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En el curso de su desastrosa retirada en la cruzada contra el Reino de Aragón, Felipe III moría en Perpiñán (5 de octubre de 1285). Le sucede su hijo, Felipe IV; un príncipe devoto, como todos los últimos Capeto, que, hasta el momento, no ha dado muestras de un interés excesivo hacia los asuntos de gobierno. Pronto se revelara como un hombre calculador, extraordinariamente realista, absolutamente carente de escrúpulos a la hora de conseguir sus objetivos políticos, y plenamente convencido de la suprema autoridad real; su mirada fija, penetrante, y su modo de escuchar, callado, inquietaron a muchos de sus contemporáneos. El objetivo de Felipe IV es lograr una fuerte Monarquía; para ello trata de controlar los resortes económicos, dirigir en plenitud la Iglesia de su Reino, y robustecer la administración mediante la incorporación de legistas bien preparados y defensores del autoritarismo monárquico, que se convierten en funcionarios de absoluta fidelidad. Para lograrlo volcaría toda su energía en el interior, abandonando las quiméricas empresas exteriores de su padre. Su primera preocupación fue la liquidación de la empresa aragonesa y de los problemas de ella derivados. Se logró, por intermedio de Eduardo I de Inglaterra, una suspensión de hostilidades, seguida de un proyecto de paz, listo en 1287 para ser firmado, que establecía un reparto del Reino de Sicilia que dejaba su parte insular en manos aragonesas, aunque como entidad distinta de este Reino. La negativa de Honorio IV a levantar las sanciones canónicas que pesaban sobre Aragón y la prohibición a Carlos de Salerno, Carlos II, heredero de Carlos de Anjou, de aceptar los términos del acuerdo, como vasallo que era de la Sede Apostólica, hicieron fracasar el proyecto. Felipe IV estaba decidido a llegar a un acuerdo con Aragón con o sin la aquiescencia del Pontífice; también Alfonso III de Aragón precisaba la paz para hacer frente a las dificultades internas que le plantean los nobles de la Unión. La postura pontificia en esta cuestión fue causa de una primera ruptura entre Francia y el Papado. Las negociaciones prosiguieron durante el largo interregno pontificio de casi un año, tras el cual fue elegido Nicolás IV, y bajo el pontificado de éste. Parte importante de las negociaciones correspondió al legado pontificio Benedicto Gaetani, futuro Bonifacio VIII, que desarrolló una gran actividad durante 1190. Así pudo alcanzarse un primer tratado de paz (Tarascón, febrero de 1291) entre Francia, Aragón y Carlos de Salerno que recogía esencialmente el contenido del fallido proyecto de acuerdo. Alfonso III de Aragón se comprometía a no apoyar a su hermano Jaime, proclamado rey de Sicilia, y Carlos II renunciaba a los condados de Anjou y Maine en favor del rey de Francia. La muerte de Alfonso III de Aragón (18 de junio de 1291) hacia recaer la herencia aragonesa en su hermano Jaime, rey de Sicilia; aunque éste no proyectaba retener para sí el trono siciliano, que transmitió a su hermano Fadrique, no estaba dispuesto a una pura renuncia que pusiese en peligro la presencia aragonesa en el Mediterráneo. La aplicación del tratado de Tarascón quedó inmediatamente suspendida: de la nueva negociación había que sacar el máximo de ventajas. Las negociaciones fueron extraordinariamente lentas, tanto por las dificultades propias de las mismas, como por las resistencias en Sicilia y en la familia real aragonesa a un abandono compensado de la isla, solución apuntada por Jaime II. Los acontecimientos que se estaban produciendo en la Curia no contribuyen a facilitar el avance de los acuerdos. Si en 1287, a la muerte de Honorio IV, habían sido necesarios casi once meses para lograr la elección de Nicolás IV, a la muerte de éste, en abril de 1292, el enfrentamiento de las facciones del Colegio cardenalicio imposibilitó cualquier entendimiento. La cuestión siciliana, en la que se estaba jugando el futuro político del Mediterráneo y de Italia, dividía de tal manera a los