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El Viejo Continente representaba aproximadamente el 25 por 100 de la población mundial (decreciente según pasen los años). Mejor dotada en recursos que la población de los demás continentes, Europa se beneficia de los ingresos procedentes de los intereses de los capitales invertidos en las colonias y en las zonas de influencia hacia donde dirigirá la emigración. Sin embargo, dentro de Europa, no todos los países presentan la misma evolución: En el Reino Unido la revolución demográfica tiene caracteres claros, pues su población se duplica (de 22 a 44.000.000) entre 1851 y 1921. Este aumento fue debido al crecimiento natural, favorecido por la evolución económica (a la que a su vez también presiona la población para que siga ascendiendo). La mortalidad empieza a bajar desde fines del XVIII, así se pasa de un 28,8 por 1.000 (año 1780) a 23,1 por 1.000 (1880), pero tiene un descenso brusco en el período finisecular y llega a un 14 por 1.000 en 1914. La natalidad, por su parte, se estanca en torno al 35 por 1.000 hasta 1880, para, desde entonces, empezar a cambiar la pirámide de población (disminuyendo los jóvenes en relación con los ancianos, cada vez más numerosos). Aparte de este crecimiento cuantitativo, es preciso hacer referencia a la gran movilidad de esta población, que dará lugar a un éxodo rural en beneficio de las ciudades, al tiempo que se produce una potente corriente de emigración hacia América y las posesiones coloniales. Alemania presenta una evolución análoga al Reino Unido pero desfasada en unos cuarenta años. Pasa de 36.000.000 en 1850 a 41 en 1871 y a 65 en vísperas de la Gran Guerra. Como pone de manifiesto Maurice Niveau, este crecimiento puede tener como causa específica el impulso moral derivado de la unificación y el crecimiento económico experimentado desde entonces. Por lo que respecta a la natalidad, entre 1850 y 1914, desciende un poco (de un 36 por 1.000 a un 33 por 1.000), pero se compensa con la caída del índice de mortalidad (26 por 1.000 a 18 por 1.000). Como el Reino Unido, Alemania proporciona un fuerte contingente de emigrantes. Esta demografía "sana" produce en Alemania un cambio en la psicología colectiva en el sentido de provocar confianza en el destino nacional y explica un sentimiento de optimismo, aspecto sobre el que ha llamado la atención Pierre Renouvin. El crecimiento de la población es modesto en Francia, comparado con otros países europeos. Pasa de 27.000.000 de habitantes en 1801 a 39,5 en 1911. Durante la primera mitad del XIX, la población aumentó -gracias a los excedentes de nacimientos- en un 30 por 100, mientras que en el conjunto de Europa se acerca al 50 por 100. A partir de 1850, la lentitud de crecimiento se hace aún mayor (37.500.000 en 1851 y 39,5 en 1911). Como consecuencia de este lento ascenso demográfico, Francia va a tener una escasa emigración (prácticamente sólo al norte de África) y, por el contrario, será el único país europeo que reciba emigrantes en cantidad notable. En la estructura por edades de la población francesa decimonónica, prevalecen los ancianos sobre los jóvenes, dentro de un envejecimiento general (102 por 1.000 sexagenarios en 1850, 126 por 1.000 en 1900). En el conjunto europeo, Francia va perdiendo importancia demográfica. Así, mientras en 1850 representa el 14 por 100 del total de la población del continente, en 1914 ya sólo el 9 por 100. Esto explica ciertas dificultades de este país y su relativa decadencia. Como ejemplo, citaremos el factor demográfico, que fue un elemento más, para explicar el estallido de la Gran Guerra, tal como ha observado Duroselle. Los 65.000.000 de alemanes creyeron poder derrotar fácilmente a los 39.000.000 de franceses, sobre todo teniendo en cuenta que la superioridad numérica se acentuaba en el caso de los jóvenes y, por consiguiente, en cuanto a efectivos militares: de 1890 a 1896 (reemplazos de 1910 a 1916) nacieron 22 alemanes por cada 10 