien de comer, e ya había tres días que lo sabía el Montezuma, y Cortés no sabía cosa ninguna. E un día yéndole a ver nuestro capitán y a tenerle palacio, después de las cortesías que entre ellos se tenían, pareció al capitán Cortés que estaba el Montezuma muy alegre y de buen semblante, y le dijo: qué tal se sentía; y el Montezuma respondió que mejor estaba; y también, como el Montezuma le vio ir a visitar en un día dos veces, temió que Cortés sabía de los navíos, y por ganar por la mano y que no le tuviese por sospechoso le dijo: «Señor Malinche, ahora en este punto me han llegado mensajeros de cómo en el puerto donde desembarcasteis han venido diez y ocho navíos y mucha gente y caballos; e todo nos lo traen pintado en unas mantas; y como me visitasteis hoy dos veces, creí que me veníais a dar nuevas dello; así que no habréis menester hacer navío; y porque no me lo decíais, por una parte tenía enojo en vos de tenérmelo encubierto, y por otra me holgaba porque vienen vuestros hermanos, para que todos os vayáis a Castilla e no haya más palabras.» Y cuando Cortés oyó lo de los navíos y vio la pintura del paño se holgó en gran manera, y dijo: «Gracias a Dios, que al mejor tiempo provee.» Pues nosotros los soldados eran tanto el gozo, que no podíamos estar quedos, y de alegría escaramuzaron los caballos y tiramos tiros; e Cortés estuvo muy pensativo, porque bien entendió que aquella armada que le enviaba el gobernador Velázquez contra él y contra todos nosotros. Y como supo que era, comunicó lo que sentía della con todos nosotros, capitanes y soldados, y con grandes dádivas y ofrecimientos que nos haría ricos a todos nos atraía para que tuviésemos con él. Y no sabía quién venía por capitán; y estábamos muy alegres con las nuevas y con el más oro que nos había dado Cortés por vía de mercedes, como que lo daba de su hacienda, y no de lo que nos cabía de parte, y viendo el gran socorro e ayuda que nuestro señor Jesucristo nos enviaba. E quedarse ha aquí, e diré lo que pasó en el real de Narváez.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CXI</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo Pánfilo de Narváez envió con cinco personas de su armada a requerir a Gonzalo de Sandoval, que estaba por capitán en la Villa-Rica, que se diese luego con todos los vecinos, y lo que sobre ello pasó</em></p><p>Como aquellos tres malos de nuestros soldados por mí nombrados, que se le pasaron al Narváez y le daban aviso de todas las cosas que Cortés y todos nosotros habíamos hecho desde que entramos en la Nueva España, y le avisaron que el capitán Gonzalo de Sandoval estaba ocho o nueve leguas de allí en una villa que estaba poblada, que se decía la Villa-Rica de la Veracruz, e que tenía consigo sesenta vecinos, y todos los más viejos y dolientes, acordó de enviar a la villa a un clérigo que se decía Guevara, que, tenía buena expresiva, e a otro hombre de mucha cuenta que se decía Amaya, pariente del Diego Velázquez, y a un escribano que se decía Vergara, y tres testigos, los nombres dellos no me acuerdo; los cuales envió que notificasen a Gonzalo de Sandoval que luego se diesen al Narváez, y para ello dijeron que traían unos traslados de las provisiones, e dicen que ya el Gonzalo de Sandoval sabía de los navíos por nuevas de indios, y de la mucha gente que en ellos venía; y como era muy varón en sus cosas siempre estaba muy apercibido él, y sus soldados armados; y sospechando que aquella armada era de Diego Velázquez, y que enviaría a aquella villa de sus gentes para se apoderar della, y por estar más desembarazado de los soldados viejos y dolientes, los envió luego a un pueblo de indios que se dice Papalote, e quedó con los sanos; y el Sandoval tenía buenas velas en los caminos de Cempoal, que es por donde habían de venir a la villa; y estaba convocando el Sandoval y atrayendo a sus soldados que si viniese Diego de Velázquez u otra persona, que no le diesen la villa; y todos los soldados dicen que le respondieron conforme a su voluntad, y mandó hacer una horca en un cerro. Pues estando sus espías en los caminos, vienen de presto y le dan noticia que vienen cerca de la villa donde estaban, seis españoles e indios de Cuba; y el Sandoval aguardó en su casa, que no les salió a recibir, y había mandado que ningún soldado saliese de sus casas, ni les hablasen. Y como el clérigo y los demás que traía en su compañía no topaba a ningún vecino español con quien hablar, sino eran indios que hacían la obra de la fortaleza; y como entraron en la villa, fuéronse a la iglesia a hacer oración, y luego se fueron a la casa de Sandoval, que les pareció que era la mayor de la villa; y el clérigo, después del «norabuena estéis», que así diz que dijo, y el Sandoval le respondió que en tal hora buena viniese; dicen que el clérigo Guevara (que así se llamaba) comenzó un razonamiento, diciendo que el señor Diego Velázquez, gobernador de Cuba, había gastado muchos dineros en la armada, e que Cortés e todos los demás que había traído en su compañía le habían sido traidores, y que les venía a notificar que luego fuesen a dar la obediencia al señor Pánfilo de Narváez, que venía por capitán general del Diego Velázquez. E como el Sandoval oyó aquellas palabras y descomedimientos que el padre Guevara dijo, se estaba carcomiendo de pesar de lo que oía, y le dijo: «Señor padre, muy mal habláis en decir esas palabras de traidores; aquí somos mejores servidores de su majestad que no Diego Velázquez ni ese vuestro capitán; y porque sois clérigos no os castigo conforme a vuestra mala crianza. Andad con Dios a México, que allá está Cortés, que es capitán general y justicia mayor de esta Nueva-España, y os responderá; aquí no tenéis más que hablar.» Entonces el clérigo muy bravoso dijo a su escribano que con él venía, que se decía Vergara, que luego sacase las provisiones que traía en el seno y las notificase al Sandoval y a los vecinos que con él estaban; y dijo Sandoval al escribano que no leyese ningunos papeles, que no sabía si eran provisiones u otras escrituras; y de plática en plática, ya el escribano comenzaba a sacar del seno las escrituras que traía, y el Sandoval dijo: «Mirad, Vergara, ya os he dicho que no leáis ningunos papeles aquí, sino id a México; yo os prometo que sí tal leyéredes, que yo os haga dar cien azotes, porque ni sabemos si sois escribano del rey o no; demostrad el título dello, y si le traéis, leedlos; y tampoco sabemos si son originales de las provisiones o traslados u otros papeles.» Y el clérigo, que era muy soberbio, dijo muy enojado: «¿Qué hacéis con estos traidores? Sacad esas provisiones y notificádselas.» Y como el Sandoval oyó aquella palabra, le dijo que mentía como ruin clérigo, y luego mandó a sus soldados que los llevasen presos a México; y no lo hubo bien dicho, cuando en hamaquillas de redes, como ánimas pecadoras, los arrebataron muchos indios de los que trabajaban en la fortaleza, que los llevaron a cuestas, y en cuatro días dan con ellos cerca de México, que de noche y de día con indios de remuda caminaban; e iban espantados de que veían tantas ciudades y pueblos grandes que les traían de comer, y unos los dejaban y otros los tomaban, y andar por su camino. Dicen que iban pensando si era encantamiento o sueño; y el Sandoval envió con ellos por alguacil, hasta que llegase a México, a Pedro de Solís, el yerno que fue de Orduña, que ahora llaman Solís de tras de la puerta. Y así como los envió presos, escribió muy en posta a Cortés quien era el capitán de la armada y todo lo acaecido; y como Cortés lo supo que venían presos y llegaban cerca de México, envióles gran banquete, e cabalgaduras para los tres más principales, y mandó que luego los soltasen de la prisión, y les escribió que le pesó de que Gonzalo de Sandoval tal desacato tuviese, e que quisiera que les hiciera mucha honra; y como llegaron a México los salió a recibir, y los metió en la ciudad muy honradamente; y como el clérigo y los demás sus compañeros vieron a México ser tan grandísima ciudad, y la riqueza de oro que teníamos, e otras muchas ciudades en el agua de la laguna, e todos nuestros capitanes e soldados, y la gran franqueza de Cortés, estaban admirados; y a cabo de dos días que estuvieron con nosotros, Cortés les habló de tal manera con prometimientos y halagos, y aun les untó las manos de tejuelos y joyas de oro, y los tornó a enviar a su Narváez con bastimiento que les dio para el camino; que donde venían muy bravosos leones, volvieron muy mansos y se le ofrecieron por servidores. Y así como llegaron a Cempoal a dar relación a su capitán, comenzaron a convocar todo el real de Narváez que se pasasen con nosotros. Y dejarlo he aquí, y diré cómo Cortés escribió al Narváez, y lo que sobre ello pasó.