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Junto a La vicaría, la Elección de la modelo es el cuadro más famoso de Fortuny, dentro del estilo preciosista con el que alcanzará tan elevada fama. Se trata de un cuadro muy estudiado, existiendo varios bocetos preparatorios y dibujos relacionados con la obra, llegando el propio pintor a sentirse agotado debido a la inmensa cantidad de retoques que requirió ya que el cliente que encargó el trabajo - W. H. Stewart, rico coleccionista norteamericano propietario de una empresa de ferrocarriles - era muy aficionado al estilo preciosista, pagando por la tabla 60.000 francos, siendo vendido en 1898 por 210.000 francos. La escena presenta a un grupo de académicos seleccionando a una bella modelo. Para los académicos posaron algunos amigos del pintor como el actor L´Heritier, el escultor D´Epinay, Delatre o Cuggini, eligiendo a Marieta la "organettera" para la joven modelo. Existe una anécdota relativa a esta elección, que narra cómo otra modelo llamada Maria Grazia cuando se enteró de que su rival había sido la elegida se presentó en el estudio de Fortuny y se desnudó para que el propio maestro comprobara sus formas. Algunos estudiosos consideraron durante un tiempo que la joven desnuda sería Adelaida d´Afry, duquesa consorte de Castiglione-Colonna ya que el espacio donde se desarrolla la acción es el gran salón de fiestas del Palazzo Colonna, retocado con algunos motivos ornamentales del Museo del Prado, de las Colecciones Vaticanas y de la propia colección de Fortuny. Los académicos se sitúan en la zona central de la composición, dispuestos en perspectiva para servir de punto de fuga mientras la modelo ocupa el lugar derecho de la estancia. Subida a una mesa, sus redondeadas formas reciben un foco de luz que baña su silueta, apreciándose a sus pies sus vestidos y zapatos. Parece ser que originalmente junto a la mesa estaba sentada la madre, que evitaba cualquier intento de acoso a la joven, pero esta figura desapareció en la obra final. Las figuras de los académicos aparecen vestidos a la moda dieciochesca, tratándose pues de un cuadro de "casacón" que presenta las características fundamentales de la pintura de Fortuny: esmerado dibujo; minuciosidad preciosista; exquisitez detallista; interés hacia la luz; colores brillantes; expresividad en los rostros; anecdotismo, como observamos en el académico que se agacha; etc. Una pequeña obra maestra con la que Fortuny obtendrá aún más éxito en el mercado comercial europeo, que deseaba abandonar para trabajar en asuntos menos recargados protagonizados por la luz, acercándose así al Impresionismo.
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Fortuny gustará de realizar un buen número de bocetos y apuntes previos a la ejecución de sus obras importantes como en la Elección de la modelo, mostrando con la maestría dibujística que le caracteriza a los académicos en la zona de la izquierda y a la modelo en la derecha. La diferencia más significativa con la obra final reside en la ubicación de una mujer a los pies de la modelo, tratándose de la madre de la joven que evita así cualquier actitud de acoso por parte de los hombres. El estudio de las luces y sombras también está esbozado, convirtiéndose la tabla definitiva en una de las escenas más luminosas del pintor catalán.
