Duchamp, que había comenzado con investigaciones cercanas al futurismo y al cubismo, posteriormente se dedicó a los ready-mades. Todavía entre 1946 y 1966 Marcel Duchamp trabajó en otra obra conceptual, relacionada de algún modo con la anterior, Etant donnés, que rompe todos los moldes artísticos tradicionales y continúa su preocupación con la posibilidad de ver y la imposibilidad de poseer.
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Consuelo Flecha ha establecido tres etapas en este proceso: 1. La primera abarcaría el decenio 1872-1881, en el que se impuso lo que esta autora denomina una "política de hechos consumados". En 1872, María Dolores Maseras se convertía en la primera mujer española que se matriculaba en la Universidad. Lo hizo en la de Barcelona, como alumna libre, y la carrera elegida fue Medicina. Detrás de ella, hasta 1881, nueve mujeres más se matricularon en las Universidades españolas, aunque sólo seis llegaron a finalizar sus estudios. En 1878, al terminar la carrera María Dolores Maseras y solicitar el título al Ministerio, es cuando parece que el gobierno en Madrid advirtió el hecho de que un pequeño número de mujeres se había introducido en la Universidad. A partir de entonces comenzaron los problemas serios para estas jóvenes pioneras. En un primer momento se les negó el derecho a recibir el título. Después, se les concedió pero sin que ello les capacitara para el ejercicio profesional. Finalmente, el gobierno adoptó la política activa de impedir nuevas incorporaciones de mujeres a la Universidad. Gráfico 2. La segunda etapa, la de la prohibición expresa, abarca desde 1882 hasta 1887. Esta firme determinación de impedir el estudio de las mujeres se puso de manifiesto en la Real Orden de 16 de marzo de 1882, en la que el ministro de Fomento suspendía "en lo sucesivo la admisión de las Señoras a la Enseñanza Superior hasta tanto que se adopte una medida definitiva sobre el particular", aunque podían terminar la carrera las que ya la habían empezado. Pocos meses después, el 19 de octubre, una orden telegráfica restringía aún más las posibilidades de la mujer, pues le negaba el acceso a los estudios de Bachillerato, aunque permitía a las que ya tuvieran el título solicitar permiso para matricularse en la Universidad. El responsable de Fomento (ministerio al que estaba adscrita la Instrucción Pública) era Albareda, un hombre abierto a las ideas krausistas y al naciente influjo de la Institución Libre de Enseñanza. Lo más progresista que se podía ser entonces. De hecho restituyó inmediatamente en sus cátedras a Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Nicolás Salmerón. En estos años, sin embargo, las mujeres aprovecharon bien las rendijas que la ley dejaba abiertas. En primer lugar, la prohibición para cursar el bachillerato apenas duró un año, pues enseguida hubo que empezar a atender en el Ministerio solicitudes de permiso, por parte de muchachas, para que les permitieran seguir estudios de educación secundaria. En consecuencia, otra Real Orden de 23 de septiembre de 1893 no tuvo más remedio que autorizar de nuevo la admisión de señoritas en dicho nivel de enseñanza; pero dejando claro que eso no significaba que tuvieran derecho a cursar después una carrera universitaria. Sin embargo, una vez terminaban el bachillerato, las mujeres presentaban nuevas instancias ante la autoridad educativa, solicitando el permiso para poder matricularse en la Universidad. No fueron muchas, pero llegaron a 11 en esta etapa. Entre 1882-83 y 1887-88 hubo cuatro mujeres en la Universidad de Barcelona; una en la de Granada; tres en Madrid, una de ellas en Doctorado; dos en Valencia y una en Valladolid. A pesar del corto número, tal perseverancia en el logro de sus objetivos influyó probablemente en la decisión tomada por la Dirección General de Instrucción Pública en 1888. 3. Entramos así en la tercera etapa, la que se llama etapa de normativa con cautelas (1888-1910). En 1888, una Real Orden con fecha 11 de junio, admitía a las mujeres a todos los niveles educativos, aunque de forma limitada, como alumnas de enseñanza privada, y con necesidad de consulta a la Superioridad si alguna de ellas solicitaba matrícula oficial. Esta situación legal se prolongó hasta 1910. El 8 de marzo de ese año una Real Orden derogaba las disposiciones de 1888, estableciendo, por fin, la admisión de mujeres, sin limitación alguna, en todos los centros docentes, en enseñanza oficial o no oficial. En el transcurso de estos casi 40 años de errática trayectoria legal, entre prohibiciones, cautelas, burocracias, papeleos y decisiones administrativas generalmente arbitrarias, un total de 77 mujeres consiguieron acceder a la Universidad en España. De ellas, 53 terminaron sus estudios y lograron el título de doctoras o licenciadas.