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CXII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo Cortés, después de bien informado de quién era capitán, y quién y cuántos venían en la armada, y de los pertrechos de guerra que traía, y de los tres nuestros falsos soldados que a Narváez se pasaron, escribió al capitán e a otros sus amigos, especialmente a Andrés de Duero, secretario del Diego Velázquez; y también supo como Montezuma enviaba oro y ropa al Narváez, y las palabras que le envió a decir el Narváez al Montezuma, y de cómo venía en aquella armada el licenciado Lucas Vázquez de Aillón, oidor de la audiencia real de Santo Domingo, e la instrucción que traían</em></p><p>Como Cortés en todo tenía cuidado y advertencia, y cosa ninguna se le pasaba que no procuraba poner remedio, y como muchas veces he dicho antes de ahora, tenía tan acertados y buenos capitanes y soldados, que demás de ser muy esforzados, dábamos buenos consejos, acordóse por todos que se escribiese en posta con indios que llevasen las cartas al Narváez antes que llegase el clérigo Guevara, con muchas caricias y ofrecimientos que todos a una le hiciésemos, y que haríamos todo lo que su merced mandase; y que le pedíamos por merced que no alborotase la tierra, ni los indios viesen entre nosotros disensiones; y esto deste ofrecimiento fue por causa que, como éramos los de Cortés pocos soldados en comparación de los que el Narváez traía, porque nos tuviese buena voluntad y para ver lo que sucedía; y nos ofrecimos por sus servidores, y también debajo destas buenas palabras no dejamos de buscar amigos entre los capitanes de Narváez; porque el padre Guevara y el escribano Vergara dijeron a Cortés que Narváez no venía bienquisto con sus capitanes, y que les enviase algunos tejuelos y cadenas de oro, porque dádivas quebrantan peñas; y Cortés les escribió que se había holgado en gran manera, él y todos nosotros sus compañeros, con su llegada a aquel puerto; y pues son amigos de tiempos pasados, que le pide por merced que no de causa a que el Montezuma, que está preso, se suelte y la ciudad se levante, porque será para perderse él y su gente, y todos nosotros las vidas, por los grandes poderes que tiene; y esto, que lo dice porque el Montezuma está muy alterado y toda la ciudad revuelta con las palabras que de allá le ha enviado a decir; e que cree y tiene por cierto que de un tan esforzado y sabio varón como él es no habían de salir de su boca cosas de tal arte dichas, ni en tal tiempo, sino que el Cervantes «el chocarrero» y los soldados que llevó consigo, como eran ruines, lo dirían. Y demás de otras palabras que en la carta iban, se le ofreció con su persona y hacienda, y que en todo haría lo que mandase. Y también escribió Cortés al secretario Andrés de Duero y al oidor Lucas Vázquez de Aillón, y con las cartas envió ciertas joyas de oro para sus amigos; y después que hubo enviado esta carta secretamente, mandó dar al oidor cadenas y tejuelos, y rogó al padre de la Merced que luego tras la carta fuese al real de Narváez; y le dio otras cadenas de oro y tejuelos y joyas muy estimadas que diese allá a sus amigos. Y así como llegó la primera carta que dicho habemos que escribió Cortés con los indios antes que llegase el padre Guevara, que fue el que Narváez nos envió, andábala mostrando el Narváez a sus capitanes, haciendo burla della y aun de nosotros; y un capitán de los que traía el Narváez, que venía por veedor ‘ que se decía Salvatierra, dicen que hacía bramuras desque la oyó, y decía al Narváez, reprendiéndole, que para qué leía la carta de un traidor como Cortés e los que con él estaban, e que luego se fuese contra nosotros, e que no quedase ninguno a vida; y juró que las orejas de Cortés que las había de asar, y comer la una dellas; y decía otras liviandades. Por manera que no quiso responder a la carta ni nos tenía en una castañeta. Y en este instante llegó el clérigo Guevara y sus compañeros a su real, y hablan al Narváez que Cortés era muy buen caballero e gran servidor del rey, y le dice del gran poder de México, y de las muchas ciudades que vieron por donde pasaron, e que entendieron que Cortés que le será servidor y haría cuanto mandase; e que será bien que por paz y sin ruido haya entre los unos y los otros concierto, y que mire el señor Narváez a qué parte quiere ir de toda la Nueva-España con la gente que trae, que allí vaya, e que deje al Cortés en otras provincias; pues hay tierras hartas donde se pueden albergar. E como esto oyó el Narváez, dicen que se enojó de tal manera con el padre Guevara y con el Amaya, que no los quería después más ver ni escuchar; y desque los del real de Narváez los vieron ir tan ricos al padre Guevara y al escribano Vergara e a los demás, y les decían secretamente a todos los de Narváez tanto bien de Cortés e todos nosotros, e que habían visto tanta multitud de oro que en el real andaban en el juego de los naipes, muchos de los de Narváez deseaban estar ya en nuestro real. Y en este instante llegó nuestro padre de la Merced, como dicho tengo, al real de Narváez con los tejuelos que Cortés le dio y con cartas secretas, y fue a besar las manos al Narváez e a decirle cómo Cortés hará todo lo que mandare, e que tenga paz y amor; e como el Narváez era cabezudo y venía muy pujante, no lo quiso oír; antes dijo delante del mismo padre que Cortés y todos nosotros éramos unos traidores; e porque el fraile respondía que antes éramos muy leales servidores del rey, le trató mal de palabra; y muy secretamente repartió el fraile los tejuelos y cadenas de oro a quien Cortés le mandó, y convocaba y atraía a sí los más principales del real de Narváez. Y dejarlo he aquí, y diré lo que al oidor Lucas Vázquez de Aillón y al Narváez les aconteció, y lo que sobre ello pasó.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo CXIII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo hubieron palabras el capitán Pánfilo de Narváez y el oidor Lucas Vázquez de Aillón, y el Narváez le mandó prender y le envió en un navío preso a Cuba o a Castilla, y lo que sobre ello avino</em></p><p>Parece ser que, como el oidor Lucas Vázquez de Aillón venía a favorecer las cosas de Cortés y de todos nosotros, porque así se lo había mandado la real audiencia de Santo Domingo y los frailes jerónimos que estaban por gobernadores, como sabían los muchos y buenos y leales servicios que hacíamos a Dios primeramente y a nuestro rey y señor, y del gran presente que enviamos a Castilla con nuestros procuradores; e demás de lo que la audiencia real le mandó, como el oidor vio los cartas de Cortés, y con ellas tejuelos de oro, si de antes decía que aquella armada que enviaba era injusta, y contra toda justicia que contra tan buenos servidores del rey como éramos era mal hecho venir: de allí adelante lo decía muy clara y abiertamente, y decía tanto bien de Cortés y de todos los que con él estábamos, que ya en el real de Narváez no se hablaba de otra cosa. Y además desto, como veían y conocían en el Narváez ser la pura miseria, y el oro y ropa que el Montezuma les enviaba todo se lo guardaba, y no daba cosa dello a ningún capitán ni soldado; antes decía, con voz, que hablaba muy entonado, medio de bóveda, a su mayordomo: «Mirad que no falte ninguna manta, porque todas están puestas por memoria»; e como aquello conocían de él, e oían lo que dicho tengo del Cortés y los que con él estábamos de muy francos, todo su real estaba medio alborotado, y tuvo pensamiento el Narváez que el oidor entendía en ello, e poner zizaña. Y además desto, cuando Montezuma les enviaba bastimento, que repartía el despensero o mayordomo de Narváez, no tenía cuenta con el oidor ni con sus criados, como era razón, y sobre ello hubo ciertas cosquillas y ruido en el real; y también porque el consejo que daban al Narváez el Salvatierra, que dicho tengo que venía por veedor, y Juan Bono, vizcaíno, y un Gamarra, y sobre todo, los grandes favores que tenía de Castilla de don Juan Rodríguez, de Fonseca, obispo de Burgos, tuvo tan gran atrevimiento el Narváez, que prendió al oidor del Rey, a él y a su escribano y ciertos criados, y lo hizo embarcar en un navío, y los envió presos a Castilla o a la isla de Cuba. Y aun sobre todo esto, porque un hidalgo que se decía fulano de Oblanco y era letrado, decía al Narváez que Cortés era muy servidor del Rey, todos nosotros los que estábamos en su compañía éramos dignos de muchas mercedes, Y que parecía mal llamarnos traidores, y que era mucho más mal prender a un oidor de su majestad; y por esto que le dijo, le mandó echar preso; y como el