En la mitología griega, nombre que se aplica a los gemelos Cástor y Pólux. Este nombre significa hijos de Zeus, aunque sólo lo era Pólux.
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Los dioses sumerios eran representados con caracteres antropomorfos y en sus actitudes se manifestaban como humanos. La organización del territorio a partir de una serie de ciudades-estado hizo que la religiosidad sumeria careciese de una organización unitaria, apareciendo diferentes tradiciones locales y escuelas teológicas, como las de Shuruppak, Nippur, Eridu, Uruk o Lagash. La mezcla posterior de sumerios y acadios dio lugar a un elaborado panteón con genealogías, cuyo objetivo era ofrecer una síntesis unitaria. Sin embargo, las tradiciones locales continuaron existiendo y desarrollándose, pese a los intentos de Sargon y su hija, la sacerdotisa de Ur Enkheduanna, por evitarlo y favorecer la integración. El panteón sumerio-acadio contenía hasta 3600 divinidades, organizadas en tríadas y binas con importancia diversas según la ciudad-estado. Existía una tríada principal, formada por An, dios del Cielo y padre de los dioses; Enlil, deidad del Viento; y Enki, -los acadios le llamaron Ea-, señor de la sabiduría. Una segunda tríada, de carácter astral, la integraron Nannar o Zuen -más tarde llamado Sin-; dios de la Luna, Utu o Babbar, señor de la justicia y el oráculo; e Inanna -que los acadios llamarán Ishtar-, diosa del amor y la guerra, identificada con el planeta Venus. Todas estas deidades tuvieron su correspondiente esposa o esposo e hijos, además de una posición jerárquica determinada. A las deidades se les solía asociar algunos animales a modo de atributos. Otros dioses estaban en conexión con las fuerzas naturales, como Ninkhursag -también llamada Ninmakh, Señora de la montaña, relacionada con la agricultura; Nanshe, intérprete de los dioses y regidora de canales y aguas; Ningirsu, deidad de la tempestad, relacionado con la guerra; Nisaba, diosa de los cereales y la escritura; Adad, dios del trueno y la tormenta, y Dumuzi, señor de la vegetación, muy presente en numerosos mitos junto con Inanna, posiblemente su esposa. Algunos dioses del panteón sumerio-acadio fueron específicamente acadios, como Dagan, Wer, Zababa, Ishum y Erra. El colectivo de dioses celestiales fue llamado Igigu, al que se contraponían los dioses del inframundo, llamados colectivamente Anunnaki. También fueron divinizados en vida algunos gobernantes, como Sargón, Rimush o Naram-Sin, una costumbre que permanecerá en la etapa neosumeria con la divinización de Shulgi y el culto a Gilgamesh, Lugalbanda, Mesilim y Gudea. Aparte de dioses, los sumerios creyeron en la existencia de un complejo mundo espiritual habitado por seres protectores, como las Lama, el mensajero Paku o el buen Udug. Pero también había demonios, como Ala, Mashkim, Galla, Namtar, etc. Ellos son los causantes de enfermedades y males, y para eliminar su acción creían preciso recurrir a rituales de exorcismo, prácticas mágicas, etc., bajo la dirección de especialistas religiosos.
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A comienzos del último cuarto del siglo VI a.C. o poco antes, en un taller ático dirigido por el ceramista Andokides, se patenta, por así decirlo, la nueva técnica de figuras rojas. Había sido descubierta por artistas vinculados a Exequias, algunos de los cuales, como el Pintor de Andokides, había utilizado la técnica de figuras negras y la de figuras rojas en el mismo vaso, produciendo el primero de una serie de vasos bilingües. La nueva técnica de figuras rojas bien puede ser considerada una inversión de la de figuras negras, puesto que consiste en revestir la superficie del vaso con un barniz negro dejando reservada la figura en el tono claro de la arcilla. Los detalles interiores, antes sólo reproducidos por incisiones, ahora se dan con trazos de color oscuro; se ensaya el escorzo y, muy tímidamente, el sombreado. A lo largo del último cuarto del siglo VI se afianza esta técnica de figuras rojas, que no elimina a la anterior de figuras negras, pero la relega a un segundo plano. Crecen la productividad y el número de pintores, se diversifica el estilo y se asiste a un momento de verdadera eclosión artística.
