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En Francia, la derrota ante Prusia en la guerra de 1870-71 provocó, además de la Comuna parisina y de la proclamación de la III República, la aparición de un nacionalismo de la revancha. En 1882, el poeta, político y combatiente en aquella guerra, Paul Déroulède (1896-1914), había creado una Liga de patriotas, que alcanzó rápidamente la cifra de 182.000 adheridos, y que, si en principio pareció limitarse a promover la educación patriótica dentro del régimen republicano, enseguida pasó a denunciar la prudencia de la III República en la cuestión de Alsacia-Lorena -anexionadas por Alemania en 1871- como una política de debilidad y claudicación, y a ver en el sistema republicano y parlamentario un obstáculo a los intereses revanchistas de Francia. Casi al tiempo, en 1888, Edouard Drumont (1844-1917), escritor y periodista católico y monárquico, publicó un folleto escandaloso, La Francia judía, un ensayo sobre la historia contemporánea francesa que, enlazando con los argumentos antirrepublicanos de la Liga, introducía una tesis nueva que iba a tener, además, gran eco popular: la tesis de la culpabilidad del capital y la influencia judíos en el declinar nacional e internacional de Francia. El malestar del revanchismo nacionalista cristalizó, primeramente, en el efímero pero premonitorio episodio del boulangismo, el movimiento populista y plebiscitario aglutinado en torno al general Boulanger (1837-1891) que, reivindicando una política de revancha contra Alemania, irrumpió en las elecciones de 1888 con éxitos iniciales muy prometedores (36 diputados en cuatro elecciones parciales), creó un ambiente propicio a un golpe de Estado, ante el que el general vaciló, y se disolvió cuando Boulanger, ante la posibilidad de verse procesado, huyó a Bélgica. El nacionalismo siguió encontrando munición contra la III República en sucesos como el escándalo Panamá (1892-93), que estalló cuando el periódico de Drumont, La Libre Parole, denunció que la compañía del canal de Panamá había sobornado con sumas cuantiosas a conocidos parlamentarios y periodistas para conseguir que se aprobara una ley que autorizase un empréstito a su favor. Pero se reafirmó sobre todo con motivo del affaire Dreyfus, aquella gran crisis nacional que conmocionó Francia a finales del siglo XIX -como se verá- cuando se descubrió que era erróneo y falso todo lo actuado judicialmente contra el capitán judío Alfred Dreyfus, acusado de y condenado por espionaje a favor de Alemania. Lo que dio particular relieve a la nueva ofensiva nacionalista fue el papel prominente que en ella tuvieron destacados intelectuales. Maurice Barrès, que además de prosista excelente había sido diputado boulangista en 1889 (y luego, en 1914, sustituiría a Déroulède al frente de la Liga de Patriotas), asumió la defensa del ejército, muchos de cuyos mandos aparecían gravemente implicados en la fabricación de falsedades contra Dreyfus. Y en una serie de polémicos artículos y ensayos, recogidos en Escenas y doctrinas del nacionalismo (1902), y en su nuevo ciclo novelístico dedicado a la apología de la patria -que para Barrès no era sino la obediencia a la voz eterna de la tierra y los muertos-, fue esbozando un nacionalismo exaltado, fuertemente impregnado de incitaciones estéticas, que reclamaba la recuperación de las esencias de la tradición e historia francesas, como fundamento de una reforma nacional que hiciese de Francia una nación armada, gloriosa y organizada. Pero fue sobre todo Charles Maurras, escritor y periodista nacido en Martigues en 1868, de formación católica, quien haría del nacionalismo una doctrina autoritaria, antiparlamentaria y antidemocrática. Maurras, que se interesó en política a raíz del affaire y no antes, se incorporó en enero de 1899 a Acción Francesa, un movimiento de intelectuales nacionalistas antidreyfusards, y, al año siguiente, publicó su libro Encuesta sobre la Monarquía, la exposición más sistematizada y coherente de lo que el propio Maurras definiría como nacionalismo integral. La definición era apropiada, porque el nacionalismo de Maurras suponía una revisión total de todos los argumentos previos del nacionalismo francés, y echaba los fundamentos de lo que era una alternativa teórica y programática global a la Francia republicana y democrática. Maurras, en efecto, identificaba Francia con su pasado católico y monárquico (Barrès, en cambio, era republicano); negaba por ello la asociación de Francia con su tradición republicana y con la revolución francesa y sus símbolos -la Marsellesa, el 14' de julio, la bandera tricolor; y frente a los conceptos revolucionarios y democráticos de soberanía de derechos del hombre y del ciudadano, afirmaba los valores que él entendía como valores eternos de Francia: la familia, la religión católica, la monarquía. Maurras, por tanto, abogaba por la restauración de la Monarquía tradicional hereditaria, tradicional, antiparlamentaria y descentralizada, como la definió en la Encuesta-, como fundamento de un Estado fuerte que, primero, pusiese fin a los elementos de división antinacionales -el Parlamento, los partidos políticos-, eliminase, en segundo lugar, los que Maurras llamaba los cuatro estados federados que subvertían Francia -judíos, protestantes, masones y extranjeros o métèques-, que, en tercer lugar, integrase al servicio de la nación al capital y al trabajo, y que; finalmente, devolviese a Francia su orgullo nacional recuperando Alsacia y Lorena y liberándola del peligro de la amenaza alemana. Maurras, por tanto, elaboró un sistema extraordinariamente coherente (que no era ya sólo el apasionamiento patriótico de un Deroulède o de un Barrés) que hacía de la nación la cima de la jerarquía de las ideas políticas -como escribió en un artículo de 1901 en Action Frangaise, revista del movimiento-; que se apoyaba en una interpretación verosímil de la historia de Francia, país monárquico y católico desde el año 496, fecha de la conversión de Clovis, hasta 1792, el país de las apariciones de Lourdes y de Juana de Arco, símbolo de la nacionalidad, oportunamente beatificada por Pío X en 1909, como respuesta a la ofensiva anticatólica de la República francesa; un sistema, en suma, que fundía en una síntesis nueva todos los supuestos del pensamiento reaccionario francés -antiparlamentarismo, antisemitismo, catolicismo, monarquismo-, y que formulaba un proyecto político radicalmente hostil a la III República. Maurras y Acción Francesa, a la que se incorporaron otros dos intelectuales y polemistas brillantes, Léon Daudet y Jacques Bainville, y con la que simpatizaron pasajeramente escritores y ensayistas notables como Paul Bourget, Georges Sorel, Henri Massis, Pierre Gaxotte, Georges Bernanos y Jacques Maritain, convirtieron de esa forma lo que había sido una derrota política de la derecha -el affaire Dreyfus- en una victoria moral del nacionalismo. Porque Acción Francesa tuvo influencia notable por lo menos hasta la década de 1930, sobre todo en medios intelectuales y estudiantiles: como demostraría el libro que Henri Massis y Alfred de Tarde publicaron en 1912, Les Jeunes Gens d'aujourd'hui, la joven generación francesa de 1914 fue una generación nacionalista. Action Frangaise se convirtió en diario en 1908, el año en que se crearon los Camelots du Roi, los grupos de choque de Acción Francesa, integrados por jóvenes, cuya agresividad y activismo -dirigidos contra el régimen republicano y contra los socialistas, como portavoces del internacionalismo y del pacifismo- fue preparando un clima de opinión favorable a una guerra de revancha contra Alemania y propició el desplazamiento hacia la derecha que se observó en la política