Gonzalo de Oblanco era muy noble, de enojo murió dentro de cuatro días. También mandó echar presos a otros dos soldados de los que traía en su navío, que sabía que hablaban bien de Cortés, y entre ellos fue un Sancho de Barahona, vecino que fue de Guatemala. Tornemos a decir del oidor que llevaban preso a Castilla, que con palabras buenas e con temores que puso al capitán del navío y al maestre y al piloto que le llevaban a cargo, les dijo que, llegados a Castilla, que en lugar de paga de lo que hacen, su majestad les mandaría ahorcar; y como aquellas palabras oyeron, le dijeron que les pagase su trabajo y le llevarían a Santo Domingo; y así, mudaron la derrota que Narváez les había mandado que fuesen; y llegado a la isla de Santo Domingo y desembarcado, como la audiencia real que allí residía y los frailes jerónimos que estaban por gobernadores oyeron al licenciado Lucas Vázquez, y vieron tan grande desacato e atrevimiento, sintiéronlo mucho, y con tanto enojo, que luego lo escribieron a Castilla al real consejo de su majestad, y como el obispo de Burgos era presidente y lo mandaba todo, y su majestad no había venido de Flandes, no hubo lugar de se hacer cosa ninguna de justicia en nuestro favor; antes el don Juan Rodríguez de Fonseca diz que se holgó mucho, creyendo que el Narváez nos había ya prendido y desbaratado; y cuando su majestad, que estaba en Flandes, oyó a nuestros procuradores, y lo que el Diego Velázquez y el Narváez habían hecho en enviar la armada sin su real licencia, y haber prendido a su oidor, les hizo harto daño en los pleitos y demandas que después le pusieron a Cortés y a todos nosotros, como adelante diré, por más que decían que tenían licencia del obispo de Burgos, que era presidente, para hacer la armada que contra nosotros enviaron. Pues como ciertos soldados, parientes y amigos del oidor Lucas Vázquez, vieron que el Narváez le había preso, temieron no les acaeciese lo que hizo con el letrado Gonzalo de Oblanco, porque ya les traía sobre los ojos y estaba mal con ellos, acordaron de se ir desde los arenales huyendo a la villa donde estaba el capitán Sandoval con los dolientes; y cuando llegaron a le besar las manos, el Sandoval les hizo mucha honra, y supo dellos todo lo aquí por mi dicho, y cómo quería enviar el Narváez a aquella villa soldados a prenderle. Y lo que más pasó diré adelante.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CXIV</p><p><em>&nbsp;</em></p><p><em>Cómo Narváez con todo su ejército se vino a un pueblo que se dice Cempoal, e concierto que en el hizo, e lo que nosotros hicimos estando en la ciudad de México, e cómo acordamos de ir sobre Narváez</em></p><p>Pues como Narváez hubo preso al oidor de la audiencia¡ real de Santo Domingo, luego se vino con todo su fardaje e pertrechos de guerra a asentar su real en un pueblo que se dice Cempoal, que en aquella sazón era muy poblado; e la primera cosa que hizo, tomó por fuerza al cacique gordo (que así le llamábamos) todas las mantas e ropa labrada e joyas de oro, e también le tomó las indias que nos habían dado los caciques de aquel pueblo, que se las dejamos en casa de sus padres e hermanos, porque eran hijas de señores, e para ir a la guerra, muy delicadas. Y el cacique gordo dijo muchas veces al Narváez que no le tomase cosa ninguna de las que Cortés dejó en su poder, así el oro como mantas e indias, porque estaría muy enojado, y le vendría a matar de México, así al Narváez como al mismo cacique porque se las dejaba tomar. E más, se le quejó el mismo cacique de los robos que le hacían sus soldados en aquel pueblo, e le dijo que cuando estaba allí Malinche, que así llamaban a Cortés, con sus gentes, que no les tomaban cosa ninguna, e que era muy bueno él e sus soldados los teules, porque teules nos llamaban; e como aquellas palabras le oía el Narváez, hacía burla de él, e un Salvatierra que venía por veedor, otras veces por mí nombrado, que era el que más bravezas e fieros hacía, dijo a Narváez e otros capitanes sus amigos: «¿No habeis visto qué miedo que tienen todos estos caciques desta nonada de Cortesillo?» Tengan atención los curiosos lectores cuán bueno fuera no decir mal de lo bueno; porque juro amén que cuando dimos sobre el Narváez, uno de los más cobardes e para menos fue el Salvatierra, como adelante diré; e no porque no tenía buen cuerpo e membrudo, mas era mal engalibado, más no de lengua, y decían que era natural de tierra de Burgos. Dejemos de hablar del Salvatierra, e diré cómo el Narváez envió a requerir a nuestro capitán e a todos nosotros con unas provisiones, que decían que eran traslados de los originales, que traía para ser capitán por el Diego Velázquez; las cuales enviaba para que nos las notificase un escribano, que se decía Alonso de Mata, el cual después, el tiempo andando, fue vecino de la Puebla, que era ballestero; y enviaba con el Mata a otras tres personas de calidad. E dejarlo he aquí, así al Narváez como a su escribano, e volveré a Cortés, que como cada día tenía cartas e avisos, así de los del real de Narváez como del capitán Gonzalo de Sandoval, que quedaba en la Villa-Rica, e le hizo saber que tenía consigo cinco soldados, personas muy principales e amigos del licenciado Lucas Vázquez de Aillón, que es el que envió preso Narváez a Castilla o a la isla de Cuba; e la causa que daban por que se vinieron del real de Narváez fue, que pues el Narváez no tuvo respeto a un oidor del rey, que menos se lo tendría a ellos, que eran sus deudos; de los cuales soldados supo el Sandoval muy por entero todo lo que pasaba en el real de Narváez e la voluntad que tenía, porque decía que muy de hecho había de venir en nuestra busca a México para nos prender. Pasemos adelante, y diré que Cortés tomó luego consejo con nuestros capitanes e todos nosotros los que sabía que le habíamos de ser muy servidores, e solía llamar a consejo para en casos de calidad, como éstos; e por todos fue acordado que brevemente, sin más aguardar las cartas ni otras razones, fuésemos sobre el Narváez, e que Pedro de Alvarado quedase en México en guarda del Montezuma con todos los soldados que no tuviesen buena disposición para ir aquella jornada; e también para que quedasen allí las personas sospechosas que sentíamos que serían amigos del Diego Velázquez e de Narváez; y en aquella sazón, e antes que el Narváez viniese, había enviado Cortés a Tlascala por mucho maíz, porque había mala sementera en tierra de México por falta de aguas; porque teníamos muchos naborías e amigos del mismo Tlascala, habíamoslo menester para ellos; e trajeron el maíz que he dicho, e muchas gallinas e otros bastimentos, los cuales enviamos al Pedro de Alvarado, e aun le hicimos unas defensas a manera de mamparos e fortaleza con sacre o falconete, e cuatro tiros gruesos e toda la pólvora que teníamos, e diez ballesteros e catorce escopeteros e siete caballos, puesto que sabíamos que los caballos no se podrían aprovechar dellos en el patio donde estaban los aposentos; e quedaron por todos los soldados contados, de a caballo y escopeteros e ballesteros, ochenta e tres. Y como el gran Montezuma vio y entendió que queríamos ir sobre el Narváez ‘ e como Cortés le iba a ver cada día e a tenerle palacio, jamás quiso decir ni dar a entender cómo el Montezuma ayudaba al Narváez e le enviaba oro e mantas e bastimentos. Y de una plática en otra, te preguntó el Montezuma a Cortés que dónde quería ir, e para qué había hecho ahora de nuevo aquellos pertrechos e fortaleza, e que cómo andábamos todos rebotados; e lo que Cortés le respondió y en qué se resumió la plática diré adelante.