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Además de los dioses del Olimpo, existía una amplia corte con variedad de dioses menores y de semidioses, hijos nacidos de la unión entre los dioses y los humanos. Entre los dioses menores destacan: Eros.- Dios del Amor, hijo de Afrodita y Zeus. Los relatos le presentan como un hermoso adolescente que llena de bienes a los individuos. Frecuentemente se le representa ciego y acompañado de Himeneo, el dios que presidía los festejos nupciales. Hebe.- Era la hija de Zeus y Hera, considerada la diosa de la juventud y una de las escanciadoras de bebida a los dioses. Demeter.- Es la divinidad agraria de la tierra y madre de Perséfone, muchacha que fue raptada por Hades al reino subterráneo o infernal. Su madre la buscó por toda la tierra. Encargó al héroe Triptólemo que enseñara a los mortales el cultivo del trigo. Entre los héroes vamos a destacar a: Herácles.- Hijo de Alcmena y de Anfitrión como padre mortal y de Zeus como padre divino. De descomunal fuerza, se le atribuyen numerosos trabajos, así como la liberación del mundo de monstruos y males. Teseo.- Será el más popular de los héroes atenienses. Ayudado por Ariadna, venció al Minotauro y salió del laberinto. En la playa de Naxos abandonó a la joven. Atalanta.- Era una excelente corredora, que fue abandonada por su padre y criada por una osa. Participará en la caza del jabalí de Calidonia, clavando la primera flecha mortal al animal. Desafió a sus pretendientes a vencerla en una carrera, saliendo siempre airosa hasta que Hipomenes obtuvo el triunfo merced a tres manzanas de oro que le había entregado Afrodita.
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El siglo XVIII vió profundos cambios en las relaciones de poder. En Occidente, las antiguas potencias coloniales de Portugal y España perdieron, definitivamente, su posición protagonista, al igual que Holanda. Francia mantuvo su primacía, pero ahora tenía un peligroso enemigo, Gran Bretaña, cuyo poderío había aumentado constantemente por las posesiones ultramarinas, las victorias bélicas y la superación de las diferencias y problemas interiores. Austria triplicó sus propiedades con las conquistas danubianas y la adquisición de las posesiones españolas, hasta reunir numerosos países en un estado conjunto por medio de una ley sucesoria válida para todos. Italia continuó como un territorio desunido donde reyes y poderes intervenían con argumentos jurídicos anacrónicos; por ejemplo, el emperador pretendía un dominio de tipo feudal sobre la zona, el Papa defendía idénticas intenciones, España esgrimía la soberanía directa y Toscana se preocupaba de su independencia. Al mismo tiempo, Venecia, tras la derrota con los turcos entre 1716-1718, pasó a un segundo plano, aunque en el Setecientos mantuvo su fama, autonomía y neutralidad por los hábiles medios de su experimentada diplomacia. Tan sólo Piamonte aspiró y consiguió superar las deficiencias seculares e introducirse en los foros internacionales como monarquía de segundo rango. El Imperio alemán estaba formado por una abigarrada mezcla de electorados, principados, obispados, ciudades, etc., que lo convirtieron, al igual que el territorio italiano, en el objetivo de los proyectos expansionistas de las grandes potencias. De cualquier forma, tres de sus electorados, Prusia, Sajonia y Baviera, participaron de manera muy activa, con diferente fortuna, en el entramado diplomático. En Oriente, las transformaciones resultaron más bruscas y trascendentes. El Imperio otomano perdió extensas zonas, fue continuamente atacado por Austria y Rusia, se consideró un peón muy importante en las negociaciones en defensa del equilibrio, sufrió proyectos de reparto y dejó de ser una amenaza para la Europa cristiana. El fortalecimiento interno de Rusia, a consecuencia de las reformas de Pedro I, conllevó una revolución en la distribución de fuerzas en la Europa oriental y septentrional: para acceder al Báltico, dominado por Suecia, se alió con Dinamarca y Polonia y provocó la Gran Guerra del Norte, que eliminó a los suecos del grupo de grandes potencias europeas; a su vez Polonia, debido a esta contienda y a la desunión interna, perdió esa categoría. Ambas fueron sustituidas por Rusia en ese espacio geopolítico y, así, se ampliaba el marco geográfico en el que se desarrollaban las relaciones internacionales, que abarcaba también los espacios coloniales, ahora involucrados en los problemas de rivalidad entre los Estados, y