Busqueda de contenidos
contexto
En principio, los iberos concentraron sus principales preocupaciones artísticas en los santuarios y las necrópolis, con menor inversión de esfuerzo y menos inquietudes en los núcleos de habitación. Pensando en éstos, los iberos guardaron sus mejores bazas para dar juego a las murallas. Es verdad que nuestra información puede estar sesgada por las limitaciones con que se topa en el conocimiento de centros principales ibéricos, perdidos los vestigios de casi todos ellos, a menudo por la continuidad de la ocupación en etapas históricas posteriores, consecuencia lógica y directa de la estabilidad y la capacidad de perduración de las estructuras urbanas. Es verdad que también en esto empiezan algunos hallazgos recientes a llamar la atención sobre una dignificación urbanística más notable, y desde fechas más antiguas, de lo que hasta no ha mucho se creía. El descubrimiento hace pocos años de un complejo muro de aterrazamiento en el Cabezo de San Pedro de Huelva, fechable en el siglo VIII a. C., documenta una temprana presencia de obras públicas de envergadura en ciudades tartésicas. Y en páginas anteriores, al tratar del desarrollo urbano que sirve de soporte a las producciones artísticas de gran nivel, se hizo mención de los centros que, en estudios recientes, están poniendo de relieve la preocupación por los espacios públicos, desde las calles, a las plazas y a edificaciones de cierta dignidad, sobre todo desde la maduración de las preocupaciones urbanísticas en el siglo VI a. C. En este sentido, ha sido una grata sorpresa el descubrimiento en el asentamiento ibérico de la Isleta de los Baños, en Campello (Alicante), de edificios fechables en el siglo IV a. C. de probable carácter templario, insertos, además, en una cuidada trama urbanística. Demuestra la presencia en las poblaciones ibéricas de templos, o de edificios públicos de importancia, si para alguno de ellos hay que llegar a esa conclusión en el estudio definitivo, incorporando la cultura ibérica a la tendencia general de las grandes civilizaciones mediterráneas de disponer de centros religiosos en sus ciudades o poblados. Estos y más datos de Ullastret (Gerona), el Cabezo de Alcalá de Azaila (Teruel), La Escuera (Alicante) y otros centros, corroboran este hecho y obligan a sustituir la imagen tradicional que hacía llevar los templos o santuarios ibéricos a parajes naturales. No obstante, aun en casos como el de los templos citados, la arquitectura sigue siendo muy modesta, basada fundamentalmente en zócalos de piedra sin labrar, alzados de tapial o de adobe, estructuras de madera. A diferencia de lo que ocurre en las grandes civilizaciones mediterráneas, los iberos nunca emplearon tejas cocidas, ni otros elementos arquitectónicos de terracota, funcionales o decorativos, como fueron tan frecuentes, por ejemplo, en Etruria. Y sobre todo en las ciudades y poblados, apenas podemos hacer mención del uso de procedimientos o de elementos arquitectónicos de calidad o de prestigio: columnas y capiteles, aparejos cuidados de sillares, etc. Sólo en tiempos recientes, en época helenístico-romana, con el reimpulso a la vida ciudadana que entonces tuvo lugar, se advierten señales de la entrada en los poblados y ciudades de esos elementos de alto nivel arquitectónico. Por supuesto, nunca se empleó el mármol como material de construcción, para cuya entrada como tal en las ciudades de Iberia habrá de esperar hasta época imperial romana. Pensando en sus núcleos de habitación, los iberos guardaron sus mejores bazas para dar juego a las murallas. Por la importancia de la defensa y, tanto o más si cabe, por su valor emblemático como expresión de poder, como signo de prestigio, las murallas recibieron una atención preferente. Puede comprobarse en centros antiguos de tradición tartésica, como los citados de Tejada la Vieja, en Huelva, el asentamiento de la Torre de Doña Blanca, en Cádiz, o el de Plaza de Armas de Puente de Tablas, en Jaén; y más aún en las ciudades propiamente ibéricas: Sagunto, en Valencia; Ullastret, en Gerona; Olérdola, en Barcelona; etc. En estos últimos se pusieron a contribución sistemas constructivos de vanguardia en el Mediterráneo -tanto en las técnicas de muros y aparejos (ciclópeos, poligonales...), como el planteamiento del conjunto de las murallas (muros de cremallera, torres cilíndricas, poligonales, aquilladas...)- sistemas inspirados frecuentemente en la magnífica arquitectura defensiva de los griegos. Pero hay que salir de los centros de hábitat para encontrar en necrópolis y santuarios la mejor o más refinada arquitectura ibérica conocida. El mausoleo de Pozo Moro ejemplifica la arquitectura más antigua y de más alto nivel en el ámbito ibérico, con perfectos sistemas de sillería trabada con grapas y ricos complementos decorativos. Es el mejor exponente de un tipo turriforme de sepulcro monumental relativamente abundante, depositario de preocupaciones arquitectónicas que se ven igualmente reflejadas en monumentos funerarios de otros tipos: cámaras bajo túmulo como las de Tútugi (Galera, Granada); simplemente subterráneas, como la de Tugia (Toya, Jaén); o en tumbas con arquitecturas externas del tipo de los llamados pilares-estela. En estos monumentos, además del empleo de cuidados paramentos de sillares, son frecuentes los capiteles y demás complementos arquitectónicos de abolengo mediterráneo -golas, cornisas, zapatas, etc.-, en cuya ejecución se advierte un sabor propio, a menudo por el gusto por los motivos abstractos, por las lacerías de formas orgánicas.