cardenales, que, en esta ocasión, fueron precisos veintisiete meses para lograr la elección de un nuevo Pontífice. La elección es, en si misma, además, una confesión de la insoluble división. El elegido es Pietro Morrone, un eremita, antiguo benedictino, que había fundado una congregación de eremitas, cuya dirección había resignado a causa de su edad. En algunos sectores, especialmente entre los espirituales, penetrados de las ideas de Joaquín de Fiore, el nuevo Pontífice fue considerado como el Papa angélico, la señal del inicio de la era del Espíritu vaticinados por este. Celestino V tenía fama de santidad, desde luego, pero no era, por muchas razones, el Papa adecuado para hacer frente a tantas dificultades de carácter político. Elegido en un cónclave absolutamente dominado por Carlos II, el nuevo Pontífice vive en adelante supeditado al monarca napolitano: desiste de marchar a Roma instalándose en el Castillo Nuevo de Nápoles; nombra en un solo acto doce cardenales claramente proangevinos; accede a todas las peticiones de Carlos II, desde nombrarle guardián del siguiente cónclave, lo que le da la llave del futuro, hasta sancionar el principio de acuerdo a que había llegado con Jaime II, que contenía, en esencia, una renuncia, bien pagada, a Sicilia. Se movía Celestino V con enorme torpeza en la intrincada red de la política curial; las enormes diferencias introducidas bruscamente en su género de vida, las presiones ejercidas sobre él, y el caos administrativo y financiero que produjeron muchas de sus decisiones hicieron aparecer muy pronto la idea de una renuncia como única salida posible. El consejo de algunos cardenales y la confirmación canónica de tal posibilidad, la convirtieron en realidad: el 13 de diciembre de 1294 Celestino V renunciaba a su dignidad pontificia. De acuerdo con las disposiciones vigentes se reunió el cónclave diez días después; duró solamente un día y en él fue elegido, por unanimidad, Benito Gaetani, Bonifacio VIII, uno de los más brillantes cardenales, y también uno de los que más había influido en la renuncia de su predecesor. Era el hombre capaz de resolver los graves problemas del Pontificado. El vivo contraste en la duración de este cónclave en relación a los anteriores, en particular al último de ellos, y la actuación del nuevo Pontífice, arrojarían pronto dudas sobre la libertad con que Celestino V pronunciara su renuncia. Las deformadas interpretaciones que se dieron a los actos de Bonifacio VIII vinieron a envenenar una situación extraordinariamente compleja. Una de esas acciones, de pesadas consecuencias posteriores, es la referente a la suerte seguida por Celestino V tras su abdicación. Era una arma demasiado peligrosa y fácil de manejar como para dejarla en manos de cualquiera; seguramente por ello, Bonifacio VIII ordenó que fuera retenido en un castillo de Campania donde se produjo su fallecimiento (19 de mayo de 1296).
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La prematura muerte de Enrique VII abre una nueva etapa de dificultades para el Imperio; primero un interregno de más de un año, y, después, una doble elección que recae, por una parte, en Federico, hijo de Alberto I de Habsburgo, y, por otra, en Luis de Baviera. La prolongada vacante del Pontificado, a la muerte de Clemente V, es una dificultad añadida a la obtención de una posible salida al conflicto: durante bastante tiempo Alemania conocería frecuentes enfrentamientos y devastaciones. Elegido Juan XXII, los dos candidatos acudieron al Pontífice reclamando el reconocimiento. La ocasión era propicia para afirmar el poder pontificio y enderezar la situación política en Italia. Ratificó el nombramiento de Roberto de Anjou como vicario imperial para Italia, que hiciera Clemente V, y, reconociendo por igual a los dos candidatos al Imperio como electos, se dispuso a derribar todos los gobiernos no güelfos del norte de Italia. La ausencia alemana en el norte de Italia tiene como efecto el desarrollo de numerosas señorías locales, de corte gibelino, con el