se corrigieron las fronteras europeas. El período comprendido entre 1714 y 1740 podemos calificarlo de infructuoso e indeciso en el campo de la diplomacia. La precaria estabilidad condujo a cambiantes alianzas, originadas y concluidas por motivos insignificantes o dinásticos, de corta duración. Si a principios de siglo XVIII existía una separación de intereses entre las diferentes áreas geopolíticas europeas, que demostraban su falta de interrelación, por ejemplo, entre la Guerra de Sucesión española y la Guerra del Norte, muy pronto se desbordaron los marcos de los territorios directamente implicados para que todos los Estados pudieran intervenir legalmente, según la red diplomática adoptada, con independencia del lugar en el que aparecieran los conflictos, como fue el caso de la sucesión polaca. Con una línea más coherente y clara que otros soberanos, Isabel de Farnesio influyó en las relaciones internacionales del momento y logró la mayoría de sus objetivos, sin bien eran de poca importancia a escala europea. Por el contrario, las vacilaciones de Rusia, derivadas de las crisis gubernamentales, restaron protagonismo y trascendencia a sus actuaciones y debió unirse a la naciente potencia prusiana. El emperador, excluido de las filas de los países marítimos, estuvo siempre mediatizado por los problemas sucesorios de los Habsburgo. Finalmente, cabe destacar el oportunismo de los gobernantes menores italianos y alemanes. El estallido de la guerra general sólo se había evitado por el entendimiento entre Francia y Gran Bretaña. Algunos Estados alemanes aumentaron sus dominios tanto en el espacio germánico como fuera del Imperio. Bastantes príncipes vincularon, por medio de uniones personales, sus posesiones a países extranjeros: fueron los casos del elector de Sajonia, Augusto II, convertido en rey de Polonia en 1697, y del elector de Hannover, Jorge I, elevado al trono de Inglaterra en 1714; lo mismo sucedió en el Norte con la unión política de Holstein, Schleswig y Dinamarca o con el llamamiento de la familia ducal de Holstein al trono ruso, en 1762, en la figura de Pedro III. Sin embargo, el ascenso de Prusia se consideró el fenómeno más relevante dentro y fuera del Imperio. Estaba integrada por el principado-electorado de Brandeburgo, bajo la tutela imperial, y Prusia, sometida al señorío feudal del rey polaco, como entidades administrativas separadas y con diferentes capitales. A mediados del siglo XVII, Federico Guillermo obtuvo de Suecia y Polonia la plena soberanía sobre Prusia y estableció una administración central en Berlín para éstos y otros territorios, por ejemplo, Magdeburgo o Minden. Su sucesor, Federico I, logró ser coronado y tomó el título de rey de Prusia, quedando fuera de la autoridad del emperador. Rechazado por algunas potencias, desplegó durante años una ofensiva diplomática con el fin de obtener el reconocimiento, ya evidente con Federico Guillermo I, que acometió la reorganización administrativa y económica y consiguió el desarrollo financiero y militar, bases de la fuerza de Federico II en sus luchas contra Austria y sus aliados: Este monarca abrió una crisis general casi permanente con sus aspiraciones expansionistas y, en especial, con la toma y defensa de Silesia frente a los Habsburgo, lo que provocó coaliciones y continuas guerras. Después de 1745, el austriaco Kaunitz obtuvo por medio de negociaciones la formación de una gran coalición antiprusiana, con el concurso de Francia, ahora rota su tradición de alianzas contra Viena; no obstante, en el Tratado de Hubertsburgo de 1763 reafirmó sus reivindicaciones sobre Silesia. Por su parte, el Tratado de París, ese mismo año, ponía paz entre los países occidentales, sobre todo a las discrepancias franco-británicas en los mares. En Oriente, el Tratado de Kainardji, de 1774, confirmaba la decadencia otomana y el poder de Rusia con los derechos adquiridos sobre Moldavia, Valaquia y Crimea. Turquía, indefensa, debió su subsistencia política a la rivalidad de las grandes potencias vecinas, Rusia y Austria, aunque hubo proyectos de partición. En cuanto a Polonia, la agitación interior dio la excusa a las otras monarquías para la intervención y, con tales argumentos, se procedió al primer reparto, en 1772, por iniciativa prusiana y con el respaldo austriaco. Dado que se trataba de un puro acto de fuerza, repercutió en los fundamentos de las relaciones internacionales vigentes, pero no paralizó planes semejantes de Prusia y Rusia.