franceses. Aunque el régimen demográfico no es el mismo en todos los países de la Europa Oriental, Mediterránea y Septentrional, sin embargo, se aprecian una serie de rasgos comunes: la revolución demográfica, con los caracteres descritos para los países occidentales, analizados anteriormente, no se opera durante el siglo XIX, sino en el siglo XX. El crecimiento de la población tiene su causa en un alto índice de natalidad, más que en un descenso de la mortalidad, todavía muy alta. Su economía, en el siglo XIX, es atrasada (fundamentalmente agrícola), de lo que se derivan tres consecuencias: los recursos producidos apenas pueden hacer frente a una población creciente; las deficiencias de vivienda, higiene y alimentación, propician la enfermedad y la mortalidad, y, por último, el crecimiento del empleo no responde al aumento de la población, por lo que la emigración se convierte en una necesidad de supervivencia. Entre estos países, destacaremos dos del área mediterránea, para ilustrar y matizar las afirmaciones anteriores: Italia, a principios del siglo XIX, cuenta con 18.000.000 de habitantes, pero hay que destacar la existencia de grandes diferencias regionales: la zona norte y, en concreto, el Piamonte- muy semejante, desde todos los puntos de vista -también en el demográfico-, con el resto del continente, mientras la zona sur de la península -especialmente Calabria y Sicilia- se aleja de la Europa Occidental, no sólo espacialmente, sino por sus características sociales y económicas. Durante la primera mitad del siglo, el crecimiento es lento (24,3 millones en 1859); sin embargo, el Norte evolucionaba mucho más rápidamente. A partir de 1870, la unificación proporciona unas condiciones políticas y económicas más favorables, al mismo tiempo que un clima de opinión mucho más optimista y emprendedor. La expansión es rápida, alcanzando 36.000.000 de habitantes en 1912, momento en el que los doctrinarios del imperialismo italiano insisten en la obligación que tenia el Estado de conseguir territorios coloniales para dirigir el excedente de población sin riesgos de perder la identidad. El crecimiento de la población española es uno de los más bajos del Continente (no duplica su población hasta bien entrado el siglo XX): de 11.500.000 en 1797 (según el censo de Godoy, corregido por Miguel Artola) se pasa a 18.600.000 en 1900. Entre 1861 y 1900 se produce un ritmo de menor crecimiento (con un promedio anual de 73.025 habitantes), respecto a las etapas anteriores del siglo. Explicable por las epidemias coléricas (1865: 60.000 muertos; 1885: 120.000 muertos); y porque, a pesar de que hay un ligero ascenso del índice de natalidad, el de mortalidad no disminuye sustancialmente. No obstante, el desequilibrio no es tan fuerte como parecen indicar las cifras, puesto que el factor emigración, muy intenso en esta etapa, y casi inexistente en la primera mitad del siglo, hace salir de España un número considerable de sus habitantes. El desfase entre el aumento demográfico y el desarrollo económico, produce un desequilibrio entre recursos y población, impulsor de la emigración, especialmente en la segunda mitad del siglo XIX. Los españoles se dirigen a Francia, Argelia (emigración frecuentemente sólo temporal) y a América (de manera notable entre 1882 y 1914). La emigración, como hemos visto en otros países, se produce también en el interior del país. Una constante en la edad contemporánea española, que ya se inicia en el siglo XVIII, es la tendencia a una corriente centrífuga en el movimiento de la población, con aumento de las zonas periféricas. El motivo fundamental es un desfase entre el centro y la periferia (especialmente Cataluña, cuya revolución demográfica se da en el siglo XIX). Este desfase se produce en función del avance industrializador de Cataluña, Vascongadas y Asturias. De esta suerte los tres focos industriales, junto con el enclave de Madrid, contribuyen a crear una dualidad cuyas repercusiones más importantes se aprecian en la distribución social y económica del país.