peligro añadido de su posible acción común bajo la dirección de Mateo Visconti, de Milán. Por su parte, Roberto de Anjou pretendía aprovechar la doble elección para desmembrar el Imperio en tres partes, Alemania, Borgoña, que caería en la órbita francesa, y Lombardia y Toscana, que deberían ir a parar a sus manos, y unidas a su Reino napolitano, formar su reino de Italia. En esa situación, Juan XXII nombraba dos legados en Italia con la misión de restablecer una paz imposible entre güelfos y gibelinos; la respuesta de los gibelinos al legado pontificio, en especial, la de Mateo Visconti, de Milán, y la de Can Grande della Scala, de Verona, dejaron muy claro que el entendimiento con los gibelinos era imposible. Es probable que Juan XXII hubiese supuesto que los acontecimientos se desarrollarían de esa forma, lo que justificaba la intervención armada en Italia. La doble elección imperial facilitaba la acción, pero en ella se enterrarían gran parte de los fondos obtenidos por la eficaz administración pontificia y se enfrentaría a amplios sectores de opinión italianos, que consideraron la guerra como una intolerable irrupción del Papado en la esfera de lo puramente temporal. En junio de 1319, Juan XXII nombraba a Bertrand de Pouget nuevo legado en Italia, aunque su misión se demoraría todavía un año. Se trataba de imponer por la fuerza un orden en el norte de Italia, contando con la colaboración del rey de Nápoles y con la no muy entusiasta del de Francia, que quedó de manifiesto en una pronta retirada francesa. El legado quedó inmerso en la compleja política del norte de Italia, sin lograr imponer el apetecido orden. En septiembre de 1322, Luis de Baviera vencía a Federico de Austria, su rival en la lucha por el trono alemán, en la batalla de Müldorf; este éxito iba a moverle a intentar hacer efectivos sus derechos sobre el norte de Italia, puestos de manifiesto inmediatamente con el nombramiento de un legado imperial. Con apoyo alemán pudieron los gibelinos obligar a las tropas del legado a levantar el cerco de Milán, un acontecimiento que liquidaba las pocas posibilidades de éxito de la legación. No es extraño que el Papa respondiera citando (octubre de 1323) al emperador ante su presencia y enredándole en un proceso canónico cuyo objetivo era forzarle a renunciar a la realeza bajo pena de entredicho, acusado de apoyar a los Visconti y, en particular, a Mateo Visconti, que había fallecido recientemente incurso en sentencia de herejía por su pertinaz desprecio a la sentencia de excomunión. Luis de Baviera fue excomulgado en marzo de 1324, tras el fracaso de sucesivos intentos negociadores; su respuesta, el manifiesto de Sachsenhausen, de mayo de ese año, constituye un salto cualitativo en el nuevo enfrentamiento entre Pontificado e Imperio, que acababa de producirse. Inspirada por los importantes círculos de espirituales refugiados en Alemania, en ella se hacia abierta apelación al concilio general para juzgar a un falso Papa, incurso en herejía, como dejó claro su conflicto con los espirituales, al que se hacía una larga memoria de sus acciones contrarias a la paz, la justicia y a los derechos del emperador. Respondió Juan XXII con una nueva excomunión y declarando a Luis de Baviera privado de sus dignidades: durante meses Alemania se ve agitada por contrapuestos intereses de casi todas las potencias europeas. El conflicto adquiere su total magnitud con la entrada en la Corte bávara de dos maestros parisinos, Marsilio de Padua y Juan Jandún, que acababan de elaborar el "Defensor pacis", un escrito en el que se recogían todas las ideas contrarias al Pontificado y se exaltaba la potestad imperial. Era un instrumento peligroso, cuyo uso asustó a Luis de Baviera, pero al que se decidió ante la magnitud del enfrentamiento. Según el "Defensor pacis", el poder civil tiene su fundamento en la necesidad de asegurar la paz entre los hombres; su origen se halla en el consentimiento universal, manifestado en la elección imperial. El Papado no es una institución de