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Del período franquista la economía española surgió con una herencia que era, a la vez, la constatación de graves deficiencias y el testimonio de un cambio muy importante producido en un período excepcionalmente breve de tiempo. En el balance positivo habría que señalar la constatación de que la población activa agraria había pasado en el espacio de una generación desde un 50% a un 25% del total, proceso que en Francia se había producido en tres cuartos de siglo, medio siglo en Alemania y un tercio de siglo en Italia. La imagen de la España agraria tradicional, ese "intratable país de cabreros", al decir del poeta Gil de Biedma, fue simplemente liquidada durante el régimen de Franco. Sin embargo, España iniciaba su transformación política con un sector financiero más poderoso que eficiente, un gasto público reducido pero un intervencionismo estatal en materias económicas excesivo y a menudo contradictorio, y un sistema tributario muy arcaico caracterizado por defraudación generalizada y, consiguientemente, por la insuficiencia de recursos públicos. Ahora bien todo este conjunto de graves defectos no fue susceptible de modificación en el transcurso mismo de la transición. Precisamente una característica de la transición española a la democracia fue que se evitó solapar la acción política con la reforma económica; es muy probable que, si se hubieran dado a un tiempo, la consecuencia hubiera podido ser muy peligrosa para ambos procesos. Sólo cuando se dispuso de un grado suficiente de estabilidad política resultó posible emprender la tarea de saneamiento económico. "Me tocó gobernar en el peor momento de la crisis", ha escrito Calvo Sotelo en sus memorias. Esta afirmación, que es cierta y vale también para la etapa de Suárez, no exime de responsabilidad a quienes ejercieron el poder durante el período. Si las dificultades fueron muchas no cabe duda que, al mismo tiempo, acabaron volviéndose en contra de quienes ejercieron el poder como consecuencia de su aparente incapacidad para resolverlas. Pero es necesario remontarse al punto de partida para poder entender la magnitud de los problemas con los que se enfrentaron los políticos españoles de la época democrática. En 1973, con la crisis del petróleo, se planteó para una España que había cambiado mucho desde comienzos de siglo, una situación especialmente difícil. España, que a la altura de la Primera Guerra Mundial tenía una renta inferior a la mitad de la británica, llegaba ahora al comienzo de la libertad con dos tercios de ella. La economía española, sin embargo, se había comportado siempre como una economía de arrastre que había crecido aprovechando las oleadas expansivas de su entorno y haciéndolo a un ritmo muy superior. La crisis del petróleo hizo triplicar la factura pagada por su importación y supuso un golpe rudísimo equivalente a la disminución de un quinto en su capacidad adquisitiva en el exterior; como sucedió en otros países, se produjo un grave desequilibrio en la balanza de pagos y un rápido crecimiento de la deuda exterior. Lo que establece una clara diferencia entre el caso español y el de otros países es que, lejos de repercutir este incremento de los precios del crudo sobre el consumidor, se trató de evitar la repercusión en el consumidor. En realidad, sólo una porción mínima del incremento de los precios recayó sobre éste, lo que explica que, frente a lo que fue habitual en el mundo, se produjera un aumento del consumo. En definitiva los agentes económicos no tuvieron información suficiente que les pudiera hacer pensar que la crisis era grave. Los dirigentes políticos y económicos hicieron también un diagnóstico errado que partía de considerar la crisis como un fenómeno en definitiva no tan grave e intenso. Se consiguió, por tanto, retrasar la recesión pero la consecuencia fue también que la recuperación llegó mucho más tarde. Las decisiones tomadas en la política económica fueron distintas a las de los otros países europeos y también por otra razón, de índole política. Hay que tener en cuenta que en el período 1973-1977 hubo cinco Gobiernos, remodelaciones aparte; a ello hay que sumar la parálisis decisoria de la etapa final de la dictadura y la incertidumbre política de la etapa de transición. De esta manera se puede decir que el éxito de ese período fue tan sólo llegar a las elecciones tolerando una política permisiva al máximo. El inconveniente fue percibido también de un modo inmediato porque en 1977 ya había un porcentaje de paro superior al de los restantes países desarrollados europeos. Además, el resultado de no enfrentarse con la crisis económica con decisión y desde el primer momento fue que en España el efecto de la primera subida del petróleo no se había disipado cuando se produjo la segunda en 1979. La crisis no se llegaría a superar de una forma total sino en 1985-1986, con tres años de retraso con respecto al resto del mundo occidental. Sin embargo, hubo un factor político que influyó positivamente en la forma de enfrentarse a la crisis. En 1977, como en 1931, daba la sensación de que la democracia llegaba en el peor momento posible. En los meses centrales de ese año la inflación fue superior al 40%. En realidad, todo el período de la transición propiamente dicho (1976-1982) se caracterizó por un nivel de crecimiento muy bajo, tan sólo un 1.4%, cifra muy inferior a la de los años sesenta, pero también del crecimiento posterior a 1985. Los Pactos de La Moncloa fueron un procedimiento para evitar que la dureza en las reivindicaciones sociales hiciera imposible un acuerdo a la hora de redactar un texto constitucional. Hubo también un convencimiento en las fuerzas políticas de que la inflación a largo plazo no acarreaba bien alguno. Fue mérito especial de Fuentes Quintana el conseguir convencer a Suárez de esta realidad, aunque en ello empleó los meses entre julio y septiembre de 1977. Los Pactos de La Moncloa empezaron por constatar que la crisis existía y supusieron como respuesta la formulación de todo un paquete articulado de medidas no sólo coyunturales sino también estructurales. Los resultados de los pactos fueron positivos. A fines de 1977 la inflación se había reducido hasta el 26% y un año después estaba en el 16%; al mismo tiempo se hicieron reformas decisivas en el terreno fiscal, en el sistema financiero y en el Estatuto de los Trabajadores. Sin embargo, los resultados positivos conseguidos no pudieron prolongarse mucho tiempo más, en parte por la nueva crisis del petróleo pero también por la aparición de problemas políticos semejantes en entidad a los de la etapa posterior a la muerte de Franco. En 1981 la factura petrolífera alcanzó el récord de toda la década: en ese año las compras de crudo supusieron el 50% de la exportación. Además entre 1979 y 1982 hubo tres Gobiernos débiles, que contaron en su contra con una oposición implacable, ejercida por los socialistas. Eso explica la demora en las tomas de decisiones, la falta de consenso en la mayor parte de ellas y la irresponsabilidad en el gasto, con los consiguientes resultados lamentables. Se tardó mucho en elaborar un plan energético nacional (hasta 1979) y, por si fuera poco, se previó una ampliación de la capacidad de producción que resultó por completo irreal. Las primeras medidas relativas a la reconversión industrial no se aprobaron hasta 1981, cuando en otros países se habían puesto en práctica hacía ya mucho tiempo. Tampoco había proseguido la labor de reformas, necesaria en muchos terrenos como el fiscal o el de la liberalización y saneamiento del sistema financiero. A pesar de que en 1981 se llegó a un acuerdo nacional acerca del empleo, la tasa de paro alcanzó la cifra récord entonces del 15%. Al concluir 1982 España registraba la más alta tasa de paro de toda la OCDE y se situaba en inflación y déficit público bastante por encima de la media europea. En los años 1980 y 1981 el crecimiento económico fue negativo y la balanza de pagos, gravemente deficitaria. Lo peor era, por supuesto, la tasa de paro, que si en parte obedecía a razones semejantes a las de otros países europeos, también tenía características especiales para el caso español. Entre 1978 y 1984 se destruyó algo más del 20% del empleo industrial en España, tasa superior a la de Francia o Italia aunque inferior a la británica. La gravedad del paro en España se explica por la llegada al mercado de trabajo de un número muy importante de jóvenes, por el regreso de los emigrantes y por la incorporación de la mujer al trabajo. No cabe la menor duda, finalmente, de que se trataba de un mercado de trabajo caracterizado por la falta de flexibilidad y sus costes crecientes, inferiores a la productividad, en el que además la capacidad reivindicativa era alta, contribuyó también a facilitar el paro. Se ha calculado que durante la crisis la industria española perdió 3,5 puntos porcentuales en costes y 6,5 en competitividad con respecto a la europea. El programa electoral del PSOE en 1982 fue, en lo que respecta a materias económicas, un ejercicio de paleontología política. Lo peor del caso es que ni siquiera era necesario proponer un programa de directa creación de empleo por parte del sector público para obtener la victoria, dadas las condiciones de los oponentes. En la práctica, sin embargo, la política económica seguida no tuvo nada que ver con el programa electoral. El Gobierno, en el que la principal responsabilidad en estas cuestiones recayó en Boyer (que, en definitiva, había pertenecido a UCD en la fase inicial de la transición) actuó con total autonomía con respecto al partido y tuvo el apoyo y la colaboración de técnicos cuya posición ideológica se situaba en el extremo más moderado del espectro socialdemócrata. En realidad se puede decir que muchos de esos responsables políticos hubieran sido intercambiables con los que ocuparon los principales cargos en la época de UCD. Además, tampoco se modificó con el transcurso del tiempo la significación del equipo gubernamental: Boyer, Solchaga y Solbes se sitúan en coordenadas semejantes. El cambio decisivo producido con el advenimiento de los socialistas al poder reside en el contexto político del que se beneficiaron, sin duda mucho más estable al estar dotado de una sólida mayoría parlamentaria. La prioridad básica de la política económica estuvo constituida por la lucha contra la inflación, que se hizo pasar del 14 al 8% en el período entre 1982 y 1985. El ajuste se hizo pesar sobre el empleo con gran intensidad, de tal modo que en vez de crearse más puestos de trabajo lo que hubo fue un incremento del paro, que pasó del 16 al 22% en el mismo período. El desequilibrio exterior quedó superado y se llegó a un superávit importante. Con ello se sentaron las bases para un posterior crecimiento económico con consecuencias directas e inmediatas sobre el empleo. En realidad, la política económica de estos años iniciales del decenio socialista fue una operación de saneamiento más que de reforma; su ritmo fue lento y quizá sus costes resultaron excesivos. Sin embargo, como balance de ella predominan las luces sobre las sombras. Entre las segundas desempeña un papel especial la expropiación y posterior privatización de Rumasa, que resultó más que discutible desde el punto de vista jurídico y tuvo el inconveniente complementario de provocar una presión del Ejecutivo sobre el Tribunal Constitucional que tuvo consecuencias políticas graves; además, resultó una operación muy gravosa para el erario público al mismo tiempo que favorecía a determinados intereses privados. El coste de la operación de saneamiento del sistema financiero privado fue también muy alto (dos billones de pesetas). Los resultados fueron poco positivos en lo que respecta a la reforma del sector público; igualmente la reconversión industrial resultó en exceso onerosa para el erario. Toda esa acumulación de dificultades tuvo como consecuencia el grave déficit, que se vio multiplicado por algunas de las medidas redistributivas emprendidas por el Gobierno. En cuanto a las luces hay que dejar claro que no sólo resultaron evidentes sino que incluso cabe decir que fueron espectaculares. A la altura de 1985 la inflación era ya inferior al 9% y desde 1984 la balanza de pagos ofreció resultados positivos. Pero, sobre todo, en lo que se apreció de manera especial la buena gestión económica de los socialistas fue en lo que respecta al nivel de crecimiento: en 1987 el PIB español subió más del 5% y en ese nivel se mantuvo los dos años siguientes. España dio en esos momentos la sensación de ser un nuevo caso de milagro económico, lo que explica que se convirtiera en motivo de atracción para los capitales extranjeros de diversas procedencias; en 1992 era el tercer país del mundo en reservas de divisas, tras Japón y Taiwan y superando a Estados Unidos. Se explica así el furor megalómano del que fue espectadora España en ese año cuando nuestro país fue a la vez huésped de una Exposición Universal y unas Olimpiadas. La verdad es que en esta fase alcista del ciclo no había sucedido otra cosa que la recuperación por nuestro país de la distancia que mantenía con la media europea en 1975 que, en años posteriores, se había hecho cada vez más grande. Pronto empezaron a percibirse que los problemas de la economía española no habían desaparecido como por ensalmo. En primer lugar la apertura de la economía española a la europea tuvo como consecuencia un grave déficit de la balanza de pagos, que si pudo compensarse con copiosas entradas de capital luego empeoró cuando éstas se paralizaron a partir de 1991-1992. Este último año se hizo patente la sobrevaloración de la peseta, que mantenía una ficticia sensación de prosperidad. Junto a estos problemas, que no eran sólo de coyuntura pero que se podían vincular a ella, había otros más de fondo. La realidad es que en lo que respecta al paro, probablemente debido a la falta de flexibilidad del mercado laboral, nunca se consiguió que bajara más allá del 16%. Algo parecido cabe decir de la inflación, que se situó alrededor del 7% en los mejores años del crecimiento económico. En cuanto al rigor presupuestario se puede decir que en realidad nunca existió, ni siquiera en el momento en que la situación económica era mejor y por lo tanto aumentaba la recaudación. No sólo los gastos del año 1992 testimonian esta falta de rigor presupuestario, sino que éste se aprecia, por ejemplo, en el hecho de que en el período de una década se incrementara el número de empleados públicos en un millón y medio de personas. En 1992 el crecimiento económico se había estancado y daba la sensación de que se iniciaba una etapa recesiva que, una vez más, como en anteriores ocasiones, podía llegar a ser más grave que en el resto de Europa. La recuperación sólo se inició con la segunda mitad de la década.