francesa desde 1910. En Italia, unificada en 1870 bajo los ideales del nacionalismo liberal y democrático de Mazzini y Garibaldi, la evolución fue similar. El irredentismo sobre las regiones de Trento, Trieste y Fiume, que siguieron bajo soberanía austríaca hasta el final de la I Guerra Mundial; la derrota militar sufrida por el Ejército en 1896 en Adua (Abisinia), equivalente italiano del Sedán francés de 1871 o del 98 español; y la frustración de las expectativas suscitadas por el Risorgimento y la unificación, decepción reflejada en la expresión peyorativa Italietta con que D'Annunzio se refería a la aparente modestia y esterilidad de su país entre 1870 y 1900, crearon el nacionalismo ultraderechista y antiliberal de la Italia de principios del siglo XX. La influencia de Gabriele D'Annunzio (1863-1938) fue extraordinaria e indiscutible. Personalidad singular y extravagante, nietszcheano y decadentista, dandy y snob, un formidable poseur de trepidante vida amorosa -que hizo decir a una de sus amantes hacia 1914 "que la mujer que no se había acostado con él era el hazmerreír"-, D'Annunzio publicó una amplísima y muy desigual obra (poemas, novelas, dramas) que era una atropellada y artificiosa exaltación del heroísmo y de la acción, del erotismo y de la violencia, de la perversión moral y de la sensualidad -el incesto y la muerte eran dos de sus temas favoritos-, pero que era también una propuesta política: por lo mucho que tenía de provocación y desafío frente al conformismo y la mediocridad -la vileza, diría D'Annunzio- de la Italia de su tiempo, de la Italia giolittiana; y por su íntencionalidad exaltadamente nacionalista. La nave (1908), por ejemplo, un drama rebuscadamente heroico y sangriento, era la glorificación del pasado naval italiano (veneciano) en el Adriático y Mediterráneo. Una frase del texto, "armar la proa y navegar hacia el mundo", se convirtió en lema emblemático del nacionalismo italiano. El estilo d'annunziano -heroísmo, vivir peligrosamente, nihilismo moral- apeló a los nacionalistas, pero también a una mayoría de la juventud italiana y fue creando una atmósfera intelectual en la que la guerra y la violencia aparecían como formas de acción revolucionaria, y en la que la ética del valor y del heroísmo constituía una suerte de moral superior. Esa estética nacionalista de la rebelión y de la guerra impregnó también la ideología del futurismo, el ya mencionado movimiento artístico de vanguardia surgido en 1909 y cuyo primer manifiesto, escrito por el poeta Marinetti, apareció en el diario francés Le Figaro, el 20 de febrero de ese año: "nosotros queremos -escribió allí Marinetti- glorificar la guerra, única higiene del mundo, el militarismo, el patriotismo, el ademán destructivo de los libertarios, las grandes ideas por las que se muere, y el desprecio a la mujer". El futurismo, además de crear un arte audazmente innovador y de indudable calidad, fue ultranacionalista, nihilista y violento: querían, según el mismo texto, "liberar Italia de su fétida gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios; nosotros -añadía su autor- queremos destrozar los museos, las bibliotecas, las academias de todo tipo y combatir contra el moralismo, el feminismo y contra todo envilecimiento oportunista o utilitario". Aunque minoritario, como todos los movimientos artísticos, los futuristas intentaron llegar a las masas. Idearon lo que llamaron soirées futuristas, actos públicos bajo la forma de cabarets políticos y literarios, divertidos y provocadores, pero cargados de significación nacionalista: el primero se organizó en Trieste -ciudad bajo dominio austríaco y bandera del irredentismo italiano- y terminó en una manifestación proitaliana y antiaustríaca. Ni D'Annunzio ni los futuristas fueron, por tanto, sólo meros posturistas intelectuales. A sus 50 años, D'Annunzio se alistó en el Ejército tan pronto como Italia entró en la guerra mundial en 1915: sus alocadas incursiones aéreas sobre Viena, en las que perdió un ojo, entusiasmaron a Italia. Acabada aquélla, en septiembre de 1919 ocupó con sus legionarios la ciudad de Fiume, objeto de disputa entre Yugoslavia e Italia: allí creó -además de un serio problema al gobierno italiano- el que luego sería el ritual del fascismo y elaboró un proyecto constitucional radicalmente social y populista. Los futuristas, y especialmente Marinetti, apoyaron con entusiasmo la guerra y conquista de Libia (1911-12). Fueron, como D'Annunzio, ardientes partidarios de la entrada de Italia en la guerra mundial: organizaron en Milán las primeras manifestaciones contra Austria, factor importante en la movilización de la opinión a favor de la guerra; y, al igual que el veterano escritor, se enrolaron como voluntarios en el Ejército cuando Italia optó por entrar en la contienda. Antes incluso de acabar ésta, en septiembre de 1918, Marinetti organizó el Partido Político Futurista. El artículo 1° de su programa proclamaba la necesidad de crear una Italia "libre y fuerte"; el 2° reivindicaba un "nacionalismo revolucionario", y los artículos 3° y 4° abogaban por la eliminación del Parlamento y su sustitución por un gobierno de técnicos. El futurismo político pedía un anticlericalismo "de acción, violento y resuelto", la movilización de las industrias al servicio del Estado y la extinción de las inversiones extranjeras en Italia. Agresivo y radical, el Partido Futurista advertía que actuaría con "violencia y coraje"; sus militantes crearon algunos de los primeros fascios y colaboraron en algunas de las asociaciones de ex-combatientes que se crearon al final de la guerra mundial. Marinetti participó en el mitin de Milán de 23 de marzo de 1919 en que nació, oficialmente, el fascismo. Al margen de D'Annunzio y de los futuristas, pero paralelamente a ellos, el 3 de diciembre de 1910 se creó en Florencia la Asociación Nacionalista Italiana, un movimiento nacionalista dirigido por un joven intelectual y periodista, Enrico Corradini (1868-1931), profesor de instituto, de familia campesina, autor de dramas y novelas mediocres Julio César, La patria lejana, La guerra lejana-, que exaltaban los mitos del Imperio romano e idealizaban la Italia de los condotieros y navegantes de la Edad Media y del Renacimiento. Influido por el nacionalismo revanchista francés, por las obras de un oscuro historiador, Alfredo Oriani (1852-1907), y por algunas ideas del sindicalismo revolucionario, radicalizado por la derrota de Adua, Corradini elaboró su nacionalismo casi en torno a una sola idea: la expansión de Italia en África, que justificó en la concepción de Italia como nación proletaria, en un esquema internacional que Corradini definía en función de la guerra de naciones, en virtud de la cual Italia tendría derecho a una política colonial que pusiese fin al subdesarrollo del Mezzogiorno y a la emigración masiva de italianos del Sur a Estados Unidos, Argentina, Túnez, Argelia y Francia. Era una idea ciertamente simplista, pero sin duda eficaz en razón de su contenido social -que por eso tuvo buena acogida en medios sindicalistas italianos-, y que hizo que Corradini, además de glorificar d'annunzianamente la guerra -y primero de todas la de Libia-, hablase de socialismo nacional, una expresión que ya había usado Barrés, y que otros destacados nacionalistas, y en concreto, Alfredo Rocco, argumentasen ya, en el Congreso de la A.N.I. de 1914, en favor de un Estado corporativo como alternativa al Estado liberal y parlamentario, basado en la integración en el Estado del capital y el trabajo organizados en sindicatos nacionales mixtos y de cooperación. De hecho, toda la concepción del nacionalismo italiano, expuesta en el semanario L'Idea Nazionale, publicado