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Los años del gobierno de Pericles en Atenas (461-429) constituyen la pentecontecia y aunque realmente no alcanzaran el número de cincuenta, que es lo que significa ese término, tuvieron esplendor y brillantez inextinguibles, como un cenit en la Historia de la Cultura. Es una etapa de intenso vigor intelectual, volcada en los frutos de las creaciones del espíritu, a las que Pericles insufla la misma vitalidad que a la política ateniense. La construcción de la mayoría de los edificios de la Acrópolis de Atenas, entre los que destaca el Partenón, será su mayor logro artístico.
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La carismática cifra del año mil, que culmina la décima centuria, no supuso para los europeos de la época los terribles horrores que los textos milenaristas habían descrito para los albores del fatídico año.Una vieja herejía, basándose en el texto apocalíptico de San Juan, había vaticinado que las horribles plagas anunciadoras del fin del mundo se producirían cuando la humanidad cumpliese su primer milenio desde la venida del Mesías. Hacia 1040, un historiador, el monje Raúl Glaber, nos ofrece este panorama de Europa en el tránsito de un milenio a otro en el siguiente pasaje de sus célebres Historias:"Transcurrido el año milésimo y cerca de tres más, aconteció en casi todo el universo mundo, pero especialmente en Italia y las Galias, renovarse las basílicas eclesiásticas; pues aunque muchas decorosamente acomodadas, no lo necesitasen, sin embargo, cada comunidad cristiana rivalizaba en mejorar la suya con respecto a las otras. Era como si el mundo, sacudiéndose a sí mismo y despojado de vejeces, se impusiera la vestidura blanca de sus iglesias: catedrales, monasterios y ermitas trocaron por otras mejores los fieles".Si al apocalíptico anuncio herético unimos esta visión beatífica de una humanidad agradecida después del milenio, parece lógica la suposición de la historiografía decimonónica que contemplaba una humanidad atormentada por la desesperanza ante el inexorable advenimiento del fin. También se ha dicho, y dadas las circunstancias sociales referidas es creíble que, desde el punto de vista de la cultura material, nos encontremos con un período de crisis. Por todas estas circunstancias, es bastante habitual leer en la historiografía calificaciones tan negativas como las siguientes: siglo de hierro, período de tinieblas o edad oscura.No tenemos ninguna constancia de que las viejas tesis milenaristas de Cerinto hayan tenido el más mínimo eco popular entre la sociedad del siglo X; a lo largo de la Alta Edad Media, de manera muy excepcional y en ambientes intelectuales muy minoritarios, existen algunas referencias a este tema. Ahora bien, sin que se pueda atribuir al apocalipsis milenarista, muerte, desolación y ruina se adueñaron de grandes zonas del territorio europeo. En este sentido, de lo que tendríamos que hablar es de terrores personificados y concretos en el tiempo y en el espacio: normandos, daneses, húngaros y eslavos septentrionales y sarracenos.La decadencia del Imperio carolingio, tras la muerte de Carlos el Calvo, supuso un duro golpe a la seguridad colectiva, por todas partes las fronteras que habían contenido a los bárbaros se rompieron. Desde mediados del IX, los normandos remontan los ríos asolando el mundo carolingio; sólo, cuando se fijen en determinadas tierras en el 911, cesará el horror normando. De Europa central surgirá el peligro húngaro; a finales del IX, sus incursiones destruyen las marcas carolingias; su peligro será sofocado por Otón I en el Lechfeld (955). Los daneses arrasan Inglaterra hasta que su jefe Guthrum firma la paz con el rey Alfredo (886), más de un siglo tardará el país en recuperarse de la invasión. Los eslavos fueron el azote de los territorios cristianos orientales hasta que el polaco Mieszko se convirtió en 966. El peligro sarraceno atemorizaba Europa desde sus posiciones en España y el Sur de Italia. Los reinos hispanos sufrieron, durante la segunda mitad del X, las razzias devastadoras de Al-Mansur, que sistemáticamente destruían las principales ciudades cristianas, de las que sólo se libraron con su muerte en 1002. Desde el establecimiento sarraceno en Sicilia en el IX, Roma fue expugnada en 846, la Italia meridional asolada reiteradas veces entre el 917 y 926.Sin embargo, la décima centuria, que conoció el horror de la muerte, la infertilidad de la falta de creatividad, y la miseria por las carencias más elementales, también representó la aurora de un mundo nuevo. Como se ha llegado a decir por algún historiador, la oscuridad de esta centuria es comparable a la del feto en el seno materno, en ella se está gestando una nueva vida. Sin duda alguna esta centuria será el crisol donde se forje una revolución tan trascendente como la del románico. En cierta manera, los pueblos invasores -normandos, húngaros y eslavos-, con su cristianización, se convirtieron en el aporte de sangre nueva de pueblos jóvenes y vigorosos que, además, produjeron un sustancial aumento de la demografía.A este panorama de destrucción y muerte, le sucederá una etapa de recuperación que ha sido descrita muy bien en estas palabras de Grodecki: "El esfuerzo principal de los edificadores del siglo que encuadra el año 1000 será el de reconstruir las ciudades arruinadas, el de volver a levantar los santuarios devastados. En el campo, se procura repoblar las aldeas, volver a poner en explotación las tierras yermas, talar los bosques". Esta labor restauradora se fundamenta en la estabilidad centralizadora de nuevas monarquías que van desde la restauración imperial con Otón I el Grande, coronado emperador en Roma (962), al establecimiento de los Capetos en Francia (987), pasando por la consolidación y expansión de los territorios de los reinos cristianos de la Península Ibérica. A esta vertebración de unos Estados gobernados por una estable cabeza rectora -estabilidad garantizada por la continuidad de una estirpe real-, habría que añadir dos factores fundamentales en la recuperación económica: una aristocracia feudal que favorece el fraccionamiento de la propiedad y la difusión de los monasterios, factores fundamentales en la recuperación económica.A mediados del X, la fundación, dotación o restauración de monasterios se puso de moda otra vez entre la aristocracia y los obispos de la Europa occidental. La actividad de las fundaciones de Cluny y Gorze se extiende por toda Europa propiciando reformas monásticas y litúrgicas, favoreciendo la creación de centros económicos, basados en importantes dominios agrícolas, que permitirán un desarrollo de la construcción y de todas las artes en general.La creación artística en los reinos cristianos de este siglo, al surgir de la restauración de las ruinas del inmediato pasado, mantendrá una absoluta dependencia de formas y técnicas con él. En toda la geografía de los reinos hispánicos surgirá un nuevo renacimiento de su cultura tradicional; será el canto del cisne antes de desaparecer suplantada por el románico. Del Imperio carolingio veremos aparecer dos tendencias creadoras que, al tener un origen común, mostrarán grandes afinidades, a veces y en algunos aspectos imposibles de diferenciar: el románico y el arte de los otónidas. El Sacro Imperio Germánico de los otones exigía la creación de una cultura material obligadamente subsidiaria de lo carolingio, que, después de un período de esplendoroso renacimiento, se prolongará en tierras renanas bajo formas ciertamente estereotipadas hasta que sean sustituidas por las del pleno románico. El primer románico, fundamentado en las realizaciones carolingias, iniciará un proceso de experimentación sobre ellas que terminará en la creación de un estilo que las vías de comunicación se encargarán de convertir en el lenguaje plástico único de todos los reinos cristianos europeos.