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El progreso económico durante el siglo IV a.C. fue acompañado de una intensificación de las relaciones con la Magna Grecia y con el mundo cartaginés. En el 348 a.C. se renovó el tratado de Roma con Cartago. Los comerciantes llegaron a ser en Roma un componente muy importante de la nueva plebe urbana. La penetración romana en Campania fue acompañada por la construcción de la vía Apia que unía Roma con Capua (312 a.C.). El nombre se debe al censor Apio Claudio el Ciego. Esta vía facilitó los intercambios económicos con el sur de Italia. Es indicativo de este empuje comercial el que algunos historiadores concedan a este sector mercantil romano, relacionado con el área de la Magna Grecia (entre los cuales habría sin duda elementos campanos admitidos en la clase dirigente romana), un peso decisivo en la posterior política anticartaginesa de Roma. También en este contexto de relaciones se llevó a cabo la primera acuñación romana en plata, sobre modelo griego. La arqueología nos ofrece pruebas exhaustivas de estas relaciones durante el siglo IV a.C. y comienzos del III. Así, por ejemplo, en la decoración del sarcófago de L. Cornelio Escipión Barbado se utilizan motivos arquitectónicos griegos. También ha aparecido en Roma gran cantidad de cerámica griega de esta época aunque, precisamente a comienzos de este siglo IV, es cuando Roma empieza a crear su propia cerámica local, respuesta en cierto modo a la cerámica pintada de estilo griego. Esta cerámica, conocida como Genulicia, tenía claras influencias de la cerámica roja del sur de Italia y de Etruria. En los inicios del siglo III a.C. comienza a elaborarse una cerámica mucho más fina y decorada en negro, que imita los objetos de metal griego. Esta profunda e intensa helenización de Roma en esta época, que se aprecia, como vemos, en el plano económico-comercial, trascendió a muchos otros aspectos ideológicos del mundo romano. Así, por ejemplo, el pitagorismo constituyó durante esta época la cultura oficial de la elite romana. Se introdujeron nuevos cultos de dioses de la guerra y de la victoria, incluida la Victoria misma. Entre estos dioses es especialmente importante el culto a Hercules Invictus, estrechamente vinculado a los modelos griegos, cuyo arraigo en el mundo romano pronto alcanzó gran difusión.
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Debemos partir de una premisa: que el retrato en la Península Ibérica se rige por parámetros similares a los que definen los retratos metropolitanos. Sin embargo, a pesar de este sentido unitario del retrato romano, no debemos olvidar que los particulares determinan con mayor libertad los encargos de taller. Durante varios siglos los habitantes de Hispania perfilarán la línea artística del género y reflejarán gustos propios y rasgos genuinos de su personalidad. El inicio del retrato romano en nuestro país, rigurosamente analizado por Pilar León Alonso, viene de la mano de los primeros moradores de las regiones romanizadas tempranamente, Tarraconense y Baetica. La situación hispana, por otra parte, no era homogénea en la tradición escultórica prerromana; existían zonas -como la del este y sur- con arraigada plástica indígena ibérica, mientras otras -centro, norte y oeste- carecían de estos precedentes. El resultado de este fenómeno, como es lógico, se caracterizará por la diversidad. Los primeros retratos en el tiempo hallados en nuestro territorio mantienen un rasgo unitario: es el denominado realismo de tradición tardorrepublicana, que repite un prototipo físico de varón maduro y un mismo esquema formal de cabeza-retrato para colocar sobre una estatua. En todos es constante una acusada sequedad en el tratamiento de las facciones y la coordinación de las partes del rostro, así como un modelado duro de la superficie dérmica. En la repetición de este esquema, explicada tradicionalmente por el deseo de personalización del retratado, también pudo influir la escasez de repertorio técnico en el tallado de la piedra. Los tres grandes núcleos de retratos que podemos encuadrar bajo el mismo patrón inicial los localizamos en la Tarraconense, Bética y Lusitania. Aunque estilísticamente forman un bloque similar, la cronología varía en cada uno de ellos. Existe en Barcelona un rico grupo de cabezas-retrato que han sido consideradas como expresión temprana de la retratística producida en el solar hispano. Los paralelos mejores de este bloque están en retratos norteitálicos, concretamente de Aquileia. Queda así explicada para esta área la introducción e impacto de los moldes retardatarios. La Bética no es ajena a este fenómeno temprano, y a través de varios e interesantes ejemplos -retratos de desconocidos de Córdoba, Jerez y Cádiz- es posible detectar una corriente productiva definida por los rasgos citados anteriormente. Una mayor elaboración y cuidado en el tratamiento de la piedra caracteriza este conjunto bético, lo que pudiera relacionarse con un sustrato anterior conocedor de los usos de la plástica. El núcleo lusitano sitúa en Emerita el enclave productivo de este momento. En los ejemplos emeritenses se intuye un avance con respecto a los anteriores, fruto de la secuencia cronológica. La ausencia de una base técnica implica, sin duda, el asentamiento de talleres foráneos en Augusta Emerita. Parece fuera de duda que los inmigrantes itálicos que llegaron a Hispania formaron talleres a los que se adscriben maestros locales, de ahí el dispar nivel de calidad de los retratos de esta fase. En la seriación de ciertos conjuntos, como el barcelonés o emeritense, destacan las obras cabezas de serie frente a la producción repetitiva y estandarizada que forma el grueso de dichas colecciones. Otra nota interesante y común a las distintas regiones peninsulares es la perpetuación de estos esquemas en los retratos particulares durante una buena etapa temporal; la explicación es fácil si pensamos que, debido a la carencia de tradición anterior, era necesaria una fase formativa para la mano de obra autóctona. Una vez que esta etapa concluye, permanecerán con fuerza los modelos de prestigio importados, estando ajenos los encargos particulares a las novedades metropolitanas. Tal vez producto exclusivo del azar sea el hecho de que un elevado porcentaje de estas obras corresponda a retratos masculinos, aunque tampoco hay que desechar la posibilidad de que la representación femenina estuviera restringida por el rol secundario desempeñado por la mujer. Citamos como muestra de retratos femeninos de tradición anclada en el pasado los de Ampurias, en el Museo de Barcelona, y el de El Coronil (Sevilla).