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La vasta extensión de un siglo obliga a distinguir algunas etapas que vienen a ser coincidentes con los procesos que acompañan los reinados de los cuatro primeros monarcas de la dinastía borbónica en España. El reinado de Felipe V (1700-1746), que tiene como imperativo el reforzamiento del Estado, la creación de un marco económico fuerte y el freno a la iglesia prepotente, en el campo de la cultura artística refuerza y estrecha los vínculos entre el arte español y el arte francoitaliano. Potencia la investigación y la experiencia artística española, en su espíritu y en sus iniciativas, y propicia una necesidad de encuentro entre lo hispánico y otras culturas extranjeras. El reinado de Fernando VI (1746-1759) no por corto fue menos fructífero, ya que su política abstencionista en el exterior, reforzó determinados impulsos de desarrollo económico, que favorecieron no sólo el fomento de las tradiciones transmitidas desde el reinado anterior, sino también haciendo efectivos medios institucionales, como las Academias de Bellas Artes, que, aunque de iniciativa anterior, desarrollaban en este tiempo su ordenamiento estatutario, sirviendo de plataforma a un método renovado de mirar y de instrumentar el proceso artístico.Se refleja un incremento en el mecenazgo de la música y del teatro, de una literatura crítica precursora del reinado siguiente y de la creación de centros de estudios y de investigación de ámbito extrauniversitario uniendo ciencia y técnica, teoría y práctica.En el reinado de Carlos III (1759-1789) se produce un giro brusco. El monarca no carecía de experiencia por sus años de aprendizaje como rey de Nápoles. En su gobierno se acentúa el concepto de la dignidad real, de la visión del monarca, en definición de Domínguez Ortiz, como deus in terris. Pero llevó una política exterior activa y un denso programa de reformas internas, el más atrevido hasta entonces, apoyándose en un presupuesto equilibrado. Las rentas aumentaron por el incremento natural de la riqueza. Las vacilaciones ideológicas serán las propias que se producen en el seno de la Ilustración. Rodeado de ministros de gran capacidad intelectual, se produce un movimiento de revitalización de la cultura artística en términos europeístas. El reinado de Carlos IV (1789-1808) se ha considerado como el primer acto de un drama que se prolongará durante medio siglo. Fue sin duda el epígono de una etapa próspera y el prólogo de un periodo histórico de quiebras y de incertidumbres. Se practicó una política dura, que no fue sino el producto del temor a la revolución. No obstante, la inercia del reformismo borbónico continuó, aunque con efectos muy moderados y resultados insuficientes. Carlos IV fue sensible a las artes dejando en la Villa madrileña de la Florida un emporio que quiso ser semejante a la Reale de Caserta.A lo largo del siglo hubo un desfile de validos extranjeros y una serie de buenos ministros españoles, que fue designación afortunada de los diferentes monarcas. Patiño, Carvajal, Ensenada, Aranda, Floridablanca, Jovellanos, etc., forman una lista de brillantes gobernantes que mostraron interés profundo por la cultura artística de la época.