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Parece que la primera corte asturiana se mantuvo hasta mediados del siglo VIII en Cangas de Onís; allí dedicaron en el año 737, Fáfila y su esposa Froliuba, una iglesia de la Santa Cruz, que la propia inscripción conmemorativa indica que no era sino la reconstrucción de un templo anterior. Aunque hoy no puede señalarse nada de su traza, ya que se sustituyó por otro templo en 1632, destruido, a su vez, en la Guerra Civil, resulta significativo que la eminencia ocupada por la iglesia sea el túmulo de un dolmen, aún conservado. La inscripción alude también a la forma de cruz del edificio, que podía ser la misma del templo visigodo antecedente. En el reinado de Silo (774-783), los monarcas asturianos se habían trasladado ya a Pravia, cuya iglesia de Santianes ofrece algunos de los rasgos esenciales que se repetirán en otros templos asturianos. De una parte, la organización de los pies de la iglesia con un porche amplio y pequeñas habitaciones laterales, que en otros casos responde a panteón real con tribuna en la parte superior; la nave central, mucho más amplia que las laterales, pero bastante corta, en comparación con la anchura del crucero, está separada por pilares cuadrados con simples filetes arriba y abajo, que soportan arcos de medio punto; la cabecera, que se había supuesto triple, era un ábside semicircular, en cuyo centro se encontraba el altar. Todos los elementos decorativos son formalmente visigodos y deben proceder de edificios del siglo VII, pero la técnica de construcción con pequeña mampostería en hiladas desiguales, refuerzos de sillería en los ángulos y esquinas, y ladrillo en los arcos, es la que adoptará la arquitectura asturiana del siglo siguiente, olvidando el aparejo de sillares de los edificios visigodos. Aunque la mayor parte de lo que hoy se observa es fruto de una restauración moderna, puede estimarse que el aspecto general recupera bien la ordenación general y el nuevo concepto del espacio que se emplea en el arte asturiano.
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Es a partir de la mitad del siglo XII cuando, según los datos que poseemos, podemos situar el comienzo de la fase de esplendor del esmalte español. Sin embargo, el desconocimiento del período anterior es casi absoluto. Prácticamente la totalidad de las obras referenciadas ha desaparecido y alguna que se ha conservado hasta fecha reciente, como la arqueta relicario de San Valero en Roda de Isábena (Huesca), robada en 1979, parece estar vinculada al taller del Abad Bonifacio, en Conques (1115-1130). De este modo, establecer los antecedentes directos de la esmaltería románica española resulta bastante complejo. Sabemos de la existencia de un taller de orfebrería y esmaltería ubicado en el Castillo de Gauzón, que produjo obras tan importantes como la Cruz de la Victoria en el año 908, adornada originalmente con veintiocho plaquitas de esmalte. Las piezas desaparecidas probablemente podrían sernos de una ayuda inestimable a la hora de delimitar centros y experiencias conducentes al cambio de técnicas. Del mismo modo, las relaciones con el otro lado de los Pirineos y el hecho de que este tipo de obras sea fácilmente transportable, se convierten en factores determinantes. Probablemente uno de los núcleos importantes estuvo en Cataluña ya en el siglo XI, coincidiendo con el desarrollo que alcanza aquí el primer románico. A él corresponderían unas pequeñas piezas de forma rectangular, huecas, cuya función es difícil de precisar. Tal vez formaran parte de algún correaje o de una vaina de espada. La que se conserva en el Museo Episcopal de Vic (Barcelona), de 35 mm de alto x 30 mm de ancho x 20 mm de espesor, y la del Instituto Valencia de Don Juan, de 11 mm de alto x 24 mm de ancho x 7 mm de espesor, están decoradas con esmaltes alveolados formando motivos vegetales en color verde y turquesa en el primer caso, y blanco, negro y rojo en el segundo. Por estas y otras razones, hasta fechas muy recientes Limoges se consideraba el centro del esmalte en el período que nos ocupa, asignando a sus talleres obras básicas del ámbito hispano. Ya en 1909, E. de Leguina apunta el posible origen español de los esmaltes de Silos, Burgos y Aralar. Hildburgh, en 1936, da cuerpo a la tesis hispanista, definiendo el grupo de Silos. En esta línea insiste, en 1941, Gómez Moreno buscando la esencia española más en el sentido artístico que técnico. Los estudios más recientes sobre esta cuestión corresponden a M.M. Gauthier, durante los últimos años. No obstante, la influencia de Limoges fue decisiva, debido sobre todo a la enorme difusión que tuvieron sus obras, cuya demanda condujo paulatinamente a una industrialización de las mismas. Entre sus características específicas hay que resaltar el empleo del azul obtenido a partir del óxido de cobalto, en cuanto a la coloración. Los fondos, a veces, se reservan y entonces el motivo del vermiculado se extiende por ellos, rodeando a las figuras, y, otras veces, se esmaltan decorándose con discos, rosetas, etc. En este último caso las figuras quedan en reserva o se aplican en relieve. Numerosos fueron los centros que practicaron el esmalte a la manera lemosina a lo largo del siglo XII y hasta bien entrada la centuria siguiente. España no fue una excepción y testimonio de ello son algunas obras salidas de sus talleres. A Cataluña hay que asignar un incensario del Museu d'Art de Catalunya, correspondiente al segundo cuarto del siglo XII. Está decorado con ocho medallones entre follajes y motivos geométricos, cuyo tema central lo constituyen unos pájaros afrontados. A principios del siglo XIII corresponde el denominado Misal de San Ruf en el Archivo Capitular de Tortosa. Está formado por dos piezas que incluyen el tema de la Majestad de Cristo y la Crucifixión cósmica con la Virgen y San Juan. Ambas recubren el manuscrito llevado a Tortosa por el obispo Geoffrey (1151-1165), procedente de la Abadía de San Ruf, cerca de Avignon, y son probablemente obra de taller local. Mezcla de escultura, orfebrería y esmalte son las imágenes sedentes de la Virgen con el Niño, a veces utilizadas también como relicarios, que gozaron de gran popularidad, gracias a la difusión del culto mariano. Su producción, centrada en el siglo XII, perduró a lo largo del siglo XIII. Están labradas en metal y, a veces, llevan alma de madera. Vinieron a sustituir a las estatuas de oro guarnecidas de pedrería, al uso bizantino, demasiado costosas. Buenos ejemplos tenemos en la Virgen de la Vega de Salamanca; Nuestra Señora de Jerusalén, patrona de Artajona (Navarra); la Virgen de los Husillos (Palencia) o la Virgen del convento de Santa Clara en Huesca. Obra especialmente significativa, por la magnitud que debió de tener originariamente, es el llamado frontal del Museo Diocesano de Orense. Al desconocerse su disposición primitiva, se han sugerido diversas hipótesis, considerándose frontal, retablo o incluso un arca que contuviera las reliquias de San Martín. Se conservan un total de cincuenta y tres piezas de cobre dorado y esmaltado, cuya ejecución corresponde ya a los primeros años del siglo XIII. El conjunto de placas de menor tamaño presenta gran variedad de formas. Unas ovales o en semicírculo alojan figuras de ángeles, de medio cuerpo, en reserva, encerradas en medallones, saliendo de unas nubes, sobre un fondo de tallos y florones. Otras, más pequeñas, rectangulares o curvadas, presentan temas meramente ornamentales, con discos y motivos vegetales. Completan este grupo seis arquerías y una de las columnas que servirían de encuadramiento, así como una serie de remates en forma de torrecillas. A éstas hay que añadir las de mayor entidad que muestran a la Virgen con cetro, Apóstoles y Santos, con sus respectivos nombres y tres de los símbolos de los Evangelistas. Las figuras, de modelado torpe, fundidas aparte, con escaso volumen y actitud frontal, visten generalmente con túnica y manto. Suelen llevar un libro entre sus manos, mientras sus deformes pies cuelgan sin apoyo de subpedáneo o simulado en la placa de base. Sus rostros, inexpresivos, de formas redondeadas, pómulos salientes, nariz gruesa y cejas unidas que albergan unos ojos saltones e incrustados, están enmarcados por el cabello que, generalmente, partiendo del centro se dispone a ambos lados. Estas figuras se aplican sobre la plancha de base esmalteada en azul cobalto. Sobre el fondo azul, salpicado de follajes, hojas, florones y discos, destacan habitualmente tres bandas horizontales. En la superior se aloja, comúnmente, el nombre, y en las otras, de color azul claro, unos caracteres quieren recordar trazos cúficos. Una bordura de ondas sirve de encuadramiento. De entre todas las placas hay que llamar la atención sobre la que representa a San Martín y un tal Alfonso. Incluye dos figuras con una mayor complejidad compositiva y cierta movilidad. San Martín, de pie, con el cuerpo ligeramente girado, sostiene en su brazo izquierdo un libro, mientras pone su mano derecha sobre la cabeza de Alfonso. Este, en actitud de arrodillarse, agacha su cabeza y extiende sus manos. Los personajes muestran sus nombres en sendas inscripciones: S. MAR-TI y S. ALFON-SO ARERIR? o AREKD? Este último se identificó como hijo de Santa Pacomia, posible comitente y muy devoto de San Martín, a quien estuvo dedicada la catedral, fundada en el siglo XII.i. En una reciente hipótesis se le supone el obispo D. Alfonso II, que ocupó la sede de Orense entre 1174 y 1213, manteniéndose su condición de donante.
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La expansión de los reinos cristianos es, en última instancia, una manifestación de la superioridad del mundo europeo sobre el africano y oriental musulmán, y es, al mismo tiempo, prueba de la debilidad interna de los reinos cristianos, que buscan en el exterior una salida a los problemas internos: al rechazo de una parte de la nobleza a la unión de castellanos y leoneses en la persona de Fernando III, a los enfrentamientos de los monarcas portugueses con la Iglesia, a la rivalidad existente entre catalanes y aragoneses en el interior de la Corona. Los beneficios de los ataques a los musulmanes pueden compensar a los descontentos o, al menos, posponer los problemas.
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En el siglo XIX el panorama cambia, y aunque se mantiene la actividad artística de las clases altas como parte de su educación de "adorno", algunas mujeres de estas mismas clases empiezan a tomarse en serie esta actividad y a tratar de profesionalizarse, con el apoyo de su posición social y económica. En el siglo XIX, profundamente misógino por otra parte, emergen ya, al calor de las nuevas ideas sobre la educación femenina y el ascenso de la burguesía, una gran cantidad de artistas que se toman muy en serio su actividad artística, e incluso tratan de convertirla en profesión, a pesar de las dificultades y los obstáculos. Algunas de ellas tuvieron durante su vida una destacada actividad en el campo del arte. Desgraciadamente, sus nombres han desaparecido casi por completo de los ámbitos del conocimiento, y tan sólo de vez en cuando alguna investigación, rastreando en los escasos vestigios de las páginas del pasado, nos descubre algún dato sobre estas artistas. En general, las obras no han resistido el paso del tiempo, y aunque se pueda rescatar de vez en cuando sus nombres, las obras se han perdido. Gráfico Quizá porque aún existe una fuerte resistencia a integrar la experiencia, la perspectiva humana y social, la creatividad y la expresión artística y vital de las mujeres, al igual que la de otros grupos humanos divergentes del punto de vista y del discurso dominantes, en las producciones del arte, de la ciencia, o del conocimiento, que deberían integrar el patrimonio estético e intelectual de toda la Humanidad.