desde 1911 por Corradini y sus colaboradores (Federzoni, Coppola, Forges-Davanzati y otros) y aireada en los varios congresos que la A.N.I. celebró entre 1910 y 1914, era profundamente antiliberal y antiparlamentaria, y acusadamente autoritaria: Estado fuerte, exaltación del Ejército, política de prestigio, culto a la tradición imperial romana, fueron los principios y conceptos en que los nacionalistas fueron concretando sus ideas. Mazzini y Garibaldi habían soñado con la unificación de Italia, primero, y con la creación, después, de una Europa liberal integrada por grandes naciones independientes y democráticas. Los nacionalistas italianos del siglo XX hablaban de política expansionista y colonial; de violencia, acción, heroismo y guerra; y de un Estado fuerte, autoritario y militar que devolviese al país su grandeza histórica y pusiese fin al empequeñecimiento internacional de Italia, y al atraso económico y desgobierno creados por el sistema liberal y parlamentario implantado desde 1870. El nuevo nacionalismo italiano era, como el nacionalismo de Maurras, un nacionalismo autoritario y antiliberal. Aparecía impregnado, además, de ideas sociales y sindicalistas. Y aspiraba a promover una especie de salvación nacional mediante la destrucción de las instituciones liberales y la creación de un nuevo orden basado en el Estado y la nación. A corto plazo, electoralmente, los nacionalistas tuvieron poco éxito: antes de 1914, la A.N.I. no consiguió ni siquiera media docena de diputados. Pero los nacionalistas, como D'Annunzio y los futuristas, fueron creando un clima general de pesimismo e insatisfacción con la Italia liberal -a lo que contribuyó también el malestar de algunos intelectuales independientes como Prezzolini, Salvemini o Papini-, que erosionó sensiblemente su legitimidad política. Muchas de las ideas que Mussolini y el fascismo harían suyas a partir de 1919 habían sido elaboradas y difundidas ya antes de 1914. En buena lógica, algunos de los líderes de la A.N.I. se incorporaron al fascismo; Federzoni y Rocco ocuparon altos cargos en aquel régimen. El nacionalismo alemán tuvo desde sus orígenes -Herder, Fichte, Adam Müller, Hegel, Arndt, Jahn- peculiaridades singulares. No hizo del principio de la soberanía nacional y de los derechos democráticos el fundamento de la nacionalidad y del Estado nacional (como habían hecho los jacobinos o Mazzini y Garibaldi o los primeros patriotas griegos, polacos y húngaros). No, el nacionalismo alemán se definió por una exagerada exaltación del Estado -y en muchos casos, del Estado prusiano-, en tanto que encarnación de la nación alemana; y por una concepción étnico-lingüística de la nacionalidad que asociaba ésta con la "alemanidad" y la lengua germana y que era, por definición, "exclusivista", pues excluía de la germanidad a quienes viviendo en el territorio o territorios nacionales no formaban parte de aquella comunidad étnico-lingüística; "tradicionalista", pues exaltaba la idea de comunidad orgánica de parentesco y etnicidad del pueblo alemán y de su pasado; e "irracionalista", pues ponía el énfasis de la nacionalidad alemana en la lengua y en la tradición germánicas en tanto que expresión del alma, del espíritu (Volkgeist) y del instinto del pueblo alemán revelados a través de los grandes mitos nacionales (Odin, Sigfrido, los nibelungos). Por supuesto que ni el énfasis en la lengua y en las tradiciones populares ni la glorificación del Estado equivalían necesariamente a nacionalismo biológico y militarista. El mismo Johann Gottfried Herder (1744-1803), el hombre que había desarrollado la idea del espíritu del pueblo (Volkgeist), era un ilustrado del XVIII, que nunca abogó ni por la unificación de los pueblos alemanes ni por la creación de un gran Estado alemán. Entendía la nacionalidad como un concepto meramente espiritual o cultural y, en cualquier caso, no político; y aun nacido en Prusia, aborrecía el militarismo prusiano y temía el espíritu guerrero de los pueblos germánicos. Los historiadores Ranke (1795-1886) y Treitschke (1834-1896) -que contribuyeron decisivamente con sus obras a la magnificación del Estado prusiano- políticamente eran liberal-conservadores, no nacionalistas. Creían, efectivamente, en Prusia como instrumento de la unificación y del prestigio internacional alemanes, pero en una Prusia parlamentaria y con una política exterior mesurada, realista y no expansionista (ambos, por ejemplo, detestaban a Austria por su catolicismo y la excluían, por eso, de una posible unidad alemana). Bismarck mismo fue un monárquico conservador y autoritario, no un nacionalista alemán. Toda su política exterior se basó en la tesis del "equilibrio de poder" entre las grandes potencias a través de bloques de alianzas, no en la teoría del imperialismo alemán; en una época de creciente antisemitismo, dejó la administración de sus intereses económicos al influyente y poderoso banquero judío, Gerson von Bleichröder. Incluso, liberalismo y nacionalismo estuvieron identificados hasta por lo menos la década de 1860: hasta entonces, los liberales alemanes siguieron creyendo que la unificación nacional significaría el triunfo del liberalismo en Alemania. Pero el peso que la doble idea de estatismo y etnicidad tuvo, en general, en la génesis y desarrollo de la nacionalidad alemana hizo que la desviación del nacionalismo hacia tesis militaristas y raciales fuera allí casi natural e inevitable. Más aún, la unificación alemana y la proclamación del II Reich en 1871, obra de Bismarck, conseguida, además, tras las grandes victorias militares de Prusia sobre Austria (1866) y Francia (1871), magnificaron el prestigio del Estado y del poder militar prusianos. Más sutilmente, los éxitos militares, la unificación y el formidable desarrollo económico, social y cultural que Alemania experimentó desde 1871 crearon un sentimiento colectivo de orgullo y autosatisfacción, que identificaba el progreso, el prestigio y el engrandecimiento del país con los valores, tradiciones y características del pueblo alemán. Esa reacción colectiva se apoyó, además, en el prestigio que por entonces tuvieron las teorías de la raza, tesis que hacían de ésta el fundamento de las diferencias entre los pueblos y que fueron desarrolladas por el aristócrata francés conde de Gobineau (1816-1862) en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas de 1853-55. Dichas teorías, reforzadas por la divulgación del darwinismo, encontraron particular eco en Alemania. La difusión que allí tuvieron libros y obras que hacían de la sangre el elemento esencial de la nacionalidad, y que glorificaban la raza germánica, aria o teutónica como la raza elegida, fue, desde las décadas de 1870 y 1880, inmensa: libros como Escritos alemanes (1878-81), de Paul de Lagarde, pseudónimo de Paul Boetticher (1827-91), catedrático de Gotinga; o como Rembrandt como educador (1890), del escritor Julius Langbehn, o como Los fundamentos del siglo XX (1899), del inglés germanizado y yerno de Wagner, Houston Steward Chamberlain, alcanzaron en pocos años numerosas ediciones. Lagarde defendía la existencia de un cristianismo nacional alemán -que incluía a luteranos y católicos- como base de la auténtica alemanidad, y creía en la misión colonizadora de los alemanes en el este y centro de Europa. Langbehn exaltaba la fuerza de la raza germánica -que extendía a Inglaterra y Holanda: de ahí, su entusiasmo por Rembrandt-, y creía en un gran Estado racial germánico. Chamberlain afirmaba la superioridad racial de la raza aria como única raza creadora, y veía en la mezcla de razas la razón de la decadencia de los pueblos. El nacionalismo alemán integraba, así, la gloria de Prusia y de su ejército con