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El progreso de la industrialización llevó consigo un generalizado, aunque desigual -mayor en la Europa occidental que en la del Este, más intenso en Inglaterra que en ningún otro país-, aumento, en cifras absolutas y proporcionales, de la población artesanal y obrera (utilizamos el término en su acepción más genérica), acompañado en ciertos casos de importantes cambios, tanto en las formas y condiciones de trabajo cuanto en el estatus y nivel de vida del trabajador. En la Europa del Este el fenómeno, además, presentó una notable y paradójica peculiaridad, ya que estuvo ligado, en parte, a la servidumbre. El desarrollo de las manufacturas se produjo no pocas veces en el marco del dominio señorial y, junto a hombres libres asalariados, fueron empleados en ellas siervos que cumplían (o pagaban) su corvea de esta forma. En el caso de Rusia, mejor estudiado, junto a las dos categorías citadas, aparecen también, aun en las empresas explotadas por comerciantes o fabricantes burgueses, siervos de otros dominios, autorizados al desplazamiento por su señor, quien percibía por ello una parte de su salario, y cierto tipo de campesinos (denominados inscritos), a quienes las autoridades, para potenciar el desarrollo industrial, fijaban a una determinada manufactura, condonándoles a cambio sus obligaciones fiscales. En 1736, para asegurar una mano de obra escasa, estas adscripciones se convirtieron en perpetuas y hereditarias, aunque más tarde Catalina II limitaría el derecho de fabricantes y mercaderes a poseer siervos. Siervos y hombres libres, obreros especializados y campesinos-artesanos componían, pues, la mano de obra que impulsaba las manufacturas rusas. Es muy probable que, hacia 1770, las dos terceras partes de la mano de obra estuviera compuesta por campesinos inscritos o siervos. No era, desde luego, el camino más adecuado para proseguir con el avance industrial. En la Europa occidental y en líneas generales el Setecientos trajo para una parte del artesanado una pérdida de independencia. En gran parte de las ciudades la reglamentación gremial trataba, entre otras cosas, de garantizar y proteger dicha independencia. Pero no siempre resultó eficaz. Y bastaba el más mínimo resquicio o vacío en la normativa (en lo referente a nuevas materias primas o nuevos tejidos, por ejemplo) para que los agremiados más poderosos terminaran imponiendo sus condiciones al resto del artesanado, que, al no poder resistir la competencia de los grandes, se vio arrastrado a la proletarización. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, en Amberes, donde la obligatoria limitación del número de telares por maestro tejedor no afectaba a los tejidos de mezcla de lino y algodón. Los más ricos pudieron así multiplicar el número de telares bajo su control. Y la incorporación de alguna mejora técnica que entrañara desembolso de capital agudizaba el problema para los pequeños maestros. Siguiendo en Amberes, la introducción, a partir de 1775, de telares capaces de confeccionar varias cintas a la vez provocó el auge del ramo, pero también la desaparición, en menos de quince años, de casi todos los maestros independientes (eran 100 en 1778) y su conversión en asalariados (añadiendo los nuevamente llegados, en 1789 había 800, que trabajaban para sólo seis grandes patronos). Y, lógicamente, la tendencia a la dependencia fue mucho mayor cuando no existía la reglamentación gremial. La referencia al mundo rural, donde hubo una gran difusión de las actividades industriales por medio del ver "lagssystem" es obligada. Pero también el caso de Inglaterra, donde las pervivencias gremiales estaban más desvaídas que en el Continente. Siguieron dominando numéricamente en la isla los trabajadores que desarrollaban su tarea en un pequeño taller. E. A. Thompson insiste en que, sumándolos a los jornaleros con empleo más o menos permanente, eran todavía mayoritarios a la altura de 1830. Refiriéndose al caso concreto de los tejedores, señala estos cuatro tipos: el tejedor tradicional, independiente, que realizaba encargos para sus clientes directos, y cuyo número decreció considerablemente a lo largo del siglo; el tejedor-artesano (maestro) que trabajaba por cuenta propia, por piezas, para una selección de patronos; el asalariado que trabajaba en el taller del maestro o, más frecuentemente, en su propia casa para un solo patrono; finalmente, el agricultor o pequeño propietario que también era tejedor y sólo trabajaba en el telar durante cierto tiempo. La tendencia, sin embargo, fue la de ir hacia una sola categoría, la de los proletarios que, una vez perdido el estatus y la seguridad que habían tenido sus antecesores, continuaban trabajando en su casa, pero frecuentemente con el telar alquilado y a las órdenes del agente de una fábrica o, tal vez, de algún intermediario. Los cambios fundamentales, sin embargo, fueron introducidos por las empresas concentradas, en las que reinaban unas condiciones laborales distintas a las imperantes hasta entonces en el taller artesanal, fiera éste urbano o, más aún, rural. Aunque es obligado advertir contra cualquier tentación de idealización del mundo tradicional, en el taller no solía haber otra medida del tiempo que los fenómenos naturales, imperaba normalmente la flexibilidad en la dedicación y se trabajaba en pequeñas unidades y muchas veces al aire libre. El contraste con el nuevo modelo de trabajo organizado era patente y hasta brutal para quien procediera del ámbito anterior: sometimiento a una rígida disciplina en la que las máquinas, progresivamente, terminaron imponiendo su ritmo, concentración en espacios cerrados -en las hilanderías, por ejemplo, el necesario empleo de aceite daba al aire un característico y molestísimo olor-, promiscuidad, horarios que no pocas veces sobrepasaban las doce horas por jornada... G. Mori reproduce la siguiente descripción de, hacia 1784, las hilanderías de Lancashire: "Las hilanderías de algodón son grandes edificios construidos para albergar al mayor número posible de personas. No se puede sustraer ningún espacio a la producción y así los techos son lo más bajos posible y todos los locales están llenos de máquinas que, además, requieren de grandes cantidades de aceite para realizar sus movimientos. Debido a la naturaleza misma de la producción, hay mucho polvo en el ambiente: calentado por la fricción, y unido al aceite, provoca un fuerte y desagradable olor; y hay que tener presente que los obreros trabajan día y noche en dicho ambiente: en consecuencia, hay que utilizar muchas velas y, por tanto, es difícil ventilar las habitaciones en las que a los olores anteriores se une también el efluvio que emanan los muchos cuerpos humanos que hay en ellas..." No desapareció por completo la costumbre de que los salarios incluyeran una parte en especie o determinadas prestaciones -el alojamiento podía ser una de ellas-, pero, poco a poco, tendieron a generalizarse los salarios en metálico como la forma dominante de retribución del trabajo. Eran salarios establecidos de distintas formas -abundaba, por ejemplo, el destajo, u otras formas de pago por tarea realizada- y por tiempos diversos, pagados casi siempre muy irregularmente y en cuya fijación fueron imponiéndose implacablemente las leyes del mercado -en una época, como sabemos, de mano de obra abundante-. Y la posibilidad que en ocasiones tenían los obreros de abastecerse en almacenes de la empresa a cuenta del salario no era, en realidad, sino una forma de endeudarse con los patronos a cambio de unos productos, por lo general, de ínfima calidad y caros. Los salarios bajos se justificaban no sólo para abaratar y hacer más competitivos los precios de los productos, sino también, como escribía el prusiano Majet en su Mémoire sur les fabriques de Lyon (1786), para "mantener al obrero en una necesidad continua de trabajo... y así hacerle más laborioso, más reglamentado en sus costumbres, más sometido a sus voluntades" (de los empresarios) y menos propenso a la asociación y la reivindicación. Toda una declaración de principios que no es aislada. Poco antes, en 1770, el inglés Arthur Young escribía: "Cualquier hombre, si no es tonto, sabe que las clases más bajas han de ser mantenidas en la pobreza, pues de lo contrario nunca serán industriosos". Incapaces de imponer incrementos paulatinos, la inflación del siglo se tradujo, al igual que ocurría con los jornaleros agrarios, en un descenso paulatino de su capacidad adquisitiva. Sin embargo, muchos estudios hablan, refiriéndose a Inglaterra, de salarios reales estables o incluso con una ligera tendencia al alza hasta finales de siglo. Probablemente, las cifras medias encubren diferencias notables dentro de los nuevos proletarios. Una minoría de trabajadores altamente especializados se vio al margen del proceso de degradación social. Pero un sector de los nuevos obreros sufrió el empobrecimiento, y la necesidad de incrementar los ingresos llevó a la multiplicación del trabajo femenino e infantil, aún peor remunerado. Abundaba éste en las primeras manufacturas inglesas y hasta tal punto se identificó en algunos casos con ellas que parece que los hombres tuvieron problemas de mentalidad para trabajar en ellas. La ocupación preferente de las mujeres -como, por otra parte, era tradicional- era el sector textil y oficios similares, pero también realizaron trabajos mucho más pesados, destacando en este sentido los realizados en las minas. Las descripciones de las minas de Northumberland, por ejemplo, con mujeres transportando o subiendo pesadas cargas por largas y empinadas escaleras se han hecho clásicas en el relato de las penalidades obreras en los primeros tiempos de la industrialización. En cuanto al trabajo infantil de ambos sexos, nunca se había empleado tanto ni en tan penosas condiciones como ahora. Cambiaron por completo las condiciones del aprendizaje, reguladas en el sistema tradicional por un contrato y por los estatutos de la corporación. No había ahora normas de obligado cumplimiento, lo que permitió la explotación más despiadada de los niños. En todas las ciudades belgas, por ejemplo, se abrieron escuelas privadas para enseñar a las niñas, a partir de los seis años, a hacer encajes. La gratuidad de la enseñanza entrañaba para las aprendizas el compromiso de trabajar varios años para el patrón sin compensación económica alguna. En 1780 funcionaban, sólo en Amberes, unas 150 de estas escuelas privadas, más algunas religiosas. Por otra parte, hubo también una degradación del hábitat obrero -al menos, del sector más desfavorecido- y se acrecentó la segregación urbana, acentuándose cada vez más los contrastes entre los barrios ricos y los barrios pobres. Los ejemplos de Manchester y Liverpool son bien conocidos al respecto. I. C. Taylor ha mostrado que en Liverpool, en 1789, el 13 por 100 de la población, inmigrantes irlandeses en su mayoría, vivía en reducidas e insalubres cuevas, y otra proporción importante, en infraconstrucciones, denominadas courts, levantadas sobre una superficie de no más de 4 por 5 metros. Pese a todo, R M. Hartwell se esfuerza por encontrar elementos positivos en las nuevas condiciones de vida creadas por la revolución industrial y habla de la liberación de la opresiva sociedad rural, siempre dominada por el pasado y donde las jerarquías solían estar mucho más marcadas e imperaba el caciquismo; de las mayores posibilidades de independencia para la mujer; de los nuevos horizontes de asociación laboral y política... Muy, probablemente, exagerado. Pero no nos engañemos. Las condiciones de vida de algunos sectores de las capas obreras eran, ciertamente, muy duras. Pero el hacinamiento y el trabajo infantil, la segregación urbana y, más en general, la opresión, la explotación económica y la pobreza parafraseamos a P. Laslett no surgieron al hilo de la industrialización: estaban ya en el mundo preindustrial. ¿No abundaban los ajustes salariales por poco más que el alojamiento y la comida? ¿No debía hacer frente la mujer a la reproducción, el cuidado de la casa, la elaboración de alimentos y vestidos y, en muchos casos, las tareas del campo? ¿No podía, de hecho, considerarse pobre en potencia todo individuo que viviera exclusivamente de su trabajo? La incapacidad física, la pérdida del vigor por la edad o la enfermedad -lo que S. Woolf denomina pobreza estructural-, la muerte de alguno de los esposos, un invierno de frío más intenso que de costumbre, una etapa de pan demasiado caro, una crisis más o menos prolongada..., contingencias todas que estaban más en el horizonte de lo probable que en el de lo meramente posible, podían desencadenar el proceso que terminaba por debajo del plano cero (F. Braudel), debiendo depender de la beneficencia institucional o religiosa o de la limosna privada. El problema se presentaba con más fuerza en las ciudades mayores, donde se agolpaban por miles jornaleros, ganapanes, vagabundos, pícaros y mendigos y a las que, en caso de crisis, acudían muchos más en busca de ayuda. Lógicamente, se solfa traducir en unas cotas de criminalidad más elevadas que en el medio rural, que en algún caso, como Londres, llegaron a ser preocupantes. Cambió, por otra parte, la visión que se tenía de la pobreza y la mendicidad. En la visión de la vida y la sociedad, los criterios económicos fueron ganando terreno a los estrictamente religiosos -también la caridad fue adquiriendo un mayor tinte social-, el mendigo pasó a convertirse en una plaga que se debía combatir. Había que ayudar, ciertamente, a los pobres auténticos, a los que, ocasional o permanentemente, no podían ganarse el sustento. Pero, igualmente, había que proporcionar trabajo a los que pudieran hacerlo, por lo que en muchas ciudades surgieron, por iniciativa pública, religiosa o privada, centros de acogida -fracasarían muchos de ellos- de niños y menesterosos en los que se les enseñaba un oficio; en la práctica, lo que se organizó fue una explotación económica despiadada de aquellos desgraciados y en más de un caso terminaron trabajando en los nuevos establecimientos industriales apenas sin salario. Y, por último, se persiguió a los falsos mendigos y vagabundos: más o menos sistemáticamente, más o menos eficazmente, se trataba de poner en práctica una idea que machaconamente habían venido repitiendo tantos autores mercantilistas desde el siglo XVI.
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La mecánica cuántica está en la base de una nueva rama de la física que ha tenido desarrollos espectaculares en la segunda mitad del siglo: la "física del estado sólido". Wolfgang Pauli fue el primero en desarrollar la nueva estadística de los metales, a partir de la introducción del espín del electrón, Sommerfeld impulsó estos trabajos desde la dirección del Instituto de Física de Munich entre 1927 y 1928. Mediante la utilización de la ecuación cinética de Boltzmann obtuvo las expresiones de las conductividades eléctrica y térmica, además de estudiar la emisión termoiónica y los efectos galvanomagnéticos y termomagnéticos. El avance de estos estudios desembocó, en 1947, en el descubrimiento del transistor, por parte de Walter Brattain, John Bardeen y William Shockey en los laboratorios Bell de los Estados Unidos. La teoría de Sommerfeld presentaba fuertes dificultades dado su carácter semiclásico, al igual que sucediera con el modelo atómico de Bohr de 1913, debido a la combinación de Fermi y Dirac. La solución vino en la misma dirección que desembocaría en 1926-1927 en la mecánica cuántica: el abandono de la física clásica. Fue Felix Bloch, alumno de doctorado de Werner Heisenberg, quien dio el paso fundamental que llevaría a la "teoría de bandas", base sobre la que se edificó la física del estado sólido, al establecer que no todos los niveles energéticos del electrón permitían la conductibilidad.De esta forma, entre 1928 y 1933, se comprendió el porqué de los metales y los aislantes y la naturaleza de los semiconductores. Hechos que tenían una enorme trascendencia para el desarrollo de la electrónica, las telecomunicaciones, la física de los metales y de los sólidos en general, con aplicaciones en los sectores metalúrgicos y fotográfico. Estados Unidos fue el país donde estos nuevos desarrollos teóricos encontraron un caldo de cultivo propicio para la investigación aplicada, merced a la colaboración de la industria y la Universidad: así ocurrió con John Slater desde el MIT con la colaboración de General Electric, o los cursos sobre física de los metales desarrollados por la Universidad de Pittsburgh y financiados por la Westinghouse. Paralelamente, se desarrolló la química cuántica, a partir de la publicación del artículo de Walter y Fritz London sobre la molécula de hidrógeno en 1927, que junto con los trabajos de Friedrich Hund, Robert Mulliken y John Lennard-Jones, sobre el modelo orbital-molecular del enlace químico, desembocaron en los trabajos de Linus Pauling sobre la naturaleza del enlace químico.La biología molecular es, asimismo, deudora de la física cuántica. Sin las técnicas de difracción de rayos X difícilmente se habría podido avanzar en el conocimiento de la estructura y funcionamiento de los procesos biológicos a nivel molecular. En esta labor desempeñaron un papel pionero los británicos William Henry y William Lawrence Bragg. William Henry Bragg desentrañó en 1921 la estructura del naftaleno y del antraceno, mientras sus colaboradores Müller y Shearer investigaron la de los hidrocarburos. Su hijo William Lawrence Bragg se ocupó por esos años de la estructura de los minerales, sobre todo de los feldespatos. En 1938 Lawrence Bragg se hizo cargo de la dirección del laboratorio Cavendish en Cambridge, a raíz de la muerte de Rutherford en 1937, donde permaneció hasta 1953, convirtiendo el laboratorio de cristalografía en líder mundial de la física de materiales, con la ayuda financiera del Medical Research Centre. Las investigaciones impulsadas por Lawrence Bragg desembocaron en el descubrimiento de la estructura de la hemoglobina por Max Perutz entre 1953 y 1957. La aplicación de la difracción de rayos X permitió otro de los grandes logros científicos del siglo XX, el descubrimiento de la estructura del ácido desoxirribonucleico (DNA), la famosa doble hélice, por James Watson y Francis Crick en 1953 en el Cavendish. Dos acontecimientos que marcan la consolidación de la biología molecular y su trascendencia para el avance de las ciencias biomédicas.En el descubrimiento de la estructura del DNA desempeñó un papel de primer orden la química cuántica y uno de sus máximos representantes Linus Pauling, su concepción de la biología molecular derivaba de su formación como físico y su conocimiento de la teoría cuántica, según sus palabras ésta era "una parte de la química estructural, un campo que estaba comenzando a desarrollarse cuando empecé a trabajar en la determinación de estructuras de cristales mediante difracción de rayos X en el California Institute of Technology en 1922". Pauling estaba convencido de que el futuro de la biología molecular pasaba por el conocimiento de la química de las macromoléculas, y que la clave de los procesos biológicos se encontraba en el comportamiento de los enlaces químicos de los átomos, especialmente del carbono. Esta convicción y la financiación de la Fundación RockefeIler concedida para investigaciones en el campo biomolecular desembocaron, en 1950, en el descubrimiento por Pauling y Robert Corey de la estructura en forma de hélice de las cadenas de polipéptidos, base sobre la que se sustentaría el descubrimiento de la estructura de doble hélice del DNA.Así pues, la mecánica cuántica ha permitido, mediante el conocimiento del comportamiento de los fenómenos atómicos y de la estructura de la materia, el desarrollo de nuevas disciplinas como la física de altas energías o la electrodinámica cuántica, o ha posibilitado importantes avances en múltiples disciplinas, desde la biología molecular y la bioquímica a la informática o la superconductividad. Avances que están en la base de algunas innovaciones tecnológicas más trascendentes de los últimos treinta años y que nos sitúan a las puertas de desarrollos aún más espectaculares. La mecánica cuántica ha permitido, en el ámbito de la biología molecular, avances sustanciales que han desembocado en el conocimiento de la estructura del DNA y en el comportamiento de los procesos bioquímicos básicos en el interior de la célula, contribuyendo de manera decisiva a la nueva teoría evolutiva que se ha levantado sobre la base de los resultados de la genética mendeliana y de la reinterpretación de la teoría darwinista.Si a la altura de 1875 las tesis darwinistas se habían abierto camino en la comunidad científica y extendido su influencia a los sectores ilustrados de la sociedad europea, vencidas las iniciales resistencias de los "antidireccionalistas", a finales de siglo el darwinismo vio erosionado su prestigio entre los naturalistas, fruto del resurgimiento del "neolamarckismo" y de la "ortogénesis".En el cambio de siglo los oponentes a la selección natural estaban convencidos de la decadencia de la teoría darwinista como modelo explicativo del origen y evolución de los organismos vivos. Los principales argumentos en contra del darwinismo pueden resumirse en la discontinuidad del registro fósil, los cálculos de Kelvin, el problema de la existencia de estructuras no adaptativas, la aparente regularidad artificial de algunos mecanismos evolucionistas, las dificultades para explicar la variación y el argumento de la "herencia mezclada". La selección natural se basaba en la afirmación de que los caracteres aparecían y se consolidaban en función de su valor en la lucha por la supervivencia. La existencia de "caracteres no adaptativos" constituía algo difícilmente explicable sobre la base del primado que la teoría darwinista atribuía a la adaptabilidad al medio en el proceso evolutivo. La excesiva regularidad artificial que parecía desprenderse de la selección natural fue otra objeción de peso debido a las dificultades para explicar la existencia de regularidades entre especies actuales muy alejadas entre sí o en el tiempo. Este problema fue uno de los argumentos clave para el desarrollo de la "ortogénesis". Las variaciones entre individuos de la misma especie tampoco podían ser explicadas satisfactoriamente por el darvinismo, puesto que la combinación de selección natural y adaptabilidad al medio parecían apuntar a la uniformidad de los individuos de cada especie. El argumento de la "herencia mezclada" se constituyó en un ejemplo totalmente negativo para la selección natural, las mutaciones individuales no tenían ninguna significación en la evolución de la especie, en una época en la que la teoría mendeliana era todavía desconocida.Finalmente, dos elementos ajenos a la propia teoría darwinista también contribuyeron a su declive. En primer lugar, la repugnancia que algunos naturalistas mantenían todavía respecto del carácter materialista que parecía apuntar la selección natural, el neolamarckismo y la ortogénesis ofrecían un espacio para la reintroducción de interpretaciones teístas, eliminando las desagradables consecuencias de una acción ciega de la Naturaleza. Por otra parte, otros naturalistas se mostraban profundamente en desacuerdo con los postulados del darwinismo social, que era derivado directamente de la selección natural, por el que se justificaba la superioridad racial, en un momento en el que las teorías raciales comenzaban a estructurarse dentro del núcleo matriz de determinados movimientos sociopolíticos o por los excesos en los que habían caído algunos partidarios de la antropología criminal y de las corrientes higienistas, a la hora de explicar los problemas de marginación social, sobre la base de la degeneración hereditaria.El término neolarnarckismo había surgido de la mano del norteamericano Alpheus Packard en 1885, retomando las consideraciones realizadas mucho antes por Lamarck. Fue en Norteamérica donde esta corriente encontró su mayor difusión, sobre todo entre los paleontólogos. Las razones del resurgimiento de las tesis lamarckianas pueden explicarse en dos grandes direcciones. De un lado, la mayor adecuación explicativa de las tendencias lineales observadas en el registro fósil. De otro, su capacidad para integrar la herencia de los caracteres adquiridos. La creencia de que el crecimiento individual (ortogenia) recapitula la historia evolucionista de la especie (filogenia) concordaba con la visión neolamarckiana de la variación y la herencia tal como fue enunciada por la ley biogenética de Haeckel y la ley de la aceleración del crecimiento de la escuela norteamericana. Para los neolamarckianos los caracteres adquiridos como consecuencia del desarrollo del individuo y de su capacidad de adaptabilidad al medio eran posibles por su incorporación en la edad adulta al plasma germinal, especie de célula madre en la que se depositaban los caracteres hereditarios. El neolamarckismo encontraba, por tanto, posibles puntos de contacto con la ortogénesis en su combate contra el darwinismo.La ortogénesis compartía con el neolamarckismo la teoría de la recapitulación. La primera excluía la influencia del medio ambiente, mientras la segunda lo incorporaba a través del uso-herencia explicativo de los caracteres adquiridos. La ortogénesis significaba, según su principal difusor Theodor Eimer, una teoría basada en la evolución lineal no adaptativa. En otras palabras, la variación de las especies era debida a la existencia de una predisposición interna del organismo en sentido unidireccional, al postular que la naturaleza del organismo debía predisponerle a variar exclusivamente en una dirección determinada sin la intervención del medio ambiente. Para los ortogenistas cada una de las especies se regía por un patrón regular de desarrollo en el que la desaparición de una especie venía provocada por la senilidad de la misma. La argumentación de la ortogénesis respondía a un movimiento de más amplio alcance que engarzaba con la percepción de determinados círculos ilustrados europeos sobre la decadencia de la civilización occidental, que tras la hecatombe de la Primera Guerra Mundial se abrió paso en amplios círculos de la opinión ilustrada. El éxito de La decadencia de Occidente de Spengler es una clara manifestación de esta percepción.