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No por la incorporación de los castellanos al concilio de Constanza terminaron las tensiones; al contrario, estas fueron muy intensas a causa de las fricciones entre aragoneses y castellanos, por la elección de presidente de la nación española y también a causa de la incorporación a Aragón de los obispos sicilianos y sardos, lo que le daba mayoría de votos en el seno de la nación española. Estas discusiones, que parecieron a punto de romper el concilio, a comienzos de septiembre, eran alentadas por algunos sectores conciliares porque de ellas dependía el logro de las inestables mayorías en la asamblea. Segismundo no consideraba todavía cerrada la cuestión vital del procedimiento electoral. La buena marcha de las operaciones militares en Francia, hacía innecesario para Enrique V, el monarca inglés, el mantenimiento de su ficticia amistad con Segismundo; a mediados de octubre, la postura oficial inglesa cambió bruscamente para apoyar plenamente la elección pontificia antes de la reforma. Alemania se quedaba sola defendiendo la reforma previa. A finales de octubre, el concilio aprobó el complejo sistema electoral. Serían electores los cardenales, más seis delegados de cada nación. El elegido debería obtener mayoría de dos tercios de los cardenales y también en el seno de cada una de las naciones. No todo estaba perdido para los reformadores a ultranza: el sistema permitía augurar un largo cónclave, lleno de negociaciones, en el que todo podía suceder. Además, los reformistas habían logrado una importante concesión: la aprobación del denominado decreto "Frequens", aprobado el 9 de octubre, que establecía la celebración periódica de concilios generales; el primero, al cabo de cinco años; luego, siete años después, y, finalmente, cada diez años. Además, se redactó una relación de reformas, que deberían ser abordadas necesariamente por el Papa elegido, y se adoptaron varias resoluciones que, en conjunto, diseñaban un poder pontificio limitado por la asamblea conciliar. Era abrir una posibilidad a las tesis de los más revolucionarios conciliaristas. El 8 de noviembre de 1417 se encerraban en cónclave 23 cardenales y 30 representantes de las naciones en el concilio. El 11 de noviembre era elegido Otón Colonna, nombrado cardenal por Inocencio VII, que tomaba el nombre de Martín V. Miembro de una aristocrática familia romana, iba a precisar de sus dotes políticas para hacer frente al pavoroso catálogo de problemas que se le ofrecía: relaciones con el Concilio, recuperación de los Estados de la Iglesia, gobierno de Roma, relaciones con los Reinos cristianos, y extinción del Cisma, a pesar de haber concluido oficialmente. Los primeros problemas derivan del reconocimiento del elegido por las naciones; algunos son casi inmediatos, otros, como el de Francia, se retrasan todavía hasta abril de 1418. No se trata de negación de legitimidad, sino de inacabables negociaciones en las que las distintas Monarquías tratan de lograr las máximas concesiones del debilitado Pontificado. Las difíciles relaciones internacionales, el particularismo de las Iglesias nacionales, el protagonismo que aspiran a desempeñar las universidades, y las casi insalvables dificultades que se oponían al retorno a Roma del Pontífice, proyecto anunciado por éste desde el primer momento, son otros aspectos a tener en cuenta. Las cuestiones de reforma eran, por sí mismas, de una dimensión colosal. Las de mayor envergadura son: la situación intelectual y moral de algunos clérigos; la multiplicidad de titulares para un mismo beneficio; las críticas a los cardenales, por su número, riqueza y, a veces, amoralidad, falta de vocación y de cultura; en cuanto al Pontificado, suscitan críticas su fiscalidad, la administración de justicia, los compromisos temporales, y la concesión de indulgencias y beneficios. Una tarea enorme, que enfrentaba contrapuestos intereses, y que debía ser abordada con un Concilio que aparece fuertemente afectado por el esfuerzo realizado. En enero de 1418, Martín V presentó al Concilio un importante programa de reforma referido a las cuestiones más acuciantes; era aprobado prácticamente por unanimidad, en las semanas siguientes, mientras se negociaban auténticos concordatos con cada una de las naciones. El 19 de abril se fijaba Pavía como sede del siguiente concilio a celebrar, en virtud del decreto "Frequens", al cabo de cinco