ideas de superioridad racial y con una especie de irracionalismo mesiánico y biológico que creía en un destino singular para Alemania y la raza germánica. El anti-semitismo -que tenía en Alemania y, en general, en todo el centro y este de Europa viejas raíces históricas y religiosas- era, en esa concepción, inevitable, porque los judíos aparecían como una minoría religiosa no nacional y como un grupo étnico no germánico, impuro e inferior. Folletos y novelas antisemitas de calidad ínfima habían circulado con profusión en Alemania a todo lo largo del siglo XIX. El ideal de la pureza racial alentaba ya en los escritos de los precursores del nacionalismo alemán -Arndt, Jahn-, y los judíos habían sido excluidos de algunas de las asociaciones estudiantiles nacionalistas que surgieron antes de 1848. Pero lo decisivo fue que conocidos artistas e intelectuales, como Richard Wagner (1813-1883) o Heinrich von Treitschke (1834-1896), profesaran abiertamente en el antisemitismo, porque ello dio a las ideas antisemitas una respetabilidad sin precedentes. Wagner, en concreto, -liberal y revolucionario hasta el 48 pero cuya última y formidable obra, El anillo de los Nibelungos, Parsifal y hasta el festival de Bayreuth que creó en 1876 fueron una exaltación del nacionalismo alemán- dedicó una intensísima actividad a la difusión del antisemitismo. En su artículo El judaísmo en la música (1850) decía que la "emancipación del yugo del judaísmo era la mayor de nuestras necesidades y no daba más razón de ello que nuestro sentimiento involuntario de instintiva repugnancia hacia el carácter esencial del judío", que se derivaba, en su opinión, de su apariencia y, en el caso de la música, de su condición foránea, que le hacía ajeno a toda tradición artística occidental. Wagner terminaría por afirmar en otros escritos que consideraba a la raza judía como "el enemigo nato de la Humanidad"; incluso la Alemania de Bismarck le parecía demasiado liberal y democrática, poco germánica y en exceso judaizada. Treitschke tituló uno de sus más resonantes artículos Los judíos son nuestra desgracia: escrito en 1879, se convirtió en uno de los eslóganes preferidos del antisemitismo antes y después de 1914. Pero hubo muchos más: Dühring, autor de otro éxito editorial de título inequívoco, La cuestión judía como problema cultural, ético y racial (1889); el periodista Wilhelm Marr, que en 1873 escribió el folleto Nueva Palestina obsesionado por la penetración del capital judío en los medios financieros e industriales del país, tema recurrente en publicistas y articulistas de gran éxito; el escritor católico Constantin Frantz, autor de El liberalismo nacional y la dominación judía (1874); el profesor berlinés Hermann Ahlwardt, que escribió La desesperada lucha de los pueblos arios contra los judíos (1890); el etnólogo y político Boeckel, autor de Los judíos, reyes de nuestra época (1887), que vendió millón y medio de ejemplares; los ya citados Lagarde, Langbehn y Chamberlain. A todos vino a reforzar la publicación en 1903 de aquel formidable ingenio de la falsificación histórica que fueron Los protocolos de los sabios de Sión, obra divulgada profusamente por todo el mundo con la tesis de una conspiración internacional judía para hacerse con el control del universo. Apoyada por algunos periódicos importantes, la propaganda antisemita era, en Alemania, inundatoria. Desde finales de la década de 1870, proliferaron, además, federaciones, ligas, asociaciones y partidos de aquella significación. Muchos tuvieron vida efímera. Pero otros alcanzaron indudable influencia en la opinión. Adolf Stoecker (1839-1909), pastor luterano y capellán de la Corte imperial, fundó en 1878 el Partido Social-Cristiano, un partido que apelaba al antisemitismo como instrumento de movilización de las clases obreras y populares -el partido se autodefinió como partido obrero-, y que denunciaba tanto el liberalismo burgués como el marxismo (del Partido Social Demócrata Alemán, el S. P D., creado en 1875), como movimientos de inspiración judía. Marr creó en 1879 una Federación Antisemita, y en 1880 se crearon, sobre la base del antisemitismo, otros dos partidos, aunque éstos políticamente irrelevantes, el Partido Social del Reich y el Partido Reformista Alemán. Poco después, nació la Asociación Antisemita Alemana. En 1889, un antiguo oficial del Ejército, Max Liebermann, creó el Partido Antisemita Germano-Social, y en 1890 Boeckel promovió el Partido Popular Antisemita. Electoralmente, el éxito de tales partidos fue relativo: el máximo número de diputados antisemitas fue de 21 (sobre un total de 382) en 1907. Pero lo importante era que el antisemitismo había logrado respetabilidad política y parlamentaria -Stoecker, Boeckel y Ahlwardt, entre otros, fueron diputados-, y que su propaganda, impregnada de populismo social y de nacionalismo, se convirtió en componente de la vida pública alemana y comenzó a condicionar de alguna forma incluso la política de los grandes partidos nacionales. Finalmente, su fundamento biológico y lingüístico hizo que el nacionalismo alemán fuese casi por definición pangermanista, que viese en la reunificación de todos los pueblos de raza y lengua alemanas -austríacos, suizos, holandeses, luxemburgueses, flamencos y las minorías alemanas de Bohemia, Dinamarca, Polonia y de las provincias bálticas de Rusia- la aspiración última y esencial de la germanidad. El pangermanismo era, como la pureza étnica y el antisemitismo, una vieja idea, que había alentado en Arndt y Jahn, y que volvería a alentar en los escritos de Treitschke, Lagarde, Langbehn, H. S. Chamberlain y de casi todos los escritores nacionalistas alemanes. Tuvo también, en su momento, un aparente respaldo científico: las teorías geopolíticas -elaboradas por el sueco Rudolf Kjellen, el geógrafo británico Halford Mackinder y el oficial alemán Karl Haushofer- parecían justificar la aspiración de naciones y Estados a controlar determinados espacios territoriales para garantizar la supervivencia de sus pueblos y razas en nombre de inexorables leyes geográficas y naturales. Con esas concepciones, que tuvieron gran desarrollo desde las últimas décadas del siglo XIX, surgieron en Alemania numerosas sociedades y ligas. En 1882 se creó la Sociedad Colonial Alemana (Deutsche Kolonialgesellschaft), que reclamaba la adquisición de colonias; surgieron asociaciones para la defensa de la lengua alemana y para la promoción del estudio del alemán en el mundo; en 1890, Ernst Haase (1846-1908) y Heinrich Class (1868-1953) fundaron la Liga Pan Germánica (Alldeutscher Verband); en 1898, se constituyó la Liga Naval (Flottenverein). Tuvieron éxito considerable. La Sociedad Colonial tenía unos 25. 