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Con la exposición de septiembre de 1910 quedó claro que Dresde era insuficiente para los intereses artísticos de El Puente y, poco a poco, se trasladaron a Berlín. El primero en hacer la mudanza fue Pechstein, en 1908, y en otoño de 1911 ya estaban allí Kirchner, Heckel y Schmidt-Rottluff. Las cosas no fueron fáciles al principio y Max Liebermann no les admitió a la exposición de 1910, cuando un cuadro de Nolde provocó un escándalo. Pechstein, el más berlinés de todos por entonces, el primero que había colaborado en la revista de Walden, "Der Sturm", inquieto y activo, creó entonces la Nueva Secesión, que sería su trampolín de lanzamiento.Berlín era una ciudad grande, a diferencia de Dresde, y allí se podían conocer las novedades artísticas y literarias, la vanguardia internacional. Este fue un fermento eficaz, pero a la larga de efectos disgregadores. Fue en Berlín donde acabó aquel estilo común a todos y donde cada uno encontró una caligrafía personal, aunque compartieran. la inquietud y la melancolía. En Berlín exponen, colaboran en revistas -"Der Sturm", "Die Aktion"- y su forma de hacer deja traslucir la influencia del cubismo y el futurismo. En la segunda exposición de Der Blaue Reiter (El Jinete Azul) aparecen junto al grupo de Munich, pero también junto a cubistas y futuristas. Bajo la sugestión de estos últimos la geometría toma un mayor protagonismo: las figuras se estiran y las formas se hacen más angulosas, mientras la perspectiva se acelera. El que más se acerca al cubismo es Schmidt-Rottluff, hasta el punto de hablar de su obra como cubismo expresionista, al tiempo que a la escultura negra. Pinta paisajes de cromatismo muy vivo y agresivo, con una manera de hacer vigorosa y áspera, utilizando planos lisos, colores muy contrastados y simplificando las formas al máximo. Colaboró en "Die Aktion" y grabó un programa del cabaret neopatético. También a él se le prohibió pintar.En Berlín el número de los miembros activos se amplió. Allí se les unió Otto Müller (1847-1930): "La armonía sensual entre su vida y su obra hizo a Müller miembro natural de El Puente", escribió Kirchner. En él encontraron una de sus máximas aspiraciones, unir el arte con la vida, hacer de ellas algo inseparable. Müller era ya un artista formado en 1910 cuando los descubrió en la Galería Arnold y tenía además conocimientos de litógrafo. Entusiasmado por otra forma de arte primitiva, el arte egipcio, expresaba su experiencia del paisaje y de los seres humanos con la mayor sencillez. Junto a ellos, Kirchner sobre todo -con quien viajó a Bohemia y permaneció hasta después de la disolución del grupo-, evolucionó hacia formas angulosas. Pintor de bañistas y figuras desnudas en paisajes -desde 1920 también gitanos-, es uno de los que manifiestan de forma más clara la influencia de Cézanne, de Picasso y la escultura primitiva (Dos mujeres sentadas en las dunas, hacia 1922, Madrid, colección Thyssen).Vivir en Berlín era más duro que vivir en Dresde y esto lo acusaron todos en sus obras. La melancolía, la soledad, la locura o el encierro aparecen como nuevos temas en la pintura de Heckel, el más cercano al círculo literario de Stefan George y el que más leía a Dostoievsky, Nietzsche, Ibsen y Strinberg. Los payasos, las prostitutas, los músicos o los acróbatas son los nuevos protagonistas de sus cuadros. Al mismo tiempo las paletas de todos se oscurecen. Heckel pinta Enfermo, Cansada, Convaleciente..., figuras de mirada obsesiva, encerradas en sí mismas y encerradas en espacios opresivos, deformados, y resueltas con colores que carecen voluntariamente de armonía, como El loco (En un manicomio) (Gelsenkirchen, Städtisches Museum), de 1914, imágenes que hacen pensar ya en los decorados del cine expresionista y en la segunda oleada de pintores expresionistas, sobre todo en Beckmann. Heckel era también poeta y quizá es esa condición la que hace que haya más melancolía en sus cuadros que verdadera violencia. Muy inspirado por Van Gogh, había utilizado al principio colores chillones, pero con los años, y con las experiencias de la guerra, su pintura se fue haciendo más pesimista: formas distorsionadas, angulares y gestos crispados. Degenerado él también, vio cómo su estudio de Berlín ardía en 1944.Pechstein, a pesar de lo pactado, se dejó seducir por los oropeles de la Secesión y expuso en ella en 1912, lo que le acarreó la expulsión del grupo. Kirchner, aquejado de manías de grandeza, publicó su "Crónica", adelantándose a los otros tres pintores, y quedándose con todos los laureles, sin importarle falsear los hechos ni las fechas. Así las cosas, El Puente se disolvió el 27 de mayo de 1913.
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<p>CapÍtulo XLIX</p><p><em>Cómo el Almirante llegó a la Española, donde supo la muerte de los cristianos</em></p><p>Viernes, a 22 de noviembre, llegó el Almirante al Norte de la Española; y luego envió a tierra de Samaná uno de los indios que llevaba de Castilla, natural de aquella provincia, ya convertido a nuestra santa Fe, el cual ofreció reducir todos los indios al servicio y en paz con los cristianos. Siguiendo el Almirante su camino hacia la Villa de la Navidad, llegado al Cabo del Angel, vinieron algunos indios a los navíos con deseo de cambiar algunas cosas con los cristianos, y pasando a dar fondo en el puerto de Monte Cristo, una barca que fue a tierra, encontró junto a un río dos hombres muertos; uno que parecía joven y el otro viejo, que tenía una cuerda de esparto al cuello, extendidos los brazos y atadas las manos a un madero en forma de cruz; no se pudo conocer bien si eran indios, o cristianos, pero lo tomaron a mal augurio. El día siguiente, que fue 26 de Noviembre, el Almirante tornó a mandar a la tierra por muchas partes; salieron los indios a conversar con los cristianos, muy amigable y resueltamente, y tocando el jubón y la camisa a los nuestros decían: <em>camisa, jubón</em>, dando a entender que sabían estos nombres; lo que aseguró al Almirante de la sospecha que tenía, por aquellos hombres muertos, creyendo que, si los indios hubiesen hecho mal a los cristianos que allí quedaron, no irían a los navíos tan resueltamente y sin miedo. Pero al día siguiente, que estaba surto junto a la boca del puerto de la Villa de la Navidad, pasada media noche, llegaron indios en una canoa, preguntaron por el Almirante, y diciéndoles que entrasen, que allí estaba, no quisieron subir, diciendo que si no le viesen y conociesen, no entrarían; de modo que fue necesario que el Almirante llegase al borde para oirlos; luego salieron dos que llevaban sendas carátulas y las dieron al Almirante de parte del cacique Guacanagarí, diciendo que éste se le encomendaba mucho. Luego, preguntados por el Almirante acerca de los cristianos que allí habían quedado, respondieron que, algunos de ellos habían muerto de enfermedad; otros se habían apartado de la compañía; otros se habían ido a distintos países, y que todos tenían cuatro o cinco mujeres. Por esto que dijeron, se conocía que todos debían ser muertos, o la mayor parte. Sin embargo, pareciéndole al Almirante que por entonces no debía hacer otra cosa, despidió a los indios con un presente de vacias, y otras cosas, para Guacanagarí y los suyos; y fueron aquella misma noche con estos regalos al cacique.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo L</p><p><em>Cómo el Almirante fue a la Villa de la Navidad, y la halló quemada y despoblada, y cómo se avistó con el rey Guacanagarí</em></p><p>Jueves, a 28 de Noviembre, el Almirante entró por la tarde con su armada en el puerto de la Villa de la Navidad, y la encontró toda quemada. Aquel día no vieron persona alguna en aquellos alrededores. Pero al siguiente, de mañana, el Almirante salió a tierra, con gran dolor de ver las casas y la fortaleza incendiadas; que en la plaza, sólo quedaban de las casas de los cristianos, cajas rotas, y otras cosas semejantes, cual en tierra devastada y puesta a saco. Como no había nadie a quien se pudiese preguntar, el Almirante, con algunos bateles, entró en un río que estaba próximo, y mientras subía por él, mandó que se limpiase el pozo de la fortaleza, creyendo que en él se hallaría oro, porque al tiempo de su marcha, recelando las dificultades que podían ocurrir, había mandado a los que allí quedaban que echasen todo el oro que allegasen en aquel pozo; pero no se encontró cosa alguna. El Almirante, por donde fue con los bateles, no pudo echar las manos a indio alguno, porque todos huían de sus casas a las selvas. No hallando allí más que algunos vestidos de cristianos, tornó a la Navidad, donde encontró ocho cristianos muertos, y por el campo, cerca de la población, parecieron otros tres; conocieron que eran cristianos por las ropas, y parecía que habían sido muertos un mes antes.</p><p>Yendo algunos cristianos por allí, buscando vestigios o papeles de los muertos, vino a hablar al Almirante un hermano del cacique Guacanagarí, con otros indios que sabían ya decir algunas palabras en lengua castellana, y conocían y llamaban por sus nombres a todos los cristianos que allí habían quedado. Dijeron que éstos muy luego comenzaron a tener discordias entre sí, y a tomar cada uno las mujeres y el oro que podía; que por ésto sucedió que Pedro Gutiérrez y Escobedo, mataron a un Jácome, y después, con otros nueve, se habían ido con sus mujeres a un cacique llamado Caonabó, que era señor de las minas. Este los mató, y después de muchos días fue con no poca gente a la Navidad, donde no estaba más que Diego de Arana con diez hombres, que perseveraron con él en guarda de la fortaleza, porque todos los demás se habían esparcido por diversos lugares de la isla. Luego que fue Caonabó, de noche prendió fuego a las casas en que habitaban los cristianos con sus mujeres; por miedo del cual huyeron al mar, donde se ahogaron ocho, y tres perecieron en tierra que no señalaban. Que el mismo Guacanagarí, combatiendo contra Caonabó por defender a los cristianos, fue herido y huyó.</p><p>Esta relación se conformaba con la que habían dado otros cristianos que había enviado el Almirante para saber alguna cosa nueva de la tierra, y habían llegado al pueblo principal, donde Guacanagarí estaba enfermo de una herida, por la cual dijo que no había podido ir a visitar al Almirante y a darle cuenta de lo sucedido a los cristianos; añadía que éstos, luego que el Almirante marchó a Castilla, comenzaron a tener discordias, y cada uno quería rescatar oro para sí, y tomar las mujeres que le parecía; y no contentos con lo que Guacanagarí les daba y prometía, se dividieron y se fueron esparciendo uno aquí y otro allá; que algunos vizcaínos fueron juntos a cierto lugar donde todos perecieron; que esto era la verdad de lo sucedido, y así lo podían referir al Almirante, a quien rogó, por medio de los cristianos, que fuese a visitarlo, porque él se hallaba en tan mal estado que no podía salir de casa. Hízolo así el Almirante, y al día siguiente, fue a visitarle; Guacanagarí con muestras de gran dolor refirió todo lo que había sucedido, como arriba se ha dicho, y que él y los suyos estaban heridos por defender a los cristianos, lo que se manifestó por sus heridas, que no eran hechas con armas de cristianos, sino con azagayas y flechas que usan los indios, con las puntas de espinas de peces. Luego que conversaron algún tiempo, el cacique dió al Almirante ocho cintos labrados de cuentas menudas hechas de piedras blancas, verdes y rojas, y otro cinto hecho de oro, con una corona real, también de oro, tres calabacillas llenas de granillos, y pedacillos de oro que todo pesaría cuatro marcos. El Almirante a cambio le dio muchas cosas de nuestras especies, que valdrían tres reales y fueron por él estimadas en más de mil. Aun que estaba gravemente enfermo, fue con el Almirante a vez la Armada, donde le fue hecha gran fiesta, y le gustó mucho ver los caballos, de los que ya los cristianos le habían dado noticia; y porque alguno de los muertos le había informado mal de las cosas de nuestra fe, diciéndole que la ley de los cristianos era vana, fue necesario que el Almirante le confirmase en ésta, y accedió luego a llevar al cuello una imagen de plata de la Virgen, que antes no había querido recibir.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LI</p><p><em>Cómo el Almirante salió de la Navidad, y fue a poblar una villa que denominó la Isabela</em></p><p>Considerando el Almirante la desdicha de los cristianos perdidos, y la mala suerte que tuvo tanto en el mar como en aquel país, pues una vez perdió la nave y otra la gente y la fortaleza, y que no lejos de allí había lugares más cómodos y mejores para poblar, el sábado, a 7 de Diciembre, salió con su armada, yendo hacia Levante, y llegó, a la tarde, no lejos de las islas de Monte Cristo, donde echó anclas. Al día siguiente, pasó, frente a Monte Cristo, por las siete islillas bajas que hemos mencionado, que si bien tenían pocos árboles, pero, no sin belleza, porque en aquella estación, que corría el invierno, encontraron flores, y nidos, unos con huevos, otros con pajarillos, y todas las demás cosas propias de verano.</p><p>De allí fue a dar fondo a un pueblo de indios, donde con propósito de edificar un pueblo, salió con toda la gente, los bastimentos y los artificios que llevaba en su armada, a un llano junto a una peña en la que segura y cómodamente se podía construir una fortaleza. Allí fundó una villa, a la que dio el nombre de La Isabela, en memoria de la Reina Doña Isabel. Muchos juzgaron bueno su sitio, porque el puerto era muy grande, aunque descubierto al Noroeste, y tenía un hermosísimo río, tan ancho como un tiro de ballesta, del que se podían sacar canales que pasaran por medio de la villa; además, se extendía cerca una muy ancha vega, de la que, según decían los indios, estaban próximas las minas de Cibao. Por todas estas razones, fue tan diligente el Almirante en ordenar dicha villa, que juntándosele el trabajo que había sufrido en el mar con el que allí tuvo, no sólo careció le tiempo para escribir, según su costumbre, diariamente lo que sucedía, sino que cayó enfermo, y por todo ello interrumpió su <em>Diario</em> desde el 11 de Diciembre, hasta el 12 de Marzo del año 1494. En cuyo tiempo, luego que tuvo ordenadas las cosas de la villa lo mejor que pudo, para las de fuera, en el mes de Enero mandó a Alonso de Hojeda con quince hombres, a buscar las minas de Cibao. Después, a 2 de Febrero, tornaron a Castilla doce navíos de la armada, con un capitán llamado Antonio de Torres, hermano del aya del Príncipe don Juan, hombre de gran prudencia y nobleza, de quien el Rey Católico y el Almirante se fiaban mucho. Este llevó prolijamente escrito cuanto había sucedido, la calidad del país, y lo que era necesario que allí se hiciese.</p><p>A pocos días volvió Hojeda, y haciendo relación de su viaje, dijo que el segundo día de su partida de la Isabela durmió en un puerto algo difícil de pasar; y que después, de legua en legua, encontró caciques de los que había recibido mucha cortesía; y que siguiendo su camino, al sexto día de su partida, llegó a las minas del Cibao, donde muy luego los indios, en su presencia, cogieron oro en un arroyo, lo que hicieron también en muchos otros de la misma provincia, en la que afirmaba hallarse gran riqueza de oro. Con estas nuevas el Almirante que estaba ya libre de su enfermedad, se alegró mucho y resolvió salir a tierra a ver la disposición del país, para saber lo que era conveniente hacer allí.</p><p>Por lo que, el miércoles a 12 de Marzo del mencionado año de 1494, salió de la Isabela para el Cibao a ver dichas minas con toda la gente que estaba sana, unos a pie y otros a caballo, dejada buena guardia en las dos naves y tres carabelas que quedaban de la armada; en la Capitana hizo poner todas las armas y municiones de las otras naves, para que nadie pudiera alzarse con ellas, como algunos intentaron hacerlo cuando estaba enfermo; porque habiendo ido muchos en aquel viaje en la opinión de que apenas bajasen a tierra se cargarían de oro y volverían ya ricos, siendo así que el oro, donde allí se encuentra, no se recoge sin fatiga, industria y tiempo, por no sucederles como esperaban, estaban descontentos y fatigados por la construcción del nuevo pueblo y extenuados por las dolencias que les traía la calidad del país, nuevo para ellos, la del aire y de los alimentos, por lo que concretamente se habían conjurado para salir de la obediencia del Almirante, tomar por fuerza los navíos que allí quedaban y tornarse con ellos a Castilla. Instigador y cabeza de ellos era un alguacil de Corte, llamado Bernal de Pisa, que había ido en aquel viaje con el cargo de contador de los Reyes Católicos; por cuyo respeto, cuando el Almirante lo supo, no le dio más castigo que tenerlo preso en la nave, con propósito de mandarlo después a Castilla con el proceso de su delito, tanto de la sublevación como por haber escrito algunas cosas falsamente contra el Almirante, y las tenía escondidas en cierto sitio del navío. Una vez ordenadas todas estas cosas, y dejadas personas en mar y en tierra, que juntamente con don Diego Colón, su hermano, atendiesen al gobierno y guardia de la armada, siguió su camino al Cibao, llevando consigo todas las herramientas y cosas necesarias para fabricar allí una fortaleza con la que aquella provincia estuviese pacífica, y los cristianos que fuesen a coger oro estuvieran seguros de cualquier insulto y daño que los indios intentasen hacerles. Para dar más miedo a éstos, y quitarles la esperanza de hacer, estando presente el Almirante, lo que en su ausencia habían hecho contra Arana y los treinta y ocho cristianos que quedaron con éste, llevó consigo cuanta gente pudo, para que los indios desde sus mismos pueblos vieran y apreciasen el poder de los cristianos, y conocieran que cuando caminara por aquel país solo alguno de los nuestros, y le fuese hecho algún daño, había quienes pudiesen castigarlos. Para mayor apariencia y demostración de esto, al salir de la Isabela y en otros lugares, llevaba su tropa armada y puesta en escuadras, como se acostumbra cuando se va a la guerra, con trompetas y las banderas desplegadas.</p><p>Puesto ya en camino, pasó el río que estaba a un tiro de escopeta de la Isabela. Otra legua más adelante atravesó otro río menor; y de allí fue a dormir aquella noche a un lugar distante tres leguas, que era muy llano, repartido en hermosas planicies hasta el pie de un puerto áspero y alto como dos tiros de ballestas, al que llamó puerto de los Hidalgos, que quiere decir puerto de los gentiles hombres, porque fueron delante algunos hidalgos para disponer que se hiciese un camino. Este fue el primero que se abrió en las Indias, porque los indios hacen tan estrechas las sendas que sólo puede ir por ellas un hombre a pie. Pasado este puerto, entró en una gran llanura, por la que caminó el día siguiente cinco leguas, y fue a dormir junto a un caudaloso río que pasaron en almadias y canoas. Este río, que llamó de las Cañas, iba a desembocar en Monte Cristo.</p><p>En aquel viaje cruzó por muchos pueblos de indios, cuyas casas eran redondas y cubiertas de paja, con una puerta pequeña, tanto que para entrar es preciso encorvarse mucho. Allí, tan luego como entraban en aquellas casas algunos de los indios que el Almirante llevaba consigo de la Isabela, cogían lo que querían, y no por esto daban enojo a los dueños, como si todo fuera común. Igualmente, los de aquella tierra, cuando se acercaban a algún cristiano, le quitaban lo que mejor les parecía, creyendo que igualmente había entre nosotros aquella costumbre. Pero, no duró mucho tal engaño, porque. observaron pronto lo contrario. En este viaje pasaron por montes llenos de bellísimas florestas, en las que se veían vides silvestres, árboles de lignáloe, de canela selvática, y otros que llevaban un fruto semejante al higo; el tronco era muy grueso, y las hojas como las del manzano. De estos árboles se dice que sale la escamonea.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LII</p><p><em>Cómo el Almirante fue a la provincia de Cibao, donde encontró las minas de oro y labró el fuerte de Santo Tomás</em></p><p>Viernes, a 14 de Marzo, el Almirante salió del Río de las Cañas, y a legua y media halló otro grande al que llamó Río del Oro, porque al pasarlo recogieron algunos granos de oro. Atravesado este río, con algún trabajo, llegó a un pueblo grande, del que mucha gente se había huído a los montes, y la mayor parte se hizo fuerte en las casas, cerrando las puertas con algunas cañas cruzadas, como si esto fuera una gran defensa para que nadie entrase; porque, según su costumbre, nadie se atreve a entrar por una puerta que así encuentra cerrada; ya que para encerrarse no tienen puertas de madera, ni de otra materia, y les parece que basta con tales cañas. De allí el Almirante fue a otro hermosísimo río llamado Río Verde, cuyas márgenes estaban cubiertas de guijarros redondos y lustrosos. Allí durmió aquella noche.</p><p>Al día siguiente, continuando su camino, pasó por algunos pueblos grandes, cuyos habitantes habían atravesado palos en sus puertas, igual que los otros de quienes hablamos arriba. Como el Almirante y su gente estaban fatigados, se quedaron aquella noche al pie de un áspero monte, al que llamó Puerto del Cibao, porque pasada la montaña comienza la provincia del Cibao, hasta la cual había once leguas desde la primera montaña que habían hallado; la llanura y el camino van siempre en dirección al Sur.