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La primera etapa de la colonización griega (mitad del siglo VIII a mitad del siglo VII a.C.) se caracteriza por la procedencia continental de los colonos y la búsqueda de nuevas tierras para liberar la presión demográfica, afectando, sobre todo, al sur de Italia y Magna Grecia y a Sicilia. En la segunda fase (mediados del siglo VII a principios del siglo V a.C.) los colonos proceden de Grecia continental y asiática (Grecia insular y ciudades de Asia Menor), tiene un carácter más comercial y el campo de expansión se amplia: costa más occidental del Mediterráneo (Península Ibérica, Costa Azul), el Mar Negro y Norte de Africa. En el Próximo Oriente los asirios actuaban como barrera. Por lo que se refiere a la Península Ibérica, en los últimos años había quedado en segundo plano la investigación sobre la colonización griega y se había dado prioridad a la fenicia. Actualmente esto ha cambiado y el interés se centra en el análisis de las relaciones de los griegos con el mundo indígena, ocupándose de la "chora" colonial como el territorio que dependía de un establecimiento griego con dos conceptos distintos: los campos vecinos al núcleo habitado, cultivados directamente por sus habitantes, y la zona de dominio, área afectada por la actividad económica de la colonia. Partiendo de estos análisis se distinguen las siguientes etapas en la colonización griega: 1. Etapa precolonial (siglo VIII a VI a.C.), de primeros contactos y primeras navegaciones sin asentamientos estables. Esta etapa de búsqueda de enclaves comerciales en principio no permanentes fue en todo el Mediterráneo occidental muy breve. Arqueológicamente estas relaciones se reflejan en los hallazgos de abundante cerámica, aunque no debió ser el único instrumento de cambio, ni su ausencia definitoria de la no existencia de relaciones con los griegos. Los testimonios arqueológicos griegos más antiguos se fechan en el sur y sureste entre los siglos VIII y VII a.C. y han sido hallados en yacimientos fenicios, lo que nos lleva a pensar en un comercio fenicio como intermediario de productos griegos, mientras que en la costa catalana, Levante y zona interior de Albacete (alto Guadalquivir) los hallazgos griegos no son anteriores al comienzo del siglo VI a.C. En cuanto a los fragmentos de cerámica griega del siglo VII a.C. encontrados en el sur de Francia pueden deberse al comercio etrusco y no tanto a intercambio directo griego o presencia griega en la zona. Todo ello conduce a pensar en una superposición de rutas comerciales de etruscos, griegos y fenicios-cartagineses en el Mediterráneo Central y Occidental y no en una hegemonía o monopolio de una sola potencia. 2. Etapa colonial (a partir del siglo VI a.C.) con asentamientos estables a partir de la fundación de Massalia (Marsella) ca. el año 600 a.C., primera colonia de los focenses en el Mediterráneo occidental. Su etapa de prosperidad se sitúa en el s. VI en que aparecen como exportadores de sus propios productos, importadores de productos griegos, realizando intercambios con los indígenas y acuñando pequeños divisores de moneda con inspiración ateniense. Aproximadamente hacia el año 500 a.C. una serie de acontecimientos en Europa Central (comienzo de la II Edad del Hierro) trajeron consigo el cambio en las importaciones de cerámica de calidad por bronces y cerámicas de los etruscos, a la vez que un descenso en la prosperidad de Massalia, lo que benefició el desarrollo de Emporion (Ampurias, Gerona).