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Desde el punto de vista cronológico el siglo XVI supone el despegue decidido de la nueva y ordenada Plaza Mayor, tal y como vamos a conocerla hasta el siglo XIX. En aquella centuria se dio toda una serie de circunstancias históricas, económicas y estéticas que formalizaron la Plaza Mayor, tal y como convenía a la España del Siglo de Oro, y tal y como se llevó a América como pieza sobresaliente y emblemática del proceso colonizador. Las numerosas Ordenanzas de Carlos V y Felipe II recogían, en efecto, la teoría y práctica de la ciudad moderna proyectándola sobre la utopía de la ciudad ideal en América. Así, la "Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias" publicada bajo Carlos II, resume el anhelo y experiencia del urbanismo español, fijando inicialmente las directrices más importantes de las nuevas poblaciones en las que, como era de esperar, desempeña un papel fundamental la Plaza Mayor. De este modo, cuando habla del sitio, tamaño y disposición de la plaza, donde el legislador repite párrafos enteros tomados literalmente de Vitruvio, dice: "su forma en quadro prolongada, que por lo menos tenga de largo una vez y media de su ancho, porque será más a propósito para las fiestas de a caballo, y otras; su grandeza proporcionada al número de vecinos, y teniendo en consideración a que las poblaciones pueden ir en aumento, no sea menos, que de doscientos pies en ancho, y trescientos de largo, ni mayor de ochocientos pies de largo, y quinientos y treinta y dos de ancho, y quedará de mediana y buena proporción, si fuere de seiscientos pies de largo, y cuatrocientos de ancho; de la plaza salgan quatro calles principales, una por medio de cada costado; y demás de éstas, dos por cada esquina; las quatro esquinas miren a los quatro vientos principales, porque saliendo así las calles e la plaza no estarán expuestas a los quatro vientos, que será de mucho inconveniente; toda en contorno, y las quatro calles principales, que de ella han de salir, tengan portales para la comodidad de los tratantes, que suelen concurrir; y las ocho calles que saldrán por las quatro esquinas, salgan libres, sin encontrarse en los portales, deforma que hagan la acera derecha con la calle" (L. IV, Título VII). Aunque luego la práctica diera lugar a multitud de variantes éste sería el esquema básico de la Plaza Mayor en América. En la Península cabe abrir este nuevo siglo con la plaza de Medina del Campo, ya mencionada, en la meseta castellana, y en el sur se podría seguir el proceso con la formación de la Plaza Nueva o de Bibarrambla, de Granada. Esta se halla inmediata a la Alcaicería, donándola el rey Católico a la ciudad "para pasear y negociar", llegando a adquirir una cierta regularidad, con soportales para las escribanías de la ciudad, pescaderías, carnicerías, comercio de especias y paños, un desaparecido miradero, etc. Precisamente conocemos un interesante dibujo conservado en el Archivo Histórico Nacional que muestra la Plaza Nueva, con veces de Mayor, en 1616, con la distribución de portales y balcones para la celebración de corridas de toros. La Plaza Nueva llamó poderosamente la atención a Lucio Marineo Sículo quien, en la obra mencionada, escribía lo siguiente: "La cuarta cosa entre las siete memorables que contiene aquella ciudad es una plaza y llanura que poco há se edificó...". Sin embargo, la realización más significativa de todo el siglo XVI pertenece ya al reinado de Felipe II, en la segunda mitad de la centuria, y corresponde a la Plaza Mayor de Valladolid, la primera de las plazas monumentales españolas. La plaza actual, al margen ahora de las modificaciones habidas, parte del incendio de 1561, pero anteriormente también debió de tener un espectacular aspecto a juzgar por lo que escribe el propio Marineo Sículo al decir que "era muy grande y no menos hermosa. Enderredor de la cual hay todos los oficios y mercadurías y se venden los bastimentos cotidianos en muy grandísima abundancia. En el circuito desta plaza en el espacio de setecientos pasos contamos trescientas y treinta puertas y tres mil ventanas y más vimos todos los oficios". La imagen, aunque pudiese resultar exagerada, es muy expresiva de la importancia de la plaza y de su actividad, con la que concuerda la especialidad de mercaderes y artesanos de las calles inmediatas, según deducimos de sus nombres: Platería, Especiería, Zapatería, Cebadería, etc. Tras su incendio, la Ciudad acude al rey, vallisoletano de nacimiento, y éste exige una buena traza para la reconstrucción, traza que hace Francisco de Salamanca y que se aprueba en la Corte en 1562, dándose por concluida treinta años más tarde. La plaza estaría presidida por el Ayuntamiento, cuyo edificio correría parejo a la construcción de la plaza, si bien fue derribado para sustituirlo por el actual a partir de 1892. La regularidad de las fachadas de la plaza, con soportales adintelados y de mucha luz, y tres alturas de viviendas, sirvió de modelo para la arquitectura de las calles inmediatas, desbordando así el ámbito propio de la Plaza Mayor y creando un continuo urbano de gran belleza. Aunque no puedan compararse con la plaza vallisoletana, a estos años pertenecen los primeros estudios y tanteos para la Plaza Mayor de Madrid y lo iniciado en la Plaza de Zocodover, en Toledo. En ambas obras aparece el nombre de Juan de Herrera, el arquitecto de Felipe II quien quiso introducir en la arquitectura de las plazas un orden nuevo y más riguroso que el simple equilibrio observado en la plaza de Valladolid, la cual todavía recordaba mucho en su carácter a sus antecedentes medievales. No puede olvidarse que ambas plazas pertenecían a dos ciudades emblemáticas que representaban el ayer y hoy de la capitalidad de la monarquía y de ahí la nueva imagen buscada. En Madrid preparó Herrera unos dibujos iniciales (1581) para, simplemente, regularizar la plaza del Arrabal en dos de sus lados, formando una escuadra y prolongando la solución porticada ante las nuevas fachadas. Las obras llegaron a iniciarse (1590) comenzando por la Casa de la Panadería, pero la muerte del arquitecto (1597) y el rey (1598), así como la decisión de trasladar la Corte a Valladolid (1601-1606), detuvieron todo. Entre tanto había sido nombrado un discípulo de Herrera, Francisco de Mora, Maestro Mayor de la Villa (1591), quien luego se vincularía a una de las Plazas Mayores más espectaculares cual es la ducal de Lerma (Burgos), construida en los primeros años del siglo XVII. El hecho es que con Mora coincide un conocido Bando (1591), con el que se pretendía encauzar la actividad edilicia de la ciudad. Entre las medidas que en él se incluyen se encuentra la de disponer "que en todos los portales de la plaza y calle Mayor... y los demás de esta Villa donde hubiese pilares de madera, los diseños de ellos... Los quiten, y pongan en lugar de ellos otros de piedra con sus bases y capiteles de lo mismo". Este aspecto es muy sintomático de la mejora material así como de la búsqueda de una mayor seguridad para los edificios de la Corte, que coincide con la general renovación de los soportes que en las plazas españolas, y en especial en Castilla, tiene lugar a lo largo del siglo XVI, prestando, en ocasiones, algunos matices estilísticos renacientes a las basas y capiteles de los nuevos apoyos. De este modo la organización general se seguía perpetuando más allá de la renovación de sus elementos puntuales. También Toledo tuvo ocasión de contar con una Plaza Mayor, aprovechando y ampliando la que se había formado en los años de los Reyes Católicos, tras derribar unos edificios. Su nombre de Zocodover arrastra y recuerda su anterior función de mercado, de zoco, si bien parece que era de caballerías. El interrumpido proceso de la formación de Zocodover muestra el choque del Concejo de Toledo con Felipe II, pues queriendo el primero hacer una plaza, para lo cual había enviado al monarca dos proyectos (1590), acabó presentando una traza definitiva Juan de Herrera que es la que el rey impuso a la ciudad. Ante la demora en poner en ejecución el proyecto de Herrera, continuamente apoyado y exigido por Felipe II, este ordenó "que ninguna persona de qualquier calidad y condición que sea pueda hedificar ni rehedificar en la dicha plaza de Zocodover, si no fuese conforme a la dicha traza y orden, y lo que contra ella se hiciere o se pretendiere hazer se impida y estorbe". Los problemas de las expropiaciones y derribos para regularizar la plaza impidieron terminar ésta de acuerdo con lo proyectado por Herrera, que sólo puede reconocerse en dos de sus lados tal y cómo se llegaron a terminar a comienzos del siglo XVII. La plaza de Zocodover, que se arroga para sí la representatividad de la verdadera Plaza Mayor de Toledo, más modesta, irregular y destinada al mercado de diario, muestra tras muchos avatares, los sobrios pero recios pilares de los soportales, así como la nueva proporción y ritmo de los amplios y numerosos huecos abalconados de sus fachadas. Su aspecto es, en efecto, en todo diferente al de la Plaza Mayor de Valladolid.