derecho divino, sino humano, que ha usurpado la autoridad del sacerdocio; además, su autoridad procede del pueblo que le elige, de tal forma que corresponde al Concilio de la Iglesia universal la potestad última. Una potestad únicamente espiritual, que debe estar sometida al Imperio en todo lo temporal. El 31 de mayo de 1327, Luis de Baviera era coronado en Milán con la corona de hierro; después de hacerse con tropas y dinero marchó hacia Roma, donde entró en enero de 1328 venciendo la resistencia que le opuso Roberto de Anjou. Durante esos meses Juan XXII hizo conocer sus deseos de volver a Roma, a los que daría curso instalándose inicialmente en Bolonia, que su legado acababa de conquistar; el grandioso proyecto no se llevó, desde luego, a la práctica. El 17 de enero de 1328, Luis de Baviera era coronado emperador en Roma. Su condición de excomulgado hizo imposible hallar un prelado que le coronase; tampoco fue necesario: aplicando las doctrinas del "Defensor pacis", cuatro síndicos de Roma, entre ellos Sciarra Colonna, uno de los protagonistas del "atentado de Anagni", en representación del pueblo, coronaba al nuevo emperador. El infatigable Juan XXII declaró nula tan revolucionaria coronación (31 de marzo), confiscó todos los feudos de Luis de Baviera, al que citaba a Aviñón para escuchar su sentencia (3 de abril), le declaró incurso en herejía por apoyar a los espirituales y aprobar la difusión del "Defensor pacis", que era condenado (23 de octubre), y levantó una liga contra él en Italia, llamando a la cruzada a todos los güelfos de Italia. Luis de Baviera, apoyado por los autores del "Defensor pacis", y por los espirituales, en particular Ubertino de Casale, convocó un irregular parlamento romano (18 de abril de 1328), que procesó a Juan XXII, al que denominaban Giacomo de Cahors, que fue depuesto por hereje y por el delito de lesa majestad, cometido al deponer al emperador. Un mes después se aclamaba como Papa a un franciscano espiritual, Pietro Rainolluci, que adoptaba el nombre de Nicolás V y declaraba la sede apostólica residente en Roma. El nuevo Papa debía ser la personificación del ideal de pobreza, pero para intentar regir la nueva Iglesia hubo de crear un engranaje económico similar al que funcionaba en Aviñón; pese al entusiasmo de su panegiristas, se presentaron dificultades insalvables para constituir un rudimentario colegio cardenalicio. Sometido enteramente al poder político que le había elevado, Pietro Rainobuci hubo de abandonar Roma cuando el emperador, falto de dinero, salió de la ciudad en agosto de 1328, dejando tras de sí una situación violentamente antialemana. El retorno a Alemania de Luis de Baviera, en la primavera de 1330, dejó a Nicolás V, que había iniciado negociaciones con el Papa, carente de todo apoyo y rápidamente abandonado de todos sus partidarios. Pudo obtener de Juan XXII el perdón, que le fue otorgado a cambio de la abjuración y de la reclusión del cismático en Aviñón, a donde llegó en agosto de 1330, y donde moriría, ignorado, tres años después. El gravísimo peligro de cisma quedó conjurado con mayor facilidad de lo previsible; sin embargo, no consiguió Juan XXII promover una sublevación en Alemania, que Luis conjuró con unos complicados proyectos de renuncia a la dignidad imperial, tratados en unas negociaciones sin salida. No había una solución política de repuesto: las aspiraciones de Francia de alejar definitivamente a los emperadores de Italia no satisfacían al Pontífice, que temía sustituir una amenaza por otra. Tampoco resultó viable el proyecto de crear un dominio en la Italia del Norte para el rey de Bohemia, Juan, un descendiente de Enrique VII de Luxemburgo; la finalidad de este Reino consistiría en la eliminación de todas las fuerzas gibelinas, como sucediera con la instalación de los Anjou en el Reino de Sicilia. El proyecto hizo que los güelfos se sintieran traicionados y que, unidos a los gibelinos, expulsaran de Italia a Juan de Bohemia (octubre de 1333): en la primavera del año siguiente concluía en fracaso la legación de Bertrand de Pouget. Esa situación parece animar a Luis de Baviera a una nueva acción contra el Papa; la noticia de la muerte de Juan XXII, sucedida el 4 de diciembre de 1334, paralizó toda hipotética acción. El ultimo conflicto entre el Papa y el Imperio concluía con un gran desgaste para ambos: Luis de Baviera había hundido su prestigio; el Papado había enterrado gran parte de sus recursos económicos y levantaba nuevos obstáculos para su vuelta a Italia.