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Las guerras samnitas son presentadas por Livio como una guerra de razzias jalonada de continuas incursiones a la búsqueda de botín y de tierras y, como fin último, el logro de la supremacía romana en Italia. La realidad no debió de ser muy distinta. Estrabón, citando a Fabio Pictor, el primer analista romano que vivió durante la segunda mitad del siglo III a.C., dice que éste consideraba estas expediciones como el comienzo de las riquezas de Roma. Las guerras se desarrollaron en varias fases, con intervalos de relativa tranquilidad y con algunas batallas importantes y la ampliación por parte de Roma del sistema de alianzas. Los acontecimientos políticos principales parten del 328 a.C., cuando los samnitas se habían infiltrado en Nápoles y, desde allí, hostigaban y saqueaban los campos de Capua. Esta ciudad recurre a Roma buscando su protección y en el 327 a.C. un ejército romano, mandado por el dictador Publio Filón -que tuvo que continuar la batalla como procónsul cuando terminó el plazo de sus poderes dictatoriales- consiguió apoderarse de la vieja ciudad de Paleópolis, pero no de Nápoles o Neápolis. Ambas ciudades constituían dos ciudades gemelas aunque habían sido fundadas por Rodas y Cumas en épocas diversas. En el 326 a.C., Roma suscribió con Nápoles un tratado de alianza (foedus aequum) en plano de igualdad. Esta ciudad conservaba entonces su lengua griega, su constitución, sus arcontes y sus fratrías y el tratado del 326 era tan respetuoso con las exigencias de Nápoles que ésta todavía en el 90 a.C. dudaba si aceptar la ciudadanía romana o mantener la condición anterior, la que se derivaba del foedus suscrito. Un año después de suscribir el tratado con Nápoles, tuvo lugar el desastre de las Horcas Caudinas, en las que fueron atrapadas las dos legiones de los cónsules Veturio y Postumio. La derrota se produjo durante su incursión en la Apulia, en el año 325 a.C. El acuerdo que el Senado se vio obligado a suscribir a resultas de la derrota supuso la entrega a los samnitas de colonias fronterizas como Fregellae. Pero pocos años más tarde, los ejércitos romanos retomaron el camino de la Apulia. Saquearon la Daunia y concluyeron un acuerdo con las ciudades apulias de Canusium, Arpi y Teanum. Liberaron también la ciudad de Luceria, sitiada por los samnitas, donde los romanos dejaron una guarnición. Esta ciudad pasó a ser colonia en el 311 a.C. La victoria de Lautulae (315) sobre los samnitas supuso para Roma una advertencia sobre la fragilidad de algunas anexiones. Antes de la batalla, Capua, los Auruncos y Satricum intentaron volverse contra Roma. Posteriormente, reprimió la insurrección de Capua. A partir de este momento, el pretor romano delegó a prefectos (praefecti Capuam Cumas) para controlar la administración de las ciudades campanas. Roma confiscó además las ricas tierras del ager Falernus, que pasaron a formar parte del ager Romanus y recompensó a los 1.600 caballeros campanos que habían tomado partido por Roma durante las operaciones. Los Auruncos fueron masacrados y la recuperada Fregellae e Interamna de Liris, colonias latinas, pasaron a ser los enclaves vigilantes del sur del Lacio. En el 312, Apio Claudio abrió la vía campana o vía Apia de Roma a Cumas. Después de la victoria de Terracina (314), Roma intensificó la ocupación territorial con una amplia colonización latina. Creó las colonias de Ostia, Anzio, Terracina y, al año siguiente, añadió las colonias de Ponza, Suessula y Saticula. Desde el 311 Roma nombra a magistrados encargados de la marina (duoviri navales). Su todavía pequeña flota fue derrotada cuando intentaba atacar Nocera que, no obstante, fue ocupada poco tiempo después. A partir del 312 a.C. se abrió de nuevo el frente etrusco. Allí los romanos habían sido bastante cautos hasta entonces y sus relaciones eran reguladas en sustancia por las indutiae o treguas convenidas, durante las cuales ambas partes acordaban no atacarse mutuamente. No obstante, las