000 afiliados en 1900; la Liga Pangermánica, unos 22.000 (y se afiliaron a ella 38 diputados de distintos partidos), y la Liga Naval, medio millón. Esta última era sostenida por conocidos industriales, siderúrgicos y navieros, y fue el gran grupo de presión que estuvo detrás de aquel formidable desarrollo que, como se indicó en el capítulo I, experimentó la flota alemana antes de 1914. Pero intelectuales, profesores, estudiantes y miembros de las profesiones liberales más prestigiosas figuraron destacadamente, por ejemplo, en la Sociedad Colonial y en la Liga Pan-Germánica. La Liga fue, precisamente, la más explícitamente política de todas aquellas organizaciones, y desarrolló una muy intensa y tenaz campaña de divulgación a través de folletos, periódicos, congresos y actos públicos. Sus ideas sintetizaban los puntos esenciales del nacionalismo alemán: exigía la creación de un "espacio vital" (lebensraum) para Alemania, la construcción de un gran imperio colonial, el desarrollo de una gran escuadra y la unión de los pueblos germánicos en una gran hermandad racial (tesis defendida también en algunos de esos pueblos: en Austria, por ejemplo, Georg von Schönerer fundó en 1882, en la ciudad de Linz, el Partido Nacionalista, radicalmente pangermánico y violentamente antisemita). Por todo lo dicho, se comprende que Treitschke dijera en 1884 que la generación cuyo lema había sido el liberalismo estaba cediendo el paso a una nueva generación que vibraba con el canto del Deutschland, Deutschland über Alles (Alemania, Alemania, ante todo), el himno alemán. Mucho más que en Francia o que en Italia, el nacionalismo en Alemania era, para aquella fecha, un sentimiento colectivo que había permeado profundamente a toda la sociedad (aunque en la Alemania de antes de 1914 no hubiese gobiernos nacionalistas, como no los hubo tampoco en el resto de Europa). Dado su énfasis en lo popular, lo tradicional y lo orgánico -la idea de que el pueblo alemán era un organismo vivo, una comunidad de sangre y lengua-, el nacionalismo alemán fue, en parte, una reacción frente a la disolución de los vínculos orgánicos de la sociedad tradicional por la industrialización, el crecimiento urbano y la modernización del país; y en parte, una reacción de orgullo y superioridad inducida por el poderío militar y el éxito económico e industrial de la Alemania unificada. En ese contexto, el antisemitismo vino a ser un elemento de reafirmación y seguridad nacional, desde el momento que los judíos - aún plenamente integrados en la sociedad alemana representaban una religión nacional distinta y una hipotética amenaza a la cohesión étnica y nacional germánica; y encarnaban tanto el capitalismo financiero moderno como la agitación obrerista y revolucionaria, esto es, dos formas de internacionalismo. Ni en Alemania, ni en Francia, ni en Italia, hubo gobiernos nacionalistas antes de 1914. Pero en los tres países, el nacionalismo constituía ya, antes de esa fecha, un sentimiento emocional de masas que, de muchas formas, condicionaba decisivamente la vida política. En Francia, la reacción nacionalista mantuvo vivo el revanchismo antialemán, y erosionó la legitimidad de la III República; en Italia, abanderó el irredentismo contra Austria, debilitó el sistema liberal y preparó el clima para la entrada de Italia en la guerra mundial y para el fascismo de la postguerra. En Alemania, el nacionalismo dio cobertura ideológica al giro que la política exterior alemana experimentó, como se verá, desde 1897 hacia una Weltpolitik (política mundial), hacia la reivindicación de un papel hegemónico para Alemania en el ámbito internacional, glorificó el Estado y la fuerza militar y, por sus connotaciones etnicistas y antisemitas, derivó hacia formas extremas de psicopatología colectiva. Lo que aquel nacionalismo de la derecha significó puede ejemplificarse en el giro político de un escritor particularmente honesto y sensible como Charles Péguy (1873-1914), uno de los intelectuales más comprometidos en su momento en la defensa del capitán Dreyfus, muy cercano, por entonces, al socialismo y muy influyente en la vida literaria francesa de principios de siglo a través de sus admirados Cahiers de la Quinzaine. Péguy, a raíz del amenazante discurso que el Emperador alemán Guillermo II pronunció en Tánger en marzo de 1905, que hizo temer el estallido de una nueva guerra francoalemana, cambió brusca y radicalmente, e hizo de la defensa de su patria amenazada, de una Francia idealizada como encarnación del cristianismo y como baluarte de la libertad del mundo, una verdadera cruzada moral y espiritual. Notre Patrie (1905) reveló la intensidad de su nacionalismo; Notre Jeunesse (1907), la profundidad de su desencanto, y el de su generación, con la III República, régimen que se le antojaba ahora carente de ideales y de ambición. Péguy, consecuente con sus ideas, se incorporó a filas al estallar la I Guerra Mundial: murió en combate el 5 de septiembre de 1914.
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Derecho era una carrera que capacitaba para un conjunto de profesiones prohibidas por ley a la mujer: se le impedía a ésta tomar parte en las oposiciones a Judicaturas, Notarías, Registros de la Propiedad y Abogados del Estado. Por otra parte, era la carrera que abría las puertas a la vida política, y la mujer no tuvo pleno derecho al voto hasta 1931. Evidentemente, el número de estudiantes era muy reducido, puesto que les quedaba el ejercicio privado de la profesión o la dedicación al periodismo. Así, no resulta extraño que tan solo el 1'87% de las chicas matriculadas en la Universidad de Madrid eligiera la carrera de Derecho en el curso académico 1924-1925: exactamente 8. En el total de las Universidades españolas el panorama era similar o aún peor, pues sólo 18 muchachas, en todo el país, estudiaban esa carrera. Casi al final de la década, en el curso 1927-1928 había ya 81 mujeres cursando Derecho, pero no pasaban de ser el 0.6% del total de estudiantes de Leyes en España, y el 4,4% de la matrícula femenina. Gráfico Aunque fueron pocas, algunas de ellas jugarían un papel destacado en la vida política española, ya en la Segunda República. Victoria Kent Siano logró convertirse en la primera licenciada en Derecho y, sucesivamente, en la primera mujer que se colegió y en la primera que abrió un bufete en Madrid. En mayo de 1925 tuvo su primer juicio. Clara Campoamor Rodríguez obtuvo su título en diciembre de 1924, cuando contaba ya 36 años de edad y se colegió, abrió bufete y empezó a ejercer la abogacía casi a la par que Victoria Kent. Fue la segunda mujer en ingresar en la Academia de Jurisprudencia y Legislación (la primera había sido Concepción Peña). Durante los años 20 participó activamente en la vida pública, formando parte de las juntas directivas de numerosas asociaciones de mujeres universitarias, intelectuales, juristas, etc. También participó en congresos internacionales de universitarias. Tanto Clara Campoamor como Victoria Kent pudieron dedicarse al ejercicio privado del derecho porque su trabajo profesional habitual era otro, y podían vivir de él. En el caso de Kent, entre 1921 y 1927 formó parte del personal administrativo del Instituto-Escuela de la Institución Libre de Enseñanza, ocupando el cargo de Secretaria General del centro. Campoamor era funcionaria por oposición, desde hacía años, del Ministerio de Instrucción Pública, además de colaborar habitualmente con periódicos como La Tribuna, Nuevo Heraldo, El Sol y El Tiempo. En el bufete de Clara Campoamor trabajó otra mujer abogado, Justina Ruiz Malaxechevarría. Casada con el médico Manuel Conde, se exilió a los Estados Unidos después de la guerra civil. Obtuvo un doctorado en Harvard y se dedicó a la literatura. Matilde Huici Navaz fue la tercera licenciada en Derecho España, después de Kent y Campoamor. Participó activamente en pro de los derechos de la mujer, y ello la condujo a estar presente en numerosas conferencias, actos culturales y de propaganda organizados por los grupos de izquierdas, por ejemplo Mujeres Socialistas. También trabajó en el Instituto-Escuela durante los años veinte, en la Sección Preparatoria, lo que quizá le permitió, como a las dos anteriores, poder ejercer su carrera de Derecho. Perteneció a la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación donde sus méritos y actividad la llevaron a alcanzar el grado de Académico-Profesor. Un caso verdaderamente singular fue el de Hildegart Rodríguez Carballeira. Su madre, Aurora, la tuvo con la sola idea de convertirla en una bandera de libertad y de justicia. En los años 20, Hildegart era un prodigio: hablaba varios idiomas (francés, inglés, latín) y traducía otros como el alemán, italiano y portugués. A los 14 años comenzó la carrera de Derecho, que realizó entre 1928 y 1929. Abrió bufete en Madrid, aunque no hubiera podido ejercer hasta cumplidos los 21. Se declaraba feminista y socialista. Lo que realmente le preocupaba era la sexología, y escribió varios libros sobre el tema. Cuando comenzó a desviarse de los planteamientos maternos, Aurora la asesinó fríamente mientras dormía. Corría el año 1933 y Hildegart tenía 19 años. Por último debemos citar también a Carmen Cuesta del Muro. Habría que añadir que se mostró en aquellos años activa partidaria de otorgar cuanto antes el voto a la mujer, para que ésta, desde el Parlamento, estuviera en disposición de acabar con el maltrato jurídico al que se veía sometida. Quizá por ello formó parte de la Asamblea Nacional en la época de Primo de Rivera.