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Desde la caída de Constantinopla en 1453, el avance del Imperio otomano en los Balcanes fue muy rápido, y a comienzos del siglo XVI toda la península estaba bajo su poder. Bayaceto II (1481-1512) amplió las fronteras por el Norte al conquistar Bosnia y consiguió que le prestasen vasallaje los príncipes de Moldavia y Valaquia, descontentos de los intentos dominadores de húngaros y polacos. Durante los años siguientes, Selim I (1512-20) se dirigió preferentemente a la ampliación de las restantes fronteras. Durante su reinado el Imperio turco conquistó Egipto (1517), impuso el protectorado sobre Argelia, arrebató parte de Mesopotamia a Persia y sometió Arabia. Esta ampliación del territorio, que no afectó directamente a Europa, tuvo graves consecuencias para su comercio, que vio cerrarse las puertas de Egipto, obstaculizadas las rutas por caravana a través del Asia Menor y fortalecidas las posiciones de los corsarios norteafricanos, respaldados por el poder otomano. La llegada al trono de Solimán II el Magnífico (1520-1566) dio un nuevo avance a las conquistas europeas. En 1521 tomó Belgrado y en 1522 Rodas, aunque tuvo que desviar su atención hacia Siria y Egipto, donde surgieron fuertes sublevaciones contra la reciente dominación otomana. En 1525 se dirigió de nuevo hacia el Danubio medio, aprovechando los problemas surgidos en el imperio con la Reforma luterana y las guerras del emperador con Francia. El joven rey de Hungría y Bohemia, Luis II Jagellón, se apresuró a detenerlo, pero fue vencido por unas tropas muy superiores en la batalla de Mohács (1526), donde murió. En virtud de los acuerdos de 1515 entre Maximiliano I y Ladislao Jagellón, rey de Bohemia y Hungría, será Fernando, el hermano de Carlos V y vicario imperial, como esposo de Ana Jagellón y cuñado de Luis, quien herede la doble Corona. Desde entonces, el imperio se verá forzado a intervenir en todos los problemas concernientes al área danubiana, tanto causados por los turcos como por los polaco-lituanos, y a defender los propios territorios de los Habsburgo, con frecuencia amenazados directamente. La situación de Hungría se complicó, al no reconocer todo el Reino a Fernando como soberano. Tras ser aceptado por la Dieta de Presburgo, en la región occidental existirá una Hungría habsburguesa, pero en la oriental se impondrá el voivoda de Transilvania, Jan Zapolya, como nuevo monarca, con el apoyo del sultán, Francia y Polonia, enemigos de los Habsburgo. La división europea animó a seguir avanzando a Solimán, que en 1529 llegó a las puertas de Viena, donde fue rechazado por Carlos V, que se vio obligado a cerrar la paz con Francia. Aunque Fernando debió aceptar en 1532 a Zapolya como rey de parte de Hungría, consiguió en el Tratado de Varad de 1538 ser reconocido como heredero a la muerte de aquél. Pero al morir Zapolya poco después, en 1540, su viuda Isabel Jagellón, hija del rey de Polonia, defendió el trono para su hijo recién nacido, Juan Segismundo, con ayuda turca. A cambio, Solimán impuso en Buda un bajá, como administrador en su nombre, con lo que apareció una tercera Hungría. El descontento de los húngaros por la partición del territorio y el sometimiento al extraniero, propició el acercamiento a Fernando. Pero ni el Imperio, ocupado con las guerras con Francia y con los príncipes luteranos, ni Solimán, que tuvo que acudir a la frontera con Persia, pudieron dar una solución definitiva, y la guerra se alargó. La paz de 1553 restableció en el trono de Hungría a Juan Segismundo Zapolya y Fernando firmó una tregua con los turcos, a quienes reconoció el pago de un tributo anual.