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En el complicado y variable tablero de ajedrez que era la política exterior europea del Setecientos, las posibilidades de actuación de cada nación estaban directamente relacionadas con la fortaleza e idoneidad de tres instrumentos estrechamente relacionados: el poderío económico, las fuerzas armadas y la diplomacia. La política internacional no era esencialmente una cuestión de prestigio dinástico, sino una seria contienda en la que cada país trataba de dar salida a sus mercancías mediante la conquista económica y la salvaguarda militar y diplomática de los mercados. Conscientes de esa transcendente realidad, los gobernantes del siglo hicieron numerosos esfuerzos para mejorar la diplomacia y las fuerzas armadas españolas. Después de Utrecht la diplomacia hispana había quedado un tanto aislada en el exterior y con una precaria infraestructura técnica para su funcionamiento. Los gobiernos borbónicos dedicaron un evidente esfuerzo a su reorganización. En la cúspide de la diplomacia española se situaba el propio monarca, quien llevaba personalmente los asuntos internacionales no siempre con una óptica exclusivamente nacional, puesto que a veces el peso de los intereses dinásticos resultaba palpable, al menos a principios del siglo. Por debajo del rey se situaba una Secretaría de Estado, que con el paso del tiempo se convirtió en la de mayor rango, siendo de facto en algunos reinados una verdadera Primera Secretaría. Por su cabecera pasaron grandes estadistas como Grimaldi, Alberoni, Ripperdá, Carvajal, Ensenada, Wall o Floridablanca, entre otros. A lo largo del siglo no fue inusual que el monarca y sus ministros tuvieran discrepancias en asuntos exteriores, las cuales se solucionaban siempre a favor del rey o con la dimisión del político de turno. Ni tampoco fue extraño que algunos insignes foráneos ocuparan dichos cargos, que estaban altamente remunerados en metálico o con prebendas nobiliarias como la Grandeza de España. Pero si Madrid era el centro de las decisiones, las órdenes debían cumplirse en el extranjero a través de una tupida, complicada y diversificada red de embajadores y cónsules que cumplían misiones temporales y ordinarias según las ocasiones. Para el caso de las tareas extraordinarias (matrimonios, coronaciones, firma de tratados) era usual que se enviara un plenipotenciario real. Las embajadas ordinarias se situaban sobre todo en las principales potencias europeas como Inglaterra, Francia, Holanda o Austria y eran ejercidas en su mayoría por nobles y militares no siempre con un grado de profesionalización conveniente, puesto que la carrera de diplomático no acabó cuajando durante el siglo. A pesar de la provisionalidad de los cargos, de la parquedad de las dotaciones para infraestructura y de las dificultades de coordinación, la diplomacia borbónica tuvo una destreza similar a las de muchas naciones europeas. Ahora bien, la capacidad de una diplomacia estaba estrechamente ligada a la fortaleza bélica de cada país. La lucha en el mercado mundial, la salvaguarda de una monarquía con un territorio peninsular extenso y la amenaza a la que estaban permanentemente sometidas las colonias americanas, llevaron a los gobiernos a realizar serios esfuerzos por crear unas fuerzas armadas competentes, empresa que en tiempos de Carlos III se llevaba la mitad del presupuesto nacional. Los mayores bríos se centraron en la creación de una Armada rápida y eficaz, sobre todo teniendo en cuenta el lamentable estado en el que había quedado tras la Guerra de Sucesión. El balance de dicho esfuerzo nos ofrece una imagen en claroscuro. Parece evidente el avance de la organización administrativa y política