años. Tres días después era clausurado el Concilio de Constanza. A partir de entonces, los problemas más acuciantes para el Papa proceden del proyecto de vuelta a Roma, íntimamente relacionado con la compleja situación política italiana que, a su vez, se halla en relación con la permanencia de Benedicto XIII en territorio del Reino de Aragón, los intereses de Alfonso V en Italia y un nuevo recrudecimiento del Cisma. La progresiva soledad de Benedicto XIII no impedía que contase todavía con numerosos partidarios en Gascuña, Languedoc y Escocia; mucho más importantes eran los núcleos benedictistas en Aragón y en Castilla, que fueron motivo del envío de sendas legaciones destinadas por Martín V a estos Reinos. La del obispo de Pisa en Aragón, aunque logró que los cardenales de Benedicto XIII le abandonaran, terminó en un notable escándalo por el supuesto plan de envenenar al Pontífice, lo que avivó una corriente de simpatía hacia él. La clave de los acontecimientos futuros se halla en la política italiana. Para ejecutar la proyectada reforma, Martín V considera imprescindible el retorno a Roma, lo que exige entrar a fondo en la política italiana, con riesgos para la apenas lograda unidad de la Iglesia, y recuperar el Patrimonio, usurpado por una serie de "condottieri". El Reino de Nápoles forma parte esencial de esa realidad italiana; regido por la reina Juana II, carente de hijos, la sucesión en el se convertirá en el gran asunto de la política internacional. Los proyectos mediterráneos de Alfonso V incluyen la obtención de la herencia napolitana reuniendo así la totalidad de los dominios italianos de los Staufen. Las opiniones en la Corte napolitana se hallaban divididas entre las candidaturas de Alfonso V y de Luis III de Anjou. Para Martín V era el angevino el candidato adecuado, porque la presencia aragonesa llevaba al Mediodía italiano un poder demasiado fuerte. En julio de 1421 llegaba Alfonso V a Nápoles, y tras una dura resistencia se hacía con el control de la ciudad. No era una solución buena para la diplomacia pontificia, presionada, además, por Luis de Anjou, que mantenía estrechos contactos con Florencia y Milán, que tampoco veían con simpatías la instalación aragonesa en el sur de Italia. Era una situación muy delicada que tenía, además, pavorosas implicaciones. Alfonso V estaba dispuesto a volver a la obediencia de Benedicto XIII, si sus aspiraciones italianas se veían defraudadas por Martín V; así se lo hizo ver veladamente en septiembre de 1420 y, de modo más contundente, en agosto de 1421, en el transcurso de las operaciones militares en Nápoles. De este modo iba a tener el Cisma un extraño epílogo.
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La escena narra la milagrosa recuperación del habla de Zacarías. Un ángel le anunció el embarazo de su mujer, Isabel, pero él no lo creyó. Zacarías entonces perdió el habla. Una vez nacido el niño, al ser preguntado por el futuro nombre de su hijo, el sacerdote judío escribió su nombre en un papel: Juan. Esto le hizo recuperar el habla. Una historia ciertamente anecdótica y muy poco representada en la pintura de la época, le sirve a Fra Angelico para componer una escena que, sin renunciar a ciertos detalles que potencian la anécdota, sorprende por sus alardes en la creación de profundidad. Se presenta a Zacarías escribiendo en la hoja el nombre del futuro San Juan Evangelista, asistido por una muchacha que le sujeta la tinta; otras mujeres rodean a Isabel y al pequeño. Aunque Zacarías se presenta en su mayor parte de perfil, la torsión de la pierna derecha, cruzada sobre la izquierda, crea un espacio creíble. Además, las mujeres se sitúan en círculo alrededor de Isabel, bien contorneadas, con corporeidad y en diferentes planos proporcionados. La arquitectura también ayuda a la perspectiva: mientras Zacarías se apoya en un banco del muro, que fuga hacia el fondo en diagonal, la edificación del frente abre una puerta que deja ver unos árboles en la penumbra de la distancia; tras el paño de pared, donde se sitúan unos tiestos con flores, también divisamos los árboles del fondo. La escena renuncia al fondo de oro, pero la imagen es de gran luminosidad, que casi queda perdida en la oscuridad del tramo de bóveda de la puerta. Incluso, una pequeña ventana y la terraza de la casa se diferencian claramente en su gradación luminosa de la claridad del motivo representado y sus protagonistas.