</p><p>Al día siguiente, puestos en camino, fueron por una senda en la que con trabajo hubo que pasar a diestro los caballos; desde este lugar mandó algunos mulos a la Isabela, para que trajesen pan y vino, porque ya comenzaban a faltarles los bastimentos, se hacía largo el viaje, y sufrían tanto más por no estar acostumbrados aún a comer los alimentos de los indios, como hacen ahora los que viven y caminan en aquellas partes, quienes encuentran los alimentos de allí, de mejor digestión, y más conformes al clima del país que los que da aquí se llevan, aunque no sean aquéllos de tanta sustancia. Vueltos los que habían ido por socorro de bastimentos, el Almirante, el domingo, 16 de Marzo, pasada dicha montaña, entró en la región del Cibao, que es áspera y peñascosa, llena de pedregales, cubierta de mucha hierba y bañada por muchos ríos en los que se halla oro. Esta región, cuanto más adelante iba, la encontraban más áspera, y muy embarazada por altas montañas, en los arroyos de las cuales se veían arenas de oro; porque, según decía el Almirante, las grandes lluvias lo llevan consigo desde las cumbres de los montes a los ríos en menudos granillos. Esta provincia es tan grande como Portugal, y en toda ella hay muchas minas y mucho oro en los ríos; pero generalmente hay pocos árboles, y éstos se ven por las márgenes de los ríos; en su mayor parte son pinos y palmas de diversas especies.</p><p>Como, según se ha dicho, Hojeda había ya ido por aquel pais, y por él tenían los indios noticia de los cristianos, sucedía que por donde el Almirante pasaba salían los indios a los caminos a recibirlo, con presentes de comidas y con alguna cantidad de granillos de oro recogidos por ellos cuando supieron que aquél había ido por este motivo. El Almirante, viendo que ya estaba a diez y ocho leguas de la Isabela, y que la tierra que dejó a sus espaldas era toda muy quebrada, mandó que se fabricara un fuerte en un sitio muy risueño y seguro, al que llamó la fortaleza de Santo Tomás, a fin de que ésta dominase la tierra de las minas y fuese como refugio de los cristianos que anduvieran en ellas.</p><p>En esta nueva fortaleza puso a Pedro Margarit, hombre de mucha autoridad, con cincuenta y seis hombres, en los que había maestros de todo lo que necesitaba para labrar el edificio, que se hacía de tierra y madera, porque así bastaba para resistir a todos los indios que contra él fuesen. Allí, abriendo la tierra para echar los cimientos, y cortando cierta roca para hacer los fosos, cuando llegaron a dos brazas bajo la peña, encontraron nidos de barro y paja, que en vez de huevos tenían tres o cuatro piedras redondas, tan grandes como una gruesa naranja, que parecían haber sido hechas de intento para artillería, de lo que se maravillaron mucho; en el río que corre a las faldas del monte sobre el cual está la fortaleza, hallaron piedras de diversos colores; algunas de ellas grandes, de mármol finísimo, y otras de puro jaspe.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LIII</p><p><em>Cómo el Almirante volvió a la Isabela y halló que aquella tierra era muy fértil</em></p><p>Luego que el Almirante dispuso lo adecuado a la buena construcción y resistencia de la fortaleza, viernes, 21 de Marzo, tornó a la Isabela. Llegado al río Verde, halló muchos mulos que iban con vituallas; y no pudiendo pasar el río por las muchas lluvias, quedóse allí y mandó a la fortaleza los bastimentos. Después, buscando un vado para pasar aquel río, y también el río de Oro, que es mayor que el Ebro, se detuvo algunos días en algunos pueblos de los indios, comiendo pan de éstos, y ajes, que daban gustosos por poco. Sábado, a 29 de Marzo, llegó a la Isabela, donde ya habían nacido melones buenos de comer, aunque no habían pasado dos meses desde que los sembraron; también nacieron allí cohombros a los veinte días, y una vid silvestre de las del país produjo uvas, luego de cultivada, que eran buenas y grandes.</p><p>Al día siguiente, que fue el 30 de Marzo, un labrador cogió espigas del trigo que sembraron a fin de Enero. También se dieron garbanzos más gruesos de los que se habían sembrado. A los tres días salían de la tierra todas las semillas de las plantas que sembraban, y al vigésimoquinto comían de éstas; de los huesos de los árboles, a los siete días salieron plantas; los sarmientos echaron pámpanos a los siete días, y a los veinticinco después se cogió de ellos agraz. Las cañas de azúcar germinaron en siete días; lo cual procedía de la templanza del aire, bastante análoga a la de nuestro país, pues era más bien fría que caliente. A más de que las aguas de aquellas partes son muy frías, delgadas y sanas.</p><p>Estando el Almirante muy satisfecho de la calidad del aire, de la fertilidad y de la gente de aquella región, el martes, a primero de Abril, vino un mensajero de Santo Tomás, enviado por Pedro Margarit, que allí había quedado por capitán, y llevó nuevas de que los indios del país huían y que un cacique, llamado Caonabó, se preparaba para acometer la fortaleza. Pero el Almirante, que conocía la cobardía de aquellos indios, tuvo en poco tal rumor, especialmente porque confiaba en los caballos, de los cuales temían los indios ser devorados, y por ello era tanto su miedo que no se atrevían a entrar en casa alguna donde hubiera estado un caballo. Sin embargo de esto, el Almirante, por buenos respetos, acordó mandarle más gente y vituallas, pues creía que, pensando ir él a descubrir la tierra firme en tres carabelas que le habían quedado, era bien que dejase allí todas, las cosas muy quietas y seguras. Por lo cual, miércoles, a 2 de Abril, mandó setenta hombres con bastimentos y municiones a dicho castillo; veinticinco de ellos fueron para defensa y escolta, y los otros para que ayudasen en la obra de un nuevo camino, pues eran muy difíciles de atravesar en el primero los vados de los ríos.</p><p>Idos aquellos, mientras los navíos se ponían a punto para ir al nuevo descubrimiento, atendió el Almirante a ordenar las cosas necesarias en la villa que fundaba; dividióla en calles con una cómoda plaza, y procuró llevar allí el río por un ancho canal, para lo que mandó hacer una presa que sirviera también para los molinos; porque, estando la villa a distancia del río casi un tiro de artillería, con dificultad habría podido la gente proveerse de agua en parte tan lejana, mayormente estando aquélla, en su mayor parte, muy débil y fatigada, por la sutileza del aire, que no les probaba bien, por lo que padecían algunas enfermedades, y no tenían más comida ni vituallas que las de Castilla, esto es, bizcocho y vino, por el mal gobierno que los capitanes de las naves habían tenido en ello; y a más de esto, porque en aquel país no se conservan tan bien como en el nuestro. Y aunque en aquellos pueblos tuviesen bastimentos en abundancia, sin embargo, como no estaban acostumbrados a tales comidas, les eran muy nocivas. Por lo que el Almirante estaba resuelto a no dejar en la isla más de trescientos hombres, y mandar los otros a Castilla, pues dicho número, considerada la calidad del país y de los indios, creía ser bastante para tener aquella región tranquila y sujeta a la obediencia y servicio de los Reyes Católicos.</p><p>En tanto, como a la sazón se acababa el bizcocho, y no tenían harina, sino sólo trigo, acordó hacer algunos molinos; pero no se encontró salto de agua para tal efecto sino a distancia de legua y media del pueblo; en cuya obra y en todas las demás, para aguijar a los artesanos, era necesario que el Almirante estuviese presente, porque todos huían del trabajo. Al mismo tiempo decidió enviar toda la gente sana, excepto los oficiales y los artesanos, a la campana, para que, yendo por el país, lo pacificasen, fuesen temidos por los indios y poco a poco se acostumbrasen a las comidas de éstos, porque de día en día faltaban las de Castilla. Mandó por capitán a Hojeda, hasta llegar a Santo Tomás, y allí los entregaría a Pedro Margarit, quien debía ir con ellos por la isla, y Hojeda quedarse por castellano en la fortaleza, pues habíase fatigado el pasado invierno, en descubrir la provincia de Cibao, que en lengua india quiere decir <em>pedregosa</em>.</p><p>Hojeda salió de la Isabela el miércoles, a 9 de Abril, camino de Santo Tomás, con toda la mencionada gente, que pasaban de cuatrocientos hombres, y luego que pasó el Río del Oro, hizo prisionero: al cacique de allí, a un hermano y a un sobrino, los mandó con cadenas al Almirante, e hizo cortar las orejas a un vasallo de aquél en la plaza de su pueblo, porque viniendo de Santo Tomás tres cristianos a la Isabela, dicho cacique les dio cinco indios que pasasen a ellos y sus ropas a la otra parte del río por el vado, y éstos, luego que estuvieron en medio del río con las ropas, se volvieron con ellas a su pueblo; y el cacique, en vez de castigar tal delito, tomó para sí las ropas y no quiso devolverlas. Pero otro cacique, que habitaba más allá del río, confiado en los servicios que había hecho a los cristianos, resolvió ir con los prisioneros a la Isabela e interceder por éstos con el Almirante, quien le hizo buena acogida y mandó que dichos indios, con las manos atadas, en la plaza, fueran con público bando sentenciados a muerte. Viendo esto el buen cacique, obtuvo con muchas lágrimas la vida de aquéllos, quienes prometieron por señas que nunca cometerían algún otro delito. Habiendo el Almirante libertado a todos, llegó un hombre a caballo de Santo Tomás, y dio nueva de que en el pueblo de aquel mismo cacique prisionero había hallado que sus vasallos tenían prisioneros a cinco cristianos que salieron para ir a la Isabela, y que él espantando a los indios con el caballo, los había libertado y hecho huir a más de cuatrocientos de aquéllos, habiendo herido a dos en la persecución; y que, pasado luego a esta parte del río, vio que tornaban contra dichos cristianos, por lo que hizo muestra de acometerles volviendo contra ellos; pero por miedo de su caballo huyeron todos, temiendo que el caballo pasase el río volando.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LIV</p><p><em>Cómo el Almirante dejó bien dispuestas las cosas de la isla y salió a descubrir la de Cuba, creyendo que era tierra firme</em></p><p>Habiendo el Almirante resuelto ir a descubrir tierra firme, instituyó un Consejo que quedaría en su lugar para gobierno de la isla, las personales del cual fueron: don Diego Colón, su hermano, con título de Presidente; el padre fray Boil y Pedro Hernández Coronel, Regentes; Alonso Sánchez de Carvajal, Regidor de Baeza, y Juan de Luján, caballero de Madrid, criado del Rey Católico.</p><p>A fin de que, para mantenimiento de la gente no faltase harina, procuró con mucha diligencia la fábrica de los molinos, aunque las lluvias y la crecida de los ríos fuesen muy contrarias a esto; de cuyas lluvias dice el Almirante proceder la humedad, y de consiguiente la fertilidad de aquella isla, la cual es tan grande y maravillosa que comieron fruta de los árboles en Noviembre, en cuyo tiempo volvían a producirla, de lo cual deduce que dan dos veces fruto al año. Las hierbas y las semillas fructifican y florecen de contiuo. También en todo tiempo hallaban en los árboles nidos de pájaros con huevos y pajarillos. Así como la fertilidad de todas las cosas era grande, se tenían también todos los días nuevas de la gran riqueza de aquel país, porque a diario venía alguno de los que el Almirante había mandado a diversas partes, y traía noticias de minas que se habían descubierto, sin contar con la relación que él tenía de los indios de la gran cantidad de oro que se descubría en varios lugares de la isla.</p><p>Pero el Almirante, no contentándose con todo esto, acordó volver a descubrir por la costa de Cuba, de la que no tenía certeza si era isla o tierra firme. Tomando consigo tres navíos, el jueves, a 24 días de Abril, desplegó al viento las velas, y aquel día fue a dar fondo en Monte Cristo, al Poniente de la Isabela. El viernes fue al puerto de Cuacanagarí, creyendo encontrarle allí; pero éste, apenas había visto los navíos, huyó de miedo, aunque sus vasallos, fingiendo, afirmaban que muy pronto volvería. Pero el Almirante, no queriendo detenerse sin gran motivo, salió el sábado, 25 de Abril, y fue a la isla de la Tortuga, que está seis leguas más al Occidente. Pasó la noche cerca de aquella, con las velas desplegadas, con gran calma y con la mar picada, que volvía de las corrientes. Después, al día siguiente, con Noroeste y las corrientes al Oeste, fue obligado a tornar hacia el Este y surgir en el río Guadalquivir, que está en la misma isla, para esperar un viento que venciese las corrientes; las cuales entonces, y el año pasado en su primer viaje, había encontrado muy recias, en aquellas partes hacia Oriente. De allí, el martes, a 29 del mes, con buen tiempo llegó al puerto de San Nicolás, y desde este lugar fue a la isla de Cuba, la que comenzó a costear por la parte del mediodía; y habiendo navegado una legua más allá del Cabo Fuerte, entró en una gran bahía que llamó Puerto Grande, cuya entrada era profundísima, y la boca de ciento cincuenta pasos. Allí echó las áncoras y tomó algún bastimento de peces asados, y hutias, de las que los indios tenían gran abundancia. Al día siguiente, que fue primero de Mayo, salió de allí navegando a lo largo de la costa, en la que halló comodísimos puertos bellísimos ríos y montañas muy altas; en el mar, desde que dejó la isla de la Tortuga, encontró mucha de aquella hierba que había hallado en el Océano, yendo y al venir a España. Como pasaba cerca de tierra, mucha gente de aquella isla iba en canoas a los navíos, creyendo que los nuestros eran hombres bajados del cielo, llevándoles de su pan, agua y peces, y dándoles todo alegremente, sin demandar cosa alguna. Pero el Almirante, para enviarlos más contentos, ordenó que todo les fuese pagado, dándoles cuentas de vidrio, cascabeles, campanillas y otras cosas parecidas.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LV</p><p><em>Cómo el Almirante descubrió la isla de Jamaica</em></p><p>Sábado, a 3 de Mayo, resolvió el Almirante ir desde Cuba a Jamaica, por no dejarla atrás sin saber si era verdadera la farma del mucho oro que, en todas las otras islas, se afirmaba haber en aquélla; y con buen tiempo, estando a la mitad del camino, la divisó el domingo siguiente. El lunes dio fondo junto a ella, y le pareció la más hermosa de cuantas había visto en las Indias; era tanta la multitud de canoas, grandes y pequeñas, y de gente que iba a los navíos, que parecía maravilla. Después, el día siguiente queriendo explorar los puertos, fue por la costa abajo; y habiendo ido las barcas a sondar las bocas de los puertos, salieron tantas canoas y gente armada para defender la tierra, que fueron los nuestros obligados a tornar a los navíos, no tanto porque hubiesen miedo como por no verse precisados a romper la paz con los indios. Pero considerando luego que demostrándoles temor éstos se llenarían de orgullo y se envalentonarían, volvieron a otro puerto de la isla, que el Almirante llamó Puerto Bueno. Como los indios salieron a rechazarlos con sus lanzas, los de las barcas los castigaron de tal modo con sus ballestas, que, habiendo herido a seis o siete, les obligaron a retirarse. Después que cesó la contienda, llegaron de los lugares vecinos infinitas canoas a las naves, muy pacíficamente, para vender y trocar algunas cosas y bastimentos que llevaban, las que daban por la más pequeña baratija que en cambio les fuese ofrecida. En este puerto, que tiene la forma de una herradura de caballo, se aderezó el navío donde iba el Almirante, porque tenía una grieta y entraba por allí el agua; una vez arreglado, viernes a 9 de Mayo, desplegó velas siguiendo la costa de abajo hacia el Poniente, tan cercano a tierra que le seguían los indios en sus canoas, con deseo de cambiar y tener algunas de nuestras cosas. Como los vientos eran algo contrarios, no podía el Almirante caminar lo que deseaba; hasta que, el martes, a 13 de Mayo, acordó volver a la isla de Cuba, para seguir la costa Sur de ésta, con ánimo de no volver hasta que hubiese navegado 500 o 600 leguas de aquélla, y adquiriese la certeza de si era isla o tierra firme.</p><p>Salido en dicho día de Jamaica, llegó a los navíos un indio muy joven, diciendo que se quería ir a Castilla. En pos de él fueron muchos parientes suyos y otras personas en sus canoas, rogándole con grande instancia que se volviese a la isla; mas no pudieron apartarlo de su resolución; lejos de esto, por no ver las lágrimas y los gemidos de sus hermanas, se fue a lugar donde nadie podía verle. Maravillado el Almirante de la firmeza de este indio, mandó que fuese muy bien tratado.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LVI</p><p><em>Cómo el Almirante volvió desde Jamaica a seguir la costa de Cuba, creyendo todavía que ésta era tierra firme</em></p><p>Después que el Almirante hubo partido de la isla de Jamaica el miércoles, a 14 de Mayo, llegó a un cabo de Cuba, que llamó el Cabo de Santa Cruz; y siguiendo la costa abajo, fue asaltado por muchos truenos y relámpagos terribles, con los cuales, y con los numerosos bajos y canales que hallaba, corrió no leve peligro y pasó gran trabajo, viéndose obligado al mismo tiempo a guardarse y defenderse de todos estos malignos accidentes, que exigían cosas contrarias, porque el remedio contra los truenos es amainar las velas, y para huir de los bajos necesitaba mantenerlas, siendo cierto que si tamaña desventura hubiese durado por ocho o diez leguas habría sido insoportable.</p><p>Era el mayor mal que por todo aquel mar, tanto al Norte como a Nordeste, cuanto más navegaban, había más islillas bajas y llanas; y si bien en algunas de ellas se veían muchos árboles, las demás eran arenosas, que apenas salían de la superficie del agua; y tenían de circuito como una legua, unas más y otras menos. Bien es verdad que cuanto más se acercaban a Cuba, tanto dichas islas eran más altas y más bellas. Como sería difícil y vano dar nombre a cada una de ellas, el Almirante las llamó en general el Jardín de la Reina. Pero si muchas islas vio aquel día, muchas más al siguiente, generalmente mayores que las de otros días, no sólo al Nordeste, sino también al Noroeste y al Sudoeste; tanto que se contaron aquel día 160 islas, a las que separaban canales profundos por donde pasaban los navíos. En algunas de estas islas vieron muchas grullas de la magnitud y figura que las de Castilla, sino que eran rojas como escarlata. En otras hallaron gran copia de tortugas y muchos huevos de éstas, semejantes a los de las gallinas, si bien la cáscara de aquéllos se endurece fuertemente. Estos huevos los ponen las tortugas en un hoyo que hacen en la arena; cúbrenlos y los dejan así hasta que con el calor del sol vengan a salir las tortuguillas, las que, con el tiempo, llegan al tamaño de una rodela, y algunas, como el de una adarga grande. Veíanse igualmente en estas islas cuervos y grullas como los de España, cuervos marinos e infinitos pajarillos que cantaban suavísimamente; el olor del aire era tan suave que les parecía estar entre rosas y las más delicadas fragancias del mundo. Como, según ya hemos dicho, el peligro de la navegación era muy grande, por ser tanto el número de los canales, se necesitaba largo tiempo para hallar la salida. En uno de estos canales vieron una canoa de pescadores indios, los cuales, con mucha seguridad y quietud, sin hacer movimiento alguno, esperaron la barca que iba hacia ellos; y cuando estuvo cerca, hicieron señal de que se detuviese un poco hasta que ellos acabasen de pescar. El modo con que pescan pareció a los nuestros tan nuevo y extraño que accedieron a complacerles. Era de esta manera: tenían atados por la cola, con un hilo delgado, algunos peces que nosotros llamamos revesos, que van al encuentro de los otros peces, y con cierta aspereza que tienen en la cabeza y llega a la mitad del espinazo, se pegan tan fuertemente con el pez más cercano, que, sintiéndolo el indio, tira del hilo y saca al uno y al otro de una vez; así acaeció en una tortuga que vieron los nuestros al sacarla dichos pescadores, al cuello de la cual se había adherido el pez, y siempre se pega éste allí, porque está seguro de que el pez cogido no puede morderle; yo los he visto pegados así a grandísimos tiburones. Después que los indios de la canoa acabaron la pesca de la tortuga y de dos peces que habían cogido antes, muy luego se aproximaron a la barca pacíficamente, para saber qué deseaban los nuestros; y por mandato de los cristianos que allí estaban, fueron con ellos a las naves, donde el Almirante les hizo mucho agasajo, y supo de ellos que por aquellos mares había innumerables islas. Ofrecieron de buen grado cuanto habían, pero el Almirante no quiso que se tomara de ellos más que dicho pez reveso, pues lo demás consistía en redes, anzuelos, y las calabazas que llevaban llenas de agua para beber. Después, dándoles algunas cosillas, les dejó ir muy contentos, y él siguió su camino con propósito de no continuarlo mucho, porque le faltaban ya los bastimentos, pues si los hubiese tenido en abundancia no habría vuelto a España sino por el Oriente; aunque se hallaba muy trabajado, tanto porque comía mal como porque no se había desnudado ni dormido en cama desde el día que salió de España hasta el 19 de Mayo, en cuyo tiempo escribía esto, fuera de ocho noches, por excesiva indisposición; y si en otras ocasiones tuvo mucha fatiga, en este viaje se le redobló, por la innumerable cantidad de islas entre las que navegaba, la cual era tan grande que a 20 de Mayo descubrió setenta y una, con otras muchas que al ponerse el sol vio hacia el Oes-Sudoeste. Cuyas islas y los bajos, no sólo dan grande miedo por su muchedumbre que se ve todo alrededor, sino que pone mayor espanto el que en ellas se produce a la tarde una espesa niebla al Este del cielo, que parece ha de caer una formidable granizada, pues son tantos los relámpagos y los truenos; pero al salir la luna se desvanece todo, resolviéndose alguna parte en lluvia y viento; lo cual es tan ordinario y natural en aquel país que no sólo acontecía todas las tardes mientras el Almirante navegó por allí, sino que yo también lo vi en aquellas islas, el año 1503, viniendo del descubrimiento de Veragua; el viento que sopla ordinariamente de noche es del Norte, porque proviene de la isla de Cuba; cuando sale el sol, se vuelve al Este, y va con el sol hasta que da la vuelta al Occidente.