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En Europa la presencia humana se puede, como en Asia, dividir en dos grandes momentos. Durante el Pleistoceno inferior y cerca del millón de años se encuentran las primeras huellas de la presencia humana, con una industria sobre cantos característica. Tras ella, ya en el Pleistoceno Medio -situado entre los estadios isotópicos 19 a 6 correspondientes aproximadamente a las glaciaciones Mindel y Riss y con fechas entre 750.000 y 100.000 años- la presencia de industrias paleolíticas es un hecho incontestable. Esta división debe, sin embargo, tomarse con ciertas precauciones. Las condiciones de conservación de los sedimentos correspondientes a estos períodos no han sido siempre favorables. La actividad geológica de los últimos cientos de miles de años ha destruido gran número de evidencias por la acción erosiva de los glaciares, los cambios en la red fluvial o los cambios en los niveles marinos, por lo que la conservación de los mismos es siempre compleja. Por otro lado, la resolución de los métodos de datación favorece a los más cercanos cronológicamente, donde se pueden utilizar un amplio espectro de métodos de datación.
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La situación de la arquitectura o demás artes afines durante el último cuarto del siglo XIX y primero del siglo XX, discurre bajo una atmósfera ciertamente confusa y crítica, pero también renovadora. Durante este período se imbrican y coexisten tendencias diversas, como los historicismos con raíces más o menos románticas, el eclecticismo que no sólo reinterpreta estilos del pasado sino que los reúne y mezcla obteniendo un estilo original, o el simbolismo que llega a confundirse a su vez con un arte nuevo emergente, pudiendo ambos desencadenar el estallido expresionista o una variante más racionalista de la arquitectura moderna venidera. Por esta interferencia de corrientes, presente hasta cierto punto en nuestro actual y peculiar fin de siglo, surge en torno a 1900 el referido Art Nouveau. Este se apoya en los estilos pretéritos, pero también se fundamenta ya en otros criterios estéticos que acabarán por superar aquéllos; podrá ser efímero en derivaciones que se agotan por falta de creatividad, pero sin duda llegará a ser un peldaño más en la escala ascendente de la Historia del Arte. El término Art Nouveau, que nos recordaría el nombre de la tienda que el comerciante Samuel Bing abriera en París (1895), es quizás el más aceptado y universal, si bien los diversos países han denominado a este estilo de manera distinta y variada con el tiempo, al que han aportado además sus propias peculiaridades estilísticas y materiales: Modern Style, en el foco de la Gran Bretaña, que contribuye a cimentarlo tempranamente; Secession, en el foco de Viena; Jugendstil, en el foco de Alemania; Liberty, término inglés adoptado por Italia; Modernisme, en Cataluña... No obstante, para esclarecer este panorama aún más propenso entonces a la confusión, pudiera ser útil pensar que -al margen las denominaciones- una obra será más modernista -término usado en España- en la medida que respete mayor número de pautas contenidas en el siguiente decálogo, a saber: 1?) transformación creativa de los estilos tradicionales, de los que se parte con la ayuda algunas veces del renovador del neogótico y estructuralista Viollet-le-Duc ("Dictionnaire...", 1854-68; "Entretiens..."; 1863 y 1872), para, a continuación, transgredir y alterar cualquier norma preestablecida en los tratados históricos; 2?) por el contrario, creación de un vocabulario modernista propio a cargo de nuevos diseñadores, de un universo temático inspirado fundamentalmente en la Naturaleza, de la que se extraen formas matrices en trance de abstracción (estructuras carnosas o flameantes, sinuosidades musicales, elementos geométricos tridimensionales o que nacen, se desarrollan y mueren en constante metamorfosis), caso de