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Evolución historiográfica37 El manuscrito original de don Hernando Colón se ha perdido. No obstante, sabemos por el prólogo que fue Luis Colón, Tercer Almirante de las Indias y sobrino de don Hernando quien lo cedió a Baliano de Fornari, persona principal de Génova. Este se comprometió a editarlo en castellano, italiano y latín. Con tal propósito se desplazó a Venecia y encargó la edición a Juan Bautista Marino, quien a su vez delegó en Moleto. Por fin, la obra vio la luz en Venecia el 25 de abril de 1571. De las tres ediciones proyectadas (español, italiano y latín) sólo apareció la versión italiana. El encargado de hacer la traducción del manuscrito original fue el hidalgo extremeño Alfonso de Ulloa, quien tenía en su haber más de media vida en Italia, experiencia en este trabajo y reconocida fama. El título con que apareció el escrito de don Hernando en italiano fue el siguiente: Historie del S. D. Fernando Colombo; nelle s´ha particolare et vera relatione della vita e de fatti dell´Ammiraglio D. Christoforo Colombo, suo padre. Esta obra alcanzó pronto gran difusión por Italia y fuera de ella. La primera edición en castellano no llega hasta 1749 y la realizó con muchos errores A. González Barcia, titulándola Historia del Almirante D. Cristóbal Colón. Este título o el más abreviado de Historia del Almirante no se corresponde con la traducción literal italiana (historie: historias, relatos, narraciones); sin embargo, hizo fortuna y hoy se acepta sin más discusión. Como ediciones más modernas y mejores que la de Barcia se deben destacar principalmente dos: la preparada por Manuel Serrano y Sanz,: Historia del Almirante don Cristóbal Colón, Madrid, 1932, a la que aludiremos al final de este capítulo; y la que realizó Ramón Iglesia: Vida del Almirante don Cristóbal Colón (México, 1947). Desde hace más de un siglo se viene discutiendo sobre la autenticidad de la Historia del Almirante. Y la llama sigue aún viva. Hay opiniones para todos los gustos, que en un ejercicio de apretadísima síntesis podríamos clasificar en tres grupos, principalmente: a) Los que niegan que Hernando sea el autor total o parcial de la obra. Bartolomé José Gallardo y H. Harrisse fueron sus primeros animadores, a principios del último tercio del siglo pasado. Atribuyeron a pluma impostora --que no a Hernando-- la labor de quitar, poner, olvidar y confundir. Entrados en el siglo XX, algunos relacionarán esa pluma impostora con Bartolomé de Las Casas, tras de lo cual los gritos lascasistas hicieron retumbar los cielos y corrió tinta a raudales. b) Un segundo grupo lo forman aquellos que aceptan a Hernando como autor de una parte de la Historia del Almirante, aquella que se refiere a los viajes y descubrimientos colombinos, pero rechazan como impropios de su mano otros capítulos, especialmente los primeros, aquellos que tratan de la etapa colombina anterior a 1492; ven interpolaciones por todas partes. Sin embargo, se mueven en el terreno de la conjetura, razonable muchas veces y siempre discutible. c) Un tercer grupo defiende que la Historia del Almirante es obra totalmente hernandina, pero reconoce al mismo tiempo que por diversos motivos (sea por culpa o interés del propio Hernando, sea por ligereza o desconocimiento del traductor del manuscrito español al italiano) dicha obra no es del todo fiable. La enojosa parcialidad de Hernando y la tendenciosa manera que tenía de enjuiciar todo lo que afectara negativamente a su padre, están siendo aclaradas sin cesar por los historiadores. Y cuanto más se esclarecen los enigmas colombinos, mayor lógica adquiere toda la sarta de imprecisiones, lagunas informativas, aparentes incoherencias, etc., que a muchos habían parecido incomprensibles, tratándose de una personalidad como la de don Hernando. Hemos insistido en los puntos más conflictivos, más polémicos. Sin embargo, nadie pone en duda los valores de la Historia del Almirante. Es una fuente de manejo imprescindible para el historiador del descubrimiento de América. Algunos documentos colombinos hoy perdidos los conocemos gracias a esta obra; la discutida carta de Toscanelli sólo es transmitida por Hernando; el relato de fray Ramón Pané merece en favor de don Hernando todas las alabanzas imaginables por haberlo incluido en su obra y salvado para la posteridad; su relato del cuarto viaje colombino siendo testigo del mismo lo convierten en pieza capital. Y así un sinfín de pasajes, testimonios y noticias varias desgranados a lo largo de todas sus páginas. Nos ha hervido de texto base para esta edición el que publicara Manuel Serrano y Sanz en 1932, si bien con algunas modificaciones de léxico y de puntuación, con el fin de lograr una mayor claridad. También hemos realizado correcciones en algunos giros, a la vez que rectificado ciertos errores que no constaron en la versión italiana, Y todas las variaciones efectuadas han sido debidamente contrastadas con la versión italiana de Alfonso de Ulloa.
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La llegada al solio de Alejandro III (1159-1181), el antiguo canonista Rolando Bandinelli, significó la puesta en práctica de las nuevas ideas antiheréticas. En su correspondencia con Enrique de Reims y Luis VII de Francia, el Pontífice se mostraba fiel a las ideas de Graciano al defender la necesaria colaboración entre los dos poderes contra la herejía. Sin embargo, y como novedad, el Papa señalaba la necesidad de que los obispos se informasen "ex officio" sobre la existencia de disidentes en sus diócesis, al objeto de proceder contra ellos tras incoar los correspondientes procesos. De acuerdo con estas ideas y ante la creciente amenaza que suponía el catarismo, Alejandro III promovió la convocatoria del concilio de Tours de 1163, en donde se sentaron las bases del futuro sistema inquisitorial. En adelante el viejo procedimiento acusatorio seria sustituido por otro indagatorio en el que las autoridades eclesiásticas actuaban de oficio en su búsqueda de los herejes. Una vez convictos los culpables serian remitidos a la autoridad civil que procedería a su encarcelamiento y a la incautación de sus bienes. El III Concilio de Letrán en 1179, en su canon 27, reafirmó los acuerdos de Tours, al tiempo que identificaba por vez primera de manera oficial la cruzada contra los herejes con la que tenia como destino Palestina. Sin embargo, siguió sin estar claro el concreto procedimiento que los obispos deberían seguir en su actuación antiherética, así como los aspectos que regularían la colaboración con las autoridades civiles. Estas dificultades se tuvieron en cuenta en la promulgación, ya durante el pontificado de Lucio III (1181-1185) de la bula "Ad Abolendam" (1184). Redactada en Verona en presencia del emperador Federico I, la bula (que se transformaría en decretal en tiempos de Gregorio IX), recalcaba el auxilio debido a la Iglesia, bajo pena de excomunión, por parte de los señores laicos en la lucha contra la herejía. Las investigaciones episcopales se sistematizaban además en las visitas episcopales (dos al año como mínimo), destacándose siempre la actuación "ex officio". El pontificado de Inocencio III (1198-1216), otro antiguo canonista, discípulo directo del gran Huguccio, significó un nuevo impulso para el sistema inquisitorial. Ya en 1199 el Papa promulgó la bula "Vergentis in senium". Tras revalidar los acuerdos de 1184, el documento calificaba por primera vez oficialmente a la herejía como "crimen de lesa majestad". Algunos años más tarde, el concilio de Aviñón (1209) organizaba las comisiones parroquiales, compuestas por un sacerdote y varios fieles, destinadas a indagar y denunciar la presencia de herejes en el ámbito local. También bajo el pontificado de Inocencio III, el IV Concilio de Letrán establecía en su canon 3 los llamados "tribunales especiales", que bajo dependencia episcopal estaban encargados de entregar a los herejes convictos al brazo secular para que este les administrase la "animadversio debita". Se fijaba así el orden básico del futuro derecho procesal de la Inquisición. Aunque durante el pontificado de Honorio III (1216-1227) no se dieron mayores novedades en la legislación eclesiástica, fueron ya evidentes en cambio los síntomas de acercamiento por parte del poder civil. Así, las decisiones lateranenses se convirtieron en normas civiles en la mayoría de los reinos occidentales. Mas el mejor ejemplo de este espíritu de colaboración vino dado al concretarse por la autoridad secular el concepto, hasta entonces vago, de la "animadversio debita", asociado a partir de 1224 en el Imperio con la muerte en la hoguera. En 1229 Francia adoptó el mismo parecer, pasando al fin a la legislación pontificia en 1231. El pontificado de Gregorio IX (1227-1241) significó el culmen del largo proceso de gestación del sistema inquisitorial. Vencido el catarismo por las armas en 1229, ese mismo año el concilio de Toulouse dedicó buena parte de su articulado a extirpar definitivamente la herejía. Se crearon tribunales permanentes con poderes episcopales delegados, en tanto que se auspiciaba la delación sistemática mediante la creación de la figura del testigo anónimo. Las comisiones parroquiales pasaron ahora a estar participadas por oficiales regios, si bien se mantuvo la supremacía episcopal en el proceso. Junto a la pena de hoguera contra impenitentes o relapsos, se dictaron medidas contra los encubridores y arrepentidos, apareciendo también la obligación de portar vestiduras infamantes. Por la constitución "Excommunicamus" de 1231 se ratificaban con valor universal tanto los acuerdos de Toulouse como la legislación imperial de 1224 referente a la "animadversio debita", que debería ser aplicada por el brazo secular en un plazo no superior a los ocho días. Quedaban prohibidos también los coloquios en materia de fe, endureciéndose en general las penas contra los herejes y consolidándose el derecho procesal. Así, se prohibía toda apelación del encausado a una instancia superior al tribunal de diócesis, privándosele además de defensa mediante abogado. Se potenciaba la delación con recompensas económicas, ampliándose la pérdida de derechos civiles y eclesiásticos a los familiares del reo hasta la segunda generación. El proceso se convertía en secreto en todas sus fases, corriendo las costas a cuenta de los encausados. Por esas mismas fechas el senador romano Annibaldo redactaba los llamados "Estatutos romanos", en donde aparecía por primera vez el término "inquisitor" en su sentido técnico de investigador religioso que actuaba de oficio. Los citados estatutos, unidos a la constitución pontificia se convirtieron pronto en manual oficioso de Derecho penal y procesal en las causas contra los herejes. Bajo el nombre de "Estatutos de la Santa Sede" el mismo Gregorio IX potenció su difusión y puesta en práctica a nivel diocesano. Finalmente, y ante el débil celo manifestado en general por los obispos en la aplicación de las nuevas medidas, Gregorio IX decidió la creación de la Inquisición pontificia mediante la bula "Ille Humani Generis" de 1232. En adelante grupos de monjes, generalmente dominicos, aunque posteriormente también franciscanos, serían enviados a cada diócesis en calidad de jueces plenipotenciarios en el "negotium fidei et paces". Los tribunales episcopales pasaron a desempeñar un papel secundario por más que se les reconociera oficialmente una labor de coordinación. Algunos años más tarde, Inocencio IV (1243-1254) mediante la bula "Ad Extirpanda" (1252) introducía la tortura en el interrogatorio a los acusados de herejía, culminando así, de forma harto significativa, el sistema inquisitorial. De hecho, la introducción de la tortura no se concebía tanto como un método para obtener la verdad, cuanto como prueba en sí, en el sentido de las ordalías altomedievales. La claudicación ante la tortura implicaba así una directa e inapelable acusación del Creador contra el reo. Finalmente, respecto a la actuación práctica de los tribunales inquisitoriales, dependió en gran parte de la voluntad de los obispos, que después de todo habían visto recortadas sus tradicionales prerrogativas. La actitud de los monarcas y autoridades laicas se mostró a menudo también poco favorable respecto a unas intervenciones pontificias juzgadas como intromisiones. La disparidad geográfica y temporal fue por ello norma. Entre los países que más reticentes se mostraron a la actuación papal destacaron Castilla e Inglaterra, que simplemente renunciaron a introducir el nuevo tribunal. En otras naciones en donde sí se implantó, las reticencias fueron a menudo notables. Así, en los casos de Italia, el Imperio y Francia del norte, donde inquisidores excesivamente celosos perdieron en ocasiones sus vidas. Fue una vez más en el Midi donde la Inquisición demostró sus enormes capacidades. Desde su cuartel general de la Universidad de Toulouse, los dominicos procedieron a partir de 1229 a una terrible represión. El catarismo, reducido al ámbito rural, fue sistemáticamente extirpado por las actuaciones inquisitoriales, siempre apoyadas por los oficiales enviados por París.