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LVII</p><p><em>Cómo el Almirante hubo grande fatiga y trabajo al navegar entre tan innumerables islas</em></p><p>Prosiguiendo el Almirante su nimbo al Occidente entre numerosas islas, jueves, a 22 de Mayo, llegó a una poco mayor que las otras, a la que puso nombre de Santa Marta, y saliendo a un pueblo que había en ésta, ningún indio quiso esperar ni salir a conversar con los cristianos.</p><p>No se halló en las casas cosa alguna, fuera de peces, de los que se mantienen aquellos indios; y muchos perros, como mastines, que también se alimentan de pescado. Por ello, sin tener conversación con ninguno, y sin ver cosa notable, siguió su camino al Nordeste, entre otras muchas islas, en las que había numerosas grullas rojas como escarlata, papagayos, y otras especies de aves, perros semejantes a los mencionados, e infinita hierba de la que halló en el mar cuando descubrió las Indias. Por tal navegación, entre muchos bancos y tantas islas, se sentía el Almirante muy fatigado; porque a veces era obligado a ir hacia el Occidente, otras al Norte, y otras al Mediodía, según que daba lugar la disposición de los canales; pues, no obstante el aviso y la diligencia que ponía en hacer sondar el fondo, y que hubiese atalayas en la gavia para descubrir el mar, la nave no pocas veces daba en el fondo, sin poderlo evitar, pues había en el contorno innumerables bajos. Por lo cual, navegando siempre de este modo, volvió a tomar tierra en la isla de Cuba, para proveerse de agua, de la que tenía gran penuria; y como por la espesura del paraje donde llegaron no divisaran población alguna, sin embargo, cierto marinero que salió a tierra y anduvo con su ballesta para matar algún pájaro u otro animal en el bosque, halló treinta indios con las armas que usan, a saber, lanzas y unos palos que llevan en lugar de espadas, y que son por ellos denominados macanas. Refirió el marinero que entre estos había visto uno cubierto con una ropa blanca que le llegaba a las rodillas, y dos que la llevaban hasta los pies; los tres, blancos como nosotros, pero que no había llegado a conversar con ellos, porque, temiendo de tanta gente, comenzó a gritar llamando a sus compañeros; los indios huyeron y no volvieron más.</p><p>Aunque al día siguiente el Almirante, para saber lo cierto, mandó ciertos hombres a tierra, no pudieron caminar más de media legua, por la gran espesura de las plantas y de los árboles, y por ser toda aquella costa llena de ciénagas y fangos por espacio de dos leguas desde la orilla hasta donde se veían cerros y montañas; de modo que sólo vieron huellas de pescadores en la playa, y muchas grullas como las de España, si bien de mayor corpulencia. Yendo luego con los navíos hacia Poniente, por espacio de diez leguas, vieron casas en la marina, de las que salieron algunas canoas con agua y cosas que los indios comen, y las llevaron a los cristianos, por los cuales fue todo bien pagado; el Almirante hizo detener a un indio de aquellos diciendo a éste y a los demás por un intérprete, que tan pronto como enseñase el camino y le informara de algunas cosas de aquella región, le dejaría libremente volver a su casa. Quedó el indio muy contento con esto, y dijo al Almirante, como hecho cierto, que Cuba era isla, y que el Rey o cacique de la parte occidental no hablaba con sus vasallos más que por señas, por las que era muy luego obedecido en todo lo que les mandaba; que toda aquella costa era muy baja, llena de muchas islas, lo que se halló ser verdad, pues el día siguiente, que fue 11 de Junio, para ir con los navíos desde un canal a otro más profundo, convino al Almirante hacerlos remolcar con las gúmenas por un banco de arena, donde el agua no tenía una braza de hondura, y su anchura la de dos naos. Acercándose de este modo más a Cuba, vieron tortugas de dos o tres brazas de grandes, y en tanto número que cubrían el mar. Después, al salir el sol, vieron una nube de cuervos marinos, tan numerosas que ofuscaba la luz del día; venían de alta mar, hacia la isla, y de allí a poco bajaron a tierra; también fueron vistas muchas palomas y otras aves de diversas especies; al día siguiente fueron a las naves tantas mariposas que obscurecían el aire y duraron hasta la tarde, que las ahuyentó una copiosa lluvia.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LVIII</p><p><em>Cómo el Almirante navegó hacia la isla Española</em></p><p>Viernes, a 13 de Junio, viendo el Almirante que la costa de Cuba se extendía mucho al Occidente; que su navegación era dificilísima por la innumerable multitud de isletas y bancos que había en todas partes, y que ya le comenzaban a faltar los bastimentos, por lo que no podía continuar el viaje según su propósito, resolvió tornar a la isla Española, a la villa que había dejado en sus comienzos. Para proveerse de agua y de leña se acercó a la isla del Evangelista, que tiene alrededor treinta leguas, y dista 700 leguas del comienzo de la Dominica. Luego que se proveyó de cuanto le hacía falta, enderezó su camino con rumbo al Mediodía, con esperanza de hallar mejor salida por aquella vía; yendo por el canal que le pareció más limpio y menos embarazoso, después de navegar unas cuantas leguas, lo halló cerrado, de lo cual recibió la gente no poco dolor y miedo, viéndose casi del todo cercada, y sin bastimentos ni alivio alguno. Pero como el Almirante era prudente y animoso, vista la debilidad de su gente, dijo con rostro alegre que daba muchas gracias a Dios, porque le constreñía a volver de donde habían llegado; como quiera que si continuasen el viaje por la ruta que tenía intención de seguir, tal vez aconteciese que se viesen intrincados en parte que el remedio sería muy difícil, y en tiempo que ya no tuviesen navíos ni vituallas para volver atrás, lo que entonces podían hacer fácilmente. Así, con mucho consuelo y satisfacción de todos, se encaminaron a la isla del Evangelista, donde antes había tomado agua, y el miércoles, a 25 de Junio, salió de aquélla hacia el Noroeste, con rumbo a ciertas isletas que se veían a cinco leguas de distancia. Pasando algunas leguas más adelante, llegó a un mar tan manchado de verde y blanco que del todo parecía un bajo, si bien tenía dos brazas de fondo; por este caminó siete leguas hasta que halló otro mar blanco como leche, que le causó mucho asombro, siendo como era el agua muy espesa. Este mar deslumbraba a cuantos lo veían, y parecía que todo él era un banco de arena, sin fondo que bastase a los navíos, aunque realmente había allí unas tres brazas de agua. Después que navegó por aquel mar el espacio de cuatro leguas, llegó a otro que era negro como tinta, con cinco brazas de profundidad, y por aquél navegó hasta llegar a Cuba; de donde, siguiendo la vía de Levante, con escasísimos y por canales y bajos de arena, el 30 de Junio, mientras escribía la relación de aquel viaje, dio en el fondo su navío tan fuertemente, que, no pudiendo sacarlo afuera con las áncoras ni con otros ingenios, quiso Dios que fuera sacado por la proa, si bien con bastante daño por los golpes que había dado en le suelo. Salido al fin con el auxilio de Dios, navegó como le permitían el viento y los bajos, siempre por un mar muy blanco con dos brazas de fondo, que no crecía, ni menguaba sino cuando se acercaba mucho a uno de dichos bancos, donde carecía de bastante fondo. A más de este impedimento, todos los días, a la puesta del sol, le molestaban diversas lluvias que se engendran en aquellas montañas de las lagunas que hay junto al mar; por dichas lluvias padeció grande incomodidad y molestia, hasta que de nuevo se acercó por Oriente a la isla de Cuba, donde había estado en su primer camino. Allí, lo mismo que en su anterior venida, salía un olor como de flores de grandísima suavidad.</p><p>El 7 de Julio bajó a oír misa en tierra, donde se le acercó un cacique viejo, señor de aquella provincia, el cual estuvo muy atento a la misa; y acabada ésta, por señas y como mejor pudo, dijo que era cosa muy laudable dar gracias a Dios, porque el alma, siendo buena, irá al cielo; el cuerpo quedará en la tierra; y las almas de los malos bajarán al infierno. Entre otras cosas dijo que había estado en la isla Española, donde conocía los indios principales; también en Jamaica; que había andado no poco por el Occidente de Cuba, y que el cacique de aquella región vestía como sacerdote.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LIX</p><p><em>De la grande hambre y los trabajos que padeció el Almirante con los suyos, y cómo volvió a Jamaica</em></p><p>Salido de este paraje, el Almirante, a 16 de Julio, acompañado de muy terribles lluvias y de vientos, llegó cerca del Cabo de la Cruz en Cuba, donde de improviso fue embestido por un aguacero tan recio y molesto, y con tantos chaparrones que le pusieron el bordo debajo del agua. Pero, quiso Dios que pudiesen amainar las velas y dar fondo con todas las mejores áncoras; como quiera que el agua que entraba en el navío por el plan era tanta que los marineros no podían sacarla con las bombas, especialmente por hallarse todos muy angustiados y fatigados por la escasez de bastimento, pues no comían más que una libra de bizcocho podrido cada uno en todo el día, y un cuartillo de vino; y si, por ventura, mataban algún pez, no lo podían conservar de un día para otro, por ser en aquellas partes las vituallas poco sustanciosas y ligeras, y porque el tiempo allí se inclina más al calor que en nuestros países. Como la penuria de alimentos era común a todos, escribe acerca de esto el Almirante en su Itinerario: «Yo estoy también a la misma ración; plega a Nuestro Señor que sea para su servicio, porque, por lo que a mí toca, no me pornía más a tantas penas e peligros, que no hay día que no vea que llegamos todos a dar por tragada nuestra muerte».</p><p>Con tal necesidad y peligro llegó al Cabo de la Cruz el 18 de Julio, donde fue recibido amigablemente por los indios. Estos le llevaron mucho cazabí, que así se llama su pan, el cual hacen con raspaduras de ciertas raíces; muchos peces, gran cantidad de fruta, y otras cosas de que ellos se alimentan. Después, no hallando viento próspero para ir a la Española, martes, a 22 de Julio, pasó a Jamaica, donde navegó por la costa abajo con rumbo a Occidente, cercano a la tierra, que era bellísima, y de gran fertilidad. Tenía excelentes puertos de legua en legua, y toda la costa llena de pueblos, cuyos moradores seguían a las naves en sus canoas, llevando los bastimentos que utilizan, que fueron apreciados por los cristianos mucho más que cuantos habían gustado en las otras islas. El cielo, la disposición del aire y el clima eran del todo lo mismo que en los demás países; porque en esta parte occidental de Jamaica todos los días, al atardecer, se formaba un nubarrón con lluvia, que duraba una hora más o menos; lo cual dice el Almirante que lo atribuía a las grandes selvas y árboles de este país y haber hallado por experiencia que esto ocurría también antes en las islas de Canaria, de Madera y de los Azores; mientras que ahora, que se han talado las muchas selvas y los árboles que las embarazaban, no se forman tantas nubes y lluvias como se engendraban antes.</p><p>De este modo venia navegando el Almirante, aunque siempre con viento contrario, que le obligaba a resguardarse todas las tardes con la tierra, la cual se le mostraba tan verde, amena, fructuosa, llena de bastimentos y tan poblada que juzgó no ser aventajada por ninguna otra; especialmente junto a un canal que llamó de las Vacas, por haber allí nueve isletas cercanas a tierra, la que dice ser tan alta como cualquier otra de las que había visto; y creía que llegaba más arriba del aire donde se producen las tempestades; no obstante, es toda ella muy poblada, y de gran fertilidad y belleza. Juzgaba que esta isla tendría en circuito unas 800 millas, si bien cuando luego descubrió toda, no le dio más que veinte leguas de anchura y cincuenta de longitud. Enamorado de la hermosura de ésta, le entró el deseo de quedarse allí para conocer particularmente la calidad del país; mas la penuria de las vituallas, que ya hemos mencionado, y la mucha agua que entraba en las naves, se lo impidieron. Por esto, luego que hubo un poco de buen tiempo, caminó al Este, tan felizmente que el martes, a 19 de Agosto, perdió aquella isla de vista y siguió derecho su viaje a la Española. Al cabo más oriental de Jamaica, en la costa del Mediodía, llamó Cabo del Farol.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo LX</p><p><em>Cómo el Almirante descubrió 1a parte meridional de la isla Española, hasta que volvió por Oriente a la villa de la Navidad</em></p><p>Miércoles, a 20 de Agosto, el Almirante divisó la parte occidental de la Española, a la que dio el nombre de Cabo de San Miguel, que distaba de la punta oriental de Jamaica treinta leguas, aunque hoy, por ignorancia de los marinos, es llamado Cabo del Tiburón. En este Cabo, el sábado a 12 de Agosto, fue a los navíos un cacique que llamaba al Almirante por su nombre, y decía otras cosas; de lo que se entendió que aquella tierra era la misma que la Española.</p><p>A fin de Agosto surgió en una isleta a la que llamó Alto Velo, y por haber perdido de vista los otros dos navíos de su escuadra mandó bajar alguna gente en aquella isleta, desde la cual, por ser muy alta, se podía descubrir por todas partes a gran distancia; mas no vieron alguno de los suyos. Volviendo a embarcarse mataron ocho lobos marinos; cogieron también muchas palomas, y otras aves, porque no estando habitada aquella isleta, ni los animales acostumbrados a ver hombres, se dejaban matar a palos.</p><p>Lo mismo hicieron en los dos días siguientes, esperando los navíos que desde el viernes pasado iban perdidos, hasta que al cabo de seis días volvieron éstos, y los tres juntos fueron a la isla de la Beata, que dista doce leguas al Este de Alto Velo. Allí pasaron frente a una amena llanura, distante una milla del mar, tan poblada que parecía un solo lugar largo de una legua, en cuya llanura se veía un lago de tres leguas de oriente a occidente. Allí, teniendo la gente del país noticia de los cristianos, fueron en sus canoas a las carabelas, dando cuenta de que habían llegado algunos cristianos de los de la villa Isabela, y que todos estaban bien; de cuya noticia el Almirante se alegró mucho; y para que éstos supieran lo mismo de su salud y de los suyos, y de su regreso, cuando estaba más al oriente envió nueve hombres que atravesasen la isla y pasasen por la fortaleza de Santo Tomás y la de la Magdalena, hasta la Isabela. El, con sus tres navíos, continuando por la costa hacia el oriente, mandó las barcas para coger agua en una playa donde se veía un grande pueblo. Los indios salieron contra los españoles, armados de arcos y saetas envenenadas, y con cuerdas en las manos, haciendo señas de que con éstas atarían y prenderían a los cristianos; pero llegadas ya las barcas a tierra, los indios dejaron las armas y se ofrecieron a llevar pan, agua y todo lo que tenían; y preguntaban en su lengua por el Almirante.</p><p>Salidos de allí, siguiendo su camino, vieron en el mar un pez grande como una ballena, que. tenía en el cuello una gran concha semejante a la de una tortuga, y llevaba fuera del agua la cabeza, tan grande como un tonel; tenía la cola como de atún, muy larga, con dos alas grandes a los costados. Viendo semejante pez, y por otras señales, conoció el Almirante que el tiempo estaba de mudanza, y fue buscando algún puerto donde recogerse. A 15 de Septiembre Dios le concedió ver una isla que está en la parte meridional de la Española, y cercana a ésta, que los indios llamaban Adamaney; con gran tormenta dio fondo en el canal que hay entre ésta y la Española, cerca de una islilla que está entre las dos; donde aquella noche vio el eclipse de la luna, del cual dice que la diferencia, entre Cádiz y aquel paraje donde estaba, era de cinco horas y veintitrés minutos. Por tal motivo creo que durase tanto el mal tiempo, pues hasta el 20 del mes fue obligado a permanecer en el mismo puerto, no sin temor de los otros navíos que no habían podido entrar; pero quiso Dios salvarlos.</p><p>Luego que estuvieron reunidos, a 24 de Septiembre, navegaron hasta la parte más oriental de la Española, y de allí pasaron a una isla que está entre la Española y San Juan, llamada por los indios Amona. Desde esta isla en adelante no continuó el Almirante apuntando en su diario la navegación que hacía, ni dice cómo volvió a la Isabela, sino solamente que, habiendo ido desde la isla de Mona a San Juan, por las grandes fatigas pasadas, por su debilidad y por la escasez del alimento, le asaltó una enfermedad muy grave entre fiebre pestilencial y modorra, la cual casi de repente le privó de la vista, de los otros sentidos y del conocimiento. Por esto, la tripulación de los navíos acordó abandonar la empresa que se hacía de descubrir todas las islas de los Caribes, y volverse a la Isabela, donde llegaron a los cinco días, que fue a 29 de Septiembre. Allí quiso Dios devolver la salud al Almirante, bien que la enfermedad le duró más de cinco meses. El motivo de ésta se atribuyó a los trabajos pasados en aquel viaje y a la gran debilidad que sentía, porque había pasado alguna vez ocho días sin dormir más que tres horas; cosa que parece imposible, si él en sus escritos no diese de ello testimonio.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo LXI</p><p><em>Cómo el Almirante sometió la isla Española y lo que dispuso para sacar de ella utilidad</em></p><p>Vuelto el Almirante de su exploración de Cuba y de Jamaica, encontró en la Española a su hermano Bartolomé Colón, que había ido a tratar con el Rey de Inglaterra acerca del descubrimiento de las Indias, como antes hemos referido. Este, volviendo a Castilla con las capitulaciones que le concedió aquél, supo en París por el Rey Carlos de Francia cómo su hermano el Almirante había ya descubierto las Indias, por lo que dicho Rey le dio cien escudos para hacer su viaje. Y aunque con tal noticia se apresuró mucho para encontrar al Almirante en España, cuando llegó a Sevilla ya había partido éste a las Indias con diez y siete navíos. De modo que para cumplir cuanto éste le había encargado, muy luego, a principios del año 1494, fue a los Reyes Católicos llevando consigo a D. Diego Colón, hermano mío, y a mí, para que sirviesemos de pajes al serenísimo Príncipe D. Juan, que esté en gloria, como lo había mandado la Reina Católica Isabel, que a la sazón estaba en Valladolid. Tan pronto como nosotros llegamos, los Reyes llamaron a D. Bartolomé y le mandaron a la Española con tres navíos. Allí sirvió algunos años, como parece por una memoria suya que encontré entre sus escrituras, donde dice estas palabras: «Yo serví de Capitán desde el 14 de Abril del 94 hasta 12 de Marzo del 96, que salió el Almirante para Castilla; entonces comencé a servir de gobernador hasta el 28 de Agosto del año de 98, que el Almirante fue al descubrimiento de Paria, en cuyo tiempo volví a servir de Capitán hasta el 11 de Diciembre del año 1500, que torné a Castilla.»