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A causa de la escasez de fuentes conocemos muy pocos aspectos de la política que llevaron los gobernadores de Córdoba durante estos primeros decenios de la historia de al-Andalus. Se perciben enfrentamientos entre los conquistadores. Los que primero entraron en la Península habían sido beréberes recién islamizados. Ibn Hazm, en el siglo XI, fue el único autor que nos dejó algunas indicaciones sobre los grupos tribales que pasaron a al-Andalus en la época de la conquista. De los datos que proporciona y de los personajes que aparecen en los textos de la época del emirato podemos sacar la conclusión de que numerosos elementos tribales -masmuda, nafza, wazdadya, malzuza, zanata, miknasa, madyuna, awraba, zuwara en particular- se establecieron en la Península con Tariq o después de él atraídos por las perspectivas de enriquecimiento que abría la nueva conquista. No sabemos cómo estos beréberes de la primera inmigración, que eran elementos militares, se articularon con los cuadros del yund árabe establecido en al-Andalus. Más tarde, las informaciones que poseemos sobre estos yund sólo hablarán, en todo caso, de los elementos árabes. Pero las mismas crónicas no dejan lugar a dudas respecto del hecho que muchos beréberes se quedaron en España. Los encontraremos en repetidas ocasiones. Parece ser que Musa b. Nusayr asentó el poder relativamente fuerte que se había forjado en Occidente, poder que levantaría seriamente la ira del califato, no sólo sobre los árabes y los mawali que debían pertenecer principalmente al grupo árabe de lajm -tribu de los árabes del sur o del Yemen a la que pertenecía el propio Musa- sino también sobre elementos beréberes. Según la Crónica mozárabe, al-Hurr, el gobernador que fue nombrado a continuación, tomó medidas contra los beréberes instalados en Hispania a los que reprochaba haber ocultado tesoros, es decir, probablemente, haber ocultado botín no declarado al Estado para evitar la sustracción del quinto legal o jums. Sin embargo, no sabemos si estas medidas pueden considerarse de represión contra los que habían apoyado a Musa. Una decena de años más tarde, hacia el año 729-730, tanto las fuentes árabes como la crónica cristiana hacen constar los disturbios que origina, al norte de la Península, un jefe beréber llamado Munusa, que controlaba la Cerdaña y que se había aliado con el duque Eudo de Aquitania, con cuya hija, Lampegia, se habría casado. Fue necesaria una importante expedición militar conducida, en el año 731, por el gobernador, Abd al-Rahman al-Ghafiqi -el mismo que llevaría la campaña de Poitiers al año siguiente- para terminar con esta disidencia. La causa de esta revuelta que evoca la crónica latina es la opresión de la que habrían sido víctimas los beréberes. El problema beréber, todavía leve pero que tomará tintes más fuertes unos años más tarde, parece en efecto haber sido motivado por disensiones o rivalidades árabes cuyos motivos siguen siendo poco claros para nosotros. En Oriente, sabemos que los califas omeyas de la primera mitad del VIII tuvieron que tomar en cuenta el antiguo enfrentamiento que se había declarado entre dos conjuntos tribales que se relacionaban el uno con los árabes del Norte o qaysíes, los otros con los árabes del Sur o yemeníes. Se apoyaron unas veces en unos y en sus oponentes en otras ocasiones. La interpretación puramente tribal de estas rivalidades ha sido fuertemente contestada por el historiador árabe Shaban, que rebate que los árabes de esta época no fueran capaces de elevarse por encima de las rivalidades y envidias de tipo étnico. Ve en estas denominaciones tribales una forma de designar verdaderos partidos o, al menos, tendencias con contenido político. Los qaysíes habrían sido una especie de halcones partidarios de seguir la expansión militar y mantener un estricto control político-social de los árabes sobre el