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La primera etapa del retablo seiscentista -que abarca fechas difíciles de precisar, pues si en los centros creadores no dura más allá del primer tercio del siglo, en los meramente receptores y repetidores puede alargarse hasta bien entrado el segundo- se puede definir como una prolongación del clasicismo arraigado plenamente a finales del siglo XVI, cuyo máximo exponente fue el retablo diseñado por por Juan de Herrera para la basílica del monasterio de El Escorial. En ella se atiende de preferencia a la estructura y dispositivo arquitectónico, claramente ordenado en cuerpos, calles y entrecalles separados y diferenciados por soportes y entablamentos. Las calles, que pueden ser tres o cinco, se separan mediante columnas, pilastras o por medio del binomio más plástico de pilar-columna adosada o entrega. Abundan los tableros pintados o esculpidos y las imágenes de bulto, de tal suerte que el factor narrativo e iconográfico se equilibra, cuando no supera, al tectónico y constructivo. En los soportes se superponen los órdenes clásicos: dórico en el primer piso, jónico en el segundo y corintio en el tercero y, a veces, compuesto en el ático. Sin embargo, a medida que avanzaba el tiempo, se prefirió usar en todos los cuerpos el corintio, diseñado conforme a la gramática de Vignola, por ser el más vistoso y decorativo de todos a causa de su carácter floral. Como residuos no eliminados del manierismo, a veces los fustes llevan decorado su tercio inferior con ornatos vegetales y fitomorfos o con estrías helicoidales y en zig-zag que, en un número menor de casos, pueden extenderse al fuste entero. Por lo general la trama ornamental que afecta a ésta y otras partes del retablo, como netos de las columnas, marcos de los tableros y hornacinas frisos de los entablamentos, etc., es de sesgo duro, geométrico, estilizado y abstracto, compuesta de roleos, bandas, agallones, puntas de diamante y cosas similares; repertorio decorativo que procede aún de libros y comentarios de arquitectura -casi siempre glosas al tratado de Serlio- hechos por autores generalmente nórdicos. La planimetría del retablo suele ser plana, inerte y rígida, que se traduce en un alzado amoldado a la forma del ábside de la iglesia; si éste es, por ejemplo, poligonal, el retablo se despliega en paneles acodados como los de un biombo. Lo único que destaca y resalta plásticamente respecto del fondo son los soportes, particularmente si están formados por el binomio ya dicho de pilar columna adosada, agitándose tímidamente los entablamentos a este tenor en débiles entrantes y salientes. Aunque la ingente multitud de retablos de esta primera fase puede reducirse al común denominador descrito, existen, claro está, múltiples variantes regionales, provinciales y locales en el amplio espectro de toda España que no cabe obviamente recoger aquí. De todas formas la uniformidad es mayor en el centro de la Península por el avasallador influjo que ejercen los modelos cortesanos debidos a los epígonos de Juan de Herrera, mientras en la periferia la libertad inventiva fue bastante mayor, si bien es verdad que ésta afectó propiamente a los pormenores decorativos más que a la estructura arquitectónica. La segunda etapa que, hablando en términos generales, comprende la segunda mitad del siglo XVII y se adentra por períodos más largos o cortos del siglo siguiente según las diferentes regiones, podría calificarse de creación y expansión del retablo barroco castizo o genuinamente hispánico. Este retablo barroco castizo fue tal porque apenas se hizo permeable a influencias extrañas y se gestó por entero dentro de la Península Ibérica. Se condensa particularmente en la plétora decorativa que fue invadiendo, como la hiedra, el organismo arquitectónico de tal manera que acabó ahogándolo y oscureciéndolo. Acaso ello se debió a que, si en la primera fase la traza del retablo estuvo en manos de arquitectos profesionales o personas que estaban muy al tanto de las leyes y sustancia de la arquitectura, ahora cayó en poder de escultores, pintores, tallistas o simples decoradores y ornamentistas quienes, dominadores de todos los recursos del dibujo, tenían a gala "llenar el proyecto con toda clase de primores y ringorrangos", como afirmó Francisco Pacheco en su "Arte de la Pintura" (1654). En ello, al fin y al cabo, el retablo experimentó el mismo cambio y siguió idéntico rumbo al de la arquitectura coetánea. El soporte preferido fue en un primer momento la columna salomónica o turbinada, como acertadamente la llamó en México don Carlos Sigüenza y Góngora, cuyo fuste de cinco o seis espiras y revueltas resultaba mucho más vistoso y dinámico que el clásico habitual; fuste que muchas veces, al estar cuajado de hojas de parra y pámpanos de vid tallados, se transformó emblemáticamente en símbolo eucarístico, resultando su uso muy apropiado a los retablos de este tipo. Se ha hablado siempre del impacto que produjeron en España las columnas salomónicas del baldaquino de Bernini en la basílica de San Pedro, pero no ha de olvidarse que la tal columna salomónica debió ser conocida entre nosotros desde mucho antes a través de las pinturas -como las de Pellegrino Tibaldi en el patio de los Evangelistas del monasterio de El Escorial o los tapices de Pedro Pablo Rubens de las Descalzas Reales de Madrid- o a través de los tratados que consignaban su existencia y galibación (la Regla de Vignola), la proponían como componente de un nuevo y original orden salomónico íntegro (fray Juan Riccci de Guevara) o la conectaban muy directamente con el templo de Salomón (Arquitectura recta y oblicua de Juan de Caramuel). Además de por este novedoso soporte, el retablo castizo se distinguió por una nueva decoración que lo invadió todo, sotabancos, netos y pedestales de las columnas, entrepisos, entablamentos, cornisas y coronaciones; decoración mucho más naturalista que la seca y abstracta del manierismo, consistente en cogollos vegetales jugosos, cartuchos de hojas tropicales y carnosas, trenzados de distintas vegetaciones y plantas, y sartas y pendientes de sabrosas frutas. Una decoración, por otro lado, que se acompasaba perfectamente con la de la pintura contemporánea de floreros y bodegones. Desde el punto de vista de la planimetría y de la montea, el retablo castizo se caracterizó, frente al de la etapa anterior, por una búsqueda más intensa tanto de la movilidad y profundidad de los planos en el espacio cuanto por la gradación de las luces y de las sombras, ensayando efectos marcadamente plásticos y pictóricos. No fue infrecuente que el retablo describiese un semicírculo en planta en lugar de acomodarse, como anteriormente, a los planos de los ábsides poligonales de las iglesias, formando una profunda oquedad en donde los soportes se van escalonando a medida que se adentran en el espacio. El semicírculo remata en un cascarón o bóveda de cuarto de esfera, sustituyendo al anticuado y rígido ático con aletones del retablo precedente. Aunque esta variedad de retablo castizo se extendió como un reguero de pólvora por todo el país, siempre también dentro de una gama multiforme de variantes y combinaciones, tuvo su origen en Madrid donde figuras tan señaladas como Alonso Cano, Sebastián de Herrera Barnuevo, Pedro de la Torre, Sebastián de Benavente, Juan de Lobera y José Ratés contribuyeron decisivamente a su gestación. Su ápice lo alcanzó en manos de la familia Churriguera, que no en vano se educó artísticamente en la Corte, aunque procediera de Cataluña. De tal suerte que a este retablo barroco en su fase de definitiva cristalización se le ha denominado, no sin cierta justicia, churrigueresco. En un segundo momento se puso de moda usar en el retablo castizo, a guisa de soporte, el estípite o pirámide adelgazada e invertida a la que en su cuello se dotó de varios estrangulamientos y se coronó con un capitel clásico, generalmente el corintio. A veces los estrangulamientos son tantos que fraccionan el estípite en multitud de partes imbricadas unas en otras o al cuerpo principal del estípite se le adosan diminutas placas recortadas en caprichosos perfiles y estratificadas en tantas capas que se pierde su silueta. No contentos con esto, algunos artistas, como Francisco Hurtado Izquierdo y sus epígonos e imitadores en Andalucía, sobreponen a los estrangulamientos pares de frontoncillos rotos, acodados e invertidos que René Taylor llama, a causa de la forma que adquieren, orejas de cerdo. Merced a todo este proceso el estípite acabó transformándose en una pieza de ebanistería enormemente sofisticada, más apta para sostener una mesa o un mueble que para servir de soporte a un retablo. Este aire de mundanidad es el que ha dado pie para que algunos estudiosos lo hayan incluido en el mundo muelle y sensual del Rococó. El estípite era de ascendencia manierista y el favor de su uso lo alcanzó probablemente, sobre todo a sus inicios, gracias al descubrimiento que de él hicieron los artífices hispanos en aquellos tratados de arquitectura nórdicos de finales del Quinientos -como los de Dietterlin, Mayer, Kramel, Blum, Vredeman de Vries y Hugo Sambin- que lo habían puesto de manifiesto en todas sus proteicas variedades. Entre nosotros fue introducido por José de Churriguera, pero quien lo usó en Madrid con más profusión fue Pedro de Ribera. Al sur lo llevó el zamorano Jerónimo de Balbás quien, después de haber trabajado en la Corte de Carlos II como escenógrafo, marchó a Sevilla y Cádiz. En la primera de estas ciudades construyó el retablo del Sagrario de la catedral de Sevilla, destruido luego por el furor neoclásico, donde empleó, acaso por primera vez en 1706, el estípite de orden gigante vertebrando todo su frente. Desde Andalucía lo llevó posteriormente a México, país en que se usó con verdadero frenesí desde entonces. Una tercera y última fase del retablo barroco español coincidió aproximadamente con la primera mitad del XVIII, aunque en las primeras décadas del siglo conviviese la nueva modalidad con la castiza acabada de perfilar. Se ha bautizado a este retablo tardío como retablo rococó a causa del nuevo género de decoración en él empleado. Sin embargo, fue mucho más radicalmente novedoso y revolucionario por la renovación de su estructura arquitectónica que por la aplicación epidérmica de la rocalla. Efectivamente este retablo final incorporó tardíamente la movilidad de planos y superficies, al disponer sus cuerpos interpretados e intersecantes, agitándolos en perfiles curvos y contracurvos, que había caracterizado al barroco romano y piamontés del siglo XVII; es decir, asimiló las novedades aportadas mucho tiempo antes por Bernini, Cortona, Borromini, Guarini y Vittone. El fenómeno se produjo simultáneamente en la arquitectura española contemporánea y, si no, piénsese en las fachadas contemporáneas de la catedral de Valencia, de Conrad Rudolf; en la de San Antonio de Aranjuez, obra de Giacomo Bonavia, y en los interiores de la iglesia de San Antón de Madrid, según diseño originario de Pedro de Ribera, y en el de San Marcos de Madrid de Ventura Rodríguez. En este género de retablos se recuperó con frecuencia el soporte tradicional, es decir, la columna clásica modulada conforme a su orden correspondiente, porque servía, mejor que el fuste salomónico o el estípite -particularmente cuando se la colocaba de canto o al sesgo- para marcar la transición de los planos espaciales. La rocalla fue el ornato más generalizado porque, merced a su forma arriñonada y disimétrica, tenía por sí misma una movilidad muy apropiada al juego de superficies y volúmenes del retablo. No resulta fácil definir la rocalla, pues existió multitud de variantes y combinaciones de ella, pero sí se puede afirmar que en muchas ocasiones fue copiada de modelos franceses que corrían impresos en libros de grabados y hojas volanderas. Junto con ella se importaron del exterior otros motivos decorativos como las series de trofeos, bien militares, bien eclesiásticos, bien musicales o de cualquier otro tipo. Es menester recordar a este respecto que, si bien los modelos de la rocalla fueron por lo general de origen francés, también se copiaron e imitaron otros procedentes de países como Alemania, donde grabadores cual la familia Klauber de Ausburgo, que imprimieron multitud de libros y estampas con orlas y viñetas de primorosas rocallas, alcanzaron enorme éxito en nuestro país. Pero la rocalla -empleada con mesura y parsimonia por regla general no fue el único repertorio ornamental que se utilizó en el siglo XVIII. A su lado los artífices hispanos inventaron otros motivos decorativos propios, algunos desarrollados a partir de tradiciones autóctonas anteriores. Por ejemplo, en Galicia, Simón Rodríguez y sus discípulos hicieron repetido uso no sólo de brutales placas recortadas proyectándose desde el fondo del retablo hacia el vacío, sino de cilindros colocados de manera lábil e inestable entre los soportes y el entablamento. En Andalucía, particularmente la escuela de Pedro Duque Cornejo empleó también placas recortadas, pero dándoles un sentido diferente. Superpuestas en finas capas, delinean perfiles y contornos melifluos y sinuosos, a los que se acompasan las ondulaciones de molduras y cornisas, semejando todo ello el bullir de un tempestuoso oleaje. Finalmente Hurtado Izquierdo hizo uso igualmente de elementos recortados, pero fragmentados y atomizados en pequeños prismas que, imbricados unos en otros a la manera de los mocárabes musulmanes, producen la sensación de una superficie descompuesta en infinidad de facetas donde cabrillea y se agita la luz.