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En esas condiciones, las elecciones previstas para el 9 de abril parecían prematuras a los elementos más radicales, que recelaban que el recién concedido sufragio universal, que había elevado el cuerpo electoral de 250.000 a más de 9.000.000 de electores, proporcionara una excesiva ventaja a los elementos conservadores que podían influir sobre una población desorientada. La manifestación obrera que organizó A. Blanqui el 17 de marzo consiguió que las elecciones se retrasaran hasta el 23 del mes siguiente, pero la Guardia Nacional reprimió otra nueva manifestación con el mismo objeto y las elecciones se celebraron con la vigilante atención del Gobierno que, a través de su ministro de Interior, Ledru-Rollin, había pedido a los prefectos que apoyaran las candidaturas de los republicanos "de la víspera", para contrarrestar a los previsibles republicanos "del día siguiente".De acuerdo con los testimonios que nos han dejado Tocqueville o Ch. de Rémusat, los electores de algunos pueblos franceses se encaminaron en comitiva al lugar de votación, a veces ordenados por orden alfabético y dirigidos por el cura, por lo que no resulta difícil entender el carácter conservador y pro-gubernamental de los resultados. De los 900 puestos a elegir, más de 500 correspondían al sector republicano moderado, del que Lamartine era el más destacado representante. El poeta, que alcanzó entonces el momento cenital de su carrera, había sido elegido por 10 circunscripciones, con más de 1.500.000 de votos. Los grandes derrotados eran los radicales y socialistas, que no llegaban a 150, con el agravante de la derrota de casi todos sus dirigentes.La participación había sido muy alta (85 por 100) pero las condiciones de ejercicio del sufragio (sin cabinas y sin sobres) permiten conjeturar que la alta participación había permitido mayores niveles de influencia a los elementos rectores de la sociedad (curas, pero también maestros o médicos rurales). De acuerdo con las previsiones del Gobierno, fueron muchos los que se convirtieron en republicanos al día siguiente de la elección. Aun con las dificultades que existen para asignar una clasificación política a los elegidos en esta primera consulta democrática de la vida política francesa, algunas estimaciones han situado en 300 el número de antiguos legitimistas elegidos, mientras que casi 200 habían sido ya diputados durante la Monarquía de julio. Este giro hacia posiciones conservadoras no tardaría en provocar un aumento de tensiones en la vida política francesa.Las elecciones complementarias del 4 de junio permitieron la elección de algunas figuras destacadas, que habían resultado derrotadas en la primera consulta, y también presenciaron el triunfo de un personaje no muy conocido, aunque sí lo fuera su apellido: Luis Napoleón Bonaparte. Aunque su elección sería anulada, volvería a ser elegido el 17 de septiembre.
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Las primeras elecciones fueron convocadas para el 15 de junio de 1977. La participación de la mujer fue muy escasa y de poca relevancia. En una población equilibrada casi al 50% entre varones y mujeres y con igualdad jurídica entre ambos, sólo 653 se presentaron como candidatas frente a los 5.019 hombres que lo hicieron. Eran pocas y fueron relegadas a los últimos puestos de las listas electorales, lo que suponía menor posibilidad de salir elegidas, ya que el sistema de elección se hacía por proporcionalidad. Donde se decidían los candidatos y el puesto que ocupaban en las listas, era en el seno de los partidos. Se deduce que las mujeres que formaban parte de ellos eran todavía pocas o bien tenían poco protagonismo, trabajaban de forma anónima, les faltaba ambición o tuvieron poco apoyo de sus compañeros. Sólo Izquierda Democrática, el partido dirigido por Joaquín Ruíz-Giménez, contaba con cuatro mujeres en su ejecutiva: Mary Salas, Mabel Pérez-Serrano, Soledad García Serrano y Carmen Delgado. Los partidos que presentaron a más mujeres fueron el PSOE y el PCE puesto que llevaban ya unos años existiendo y trabajando en la clandestinidad. Del PCE eran Dolores Ibárruri y Pilar Brabo, en el PSOE destacaba Carmen García Bloise. Los partidos centristas y de