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A comienzos del siglo XVII, Portugal aún conservaba intacto su imperio colonial afro-asiático, pero ya era evidente el retroceso que lo reduciría a proporciones mínimas en beneficio de otras potencias europeas. Podemos englobar las explicaciones de esta decadencia en dos grupos: por un lado, las que se remiten a causas externas; por otro, las concernientes a las debilidades internas. En cuanto al primer punto, las pretensiones portuguesas de controlar los intercambios europeos con el Indico tenían que ser rechazadas por aquellos que deseaban ampliar el ámbito de sus operaciones mercantiles. Pero sin duda, como bien sabían los portugueses del momento, la unión de las Coronas ibéricas en 1580 originó el ataque masivo a las colonias portuguesas, sobre todo de los holandeses, en rebelión contra la Monarquía española desde 1568 y afectados por el cierre en 1594 del puerto de Lisboa a sus barcos. La localización costera y dispersa de estas colonias las hacía más vulnerables a los ataques marítimos que los compactos virreinatos españoles, cuya conquista era impensable. Sin dejar de ser cierto todo lo anterior, también hay que tener en cuenta el descenso de los intercambios con Europa ya desde mediados del siglo XVI y su caída abrupta desde 1600. A pesar de que hasta fines de siglo los portugueses continuaron dirigiendo un floreciente tráfico asiático, extendido hasta el Lejano Oriente, los beneficios se reducían cada vez más a los portugueses asentados en Asia. Además, según M. N. Pearson, la naturaleza del Imperio portugués como una red de relaciones marítimas lo hacía depender del mantenimiento de las comunicaciones. En el momento en que comenzaron a intervenir en el comercio índico ingleses y holandeses, la posición portuguesa se deterioró rápidamente. El descenso de los beneficios motivó el menoscabo de la defensa militar ante unos oponentes mucho mejor armados y más numerosos. Así, las derrotas militares y las pérdidas territoriales no fueron más que el corolario de la decadencia económica. A esto se añadía el enfrentamiento continuo con los mahratas de la India occidental y los árabes de Omán. Estos últimos consiguieron, a mediados de siglo, constituir una poderosa marina, formada por barcos construidos a semejanza de los portugueses y capaz de enfrentarse con éxito a los portugueses, a los que arrebataron en 1650 Mascate y atacaron continuamente, tanto en la costa malabar como en la costa oriental africana. Esta situación mantuvo, como señala Boxer, un ambiente fronterizo de lucha perpetua hasta fines del siglo XVIII, que desanimó la emigración de mujeres portuguesas, con la consecuencia del fracaso de la población blanca y euroasiática, incapaz de reproducirse en número suficiente. También explica la preferencia de los colonos portugueses por asentarse en el Brasil, donde la hostilidad de la población indígena no dejaba de ser un peligro menor. La extrema insalubridad de algunas posesiones clave aumentaba la dificultad de mantenimiento de destacamentos portugueses. Mozambique, por ejemplo, era considerado un cementerio de viajeros, y la misma Goa resultaba de difícil habitabilidad. A todo ello se añadía la escasez de soldados portugueses, que dificultaba la defensa. Las deserciones de soldados recién llegados fue una constante que se mantuvo en proporciones elevadas. La falta de una disciplina estricta y de entrenamiento militar también situaba a los portugueses en desventaja frente a sus adversarios. En estas circunstancias, la dispersión del Imperio era un elemento enormemente negativo. La seguridad de las rutas estaba obstaculizada, tanto por los ataques enemigos, como por la frecuencia de los temporales en el entorno del cabo. En el puerto de Goa los barcos no podían entrar durante tres meses en invierno ni salir durante tres meses de verano, por lo que Malaca y Ormuz quedaban cada año incomunicadas de la capital del "Estado da India", durante amplios períodos de tiempo. Las bases de aprovisionamiento (Azores, Brasil, Luanda, Mozambique y Santa Elena) se encontraban, además, a semanas de distancia, con gran riesgo de escorbuto o tifus en los largos viajes. La debilidad creciente de la flota portuguesa era otro factor a considerar. Procedía menos de la disminución del número de naves que del retraso técnico. Desde mediados del siglo XVI, los barcos aumentaron de tonelaje, para aliviar los costes. Sin embargo, los pesados galeones eran poco maniobrables y naufragaban con excesiva facilidad. La sobrecarga y los deficientes trabajos de mantenimiento hicieron el resto. Por otro lado, los portugueses utilizaron en el tráfico interasiático naves pequeñas y ligeras, con armamento suficiente para enfrentarse a adversarios asiáticos, pero no a las bien armadas fragatas holandesas e inglesas. La pérdida de la superioridad naval y militar portuguesa, que había sido decisiva para imponerse en el Indico, causó su irremediable decadencia. Hay que añadir, por último, la inadecuación de la administración a las necesidades de tan complejo engranaje. La creciente corrupción redujo su eficacia militar y económica. La excesiva burocratización en la que había caído la Carrera fue contraproducente ante la agilidad de los nuevos modos de la "East India Company" o la "Vereenidge Oostindische Compagnie". Concretando, en 1622 Portugal cedió Ormuz ante una alianza anglo-persa; en 1641 los holandeses tomaron Malaca, a las que siguieron Colombo (1655), Ceilán (1656), Granganor (1662) y Cochín (1663). A la conquista de Muscat por los omanitas en 1650, se añadió el desalojo de los portugueses de Mombaça y de todas las ciudades-Estados swahilis al norte de cabo Delgado, a fines del XVII. A las pérdidas territoriales era necesario añadir la pérdida del mercado nipón, tras la expulsión de comerciantes y misioneros del Japón en 1639. A pesar de que España pudo conservar las Filipinas, la ayuda que desde ellas se llevó a las colonias portuguesas fue insuficiente. La independencia de Portugal le permitió llegar a un acuerdo con Inglaterra que alivió la presión. En 1654 se firmó un tratado comercial anglo-portugués, completado con una alianza matrimonial en 1661, que supuso la entrega de Bombay y Tánger a Carlos II como dote de la infanta Catalina de Braganza. A fines de siglo conservaba de su imperio asiático Macao en la costa del sur de China y algunas de las islas de la Sonda, como Timor y Solor, y en la India apenas Goa, Diu, Damâo, Bassaim y Chaul. En África, por el contrario, a pesar de haber perdido los enclaves de la costa oriental situados al norte de cabo Delgado, conservaba los más meridionales, además de haber remontado el Zambeze hasta la actual Rwanda. En África occidental, los portugueses mantuvieron el control sobre Angola, Benguela, Santo