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Desde la subida al trono de Amadeo y hasta las primeras elecciones a Cortes ordinarias transcurrieron dos meses, en los que la coalición monárquico-democrática se mantuvo unida. El Gobierno de transición había logrado concentrar a las principales figuras de los tres partidos integrantes de la coalición: Sagasta, Ruiz Zorrilla, Martos, Moret, López de Ayala... A partir de las elecciones que, hábilmente gestionadas por el ministro de la Gobernación -Sagasta-, se saldaron con una cómoda mayoría gubernamental frente al bloque de la oposición, coaligado a su vez, la heterogeneidad de la coalición comenzó a presentar serias dificultades. Los comicios demostraron nuevamente la dualidad campo-ciudad respecto al comportamiento electoral: la oposición había obtenido mayorías urbanas, todo lo contrario que en las zonas rurales. Una vez obtenida la legitimidad a través de las urnas, el Gobierno debía empezar a legislar e iniciar así el desarrollo parlamentario de la nueva monarquía. pero no tardaron en aparecer las fricciones. Los líderes políticos más destacados se distanciaron en los criterios de aplicación de los principios democráticos, dando lugar a numerosas corrientes que acabarían por configurar nuevos partidos, sujetos asimismo a una permanente inestabilidad, fruto de los personalismos. Así, Sagasta se puso al frente del Partido Constitucionalista, cercano a los planteamientos de la vieja Unión Liberal, que venía a ser la versión más conservadora del espíritu de septiembre. Por su parte, Ruiz Zorrilla configuró el Partido Radical como herencia directa de los demócratas cimbrios, liderados por Martos y Rivero, perfilando la versión más progresista del ideario revolucionario. La vida parlamentaria evolucionó, pues, hacia múltiples personalismos que, si bien se remitían a ideologías similares, chocaban en los métodos de la praxis política. Temas tales como la abolición de la esclavitud en Cuba, la separación Iglesia-Estado, la forma de entender la cuestión social y el nunca resuelto problema de las quintas originaron fuertes discrepancias entre los grupos. La consecuencia lógica se tradujo en un bloqueo parlamentario y en la consiguiente parálisis del proceso legislador. Ni siquiera fue posible aprobar el presupuesto de 1871-1872. La crisis estalló definitivamente el 20 de junio, cuando la dimisión de Moret como ministro de Hacienda desató una serie encadenada de dimisiones y sustituciones que no finalizaría hasta últimos de diciembre. Las dimisiones de Martos y Beranger, ministros de Estado y Marina respectivamente, colocaron a Serrano en la complicada obligación de formar Gobierno. Fracasado este intento, se le encargó a Ruiz Zorrilla la misma tarea, a la par que las Cortes depositaban su confianza en él. El dirigente radical optó por disolver las Cortes y gobernar por decreto durante algún tiempo. A la larga tuvo que dimitir también, toda vez que las sesiones se reanudaron y Sagasta fue elegido presidente del Congreso. En sustitución de Ruiz Zorrilla fue elegido el general Malcampo, afín al partido constitucionalista, quien se mantuvo en la cabecera del Gobierno hasta el 21 de diciembre. Finalmente se nombró un nuevo gabinete, presidido por Sagasta, y se disolvieron las Cortes para convocar elecciones. La vida parlamentaria quedó eclipsada por el choque de los personalismos, que se trasladó de las agrupaciones de notables a los Gobiernos. En una práctica parlamentaria viciada en su esencia, y en un ambiente de frágil cultura política y débil organización de la sociedad civil, la proyección de los personalismos recuperó las viejas prácticas del período moderado, utilizando el siguiente mecanismo constitucional: decretar la disolución de las Cortes desde la presidencia del Consejo para luego intervenir las elecciones y obtener una cómoda mayoría. El problema de estos personalismos es que todavía no habían cuajado en la constitución de clientelas políticas más o menos sólidas, que permitieran dar alguna dosis de estabilidad y de representación a la vida parlamentaria.
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Tras la victoria contra los bárbaros, Temístocles parece especialmente preocupado por la posibilidad de que Esparta recupere la hegemonía griega. En ese marco hay que situar sus esfuerzos para la reconstrucción de los muros de Atenas, a la que se oponían los espartanos, que seguían proponiendo situar toda la defensa griega en el Peloponeso. Una vez más, Temístocles llevó a cabo una de las estratagemas que lo caracterizaban por las artimañas de su inteligencia y por su personalidad particular renovadora. Así se demostró, se dice, que Atenas estaba en condiciones de actuar por sí misma. También se opuso a la propuesta espartana de castigar a quienes habían colaborado con los persas, pues eso podría significar el reconocimiento de la hegemonía espartana, al margen de que así Temístocles parecía defender las tradiciones representadas por el oráculo de Delfos e intentar que recuperara su prestigio. La expedición espartana que pretendía castigar a los tesalios, por otra parte, fracasó, lo que permitió afirmar la actitud defendida por Temístocles. Las acciones similares de Pausanias en el Egeo no hicieron más que proporcionarles problemas a los espartanos. Los conflictos internos subsiguientes hicieron que Esparta como tal dejara de constituir un problema para la afirmación momentánea del poder ateniense en el Egeo. De este modo, cuando los espartanos quisieron implicar a Temístocles en sus acusaciones contra Pausanias, se encontraron con que aquél había caído en desgracia y había sido sometido al ostracismo, seguramente en 471, o tal vez un poco antes. Era el resultado del desarrollo expansivo, a costa de los persas, que se había iniciado con la formación de la Liga de Delos y que proporcionaba todo el prestigio a personajes como Arístides y Cimón, mientras que la hostilidad hacia Esparta quedaba fuera de los objetivos del pueblo ateniense, ahora enfervorizado por el triunfalismo y por la afirmación de la propia entidad griega frente a los bárbaros, circunstancias potenciadas por las posibilidades de acceso a las ganancias que se empezaban a vislumbrar como consecuencia del dominio del Egeo. Tras el ostracismo, los atenienses reclamaron a Temístocles como colaborador de Pausanias en su política inclinada a una nueva colaboración con los persas. El ateniense, que había quedado inicialmente en Argos, lugar clave del Peloponeso para desarrollar una política antiespartana, huyó hacia el norte y, a través de Macedonia, se refugió junto a los persas, donde, paradójicamente, se dice que se dedicó a planear la posible recuperación del imperio del rey. La evolución política de la ciudad está condicionada por factores externos. Esparta y Persia, en sus vicisitudes internas, influyen en las actitudes cambiantes adoptadas por el pueblo ateniense y en los apoyos buscados por los políticos en el plano individual.