derechas, AP y UCD, precisamente los que iban a ser mayoritariamente elegidos, apenas habían tenido tiempo de formarse, por lo que fueron incorporando a las mujeres más lentamente. En Alianza Popular destacó María Victoria Fernández-España; en UCD Soledad Becerril y Carmela García-Moreno. El resultado de la combinación de todos estos factores, es que ellas apenas representaron un número importante en las listas electorales. Los primeros programas electorales apenas trataron la problemática de la mujer, a excepción de los partidos de izquierda que resaltaban la discriminación que existía hacia ella y pedían acciones concretas que favoreciesen su inserción laboral. En general, todas las declaraciones de intenciones con respecto a la mujer giraban en torno a dos temas: familia y trabajo. En cuanto a éste último, todos los partidos propugnaban la igualdad con el varón, pero los partidos de izquierda lo hacían desde posiciones más radicales. La gran diferencia giraba en torno al planteamiento de la relación de la mujer y la familia. El PCE reclamaba el divorcio civil y el fomento de la planificación de los nacimientos. El PSOE defendía el matrimonio civil y la igualdad de derechos de los cónyuges, haciendo hincapié en la discriminación que la mujer sufría en el ámbito doméstico. Posturas moderadas fueron defendidas por la UCD. El partido centrista pedía la separación entre el matrimonio religioso y sus consecuencias civiles, se mostraba contrario al aborto y señalaba la necesidad de apoyo a la madre soltera. En cuanto a AP contemplaba la ayuda a la mujer a través de la que se aportaba a las necesidades de la familia: ayudas económicas de acuerdo con el nivel de vida, con el número de hijos, evitar las discriminaciones de familias, reconocimiento del trabajo de la mujer en el hogar, estimular los servicios de voluntariado social para resolver problemas familiares, promover estudios sobre las diferentes situaciones de las familias en el ámbito rural, con hijos discapacitados, etc. Gráfico El resultado electoral se saldó con 21 diputadas en el Congreso: diez eran del PSOE-PSUC, siete de UCD, tres del PCE y una de AP. Proporcionalmente, el partido que más mujeres había sacado fue el PCE y seguidamente los grupos socialistas de Cataluña. Del estudio de los resultados se desprenden algunas conclusiones interesantes. Una de ellas es que las mujeres elegidas en el Congreso fueron aquellas que se encontraban en circunscripciones con más de cinco escaños, lo que confirma que se encontraban situadas en el final de las listas electorales. También que las mujeres solían ser más jóvenes que los hombres y poseían en menor grado titulación universitaria: frente al 70% de los hombres, ellas eran universitarias el 47,61%. Su actividad parlamentaria se desarrolló principalmente en las Comisiones, de modo especial en aquellas que trataban temas como la situación los disminuidos físicos y mentales, etc., que se relacionaban tradicionalmente con tareas a las que ella se había dedicado. Por el contrario, desarrollaron menos labor en las Comisiones Permanentes. En cuanto a la constitución del primer Senado, de los 350 senadores sólo seis fueron mujeres: dos por UCD, una por el PSOE, una por el CiD y dos por nombramiento real. Representaban un 2,41% del total. Esta llamativa distancia respecto al varón en las primeras elecciones, no está sin embargo en desacuerdo con lo que ocurría en otros países de fuerte tradición democrática: en los Estados Unidos, en aquellos años, no había ninguna mujer senadora. Suele esgrimirse como razón que explica esta situación, la desventaja de la imagen competitiva de la mujer en relación en comparación con la del hombre. A los ojos de los electores, la lucha no se presentaba como un combate de igual a igual. Sin embargo, de las presentadas, proporcionalmente tuvieron mayor posibilidad de ser elegidas porque en las listas electorales sólo estaban a aquellas que ofrecían éxito casi seguro de ser votadas. El hecho es que la presencia de la mujer en la política era ya algo imparable. De aquellas primeras 653 candidatas a diputadas se pasó, a finales de siglo, a casi 9000. En cuanto su representación, en el Congreso se ha multiplicado por cuatro y en el Senado ha pasado de 6 a 54 escaños.