</p><p>Pero volviendo al Almirante, que regresaba de Cuba, diremos que, habiendo hallado a su hermano en la Española, le nombró Adelantado o gobernador de las Indias. Después hubo sobre esto alguna discusión, porque los Reyes Católicos decían que no se le había concedido al Almirante potestad para dar tal cargo. Para zanjar estas diferencias Sus Altezas se lo concedieron de nuevo, y así, en lo sucesivo, fue llamado Adelantado de las Indias. Con la ayuda y consejos de su hermano el Almirante descansó desde entonces y vivió con mucha quietud, aunque de otra parte fuese fatigado, tanto con motivo de su enfermedad como también porque casi todos los indios de la tierra se habían sublevado por culpa de Pedro Margarit, de que arriba hicimos mención. Este, siendo obligado a considerar y respetar al que, cuando partió para Cuba, le había hecho Capitán de 360 soldados y 14 jinetes, para que con éstos recorriese la isla reduciéndola al servicio de los Reyes Católicos, y a la obediencia de los cristianos, especialmente la provincia de Cibao, de la que se esperaba la principal utilidad, hizo todo lo contrario; pues apenas se marchó el Almirante, fuése con toda aquella gente a la Vega Real, distante diez leguas de la Isabela, y no quiso recorrer y pacificar la isla; antes bien, fue ocasión de que naciesen discordias y parcialidades en la Isabela, procurando y maquinando que los del Consejo instituido por el Almirante le obedeciesen en todas sus órdenes, y mandóles cartas muy desenvueltas; hasta que viendo que no podía salir con su empeño de hacerse superior a todos, por no esperar al Almirante, a quien habría de dar cuenta de su cargo, se embarcó en los primeros navíos que llegaron de Castilla, y se volvió con éstos sin dar justificación, ni dejar orden alguna acerca de la gente que le estaba encomendada. De la ida de mosén Pedro Margarit provino que cada uno se fuese entre los indios por do quiso, robándoles la hacienda y tomándoles las mujeres y haciéndoles tales desaguisados, que se atrevieron los indios a tomar venganza en los que tomaban solos o desmandados; por manera que el cacique de la Magdalena, llamado Guatigana mató diez cristianos y secretamente mandó prender fuego a una casa donde había cuarenta enfermos. Vuelto el Almirante, fue aquél castigado con severidad, porque si bien no se le pudo echar mano, fueron apresados algunos de sus vasallos y mandados a Castilla en cuatro navíos que Antonio de Torres llevó a 24 de Febrero del año 1495. Igualmente fueron castigados otros seis o siete que en diversos lugares de la isla habían hecho daño a los cristianos; es verdad que los caciques habían matado a muchos, pero aún habrían dado muerte a muchos más si el Almirante no llegase a tiempo de ponerles algún freno. Este encontró la isla en tan mal estado que «los más cristianos cometían mil excesos, por lo cual los indios los tenían entrañable odio y rehusaban de venir a su obediencia». El que los Reyes o caciques estuviesen conformes en su propósito de no obedecer a los cristianos, era muy fácil de conseguir, porque, según hemos dicho, eran cuatro los principales bajo cuya voluntad y dominio vivían los otros. Los nombres de éstos eran Caonabó, Guacanagarí, Beechío y Guarionex. Cada uno de ellos tenía a sus órdenes otros setenta u ochenta caciques, no porque éstos les diesen tributo ni otra utilidad, sino porque estaban obligados, cuando se les llamase, a ayudarles en sus guerras y a sembrarles sus campos. Uno de éstos, llamado Guacanagarí, señor de la región de la isla donde estaba fundada la villa de la Navidad, perseveraba en la amistad de los cristianos, por lo que, tan luego como supo la venida del Almirante, fue a visitarlo diciendo que no había intervenido ni en el propósito, ni en ayuda de los otros caciques; y que de ello daba testimonio la benevolencia con que en su país habían sido tratados los cristianos, pues siempre tuvo un centenar de éstos bien servidos y provistos de todo aquello en que le era posible complacerles, por cuyo motivo los otros caciques le eran contrarios, especialmente Beechío, que le había matado una mujer; Caonabó le había robado otra; por lo que suplicaba que se la hiciese restituir, y le ayudase en la venganza de sus injurias. Así resolvió el Almirante hacerlo, creyendo ser verdad lo que le decía, pues lloraba cuantas veces recordaba la muerte de aquellos que habían perecido en la Navidad, como si fuesen hermanos suyos; y tanto más se dispuso a esto el Almirante, por considerar que con la discordia entre los caciques podría más fácilmente sojuzgar aquel país, y castigar la rebelión de los otros indios y la muerte de los cristianos. Por lo cual, a 24 de Marzo de 1495 salió de la Isabela dispuesto para la guerra. En su ayuda y compañía llevó al mencionado Guacanagarí, muy deseoso de oprimir a sus enemigos, aunque parecía empresa muy difícil, puestos éstos eran más de cien mil indios, y sólo llevaba consigo el Almirante doscientos cristianos, veinte caballos y otros tantos perros lebreles. Pero conociendo el Almirante la naturaleza y condición de los indios, dividió el ejército con su hermano el Adelantado, a dos jornadas largas de la Isabela, para embestir por diversas partes a la muchedumbre esparcida por los campos, pensando que el miedo de sentir el estruendo por varios lados los pondría más que nada en fuga, como lo demostró claramente el efecto; porque habiendo los escuadrones de soldados de las dos bandas acometido la muchedumbre de los indios, cuando se había comenzado a romper con los tiros de las ballestas y los arcabuces, para que no volvieran a juntarse, los acometieron impetuosamente, «que dieron los caballos por una parte, y los lebreles por otra, y todos, siguiendo y matando, hicieron tal estrago que en breve fue Dios servido tuviesen los nuestros tal victoria, que siendo muchos muertos, y otros presos y destruidos», y cogido vivo Caonabó, el principal cacique de todos ellos, juntamente con sus hijos y sus mujeres. Después confesó Caoriabó haber muerto a veinte de los cristianos que habían quedado con Arana en la villa de la Navidad, cuando el viaje primero que fueron descubiertas las Indias; y que después, bajo color de amistad, había ido apresuradamente a ver la villa de la Isabela, con el designio, que fue conocido por los nuestros, de observar cómo mejor podría combatirla y hacer lo mismo que había hecho antes en la Navidad. De todas estas cosas, ya referidas por otros, el Almirante tenía plena información, de tal modo que para castigarle de aquel delito y de esta segunda rebelión y junta de indios, había salido contra él; habiéndolo hecho prisionero con un hermano suyo, los envió a España porque no quiso ajusticiar a un tan gran personaje sin que lo supiesen los Reyes Católicos, pues bastaba haber castigado a muchos de los culpables. Con la prisión de éstos y con la victoria obtenida, sucedieron las cosas de los cristianos tan prósperamente que, no siendo más de seiscientos treinta, la mayor parte enfermos, y muchas mujeres y muchachos, en espacio de un ano que el Almirante recorrió la isla, sin tener que desenvainar la espada, la puso en tal obediencia y quietud que todos prometieron tributo a los Reyes Católicos cada tres meses, a saber: de los que habitan en Cibao, donde estaban las minas de oro, pagaría toda persona mayor de catorce años un cascabel grande lleno de oro en polvo; todos los demás, veinticinco libras de algodón cada uno; y para saber quién debía pagar ese tributo se mandó hacer una medalla de latón o de cobre, que se diese a cada uno cuando la paga, y la llevase al cuello, a fin de que quien fuese encontrado sin ella se supiese que no había pagado y se le castigase con alguna pena. No hay duda de que esta orden habría tenido su efecto si no sucediesen después entre los cristianos algunas alteraciones que más adelante referiremos; porque después de la prisión de Caonabó quedó aquella región tan pacífica que en adelante un solo cristiano iba seguramente donde quería, y los mismos indios lo conducían en hombros a donde le agradaba, le mismo que en postas; lo cual el Almirante no reconocía venir sino de Dios y de la buena suerte de los Reyes Católicos, considerando que de otro modo hubiera sido imposible que doscientos hombres medio enfermos y mal armados fuesen bastantes para vencer a tanta muchedumbre, la cual quiso poner bajo su mano la Divina Providencia; pero también les dio gran penuria de bastimentos, y varias graves enfermedades que los redujeron a una tercera parte de los que eran antes, para que resultase más claro que de su alta mano y voluntad procedían tan maravillosas victorias y dominaciones de pueblos, y no de nuestras fuerzas o ingenios, o de la cobardía de los indios, pues aunque los nuestros hubieran sido muy superiores, era cierto que la muchedumbre de los indios hubiera podido suplir a cualquiera ventaja de los nuestros.</p><p>&nbsp;&nbsp;</p><p>CapÍtulo LXII</p><p><em>De algunas cosas que se vieron en la isla Española, y de las costumbres, ceremonias y religión de los indios</em></p><p>Habiéndose pacificado la gente de aquella isla, y tratando seguramente con los nuestros, túvose conocimiento de muchas cosas y secretos del país, especialmente dónde había minas de cobre, de zafiros, de ámbar y brasil, ébano, incienso, cedros, muchas gomas finas y especiería de varios géneros, aunque salvajes, que bien cultivadas podían llegar a perfección, como la canela fina de color, aunque amarga de sabor; jenjibre, pimienta, diversas especies de moreras para la seda, que todo el año tienen hojas, y muchos otros árboles y plantas útiles de que los nuestros no tenían conocimiento alguno. Supieron también los nuestros muchas noticias relativas a las costumbres de los indios, que me parecen dignas de referirlas, copiaré aqui las mismas palabras del Almirante como las dejó escritas: «Idolatría u otra secta no he podido averiguar en ellos, aunque todos sus reyes, que son muchos, tanto en la Española como en las demás islas, y en tierra firme, tienen una casa para cada uno, separada del pueblo, en la que no hay más que algunas imágenes de madera hechas en relieve, a las que llaman cemíes. En aquella casa no se trabaja para más efecto que para el servicio de los cerníes, con cierta ceremonia y oración que ellos hacen allí, como nosotros en las iglesias. En esta casa tienen una mesa bien labrada, de forma redonda, como un tajador, en la que hay algunos polvos que ellos ponen en la cabeza de dichos cerníes con cierta ceremonia; después, con una caña de dos ramos que se meten en la nariz, aspiran este polvo. Las palabras que dicen no las sabe ninguno de los nuestros. Con estos polvos se ponen fuera de tino, delirando como borrachos. Ponen un nombre a dicha estatua; yo creo que será el del padre, del abuelo o de los dos, porque tienen más de una, y otros más de diez, en memoria, como ya he dicho, de alguno de sus antecesores. He notado que alaban a una más que a otra, y he visto tener más devoción y hacer más reverencia a unas que a otras, como nosotros en las procesiones cuando es menester; y se alaban los caciques y los pueblos de tener mejor cemí, los unos, que los otros. Cuando van éstos a su cemí, y entran en la casa donde está, se guardan de los cristianos, y no les dejan entrar en ella, antes, si tienen sospecha de su venida, cogen el cemí o cemíes y los esconden en los bosques, por miedo de que se los quiten; aún es más de reír el que tengan la costumbre de robarse unos a otros el cemí. Sucedió en una ocasión que teniendo recelo de nosotros, entraron los cristianos con ellos en la dicha casa, y de súbito el cemí gritó fuerte y habló en su lengua, por lo que se descubrió que era fabricado con artificio, porque siendo hueco, tenía en la parte inferior acomodada una cervatana o trompa que iba a un lado oscuro de la casa, cubierto de follaje, donde había una persona que hablaba lo que el cacique quería que dijese, cuanto se puede hablar con una cervatana.</p><p>Por lo que los nuestros, sospechando lo que podía ser, dieron con el pie al cemí y hallaron lo que hemos contado. El cacique, viendo que habíamos descubierto aquello, les rogó con gran instancia que no dijesen cosa alguna a los indios sus vasallos, ni a otros, porque con aquella astucia tenían a todos a su obediencia. De esto podemos decir que hay algún color de idolatría, al menos en aquellos que no saben el secreto y el engaño de sus caciques, pues creen que el que habla es el cemí, y todos en general son engañados. Sólo el cacique es sabedor y encubridor de tan falsa credulidad, por medio de la cual saca de sus pueblos todos los tributos que quiere.</p><p>Igualmente, la mayor parte de los caciques tienen tres piedras, a las cuales, ellos y sus pueblos muestran gran devoción. La una, dicen que es buena para los cereales y las legumbres que han sembrado; la otra, para parir las mujeres sin dolor, y la tercera, para el agua y el sol, cuando hacen falta. Envié a Vuestra Alteza tres de estas piedras con Antonio de Torres, y otras tres las llevaré yo. Asimismo, cuando estos indios mueren, les hacen sus exequias de diversos modos; la manera de sepultar a sus caciques es la siguiente: abren el cadáver del cacique y lo secan al fuego para que se conserve entero; de los otros, solamente toman la cabeza; a otros los sepultan en una gruta y ponen encima de la cabeza pan y una calabaza llena de agua. Otros, los queman en la casa donde muere, y cuando los ven en el último extremo, antes de que mueran los estrangulan; esto se hace con los caciques. A unos los echan fuera de casa; a otros los echan en una hamaca que es un lecho de red, les ponen agua y pan al lado de la cabeza, los dejan solos y no vuelven a verlos más. Algunos, cuando están gravemente enfermos, los llevan al cacique; éste dice si deben estrangularlos o no, y hacen lo que manda. He trabajado mucho por saber lo que creen y saben acerca de dónde van los muertos, especialmente de Caonabó, que era el rey principal de la isla Española, hombre de edad, de gran saber y de agudísimo ingenio; éste y otros respondían que van a cierto valle, que cada cacique principal cree estar en su país, y afirman que allí encuentran a sus padres y a sus antecesores; que comen, tienen mujeres y se dan a placeres y solaces, como más copiosamente se contiene en la siguiente escritura, en la que yo encargué a cierto Fr. Ramón, que sabía la lengua de aquéllos, que recogiese todos sus ritos y sus antigüedades; aunque, son tantas las fábulas, que no se puede sacar algún provecho, sino que todos los indios tienen cierto natural respeto al futuro y creen en la inmortalidad de nuestras almas.</p><p>&nbsp;</p>
contexto
<p>CapÍtulo XVII</p><p><em>Cómo el Almirante llegó a las Canarias y allí se proveyó completamente de todo lo que necesitaba</em></p><p>Partido el Almirante de Palos hacia las Canarias, el día siguiente, que fue sábado, a cuatro días de Agosto, a una de las carabelas de la armada, llamada la Pinta, le saltaron fuera los hierros del timón; y como, con tal defecto, los que allí navegaban tenían que amainar las velas, pronto el Almirante se les acercó, bien que por la fuerza del temporal no pudiese darles socorro, pero tal es la costumbre de los capitanes en el mar, para dar ánimo a los que padecen algún daño. Hízolo así con presteza, porque sospechaba que tal accidente había sobrevenido por astucia o malignidad del patrón, creyendo de este modo librarse de aquel viaje, como antes de la salida intentó hacer. Pero como quiera que Pinzón, capitán de dicho navío, era hombre práctico y marinero diestro, puso tal remedio con algunas cuerdas, que pudieron seguir su camino, hasta que el martes siguiente, con la fuerza del viento, se rompieron dichas cuerdas y fue necesario que todos amainasen para volver a componerlos. De cuyo trastorno y mala suerte que tuvo dicha carabela en perder dos veces el timón, al principio de su camino, quien fuera supersticioso habría podido conjeturar la desobediencia y contumacia que aquélla tuvo después contra el Almirante, alejándose dos veces de él, por malignidad de dicho Pinzón, como más adelante se referirá.</p><p>Volviendo, pues, a lo que yo contaba, digo, que procuraron entonces remediarse lo mejor que pudieron, hasta que llegasen a las Canarias, las cuales descubrieron los tres navíos el jueves, a 9 de Agosto, a hora del alba; mas por el viento contrario, y por la calma, no les fue posible, ni aquel día, ni los dos siguientes, tomar tierra en la gran Canaria, a la que estaban entonces muy próximos; por lo que el Almirante dejó allí a Pinzón, a fin de que, saliendo a tierra pronto, procurase haber otro navío, y él para el mismo efecto corrió a la isla de la Gomera, juntamente con la Niña, para que, si en una de aquellas islas no hallase ocasión de navío, buscarlo en la otra.</p><p>Con tal propósito, siguiendo su camino, el domingo siguiente, que fue 12 de Agosto, por la tarde llegó a la Gomera, y luego mandó el batel a tierra, el cual regresó en la mañana siguiente a la nave, diciendo que entonces no había ningún navío en aquella isla; pero que de una hora a otra, los del país esperaban a Doña Beatriz de Bobadilla, señora de la misma isla, que estaba en la gran Canaria, que llevaba un navío de cierto Grajeda, de Sevilla, de cuarenta toneladas; el cual, por ser a propósito para su viaje, podría tomarlo. Por es», el Almirante resolvió esperar en aquel puerto, creyendo que si Pinzón no hubiese podido aderezar su nave, habría hallado alguna otra en la Gomera. Estuvo allí los dos días siguientes, pero viendo que dicho navío no se presentaba, y que partía para la gran Canaria un carabelón de la isla de Gomera, mandó en él un hombre para que anunciase a Pinzón su arribada y le ayudase a componer su navío, escribiéndole, que si él no volvía para darle ayuda, era porque su nao no podía navegar. Pero como después de la salida del carabelón tardó mucho en saber noticias, el Almirante resolvió, a 23 de Agosto, volver con sus dos naves a la gran Canaria, y así, partiendo el día siguiente, encontró en el camino al carabelón, que no había podido todavía llegar a la gran Canaria por serle el viento muy contrario. Recogió al hombre que lo guiaba, y pasó aquella noche cerca de Tenerife, de cuya montaña se veían salir grandísimas llamas, de lo que maravillándose su gente, les dio a entender el fundamento y la causa de tal fuego, comprobando todo con el ejemplo del monte Etna de Sicilia y de otros muchos montes donde se veía lo mismo. Pasada después aquella isla, el sábado a 25 de Agosto, llegaron a la isla de la gran Canaria, donde Pinzón, con gran fatiga, había arribado el día antes. De éste supo el Almirante cómo el lunes anterior, D.ª Beatriz había marchado con aquel navío que él con tanta dificultad y molestia procuraba tomar, y aunque los otros recibieron de esto gran pesar, él se conformaba con aquello que sucedía, echando todo a la mejor parte, y afirmando que si no agradaba a Dios que encontrase aquella nave, quizá sucedía esto, porque, si la hubiese hallado, habría tenido juntamente impedimento y dificultad en obtenerlo, y pérdida de tiempo en el traspaso de las mercancías que se llevaban, y por tanto, dilación en el viaje. Por cuyo motivo, sospechando no encontrarlo otra vez en el camino, si tornase a buscarlo hacia la Gomera, se propuso arreglar en Canaria dicha carabela, lo mejor que pudiese, haciéndole un nuevo timón, por si, como le habían dicho, había perdido el suyo; y a más de esto hizo mudar la vela, de latina en redonda, en la otra carabela llamada la Niña, a fin de que siguiese a las demás naos con más seguridad y menor peligro.</p><p>CapÍtulo XVIII</p><p><em>Cómo el Almirante salió de la isla de la gran Canaria para seguir, o dar principio a su descubrimiento, y lo que le sucedió en el Océano</em></p><p>Después que los navíos estuvieron bien arreglados y dispuestos para su partida, el viernes, que fue primero de Septiembre, a la tarde, el Almirante hizo desplegar las velas al viento, saliendo de la gran Canaria, y al día siguiente llegaron a la Gomera, donde en proveerse de carne, de agua y de leña, se detuvieron otros cuatro días, de modo que el jueves siguiente, de mañana, esto es, a 6 de Septiembre de dicho año de 1492, que se puede contar como principio de la empresa y del viaje por el Océano, el Almirante salió de la Gomera con rumbo al Occidente, y por el poco viento y las calmas que tuvo, no pudo alejarse mucho de aquellas islas.</p><p>El domingo, al ser de día, halló que estaba a nueve leguas, hacia el Occidente, de la isla de Hierro, donde perdieron del todo de vista la tierra, y temiendo no volver en mucho tiempo a verla, muchos suspiraron y lloraron. Pero el Almirante, después que hubo animado A todos con largas promesas de muchas tierras y de riquezas, para que tuviesen esperanza y disminuyese el miedo que tenían de tan largo viaje, aunque aquel día los navios caminaron diez y ocho leguas, dijo no haber contado más de quince, habiendo resuelto aminorar, en la relación del viaje, parte de la cuenta, para que no supiese la gente que estaban tan lejos de España como de hecho lo estaba, pero con propósito de anotar ocultamente la verdad.</p><p>Continuando así el viaje, martes, a 11 de Septiembre, a la puesta del sol, estando entonces ya cerca de cien leguas hacia el Occidente de la isla del Hierro, se vio un grueso madero del mástil de una nave de ciento veinte toneladas, el cual parecía que había ido mucho tiempo llevado por el agua. En aquel paraje, y más adelante al Occidente, las corrientes eran muy recias hasta el Nordeste. Pero habiendo corrido después otras cincuenta leguas al Poniente, el 13 de Septiembre, halló que a las primeras horas de la noche, noroesteaban las calamitas de las brújulas por media cuarta, y al alba, noroesteaban poco más de otra media de lo que conoció que la aguja no iba derecha a la estrella que llaman del Norteo, o Polar, sino a otro punto fijo e invisible. Cuya variación hasta entonces nadie había conocido, y así tuvo justa causa para maravillarse de esto. Pero mucho más se asombró el tercer día, cuando había ya ido cien leguas más adelante de aquel paraje, porque las agujas, al principio de la noche noroesteaban con la cuarta, y a la mañana, se dirigían a la misma estrella.</p><p>El sábado, a 15 de Septiembre, estando casi trescientas leguas hacía el occidente de la isla del Hierro, de noche cayó del cielo al mar una maravillosa llama, cuatro o cinco leguas distantes de los navíos, con rumbo al Sudoeste, aunque el tiempo era templado, como en abril, y los vientos del Nordeste al Suroeste bonancibles, el mar tranquilo, y las corrientes de continuo hacia el Nordeste. Los de la carabela Niña dijeron al Almirante que el viernes pasado habían visto un gorjao y otro pájaro llamado rabo de junco, de lo que, por ser éstas las primeras aves que habían parecido, se admiraron mucho.</p><p>Pero mayor fue su asombro al día siguiente, domingo, por la gran cantidad de hierba entre verde y amarilla que se veía en la superficie del agua, la cual parecía que fuese nuevamente separada de alguna isla o escollo. De esta hierba vieron mucha al día siguiente, de donde muchos afirmaron que estaban ya cerca de tierra, especialmente, porque vieron un pequeño cangrejo vivo, entre aquellas matas de hierba; decían que ésta era semejante a la llamada <em>Estrella</em>, sólo que tenía el tallo y los ramos altos, y estaba toda cargada de frutos como de lentisco; notaron también que el agua del mar era la mitad menos salada que la anterior. A más de esto, aquella noche les siguieron muchos atunes, que se acercaban tanto a los navíos y nadaban junto a ellos tan ligeramente, que uno fue matado con una fisga por los de la carabela Niña. Estando ya trescientas sesenta leguas al oeste de la isla del Hierro, vieron otro rabo de junco, pájaro llamado así porque. tiene una larga pluma por cola, y en lengua española, rabo quiere decir cola.