luchas entre Roma y los samnitas implicaron toda una serie de alianzas contra o a favor de Roma. En definitiva, se iba afianzando la conciencia entre los diversos pueblos en el sentido de que se trataba de pasar al control de Roma o de mantener la independencia. Ante el poder amenazante de Roma, se estrechaban las alianzas entre los demás pueblos itálicos. En el 311 se creó un frente etrusco, encabezado tal vez por Volsinii (Orvieto). En el año 311 se concentraron los enfrentamientos en torno a la ciudad de Sutri, tan importante estratégicamente. Tras la victoria, el ejército romano comandado por el cónsul Fabio Rulliano pasó por primera vez los Montes Ciminos, logrando penetrar en el interior de Etruria. No mucho después, entre 309-308 a.C., tres ciudades-estado etruscas del interior (Perugia, Cortona y Arezzo) pidieron una tregua. También los demás estados etruscos depusieron las armas. Roma estableció una política de tratados (como el foedus con Camerino), y no se conocen expropiaciones de tierras en Etruria. Muy diferente fue la actitud de Roma con los hérnicos, que entraron en guerra contra Roma en el 306 a.C. En ese mismo año cayó la principal ciudad hérnica de Anagnia. El resto de su territorio fue incorporado en gran parte a través de confiscaciones y concesiones de civitas sine sufragio. En el 304 a.C. se estipuló la paz con los samnitas, si bien ésta no fue resolutiva. Roma continuó la política de alianzas e incorporaciones, confiscando parte del territorio de los ecuos, tras arrasar treinta pagi de éstos. En el 303 a.C. se estableció la colonia latina de Alba Fucens que junto con Carseoli, reducida en el 298 a.C., servirían posteriormente para sus operaciones contra el Samnio. Entre el 302-299 a.C., Roma intensifica, además, su relación con el mundo de la Magna Grecia. La Lucania estaba habitada por tribus belicosas que frecuentemente realizaban incursiones de pillaje sobre las ciudades griegas, siendo Tarento uno de sus objetivos preferidos. Esta colonia espartana se había visto frecuentemente obligada a solicitar la ayuda de mercenarios lacedemonios o epirotas. Los lucanos tenían un tramo de frontera común con los samnitas, que aún no había sido controlado por Roma. Así, la Lucania se convertía en una pieza importante para la complicada política de Roma. En el 302 a.C. Roma protegió a los salentinos contra un condottiero de Tarento llamado Cleónimo y en el 299 a.C. Roma apoyó a los lucanos, que habían sido atacados por los samnitas. Roma concluyó con los lucanos un tratado. Así comienza la última fase de las luchas romanas por el control de Italia.
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Conviene recordar el juicio de Diego Angulo cuando señala que aparte de la mayor o menor actualidad del arte del retrato de Vicente López, y del mayor o menor ornato de las vestiduras de sus retratados y, sobre todo, de la minuciosidad en su representación, precisa reconocer que sus rostros, desde el punto de vista iconográfico, si no delatan la mirada penetrante de un Goya para decirnos en toda su crudeza cómo ve el pintor el alma del retratado, sí ofrecen una visión muy equilibrada y veraz de su aspecto físico. Vicente López es uno de nuestros grandes retratistas del siglo pasado, que a sus méritos como pintor suma el de habernos dejado una valiosísima galería, creo que extremadamente fidedigna, de muchos de los principales personajes que se mueven en el escenario de la Corte durante la primera mitad del diecinueve. La producción retratística de Vicente López puede cifrarse, de acuerdo con nuestras investigaciones, en un número no inferior a los trescientos ejemplares de obras, aparte de las réplicas de taller y las copias contemporáneas. En lo que se refiere a su clasificación, respecto a la condición del personaje retratado, podemos establecer la siguiente división: personas reales, dignidades eclesiásticas y aristócratas, artistas y miembros de la nueva burguesía. Finalmente, y en lo que a períodos se refiere, pueden