Walter Crane ("Line and Form", 1900), Eugene Grasset ("Méthode de composition ornementale", 1905) y de tantos arquitectos o colaboradores que aportan su gusto personal a veces influidos por la estética japonesa ("Le Japon Artistique", 1888, publicado en alemán, inglés y francés por el mismo Bing); 3?) preferencia y oposición de esta lógica orgánica frente a los objetos prefabricados en serie y originados en la Revolución Industrial; 4?) aceptación a cambio del trabajo artesanal honrado y humanizado de ascendencia medieval, empalmando con la tradición prerrafaelista y con sus mentores John Ruskin ("Seven Lamps of Architecture", 1849) y William Morris, quien, pensando que "no podemos confiar nuestros intereses respecto a la arquitectura a un número de hombres instruidos", realiza con sus amigos (P. Webb, E. Burne-Jones) su propia Red House (1859; Kent) y avala el movimiento Arts & Crafts; 5°) integración por lo tanto de todas las artes (arquitectura, escultura, pintura, vidrieras, muebles, lámparas, vestuarios, utensilios que llegan a influir en el estado de ánimo del usuario) en un todo orgánico de cuidado diseño y que recordaría el arte total wagneriano; 6°) adaptación así del uso de materiales pétreos o ferrovítreos de etapas anteriores, que no solo se adecúan ahora a necesidades no oficiales, sino que pueden dejarse sinceramente vistos, estableciendo una ecuación estructura = función = ornamento y haciendo que la obra, perfectamente acabada desde el interior hasta la azotea, se engaste en el tejido urbano y en cualquier parte de la ciudad como una joya; 7?) realización personal como obra de autor (Casa Tassel en Bruselas, 1892-93, de Victor Horta; Casa Bloemenwerf en Uccle, 1895-96, de Henry Van de Velde; Escuela de Arte en Glasgow, 1896-1909, de Charles R. Mackintosh; Caja Postal en Viena, 1904-06, de Otto Wagner) y colaboradores en talleres (Glasgow, Nancy, Uccle), frente a los grandes equipos o firmas norteamericanas tipo Escuela de Chicago; 8?) promoción o aceptación en general por parte de una adinerada aristocracia y burguesía de gusto progresista (Ernst Ludwig, que promueve la Colonia de artistas de la Matildenhöhe en Darmstadt, 1900-07, obra de J.M. Olbrich; A. Stoclet, que posibilita su Palacio, 1905-11, a J. Hoffmann en Bruselas), por lo que conseguirá las mejores obras de un estilo artesanal necesariamente caro y, sin embargo, nacido en teoría para todos (Morris); 9°) valoración por gran parte de la sociedad como un arte snob, de refinada melancolía, decadente e inacesible salvo excepciones raras de promoción oficial (Metro en París, 1900, de Hector Guimard) o comercios públicos (grandes almacenes, farmacias, etc.); 10?) difusión y divulgación relativa no obstante a través de revistas ("Pan", "Jugend", Alemania; "Pel i Ploma", "Joventut", "Hispania", Barcelona; "The Studio", Inglaterra; "Ver Sacrum", Viena), o en exposiciones (Turín 1902). Teniendo en cuenta estas características identificadoras, el modernismo europeo podrá estudiarse según metodologías diversas y personales, siendo común y arriesgado el contraponer un modernismo organicista (Bélgica, Francia) a otro más geométrico y rectilíneo o protorracionalista (Glasgow, Viena), puesto que en todos los países coexistirán varias tendencias, desde Centroeuropa (caso de Checoslovaquia, con obras tan distintas como las de O. Polivka -Edificio Topic en Praga, 1904- y J. Kotera -Casa Distrito en Prostejov, 1907-) hasta nuestra geografía más próxima.