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A las nuevas elecciones al Congreso y al Senado de marzo de 1979, concurrieron 7.909 varones y 1.091 mujeres, lo que significaba el 12,12% del total de candidatos. Salieron elegidas 25, un 4,48% de los electos, 19 para el Congreso de los Diputados y 6 para el Senado. De las diputadas, diez pertenecían a UCD, cinco al PSOE, dos al PCE, una a Coalición Democrática y una a Minoría Catalana. La misma escasa representación femenina se produjo en las elecciones municipales de ese mismo año. En los 8.194 municipios del país salieron elegidas sólo 96 alcaldesas, lo que suponía un 1,17% con respecto al total. De ellas, más de la mitad se correspondía con poblaciones de menos de 2.000 habitantes y ninguna lo era de un municipio de población mayor a los 30.000 habitantes. Gráfico Algo similar ocurrió en los primeros gobiernos autonómicos. En el Parlamento Vasco, constituido de 60 escaños, sólo cinco de ellos fueron ocupados por mujeres. En el Catalán, de los 135 escaños ocho fueron para mujeres.
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Julián Marías, que tuvo una gran influencia durante la transición a la democracia, escribió que en esos meses "España había sido devuelta a los españoles". Sin duda la fecha de esta devolución sería la de las elecciones constituyentes, el día 15 de junio de 1977. La entrega a los españoles de su propio destino había comenzado el verano de 1976 con el proceso de liberalización, pero España no llegó a ser una democracia hasta ese día. La campaña electoral acercó poco a poco los deseos de la población a los partidos políticos presentes sobre la arena electoral. Los españoles, en los meses de su emergente libertad, estaban interesados en la resolución de los problemas prácticos, como, por ejemplo el paro, y no tenían ningún deseo de volver la vista sobre el pasado. Querían otorgar su voto a partidos y no sólo a personalidades, aunque éstas se identificaran previamente con una sigla. Los días finales de la campaña electoral influyeron de una manera decidida en los resultados electorales. El PSOE fue quien dio una mayor sensación de dinamismo y de capacidad técnica y organizativa, por lo que sus expectativas de voto crecieron mucho. Por el contrario, la UCD apenas hizo campaña, además de que la formación de sus candidaturas se caracterizó por un proceso larguísimo. Por un momento el día de las elecciones hubo la sensación de que ganaba el PSOE. Todavía hubo otras campañas electorales más erradas. La Democracia Cristiana que no se integró en la candidatura centrista pareció haber pensado que, por el hecho de disponer de esta sigla, podía esperar unos excelentes resultados. También se equivocó Alianza Popular, que obtuvo grandes llenos en sus mítines pero que parecía creer que España estaba compuesta exclusivamente por el tipo de gente que acudía a ellos. Para lo que había sido habitual en la historia española hubo una alta participación electoral: el 78%. Unión de Centro Democrático consiguió en torno al 34% de los votos emitidos y 165 diputados, lo que le convertía en la mayor minoría parlamentaria aunque se quedaba muy lejos de la mayoría absoluta. El PSOE obtuvo el 29% de los votos y un total de 118 diputados, lo que le situó de manera clara como segundo grupo político nacional. A mucha distancia de las dos primeras fuerzas políticas, quedó el PCE que obtuvo veinte escaños y Alianza Popular con dieciséis escaños. El Partido Socialista Popular de Enrique Tierno Galván tan sólo obtuvo seis diputados y la Democracia Cristiana no alcanzó, excepto en Cataluña, otra representación que un reducido número de senadores. Los partidos nacionalistas lograron una veintena de puestos en el Congreso (trece catalanes, en dos coaliciones distintas, y ocho del PNV). Gracias a las peculiaridades del sistema electoral, que en el Senado era mayoritario, la distancia entre UCD y el PSOE fue mayor en la Cámara alta, 106 puestos frente a 35, pero, aun así, estaba lejos de la mayoría absoluta. Los socialistas habían patrocinado candidaturas con grupos de centro opuestos a UCD, que multiplicaban su identificación con la oposición al franquismo. Como estaba previsto en la Ley de Reforma Política, el Rey nombró a un grupo de senadores, entre