marcarse las siguientes etapas: primera época, que abarca desde 1789 hasta su partida hacia Madrid, desde Valencia, en 1814; la segunda etapa, desde 1814 a la muerte de Fernando VII, en 1833; el último período, de madurez, comprende desde entonces hasta 1850, año de su fallecimiento. En la primera etapa los esquemas, tanto formales como estéticos, responden a unos criterios claramente dieciochescos, con manifiesta influencia de Mariano Salvador Maella, Gregorio Ferro y Francisco Bayeu. En opinión del marqués de Lozoya, durante este tiempo López es un pintor del último tercio del siglo XVIII, que viste a sus personajes varoniles con levita en vez de casaca y que los pinta con un colorido brillante, a veces un poco estridente, aprendido de sus maestros valencianos, al tiempo que pone en las carnes unos característicos matices nacarados. Entre sus primeros ejemplos tenemos el retrato de Carlos IV, obra de pensionado como alumno de la Academia valenciana, inspirado en otro de Maella. Mientras, en el de fray Tomás Gascó, del Museo del Prado (1789), las deficiencias de un dibujo débil son suplidas ya por notables hallazgos cromáticos. Y así, tras estos primeros intentos, como pueden considerarse los retratos del conde de Llarena y Pareja Obregón, llegamos, en 1794, al estupendo del grabador Manuel Monfort del museo de su ciudad natal, con réplica en la colección Casa Torres. Aquí, la minuciosa descripción de los lujosos dorados y peluca empolvada ponen de manifiesto su quehacer y su inconfundible pulso de artista. Lo mismo puede decirse de los de Palacios de Urdáiz -mejor, el del Ayuntamiento de Murcia-, el del capitán general don Ventura Caro, con frondoso paisaje de fondo -género éste pocas veces cultivado por López- y, sobre todo, el del arzobispo de Valencia, don Juan Francisco Ximénez del Río, donde destaca la delicadísima confección del raso morado de la muceta y los encajes de la sobrepelliz, de inusitado realismo. Corresponden a este momento sus iniciales retratos de personajes reales. El primero es el conmemorativo de la visita de la familia de Carlos IV a la Universidad de Valencia. Como ha señalado Angulo, tras el mar de pequeñas rugosidades de sus telas, donde pervive la inquietud formal del Rococó, se advierte, sin embargo, una sólida composición general de ascendencia rafaelesca. Y aquí hay que hacer, inevitablemente, la comparación con el retrato de la misma familia pintado por Goya dos años antes. Así, veremos que, mientras al aragonés le interesa resaltar la multiplicidad de fisonomías desde unas actitudes con ecos clasicistas, desde el alarde cromático y una intención que se hace intemporal en sus propios fundamentos, López actúa desde el puro oficio de gran profesional de la pintura, a la búsqueda de hallazgos de gran plasticidad, que superan los convencionalismos barroquistas que le sirven de punto de partida. También se nota esto en los retratos del nuevo monarca, Fernando VII, hoy en los consistorios de Játiva y Valencia. No vamos a detenernos en una pormenorizada relación de los retratos ejecutados en cada período, pero no podemos dejar de hacer mención de algunas obras representativas de cada etapa. De esta forma, tendremos el de don Vicente Blasco, rector de la Universidad de Valencia -Museo Lázaro Galdiano y sus réplicas-, tal vez uno de los mejores ejemplares, destacando su mirada inteligente y serena, perfectamente captada y expresada por los pinceles del valenciano. O la imagen de la baronesa de Tamarit, ataviada con una cofia de delicado encaje y fichú de vaporosa muselina; la enérgica actitud del escultor Pedro Antonio Hermoso o la precisión cromática del chal con orla estampada de flores de la marquesa de Campo Salinas, sin olvidar la realeza que sabe infundir en doña María Antonia de Borbón, primera esposa de Fernando VII, princesa no muy agraciada. En la segunda etapa del pintor-retratista, ya como artífice de la Real Cámara y residente en la Corte, los retratados ya no pertenecen a la aristocracia