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La Revolución francesa no puede entenderse cabalmente si no se tiene en cuenta la actitud que, simultáneamente a los acontecimientos que con tanta intensidad se producían en el interior de sus fronteras, adoptaron las demás potencias europeas. Como tampoco puede entenderse la historia de Europa sin conocer el impacto que produjo en ella la Revolución. En efecto, sobre todo a partir de 1792, Francia se mantuvo en un conflicto bélico ininterrumpido con las principales naciones del continente que no finalizaría hasta 1815. No puede decirse que la Revolución fuese mal acogida desde el momento de su estallido en 1789, pues la aristocracia europea sólo vio en ella al principio una lucha contra el absolutismo centralizador, y en los ambientes intelectuales no se disimularon las simpatías por la plasmación de las ideas de los philosophes. Se dice que el filósofo Kant, que era un hombre de costumbres rigurosamente metódicas, cuando se enteró el 14 de julio del asalto a la Bastilla, cambió excepcionalmente el itinerario que solía seguir desde su casa a la Universidad en Königsberg. Por su parte, los campesinos de otros países europeos acogieron con grandes expectativas la supresión de los derechos feudales y hubo hasta alguna manifestación al grito de "Queremos hacer lo mismo que los franceses". Los hombres de Estado de las principales potencias, por último, consideraban que lo que ocurría no era más que un signo de debilidad de Francia y eso, naturalmente, les complacía.Sin embargo, estas impresiones se modificaron rápidamente a medida que la revolución fue radicalizándose. Las sublevaciones populares y las presiones ejercidas sobre Luis XVI comenzaron a inquietar a los monarcas europeos. Las nacionalizaciones de los bienes eclesiásticos hicieron cambiar de actitud a muchos clérigos y nobles que hasta entonces se habían mostrado admiradores de la Revolución o simples espectadores indiferentes. Pero quien mejor expuso los peligros que podrían derivarse del curso de los acontecimientos en Francia fue el inglés Burke en su obra Reflexiones sobre la Revolución francesa, publicada en noviembre de 1790 y que, según Furet y Richet, iba a convertirse pronto en el breviario de la contrarrevolución.Los que más pronto sintieron el peligro del contagio revolucionario fueron los príncipes cercanos a la frontera francesa, sobre todo a causa de la influencia de la emigración de los realistas, los cuales contribuyeron a cambiar la postura favorable a la Revolución que en un principio habían sostenido. Ésta fue la actitud de Renania. Desde el último tercio del siglo XVIII, los arzobispos electores de Tréveris, Maguncia y Colonia habían entrado en conflicto con la Santa Sede, cuya autoridad ya casi no reconocían. La Revolución frenó este intento de episcopalianismo nacional e hizo entrar a estos príncipes alemanes en el campo de los enemigos del liberalismo, del que hasta entonces habían sido fervientes defensores. En otros lugares se tomaron también medidas antiliberales. Sin embargo, Francia se consideraba en esos momentos un país pacífico y en un decreto promulgado el 22 de mayo de 1790 se decía textualmente que "La Nación francesa renuncia a emprender ninguna guerra para efectuar conquistas y jamás empleará sus fueras contra la libertad de ningún pueblo". Pero de ese decreto se desprendía también la idea de que los pueblos debían disponer de sus propios destinos. Ese principio había nacido en la Fiesta de la Federación y referido a Avignon y a La Alsacia, como Merlin de Douai lo había señalado ante la Asamblea francesa: La Alsacia era francesa, no porque los tratados de Westfalia la habían adscrito a Francia, sino porque los alsacianos habían mostrado su voluntad de pertenecer a Francia. La proclamación de este principio iba a tener unas importantes consecuencias, pues se trataba de una ruptura con el Derecho internacional público tradicional. Pero, además, podía acrecentar igualmente la agitación en los países vecinos de lengua francesa, como Bélgica, Suiza, Saboya, y llevar a los franceses a sostener guerras revolucionarias fuera de Francia.La guerra comenzó por la frontera del Rin, precisamente por los territorios que habían acogido a mayor número de emigrados franceses, y entre ellos a los mismos hermanos del rey, los condes de Artois y de Provenza. Los nobles alemanes que poseían señoríos en La Alsacia y se vieron afectados por las medidas que suprimían los derechos señoriales, hicieron