gracias a la creación de tres departamentos marítimos (Cartagena, Cádiz y El Ferrol), en los que se construyeron arsenales, así como el perfeccionamiento de la recluta y preparación de la oficialía y la marinería (Academia de Guardamarinas, Matrícula de Mar). Dicha tarea se realizó especialmente en la primera mitad del siglo de la mano de hombres como José Patiño y el marqués de la Ensenada, lográndose finalmente unas tripulaciones más abundantes y mejor preparadas al servicio de más y mejores buques de guerra. Sin embargo, el esfuerzo financiero realizado no puso la Armada española a la altura de sus adversarias: en 1751 Inglaterra disponía de 15.000 cañones embarcados y España a duras penas rebasaba los 1.500. El Ejército también disfrutó de atenciones en una monarquía que tenía un vasto territorio peninsular que salvaguardar y tierras europeas que recuperar. Tras la guerra sucesoria todos los esfuerzos se dirigieron hacia la creación de un ejército nacional. El balance del intento es ligeramente positivo: aumento de los efectivos generales (unos 65.000 hombres a mediados del siglo), racionalización administrativa (Secretaría de Estado y capitanías generales), creación de cuerpos auxiliares (ingenieros militares), reorganización de la caballería (ordenanzas de 1768), mejora de las fortificaciones (ciudadela de Barcelona, castillo de Figueres), implantación de escuelas y academias para la preparación profesional de tropas y oficiales, así como una mejor regulación de la intendencia bélica y alimentaria. En tiempos de Carlos III el ejército estaba ya en condiciones de ponerse al servicio de la política exterior española con mayor eficacia. A finales del siglo se había conseguido una cierta dignificación y profesionalización de la carrera militar y se había logrado formar un embrión de ejército nacional constituido por la suma de los profesionales, las levas forzadas (vagos y ociosos) y las quintas (no siempre reclutadas de buen gusto), una milicia que distaba mucho de las antiguas huestes mercenarias de los Austrias.
obra
El convento de frailes de la Merced ocupaba esta lugar pero el edificio sufrió intensamente los estragos de la Guerra de la Independencia. En el siglo XIX se levantó la construcción que alberga la Diputación Provincial. Presenta planta rectangular, estructurándose alrededor de dos patios simétricos y una caja de escalera central. La portada se dispone en tres cuerpos. El primero está constituido por tres arcos de medio punto de igual altura, enlazados por sillares almohadillados. El segundo cuerpo se organiza a través de una balconada dividida en tres secciones gracias a poderosas columnas. El tercero es el remate, con el escudo imperial del águila bicéfala, coronado por un frontón triangular.
Personaje
Científico
Cursó estudios de ingeniería eléctrica en Bristol y más tarde ingresó en Cambridge, donde se licenció en Matemáticas. Al concluir sus estudios, fijó su residencia en América, donde se dedicó a impartir clases. Tras realizar lejanos viajes y llegar hasta Japón y Siberia, regresa a Cambridge. Allí ganó la cátedra lucasiana de matemáticas. Tras permanecer casi cuarenta años en este puesto se trasladó a la Universidad del Estado de Florida para impartir clases de Física. El resultado de sus trabajos fue fundamental para el desarrollo de la mecánica cuántica. Describió las propiedades del electrón y formuló la existencia de una partícula como el electrón, pero con carga positiva. Esta teoría fue confirmada por Carl Anderson, que en 1932 descubrió el positrón. En 1933 fue galardonado con el Premio Nobel de Física, mención que compartió con Erwin Schrödinger. Es autor de obras como "Principios de mecánica cuántica" (1930).