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CXV</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo el gran Montezuma preguntó a Cortés que cómo quería ir sobre el Narváez, siendo los que traía doblados más que nosotros, y que le pesaría si nos viniese algún mal</em></p><p>Como estaba platicando Cortés con el gran Montezuma, como lo tenían de costumbre, dijo el Montezuma a Cortés: «Señor Malinche, a todos vuestros capitanes e compañeros os veo andar desasosegados, e también he visto que no me visitáis sino de cuando en cuando, e Orteguilla el paje me dice que queréis ir de guerra sobre esos vuestros hermanos que vienen en los navíos, e que queréis dejar aquí en mi guarda al Tonatio, hacedme merced que me lo declaréis, para que si yo en algo os pudiere servir e ayudar, que lo haré de mm, buena voluntad. E también, señor Malinche, no querría que os viniese algún desmán, porque vos tenéis muy pocos teules, y esos que vienen son cinco veces más; e ellos dicen que son cristianos como vosotros e vasallos de ese vuestro emperador, e tienen imágenes y ponen cruz, e les dicen misa, e dicen e publican que sois gentes que vinisteis huyendo de Castilla de vuestro rey y señor, e que os vienen a prender o a matar; en verdad que yo no os entiendo. Por tanto, mirad primero lo que hacéis.» Y Cortés le respondió con nuestras lenguas doña Marina e Jerónimo de Aguilar, con un semblante muy alegre, que si no le ha venido a dar relación dello, es como le quiere mucho y por no le dar pesar con nuestra partida, e que por esta causa no le he dejado, porque así tiene por cierto que Montezuma le tiene buena voluntad. E que cuanto a lo que dice, que todos somos vasallos de nuestro gran emperador, que es verdad, e de ser cristianos como nosotros, que sí son; e a lo que dicen que venimos huyendo de nuestro rey y señor, que no es así, sino que nuestro rey y señor nos envió para verle y para hablarle todo lo que en su real nombre le ha dicho e platicado; e a lo que dice que trae muchos soldados e noventa caballos e muchos tiros e pólvora, e que nosotros somos pocos, e que nos vienen a matar e prender, nuestro señor Jesucristo, en quien creemos e adoramos, e nuestra señora Santa María, su bendita madre, nos dará fuerzas, y más que no a ellos, pues que son malos e vienen de aquella manera. E que como nuestro emperador tiene muchos reinos y señoríos, hay en ellos mucha diversidad de gentes, unas muy esforzadas e otras mucho más, e que nosotros somos dentro de Castilla, que llaman Castilla la Vieja, e nos nombran por sobrenombre castellanos; e que el capitán que está ahora en Cempoal y la gente que trae que es de otra provincia que llaman Vizcaya, e que tienen la habla revesada, como a manera de decir como los otomís de tierra de México; e que él verá cuál se los traeríamos presos; e que no tuviese pesar por nuestra ida, que presto volveríamos con victoria. E lo que ahora le pide por merced, que mire que queda con él su hermano Tonatio, que así llamaban a Pedro de Alvarado, con ochenta soldados; que después que salgamos de aquella ciudad no haya algún alboroto, ni consienta a sus capitanes e papas hagan cosas que sean mal hechas, porque después que volvamos, si Dios quisiere, no tengan que pagar con las vidas los malos revolvedores; e que todo lo que hubiere menester de bastimentos, que se los diesen; e allí le abrazó Cortés dos veces al Montezuma, e asimismo el Montezuma a Cortés; e doña Marina, como era muy avisada, se lo decía de arte que ponía tristeza con nuestra partida. Allí le ofreció que haría todo lo que Cortés le encargaba, y aun prometió que enviaría en nuestra ayuda cinco mil hombres de guerra, e Cortés le dio gracias por ello, porque bien entendió que no los había de enviar; e les dijo que no había menester su ayuda, sino era la de Dios nuestro señor, que es la ayuda verdadera, e la de sus compañeros que con él íbamos; e también le encargó que mirase que la imagen de nuestra señora e la cruz que siempre lo tuviesen muY enramado, e limpia la iglesia, e quemasen candelas de cera, que tuviesen siempre encendidas de noche y de día, e que no consintiesen a los papas que hiciesen otra cosa; porque en aquesto conocería muy mejor su buena voluntad e amistad verdadera. E después de tornados otra vez a abrazar, le dijo Cortés que le perdonase, que no podía estar más en plática con él, por entender en la partida; e luego habló a Pedro de Alvarado e a todos los soldados que con él quedaban, e les encargó que guardasen al Montezuma con mucho cuidado no se soltase, e que obedeciesen al Pedro de Alvarado; y prometióles que, mediante Dios, que a todos les había de hacer ricos; e allí quedó con ellos el clérigo Juan Díaz, que no fue con nosotros, e otros soldados sospechosos, que aquí no declaro por sus nombres; e allí nos abrazamos los unos a los otros, e sin llevar indias ni servicio, sino a la ligera, tiramos por nuestras jornadas por la ciudad de Cholula, y en el camino envió Cortés a Tlascala a rogar a nuestros amigos Xicotenga y Mase-Escaci e a todos los demás caciques, que nos enviasen de presto cuatro mil hombres de guerra; y enviaron a decir que si fueran para pelear con indios como ellos, que sí hicieran, e aun muchos más de los que les demandaban, e que para contra teules como nosotros, e contra bombardas e caballos, que les perdonen, que no los quieren dar; e proveyeron de veinte cargas de gallinas; e luego Cortés escribió en posta a Sandoval que se juntase con todos sus soldados muy prestamente con nosotros, que íbamos a unos pueblos obra de doce leguas de Cempoal, que se dicen Tampanequita e Mitlanguita, que ahora son de la encomienda de Pedro Moreno Medrano, que vive en la Puebla; e que mirase muy bien el Sandoval que Narváez no le prendiese, ni hubiese a las manos a él, ni a ninguno de sus soldados. Pues yendo que íbamos de la manera que he dicho, con mucho concierto para pelear si topásemos gentes de guerra de Narváez o al mismo Narváez, y nuestros corredores del campo descubriendo, e siempre una jornada adelante dos de nuestros soldados grandes peones, personas de mucha confianza, y estos no iban por camino derecho, sino por partes que no podían ir a caballo, para saber e inquirir, de indios, de la gente de Narváez. Pues yendo nuestros corredores del campo descubriendo, vieron venir a un Alonso de Mata, el que decían que era escribano, que venía a notificar los papeles o traslados de las provisiones, según dije atrás en el capítulo que dello habla, e a los cuatro españoles que con él venían por testigos, y luego vinieron los dos nuestros soldados de a caballo a dar mandado, y los otros dos corredores de campo se estuvieron en palabras con el Alonso de Mata e con los cuatro testigos; y en este instante nos dimos priesa en andar y alargamos el paso, y cuando llegaron cerca de nosotros, y Cortés se apeó del caballo y supo a lo que venían. Y como el Alonso de Mata quería notificar los despachos que traía, Cortés le dijo que si era escribano del rey, y dijo que sí; y mandóle que luego exhibiese el título, e que si le traía, que leyese los recados, e que haría lo que viese que era servicio de Dios e de su majestad; y si no le traía, que no leyese a aquellos papeles; e que también había de ver los originales de su majestad. Por manera que el Mata, medio cortado e medroso, porque no era escribano de su majestad, y los que con él venían no sabían qué se decir; y Cortés les mandó dar de comer, y porque comiesen reparamos allí; y les dijo Cortés que íbamos a unos pueblos cerca del real del señor Narváez, que se decían Tampanequita, y que allí podía enviar a notificar lo que su capitán mandase; y tenía Cortés tanto sufrimiento, que nunca dijo palabra mala del Narváez, e apartadamente habló con ellos y les untó las manos con tejuelos de oro, y luego se volvieron a su Narváez diciendo bien de Cortés y de todos nosotros; y como muchos de nuestros soldados por gentileza en aquel instante llevábamos en las armas joyas de oro, y otros cadenas y collares al cuello, y aquellos que venían a notificar los papeles les vieron, dicen en Cempoal maravillarse de nosotros; y muchos había en el real de Narváez, personas principales, que querían venir a tratar paces con Cortés y su capitán Narváez, como a todos nos veían ir ricos. Por manera que llegamos a Tampanequita, e otro día llegó el capitán Sandoval con los soldados que tenía, que serían hasta sesenta; porque los demás, viejos y dolientes, los dejó en unos pueblos de indios nuestros amigos, que se decían Papalote, para que allí les diesen de comer; y también vinieron con él los cinco soldados parientes y amigos del licenciado Lucas Vázquez de Aillón, que se habían venido huyendo del real de Narváez, y venían a besar las manos a Cortés; a los cuales con mucha alegría recibió muy bien; y allí estuvo contando el Sandoval a Cortés de lo que les acaeció con el clérigo furioso Guevara y con el Vergara y con los demás, Y cómo los mandó llevar presos a México, según y de la manera que dicho tengo en el capítulo pasado. Y también dijo cómo desde la Villa-Rica envió dos soldados como indios, puestas mantillas o mantas, y eran como indios propios, al real de Narváez; e como eran morenos, dijo Sandoval que no parecían sino propios indios, Y cada uno llevó una carguilla de ciruelas a vender, que en aquella sazón era tiempo dellas, cuando estaba Narváez en los arenales, antes que se pasasen al pueblo de Cempoal; c que fueron al rancho del bravo Salvatierra, e que les dio por las ciruelas un sartalejo de cuentas amarillas. E cuando hubieron vendido las ciruelas, el Salvatierra les mandó que le fuesen por yerba, creyendo que eran indios, allí junto a un riachuelo que está cerca de los ranchos, para su caballo, e fueron e cogieron unas carguillas