</p><p>El martes después, que fue 18 de Septiembre, Martín Alonso Pinzón, que había pasado adelante con la carabela Pinta, que navegaba muy bien, esperó al Almirante y le dijo haber visto una multitud grande de aves que volaban hacia poniente, por lo que esperaba encontrar tierra aquella noche. Cuya tierra le pareció ver hacia el Norte, a distancia de quince leguas, en el mismo día, al ponerse el sol, cubierta de grande oscuridad y nubarrones. Pero como el Almirante sabía con certeza que no era tierra, no quiso perder el tiempo en ir a reconocerla, como todos deseaban, porque no la encontraba en el sitio donde, por sus conjeturas y razonamientos, esperaba que se descubriese; antes bien quitaron aquella noche una boneta, porque el viento arreciaba, habiendo pasado ya once días que no amainaban las velas un palmo, pues caminaban de continuo con viento en popa hacia el Occidente.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XIX</p><p><em>Cómo todos estaban muy atentos a los indicios que había en el mar, con deseo de llegar a tierra</em></p><p>Como toda la gente de la armada era nueva en semejante navegación y peligro, y se veían tan lejos de todo socorro, no dejaban entre ellos de murmurar; y no viendo más que agua y cielo, notaban siempre con atención cualquier señal que se les presentaba, como aquellos que estaban de hecho más lejanos de tierra, que nadie lo había estado hasta entonces. Por lo que referiré todo aquello a que daban alguna importancia, y esto será cuanto a la delación de este primer viaje; pues de los otros indicios menores que se presentan con frecuencia, y se ven ordinariamente, no quiero razonar.</p><p>Digo, pues, que el 19 de Septiembre, de mañana, vino a la nave del Almirante un pájaro llamado alcatraz, y otros vinieron por la tarde, que daban alguna esperanza de tierra, porque juzgábase que tales aves no se habrían separado mucho de aquélla. Con cuya esperanza, cuando hubo calma sondaron con doscientas brazas de cuerda; y aunque no pudieron hallar fondo, conocieron que todavía las corrientes iban hacia el Sudoeste.</p><p>Igualmente, el jueves, a veinte días de aquel mes, dos horas antes de medio día llegaron dos alcatraces a la nave, y aún vino otro al cabo de poco, y tomaron un pájaro semejante al gorjao, sólo que era negro, con un penacho blanco en la cabeza, y con patas semejantes a los del ánade, como suelen tener las aves acuáticas; a bordo, mataron un pez pequeño; vieron mucha da la hierba mencionada, y al salir el día vinieron a la nave tres pajarillos de tierra, cantando, pero al salir el sol desaparecieron, dejando algún consuelo, porque se pensaba que las otras naves, por ser marinas y grandes, podían mejor alejarse de tierra, y que estos pajarillos no debían venir de tanta lejanía. Luego, tres horas después, fue visto otra alcatraz, que venía del Oesnoroeste; al día siguiente, a la tarde, vieron otro rabo de junco y un alcatraz, y se descubrió más cantidad de hierba que en todo el tiempo pasado, hacia el Norte, por cuanto se podía extender la vista, de lo cual recibían aliento, creyendo que vendría de alguna tierra próxima; esto, a veces, les causaba gran temor, porque había allí matas de tanta espesura, que en algún modo detenían los navíos, y como quiera que el miedo lleva la imaginación a las cosas peores, temían hallarla tan espesa que quizá les sucediese lo que se cuenta de San Amador, en el mar helado, del cual se dice que no deja avanzar a los navíos; por esto separaban los navíos, de la matas de hierba, todas las veces que podían.</p><p>Pero volviendo a los indicios, digo que otro día vieron una ballena, y al sábado siguiente, que fue a 22 de Septiembre, fueron vistas algunas pardelas; y soplaron aquellos tres días algunos vientos del Sudoeste, unas veces más al Poniente, y otras menos, los cuales, aunque eran contrarios a la navegación, el Almirante dice que los tuvo por muy buenos y de gran provecho, porque al murmurar entonces la gente, entre las otras cosas que decían para aumentar su miedo, era una el que, pues siempre tenían el viento en popa, que en aquellos mares no le tendrían nunca próspero para volver a España, y aun dado que sucediese lo contrario, decían que el viento no era estable, y que no bastando para agitar el mar, no podrían tornar, dado lo largo del camino que dejaban atrás. Aunque el Almirante replicaba, diciéndoles que esto procedía de estar ya cerca de tierra, que no dejaba levantar las olas, y les diese las razones que mejor podía, afirma que tuvo entonces necesidad de la ayuda de Dios, igual que Moisés, cuando sacó a los hebreos de Egipto, los cuales se abstenían de poner las manos en él, por los muchos prodigios con que Dios le favorecía; así dice el Almirante le sucedió en aquel viaje, porque pronto, el domingo siguiente, a 23, se levantó un viento Oesnoroeste, con el mar algún tanto agitado, como la gente deseaba; e igualmente, tres horas antes de medio día, vieron una tórtola, que volaba sobre la nave, y a la tarde siguiente vieron un alcatraz, una avecilla de río y otros pajarillos blancos; en la hierba encontraron algunos cangrejillos; al día siguiente vieron otro alcatraz, muchas pardelas que venían de hacia Poniente, y algunos pececillos, algunos de los cuales mataron los marineros con fisgas, porque no picaban en el anzuelo.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XX</p><p><em>Cómo la gente murmuraba con deseo de volverse, y viendo otras señales y demostraciones de tierra, caminó hacia ella con alegría</em></p><p>Cuanto más vanos resultaban los mencionados indicios tanto más crecía su miedo y la ocasión de murmurar, retirándose dentro de los navíos y diciendo que el Almirante, con su fantasía, se había propuesto ser gran señor a costa de sus vidas y peligros, y de morir en aquella empresa; y pues ellos habían ya cumplido con su obligación de probar suerte, y se habían apartado de tierra y de todo socorro más que nadie, no debían ser autores de su propia ruina ni seguir aquel camino hasta que después tuvieran que arrepentirse y les faltasen las vituallas y los navíos, los cuales, como sabían, estaban llenos de averías y de grietas, de modo que mal podrían salvar a hombres que tanto se habían internado en el mar; y que nadie juzgaría mal hecho lo que en tal caso habían resuelto, más bien, al contrario, serían juzgados muy animosos por haberse puesto a tal empresa, y haber ido tan adelante; y que, por ser extranjero el Almirante, y sin algún apoyo, y por haber siempre tantos hombres sabios y doctos reprobado y censurado su opinión, no habría quien le favoreciese y defendiese, y a ellos les sería creído cuanto dijeran, y sería atribuido a culpa de ignorancia y mal gobierno lo que él dijera en contra para justificarse. No faltaron algunos que propusieron dejarse de discusiones, y si él no quería apartarse de su propósito, podían resueltamente echarlo al mar, publicando luego que el Almirante, al observar las estrellas y los indicios, se había caído sin querer; que nadie andaría investigando la verdad de ello; y que esto era el fundamento más cierto de su regreso y de su salvación. De tal guisa continuaban murmurando de día en día, lamentándose y maquinando, aunque el Almirante no estaba sin sospecha de su inconstancia y de su mala voluntad hacia él; por lo que, unas veces con buenas palabras, y otras con ánimo pronto a recibir la muerte, les amenazaba con el castigo que les podría venir si impidiesen el viaje, con ello templaba algo sus propósitos y sus temores; y para confirmación de la esperanza que les daba, recordaba las muestras y los indicios sobredichos, prometiéndoles que en breve tiempo hallarían alguna tierra; a los cuales indicios andaban ellos de continuo tan atentos que cada hora les parecía un año hasta ver tierra.</p><p>Por fin, el martes 25 de Septiembre, a la puesta del sol, razonando el Almirante con Pinzón, que se le había acercado con su nave, Pinzón gritó en alta voz: <em>«Tierra, tierra, señor; que no pierda mi buena mano»</em>; y le mostró, en dirección al Sudoeste, un bulto que tenía clara semejanza de isla, que distaba veinticinco leguas de los navíos, de lo cual se puso la gente tan alegre y consolada, que daban a Dios muchas gracias; el Almirante, que hasta ser de noche prestó alguna fe a lo que se le había dicho, por consolar a su gente, y a más, porque no se le opusieran e impidieran su camino, navegó hacia allí por gran parte de la noche; pero la mañana siguiente conocieron que lo que habían visto eran turbiones y nubes que muchas veces parecen ser muestra de clara tierra; por lo cual, con mucho dolor y enojo de la mayor parte, tornaron a seguir el rumbo de Occidente, como siempre habían llevado a no ser que el viento se lo impidiese, y teniendo los ojos atentos a indicios, vieron un alcatraz y un rabo de junco y otros pájaros semejantes a ellos; el jueves, a 27 de Septiembre, vieron otro alcatraz que venía de Poniente e iba hacia Levante, y se mostraron muchos peces dorados, de los que mataron uno con una fisga; pasó cerca de ellos un rabo de junco, y conocieron después que las corrientes, en los últimos días no eran tan constantes y ordenadas como solían, sino que volvían atrás con las mareas, y la hierba se veía por el mar en menor cantidad que antes.</p><p>El viernes siguiente mataron todos los de los navíos algunos peces dorados, y el sábado vieron un rabihorcado, el cual, aunque sea ave marina, no descansa allí, sino que va por el aire persiguiendo a los alcatraces hasta que les hace echar, de miedo, la inmundicia de su vientre, la que recoge por el aire, para su alimento, y con tal astucia y caza se sustenta en aquellos mares; dícese que se ven muchos en los alrededores de las islas de Cabo Verde. Poco después vieron otros dos alcatraces, y muchos peces golondrinos, que son de grandeza de un palmo, con dos aletas semejantes a las del murciélago, y vuelan de cuando en cuando, tanto como una lanza sobre el agua, el tiro de un arcabuz, unas veces más y otras menos, y en ocasiones caen en los navíos. También, después de comer, vieron mucha hierba en dirección de Norte a Mediodía, como solían antes, y otros tres alcatraces y un rabihorcado que los perseguía.</p><p>El domingo, a la mañana, vinieron a la nave cuatro rabos de junco, los que por haber venido juntos, se creyó que estaban próximos a tierra, y especialmente, porque de allí a poco pasaron otros cuatro alcatraces; vieron muchas hiladas de hierba que iban de Oesnoroeste al Esoeste; vieron también muchos peces emperadores, análogos a los llamados chopos, que tienen la piel durísima y no son buenos para comerlos.</p><p>Pero, aunque el Almirante tuviese atención a todos estos indicios, observaba los del cielo y el curso de las estrellas, por donde notó en aquel paraje, con grande admiración, que de noche, las Guardas estaban justamente en el brazo del Occidente, y cuando era de día, se encontraban en la línea bajo el brazo, al Nordeste. De lo que deducía que en toda la noche no caminaban sino tres líneas, que son nueve horas, y esto lo comprobaba todas las noches. Igualmente notó que desde las primeras horas de la noche, las agujas noroesteaban toda una cuarta, y cuando amanecía, miraban derechamente a la estrella polar. Por cuyos motivos, los pilotos estaban con grande inquietud y confusión, hasta que él les dijo que de esto era causa el círculo que hace la estrella polar o del Norte, rodeando el polo, cuya explicación les dio mucho aliento, porque en presencia de tales novedades temían peligro en el camino, a tanta distancia y diversidad de regiones.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXI</p><p><em>Cómo no sólo vieron los indicios y las señales anteriores, sino otros mejores, que les dieron algún ánimo</em></p><p>El lunes, que fue el primero de octubre, salido el sol, vino a la nave un alcatraz; dos horas antes de mediodía llegaron otros dos; la dirección de la hierba era del Este al Oeste; y aquel día, de mañana, el piloto de. la nave del Almirante dijo que estaba, hacia el Poniente, quinientas sesenta y ocho leguas más allá de la isla del Hierro; el Almirante afirmó que pensaba estar algo más distante, a quinientas ochenta y cuatro leguas, aunque en oculto sabía haberse alejado setecientas siete; de modo que su cuenta superaba en 129 leguas a la de dicho piloto. Aún era mucho más diferente el cómputo de las otras dos naves, porque el piloto de la Niña, el miércoles siguiente por la tarde, dijo que, a su juicio, habían caminado quinientas cuarenta leguas; y el de la Pinta, seiscientas treinta y cuatro. Quitando, pues, lo que caminaron aquellos tres días, quedaban todavía muy apartados de la razón y de la verdad, porque siempre tuvieron buen viento en popa y habían caminado más. Pero el Almirante, como se ha dicho, disimulaba y transigía con el error cometido, para que la gente no desmayara viéndose tan lejos.</p><p>El día siguiente, que fue 2 de Octubre, vieron muchos peces, y mataron un atún pequeño; se presentó un pájaro blanco, como gaviota, y muchas pardelas, y la hierba que veían era muy añeja, casi hecha polvo.</p><p>Al día siguiente, no viendo más aves que algunas pardelas, temieron grandemente haber dejado al lado algunas islas, pasando por medio de ellas sin verlas; creían que los muchos pájaros vistos hasta entonces, eran de paso, y que irían de una isla a otra a descansar. Queriendo ellos ir de uno a otro lado para buscar aquellas tierras, el Almirante se opuso, por no perder el favorable viento que le ayudaba para ir derecho hacia las Indias por el Occidente, cuya via era la que tenía por más cierta; además, porque le parecía perder la autoridad y el crédito de su viaje, andando a tientas, de un lugar a otro, buscando aquello que siempre afirmó saberlo muy ciertamente, y esto fue la causa de amotinarse la gente, perseverando en murmuraciones y conjuras. Pero quiso Dios socorrerle, como arriba se ha dicho, con nuevos indicios. Porque el jueves, 4 de Octubre, después de mediodía, vieron más de cuarenta pardelas juntas, y dos alcatraces, los cuales se acercaron tanto a los navíos, que un grumete mató uno con una piedra. Antes de esto habían visto otro pájaro, como rabo de junco, y otro como gaviota; y volaron a la nave muchos peces golondrinos. El día siguiente, también vino a la nave un rabo de junco, y un alcatraz de la parte de Occidente; y se vieron muchas pardelas.</p><p>El domingo después, 7 de octubre, al salir el sol, se vio hacia el Poniente muestras de tierra, pero como era oscura, ninguno quiso declararse autor, no sólo por quedar con vergüenza afirmando lo que no era, cuanto por no perder la merced de diez mil maravedís anuales, concedidos por toda la vida a quien primeramente viese tierra, la cual habían prometido los Reyes Católicos; porque, como ya hemos dicho, para impedir que a cada momento se diesen vanas alegrías, con decir falsamente: ¡tierra, tierra!, se había puesto pena, al que dijese verla, y esto no se comprobase en término de tres días, quedar privado de dicha merced, aunque después verdaderamente la viese; y porque todos los de la nave del Almirante tenían esta advertencia, ninguno se arriesgaba a gritar: ¡tierra, tierra! Los de la carabela Niña, que, por ser más ligera, iba delante, creyendo ciertamente que fuese tierra, dispararon una pieza de artillería y alzaron las banderas en señal de tierra. Pero, cuando fueron más adelante, les comenzó a faltar a todos la alegría, hasta que totalmente se deshizo aquella apariencia; bien que, no mucho después, quiso Dios tornar a consolarles algo, porque vieron grandísimas bandadas de aves de varios géneros, y algunas otras de pajarillos de tierra, que iban desde la parte de Occidente a buscar su alimento en el Sudoeste. Por lo cual, el Almirante, teniendo por muy cierto, porque se hallaba muy lejano de Castilla, que aves tan pequeñas no irían a reposar muy lejos de tierra, dejó de seguir la vía del Oeste, hacia donde iba, y caminó con rumbo al Sudoeste, diciendo que, si cambiaba la dirección, lo hacía porque no se apartaba mucho de su principal camino, y por seguir el discurso y el ejemplo de la experiencia de los portugueses, quienes habían descubierto la mayor parte de las islas, por el indicio y vuelo de tales aves; y tanto más, porque las que entonces se veían, seguían casi el mismo camino en el que siempre tuvo por cierto encontrar tierra, dado el sitio en que estaban; pues bien sabían que muchas veces les había dicho que no esperaba tierra hasta tanto que no hubiesen caminado setecientas cincuenta leguas al Occidente de Canaria, en cuyo paraje había dicho también que encontraría la Española, llamada entonces Cipango; y no hay duda que la habría encontrado porque sabía que la longitud de aquélla se afirmaba ir de Norte a Mediodía, por lo cual él no había ido más al Sur, a fin de dar en ella, y por esto quedaban aquella y las otras islas de los Caribes, a mano izquierda, hacia Mediodía, adonde enderezaban aquellas aves su camino.</p><p>Por estar tan cercanos a tierra se veía tanta abundancia y variedad de pájaros, que, el lunes, a 8 de Octubre, vinieron a la nave doce de los pajaritos de varios colores que suelen cantar por los campos; y después de haber volado un rato alrededor de la nave, siguieron su camino. Viéronse también desde los navíos muchos otros pájaros que iban hacia el Suroeste, y aquella misma noche se mostraron muchas aves grandes, y bandadas de pajarillos que venían de hacia el Norte y volaban a la derecha de los anteriores. Fueron también vistos muchos atunes; a la mañana vieron un gorjao y un alcatraz, ánades, y pajarillos que volaban por el mismo camino que los otros; y sentían que el aire era muy fresco y odorífero, como en Sevilla en el mes de abril.</p><p>Pero entonces era tanta el ansia y el deseo de ver tierra, que no daban crédito a indicio alguno, de tal modo que aunque el miércoles, 10 de Octubre, de día y de noche vieron pasar muchos de los mismos pajarillos, no por eso dejaba la gente de lamentarse, ni el Almirante de reprenderles el poco ánimo, haciéndoles saber que, bien o mal, debían salir con la empresa de las Indias, a la que los Reyes Católicos los enviaban.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXII</p><p><em>Cómo el Almirante encontró la primera tierra, que fue una isla en el archipiélago llamado de los Lucayos</em></p><p>Viendo entonces nuestro Señor cuán difícilmente luchaba el Almirante con tantos contradictores, quiso que el jueves, a 11 de Octubre, después de mediodía, cobrasen mucho ánimo y alegría, porque tuvieron manifiestos indicios de estar ya próximos a tierra, pues los de la Capitana vieron pasar cerca de la nave un junco verde, y después un gran pez verde, de los que no se alejan mucho de los escollos; luego, los de la carabela Pinta vieron una cana y un palo, y tomaron otro palo labrado con artificio, y una tablilla, y una mata arrancada de la hierba que nace en la costa. Otros semejantes indicios vieron los de la carabela Niña, y un espino cargado de fruto rojo, que parecía recién cortado, por cuyas señales y por lo que dictaba su razonable discurso, teniendo el Almirante por cosa cierta que estaba próxima a tierra, ya de noche, a la hora en que se acababa de decir la <em>Salve Regina</em> que los marineros acostumbran cantar al atardecer, habló a todos en general, refiriendo las mercedes que Nuestro Señor les había hecho en llevarlos tan seguros y con tanta prosperidad de buenos vientos y navegación, y en consolarlos con señales que cada día se veían mucho mayores; y rogóles que aquella noche velasen con atención, recordando que bien sabían, cómo en el primer capítulo de la instrucción dada por él a todos los navíos en Canarias, mandaba a éstos que después que hubiesen navegado setecientas leguas al Poniente, sin haber hallado tierra, no caminasen desde media noche hasta ser de día, a fin de que, si el deseo de tierra no daba resultado, al menos, la buena vigilancia supliese a su buen ánimo. Y porque tenía certísima esperanza de hallar tierra, mandó que aquella noche, cada uno vigilase por su parte, pues a más de la merced que Sus Altezas habían prometido de diez mil maravedís anuales de por vida al primero que viese tierra, él le daría un jubón de terciopelo. Esto dicho, dos horas antes de media noche, estando el Almirante en el castillo de popa, vio una luz en tierra; pero dice que fue una cosa tan dudosa, que no osó afirmar fuese tierra, aunque llamó a Pedro Gutiérrez, repostero del Rey Católico, y le dijo que mirase si veía dicha luz; aquél respondió que la veía, por lo que muy luego llamaron a Rodrigo Sánchez de Segovia, para que mirase hacia la misma parte; mas no pudo verla, porque no subió pronto donde podía verse, ni después la vieron, sino una o dos veces, por lo cual pensaron que podía ser una candela o antorcha de pescadores, o de caminantes, que alzaban y bajaban dicha luz, o, por ventura, pasaban de una casa a otra, y por ello desaparecía y volvía de repente con tanta presteza que pocos por aquella señal creyeron estar cercanos a tierra. Pero, yendo con mucha vigilancia, siguieron su camino hasta que dos horas después de media noche la carabela Pinta, que por ser gran velera, iba muy delante, dio señal de tierra; la cual vio primeramente un marinero llamado Rodrigo de Triana cuando estaban separados de tierra, dos leguas.