y burguesía provincianas de su ciudad natal, sino a personajes reales, grandes títulos y dignatarios cortesanos. Será en su tercer y último período cuando, una vez alcanzada la máxima celebridad, vuelva a esos encargos cuya demanda recibirá de los más apartados rincones, utilizando los candidatos toda clase de recomendaciones para tener el honor de ser retratados con prioridad por el Primer Pintor de la Corona. Ahora, de 1814 a 1833, realiza numerosas versiones de Fernando VII, de sus tres esposas y de diferentes personajes reales. También de héroes de la guerra de la Independencia, eclesiásticos y, sobre todo, dos obras claves en su proceso creativo, los retratos de Francisco de Goya -Prado- y de la señora de Carsi -Lázaro Galdiano-. A partir de la muerte de Fernando VII, cada personaje provinciano, militar, título, banquero, etcétera, cifra sus aspiraciones suntuarias en ser llevado al lienzo por el artista, legando así a la familia y a la posteridad de ámbito local su efigie plasmada por el Primer Pintor de Cámara de Su Majestad. Vicente López no puede satisfacer solo tanta petición y, abrumado por las constantes recomendaciones que le llegan por los más diversos caminos para que realice el tan ansiado retrato, tiene que recurrir a colaboradores que le preparan las telas y centra la figura, dejándole el rostro, las manos y algunas pinceladas maestras en los trajes y joyas, a base de brillos y luces aisladas. Y esto ocurrirá en numerosas ocasiones. Y aparece ese aliento prerromántico en sus lienzos. La historia de la pintura está repleta de ejemplos donde la vejez da al artista una capacidad creadora muy superior a la que puede mantener en otras actividades. Goya, Picasso, Miró, Chagall, son nombres que avalan esta afirmación. Lo mismo ocurre con Vicente López, quien en la última etapa de su vida continúa la línea de esplendorosa madurez a pesar de sus muchos años. En 1846 pinta a la condesa viuda de Calderón, mujer que inspiró una novela al escritor mexicano Ignacio Manuel Altamirano; en 1847, entre otros, realiza los del matrimonio Braco. López se va acercando a los ochenta años y ni sus facultades pictóricas decrecen -sino por el contrario parece enriquecerse con nuevos hallazgos- ni el cansancio lo vence. Por ello nos puede ofrecer todavía al final de su vida, como testimonio de su quehacer artístico, obras de tanta calidad como los retratos de José Piquer, de José Gutiérrez de los Ríos y, sobre todo, el de Ramón María de Narváez, duque de Valencia. En resumen, puede afirmarse que Vicente López habría de quedar con su espléndida galería de personajes como el pintor preferido por tres generaciones, en las que se mostraba el primer gran cambio experimentado por la sociedad española en la etapa contemporánea.
Personaje
Político
En el año 746 reemplazó a Ceolredo en el poder. Mientras gobernó su pueblo fue próspero y potente. En el año 752 se enfrentó al rey de Wessex, Cudredo, y fracasó. Algunos años más tarde encontró la muerte al enfrentarse con Beornedo, un noble de Mercia que pretendía portar la corona.
Personaje
Político
Etelberto se convirtió al cristianismo por Agustín de Canterbury y se dedicó a expandir la fe cristiana por su reino de Kent, al tiempo que redactaba algunos códigos legales.
museo
Desde su fundación en el año 1873 el Museo Etnológico, originado a partir de la colección del gabinete de arte del rey, pertenece a los más grandes e importantes de este género a nivel internacional. Sus colecciones cuentan con aproximadamente 500.000 objetos etnográficos, arqueológicos e histórico-culturales de África, Asia, América, Australia y Oceanía. A esto se suman grandes colecciones de documentos fotográficos, grabaciones y películas. Las exposiciones permanentes abarcan las siguientes áreas: arqueología de Mesoamérica, Centroamérica y Suramérica, indios de Norteamérica, culturas de Oceanía y Australia, arte y cultura de África, cultura material de África Occidental, etnología musical y museo para jóvenes y ciegos.