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Para L. M?. de Lojendio la influencia del taller del claustro de Pamplona se distingue en otros conjuntos escultóricos de Navarra, como son: el claustro de San Pedro de la Rúa en Estella y la portada de San Martín de Unx, a través de la cual se puede ligar también al Maestro del claustro de Pamplona con el Maestro de Uncastillo. Por otro lado, L. Torres Balbás había ido más lejos al identificar el Maestro de los capiteles del claustro de Pamplona con el maestro de la puerta Oeste de Leyre. Nosotros no compartimos de forma absoluta ambas hipótesis, pero creemos que puede haber en ellas algo de realidad. Ciertamente el taller del claustro de Pamplona debió ser un foco importante que irradió su influencia por todo el reino de Navarra, más concretamente por los centros en los que por las mismas fechas o algo después se estaban realizando obras con componente escultórico, siendo sustituido el modelo proporcionado por dicho taller sólo cuando en épocas posteriores se dispuso de modelos más nuevos y llamativos. Sin embargo, la hipótesis de L. Torres Balbás sobre la identidad de los Maestros de Pamplona y Leyre no puede mantenerse, aunque creemos que al menos detrás de uno de los talleres que trabajó en la escultura de la puerta occidental de Leyre, y que realizó las figuras del tímpano y parte de las ubicadas en la fachada, puede rastrearse algo del concepto formal seguido por el Maestro del claustro de Pamplona. Por supuesto, el taller que trabaja en Leyre es infinitamente peor en cuanto a calidad estética y técnica, pero el arquetipo utilizado en los plegados de las toscas figuras deben bastante al modelo de Moissac traído a Navarra por el escultor del claustro de Pamplona. Así pues, y sin entrar ahora en los complejos problemas planteados por dicha portada de Leyre, quizá montada o cambiada un tiempo después de realizarse su escultura y con una iconografía cuando menos confusa, creemos que el taller que realiza una gran parte de aquella estuvo determinado por el modelo estético-formal del claustro iruñés y que, por supuesto, trabajó después de él. Dicha determinación o dependencia se evidencia tanto en los pliegues curvos que fragmentan el torso y otras partes de las figuras; en el apretado plegado de las mangas de las túnicas que imita esta original concepción de las mangas por parte del Maestro del claustro de Pamplona; en el dibujo romboidal que la caída de las telas describe en la zona inferior de éstas, o en el tipo de orlas decorativas que rodean los cuellos de las túnicas y otras zonas de los ropajes. La torpeza y escasa calidad, así como la dependencia de estas esculturas respecto del claustro de la catedral de Pamplona, probablemente pueden explicarse por el declive de la abadía durante el siglo XII y su sometimiento al obispado de Pamplona, contra el que Leyre se rebeló pero no pudo cambiar. De hecho, tal sometimiento fue confirmado en distintos momentos y por diversos pontífices, llegando la abadía, en la persona del abad Giraldo, a prometer obediencia al obispo de Pamplona en 1190. En fin, la escultura de esta portada, comparada por algunos autores (entre ellos J. Yarza) con ciertos capiteles de la cripta de Sos del Rey Católico, creemos debe fecharse en la segunda mitad del siglo XII. Es difícil definirse respecto al claustro de San Pedro de la Rúa de Estella, hasta que no se realice un estudio detenido de su escultura, pero creemos que las constantes formales pamplonesas no son tan evidentes en Estella. En realidad, quizá podría rastrearse una cierta herencia de Pamplona en lo relativo al plegado de las telas y a ciertos rostros y cabelleras, pero el taller que trabaja en el claustro de Estella no está mediatizado por el claustro pamplonés y, junto a un vago recuerdo de aquél, aporta elementos formales y compositivos nuevos y diferentes. Este conjunto, del que sólo hemos conservado dos de sus cuatro galerías y cuya disposición seguramente fue variada respecto a la original, posee una iconografía habitual en los claustros, ya que presenta ciclos de Infancia y Vida Pública de Cristo, junto a un ciclo hagiográfico y un capitel simbólico-moralizante (con el ascenso de Alejandro de Macedonia y distintos tipos de luchas), además de un nutrido número de capiteles vegetales. La cronología de este claustro, situada quizá hacia 1160-1170, puede explicar la presencia y amplio desarrollo del elemento arquitectónico, que fue utilizado en unos casos como contexto y en otros como elemento decorativo. Dicho elemento podría tal vez estar conectado con los modelos surgidos en I'Ile-de-France y difundidos por un amplio número de edificios que a partir de la década de los años 60 del siglo XII integraron la escuela derivada de la puerta occidental de Chartres. Todavía respecto a la hipótesis de Lojendio sobre la influencia del taller de la catedral de Pamplona en otros conjuntos navarros, creemos que en San Martín de Unx, conjunto del cual tenemos documentada una consagración en 1156, la conexión con lo iruñés puede detectarse de forma muy diluida, tanto en la escultura de la puerta como en la pila bautismal de la misma iglesia. En realidad, queda un cierto recuerdo de alguno de los componentes formales del claustro de Pamplona, pero en conjunto las figuras de San Martín de Unx tienen una presencia y rotundidad, un concepto del volumen y del plegado y in estatismo que se separa claramente del esquema estilístico del claustro de Pamplona. La escultura de San Martín de Unx parece estar conectada de forma más evidente con el taller que trabaja en la escultura de Santa María y San Miguel de Uncastillo, lo cual ya ha sido señalado por J. Lacoste y J. Yarza. A todo ello hemos de añadir otro conjunto navarro que creemos se vio más directamente influido por el taller iruñés. Nos referimos a la iglesia de San Martín de Artaiz, relacionada, sin embargo, por J. M?. Lojendio con la escuela de Jaca y Loarre, así como, indirectamente, con lo leonés. En Artaiz, junto a las toscas esculturas de los canecillos y relieves de su fachada meridional, que pueden relacionarse con unas enormes figuras de Tetramorfos reutilizadas en las enjutas de la portada de Santa María de Sangüesa, hay seis capiteles de bastante mejor calidad que flanquean esta misma puerta, y en los que se hace palpable la conexión con el taller del claustro de Pamplona. Esta relación queda clara al contemplar la figura que ocupa la cara Sur del capitel interno de las jambas derechas (según el espectador), ya que posee el mismo tipo y disposición de plegado que el visto en el claustro de Pamplona, siguiendo a este conjunto también en el carácter muy movido de las figuras o en el concepto de la anatomía del vientre, en el tipo de rostro y peinado, etc. No se trata por supuesto del mismo taller iruñés, pero creemos que en estos capiteles se descubre uno de los discípulos más cercanos de aquél, que poseyó además un grado notable de calidad. Es decir, la escultura de Artaiz debió ser comenzada por un escultor que vino de fuera y que seguía el modelo del claustro de Pamplona, detectándose su mano en una parte mínima de este conjunto que debió ser completado por algún escultor local y de menor calidad.