</p><p>Pero, la merced de los 10.000 maravedís no fue concedida por los Reyes Católicos a éste, sino al Almirante, que había visto la luz en medio de las tinieblas, denotando la luz espiritual que por él era introducida en aquellas obscuridades. Estando, pues, entonces, cerca de tierra, todos los navíos se pusieron a la cuerda, o al reparo, pareciéndoles largo el tiempo que quedaba hasta el día, para gozar de una cosa tan deseada.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXIII</p><p><em>Cómo el Almirante salió a tierra y tomó posesión de aquélla en nombre de los Reyes Católicos</em></p><p>Llegado el día, vieron que era una isla de quince leguas de larga, llana, sin montes, llena de árboles muy verdes, y de buenísimas aguas, con una gran laguna en medio, poblada de muchos indios, que con mucho afán acudían a la playa, atónitos y maravillados con la vista de los navíos, creyendo que éstos eran algunos animales, y no veían el momento de saber con certeza lo que sería aquello. No menos prisa tenían los cristianos de saber quienes eran ellos; pero, muy luego, fue satisfecho su deseo, porque tan pronto como echaron las áncoras en el agua, el Almirante bajó a tierra con el batel armado y la bandera real desplegada. Lo mismo hicieron los capitanes de los otros navíos, entrando en sus bateles con la bandera de la empresa, que tenía pintada una cruz, verde con una F de un lado, y en el otro unas coronas, en memoria de Fernando y de Isabel.</p><p>Habiendo todos dado gracias a Nuestro Señor, arrodillados en tierra, y besándola con lágrimas de alegría por la inmensa gracia que les había hecho, el Almirante se levantó y puso a la isla el nombre de San Salvador. Después, con la solemnidad y palabras que se requerían, tomó posesión en nombre de los Reyes Católicos, estando presente mucha gente de la tierra que se había reunido allí. Acto inmediato, los cristianos le recibieron por su Almirante y Virrey, y le juraron obediencia, como a quien que representaba la persona de Sus Altezas, con tanta alegría y placer como era natural que tuviesen con tal victoria y tan justo motivo, pidiéndole todos perdón de las ofensas que por miedo e inconstancia le habían hecho.</p><p>Asistieron a esta fiesta y alegría muchos indios, y viendo el Almirante que eran gente mansa, tranquila y de gran sencillez, les dio algunos bonetes rojos y cuentas de vidrio, las que se ponían al cuello, y otras cosas de poco valor, que fueron más estimadas por ellos que si fueran piedras de mucho precio.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXIV</p><p><em>De la índole y costumbre de aquella gente, y de lo que el Almirante vio en la isla</em></p><p>Retirado el Almirante a sus barcas, los indios le siguieron hasta ellas y hasta los navíos, los unos nadando, y otros en sus barquillas o canoas, y llevaban papagayos, algodón hilado en ovillos, azagayas y otras cosillas para cambiarlas por cuentas de vidrio, cascabeles y otros objetos de poco valor. Como gente llena de la primitiva simplicidad, iban todos desnudos, como nacieron, y también una mujer que allí estaba no vestía de otra manera; eran todos jóvenes, que no pasaban de treinta años, de buena estatura; los cabellos lacios, recios, muy negros y cortos, cortados a lo alto de las orejas, aunque, algunos pocos, los habían dejado crecer, largos, hasta la espalda y los habían atado con un hilo grueso alrededor de la cabeza, casi como a modo de trenza. Eran de agradable rostro y de bellas facciones, aunque les hacía parecer algún tanto feos la frente, que tenían muy ancha. Eran de estatura mediana, bien formados, de buenas carnes, y de color aceitunado, como los canarios o los campesinos tostados por el sol; algunos iban pintados de negro, otros de blanco, y otros de rojo; algunos en la cara, otros todo el cuerpo, y algunos solamente los ojos o la nariz. No tenían armas como las nuestras, ni las conocían, porque mostrándoles los cristianos una espada desnuda, la tomaban por el filo, estúpidamente, y se cortaban. Menos aún conocían cosa alguna de hierro, porque hacen sus azagayas, que ya hemos mencionado, con varillas de punta aguda y bien tostadas al fuego, armándola en un diente de pez, en lugar de hierro. Como algunos tenían cicatrices de heridas, se les preguntó, por señas, la causa de tales señales, y respondieron, también por señas, que los habitantes de otras islas venían a cautivarlos, y que al defenderse, recibían tales heridas. Parecían personas de buena lengua e ingenio, porque fácilmente repetían las palabras que una vez se les había dicho. No había allí ninguna especie de animales fuera de papagayos, que llevaban a cambiar juntamente con las otras cosas que hemos dicho; y este trato duró hasta la noche.</p><p>Después, al día siguiente, que fue 13 de Octubre, de mañana, salieron muchos de ellos a la playa, y en sus barquillas denominadas canoas, venían a los navíos. Estas canoas eran de una sola pieza, hechas del tronco de un árbol excavado como artesas. Las mayores eran tan grandes que cabían cuarenta o cuarenta y cinco personas; las menores eran de distinto tamaño, y algunas tan pequeñas que no llevaban más que una persona. Bogaban con una pala semejante a las palas de los hornos, o aquellas con las que se espada el cáñamo, sólo que los remos no descansaban en el borde de los costados, como hacemos nosotros, sino que las meten en el agua y empujan hacia atrás como los zapadores. Estas canoas son tan ligeras y hechas con tal artificio que, si se vuelcan, los indios, echándose al mar en seguida y nadando, las enderezan y sacan el agua, meciéndolas, como hace el tejedor, cuando voltea la canilla de un lado a otro; y luego que está ya vacía la mitad, sacan el agua que queda con calabazas secas, que para tal efecto llevan divididas por medio en dos partes. Aquel día llevaron para cambiar las mismas cosas que el anterior, cediendo todas por cualquier cosilla que en trueque les fuese dada. No se vieron entre ellos joyas de metal, sino algunas hojillas de oro que llevaban pendiente en la parte exterior de la nariz; y preguntándoles de dónde venía aquel oro, respondieron, por señas, que de hacia el medio día, donde había un rey que tenía muchos tejuelos y vasos, de oro, añadiendo e indicando que hacia el medio día y al sudoeste había muchas otras islas y grandes tierras. Como eran muy afanosos de tener cosas de las nuestras, y por ser pobres, que no tenían que dar en cambio, pronto, los que habían entrado en los navíos, si podían coger algo, aunque fuese un pedacillo roto de un plato de tierra, o de una escudilla de vidrio, se echaban al mar con aquella, y nadando, se iban a tierra; y si llevaban alguna cosa, por cualquier mercancía de las nuestras, o por algún pedacillo de vidrio roto, daban a gusto lo que tenían; de modo que hubo alguno de ellos que dio diez y seis ovillos de algodón, por tres blancas de Portugal que no valen más que un cuatrín de Italia; dichos ovillos pesaban más de veinticinco libras, y el algodón estaba muy bien hilado. En este comercio se pasó el día hasta la tarde, que todos se retiraron a tierra. Es, sin embargo, de advertir, en este caso, que la liberalidad que mostraban en el vender no procedía de que estimasen mucho la materia de las cosas que nosotros les dábamos, sino porque les parecía que por ser nuestras, eran dignas de mucho aprecio, teniendo como hecho cierto que los nuestros eran gente bajada del cielo, y por ello deseaban que les quedase alguna cosa como recuerdo.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXV</p><p><em>Cómo el Almirante salió de aquella isla y fue a ver otras</em></p><p>El domingo siguiente, que fue 14 de Octubre, el Almirante fue con los bateles por la costa de aquella isla, hacia el noroeste, por ver lo que había alrededor de ella. Y en aquella parte por donde fue halló una gran ensenada o puerto capaz para todos los navíos de los cristianos; los moradores, viendo que iba de lejos, corrían tras de él por la playa, gritando y ofreciéndole dar cosas de comer; llamándose unos a otros, apresurábanse a ver los hombres del cielo, y postrados en tierra, alzaban las manos al cielo, como dándole gracias por la llegada de aquellos. Muchos también, nadando, o en sus canoas, como podían, llegaban a las barcas, a preguntar, por señas, si bajaban del cielo, rogándoles que saliesen a tierra, para descansar. Pero el Almirante, dando a todos cuentas de vidrio o alfileres gozaba mucho de ver en ellos tanta sencillez; al fin llegó a una península que con trabajo se podría rodear por agua, en tres días, habitable, y donde se podía hacer una buena fortaleza. Allí vio seis casas de los indios, con muchos jardines alrededor, tan hermosos como los de Castilla en el mes de Mayo. Pero como la gente estaba ya fatigada de remar tanto, y él conocía claramente, por lo que habla visto, que no era aquella tierra la que él andaba buscando, ni de tanto provecho que debiese permanecer en ella, tomó siete indios de aquellos, para que le sirviesen de intérpretes; y, vuelto a los navíos, salió para otras islas que se veían desde la península, y parecían ser llanas y verdes, muy pobladas, como los mismos indios afirmaban. A una de las cuales, que distaba siete leguas, llegó el día siguiente, que fue lunes a 15 de Octubre; y le puso nombre de Santa María de la Concepción. La parte de aquella isla, que mira a San Salvador, se extendía de norte a sur por espacio de cinco leguas de costa. Pero el Almirante fue por la costa del este al oeste, que es más larga de diez leguas, y después que surgió hacia occidente, bajó a tierra para hacer allí lo mismo que en las anteriores. Los habitantes de la isla acudieron prestamente, para ver a los cristianos, con la misma admiración que los otros. Habiendo visto el Almirante que todo aquello era lo mismo, al día siguiente, que fue martes, navegó al oeste, ocho leguas, a una isla bastante mayor, y llegó a la costa de aquélla, que tiene de noroeste a sudeste más de veintiocho leguas. También ésta era muy llana, de hermosa playa; y acordó ponerle nombre de la Fernandina. Antes que llegase a esta isla y a la otra de la Concepción, hallaron un hombre en una pequeña canoa, que llevaba un pedazo de su pan, una calabaza de agua, y un poco de tierra semejante al bermellón, con el que se pintan aquellos hombres el cuerpo, como ya hemos dicho, y ciertas hojas secas que estiman mucho, por ser muy olorosas y sanas; en una cestilla llevaba una sarta de cuentas verdes de vidrio, y dos blancas, por cuya muestra se juzgó que venía de San Salvador, había pasado por la Concepción, y luego iba a la Fernandina, llevando nuevas de los cristianos, por estos países. Pero, como la jornada era larga y estaba ya cansado, pronto fue a los navíos, donde le recibieron dentro, con su canoa, y tratado afablemente por el Almirante, quien tenía propósito, tan pronto como llegase a tierra, de mandarlo con su mensaje, como hizo; y le dio prestamente algunas cosillas para que las distribuyese entre los otros indios. La buena relación que hizo éste motivó que muy pronto la gente de la Fernandina viniese a las naves, en sus canoas, para cambiar aquellas mismas cosas que habían trocado los anteriores; porque aquella gente y todo el resto era de igual condición. Y cuando el batel fue a tierra para proveerse de agua, los indios mostraban con grande alegría donde la había, y llevaban a cuestas muy a gusto los barriles, para llenar los toneles dentro del batel. En verdad, parecían hombres de más aviso y juicio que los primeros, y como tales regateaban sobre el trueque y paga de lo que llevaban; en sus casas tenían paños de algodón, es a saber mantas de cama; las mujeres cubrían sus partes vergonzosas con una media faldilla tejida de algodón, y otras, con un paño tejido que parecía de telar.</p><p>Entre las cosas notables que vieron en aquella isla fueron algunos árboles que tenían ramas y hojas diferentes entre sí, sin que otros árboles estuviesen allí injertos, sino naturalmente, teniendo los ramos un mismo tronco, y hojas de cuatro y cinco maneras tan diferentes la una de la otra, como lo es la hoja de la caña, de la del lentisco. Igualmente, vieron peces de distintas maneras, y de finos colores, pero no vieron género alguno de animales terrestres fuera de lagartos y alguna sierpe. A fin de reconocer mejor la isla, salidos de allí hacia noroeste, surgieron en la boca de un bellísimo puerto que tenía una islilla a la entrada; más no pudieron penetrar por el poco fondo que tenía, ni tampoco lo procuraron, para no alejarse de un pueblo grande que no muy lejos estaba, aunque, en la mayor isla de las que hasta entonces habían visto, no los hubiera con más de doce o quince casas, hechas a modo de tiendas de campaña. Entrados en ellas, no vieron otro ornamento, ni muebles, más de aquello mismo que llevaban a cambiar a las naves. Eran sus lechos como una red colgada, en forma de honda, en medio de la cual se echaban, y ataban los cabos a dos postes de la casa. También allí vieron algunos perros como mastines o blanchetes, que no ladraban.</p><p>CapÍtulo XXVI</p><p><em>Cómo el Almirante pasó a otras islas que desde allí se veían</em></p><p>Como en dicha isla Fernandina no hallaron cosa alguna de importancia, el viernes a 19 de Octubre, fueron a otra isla llamada Samoeto, a la que puso el Almirante nombre de la Isabela, para proceder con orden en los nombres; porque la primera, llamada por los indios Guanahaní, a gloria de Dios que se la había manifestado, y salvado de muchos peligros, llamó San Salvador; a la segunda, por la devoción que tenía a la concepción de Nuestra Señora, y porque su amparo es el principal que tienen los cristianos, llamó Santa María de la Concepción; a la tercera, que llamaban los indios en memoria del católico Rey Don Fernando, llamó Fernandina, a la cuarta, Isabela, en honor de la serenísima Reina Doña Isabel; y después, a la que primeramente encontró, esto es Cuba, llamó Juana, en memoria del príncipe Don Juan, heredero de Castilla, a fin de que con estos nombres quedara satisfecha la memoria de lo espiritual y de lo temporal.</p><p>Verdad es que, en punto a la bondad, grandeza y hermosura, dice que esta isla Fernandina aventajaba con mucho a las otras, porque, a más de ser abundante de muchas aguas y de bellísimos prados y árboles, entre los cuales había muchos de lignaloe, se veían también ciertos montes y collados que no había en las otras islas, porque eran muy llanas. Enamorado el Almirante de la belleza de esta isla, para las solemnidades de la toma de posesión, bajó a tierra en unos prados de tanta amenidad y belleza como los de España en el mes de Abril; allí se oía el canto de ruiseñores y otros pajarillos, tan suave que no sabía el Almirante separarse; no solamente volaban en lo alto de los árboles, sino que por el aire pasaban tantas bandadas de pájaros que oscurecían la luz del sol, la mayor parte de los cuales eran muy diferentes de los nuestros. Como aquel país era de muchas aguas y lagos, cerca de uno de estos vieron una sierpe de siete pies de larga, que tenía el vientre de un pie de ancho; la cual, siendo perseguida por los nuestros, se echó en la laguna, pero como ésta no era muy profunda, la mataron con las lanzas, no sin algún miedo y asombro, por su ferocidad y feo aspecto. Andando el tiempo, supieron apreciarla como cosa agradable, pues era el mejor alimento que tenían los indios, ya que, una vez quitada aquella espantosa piel y las escamas de que está cubierta, tiene la carne muy blanca, de suavísimo y grato gusto; la llamaban los indios iguana. Hecha esta caza, deseando conocer más aquella tierra, por ser ya tarde, dejando esta sierpe para el día siguiente, en el que mataron otra, como antes habían hecho, caminando por aquel país hallaron un pueblo cuyos habitantes se echaron a correr, llevando consigo a la montaña todo lo que pudieron coger de su ajuar. Pero el Almirante no consintió que se les quitase cosa alguna de lo que habían dejado, para que no tuviesen por ladrones a los cristianos; de donde vino que a los indios se les quitase el miedo, y vinieron gustosos a los navíos a cambiar sus cosas, como habían hecho los otros.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXVII</p><p><em>Cómo el Almirante descubrió la isla de Cuba, y lo que allí encontró</em></p><p>A la sazón, el Almirante, habiendo ya entendido los secretos de la isla Isabela, el tráfico y la condición de aquella gente, no quiso perder más tiempo en ir por aquellas islas, porque eran muchas y semejantes entre sí, como le decían los indios. Así que, salido con viento favorable, para ir a una tierra muy extensa, de todos ellos grandemente alabada, que se llamaba Cuba, la cual estaba hacia mediodía, el domingo, a 28 de octubre, llegó a la costa de aquella, en la región del norte. Vióse muy luego que esta isla era de mayor excelencia y calidad que las otras ya nombradas, tanto por la belleza de los collados y de los montes, como por la variedad de los árboles, por sus campiñas y por la grandeza y longitud de sus costas y playas. A fin de tener información y noticias de sus moradores, fue a echar las áncoras a un caudaloso río, donde los árboles eran muy espesos y muy altos, adornados de flores y frutos diversos de los nuestros, en los que había una gran cantidad de pájaros, y por allí amenidad increíble; porque se veía la hierba alta y muy diferente de las nuestras; y aunque allí había verdolagas, bledos y otras semejantes, por su diversidad no las conocían. Yendo a dos casas que se veían no muy lejos, hallaron que la gente había huido de miedo, dejando todas las redes y otros utensilios necesarios en la pesca, y un perro que no ladraba; pero, como dispuso el Almirante, no se tocó a cosa alguna, porque le bastaba por entonces ver la calidad de las cosas que para su manutención y servicio usaban.</p><p>Vueltos después a los navíos, continuaron su rumbo al occidente, y llegaron a otro río mayor, que el Almirante llamó de Mares. Este aventajaba mucho al anterior, pues por su boca podía entrar un navío volteado, y estaba muy poblado en las orillas; pero la gente del país, viendo presentarse los navíos, se puso en fuga hacia los montes, que se veían muchos, altos y redondos, llenos de árboles y de plantas amenísimas, donde los indios escondieron todo lo que pudieron llevar. Por esto, no pudiendo el Almirante, a causa del temor de aquella gente, conocer la calidad de la isla, y considerando que si volvía a bajar con mucha gente les aumentaría el miedo, acordó enviar dos cristianos, con un indio de los que llevaba consigo de San Salvador, y otro de aquellas tierras, que se había atrevido a venir en una pequeña canoa a los navíos; a los cuales mandó que caminasen por dentro de aquel país y se informasen, tratando afablemente a los habitantes que encontrasen por el camino. A fin de que, mientras estos iban, no se perdiese tiempo, mandó que se sacase la nave a tierra, para calafatearla, y por suerte vieron que toda la lumbre que habían hecho para esto era de almáziga, de la que se veía gran cantidad por todo el país; es éste un árbol, que, en la hoja y en el fruto, se asemeja al lentisco, sino que es bastante mayor.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXVIII</p><p><em>Cómo volvieron los dos cristianos, y lo que contaron haber visto</em></p><p>Estando ya la nave aderezada y a punto de navegar, volvieron los cristianos con los dos indios, el 5 de noviembre, diciendo haber caminado doce leguas por tierra, y haber llegado a un pueblo de cincuenta casas muy grandes, todas de madera, cubiertas de paja, hechas a modo de alfaneques, como las otras; habría allí unos mil hogares, porque en una casa habitaban todos los de una familia; que los principales de la tierra fueron a su encuentro a recibirlos, y los llevaron en brazos a la ciudad, donde les dieron por alojamiento una gran casa de aquéllas, y allí les hicieron sentarse en ciertos banquiellos hechos de una pieza, de extraña forma, semejantes a un animal que tuviese los brazos y las piernas cortas y la cola un poco alzada, para apoyarse, la cual era no menos ancha que la silla, para la comodidad del apoyo; tenían delante una cabeza, con los ojos y las orejas de oro. Tales asientos son llamados por los indios <em>duhos</em>; en ellos hicieron sentar a los nuestros; en seguida, todos los indios se sentaron en tierra, alrededor de aquéllos, y uno a uno iban después a besarles los pies y las manos, creyendo que venían del cielo; y les daban a comer algunas raíces cocidas, semejantes en el sabor a las castañas, y les rogaban con instancia que permaneciesen en aquel lugar junto a ellos, o que al menos descansasen allí cinco o seis días, porque los dos indios que habían llevado como intérpretes, hablaban muy bien de los cristianos. De allí a poco, entraron muchas mujeres a verlos, y salieron fuera los hombres; y aquéllas, con no menos asombro y reverencia, les besaban, igualmente, los pies y las manos, como cosa sagrada, ofreciéndoles lo que consigo habían llevado. Cuando después pareció tiempo de volver a los navíos, muchos indios quisieron ir en su compañía, pero ellos no consintieron que fuesen más que el rey, con un hijo suyo, y un criado, a los que el Almirante honró mucho. Y los cristianos le contaron cómo, al ir y al tornar, habían hallado muchos pueblos donde se les había hecho la misma cortesía y grato recibimiento; cuyos pueblos o aldeas no eran mayores de cuatro casas, redondas, juntas unas de otras.