dello: y esto era a hora del Ave-María cuando volvieron con la yerba; y se estuvieron en el rancho en cuclillas como indios hasta que anocheció, y tenían ojo y sentido en lo que decían ciertos soldados de Narváez que vinieron a tener palacio e compañía al Salvatierra. Diz que les decía el Salvatierra: «¡Oh, a qué tiempo hemos venido, que tiene allegado este traidor de Cortés más de setecientos mil pesos de oro, y todos seremos ricos; pues los capitanes y soldados que consigo trae, no será menos sino que tengan mucho oro! » Y decían por ahí otras palabras. Y desque fue bien escuro vienen los dos nuestros soldados que estaban hechos como indios, y callando salen del rancho, y van adonde tenía el caballo, y con el freno que estaba junto con la silla le enfrenan y ensillan, y cabalgan en él. Y viniéndose para la villa de camino, topan otro caballo maneado cabe el riachuelo, y también se lo trajeron. Y preguntó Cortés al Sandoval por los mismos caballos, y dijo que los dejó en el pueblo de Papalote, donde quedaban los dolientes; porque por donde él venía con sus compañeros no podían pasar caballos, porque era tierra muy fragosa y de grandes sierras, y que vino por allí por no topar con gente de Narváez; y cuando Cortés supo que era el un caballo de Salvatierra se holgó en gran manera, e dijo: «Ahora braveará más cuando lo halle menos.» Volvamos a decir del Salvatierra, que cuando amaneció e no halló a los dos indios que le trajeron a vender las ciruelas, ni halló su caballo ni la silla y el freno, dijeron después muchos soldados de los del , mismo Narváez que decía cosas que los hacía reír; por que luego conoció que eran españoles de los de Cortés los que le llevaron los caballos; y desde allí adelante se velaban. Volvamos a nuestra materia; y luego Cortés con todos nuestros capitanes y soldados estuvimos platicando cómo y de qué manera daríamos en el real de Narváez; e lo que se concertó antes que fuésemos sobre el Narváez diré adelante.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CXVI</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo acordó Cortés con todos nuestros capitanes y soldados que tornásemos a enviar al real de Narváez al fraile de la Merced, que era muy sagaz y de buenos medios, y que se hiciese muy servidor del Narváez, e que se mostrase favorable a&nbsp; su parte mas que no a la de Cortés, e que secretamente convocase al artillero que se decía Rodrigo Martín e a otro artillero que se decía Usagre, e que hablase con Andrés de Duero para que viniese a verse con Cortés; e que otra carta que escribiésemos al Narváez que mirase que se la diese en sus manos, e lo que en tal caso convenía, e que tuviese mucha advertencia; y para esto llevó mucha cantidad de tejuelos e cadenas de oro para repartir</em></p><p>Pues como ya estábamos en el pueblo todos juntos, acordamos que con el padre de la Merced se escribiese otra carta al Narváez, que decían en ella así, o otras palabras formales como estas que diré: después de puesto su acato con gran cortesía; que nos habíamos holgado de su venida, e creíamos que con su generosa persona haríamos gran servicio a Dios nuestro señor y a su majestad; e que no nos ha querido responder cosa ninguna, antes nos llama de traidores, siendo muy leales servidores del rey; e ha revuelto toda la tierra con las palabras que envió a decir a Montezuma; e que le envió Cortés a pedir por merced que escogiese la provincia en cualquiera parte que él quisiese quedar con la gente que tiene, o fuese adelante, e que nosotros iríamos a otras tierras e haríamos lo que a buenos servidores de su majestad somos obligados; e que le hemos pedido por merced que si trae provisiones de su majestad que envíe los originales para ver y entender si vienen con la real firma y ver lo que en ellas se contiene, para que luego que lo veamos, los pechos por tierra para obedecerla; e que no ha querido hacer lo uno ni lo otro, sino tratarnos mal de palabra y revolver la tierra; que le pedimos y requerimos de parte de Dios y del rey nuestro señor que dentro en tres días envíe a notificar los despachos que trae con escribano de su majestad, e que cumpliremos como mandado del rey nuestro señor todo lo que en las reales provisiones mandare; que para aquel efecto nos hemos venido a aquel pueblo de Tampanequita, por estar más cerca de su real; e que si no trae las provisiones y se quisiese volver a Cuba, que se vuelva y no alborote más la tierra, con protestación que si otra cosa hace, que iremos contra él a le prender y enviarlo preso a nuestro rey y señor, pues sin su real licencia nos viene a dar guerra e desasosegar todas las ciudades; e que todos los males e muertes y fuegos y menoscabos que sobre esto acaecieren, que sea a su cargo, y no al nuestro; y esto se escribe ahora por carta misiva, porque no osa ningún escribano de su majestad írselo a notificar, por temor no le acaezca tan gran desacato como el que se tuvo con un oidor de su majestad, y que ¿dónde se vio tal atrevimiento de le enviar preso? Y que allende de lo que dicho tiene, por lo que es obligado a la honra y justicia de nuestro rey, que le conviene castigar aquel gran desacato y delito, como capitán general y justicia mayor que es de aquesta Nueva-España, le cita y emplaza para ello, y se lo demandará usando de justicia, pues es crimen laesae majestatis lo que ha tentado, e que hace a Dios testigo de lo que ahora dice; y también le enviamos a decir que luego volviese al cacique gordo las mantas y ropa y joyas de oro que le habían tomado por fuerza, y asimismo las hijas de señores que nos habían dado sus padres, y mandase a sus soldados que no robasen a los indios de aquel pueblo ni de otros. Y después de puesta su cortesía y firmada de Cortés y de nuestros capitanes y algunos soldados, iba allí mi firma; y entonces se fue con el mismo fraile un soldado que se decía Bartolomé de Usagre, porque era hermano del artillero Usagre, que te nía cargo del artillería de Narváez; y llegados nuestros religiosos y el Usagre a Cempoal, adonde estaba el Narváez, diré lo que diz que pasó.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CXVII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo el fraile de la Merced fue a Cempoal, adonde estaba el Narváez e todos sus capitanes, y lo que pasó con ellos, y les dio la carta</em></p><p>Como el fraile de la Merced, llegó al real de Narváez, sin más gastar yo palabras en tornarlo a recitar, hizo lo que Cortés le mandó, que fue convocar a ciertos caballeros de los de Narváez y al artillero Rodrigo Martín, que así se llamaba, e al Usagre, que tenía también cargo de los tiros; y para mejor la atraer, fue un su hermano del Usagre con tejuelos de oro, que dio de secreto al hermano; y asimismo el fraile repartió todo el oro que Cortés le mandó, y habló al Andrés de Duero que luego se viniese a nuestro real con Cortés; y además desto, ya el fraile había ido a ver y hablar al Narváez y hacérsele muy gran servidor; y andando en estos pasos, tuvieron gran sospecha de lo en que andaba nuestro fraile, e aconsejaban al Narváez que luego le prendiese, e así lo querían hacer; y como lo supo Andrés de Duero, que era secretario del Diego Velázquez, y era de Tudela de Duero, y se tenían por deudos el Narváez y él, porque el Narváez también era de tierra de Valladolid o del mismo Valladolid, y en toda la armada era muy estimado e preeminente, el Andrés de Duero fue al Narváez y le dijo que le habían dicho que quería prender al fraile de la Merced, mensajero y embajador de Cortés; que mirase que ya que hubiese sospecha que el fraile hablaba algunas cosas en favor de Cortés, que no es bien prenderle, pues que claramente se ha visto cuánta honra e dádivas da Cortés a todos los suyos del Narváez que allá van; e que el fraile ha hablado con él después que allí ha venido e lo que siente de él es que desea que él y otros caballeros del real de Cortés le vengan a servir, e que todos fuesen amigos; e que mirase cuánto bien dice Cortés a los mensajeros que envía; que no le sale por la boca a él ni a cuantos están con él, sino «el señor capitán Narváez», e que sería poquedad prender a un religioso; e que otro hombre que vino con él, que es hermano de Usagre el artillero, que le viene a ver: que convide al fraile a comer, y le saque del pecho la voluntad que todos los de Cortés tienen. Y con aquellas palabras, y otras sabrosas que le dijo, amansó al Narváez. Y luego desque esto pasó, se despidió Andrés de Duero del Narváez, y secretamente habló al padre lo que había pasado; y luego el Narváez envió a llamar al fraile, y como vino, le hizo mucho acato, y medio riendo (que era el fraile muy cuerdo y sagaz) le suplicó