los que figuraron algunos destacados intelectuales y personas bien conocidas, cuyos puntos de vista eran representativos de un laudable pluralismo. Para interpretar estos resultados electorales es preciso tener en cuenta la tradición electoral histórica española. Puede afirmarse en términos generales que aquellas regiones que durante la Segunda República votaron a la izquierda ahora lo siguieron haciendo a favor del PSOE y PCE; en cambio, las votaciones más altas de AP y UCD fueron conseguidas en aquellas zonas que en los años treinta tenían un predominio del centro y la derecha. Estas permanencias suelen ser habituales en todas las latitudes, incluso en períodos muy largos de tiempo. Pero tampoco deben exagerarse estas muestras de perduración de la tradición electoral española, ya que también hay otros testimonios de discontinuidad. El cambio más significativo se aprecia en el caso del PCE, cuyo centro de gravedad se trasladó desde el trípode en que tenía su mayor implantación en los años treinta (País Vasco, Madrid y Asturias) hacia el Sur y el Este, es decir hacia Andalucía y el litoral mediterráneo. En efecto, el partido comunista logró sus mejores resultados en Barcelona y, en general, en Cataluña. También resulta muy interesante la comparación del voto con las coordenadas de carácter socioeconómico. La UCD obtuvo un apoyo preferencial entre las clases medias urbanas y en las zonas rurales; en cambio, el PSOE lo consiguió de manera más destacada en los núcleos urbanos e industriales y entre los jóvenes y los parados. Existió también una marcada correlación entre el voto comunista y los obreros industriales y entre quienes habían votado no en el referéndum y el voto de Alianza Popular. El resultado de las elecciones diseñó un sistema de partidos políticos en España que cambió bastante menos de lo que en principio pueda pensarse, a pesar de los supuestos vuelcos electorales posteriores. De ninguna manera se podía hablar de un sistema de partidos basado en la hegemonía de uno solo. Eso nunca fue verdad respecto a UCD, tardaría en serlo respecto al PSOE y, además, se debió a circunstancias que más adelante serán detalladas. El sistema de partidos no puede ser calificado de bipartidista en el estricto sentido del término. En el año 1977, UCD y el PSOE podían tener el 86% de los escaños, pero sin embargo no llegaban al 63% de los votos. Pero mientras que durante la Segunda República los sectores de centro tendieron a bascular hacia los extremos, cuatro décadas después la actitud de la sociedad española impulsaba a una lucha por el centro del espectro político. Hay que tener en cuenta que a la tradicional división entre derecha e izquierda se debe sumar la derivada de la influencia nacionalista en Cataluña y el País Vasco, que contribuye a aumentar la complicación del sistema. La caracterización del sistema de partidos español reviste un interés más allá de la coyuntura de 1977, pero empieza por servir para explicar la situación política y su evolución en los meses posteriores a las elecciones de junio. Con los resultados que se produjeron en esa fecha, la UCD no tenía la fuerza suficiente para gobernar con holgura, pero tampoco podía aliarse con el PSOE, porque entre los electorados de ambas formaciones existía una diferencia bastante sustancial, ni con Alianza Popular, ya que le daría un tinte demasiado derechista en el momento de elaborar la Constitución. En definitiva, el sistema de partidos imponía un Gobierno monocolor minoritario y, por lo tanto, débil, abocado a una necesaria concurrencia de criterios con otras fuerzas políticas. Esa actitud de consenso resultaba muy positiva teniendo en cuenta las circunstancias, es decir, la inminencia de la elaboración de una Constitución. El día 15 de junio de 1977 fue un hito histórico en la vida española. En esa fecha, el pueblo español decidió con su voto, de manera definitiva, la contraposición entre reforma y ruptura que había presidido la vida política a lo largo de los meses precedentes. Su veredicto no había sido a favor de una u otra fórmula sino a favor del procedimiento reformista pero expresando al mismo tiempo un profundo deseo de transformación del cual era la mejor expresión la magnitud conseguida por el voto socialista.