causa común con los exiliados. Sin embargo, ni José II de Austria ni su sucesor Leopoldo II se mostraron muy dispuestos a entrar en un conflicto con la Francia revolucionaria hasta que se produjo el intento de fuga de Luis XVI en Varennes. Fue entonces cuando la posibilidad de destronamiento del rey francés provocó la inquietud del monarca austriaco, quien en su declaración de Padua (5 de julio de 1791) invitaba a los monarcas europeos a "poner término a los peligrosos excesos de la Revolución francesa". En la Declaración de Pillnitz firmada conjuntamente con el rey de Prusia el 27 de agosto siguiente se especificaba que los dos soberanos se sentirían directamente afectados por todo lo que pudiese sucederle al rey de Francia.Esta declaración, aunque estaba redactada en términos relativamente moderados, fue considerada como una provocación por los revolucionarios, especialmente por los girondinos que veían en ella un magnífico pretexto para extender la revolución fuera de Francia. En marzo de 1792 murió Leopoldo II y le sucedió Francisco II que a la sazón contaba veinticuatro años de edad. El nuevo emperador se mostró pronto como un encarnizado enemigo de la Revolución, más decidido y belicista que su antecesor, dispuesto a obligar a Francia a restablecer los derechos de los príncipes alemanes en Alsacia. La guerra era inevitable. Excepto Prusia, las demás naciones europeas mostraron una actitud tibia. Catalina de Rusia ofreció 15.000 hombres, aunque sólo después de la pacificación de Polonia. España, Inglaterra y Holanda tardarían todavía un año en declarar abiertamente la guerra a Francia. España no se decidiría hasta la ejecución de Luis XVI, Holanda no lo haría hasta ver amenazadas sus fronteras y en cuanto a Inglaterra no intervendría en el conflicto hasta que no consideró que sus intereses particulares se encontraban en peligro. De los estados alemanes, solamente Hesse y Maguncia ofrecerían un contingente armado.El duque de Brunswick, general en jefe de las tropas austroprusianas, lanzó en Coblenza un manifiesto el 27 de julio de 1792 en el que declaraba categóricamente que sus ejércitos estaban dispuestos a intervenir en Francia para suprimir la anarquía y para restablecer la autoridad del monarca. Esta declaración no hizo más que excitar los ánimos de los revolucionarios que suplieron las carencias de su ejército con entusiasmo. Los aliados habían tomado la ofensiva y habían atravesado la frontera francesa por dos frentes: en el Norte, el duque de Sajonia-Teschen, al frente de 4.000 emigrados franceses, había conseguido llegar hasta Lille; en el Noroeste, el mismo Brunswick, al frente del ejército principal compuesto por 75.000 hombres, había marchado a lo largo del río Mosela y había tomado Verdún. La caída de Verdún, que era la fortaleza que defendía París, así como las derrotas iniciales no podían tener otra explicación para los patriotas franceses que no fuera el resultado de una serie de traiciones. El miedo desatado en la capital y en las provincias se transmitió a los ejércitos. El general Dumouriez, que se hallaba desde el principio al mando de las tropas francesas, reunió a sus hombres a espaldas del ejército prusiano y provocó un enfrentamiento en Valmy que, como ya se ha visto más atrás, se saldó con una rotunda victoria de los franceses.No obstante, la retirada en Valmy de los ejércitos prusianos no se debía sólo al empuje de los franceses, sino a la preocupación que el rey de Prusia sentía ante los acontecimientos que se estaban produciendo en Polonia. El rey de Polonia, Estanislao II Poniatowski, antiguo amante de Catalina II de Rusia, había llevado a cabo el 3 de mayo de 1791 un verdadero golpe de Estado al promulgar una nueva Constitución destinada a transformar el sistema político para darle un aire más moderno y satisfacer así los deseos de una nobleza y una burguesía reformistas. Rusia, Austria y Prusia creyeron que eso podía ser el preludio de una nueva revolución y decidieron intervenir para