contexto
El arte ibérico, como toda su cultura, parte del cimiento que determinó la civilización tartésica, al que pudieron quedar incorporados algunos aportes de las culturas prehistóricas del mediodía español (por ejemplo la tradición en torno a la veneración de una diosa que hace su epifanía artística en formas anicónicas, o casi tales, con el añadido de unos grandes ojos-soles). En el sustrato más viejo de Tartessos se desarrolló un arte de gusto geométrico, expresado en sus primorosas cerámicas y, sobre todo, en las estelas de guerreros. Su sobrio y personal estilo se sumergió y desapareció bajo la poderosa oleada del arte orientalizante, llegado como un torrente en el vertiginoso vehículo de intercambios que pusieron en marcha los fenicios. Desde entonces se consolidan relaciones entre Iberia y el conjunto de las poderosas culturas mediterráneas que mediatizaron los procesos de evolución artística de nuestras culturas. A menudo se ha discutido sobre el autoctonismo o el aloctonismo del arte ibérico, discusión un poco estéril o enredada en un falso problema, porque será consustancial a la cultura ibérica la relación, en buena medida de dependencia, de las poderosas culturas que, con mayor peso, enarbolaron sucesivamente la vanguardia cultural, económica y artística en el Mediterráneo. Los fenicios -con su capacidad de absorción y su proverbial eclecticismo, en el cóctel de cuya producción artística sobresale el sabor de lo egipcio-, los griegos, los púnicos y, en último término, los romanos, bañaron con sus influjos el arte ibérico, no entendible si no es con estos referentes externos, en los que a su vez se incorporan otras tendencias de las culturas que asoman al Mediterráneo (egipcia, hitita, asiria, etrusca, etc.), en el juego de corrientes entrecruzadas que caracteriza la ebullición de la vida urbana en el inmenso y familiar lago en que se convirtió el Mar Interior. No quiere esto decir que el arte ibérico carezca de personalidad propia. Puede afirmarse que la tiene, para lo que bastaría, con independencia de las argumentaciones pertinentes, pararse ante algunas de sus creaciones principales, como las ilustres Damas de Elche, de Baza o del Cerro de los Santos, o las espléndidas esculturas de Porcuna, y tener la certeza de que son inconfundibles con las producciones que caracterizan a cualquiera de los otros artes cercanos, contemporáneos o determinantes del ibérico. El mimetismo o la dependencia de modelos externos puede acusarse más en determinadas piezas, como la esfinge de Agost, pongamos por caso, que repite fielmente un prototipo característico del arte arcaico maduro en Grecia. Pero lo mismo ocurre en las principales culturas artísticas del Mediterráneo, receptoras de influencias artísticas diversas, pero forjadoras de un arte propio, adaptado a sus necesidades, expresivo de la propia idiosincrasia.La personalidad del arte ibérico podría ponerse en cuestión en la misma medida que el fenicio, el etrusco o el romano, lo que parece absurdo. Pero tampoco es cuestión negar para él, como para los acabados de mencionar, débitos con el exterior, ni parece necesario reivindicar la necesidad de entenderlo fundamentalmente desde dentro. Así habrá que hacerlo, pero no sólo desde dentro, sino valorando en su eclecticismo indiscutible las aportaciones externas que son, para muchas cosas, determinantes de su configuración y de su significado. Pero volvamos al proceso de formación del arte ibérico y a los elementos que lo configuraron. En la época orientalizante, en el marco de la poderosa koiné cultural de entonces, se dieron pasos decisivos hacia la consolidación de la cultura artística de los iberos. Será uno de los fenómenos que la investigación de los próximos años deberá aclarar en sus definitivas implicaciones. Porque ya se tiene la certeza de que la llegada de la corriente orientalizante produjo una verdadera revolución en el ámbito de las llamadas artes menores -la toréutica, la orfebrería, la eboraria, la alfarería y otras-, pero ya es tiempo de empezar a preguntarse con el rigor debido por las consecuencias que pudo tener en las artes mayores, sobre todo en la escultura.Sobre las primeras, apenas merece la pena subrayar, por conocido, la proyección del arte orientalizante en la producción de magníficas piezas de bronce, desde recipientes para las ceremonias sagradas o funerarias, a quemaperfumes, apliques para el ornato de muebles o carros rituales, etc. Los marfiles labrados o grabados constituyen una muestra tanto o más significativa, si cabe, de la demanda de objetos exóticos, del gusto por complementos refinados y caros de quienes estaban encaramados en los lugares más altos