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El interés de los comicios no sólo residía en la renovación de la Cámara legislativa, sino que constituían un test fundamental para medir el grado de aceptación social del reformismo del primer bienio y para comprobar si el electorado conservador se inclinaría hacia los partidos de la derecha republicana y "accidentalista" o daría un apoyo mayoritario a los monárquicos. Existía también la incógnita del sentido de los sufragios de seis millones de mujeres -más de la mitad del censo- que votaban por primera vez en unas elecciones generales. Las Cortes habían aprobado, además, una Ley el 27 de julio de ese año, que modificaba el sistema electoral, introduciendo las listas abiertas, que posibilitaban cambios en la composición de las candidaturas entre la primera y la segunda vuelta y elevando al 40 por ciento la cantidad de sufragios requerida por una candidatura para triunfar en la primera, mientras que en la segunda, que se celebraría si ningún candidato llegaba a esa cifra, sólo podrían participar quienes hubiesen alcanzado el ocho por c iento de votos válidos en la anterior. La formación de las candidaturas demostró el vuelco producido en el panorama político en poco más de dos años. La derecha no republicana, consciente de su recuperación en los últimos meses y de la oportunidad que se le ofrecía, olvidó sus divisiones tácticas e ideológicas para formar, el 12 de octubre, la Unión de Derechas y Agrarios, coalición electoral que colocaba bajo la supervisión de un Comité nacional, presidido por José Martínez de Velasco, a las candidaturas cedistas, alfonsinas, tradicionalistas y de los independientes agrarios y católicos. La coalición elaboró un programa mínimo de tres puntos: revisión de la Constitución y de la legislación del primer bienio, sobre todo en materia religiosa y social, supresión de la reforma agraria y amnistía para los delitos políticos. En el reparto de puestos en las listas de la coalición, la CEDA impuso su hegemonía, que sólo se avino a compartir con los carlistas en el País Vasco y Navarra y con los agrarios en algunas provincias castellanas. Los republicanos acudieron a las urnas divididos. Los radicales, haciendo gala de su centrismo, pactaron en algunas circunscripciones con sus socios gubernamentales de la izquierda y en otras, con los pequeños partidos de la derecha y el centro republicanos e incluso, celebrada ya la primera vuelta y aprovechando la posibilidad de modificar las candidaturas para la segunda, con la CEDA y los agrarios. Para los republicanos de izquierda, forzados a buscar coaliciones muy amplias por la reforma electoral aprobada por ellos mismos cuatro meses antes, el dilema era unirse a los radicales o a los socialistas. En el PSOE, pese a los esfuerzos de Prieto y De los Ríos, predominaba la opinión contraria a los pactos con sus antiguos aliados, fruto en buena medida de una sobrevaloración de las posibilidades electorales del partido. Por tanto, el PSOE sólo suscribió acuerdos con los republicanos en unas pocas circunscripciones, lo que suponía que los partidos de la antigua conjunción republicano-socialista acudían a las urnas divididos y atomizados en candidaturas dispares, enfrentados en casi todas partes y dando al electorado una muy perjudicial imagen de desunión y falta de coherencia política. El resultado de las dos vueltas electorales -en 16 circunscripciones no fue suficiente la primera- configuró unas Cortes muy distintas de las Constituyentes. La derecha se atribuyó la victoria al obtener 204 diputados, pero sólo representaba un 43 por ciento de la Cámara, porcentaje que disminuye a sólo el 40 si consideramos únicamente los 188 escaños obtenidos por la coalición Unión de Derechas y Agrarios. El centro, mucho más disperso, reunía a unos 170 diputados, que suponían el 36 por ciento del total. Y la izquierda, la gran derrotada, no llegaba al 20 por ciento con sus 93 parlamentarios. Pero estos porcentajes de las distintas opciones parlamentarias menguan aún más si se admite, como hace L. Morlino, la existencia de cinco bloques en la Cámara: derecha (39 por ciento), centro-derecha (16,2), centro (22,3), centro-izquierda (2,3) e izquierda (17,2). De cualquier forma, la composición del Parlamento no admitía una mayoría ideológica, sino que obligaría a pactos muy amplios para asegurar la gobernabilidad.