aniquilar el peligro jacobino. Este asunto retuvo a los ejércitos de estos países en el Este y contribuyó a reducir la presión sobre Francia. Las tropas revolucionarias ocuparon los Países Bajos austriacos (batalla de Jemmapes) y la mayor parte de los territorios situados a la orilla izquierda del Rin, y en el sur, los reinos sardos de Saboya y el condado de Niza.A finales de 1792 los girondinos hicieron aprobar en la Convención una declaración en la que se ofrecía ayuda a los pueblos que quieran recobrar su libertad. Con ello Francia amenazaba con extenderse hasta sus fronteras naturales y ese fue el acicate que llevó a las naciones europeas a formar la Primera Coalición entre febrero y marzo de 1793. Además de Austria, Prusia, Rusia y Cerdeña, entraron en la coalición España, Inglaterra, Portugal y la mayor parte de los estados alemanes e italianos. Sólo quedaban al margen del conflicto en Europa, Suiza, los Estados escandinavos y Turquía.La crisis por la que en aquellos momentos atravesaba el ejército francés, especialmente por la falta de efectivos, fue el motivo por el que sufrió una serie de reveses frente a las tropas de la coalición. En diciembre de 1792, el ejército del Rin había iniciado una retirada en el Sarre, perseguido por los austriacos. En marzo del año siguiente, Dumouriez fue derrotado en Neerwinden (18 de marzo) y acto seguido tuvo lugar su defección. La situación en la primavera de 1793 era alarmante y la amenaza se extendía a todas sus fronteras: en el norte los ingleses sitiaban Dunkerque; en el nordeste, los austriacos después de haberse apoderado de Condé y de Valenciennes, sitiaron Le Quesnoy y Maubeuge; en el este los prusianos avanzaban por el Sarre y sitiaban Landau; en el sureste los sardos recuperaban Saboya, y en el sur los españoles traspasaban la frontera de los Pirineos.La Convención tuvo que realizar un extraordinario esfuerzo para superar aquellos difíciles momentos, pero en el otoño comenzaron a verse sus resultados. Las levas de soldados permitieron reforzar los ejércitos, que ahora iban al frente mejor pertrechados. Los ingleses fueron derrotados en Hondschoote (5 y 6 de septiembre de 1793) y se vieron obligados a levantar el sitio de Dunkerque. Los austriacos fueron vencidos en Wattignies (15 y 16 de octubre) y fueron rechazados en Maubeuge y Valenciennes. Los prusianos sufrieron, la derrota de Geisberg el 26 de diciembre y los españoles habían detenido su avance. De esta manera, en poco tiempo fueron liberadas las fronteras francesas de la presión a la que habían sido sometidas por parte de los aliados.La contraofensiva francesa en el norte les permitió recuperar Bélgica mediante la victoria de Fleurus, el 26 de junio de 1794, y las Provincias Unidas en el invierno de ese año. En la frontera del Rin también se recuperaron los territorios situados en su margen izquierda, excepto Maguncia. En España, los ejércitos republicanos atravesaron por dos puntos diferentes la frontera de los Pirineos. Estas derrotas provocaron la ruptura de la Coalición, en la que existían graves disensiones, sobre todo entre Prusia, Austria y Rusia, con motivo del reparto de Polonia.A finales de 1792, Rusia y Prusia se habían repartido una gran extensión de Polonia y habían dejado al margen a Austria, que se había sentido defraudada. La revuelta de los patriotas polacos en 1794, que intentaron establecer una república a semejanza de la de Francia y expulsar a los ocupantes de su suelo, fue el pretexto que Austria utilizó para intervenir junto con Rusia. Los rebeldes fueron sometidos y Varsovia fue ocupada el 6 de noviembre. Prusia tuvo que volver su atención hacia el este y se vio obligada a firmar la paz con Francia el 6 de abril de 1795 en Basilea, mediante la cual reconocía a la República francesa y aceptaba la neutralización de los territorios del norte de Alemania. Las Provincias Unidas, que se habían transformado en la República Bátava, firmaron la paz el 6 de mayo en virtud de la cual cedían