que se apartase en secreto, y el Narváez se fue con él paseando a un patio, y el fraile le dijo: «Bien entendido tengo que vuestra merced me quería mandar prender; pues hágole saber, señor, que no tiene mejor ni mayor servidor en su real que yo, y tengo por cierto que muchos caballeros y capitanes de los de Cortés le querrían ya ver en las manos de vuestra merced; y ansí, creo que vendremos todos; y para más le atraer a que se desconcierte, le han hecho escribir una carta de desvaríos, firmada de los soldados, que me dieron que diese a vuestra merced, que no la he querido mostrar hasta ahora, que vine a pláticas, que en un río la quise echar por las necedades que en ella trae; y eso hacen todos sus capitanes y soldados de Cortés por verle ya desconcertar.» Y el Narváez dijo que se la diese, y el fraile le dijo que la dejó en su posada e que iría por ella; e ansí, se despidió para ir por la carta; y entre tanto vino al aposento del Narváez el bravoso Salvatierra; y de presto el fraile llamó a Duero que fuese luego en casa del Narváez para ver darle la carta; que bien sabía ya el Duero della, y aun otros capitanes de Narváez que se habían mostrado por Cortés, porque el fraile consigo la traía. sino porque tuviesen juntos muchos de los de aquel real y le oyesen. E luego como vino el fraile con la carta, se la dio al mismo Narváez, y dijo: «No se maraville vuestra merced con ella, ya que Cortés anda desvariando; y sé cierto que si vuestra merced le habla con amor, que luego se le dará él y todos los que consigo trae.» Dejémonos de razones del fraile, que las tenía muy buenas, y digamos que le dijeron a Narváez los soldados y capitanes que leyese la carta, y cuando la oyeron, dice que hacían bramuras el Narváez y el Salvatierra, y los demás se reían, como haciendo burla della; y entonces dijo el Andrés de Duero: «Ahora yo no sé cómo sea esto; yo no lo entiendo; porque este religioso me ha dicho que Cortés y todos se le darán a vuestra merced, y ¡escribir ahora estos desvaríos!» Y luego de buena tinta también le ayudó a la plática al Duero un Agustín Bermúdez, que era capitán e alguacil del real de Narváez, e dijo: «Ciertamente, también he sabido de este fraile de la Merced muy en secreto que como enviase buenos terceros, que el mismo Cortés vendría a verse con vuestra merced para que se diese con sus soldados; y será bien que envíe a su real, pues no está muy lejos, al señor veedor Salvatierra e al señor Andrés de Duero, e yo iré con ellos»; y esto dijo adrede por ver qué diría el Salvatierra. Y respondió el Salvatierra que estaba mal dispuesto e que no iría a ver un traidor; y el fraile le dijo: «Señor veedor, bueno es tener templanza, pues está cierto que le tendréis preso antes de muchos días.» Pues concertada la partida del Andrés de Duero, parece ser muy en secreto trató el Narváez con el mismo Duero y con tres capitanes que tuviesen modo con el Cortés cómo se viesen en unas estancas e casas de indios que estaban entre el real de Narváez y el nuestro, e que allí se darían conciertos donde habíamos de ir con Cortés a poblar y partir términos, y en las vistas le prendería; y para ello tenía ya hablado el Narváez a veinte soldados de sus amigos; lo cual luego supo el fraile del Narváez e del Andrés de Duero, y avisaron a Cortés de todo. Dejemos al fraile en el real de Narváez, que ya se había hecho muy amigo y pariente del Salvatierra, siendo el fraile de Olmedo y el Salvatierra de Burgos, y comía con él cada día. E digamos de Andrés de Duero, que quedaba apercibiéndose para ir a nuestro real y llevar consigo a Bartolomé de Usagre, nuestro soldado, porque el Narváez no alcanzase a saber de él lo que pasaba; y diré lo que en nuestro real hicimos.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CXVIII</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo en nuestro real hicimos alarde de los soldados que éramos, y cómo trajeron doscientas y cincuenta picas muy largas,&nbsp;&nbsp;&nbsp;&nbsp;&nbsp;&nbsp;&nbsp;&nbsp; con unos hierros de cobre cada una, que Cortés había mandado hacer en unos pueblos que se dicen los chinantecas, y nos imponíamos cómo habíamos de jugar dellas para derrocar la gente de a caballo que tenía Narváez, y otras cosas que en el real pasaron</em></p><p>Volvamos a decir algo atrás de lo dicho, y lo que más pasó. Así como Cortés tuvo noticia del armada que traía Narváez, luego despachó un soldado que había estado en Italia, bien diestro de todas armas, y más de jugar una pica, y le envió a una provincia que se dice los chinantecas, junto adonde estaban nuestros soldados los que fueron a buscar minas; porque aquellos de aquella provincia eran muy enemigos de los mexicanos e pocos días había que tomaron nuestra amistad, e usaban por armas muy grandes lanzas, mayores que las nuestras de Castilla, con dos brazas de pedernal e navajas; y envióles a rogar que luego le trajesen a do quiera que estuviesen trescientas dellas, e que les quitasen las navajas, e que pues tenían mucho cobre, que les hiciesen a cada una dos hierros, y llevó el soldado la manera cómo habían de ser los hierros; y como llegó, de presto buscaron las lanzas e hicieron los hierros; porque en toda la provincia a aquella sazón había cuatro o cinco pueblos, sin muchas estancias, y las recogieron, e hicieron los hierros muy más perfectamente que se los enviamos a mandar; y también mandó a nuestro soldado, que se decía Tovilla, que les demandase dos mil hombres de guerra, e que para el día de pascua del Espíritu Santo viniese con ellos al pueblo de Tampanequita, que ansí se decía, o que preguntase en qué parte estábamos, e que todos dos mil hombres trajesen lanzas; por manera que el soldado se los demandó, e los caciques dijeron que ellos vendrían con la gente de guerra; y el soldado se vino luego con obra de doscientos indios, que trajeron las lanzas, y con los demás indios de guerra quedó para venir con ellos otro soldado de los nuestros, que se decía Barrientos; y este Barrientos estaba en la estancia y minas que descubrían, ya otra vez por mí nombradas, y allí se concertó que había de venir de la manera que está dicho a nuestro real; porque sería de andadura diez o doce leguas de lo uno a lo otro. Pues venido el nuestro soldado Tovilla con las lanzas, eran muy extremadas de buenas; y allí, se daba orden y nos imponía el soldado e nos mostraba a jugar con ellas, y cómo nos habíamos de haber con los de a caballo, e ya teníamos hecho nuestro alarde y copia y memoria de todos los soldados y capitanes de nuestro ejército, y hallamos doscientos y seis, contados atambor e pífano, sin el fraile, y con cinco de a caballo, y dos artilleros y pocos ballesteros y menos escopeteros; y a lo que tuvimos ojo, para pelear con Narváez eran las picas, y fueron muy buenas, como adelante verán. Y dejemos de platicar más en el alarde y lanzas, y diré cómo llegó Andrés de Duero, que envió Narváez a nuestro real, e trajo consigo a nuestro soldado Usagre y dos indios naborias de Cuba, y lo que dijeron y concertaron Cortés y Duero, según después alcanzamos a saber.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CXIX</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo vino Andrés de Duero a nuestro real y el soldado Usagre y dos indios de Cuba, naborias del Duero, y quién era el Duero y a lo que venía, y lo que tuvimos por cierto y lo que se concertó</em></p><p>Y es desta manera, que tengo de volver muy atrás a recitar lo pasado. Ya he dicho en los capítulos más adelante destos que cuando estábamos en Santiago de Cuba, que se concertó Cortés con Andrés de Duero y con un contador del rey, que se decía Amador de Lares, que eran grandes amigos del Diego Velázquez, y el Duero era su secretario, que tratase con el Diego Velázquez que le hiciesen a Cortés capitán general para venir en aquella armada, y que partiría con ellos todo el oro y plata y joyas que le cupiese de su parte de Cortés; y como el Andrés de Duero vio en aquel instante a Cortés, su compañero, tan rico y poderoso, y so color que venía a poner paces y a favorecer a Narváez, en lo que entendió era a demandar la parte de la compañía, porque ya el otro su compañero Amador de Lares era fallecido; y como Cortés era sagaz y manso, no solamente le prometió de darle gran tesoro, sino que también le daría mando en toda la armada, ni más ni menos que su propia persona, y que, después de conquistada la Nueva-España, le daría otros tantos pueblos como a él, con tal que tuviese concierto con Agustín Bermúdez, que era alguacil mayor del real de Narváez, y con otros caballeros que aquí no nombro, que estaban convocados para que en todo caso fuesen en desviar al Narváez para que no