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La multiplicación de las intervenciones pontificias en los más variados asuntos de la Cristiandad, imponiendo a los mismos su propia orientación, no sin experimentar reveses, pudieron convencer a Bonifacio VIII de que era posible la ejecución de un programa teocrático, en esencia el mismo que había sido expuesto por Gregorio VII e Inocencio III, pero expresado en términos radicales nunca empleados por aquellos. Esta relativa pérdida del sentido de la realidad pudo verse impulsada por las grandes ceremonias del primer jubileo de la Cristiandad, celebrado en 1300, y del importante número de romeros que acudieron a Roma. En febrero de este año, Bonifacio VIII publicó la bula (Antiquorum habet) de concesión de indulgencia plenaria a todos los que, durante ese año, visiten las basílicas romanas, realizando una confesión. El acontecimiento supuso un gran éxito del Pontífice e incrementó su autoridad y prestigio; es posible que el brillo jubilar explique en parte la dureza papal en los acontecimientos que se producen a continuación. En 1301 estalla de nuevo un conflicto entre Felipe IV y Bonifacio VIII; el motivo es una disputa sobre la inmunidad eclesiástica, aunque, muy pronto, olvidada la causa concreta que provoca el enfrentamiento, ambos poderes se lancen a una lucha sobre la superioridad de cada uno de ellos. En 1295 había sido erigida la diócesis de Pamiers, segregando territorios de la diócesis de Tolosa, y había sido nombrado Bernardo Saisset primer obispo de la misma; se había procedido sin consultar con el monarca y, además, el nuevo obispo había tenido ya algún roce con la Monarquía. El conflicto se produce unos años después por razón del señorío sobre la ciudad, motivando la apelación del obispo a Roma, la adopción de las primeras sanciones canónicas y duras manifestaciones del obispo sobre el rey. Felipe IV ordenó la instrucción de un proceso en el que el eclesiástico fue acusado de negociar con Aragón e Inglaterra, es decir, traición, insultos al rey, simonía y herejía; en un proceso, modelo de irregularidad, ejemplo de otros posteriores, el obispo de Pamiers fue hallado culpable de las acusaciones que se le imputaban y entregado al arzobispo de Narbona para que le mantuviera en prisión. Al mismo tiempo, se comunicaba al Pontífice lo sucedido y se le requería que pronunciase la condena canónica y la deposición. El desarrollo de los acontecimientos era un ataque al poder pontificio: provocó una vivísima reacción en Bonifacio VIII que reclamó la inmediata liberación del obispo. Sus medidas revelan que, por encima de la cuestión concreta del obispo de Pamiers, se entra en el debate de los principios teóricos de la respectiva autoridad: por bula "Salvator mundi", de 4 de diciembre de 1301, declara anulados los privilegios otorgados a Francia, y, en consecuencia, restablece en su plenitud los principios contenidos en la bula "Clericis laicos" de 1296. Convocaba, además (bula "Ante promotionem", de 5 de diciembre), un sínodo extraordinario, que tendría lugar en Roma a partir del 1 de noviembre de 1302, en el que se estudiaría la situación planteada, con objeto de que se conserven en Francia las libertades de la Iglesia, proceder a la reforma del Reino y a la corrección del rey. En bula dirigida a Felipe IV ("Ausculta fili", 6 de diciembre), utilizando un lenguaje amable pero duro, hacia un recuento de los agravios inferidos por Francia a la sede romana y de los ataques a la inmunidad eclesiástica; iba todavía más allá: denunciaba abusos de Felipe IV en el gobierno, opresión de los súbditos y alteraciones en la moneda, y reclamaba su presencia en el sínodo romano. Olvidada la causa que había provocado el enfrentamiento, de hecho el obispo de Pamiers pudo refugiarse tranquilamente en Roma y no fue molestado nunca más, se entraba en una querella más compleja en la que el Papa exigía la suprema autoridad, incluso en lo temporal. La reacción de Felipe IV y sus colaboradores fue, como tantas otras del monarca, sumamente astuta y meditada. La bula "Ausculta fili" fue falsificada, utilizando términos más violentos en su redacción, y publicada junto con una respuesta del monarca, también falsa, en la que se mostraba sumiso hijo de la Iglesia, dejando a salvo el principio de que, en lo temporal, el rey no esta sujeto a ningún otro poder. Se obtuvo el deseado efecto de ira popular frente a las desmedidas exigencias e injustificadas ofensas pontificias. Felipe IV reunía Estados Generales en París, el 19 de abril de 1302, en los que, por primera vez, se daba entrada a representantes de las ciudades del Reino. Otros Reinos de la Cristiandad habían reunido mucho antes asambleas similares, llámense Cortes o Parlamento, incluyendo en ellas, junto a clero y nobleza, al estamento ciudadano, en momentos de especiales dificultades: León ya lo había hecho por primera vez en 1188 y, pocos años después, así se convocaron en Castilla. La Monarquía obtuvo un apoyo masivo que se tradujo en el envío de numerosas misivas ofensivas para la dignidad papal; el Episcopado se adhirió con alguna reserva, especialmente en cuanto a la violenta forma en que se redactan las respuestas, pero sin disentir en el fondo de las mismas. En esa situación Felipe IV podía prohibir a sus obispos acudir al sínodo romano. Mientras tanto, se producían en el condado de Flandes los violentos acontecimientos que conocemos como "Maitines de Brujas", 18 de mayo de 1302; una insurrección popular contra el patriciado y la presencia francesa y el gobierno levantado por ellos. Felipe IV envió un ejército de caballeros que fue inesperadamente derrotado en Courtrai (11 de julio de 1302), por otro de infantería, integrado por campesinos y artesanos; en su desarrollo preludia el de otras batallas futuras en la guerra de los Cien Años en que la caballería será derrotada por infantes y arqueros. En la batalla moría Pedro Flote, jurista al servicio del rey de Francia, artífice de las maniobras de su señor. La derrota tiene influencia en la trayectoria del enfrentamiento con el pontificado e induce a Felipe IV a permitir el traslado de algunos de sus obispos al sínodo romano -asistieron 39 obispos franceses- aunque no permitirá la publicación de los decretos conciliares. Entretanto, el Pontificado ha ido precisando su posición y desvelado la torpe manipulación de que había sido objeto la bula papal, aunque ello ya no modifique el efecto logrado. El Papa, precisa, no intenta ejercer soberanía alguna sobre Francia, pero el rey esta sometido al poder espiritual que puede deponerle, si se hace acreedor a esa sentencia. De las sesiones del sínodo romano salía un documento de excepcional importancia, la bula "Unam sanctam" (18 de noviembre de 1302); nada nuevo contiene en lo que se refiere a los principios que la sustentan, pero, por el extremo al que fueron llevadas sus conclusiones, constituye la más rotunda expresión de la teocracia pontificia, tal como entonces la entendían los sectores eclesiásticos más radicales. Según la bula hay una sola Iglesia, un único cuerpo, con una única cabeza, Cristo, que actúa a través de su vicario. A él le corresponde la plenitud del poder, tanto espiritual como temporal; el primero es ejercido por el sacerdocio de modo exclusivo, en tanto que el poder temporal lo ejercen emperador