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El panorama que ofrece el Frente Popular durante la guerra civil resulta considerablemente distinto al del bando franquista. Las dos cuestiones más decisivas de la guerra fueron la formación de un Ejército regular y la realización o no de la revolución social, política y económica, y respecto de ellas existieron, sobre todo inicialmente, posturas diferentes que llegaron a ser irreconciliables; luego, el imperio de las circunstancias fue modificando la situación imponiendo la adaptación a las necesidades del momento, pero nunca desapareció el enfrentamiento inicial de tendencias que incluso llegó a reproducirse en el momento en que tenía lugar cada derrota militar. Se suele decir que los dos polos extremos de enfrentamiento fueron aquellos que representaban el partido comunista y el anarcosindicalismo y esto, como veremos inmediatamente a continuación, es cierto. Sin embargo, no debe olvidarse que la diferencia radical entre ambas opciones se dio principalmente en la fase inicial de la guerra. Luego, por ejemplo, hubo dirigentes militares anarquistas, como Cipriano Mera, que no sin problemas de conciencia acabaron aceptando la necesidad de militarizar sus abigarradas columnas. Por otro lado, se debe recordar que estas dos posiciones no representaron nunca la totalidad del espectro político en la España del Frente Popular, ni siquiera la mayoría. Al enfrentamiento entre ambos hay que sumar la pugna entre el socialismo de Prieto y el de Largo Caballero, el de las dos versiones de comunismo (el ortodoxo y el POUM) o la que separó a los partidos centralistas de los grupos nacionalistas catalanes y vascos, que habían incrementado su fuerza política y ampliado el contenido de las competencias autonómicas con el advenimiento de la guerra civil. Por si fuera poco, a todos estos factores hay que sumar las divergencias personales entre los dirigentes políticos de cada formación. De todas maneras siempre será útil aludir a esa esencial divergencia inicial entre comunistas y anarquistas. La postura de los primeros constituyó un completo cambio respecto de lo que había sido habitual durante la primera parte de la etapa republicana. Si en ese momento caracterizó al partido una actitud maximalista, revolucionaria e insurreccional, ahora su cambio fue tan grande que un visitante extranjero como Borkenau se preguntaba cómo era posible que un partido que en Europa había estado insistiendo perpetuamente en las posibilidades revolucionarias que no existían, y en cambio no las veía en España donde resultaban absolutamente patentes. Gran parte de las razones derivaban de su condición de partido influido muy directamente desde Moscú y, por lo tanto, proclive a tener en especial consideración los intereses de la política exterior soviética. La paradoja era que los comunistas españoles parecieran muy poco dispuestos a fomentar las colectivizaciones exactamente en el mismo momento que este proceso tenía lugar en la Unión Soviética. El PCE sólo defendió la necesidad de llevar a cabo algunas medidas, que en teoría hubieran sido factibles en un régimen democrático republicano, aunque al mismo tiempo daba por supuesto que el régimen había cambiado de manera esencial. Por tanto, lo que habría en el futuro sería un sistema político "de nuevo tipo", definición muy imprecisa y muy poco reconfortable para quienes creían en la República de 1931. Como contrapartida fue abrumadora la insistencia de los comunistas en los problemas militares; todo debía ser sacrificado a la necesidad de obtener una victoria militar. Así, el partido comunista logró, por un lado, la adhesión de aquellos pequeños propietarios que temían la revolución y, por otro, se adhirieron a él los militares profesionales que juzgaban imprescindible someter a la disciplina a las milicias de partido. Es muy frecuente el caso de quienes ingresaron en el partido en el preciso momento en que mayor era el peligro de derrumbamiento del régimen, e incluso todos los mandos del Ejército Popular (como el apolítico Miaja o el católico Rojo) sintieron en algún momento la tentación de ingresar en el partido del que se decía que "hacía las cosas mejor que nadie". Es muy probable que la postura comunista fuera sencillamente la más congruente y la única viable si verdaderamente quería lograrse la victoria sobre el adversario. Sin embargo, el rápido crecimiento del partido y su extremado sectarismo motivaron una protesta creciente de los otros sectores de la política frentepopulista. Los anarquistas, en cambio, opinaban como Vázquez, uno de sus dirigentes, que la sublevación había creado "las condiciones objetivas para el estallido de la revolución". Guerra y revolución, por tanto, debían ser dos procesos paralelos y complementarios de manera que no se podía triunfar en la primera sin llevar a cabo la segunda. Entre los dirigentes anarquistas era habitual el entusiasmo no sólo por las colectivizaciones sino también respecto de las fórmulas espontáneas de "juntismo" político, la desaparición de las iglesias o incluso el hecho de que el Gobierno abandonara Madrid, saludado con un "hurra" por parte del diario anarquista local. Sin embargo, este entusiasmo por la situación existente en España en otoño de 1936 pronto chocó con la realidad de que era necesario enfrentarse al adversario militar y además pactar con el resto de los sectores políticos que formaban parte del Frente Popular. Como bien señala García Oliver, la alternativa efectiva no era hacer o no hacer la revolución, sino si debía imponerse el comunismo libertario, en cuyo caso el anarquismo tendría que optar por practicar una dictadura, suprema paradoja de una situación no querida. En realidad la única posibilidad consistía en la colaboración con el Frente Popular, pero cuando fue tomada esta decisión la CNT se vio obligada inmediatamente a ceder sus conquistas revolucionarias una a una, primero en Cataluña y luego en el resto de España. Además, esta realidad tuvo como grave inconveniente complementario que el anarcosindicalismo, antaño el movimiento obrero español por antonomasia, se dividiera y de ello siguió una irreversible decadencia. Queda, en fin, por advertir que el tipo de tesis sociales y políticas asumidas por la CNT no eran privativas de ella en la fase inicial de la guerra, sino que las compartían con entusiasmo los socialistas del ala de Largo Caballero. Fue éste quien en septiembre de 1936, en un momento en que era ya gravísima la situación militar, asumió la Presidencia del Gobierno. Lo hizo contra la opinión y con "la protesta más airada" de Azaña, según narró éste en sus Memorias, y con las reticencias del propio Prieto, que pensaba que se estaba jugando demasiado pronto lo que calificaba de "última carta". Sin embargo, hay que tener en cuenta que por el momento de nada había servido tener al republicano moderado Giral al frente del Gobierno, y que como señala Zugazagoitia era "legítimo" utilizar en estos momentos la popularidad y la fuerza política del dirigente socialista. Inmediatamente la prensa anarquista dijo recibir "con tolerancia y comprensión" al nuevo Gobierno, mientras que Federica Montseny insistía principalmente en la tesis del antifascismo, que era unitaria y demostraba una voluntad de colaboración. En realidad, si los anarquistas no entraron desde el principio en el Gobierno de Largo Caballero fue por sus excesivas pretensiones, que suponían la creación de un Consejo de Defensa en, vez del Gobierno, la marginación de los comunistas y cinco puestos en ese órgano ejecutivo. Quedaba, sin embargo, sentado un principio de colaboración anarquista que no tardaría en plasmarse en la realidad. El Gobierno de Largo Caballero estuvo por completo dominado por su persona, pues no sólo desempeñó la cartera de Guerra, aparte de la Presidencia, sino que colocó a dos socialistas de su tendencia, Álvarez del Vayo y Galarza, en las decisivas carteras de Estado y de Gobernación, mientras que los comunistas se limitaban a desempeñar responsabilidades de inferior trascendencia en Agricultura e Instrucción Pública. La definitiva entrada anarquista en el Gobierno tuvo lugar en noviembre. Uno de los ministros de esta significación, García Oliver, llegó a Madrid con su fusil "naranjero" para hacerse cargo de su puesto; no puede extrañar la exasperación de Azaña al tenerlo que aceptar cuando había sido uno de los más entusiastas propugnadores de la "gimnasia revolucionaria" durante el primer bienio republicano. Testimonio de lo que pensaban los cenetistas acerca de las instituciones republicanas es el hecho de que cuando el Gobierno optó por abandonar Madrid fue detenido en Tarancón por fuerzas militares de esta significación, entre cuyos dirigentes estaba una figura moderada como Cipriano Mera. El propio periódico de Largo Caballero había asegurado que "la República del 14 de abril ha muerto", mostrado entusiasmo por las colectivizaciones y por el Ejército miliciano. Esa actitud explica que no pocos republicanos de izquierda, como Sánchez Albornoz o Domingo, se exiliaran u ocuparan puestos diplomáticos en el exterior. Nada, sin embargo, revela mejor lo que en realidad era Largo Caballero como el hecho de que en cuanto alcanzó el poder empezara a hablar de la necesidad de respetar la legalidad republicana. Su revolucionarismo no era otra cosa que epidérmico, y el reformismo, en cambio, había sido una práctica habitual en toda su trayectoria biográfica. Ahora, consciente de las necesidades del momento, toda su política consistió en tratar de ganar la guerra centralizando el poder político y creando una máquina militar. De ahí sus medidas tendentes a recortar ese juntismo que suscitaba tantos entusiasmos en el seno de la CNT, que era su aliada, y que la Junta de Madrid, formada en el momento del abandono de la capital por el Gobierno, se convirtiera en delegada del poder central; la supresión de los organismos de este tipo existentes en Valencia, o la obligación impuesta al Consejo de Aragón de ampliar su composición política, que ya no fue únicamente anarquista. Hubo dos disposiciones de carácter más general y de una significación transparente: por un lado se creó un Consejo Nacional de Seguridad, unificándose las milicias de retaguardia, y por otro, las Juntas Provinciales fueron sustituidas por Consejos presididos por los gobernadores civiles, lo que equivalía a reconocer la autoridad de las instituciones republicanas. Esta normalización de las instituciones republicanas se apreció también en la reunión de la Diputación permanente de las Cortes en Valencia a comienzos de 1937. En cuanto a la dirección militar, baste con decir que si los ataques contra el subsecretario de Guerra, Asensio, fueron muchos, las deficiencias de su gestión, sin embargo, deben ser atribuidas fundamentalmente a las tropas que tenía bajo su mando. Desde una fecha muy temprana se apreciaron las limitaciones personales de Largo Caballero, mientras que se hacía patente también que era incapaz de evitar los enfrentamientos programáticos e incluso armados de la coalición que presidía. Uno de lo militares más destacados del Ejército Popular, Cordón, comunista, que dice haber compartido el entusiasmo inicial por el nombramiento de Largo Caballero, añade: "pronto tuve que comprobar que la firmeza de carácter del dirigente socialista, que tantos admiraban como una cualidad altamente positiva, tenía un fondo de tozudez y se transformaba frecuentemente por exageración y por influencia de un amor propio excesivo, de una autoestimación demasiado alta de su autoridad y cualidades en un rasgo negativo de su carácter". A pesar de la significación ideológica del autor de estas palabras se pueden considerar en líneas generales como justas. Ahora se demostró definitivamente que Largo no era el Lenin español porque era demasiado confuso como para serlo. En el fondo, quienes en otro