a Francia el Flandes holandés, Maestricht y Venloo y se comprometían a pagar una indemnización de 100.000.000 de florines. En cuanto a España, mediante la paz de Basilea firmada el 22 de julio se comprometía a ceder a Francia la mitad de la isla de Santo Domingo a cambio de la retirada de sus tropas al sur de los Pirineos. En virtud del tratado de San Ildefonso, firmado poco después, la España borbónica iba a sellar una alianza con la Francia republicana y regicida, pero la hostilidad contra Gran Bretaña, su enemiga tradicional en el Atlántico, hizo viable esta componenda. Por su parte, Polonia no tenía más remedio que aceptar el tercer reparto de su territorio el 24 de octubre de 1795.
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A partir del siglo XI, en los ámbitos de los mares Báltico y del Norte, los pueblos germánicos de la península escandinava (noruegos y suecos), junto a los daneses de la península de Jutlandia, se organizaron como reinos independientes. Desde mediados del siglo XII, la orden teutónica colonizara las márgenes orientales del Báltico en un largo proceso que se prolongara durante las dos centurias siguientes.
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Las estepas del sur de Rusia y Ucrania ven durante este momento el desarrollo de variantes locales del Epigravetiense conocidas como culturas de Mezin en Ucrania y de Molodova en Moldavia. Éstas derivan claramente del Gravetiense local y en muchos aspectos hereda elementos anteriores. Su industria se puede considerar como epigravetiense, y en muchos aspectos sigue la norma común a todo el Paleolítico Superior Final: la reducción en dimensiones de los tipos líticos, sobre todo por la presencia de microlitos. La industria ósea aparece ricamente decorada, siendo sobre todo importante la presencia en Mezin y Mezirich de huesos como cráneos, mandíbulas y omóplatos pintados. La decoración es sobre todo de líneas quebradas paralelas, que encontramos no sólo en los huesos pintados citados, sino también grabadas sobre espátulas o brazaletes. Las "venus" se encuentran también en este momento, aunque reducidas a simples esquemas triangulares, que a veces hacen complicada su interpretación si no pudiéramos relacionarlas con los modelos del Gravetiense. En Mezirich un hueso grabado en varios frisos ha sido interpretado como un posible paisaje o mapa, al poder corresponder los frisos con las cabañas del yacimiento, los ríos cercanos, etc. Las estructuras de habitación alcanzan en este momento, en algunos casos, cotas de complejidad que nos obligan a hablar de una auténtica arquitectura realizada con huesos de mamut. En Mezirich se descubrieron los restos de más de cuatro cabañas de forma circular de 6 a 8 metros de diámetro. En todos los casos los muros estaban fabricados con restos de mamuts, contándose más de 25 cráneos en Mezirich 1 y más de 50 mandíbulas en Mezirich 4. En esta última, las mandíbulas estaban insertadas unas en otras en espina de pescado, para dar resistencia al conjunto. Estos elementos estaban sistemáticamente reforzados con huesos largos y defensas, y algunas veces con fragmentos de columnas vertebrales. En algunos casos, como Kostienki XI 1a (Anosovka II), se detectó la presencia de un muro de huesos que dividía en dos la estructura. Como ya dijimos, estas cabañas no se encontraban aisladas, sino que todos los datos obligaban a pensar en auténticos poblados. Sin duda, el trabajo que debió costar su construcción las convirtieron en lugares especiales, por lo que algunos autores plantean alguna forma de sedentarización. La coexistencia de estas estructuras enormemente complejas con otras más simples, que sólo se identifican por los restos líticos y óseos, y que hacen pensar en superestructuras livianas de madera, supone, sin embargo, mantener un sistema de hábitats alternos entre grandes lugares de integración y otros de disgregación,como ocurre tanto durante el Gravetiense como en otros momentos del Paleolítico Superior.