de la jerarquía social. Pero quizá sean los productos de la orfebrería los que más se ambicionaban como expresión de poder, en una sociedad en que se acusaba aceleradamente el proceso de jerarquización y, con él, la necesidad de conseguir signos externos de privilegio; el oro, por su prestigio como objeto de tesaurización y por sus cualidades, se convirtió en manos de los artesanos orientalizantes en soporte de un arte refinadísimo y cargado de simbolismo. El tesoro de Aliseda (Cáceres) es, en la España antigua, su mejor paradigma. Pero esta oleada orientalizante, movida fundamentalmente por la acción fenicia, se tiene por agitada casi exclusivamente en el mar de las artes menores, y en fechas que ocupan, fundamentalmente, el siglo VII y parte del VI a. C. Suele considerarse que sólo en una fase posterior tendrán ocasión de florecer las artes mayores, que si guardan algo del sabor orientalizante es consecuencia del tradicionalismo, del gusto por fórmulas arcaicas o arcaizantes, y posible resultado del traslado de modelos menores, disponibles en marfiles u otros soportes de fácil movilidad (telas, cerámicas, etc.), a creaciones de mayor escala. Esta explicación no resulta del todo satisfactoria, entre otras cosas porque no resuelve importantes problemas técnicos, ni se ajusta a tendencias generales en la evolución de los estilos predominantes en cada época, para justificar lo cual no basta el recurso constante a tendencias tradicionalistas o inmovilistas, aunque las haya y sea preciso tenerlas en consideración cuando venga al caso. Por ello, pese a que suponga adelantar hipótesis o puntos de partida que habrá que madurar en estudios más sosegados, quizá sea oportuno llamar ya la atención sobre fenómenos que pueden dar a las manifestaciones propias del primer arte ibérico una explicación más convincente.
obra
La reina Eleonora de Frankfurt, hermana mayor de Carlos V, fue convertida en soberana al contraer matrimonio con el rey de Francia Francisco I en 1530. Van Cleve, artista fundamental de la Escuela de Amberes de principios del siglo XVI, realiza este retrato donde vemos el estilo ecléctico de este fabuloso artista donde reune muchos de los modelos figurativos del arte europeo.
obra
Doña Eleonora Gonzaga, esposa de Francesco María della Rovere, era hermana del duque de Mantua, uno de los más importantes clientes de Tiziano. Este retrato que contemplamos supone una interesante novedad al introducir al personaje en una habitación en donde una ventana abierta nos permite contemplar el fondo de paisaje. Junto a doña Eleonora encontramos una mesa cubierta con un tapete verde sobre la que aparece un reloj - símbolo de la temperancia y del status social de la retratada - junto a un perro, símbolo de la fidelidad. El rostro de la duquesa es el centro de atención, mostrando su personalidad, su carácter. No por ello renuncia Tiziano a enseñar los detalles del vestido y las joyas que engalanan a la noble, pero lo que más atrae nuestra mirada son las manos y el rostro que sirven, por su color claro, de contraste con la oscuridad del vestido. Este tipo de retrato será repetido durante varios años, destacando el de Isabel de Portugal, esposa de Carlos V.
fuente
Bajo el nombre de "Elefante", este inmenso aparato tiene su antecedente en el PzKpfw VI Tiger que había diseñado la casa Porsche. Su creación surge con vistas a contrarrestar la ofensiva rusa que tendría lugar en 1943 y por expresa petición de Hitler. La celeridad de su construcción provocó que algunas unidades presentaran graves fallos, como se demostró en la batalla de Kursk. Su escasa protección y la dificultad de movimiento fueron los dos fallos determinantes que les pusieron en el punto de mira de los rusos. A esta situación había que añadir que no disponía de metralletas por lo que apenas podían defenderse de los ataques soviéticos a corta distancia. Tras esta experiencia desastrosa los únicos aparatos que se salvaron fueron trasladados a Italia, donde tampoco sirvieron de nada.
lugar
Antigua Gharapuri, esta isla recibe el sobrenombre del "Santuario de las Cuevas". De todas las grutas que en ella se encuentran 6 están perfectamente excavadas y cuentan con una rica decoración escultórica. La más impresionante es la cueva número 1. Tanto su tamaño como sus relieves la convierten en uno de los ejemplos más valiosos del arte Chalukya. En su interior sobresale el Trimuri de Shiva. En el siglo XVIII los portugueses ocuparon la isla. Es posible que su presencia fuera el motivo de la destrucción de muchas de las esculturas que ocupaban las cuevas. Por otra parte, parece que intentaron convertir la iglesia principal en una iglesia de la Trinidad.