saliese con la vida e con honra y le desbaratase; y como a Narváez tuviese muerto o preso, y deshecha su armada, que ellos quedarían por señores y partirían el oro y pueblos de la Nueva-España; y para más le atraer y convocar a lo que dicho tengo, le cargó de oro sus dos indios de Cuba; y según pareció, el Duero se lo prometió, y aun ya se lo tenía prometido el Agustín Bermúdez por firmas y cartas; y también envió Cortés al Bermúdez y a un clérigo que se decía Juan de León, y al clérigo Guevara, que fue el que primero envió Narváez, y otros sus amigos, muchos tejuelos y joyas de oro, y les escribió lo que le pareció que convenía, para que en todo le ayudasen; y estuvo el Andrés de Duero en nuestro real el día que llegó hasta otro día después de comer, que era día de pascua del Espíritu Santo, y comió con Cortés y estuvo hablando con él en secreto buen rato; y cuando hubieron comido se despidió el Duero de todos nosotros, así capitanes como soldados, y luego fue a caballo otra vez adonde Cortés estaba, y dijo: «¿Qué manda vuestra merced? que me quiero ir»; y respondióle: «Que vaya con Dios, y mire, señor Andrés de Duero, que haya buen concierto de lo que tenemos platicado; si no, en mi conciencia (que así juraba Cortés), que antes de tres días con todos mis compañeros seré allá en vuestro real, y al primero que le eche lanza será a vuestra merced si otra cosa siento al contrario de lo que tenemos hablado.» Y el Duero se rió, y dijo: «No faltaré en cosa que sea contrario de servir a vuestra merced»; y luego se fue, y llegado a su real, diz que dijo al Narváez que Cortés y todos los que estábamos con él sentía estar de buena voluntad para pasarnos con el mismo Narváez. Dejemos de hablar desto del Duero, y diré cómo Cortés luego mandó llamar a un nuestro capitán, que se dice Juan Velázquez de León, persona de mucha cuenta y amigo de Cortés, y era pariente muy cercano del gobernador de Cuba Diego Velázquez; y a lo que siempre tuvimos creído, también le tenía Cortés convocado y atraído a sí con grandes dádivas y ofrecimientos que le daría mando en la Nueva-España y le haría su igual; porque el Juan Velázquez siempre se mostró muy gran servidor y verdadero amigo, como adelante verán. Y cuando hubo venido delante de Cortés y hecho su acato, le dijo: «¿Qué manda vuestra merced?» Y Cortés, como hablaba algunas veces muy meloso y con la risa en la boca, le dijo medio riendo: «A lo que, señor Juan Velázquez, le hice llamar es, que me dijo Andrés de Duero que dice Narváez, y en todo su real hay fama, que si vuestra merced va allá, que luego yo soy deshecho y desbaratado, porque creen que se ha de hacer con Narváez; y a esta causa he acordado que por mi vida, si bien me quiere, que luego se vaya en su buena yegua rucia, y que lleve todo su oro y la fanfarrona (que era muy pesada cadena de oro), y otras cositas que yo le daré, que dé allá por mí a quien yo le dijere; y su fanfarrona de oro que pesa mucho, llevará al hombro, y otra cadena que pesa más que ella llevará con dos vueltas, y allá verá qué le quiere Narváez, y, en viniendo que se venga, luego irán allá el señor Diego de Ordás, que le desean ver en su real, como mayordomo que era del Diego Velázquez.» Y el Juan Velázquez respondió que él haría lo que su merced mandaba, mas que su oro ni cadenas que no las llevaría consigo, salvo lo que le diese para dar a quien mandase; porque donde su persona estuviese, es para le siempre servir, más que cuanto oro ni piedras de diamantes puede haber: «Ansí lo tengo yo creído, dijo Cortés, y con esta confianza, señor, le envío; mas si no lleva todo su oro y joyas, como le mando, no quiero que vaya allá.» Y el Juan Velázquez respondió: «Hágase lo que vuestra merced mandare»; y no quiso llevar las joyas. Y Cortés allí le habló secretamente, y luego se partió, y llevó en su compañía a un mozo de espuelas de Cortés para que le sirviese, que se decía Juan del Río. Y dejemos desta partida de Juan Velázquez, que dijeron que lo envió Cortés por descuidar a Narváez, y volvamos a decir lo que en nuestro real pasó: que dende a dos horas que se partió el Juan Velázquez, mandó Cortés tocar el atambor a Canillas, que ansí se llamaba nuestro atambor, y a Benito de Veguer, nuestro pífano, que tocase su tamborino, y mandó a Gonzalo de Sandoval, que era capitán y alguacil mayor, que llamase a todos los soldados, y comenzásemos a marchar luego a paso largo camino de Cempoal; e yendo por nuestro camino se mataron dos puercos de la tierra, que tiene el ombligo en el espinazo, y dijimos muchos soldados que era señal de victoria; y dormimos en un repecho cerca de un riachuelo, y sendas piedras por almohadas, como lo teníamos de costumbre, y nuestros corredores del campo adelante y espías y rondas; y cuando amaneció, caminamos por nuestro camino derecho, y fuimos a hora de mediodía a un río, adonde está ahora poblada la Villa Rica de la Veracruz, donde desembarcan las barcas con mercaderías que vienen de Castilla; porque en aquel tiempo estaban pobladas junto al río unas casas de indios y arboledas; y como en aquella tierra hace grandísimo sol, reposamos allí, como dicho tengo, porque traíamos nuestras armas y picas. Y dejemos ahora de más caminar, y digamos lo que al Juan Velázquez de León le avino con Narváez y con un su capitán que también se decía Diego Velázquez, sobrino del Velázquez, gobernador de Cuba.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo CXX</p><p>&nbsp;</p><p><em>Cómo llegó Juan Velázquez de León y el mozo de espuelas que se decía Juan del Río al real de Narváez, y lo que en él pasó</em></p><p>Ya he dicho cómo envió Cortés al Juan Velázquez de León y al mozo de espuelas para que le acompañase a Cempoal, y a ver lo que Narváez quería, que tanto deseo tenía de tenerlo en su compañía; por manera que ansí como partieron de nuestro real se dio tanta prisa en el camino, y fue amanecer a Cempoal; y se fue a apear el Juan Velázquez en casa del cacique gordo, porque el Juan del Río no tenía caballo, y desde allí se van a pie a la posada de Narváez. Pues como los indios de Cempoal le conocieron, holgaron de le ver y hablar, y decían a voces a unos soldados de Narváez que allí posaban en casa del cacique gordo, que aquel era Juan Velázquez de León, capitán de Malinche; y ansí como lo oyeron los soldados, fueron corriendo a demandar albricias a Narváez cómo había venido Juan Velázquez de León, y antes que el Juan Velázquez llegase a la posada del Narváez, que ya le iba a le hablar, como de repente supo el Narváez su venida, le salió a recibir a la calle, acompañado de ciertos soldados, donde se encontraron el Juan Velázquez y el Narváez, y se hicieron muy grande acatos, y el Narváez abrazó al Juan Velázquez, y le mandó sentar en una silla, que luego trajeron sillas, cerca de sí, y le dijo que por qué no se fue a apear a su posada; y mandó a sus criados que le fuesen luego por el caballo y fardaje, y le llevaba, porque en su casa y caballeriza y posada estaría; y Juan Velázquez dijo que luego se quería volver, que no venía sino a besarle las manos, y a todos los caballeros de su real, y para ver si podía dar concierto que su merced y Cortés tuviesen paz y amistad. Entonces dicen que el Narváez apartó al Juan Velázquez, y le comenzó a decir airado: cómo que tales palabras le había de decir de tener amistad ni paz con un traidor que se alzó a su primo Diego Velázquez con la armada. Y el Juan Velázquez respondió que Cortés no era traidor, sino buen servidor de su majestad, y que ocurrir a nuestro rey y señor, como envió e ocurrió, no se le ha de atribuir a traición, y que le suplica que delante dél no se diga tal palabra. Y entonces el Narváez le comenzó a hacer grandes prometimientos que se quedase con él, y que concierte con los de Cortés que se le den y vengan luego a se meter en su obediencia, prometiéndole con juramento que sería en todo su real el mas preeminente capitán, y en el mando segunda persona; y el Juan Velázquez respondió que mayor traición haría él en dejar al capitán, que tiene jurado, en la guerra y desampararlo, conociendo que todo lo que ha hecho en la Nueva-España es en servicio de Dios nuestro señor y de su majestad; que no dejará de acudir a Cortés, como acudía a nuestro rey y señor, y que le suplica que no se hable más en ello. En aquella sazón habían venido a ver a Juan Velázquez todos los más principales capitanes del real de Narváez, y le abrazaban con gran cortesía, porque el Juan Velázquez era muy de palacio y de buen cuerpo, membrudo, y de buena presencia y rostro y la barba muy bien puesta, y llevaba una cadena muy grande de oro echada al hombro, que le daba vueltas debajo el brazo, y parecíale