Tomé y Príncipe, aunque los holandeses consiguieron Fort Nassau (1612), en Costa de Oro, apoderándose de la mayor parte del comercio del oro, y más tarde San Jorge de Mina (1638). Como contrapartida, el Brasil se desarrolló enormemente en el siglo XVII, como consecuencia de su inclusión en la ruta africana a Oriente, al convertirse en escala habitual. Desde 1665 se hizo cada vez más necesario recurrir al azúcar, el tabaco, el cacao y el algodón brasileños para completar la carga de los navíos de vuelta. Por otra parte, las relaciones entre las colonias de ambas orillas del Atlántico se hicieron imprescindibles debido a la utilización de mano de obra esclava para la producción de azúcar, que se había incrementado enormemente desde finales del siglo anterior. En poco tiempo la producción brasileña sobrepasó a la de las islas azucareras portuguesas y dio alas al desarrollo demográfico de la colonia. Sin embargo, también en Brasil encontramos los problemas de la intromisión extranjera. Ingleses y franceses se habían establecido a comienzos de siglo en el delta del Amazonas, hasta que fueron desalojados entre 1613 y 1615, mientras que los holandeses habían aprovechado la ruptura de la Tregua de los Doce Años en 1621 para asentarse en las regiones de Bahía y Pernambuco, controlando en gran parte el mercado azucarero. La relativa facilidad con que fueron detenidos, al contrario de lo ocurrido en Oriente, se explica por el mayor esfuerzo volcado en la defensa de Brasil, debido a su más alta rentabilidad. Más tarde, cuando los holandeses fueron desalojados en 1654 de sus asentamientos en Brasil, trasplantaron los ingenios azucareros a las Pequeñas Antillas, como por su parte hicieron ingleses y franceses. Así, lo que Braudel denomina la "dinámica del azúcar" está ligada al desarrollo colonial atlántico, al que habría que unir el tabaco. En los últimos decenios del siglo XVII, el aumento de la producción de azúcar y la competencia abarataron los precios y pusieron en crisis la economía de esta colonia y su metrópoli. Para enfrentarse a la crisis, se fomentó la diversificación de cultivos que suponen el cacao, el algodón y el palo brasil. Las minas de oro que comenzaron a descubrirse en 1693 restablecieron la riqueza de Brasil, al que convirtieron en una de las colonias más prósperas del mundo. La competencia de las grandes compañías europeas originó el nacimiento de la Compañía Comercial Brasileña en 1649, formada por alguna de las grandes casas de comercio portuguesas y a la que se concedió el monopolio de la exportación de vino, aceite de oliva, harina y bacalao al Brasil. Sin embargo, las concesiones ofrecidas a los aliados de Portugal durante la guerra de Restauración limitaron sus resultados de forma considerable.
contexto
El primer documento que permite hablar sin ningún género de dudas de la existencia de una academia artística en suelo peninsular se remonta a 1603 y corresponde a la llamada Academia de San Lucas de Madrid. También están perfectamente documentadas otras academias establecidas en Barcelona, Valencia y Sevilla, al parecer esta última la más importante de ellas. La academia madrileña es un centro todavía escasamente conocido, aunque todo apunta a considerar que llegó a alcanzar una cierta importancia como corporación artística. Su vida está documentada entre 1603 y 1626, fecha ésta en que aparece citada por última vez como un organismo vivo. Los datos que se conocen sobre este centro apuntan hacia la consideración de una institución que llegó a alcanzar cierta relevancia, como lo demuestran el número de sus participantes -cincuenta y cinco-, la importancia de los mismos -se encuentran nombres tan significativos como Vicente Carducho, Patricio y Eugenio Cajés o Bartolomé de Cárdenas-, o el hecho de que se llegase a elevar al rey Felipe III un memorial en el que se solicitaba su protección para la academia. El proceso histórico seguido en el caso español se encuentra muy próximo al comentado en Italia. Muy posiblemente, el factor más determinante en la circulación de las ideas referentes a la nueva consideración social del artista fue la decoración del monasterio de San Lorenzo de El Escorial y la participación en ella de artistas manieristas italianos. Hay que tener en cuenta que en ningún momento llegaron como artesanos, sino como maestros especialmente recomendados por el embajador de España en Roma -el conde de Olivares-, hechos venir expresamente para la realización de una magna obra: la decoración del Monasterio. Sin duda, el caso más célebre de todos ellos lo constituye Federico Zuccaro, el cual, a pesar del disgusto que produjeron sus pinturas al monarca, volvió a Italia notablemente enriquecido. Allí fundó la famosa academia romana. Las ideas de este pintor y de sus discípulos tuvieron una enorme trascendencia en las actitudes que, posteriormente, darán lugar a la primera academia artística fundada en la corte. Pintores como Vicente Carducho, hermano de Bartolomé -uno de los mejores discípulos de Zuccaro, que permaneció en España después de la partida de éste-, toman directamente sus concepciones acerca de la ingenuidad de la pintura de la obra de Federico Zuccaro. Siguiendo un modelo subsidiario de las corporaciones italianas, pueden distinguirse dos fases plenamente diferenciadas en el comportamiento de la madrileña Academia de San Lucas. Por una parte, se conoce -a través de dos documentos depositados en el Archivo Histórico de Protocolos de Madrid- un primer momento caracterizado por un funcionamiento a caballo entre lo que es propiamente una academia y elementos residuales del comportamiento de las corporaciones gremiales. La Academia de San Lucas nació, en este primer estadio, como un centro monopolizado por los pintores y del que, consecuentemente, estaban ausentes tanto los escultores como los arquitectos. Resulta, también, enormemente significativa la vinculación de los personajes más representativos del centro madrileño con el denominado "Círculo de El Escorial" y, más concretamente, con Federico Zuccaro, que junto con el cardenal Federico Borromeo creó, en 1593, la famosísima Academia de San Lucas de Roma. Algo de esto puede rastrearse en la propia denominación del centro Academia del Señor San Lucas, que parece buscar una automática vinculación con su homónima romana y que, por su significado emblemático, puede interpretarse como una auténtica declaración de principios. Efectivamente, el apóstol san Lucas puede ser considerado, a la luz de la lógica de esta época, como un auténtico paradigma de los valores humanistas del Renacimiento. Fue pintor, por lo que la pintura, en tanto que actividad realizada por un evangelista, no podía ser innoble. Pero además de ello fue escritor e incluso... médico. Era, en suma, el personaje ideal para el