tiempo habían contribuido de manera importante a auparle, ahora no parecían dispuestos a respetar su autoridad y a ellos debió hacerles repetidas advertencias y llamamientos a la disciplina. En la Diputación permanente de las Cortes dijo, por ejemplo, refiriéndose a los anarcosindicalistas, que ya se ha ensayado bastante. Pero también se refirió a los comunistas que criticaban la política militar de Asensio y reclamaban con insistencia la unidad política y militar. Largo Caballero aceptó que se formara en enero de 1937 un Comité de enlace PCE-PSOE, pero vetó la unificación que sólo se produjo en algún caso aislado, como el de Jaén, para acabar siendo evitada. La presión de los comunistas no dudaba emplear recursos como las manifestaciones públicas y a ellas respondió Largo un tanto crípticamente exigiendo obediencia, disciplina y lealtad a quienes a pesar de proclamarlas en realidad no habían hecho gala de ellas. En marzo de 1937 las relaciones del presidente del Gobierno con los comunistas se habían hecho ya muy tensas: había sufrido las críticas públicas de alguno de los ministros de esta significación y se había enfrentado con el embajador soviético. Había además otro proceso paralelo que resultaba bien indicativo de las tendencias dispersivas del Frente Popular. A lo largo de los meses iniciales de la guerra civil fueron frecuentes los enfrentamientos armados entre anarquistas y comunistas, que a veces afectaban a dirigentes y otras a simples militantes. En diciembre sufrió un atentado el delegado de abastecimientos de la Junta de Madrid, de significación comunista; hubo de prohibirse la circulación con armas largas y los anarquistas acusaron al PCE de haber eliminado a 18 anarquistas en seis provincias. Con el paso del tiempo el número de incidentes no sólo no disminuyó sino que tendió a acrecentarse. Es posible que la cifra total de muertos se acercara a un centenar de personas, mientras que era habitual el intercambio de acusaciones como la de "agente provocador al servicio del fascismo" que una y otra organizaciones políticas se atribuían mutuamente. Los incidentes siempre tenían como motivo algo tan alejado de las verdaderas operaciones bélicas contra el adversario como eran el orden público y el control de la retaguardia. Una situación como la descrita necesariamente tenía que estallar como en efecto sucedió en la primera semana de mayo de 1937 en Barcelona. En Cataluña los gobiernos de la Generalitat, presididos por Tarradellas, habían supuesto una apelación a la disciplina semejante a la que en general se había dado en toda la zona controlada por el Frente Popular. En noviembre de 1936 el presidente del Parlamento, Casanovas, fue acusado de conspirar en sentido separatista, lo que debilitó la posición del nacionalismo; la fuerza política ascendente era sin duda el PSUC, que en el gobierno formado a mediados de abril contaba con tres consejerías por sólo cuatro de la CNT. El 3 de mayo la Generalitat y los comunistas intentaron, dentro de la política de unificación militar y política, apoderarse del local de la Telefónica en Barcelona del que era dueño la CNT, desencadenándose una serie de combates como consecuencia de los cuales murieron Sesé, consejero de Orden Público, comunista, y un hermano de Ascaso, el presidente del Consejo de Aragón, anarquista. Mientras todo el mundo reclamaba calma se llevó a cabo una confusa lucha, espontánea y sangrienta, cuyo mejor testigo fue el escritor británico George Orwell, quien se preguntaba "qué demonios estaba pasando, quién luchaba contra quién y quién llevaba las de ganar". Al final, la llegada de dirigentes anarquistas desde Valencia y el puro cansancio liquidaron el enfrentamiento, que sin embargo hubo de causar 400 ó 500 muertos y llegó incluso a provocar desplazamientos de las unidades del frente de Aragón hacia Barcelona. El incidente había sido espontáneo e impremeditado, pero tuvo graves consecuencias políticas. La CNT no lo había provocado ni Largo Caballero tenía otra responsabilidad que la de haber permitido que se llegara hasta esos extremos, pero como veremos a continuación la consecuencia más grave de lo sucedido fue que los anarquistas tuvieron que abandonar el poder y también lo hizo Largo Caballero. Peor fue el caso de los dirigentes del POUM que fueron acusados por los comunistas de ser los principales responsables de lo sucedido, que así aprovecharon la ocasión para eliminar a quienes por su heterodoxia antiestalinista fueran calificados como fascistas. No sólo esta acusación carecía de cualquier tipo de justificación sino que incluso los miembros del POUM no eran seguidores de Trotski, tal como se les juzgó en más de una ocasión, pues el antiguo dirigente revolucionario no había dudado en calificar a su política de criminal; además los poumistas estaban demasiado desunidos y demasiado alejados de las posibilidades de alcanzar el poder (habían estado en él, pero habían acabado abandonándolo y ahora reclamaban un gobierno obrero que chocaba con la normalización imperante). El POUM, en definitiva, fue disuelto y el principal de sus dirigentes, Nin, después de permanecer algún tiempo en varias cárceles fue asesinado, sin duda por los comunistas o por los soviéticos; no en vano José Díaz había afirmado en público que sus dirigentes debían ser exterminados sin consideración. Este mismo hecho, parte de cuya responsabilidad recae también en todos los sectores del Frente Popular, revela la dispersión del poder en esta zona. Pero como ya se ha señalado, la verdadera relevancia política de lo sucedido en Barcelona radica en la crisis política que se produjo. En realidad tampoco lo sucedido puede interpretarse como una maniobra contra Largo Caballero, aunque debilitó seriamente la autoridad de su Gobierno. Los comunistas querían que el presidente abandonara la cartera de Guerra y que Galarza dejara la de Gobernación, donde su fracaso había sido notorio al mostrarse incapaz de controlar el orden público; además estaban indignados en contra de un decreto, dirigido contra su infiltración en el Ejército, que suspendía la validez de los nombramientos de comisarios hasta que fueran definitivamente aprobados por el propio Largo Caballero. A lo largo de la crisis insistieron en la necesidad de la unificación política y militar, el orden en la retaguardia y la concentración de esfuerzos en la guerra, puntos que luego recogió el programa de Negrín y además fueron ellos los que la provocaron al abandonar el Consejo de Ministros. Pero el desarrollo de la crisis y su desenlace no puede entenderse sin otros factores. El primero de ellos es la propia situación en la que se encontraba Largo Caballero. Tenía razón en tratar de que se llevara a cabo una operación militar en Extremadura, pero ese propósito le enfrentaba no sólo con uno de los mayores prestigios militares republicanos como era Miaja, sino también con los soviéticos que no querían emplear su aviación con ese propósito. Su deseo de montar un gabinete ministerial a base de las centrales sindicales UGT y CNT carecía de posibilidades porque presuponía el mantenimiento de su popularidad, que ya se había disipado y además marginaba a fuerzas políticas importantes, encontrando por ello una decidida resistencia en la Presidencia de la República y el PSOE. En realidad la CNT permaneció durante toda la crisis en una actitud de neutralidad, poco propicia a Largo Caballero y menos aún dispuesta a aceptar una participación en el Gobierno en condiciones de paridad con los comunistas. Quienes rodeaban a Largo veían alrededor suyo tirantez, navajeo y deslealtades y querían llegar a una dictadura política y económica, pero no eran capaces de darse cuenta de que el presidente no era ya la persona para tratar de imponerla por su efectiva carencia de autoridad. Azaña y Prieto fueron los verdaderos responsables del desenlace de la crisis política y no los grupos políticos antes citados. Azaña había deplorado la presencia de Largo Caballero en el poder y ahora juzgaba su actuación con palabras durísimas: "ineptitud delirante aliada con la traición". Durante la crisis procuró mostrarse amable con el presidente del Gobierno, pero al mismo tiempo librarse definitivamente de él. Fue él quien resultó determinante en la selección de Juan Negrín como sucesor: en él veía una "tranquila energía" frente a los "altibajos y repentes" de Prieto. Fue éste quien hizo ver a Largo Caballero que el abandono del Consejo de Ministros por los comunistas suponía el estallido de la crisis política y el que, además, hizo inviable cualquier tipo de permanencia de Largo al reclamar Cordero, uno de sus hombres en el PSOE, un "cambio absoluto". Puede añadirse, en fin, que también fue él mismo quien se marginó de la Presidencia al declarar que por sus enfrentamientos con los comunistas y anarquistas y por su carácter no era "el hombre de las circunstancias". De todos modos, al recibir la cartera de Defensa, que refundía los ministerios militares, tenía una significación política en el Gobierno de semejante entidad a la del presidente, reforzada además por la presencia de Zugazagoitia, estrechamente vinculado a él, en Gobernación. La significación de la crisis puede completarse teniendo en cuenta que un republicano como Giral ocupó la cartera de Estado, mientras que los cenetistas abandonaron sus carteras. La propia personalidad de Negrín auguraba un giro hacia el orden, la autoridad y la centralización. Él, en realidad, era de una procedencia ideológica que tenía muy poco de revolucionaria e incluso de marxista. Joven, trabajador y culto había sido uno de esos intelectuales formados en el extranjero gracias a la Junta de Ampliación de Estudios, cuya radicalización antimonárquica al comienzo de los años treinta le había llevado al PSOE. No tenía ninguna simpatía por la posición en su seno del caballerismo: repudiaba que le llamaran "camarada" y había considerado durante la etapa gubernamental de predominio de éste, durante la que había ejercido la cartera de Hacienda que ahora mantuvo, que se trataba sólo de una "emergencia" excepcional y por tanto destinada a ser superada. Sus declaraciones iniciales consistieron en mostrar una decidida voluntad de mantener la República de 1931, presagiando ya los 13 puntos que luego definirían su posición ante el conflicto. No dio marcha atrás a las colectivizaciones ni tampoco dio verdaderas facilidades para la libertad de cultos, pero identificó la República con las pautas democráticas que figuraban en su texto constitucional. Como es lógico, el cambio de Gobierno provocó una inmediata oposición irritada por parte de quienes de él salieron. García Oliver quiso incluso no dar posesión de su cargo a Negrín ni al nacionalista vasco Irujo, que le sustituía. La CNT consideró al nuevo Gobierno como "contrarrevolucionario" y tendió a desempeñar un papel decreciente en la vida política de la zona frentepopulista. Las causas de su declive no radican en la persecución adversaria sino que son endógenas. Como escribió el propio García Oliver, el que había sido primer sindicato español había quedado "como un saco hinchado y vacío", capaz de conspirar contra Negrín pero también de ser utilizado por él para ampliar su Gobierno cuando lo consideró pertinente. Todavía fue más lamentable la situación del caballerismo que siguió pidiendo una alianza sindical, pero cuya fuerza reducida a un mero personalismo fue decreciente e incluso resultó incapaz de mantenerle en la dirección de la UGT. Los comunistas, que tanto le habían ensalzado, reprocharon ahora a Largo Caballero haber mantenido una posición "dictatorial" y carecer de apoyo en el frente y en la retaguardia. La obra de Negrín, tanto desde el punto de vista militar como desde el político, estuvo principalmente dirigida a la "normalización" o, lo que es lo mismo, a la centralización y el logro de la eficacia, imprescindible si se quería