conjunto del Dar al-Islam, mientras que los yemeníes habrían sido partidarios de una política más flexible, menos orientada hacia las conquistas exteriores y más preocupada por una integración satisfactoria en la Umma o Comunidad de los Creyentes de los neo-musulmanes no árabes. Sea cual sea la realidad de estas interpretaciones, los califas Abd al-Malik (685-705) y su hijo Walid I (705-715) parecen haber llegado a mantener cierto equilibrio entre las dos tendencias, que se habían opuesto con violencia anteriormente, cuando el acceso al poder de Marwan I, padre de Abd al-Malik, en el año 684 (Marwan había accedido al poder con el apoyo de los yemeníes que habían derrotado a los qaysíes en la batalla de Mary Rahit). Musa b. Nusayr, vinculado a la tribu yemení de Lajm, había sido nombrado gobernador de Qairawan por Walid. Parece ser, como dijimos antes, que su política integradora, en cuanto que asoció a los beréberes en la expansión en España, había sido conforme a las tendencias de su clan. Esto no le ahorró la cólera del califa Sulayman (715-717), considerado muy pro-yemení. La política de Umar II (717-720), que detuvo una ofensiva contra Constantinopla y buscó soluciones a los graves problemas sociales y fiscales planteados por el creciente número de conversos, puede ser igualmente considerada yemení. Yazid II (720-724) recibió, por el contrario, la influencia de un entorno proqaysí, cuya política suscitó, al menos parcialmente, disturbios de carácter tribal en Iraq y Siria. Se observará que bajo su reinado la expansión hacia Occidente se vio reactivada tras el parón que tuvo durante el reinado de Umar II, de quien se dice incluso que tuvo la intención de abandonar España porque opinaba que en ella los musulmanes estaban demasiado expuestos al peligro. Parece claro que hasta su muerte, en el año 721, no se reanudó la política de expansión en la Galia y que los musulmanes -no sabemos muy bien si ya habían ocupado Narbona o no- atacaron Septimania, Provenza y Aquitania. Los gobernadores nombrados por Yazid en Qairawan y en Córdoba siguieron una política muy dura hacia los autóctonos. En Qairawan la situación motivó una revuelta de los beréberes de la guardia del gobernador Yazid b. Abi Muslim, a quien asesinaron ya en el 721. Por su parte, Anbasa b. Suhaym al-Kalbi, nombrado para Córdoba, habría agravado mucho la fiscalidad de los cristianos y judíos y siguió con gran empuje las actividades militares en la Galia meridional, donde Narbona, Carcasona y Nimes fueron ocupadas y donde una expedición avanzó hasta Autun. Los historiadores especializados en época omeya consideran que el reinado del califa Hisham (724-743) fue pacífico. Hugh Kennedy escribe: "Como todos los soberanos más sabios y más felices de su dinastía, se esforzó en dominar las diferencias qaysí-yemení y evitar en la medida de lo posible la confrontación. Bueno prueba de su éxito son los diecinueve años de reinado más pacíficos de todo el siglo omeya, al menos en lo que respecta las oposiciones internas". Pero, de hecho, esto no es verdad más que en lo que concierne a Oriente. Las realidades en Occidente eran mucho más complejas. En el Magreb, se designó gobernador a Ubayd b. Abd al-Rahman al-Sulami (732 ó 735-741), que llevó una desmedida política anti-yemení. Se le atribuyen persecuciones violentas contra sus adversarios kalbí-yemeníes. En cuanto a los beréberes, habrían mandado una delegación al califa para quejarse de sus actuaciones, pero no fue ni recibida por él. La atmósfera en España parece haber sido igualmente tensa. El gobernador al-Haytham b. Ubayd al-Kalbi (729-730) habría tomado medidas tan abierta e injustamente hostiles a los yemeníes que una delegación enviada por ellos ante el califa consiguió que éste mandara a otro gobernador que lo destituyó al cabo de un año. Dos años más tarde, en el 732, se nombró a otro gobernador pro-qaysí, Abd al-Malik b. Qatan al-Fihri, cuyos dos años de gobierno estuvieron también marcados por una parcialidad tribal muy mal llevada por los yemeníes.