y príncipes con el consentimiento de la Iglesia. El poder temporal debe estar sometido al espiritual a quien corresponde juzgar y corregir la actuación de aquél; los reyes, como los demás fieles, por su condición de pecadores, están sometidos al poder espiritual del sacerdocio. En consecuencia, quien afirma la independencia de los dos poderes, como hacían los defensores de la autonomía del poder temporal, admite el doble principio del bien y del mal e incurre en maniqueísmo. Para Felipe IV no existía otra solución que proseguir en el enfrentamiento endureciendo la postura. Bajo la dirección de Guillermo de Nogaret, la disputa toma caracteres de ataque personal al Pontífice, buscando su descalificación; por ello pronto se dio participación en el asunto a los cardenales Colonna, muy activos en los acontecimientos que se avecinaban. Se recogió un gran aparato de acusación contra el Pontífice, basado esencialmente en el preparado en su día por los Colonna. Se le acusaba de ilegítimo y usurpador del solio de Celestino V, haciéndole indirectamente responsable de su muerte; se le imputaban también simonía, violencias, malversación, herejías, sodomía, y otros muchos delitos, incluso la consulta de sus decisiones a un demonio particular que siempre le acompañaba, acusación que casi literalmente veremos repetirse en enjuiciamientos de otros Pontífices. A pesar de lo genérico de muchas de estas acusaciones, que también veremos repetirse después contra otros Papas, como una constante, incluso las más inverosímiles, casi risibles, apuntaban, sin embargo, al verdadero centro de la cuestión, la legitimidad del Papa. Se trataba de demostrar, sin entrar en la doctrina sostenida en la "Unam sanctam", que Bonifacio era un anticristo y que correspondía al rey de Francia, defensor de la Cristiandad, dar a la Iglesia un Papa legitimo. El capítulo de acusaciones fue hecho público en una reunión de nobles y eclesiásticos en el Louvre, el 12 de marzo de 1303; en ella se aceptaba la idea de la necesidad de convocatoria de un concilio universal, en cuyo seno sería juzgado el Pontífice, y la posterior reunión de un cónclave que procediera a la elección de un nuevo Papa. La solución apuntada es el lejano precedente de las que veremos manejar luego en repetidas ocasiones. Para la lucha final que se avecinaba era preciso el acopio de alianzas. El Papa obtuvo el apoyo de Federico de Sicilia, que finalmente había conseguido, mediante el tratado de Caltabellota (19 de agosto de 1302), verse reconocido rey de la isla; el de Alberto de Austria, apresuradamente reconocido rey de romanos, y el de los duques de Lorena y Borgoña. También le apoyan los romanos, los güelfos, en general, y Carlos II de Nápoles, atento a sus propios intereses y distanciado de los del monarca francés. Felipe IV obtenía apoyos de Venceslao de Bohemia, enfrentado con el Papa que pretendía este trono para el hijo de Carlos II de Nápoles, de todos los gibelinos y, especialmente, de los numerosos clientes de los Colonna. Dentro del Reino de Francia el apoyo fue general, entusiasta incluso en una asamblea que tuvo lugar en París (24 de junio de 1303); muy tímido y hasta reticente en el clero, con la abierta resistencia de los cistercienses y de numerosos mendicantes. Se produjeron numerosas detenciones y destierros, primeras muestras de los procedimientos que veremos enseguida en el penoso proceso contra los templarios. El objetivo era hacer comparecer al Pontífice en un concilio que tendría lugar en Lyón. Sin ceder en sus posiciones, Bonifacio VIII preparó una bula de excomunión contra Felipe IV, "Super Petri solio", y anunció su publicación para el próximo 8 de septiembre. La reacción francesa trató de impedir la publicación de la bula y la captura del Pontífice: tropas francesas bajo el mando de Nogaret, con la colaboración de Sciarra Colonna y los suyos, penetraron en Anagni, residencia del Papa, presentándole violentamente las acusaciones que se le hacían; le exigieron la entrega de los bienes de la Iglesia y, en la práctica, le redujeron a prisión. Dos días después se producía un levantamiento popular a favor del Pontífice que obliga a las tropas francesas a abandonar la ciudad. Bonifacio VIII se refugió en Roma, bajo la protección de los Orsini, y aún, apenas un mes después del atentado de Anagni, se producía su fallecimiento (11 de octubre de 1303). Los últimos acontecimientos carecerían de consecuencias practicas inmediatas; sin embargo, el fallecimiento del Pontífice, a pesar de su eficaz labor en la reordenación de la administración y finanzas de la Curia, dejaba una cierta sensación de derrota del Pontificado. Los acontecimientos posteriores iban a acentuar esa sensación.
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El general británico Alexander, nuevo jefe de las fuerzas terrestres aliadas en Africa del Norte, atacó a las tropas del Eje. La desproporción de medios era ya enorme, aunque resultaba difícil rematar al antiguo Afrika Korps. El 20 de marzo de 1943, un ataque anglofrancés (Freyberg y Leclerc) no pudo perforar la línea Mareth pero la desbordó con un amplio movimiento en el desierto. Un nuevo ataque en El Hamma tampoco arrolló la línea de los alemanes, pero les obligó a retirarse. Gracias a ella y tras combates muy duros, el 6 de abril, el VIII Ejército británico pudo unirse a los americanos, totalizando una fuerza aliada de 11 divisiones británicas, cuatro americanas y cuatro francesas. Von Arnim disponía de 16 divisiones alemanas e italianas, y recibió la división Hermann Göring, como refuerzo; sin embargo, su fuerza era teórica: los italianos se movían mayoritariamente a pie, sus tanques eran obsoletos y los efectivos alemanes estaban tremendamente disminuidos. Lanzó un ataque que fracasó y concentró en el frente sus mejores tropas porque esperaba un contraataque británico. Alexander no se dejó llevar por el entusiasmo: envió dos divisiones del VIII Ejército al interior del desierto, hasta el valle del Medjerda, donde se les unieron otras tres divisiones para formar una masa de maniobra. El resto de las fuerzas aliadas atacó el frente enemigo en numerosos lugares, a fin de que los alemanes se repartieran, entonces Alexander concentró el fuego de toda la artillería y aviación para abrir un estrecho pasillo y, sobre el terreno machacado, la noche del 16 de mayo, lanzó su masa de maniobra, con dos divisiones acorazadas en vanguardia. En las primeras horas de la tarde los ingleses entraban en Túnez; los americanos llegaban a Bizerta el mismo día. Para evitar la retirada enemiga, la Marina aliada bloqueó las costas tunecinas y la aviación machacó. Entre el 10 y el 13, los aliados capturaron 290.000 prisioneros, 500 aviones y numeroso equipo. Los desastres de Rusia y Africa, había dejado a Italia sin fuerzas blindadas. A mediados de mayo, Hitler ofreció a Mussolini cinco divisiones y el Duce sólo aceptó tres, pero su propio estado mayor le convenció de la necesidad y aceptó más refuerzos alemanes a condición de que quedaran bajo mando italiano. Así, llegaron a Sicilia una división de granaderos acorazados, que sólo tenía una unidad de tanques, y la panzer Hermann Göring reconstruida. Hitler creía que los aliados desembarcarían en Cerdeña o Grecia y un engaño inglés aumentó sus errores. En la costa de Huelva apareció el cadáver de un oficial británico con una carta del general Nye, jefe de estado mayor de Alexander, referida a futuros desembarcos en Cerdeña y Grecia. Las autoridades españolas entregaron copias de los documentos a la Inteligencia alemana, que creyó la información. Hitler envió refuerzos blindados a Grecia y Cerdeña y concentró dos divisiones de paracaidistas en el sur de Francia.