patronazgo de una academia que, en su sentido más puro, pretendía ser una reunión de espíritus sensibilizados de carácter interdisciplinar. Fray Hortensio Paravicino supo darse cuenta de este hecho: "Fue gran pintor, que nunca los pinceles riñeron con las plumas. Y supo ser gran pintor sin ser soberbio, divino achaque desta espiritual arte, fiesta lisonja animada de la naturaleza, que comenzando doctrina o copia se pasa más veces a emulación, tal a ventaja. Médico fue lo tercero, que le son de nuestra salud, cuyos respetables estudios defirió tanto el mismo Dios, si bien a su crédito y acierto, como a nuestra mejoría no las hace daño la suerte. Y escritor, pintor y médico, Santo siempre. Que no estorban las artes a la virtud, ni la erudición más universal acusa o huye la profesión más espiritual, más religiosa. Y la de nuestro Lucas nos guiará a las obligaciones todas de hoy" ("Oraciones evangélicas", Madrid, 1640, fol. 186. Cit., por Miguel Herrero García, "Contribución de la literatura a la historia del Arte", Madrid, 1943, págs. 233 y 234). Del centro romano obtuvieron su primer modelo de comportamiento, que siguieron muy de cerca y que, en estos momentos, debía encontrarse en un estadio evolutivo relativamente avanzado: lo demuestra la información incluida en los protocolos antes mencionados. Así es, puesto que se plantearon la necesidad de establecerse en una sede permanente y, sobre todo, la necesidad de regular e institucionalizar su existencia por medio de unos estatutos. La segunda fase señalada viene caracterizada por la existencia de un documento denominado "Memorial que se dio al Reyno por los Pintores". Constituye un auténtico anteproyecto de estatutos, que fue presentado a las Cortes de Castilla el 20 de abril de 1624, al parecer sin demasiado éxito. En ellos se presenta someramente una descripción de la vida académica de la institución que se intentaba regular y que presentaba interesantes modificaciones respecto al plan descrito para la primera etapa de la Academia de San Lucas. Por una parte, se constituía un centro válido para todas las actividades dependientes del dibujo; esto es, no sólo la pintura, sino también la escultura, la arquitectura y un número considerable de oficios. Por otra, se pretendió -al parecer sin éxito- fiscalizar desde esta Academia la producción artística nacional. Una última característica propia de la Academia de San Lucas de Madrid es su vinculación con las academias literarias de la época. Vinculación que se estableció explícitamente a un nivel ideológico -puesto que con ello los artistas se asociaban con los poetas, sobre los que no caía ninguna sospecha en cuanto a su adscripción a las artes liberales-. Vinculación también institucional, puesto que de las academias literarias se obtuvieron en un primer momento los modelos para el establecimiento de las artísticas. Ello sin perder de vista, naturalmente, el omnipresente reflejo de las corporaciones artísticas italianas. La Academia de San Lucas supone el evento de mayor importancia, en lo que a instituciones de este tipo se refiere, en la corte española. Las noticias conocidas con respecto a su desaparición se limitan a las contenidas en los famosos "Diálogos de la pintura" (1633), de Vicente Carducho, quien afirma que la disolución se produjo como consecuencia de las desavenencias personales entre sus miembros. Puede decirse que con este frustrado empeño concluye el capítulo del academicismo madrileño en el siglo XVII, puesto que los demás centros que se autotitulan academias más bien aparentan ser simples estudios de taller. No parece que fueran algo muy distinto de reuniones nocturnas de carácter informal, donde se reunían los pintores después del trabajo. Es decir, algo concebido como centro donde avanzar en la práctica del dibujo y donde aprender del contacto con otros artistas. Con ello, el estado del academicismo en la corte alcanza al término del XVII una situación similar a la descrita para los inicios de siglo. El sentimiento de su necesidad no llegó por medio del apoyo institucional, sino que fue alcanzado por la generalización en la práctica de algunos de los aspectos educativos propuestos por Zuccaro en la reforma por él realizada de la academia vasariana. A la monarquía española le faltó siempre la visión política necesaria para advertir la importancia del control de los pintores y de su actividad profesional. Sin embargo, es posible que la realidad discurriera por otros cauces bien distintos. En este caso, el control político, perfectamente advertido por Luis XIV, no resultaría una medida necesaria en un país como España, donde la producción artística, abrumadoramente dedicada a temas de devoción, encontró sus propios cauces de control en las instituciones religiosas, que, como la Inquisición, sí hicieron uso de su poder para orientar y reprimir la heterodoxia católica. El resto del academicismo artístico español del llamado Siglo de Oro mantuvo unas pretensiones más moderadas que las del centro madrileño. La academia más importante fue la fundada en Sevilla en 1660. Buena parte de su prestigio procede del nombre de sus principales artífices -Valdés Leal, Francisco de Herrera el Mozo- y, sobre todo, del hecho de que entre sus fundadores se encontrase el mismo Murillo. En relación con el centro madrileño, sus ambiciones eran mucho más limitadas, al no pretender más que objetivos de orden puramente artístico, centrados en la organización de sesiones nocturnas de dibujo del natural, sin la voluntad de sustituir los modos tradicionales de aprendizaje artístico. El voluntarismo que le dio vida fue gradualmente desapareciendo hasta que sus sesiones dejaron de celebrarse no mucho después de 1674. El caso valenciano es, asimismo, conocido por una escasa documentación que aporta datos fragmentarios sobre su modelo de funcionamiento y su desarrollo histórico. Esta Academia fue precedida por un denominado Colegio de Pintores, establecido con el fin de regular la práctica artística y la mejora del status de este colectivo laboral. A diferencia del modelo sevillano, no pretendió arrogarse privilegios en el orden docente, sino que centraba sus ambiciones en la regulación laboral de la profesión y la defensa de sus intereses corporativos. Su miembro más caracterizado en esta primera etapa fue Francisco Ribalta. Esta fundación provocó la inmediata respuesta de los gremios, que veían en esta nueva institución un enemigo enfrentado a sus privilegios. Finalmente, la corte de Valencia dio la razón al Colegio en 1616, con lo que éste pudo comenzar a regular su actividad con toda normalidad a partir de esta fecha. El Colegio de Pintores fue, pues, la institución contra la que tuvo que luchar en 1686 un grupo de artistas valencianos que pretendía crear una auténtica academia artística.