muy bien, como bravoso y buen capitán. Dejemos deste buen parecer de Juan Velázquez y cómo le estaban mirando todos los capitanes de Narváez, y aun nuestro fraile de la Merced también le vino a ver y en secreto hablar, y asimismo el Andrés de Duero y el alguacil mayor Bermúdez, y pareció ser que en aquel instante ciertos capitanes de Narváez, que se decían Gamarra y un Juan Juste, y un Juan Bono de Quejo, vizcaíno, y Salvatierra el bravoso, aconsejaron al Narváez que luego prendiese al Juan Velázquez, porque les pareció que hablaba muy sueltamente en favor de Cortés; e ya que había mandado el Narváez secretamente a sus capitanes y alguaciles que le echasen preso, súpolo Agustín Bermúdez y el Andrés de Duero, y nuestro fraile de la Merced y un clérigo que se decía Juan de León, y otras personas que se habían dado por amigos de Cortés, y dicen al Narváez que se maravillan de su merced querer mandar prender al Juan Velázquez de León, que ¿qué puede hacer Cortés contra él, aunque tenga en su compañía otros cien Juan Velázquez? Y que mire la honra y acatos que hace Cortés a todos los que de su real han ido, que les sale a recibir y a todos les da oro y joyas, y vienen cargados como abejas a las colmenas, y de otras cosas de mantas y mosqueadores, y que a Andrés de Duero y al clérigo Guevara, y Amaya y a Vergara el escribano, y a Alonso de Mata y otros que han ido a su real, bien los pudiera prender y no lo hizo; antes, como dicho tienen, les hace mucha honra, y que será mejor que le torne a hablar al Juan Velázquez con mucha cortesía, y le convide a comer para otro día; por manera que al Narváez le pareció bien el consejo, y luego le tornó a hablar con palabras muy amorosas para que fuese tercero en que Cortés se le diese con todos nosotros, y le convidó para otro día a comer; y el Juan Velázquez respondió que él haría lo que pudiese en aquel caso; mas que tenía a Cortés por muy porfiado y cabezudo en aquel negocio, y que sería mejor que partiesen las provincias, y que escogiese la tierra que más SU merced quisiese; y desto decía el Juan Velázquez por le amansar. Y entre aquellas pláticas llegóse al oído de Narváez el fraile de la Merced, y le dijo, como su privado y consejero que va se le había hecho: «Mande vuestra merced hacer alarde de toda su artillería y caballos y escopeteros y ballesteros y soldados, para que lo vea el Juan Velázquez de León y el mozo de espuelas Juan del Río, para que Cortés tema vuestro poder e gente, y se venga a vuestra merced aunque le pese»; y esto lo dijo el fraile como por vía de su muy gran servidor y amigo, y por hacerle que trabajasen todos los de a caballo y soldados en su real. Por manera que por el dicho de nuestro fraile hizo hacer alarde delante del Juan Velázquez de León y el Juan del Río, estando presente nuestro religioso; y cuando fue acabado de hacer dijo el Juan Velázquez al Narváez: «Gran pujanza trae vuestra merced; Dios se lo acreciente.» Entonces dijo el Narváez: «Ahí verá vuestra merced que si quisiera haber ido contra Cortés le hubiera traído preso, y a cuantos estáis con él.» Entonces respondió el Juan Velázquez y dijo: «Téngale vuestra merced por tal, y a los soldados que con él estamos, que sabremos muy bien defender nuestras personas»; y ansí cesaron las pláticas. Y otro día llevóle convidado a comer al Juan Velázquez, y comía con el Narváez un sobrino del Diego Velázquez, gobernador de Cuba, que también era su capitán; y estando comiendo, tratóse plática de cómo Cortés no se daba al Narváez, y de la carta y requerimientos que le enviamos, y de unas palabras en otras, desmandóse el sobrino de Diego Velázquez, que también se decía Diego Velázquez como el tío, y dijo que Cortés y todos los que con él estábamos éramos traidores, pues no se venían a someter al Narváez; y el Juan Velázquez cuando lo oyó se levantó en pie de la silla en que estaba, y con mucho acato dijo: «Señor capitán Narváez, ya he suplicado a vuestra merced que no se consienta que se digan palabras tales como estas que dicen de Cortés ni de ninguno de los que con él estamos, porque verdaderamente son mal dichas: decir mal de nosotros, que tan lealmente hemos servido a su majestad»; y el Diego Velázquez respondió que eran bien dichas, y pues volvía por un traidor, que traidor debía de ser y otro tal como él, y que no era de los Velázquez buenos; y el Juan Velázquez, echando mano a su espada, dijo que mentía, que era mejor caballero que no él, y de los buenos Velázquez, mejores que no él ni su tío, y que se lo haría conocer si el señor capitán Narváez les daba licencia; y como había allí muchos capitanes, ansí de los de Narváez y algunos de los de Cortés, se metieron en medio, que de hecho le iba a dar el Juan Velázquez una estocada; y aconsejaron al Narváez que luego le mandase salir de su real, ansí a él como al fraile e a Juan del Río; porque a lo que sentían, no hacían provecho ninguno, y luego sin más dilación les mandaron que se fuesen; y ellos, que no veían la hora de verse en nuestro real, lo pusieron por obra. E dicen que el Juan Velázquez yendo a caballo en una buena yegua y su cota puesta, que siempre andaba con ella y con su capacete y gran cadena de oro, se fue a despedir del Narváez, y estaba allí con el Narváez el mancebo Diego Velázquez, el de la brega, y dijo al Narváez: «¿Qué manda vuestra merced para nuestro real?» Y respondió el Narváez, muy enojado, que se fuese, e que valiera más que no hubiera venido; y dijo el mancebo Diego Velázquez palabras de amenaza e injuriosas a Juan Velázquez, y le respondió a ellas el Juan Velázquez de León que es grande su atrevimiento, y digno de castigo por aquellas palabras que le dijo; y echándose mano a la barba, le dijo: «Para éstas, que yo vea antes de muchos días si vuestro esfuerzo es tanto como vuestro hablar»; y como venían con el Juan Velázquez seis o siete de los del real de Narváez, que ya estaban convocados por Cortés, que le iban a despedir, dicen que trabaron dél como enojados, y le dijeron: «Váyase ya y no cure de más hablar»; y así, se despidieron, y a buen andar de sus caballos se van para nuestro real, porque luego les avisaron a Juan Velázquez que el Narváez los quería prender y apercibía muchos de a caballo que fuesen tras ellos; e viniendo su camino, nos encontraron al río que dicho tengo, que está ahora cabe la Veracruz; y estando que estábamos en el río por mí ya nombrado, teniendo la siesta, porque en aquella tierra hace mucho calor y muy recio; porque, como caminábamos con todas nuestras armas a cuestas y cada uno con una pica, estábamos cansados; y en este instante vino uno de nuestros corredores del campo a dar mandado a Cortés que veían venir buen rato de allí dos o tres personas de a caballo, y luego presumimos que serían nuestros embajadores Juan Velázquez y el fraile y Juan del Río; y como llegaron adonde estábamos, ¡qué regocijo y alegrías tuvimos todos! Y Cortés ¡cuántas caricias y buenos comedimientos hizo al Juan Velázquez y a nuestro fraile! Y tenía mucha razón, porque le fueron muy servidores; y allí contó el Juan Velázquez paso por paso todo lo atrás por mí dicho que les acaeció con Narváez, y cómo envió secretamente a dar las cadenas y tejuelos de oro a las personas que Cortés mandó. Pues oír a nuestro fraile, como era muy regocijado, sabíalo muy bien representar, cómo se hizo muy servidor del Narváez, y que por hacer burla dél le aconsejó que hiciese el alarde y, sacase su artillería, y con qué astucia y mañas le dio la carta; pues cuando contaba lo que le acaeció con el Salvatierra y se le hizo muy pariente, siendo el fraile de Olmedo y el Salvatierra adelante de Burgos, y de los fieros que le decía el Salvatierra que había de hacer y aconteced en prendiendo a Cortés y a todos nosotros, y aun se le quejó de los soldados que le hurtaron su caballo y el de otro capitán; y todos nosotros nos holgamos de lo oír, como si fuéramos a bodas y regocijo, y sabíamos que otro día habíamos de estar en batalla; y que habíamos de vencer o morir en ella, siendo como éramos, doscientos y sesenta y seis soldados, y los de Narváez cinco veces más que nosotros. Volvamos a nuestra relación, y es que luego caminamos todos para Cempoal, y fuimos a dormir a un riachuelo, adonde estaba en aquella sazón una puente, obra de una legua de Cempoal, adonde está ahora una estancia de vacas. Y dejarlo he aquí, y diré lo que se hizo en el real de Narváez después que vinieron el Juan Velázquez y el fraile y Juan del Río, y luego volveré a contar lo que hicimos en nuestro real, porque en un instante acontecen dos o tres cosas, y por fuerza he de dejar las unas por contar lo que más viene a propósito desta relación.</p>