alcanzar la victoria. De ahí que en agosto de 1937 disolviera el Consejo de Aragón, cuya figura más relevante, Ascaso, parece haber cometido delitos comunes. Para hacerlo debió utilizar unidades militares, principalmente dirigidas por comunistas, como Líster, quien afirma en sus Memorias haber encontrado en un local de las Juventudes Libertarias armas y alimentos que obviamente no eran empleadas en el esfuerzo guerrero. En octubre de ese mismo año se reunieron las Cortes en Valencia asistiendo un elevado número de diputados que de esta manera testificaron, ante la opinión internacional, el carácter parlamentario y democrático de las instituciones. También el traslado de la capitalidad a Barcelona estuvo motivado por el deseo de conseguir que Cataluña contribuyera más eficazmente a la común lucha contra el adversario. En cuanto al esfuerzo militar se debe tener en cuenta que ni la ofensiva de Teruel, ni la defensa en el Maestrazgo, ni la posterior batalla del Ebro hubieran sido imaginables de no ser por las nuevas perspectivas abiertas tras la asunción de la Presidencia por Negrín, aunque a éste tampoco deben atribuírsele todos los méritos. Pero todas esas operaciones militares se saldaron finalmente no con un éxito espectacular sino con una derrota y eso contribuyó a qué se manifestaran tempranas protestas respecto del nuevo presidente. Azaña inicialmente parece haber deseado adoctrinar a Negrín, pero la personalidad de éste era demasiado fuerte como para que admitiera tutelas; Ansó hace referencia también a que el nuevo Gabinete fue denominado por no pocos como "Gobierno Negrín-Prieto", pero cualquiera que conociera a los dos personajes podía imaginar que el primero se independizaría por completo. Bohemio y en apariencia desordenado, pero enormemente trabajador y dotado de una dureza de carácter que le hacía inasequible al desaliento, Negrín se sentía atraído por un sentido de la eficacia que le hacía despreciar consejos y colaboraciones y tendía a hacerle aceptar todo tipo de medios, incluso aquellos más que dudosos por razones morales o constitucionales. Muy pronto dio la sensación de que Negrín, que por ejemplo decía que "desear la victoria y no servirla es hacer un servicio al enemigo", se interesaba más en el triunfo de su causa que en la defensa de los principios en que se fundamentaba la República. Eso le hacía enormemente personalista, pero también tenía como consecuencia, vista su férrea voluntad de vencer, que hubiera negrinistas en todos los grupos políticos. Siendo al llegar a la Presidencia una personalidad que no tenía detrás a ningún partido, su Gobierno tenía al final, merced a las necesidades bélicas, unas claras características dictatoriales entrado ya 1938. En relación con estos rasgos personales y esta situación ha de examinarse la acusación, habitual respecto a Negrín, de que estaba dominado por los comunistas. En realidad había ascendido al poder desde la nada política y esto explica que todos pensaran en servirse de él (incluidos Azaña y Prieto); como esto no sucedió tendieron a considerarle dominado por otros. No obstante, Negrín tenía una política personal y utilizaba a los comunistas en beneficio de ella, pero ni era comunista ni estaba controlado por ellos aunque a fuerza de descansar sobre ellos alcanzaron más poder que nunca, especialmente en lo más decisivo, el Ejército. Indalecio Prieto, que desde los años veinte se había enfrentado con los comunistas en Vizcaya, opuso tenaz resistencia a su tendencia a "apoderarse de los resortes del Estado"; en junio y octubre de 1937 promulgó varias disposiciones que prohibían la propaganda política en el Ejército que él presentó como "coacción repulsiva" y vetaban la participación de los militares en actos de partido, porque "el Ejército es de todos y no es de nadie". Aunque dirigentes comunistas como Cordón reprochan a Prieto "sectarismo anticomunista" parece evidente que el papel del PCE en el Ejército Popular era desmesurado y que el sectarismo solía ser de él y no de sus adversarios, al margen de que muchos oficiales se sintieran atraídos por su sentido de la disciplina. En el verano de 1937, según datos de la Komintern, 800 de los 1.300 comisarios políticos eran comunistas y también lo eran casi la mitad de los jefes de cuerpo y dos tercios de los de brigada. El PCE había conseguido por tanto una fuerza en el Ejército muy superior a la de sus sufragios en 1936. Prieto atribuyó después su salida del Gobierno exclusivamente a los manejos comunistas, pero para explicarla también hay que hacer mención de un rasgo de su carácter. Ciclotímico, Prieto carecía de la resistencia de carácter de Negrín y pronto, ante las derrotas, empezó a pensar que sólo cabía "aguantar hasta que esto se haga cachos o hasta que nos demos de trastazos". Sus declaraciones llegaron a ser tan patéticamente pesimistas que algún seguidor suyo presente en el Gobierno, como Zugazagoitia, declaraba a la salida del Consejo que no sabía si ir a la frontera o a casa. Como a Azaña (en frase de Martínez Barrio) o Prieto se les puede achacar en este momento "desfallecimiento culpable". Así se explica la crisis de abril de 1938 en la que abandonó el Ministerio de Defensa. Había chocado con los comunistas, que como antes hicieron con Largo Caballero no dudaron en atacarle en la prensa mediante la pluma de uno de sus ministros. La llegada de Franco al Mediterráneo le parecía a Prieto un desastre sin paliativos y además excitaba en los republicanos el deseo de librarse de los comunistas y de Negrín para intentar la paz mediante la mediación franco-británica. En estas circunstancias una manifestación auspiciada por los comunistas, pero secundada por otros partidos, presionó exigiendo la resistencia a ultranza y esta decisión acabó imponiéndose en parte por la debilidad de Prieto y Azaña y en parte por la propia coherencia de la postura de Negrín. Tenía éste razón cuando decía que "no puede ser ministro de Defensa quien está convencido de que tiene perdida la guerra"; además en el nuevo Ministerio situó a prietistas en puestos esenciales como el Ministerio de la Gobernación, la Secretaría General de Defensa o el Ministerio de Justicia, aparte de reincorporar a la CNT. Sobre todo, su juicio acertaba plenamente al opinar que no había más posibilidades de llegar a la paz por el hecho de marginar a los comunistas o exhibir el pesimismo. Su programa de 13 puntos parece haber estado destinado a resistir, pero al mismo tiempo a mostrar la voluntad de transacción. Sin embargo, la subida del poder de Negrín motivó protestas crecientes, incluso en organismos como la Diputación Permanente de las Cortes que él trató despectivamente como producto de la "charca política". En los últimos meses de la guerra Araquistain, que seguía representando al caballerismo, juzgó a su Gobierno como "el más inepto, más despótico y más cínico" que había tenido España. Sin embargo, otro adversario (Martínez Barrio) afirmó que era "insustituible por desgracia". La última crisis parcial sufrida por su Gobierno, en agosto de 1938, así parece demostrarlo. Desde abril habían ido arreciando las críticas en los medios del Frente Popular, en especial por parte de republicanos y catalanistas, mientras que Negrín cada vez parecía menos dispuesto a tomar en consideración a cualquier otro que no fuera él mismo, pues incluso no prestaba atención a sus propios ministros. A mediados de dicho mes presentó tres decretos a la deliberación del Consejo de Ministros por los que se militarizaban las industrias de guerra y se creaban una Sala de Justicia en Cataluña para reprimir la evasión de capitales y unos Tribunales Especiales de Justicia Militar. Estas disposiciones motivaron la dimisión de los ministros catalán y vasco, mientras fuerzas políticas muy variadas exigían un cambio de política que llevara a un Gobierno más de centro capaz de hacer la paz. De nuevo, sin embargo, Negrín acabó imponiéndose después de una entrevista con Azaña que éste describe como "para no olvidarla" y en la que el presidente de la República le acusó de dar un golpe de Estado; finalmente retiró la última de las disposiciones citadas, manifiestamente anticonstitucional, pero permaneció en el poder. Es posible que Azaña no actuara con decisión, pero no parece que con otro Gobierno las posibilidades de paz fueran mayores. Negrín, en otro tiempo considerado como una persona fácilmente manejable, era ahora insustituible aunque sólo fuera por su propia voluntad de mantenerse en el poder y por la incapacidad o la falta de deseo de otros por sustituirle. El jefe de Gobierno aseguró entonces que sólo la clara retirada de confianza del jefe del Estado, sus partidos o el Frente Popular le haría renunciar al poder y cuando, en septiembre, en las Cortes, reunidas por última vez en territorio nacional, le criticaron los republicanos y los catalanistas, les acalló por el procedimiento de decir que no aceptaba votos condicionados. A estas alturas, sin embargo, existía entre algunos elementos militares republicanos la idea de que debían prescindir de los políticos para llegar a la paz, tesis que llevaría a la sublevación de Casado. Muchos protagonistas de los acontecimientos e historiadores posteriores han interpretado la situación política existente en la zona republicana como semejante a la de las democracias populares del final de la Segunda Guerra Mundial, es decir, como un régimen de apariencia democrática pero efectivo dominio del partido comunista. Los dirigentes de este partido, en efecto, afirmaban que en España había nacido un nuevo tipo de democracia en la que ya no habría libertad para el fascismo y se habrían destruido las bases económicas del capitalismo. Por otro lado, al final de la guerra los comunistas controlaban las Subsecretarías de Aviación y de Tierra, la jefatura de las Fuerzas Aéreas, el Estado Mayor de la Marina y las Direcciones Generales de Seguridad y de Carabineros; tres de los cuatro Cuerpos de Ejército de la zona Centro eran dirigidos por comunistas. Sin embargo, el relevante papel del PCE no puede entenderse si no es por su constante defensa de la disciplina. Además las circunstancias en Europa en 1945 fueron muy diferentes, pues esos regímenes a los que se ha aludido nacieron con la ayuda del Ejército soviético. En la España del Frente Popular durante el período bélico hubo siempre posibilidades reales de disidencia, por supuesto muy superiores a las de la otra zona; además siempre hubo combatientes que lucharon por la democracia republicana y la causa de ésta, de estar ligada a uno de los bandos, sin duda se identificaba con éste. Si los comunistas habían alcanzado una influencia muy grande era por su sectarismo y disciplina, pero también por "la deserción de otros" (Modesto) o porque ellos "no estuvieron a la altura de las circunstancias" (El Campesino). Su misma identificación con la impopular causa de la resistencia deterioró la imagen del PCE que, como se demostró en la fase final de la guerra, no era tan determinante como para evitar que una conspiración acabara desplazándole del poder.
contexto
Durante los aproximadamente dos mil años que duró el Imperio en China la sociedad no paró de sufrir cambios, presentándose cada uno de ellos como un fenómeno específico. La revolución económica medieval, que tiene lugar entre los siglos X y XII, establecerá una división fundamental en la evolución social china, ya que se producirá un significativo aumento de la productividad económica, artística, científica o urbanística, sin olvidar el aumento cuantitativo. La población inicia un periodo de desarrollo, llegando hasta los 70 millones de habitantes en el momento de mayor prosperidad y hasta los 140 millones en el periodo de máximo esplendor, durante los Song. Superado un declive experimentado en el siglo XIV, el crecimiento de la población continúa hasta alcanzar los 430 millones hacia 1850.