contexto
La modificación más importante introducida respecto al caso presentado por el Siglo de Oro, es el cambio de modelo. Efectivamente, durante el XVII se reprodujo en España un concepto de academia artística caracterizado por su dependencia directa de sus homónimas italianas que seguían muy de cerca el ejemplo de las academias literarias. Además, en este período, los centros corporativos de los artistas constituyeron instituciones creadas por ellos mismos, para atender sus propias necesidades profesionales. Esta situación fue sustancialmente modificada durante el llamado Siglo de la Razón. Al margen de algunos precedentes poco significativos, como los protagonizados por Juan de Villanueva el Viejo, en los primeros años del siglo -o, más importante, por Francisco Antonio Meléndez, en 1726- este período viene caracterizado por la fundación de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y los centros de Valencia, Zaragoza, Valladolid y México, creados siguiendo su pauta. La fallida academia de Meléndez representa el último eslabón en el academicismo barroco en la Corte. Se trata de un proyecto de transición que conserva todavía casi íntegro el sabor del academicismo barroco, sin haber asimilado característica alguna del espíritu ilustrado. Prueba inequívoca de todo ello es que el proyecto elevado por Francisco Meléndez a Felipe V trata de convencer de las ventajas y utilidad de su creación; ventajas que -a diferencia de lo que constituirá el eje de discusión en los años posteriores del siglo- deben revertir casi en exclusivo servicio del monarca. La pretensión de Meléndez fue finalmente rechazada, lo cual fue considerado por él como una arbitrariedad y un claro favoritismo hacia el escultor italiano Juan Domingo Olivieri, cuyo proyecto académico -que daría como resultado la Academia de San Fernando- sí fue aceptado en primera instancia en 1741. Meléndez, herido por esta circunstancia, inició pleito con la recién inaugurada Academia de Madrid durante los años 1747 y 1748, lo que provocó finalmente su definitiva separación del mismo. Las academias españolas del siglo XVIII ofrecen un comportamiento totalmente ajeno al observado durante la centuria precedente, al sustituir el modelo italiano por otro de carácter francés, mucho más acorde con los intereses de la nueva monarquía borbónica, impulsora del llamado Despotismo Ilustrado. Efectivamente, el modelo imitado es el impuesto por Luis XIV en el país vecino, con la creación de la Real Academia de París, cuyo fin eminente era la glorificación del Estado personificado por el rey. Este se sirvió de la academia para ejercer un control sobre la pintura y la escultura -en el caso español se añade también la arquitectura- con vistas a sus propios fines políticos. El objetivo último de la maquinaria borbónica fue situar a los artistas al servicio del Estado o, en otras palabras, funcionarializar su actividad, convirtiéndolos en empleados del real erario. En el caso francés, esta circunstancia se hará plenamente patente a partir de 1664, momento en el cual el ministro de finanzas del Rey Sol, Colbert, fue también designado como "Surintendant des Bátiments". En España, la situación se produjo con un desmesurado retraso, puesto que hasta 1744, el marqués de Villarias, caballero de la Real Orden de San Jenaro, del Consejo de Estado y Primer Secretario de Estado y del Despacho Universal, no fue nombrado Protector de la Academia. La interferencia del poder político en asuntos internos de la academia fue una constante a lo largo de todo el período. Y eso fue así, a pesar de que la concepción del arte como objeto susceptible de ser instrumentalizado políticamente sufrió una importante modificación a partir de la entrada de los ilustrados en esta institución. Se ha comentado ya el procedimiento utilizado por el primer Borbón para servirse del arte como elemento de propaganda sobre su persona y el sistema político que él encarnaba. En esta situación, el arte se concibe como un instrumento al servicio del monarca, dentro de un sistema político en el que se percibe una total identificación rey-reino. La modificación más importante introducida por los ilustrados en este procedimiento consistió en el interés manifestado en convertir la producción artística no ya en un objeto de propaganda al servicio del monarca, sino en un objeto de propaganda al servicio del Estado, incluyendo la figura regia como un elemento más del aparato político de la monarquía: el primer funcionario del Estado. En este orden de cosas se explica perfectamente el asalto al poder de una institución tan rentable desde un punto de vista político por parte de los nobles, los ilustrados y el propio monarca. Se explican también las susceptibilidades levantadas por su creación en el seno de otras instituciones que, como el Consejo de Castilla o los ayuntamientos, habían ostentado una parte de las prerrogativas que se otorgan en exclusiva a la academia. Se explica por último la frustración de los artistas, que vieron cómo se perdía la oportunidad de contar con una institución plenamente representativa de su profesión dignificada. La puesta en práctica de este modelo de funcionamiento teórico constituyó una labor altamente laboriosa, como lo demuestran los sucesivos proyectos de estatutos redactados para la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando a lo largo del siglo: 1741, 1744, 1746, 1751, 1755, 1757, y otro de datación indefinida redactado durante el reinado de Carlos III. Todos ellos configuran un modelo de institución diferente, que pone de manifiesto mejor que ningún otro dato, la lucha por el poder y la evolución del concepto académico experimentada en esta corporación durante el Siglo de las Luces. Y fueron, precisamente, las ideas ilustradas las que finalmente modelaron el carácter de esta institución. Efectivamente, en esta época se consideró socialmente inaceptable la existencia de una institución sufragada por el real erario, cuyos beneficios recayeran exclusivamente sobre un solo colectivo laboral -el de los artistas- y no sobre el conjunto de la sociedad, introduciendo, con ello, una de las ideas básicas de la filosofía ilustrada: la utilidad pública. En función de esta idea los reformadores convirtieron la Academia de San Fernando en una escuela de diseño, entendiendo este término en el sentido más amplio de los posibles, es decir, como centro formativo de artistas, ingenieros y artesanos. La restricción de academia a escuela es plenamente consecuente con sus afanes regeneradores de la conducta popular, ya que con ello se pretende limitar otras funciones plenamente académicas. Algunas de éstas, como la defensa de los intereses corporativos de los artistas, o la configuración del centro como foro de discusión de materias teóricas, no interesaron en absoluto a los reformadores. En este sentido resulta particularmente ilustrativa la observación de los estatutos de 1757, que rigieron los destinos del centro durante todo el siglo. De forma significativa, en ellos se establece que los discursos teóricos -conocidos como "Oraciones académicas"-, que se leían con motivo de la distribución de premios trianuales entre los alumnos más avanzados, fueran pronunciados exclusivamente por personajes ajenos a la práctica artística, como son el Viceprotector, Consiliarios o Académicos de Honor, pero en ningún caso por los artistas. Esta norma se cumplió rigurosamente durante todo el siglo. Efectivamente, quizás sea el referido concepto de utilidad pública el que marcó de forma más determinante el futuro del academicismo español del siglo XVIII. Porque, a los ojos de la época resultaba realmente difícil justificar la utilidad práctica de las bellas artes, consideradas como elementos de adorno o boato y, por lo tanto, superfluos e improductivos. Partiendo de este punto los ilustrados se plantearon la necesidad de rentabilizar esta institución, en el sentido de encontrar una vertiente realmente útil, que resultó ser la inclusión de artesanos en su seno, con el fin de que instruyesen en los primeros estadios del estudio académico. La justificación de esta trascendental decisión tiene motivaciones económicas, puesto que de esta forma, los artesanos mejorarían su cualificación profesional, produciendo mejores manufacturas que pudieran enfrentarse en pie de igualdad a la potente competencia exterior.