</p><p>Luego, por el camino, habían hallado mucha gente que llevaba un tizón ardiendo, para encender el fuego y perfumarse con algunas hierbas que consigo traían, y para asar aquellas raíces de que les habían dado, como quiera que éstas eran su principal alimento. Vieron también infinitas especies de árboles y de hierbas que no se habían visto en la costa del mar, y gran variedad de pájaros, muy diferentes de los nuestros, aunque había también perdices y ruiseñores. Animales de cuatro patas no vieron alguno, excepto perros que no ladraban. Había muchas simienzas de aquellas raíces, como también de habichuelas, de cierta especie de habas, y de otro grano, como panizo, llamado por ellos maíz, que cocido es de buenísimo sabor, o tostado y molido en puchas. Había grandísima cantidad de algodón hilado en ovillos, tanto que en una sola casa vieron más de 12.500 libras de algodón hilado; las plantas del cual no siembran con las manos, sino que nacen por los campos, como las rosas, y por sí mismas se abren cuando están maduras, aunque no todas a un tiempo, porque en una misma planta se veía un capullo pequeño, y otro abierto, y otro que se caía de maduro. De cuyas plantas los indios llevaron después a los navíos gran cantidad, y por una agujeta de cuero daban una cesta llena; aunque, a decir la verdad, ninguno de ellos las aprovechaba en vestirse, sino solamente para hacer sus redes y sus lechos que llamaban hamacas, y en tejer faldillas de las mujeres, que son los paños con que se cubren las partes deshonestas. Preguntados éstos si tenían oro, o perlas, o especias, decían por señas que de todo ello había gran cantidad hacia el Este, en una tierra denominada Bohío, que es la isla Española, llamada por ellos Babeque, sin que sepamos todavía de cierto a cuál aludían.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXIX</p><p><em>Cómo el Almirante dejó de seguir la costa occidental de Cuba y se volvió por Oriente hacia La Española</em></p><p>Oída por el Almirante dicha relación, no queriendo permanecer más tiempo en el río de Mares, mandó que tomasen algún habitante de aquella isla, pues tenía propósito de llevar, de cada parte, uno a Castilla, que diese cuenta de las cosas de su país; y así fueron cogidas doce personas, entre mujeres, niños, y hombres, tan mansamente, sin ruido ni tumulto, que cuando se iban a dar a la vela con aquéllos, fue a la nave, en una canoa, el marido de una de las mujeres cautivadas, padre de dos niños que con la madre se habían llevado a la nave, y por señas rogó con instancia ser llevado también a Castilla, para no separarse de su mujer y de sus hijos, de lo que el Almirante se mostró satisfecho y mandó que todos fuesen bien agasajados y tratados.</p><p>Muy luego, en el mismo día, que fue 13 de noviembre, se encaminó hacia Oriente para ir a la isla que llamaban de Babeque, o de Bohío; pero, a causa del viento del Norte, que era muy recio, fue obligado a surgir de nuevo en la misma tierra de Cuba, entre algunas altísimas isletas que estaban cerca de un gran puerto que llamó del Príncipe, y a las islas llamó el Mar de Nuestra Señora. Eran éstas tantas y tan vecinas, que de la una a la otra no había un cuarto de legua, y la mayor parte de ellas distaban, a lo sumo, un tiro de arcabuz. Y eran tan profundos los canales y tan adornados de árboles y de hierba fresca, que daba mucho placer ir por ellos, y entre muchos árboles que eran diversos de los nuestros, se veía mucha almástiga, lignaloe, palmas con el tronco verde y liso, y otras plantas de varios géneros.</p><p>Aunque estas islas no estaban pobladas, se veían restos de muchos fuegos de pescadores; porque como se ha visto luego por experiencia, los habitantes de la isla de Cuba van en cuadrillas, con sus canoas, a estas islas y a otras innumerables que por allí están deshabitadas; y se alimentan de los peces que cogen, de los pájaros, de los cangrejos y de otras cosas que hallan en la tierra; pues los indios acostumbran comer generalmente muchas inmundicias, como arañas gordas y grandes, gusanos blancos que nacen en maderos podridos y en otros lugares corrompidos, también muchos peces casi crudos, a los que tan pronto como los cogen, antes de asarlos, les sacan los ojos para comérselos; y comen de estas cosas y otras muchas que, a más de dar náuseas, bastarían a matar a cualquiera de nosotros que las comiese. A estas cazas y pescas van, según los tiempos, de una isla en otra, como quien muda de pasto por estar cansado del primero.</p><p>Pero volviendo a dichas islas del Mar de Nuestra Señora, digo que, en una de ellas, los cristianos mataron con sus espadas un animal que parecía tejón; en el mar hallaron muchas conchas de nácar, y echando las redes, entre otros géneros de peces que cogieron, había uno que tenía la forma de un puerco, todo cubierto de un pellejo muy duro, en el que no había de blando más que la cola.</p><p>Notaron igualmente en este mar y en las islas, que subía y bajaba el agua mucho más que en los otros lugares donde hasta entonces habían estado; y por consiguiente, las marcas eran al contrario que las nuestras, porque cuando la luna estaba hacia el suroeste, a la cuarta del mediodía, era la baja mar.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXX</p><p><em>Cómo el Almirante volvió a seguir su camino hacia Oriente para ir a la Española, y separóse de su compañía uno de los navíos</em></p><p>El lunes, a 19 de Noviembre, el Almirante salió de Cuba, del Puerto del Príncipe y del mar de Nuestra Señora para ir hacia Levante, a la isla de Babeque y a la Española; mas por ser los vientos contrarios, que no le dejaban navegar como deseaba, fue obligado a barloventear tres o cuatro días entre la isla Isabela, que los indios llamaban Samoeto, y el mencionado Puerto del Príncipe, que está casi al Norte Sur, veinticinco leguas de uno y otro lugar; en cuyos mares aún hallaba hiladas de hierba como antes había encontrado en el océano. Y notó que iban siempre a lo largo de las corrientes sin atravesarlas.</p><p>En aquel viaje, noticioso Martín Alonso Pinzón por algunos indios que llevaba presos en su carabela, de que en la isla de Bohio, que, como hemos dicho, así llamaban a la Española, había mucho oro, impulsado por su gran codicia, se alejó del Almirante a 21 de Noviembre, sin fuerza de viento, ni otra causa; porque, con viento en popa, podía llegarse a él; mas no quiso, antes bien, procuró adelantar su camino cuanto podía, por ser su navío muy velero, y habiendo navegado todo el jueves siguiente, uno a visto de otro; llegada la noche, desapareció del todo, de manera que el Almirante se quedó con los dos navíos, y no siendo el viento a propósito para ir con su nave a la Española, le fue conveniente volverse a Cuba, no lejos del mencionado Puerto del Príncipe, en otro que llamó de Santa Catalina, para proveerse de agua y de leña. En aquel puerto vio por casualidad, en un río donde tomaban el agua, ciertas piedras que daban muestras de oro; y en la tierra montes poblaclos de pinos tan altos que podían hacerse de ellos mástiles para navíos y carracas; ni faltaba madera para tablazón y tabricar buenos bájeles, tantos como se quisiera; también había encinas y otros árboles semejantes a los de Castilla. Pero, viendo que todos los indios le encaminaban a la Española, siguió la costa abajo, más a Sudeste, diez o doce leguas, por parajes llenos de puertos muy buenos y de muchos y caudalosos ríos. De la amenidad y hermosura de esta región, es tanto lo que dice el Almirante, que me gusta poner aquí sus palabras acerca de la entrada de un río que desemboca en el puerto que llamó Puerto Santo; dice así: «cuando fui con las barcas frente a la boca del puerto, hacia el mediodía, hallé un río en que podía entrar cómodamente una galera, y era su entrada de tal modo que no se veía sino estando muy cerca; su hermosura me movió a entrar, si bien no más de cuan larga era la barca; hallé de fondo de cinco a ocho brazas; siguiendo mi camino, fui no poco tiempo río arriba, con las barcas, porque era tanta la amenidad y la frescura de este río, la claridad del agua, en donde llegaba la vista hasta las arenas del fondo; multitud de palmas de varias formas, las más altas y hermosas que había hallado, y otros infinitos árboles grandes y verdes; los pajarillos, y la verdura de los campos, que me movían a permanecer allí siempre. Es este país, Príncipes Serenísimos, en tanta maravilla hermoso, que sobrepuja a los demás en amenidad y belleza, como el día en luz a la noche. Por lo cual, solía yo decir a mi gente muchas veces, que por mucho que me esforzase a dar entera relación de él a Vuestras Altezas, no podría mi lengua decir toda la verdad, ni la pluma escribirla; y en verdad, quedé tan asombrado viendo tanta hermosura, que no sé cómo expresarme. Porque yo he escrito de otras regiones, de sus árboles y frutos, de sus hierbas, de sus puertos y de todas sus calidades, cuanto podía escribir, no lo que debía; de donde todos afirmaban ser imposible que hubiera otra región más hermosa. Ahora callo, deseando que ésta la vean otros que quieran escribir de ella, Para que se vea, dada la excelencia de aquel paraje, cuanto más afortunado que, yo se puede ser en escribir o razonar acerca de esto». Navegando el Almirante en sus barcas, vio entre los árboles de este puerto una canoa echada en tierra, bajo una enramada, labrada del tronco de un árbol, y tan grande como una fusta de doce bancos; en algunas casas cerca de allí encontraron un pan de cera y una cabeza de muerto, en dos cestillas colgadas de un poste; en otra casa hallaron después lo mismo, por lo que imaginaron ser del fundador de aquella casa. Mas no había gente alguna de quien los nuestros pudieran informarse de cosa alguna; porque en cuanto veían a los cristianos huían, y se pasaban a la otra parte del puerto. Después hallaron otra canoa larga de noventa y cinco palmos, capaz para ciento cincuenta hombres, hecha igualmente que la mencionada.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXI</p><p><em>Cómo el Almirante se dirigió a la Española, y lo que en ella vio</em></p><p>Habiendo el Almirante navegado ciento siete leguas hacia Levante por la costa de Cuba, llegó al cabo oriental de ésta, y le puso de nombre Alfa; de allí, miércoles, a 5 de Diciembre, salió para ir a la Española, que distaba diez y seis leguas de Alfa, con rumbo al Este; mas por algunas corrientes que allí hay, no pudo llegar hasta el día siguiente, que entró en el puerto de San Nicolás, llamado así en memoria de su fiesta, que cae en aquel día. Este puerto es grandísimo, muy bueno, rodeado de muchos y grandes árboles, y muy profundo; mas la tierra tiene pocas peñas, y son los árboles menores, semejantes a los de Castilla, entre los que había robles pequeños, madroños y mirtos; corría por un llano, a un lado del puerto, un río muy apacible. Por todo el puerto se veían canoas grandes, como fustas de quince bancos; mas porque el Almirante no podía platicar con aquella gente, siguió la costa hacía el Norte, hasta que llegó a un puerto que llamó la Concepción, que está al mediodía de una isla pequeña, a la que puso nombre de Tortuga, que es tan espaciosa como la Gran Canaria. Viendo que la isla de Bohio era muy grande, que las tierras y los árboles de ella se asemejaban a los de España, y que en un lance que los de las naves echaron con sus redes, cogieron muchos peces como los de España, a saber: caballos, lizas, salmones, sábalos, gallos, salpas, corvinas, sardinas y cangrejos, resolvió dar a la isla un nombre conforme al de España, y así, el domingo, a 9 de Diciembre, la llamó Española.</p><p>Como todos tenían mucho deseo de saber la calidad de aquella isla, mientras la gente estaba pescando en la playa, tres cristianos se echaron a caminar por el monte, y dieron con una tropa de indios tan desnudos como los anteriores, los cuales, viendo que los cristianos se les acercaban mucho, con gran espanto echaron a correr por la espesura del bosque, como quienes no podían ser estorbados por las ropas y las faldas. Y los cristianos, por tener lengua de aquellos, fueron corriendo detrás; pero, sólo pudieron alcanzar a una moza, que llevaba colgando de la nariz una lámina de oro. A ésta, luego que fue llevada a los navíos, el Almirante le dio muchas cosillas, a saber, algunas baratijas y cascabeles; después la hizo volver a tierra sin que se le hiciese mal alguno; y mandó que fueran con ella tres indios de los que llevaba de otras islas, y tres cristianos, que la acompañaron hasta su pueblo.</p><p>El día siguiente mandó nueve hombres a tierra, bien armados, los que, habiendo caminado cuatro leguas, hallaron un pueblo de más de mil casas repartidas en un valle, cuyos moradores, viendo a los cristianos, todos abandonaron el lugar y huyeron a los bosques; pero el guía indio que llevaban los nuestros, de San Salvador, fue en pos de ellos, y tanto los llamó y exhortó, y tanto bien dijo de los cristianos, afirmando que era gente bajada del cielo, que les hizo volver confiados y seguros. Y luego, llenos de asombro y de admiración, ponían la mano sobre la cabeza de los nuestros, como por honor. Les llevaban de comer, daban cuanto se les pedía, sin demandar por ello cosa alguna, y rogábanles que permaneciesen aquella noche en el pueblo. Pero, los cristianos no quisieron aceptar la invitación antes de ir a los navíos, llevando noticia de que la tierra era muy amena y abundante de las comidas de los indios; y que estos eran gente mucho más blanca y más hermosa que toda la que habían visto hasta entonces por todas las otras islas, afable y de buenísimo trato; decían que la tierra donde se cogía el oro estaba más al Oriente. El Almirante, sabido esto, hizo pronto desplegar las velas, aunque los vientos eran muy contrarios; por lo que el domingo siguiente, a 16 de Diciembre, barloventeando entre la Española y la Tortuga, encontró un indio solo en una pequeña canoa, y se maravillaban de que no se la hubiera tragado el mar, pues tan recios eran el viento y las olas. Recogido en la nave, lo llevó a la Española, y lo mandó a tierra con muchos regalos; el cual refirió a los indios los halagos que se le habían hecho, y tanto bien dijo de los cristianos, que pronto vinieron muchos de aquellos a la nave; pero no llevaban cosa de valor, excepto algunos granillos de oro, colgados de las orejas y en la nariz. Siendo preguntados de dónde habían aquel oro, dijeron, por señas que, más abajo de allí, había gran cantidad.</p><p>Al día siguiente vino una gran canoa de la isla de Tortuga, vecina al sitio donde el Almirante era fondeado, con cuarenta hombres, a tiempo que el cacique o señor de aquel puerto de la Española estaba en la playa con su gente trocando una lámina de oro que había llevado. Y cuando él y los suyos vieron la canoa, se sentaron todos en tierra, en señal de que no querían pelear; entonces, casi todos los indios de la canoa, salieron con ánimo a tierra, contra los cuales el cacique de la Española se levantó solo, y con palabras amenazadoras les hizo volver a su canoa. Después, les echaba agua, y tomando cantos de la playa los arrojaba al mar, contra la canoa.</p><p>Luego que todos, con aspecto de obediencia, volvieron a su canoa, tomó una piedra y la puso en la mano de un criado del Almirante, para que la tirase a la canoa, en demostración de que tenía al Almirante a su favor, contra los indios; pero el criado no llegó a tirarla, viendo que en breve se marcharon con la canoa. Después de esto, hablando el cacique sobre las cosas de aquella isla, a la que el Almirante había puesto nombre de Tortuga, afirmaba que en ella había mucho más oro que en la Española, e igualmente en Babeque había mucho más que en ninguna otra; la cual distaría unas catorce jornadas del paraje donde estaban.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXII</p><p><em>Cómo fue a las naves el rey principal de aquella isla, y la majestad con que iba</em></p><p>Después, el martes, a 18 de Diciembre, aquel rey que el día antes había venido adonde estaba la canoa de la Tortuga, y habitaba cinco leguas de aquel paraje donde estaban los navíos, a la hora de tercia llegó una población que estaba próxima al mar, donde también se hallaban algunos de la nave, a quienes el Almirante había mandado para ver si llevaban alguna mayor muestra de oro. Estos, viendo que iba el rey, se lo fueron a decir al Almirante, diciendo que llevaba consigo más de doscientos hombres, y que no venía a pie sino en unas andas, llevado por cuatro hombres con gran veneración, aunque era muy joven. Llegado este rey no lejos de las naves, después que hubo descansado un poco, se acercó a la nave con todos los suyos; acerca de lo cual, escribe el Almirante en su <em>Diario</em>:</p><p>«Sin duda pareciera bien a Vuestras Altezas su estado y acatamiento que todos le tienen, puesto que todos andan desnudos. El, así como entró en la nao, halló que estaba comiendo a la mesa, debaxo del castillo de popa, y a buen andar, se vino a sentar a par de mí, y no quiso dar lugar que yo me saliese a él, ni me levantase de la mesa; salvo que yo comiesse; y cuando entró debaxo del castillo, hizo señas, con la mano, que todos los suyos quedasen fuera, y así lo hizieron con la mayor priessa y acatamiento del mundo, y se assentaron todos en la cubierta, salvo dos hombres de una edad madura, que yo estimé por sus consejeros y ayos, que se assentaron a sus pies. Yo pensé quel ternia a bien de comer de nuestras viandas; mandé luego traerle cosas que comiese; de las viandas que le pusieron delante, tomava de cada una tanto como se toma para hazer la salva, y lo demás enviávalo a los suyos, y todos comían della, y así hizo en el beber, que solamente llegaba a la boca, y después lo dava a los otros; todo con un estado maravilloso y muy pocas palabras; y aquellas quél dezia, según yo podía entender, eran muy assentadas, y de seso; y aquellos dos le miravan, y hablavan por él y con él, y con mucho acatamiento. Después de aver comido, un escudero suyo traía un cinto, que es propio como los de Castilla en la hechura, salvo que es de otra obra, y me lo dió, y dos pedaços de oro labrados, que eran muy delgados, que creo que aquí alcançan poco dél, puesto que tengo que están muy vezinos de donde nasce, y ay muncho. Yo vide que le agradava un arambel que yo tenía sobre mi cama, y se le di, e unas cuentas muy buenas de ámbar que yo traya al pescueço; y unos çapatos colorados, y una almarraxa de agua de azahar, de que quedó tan contento que fue maravilla. Y él y su ayo y consejeros llevan gran pena porque no me entendían, ni yo a ellos; con todo, le cognosci que me dixo que si me complia algo de aquí, que toda la isla eslava a mi mandar. Yo envié por unas cuentas mías, adonde, por señal tengo un excelente de oro, en que están esculpidos Vuestras Altezas, y se lo amostré, y le dixe otra vez, como ayer, que Vuestras Altezas mandavan y señoreavan todo lo mejor del mundo, y que no avía tan grandes Príncipes; y le mostré las banderas Reales y las otras de la cruz, que él tuvo en mucho; y qué grandes señores serían Vuestras Altezas, decía el con sus consejeros, pues de tan lejos y del cielo me avian enviado hasta aquí sin miedo; y otras cosas munchas se pasaron que yo no entendía, salvo que bien via que todo tenía a grande maravilla».</p><p>«Siendo ya tarde y queriéndose ir, lo envié a tierra, en la barca, muy honradamente, e hice disparar muchas lombardas. Puesto en tierra, subió a sus andas, y se fue con más de doscientos hombres. Un hijo suyo era llevado en hombros por un nombre muy principal; mandó dar de comer a todos los marineros y demás gente de los navíos que halló en tierra, y ordenó que se les hiciera mucho agasajo. Después, un marinero que lo halló en el camino, me dijo que todas las cosas que yo le había dado, las llevaba delante de aquél un hombre muy principal, y que el hijo no iba con aquél, sino que le seguía un poco detrás, con otros tantos hombres; y con una compañía casi igual, caminaba a pie un hermano, apoyado en los brazos de dos hombres principales; también a éste le había dado yo algunas cosillas cuando fue a las naves después que su hermano».</p><p>&nbsp;</p>
contexto
<p>CapÍtulo XXXIII</p><p><em>Cómo el Almirante perdió su nave en unos bajos, por negligencia de los marineros, y el auxilio que le dio el rey de aquella isla</em></p><p>Continuando el Almirante lo que sucedió, dice que el lunes, 24 de Diciembre, hubo mucha calma, sin el menor viento, excepto un poco que le llevó desde el Mar de Santo Tomás, a la Punta Santa, junto a la cual estuvo cerca de una legua, hasta que, pasado el primer cuarto, que sería una hora antes de media noche, se fue a descansar, porque hacía ya dos días y una noche que no había dormido; y, por haber calma, el marinero que tenía el timón, lo entregó a un grumete del navío; «lo cual, dice el Almirante, yo había prohibido en todo el viaje, mandándoles que, con viento, o sin viento, no confiasen nunca el timón a mozos». A decir la verdad, yo me creía seguro de bajos y de escollos, porque el domingo que yo envié las barcas al rey, habían pasado al Este de la Punta Santa, unas tres leguas y media, y los marineros habían visto toda la costa, y las peñas que hay desde la Punta Santa al Este Sudoeste, por tres leguas, y habían también visto por dónde se podía pasar. Lo cual en todo el viaje yo no hice; y quiso Nuestro Señor que, a media noche, hallándome echado en el lecho, estando en calma muerta, y el mar tranquilo como el agua de una escudilla, todos fueron a descansar, dejando el timón al arbitrio de un mozo. De donde vino que, corriendo las aguas, llevaron la nave muy despacio encima de una de dichas peñas, las cuales, aunque era de noche sonaban de tal manera que a distancia de un legua larga se podían ver y sentir. Entonces, el mozo que sintió arañar el timón, y oyó el ruido comenzó a gritar alto; y oyéndole yo, me levanté pronto, porque antes que nadie sentí que habíamos encallado en aquel paraje. Muy luego, el patrón de la nave a quien tocaba la guardia, salió, y le dije a él y a los otros marineros, que, entrando en el batel que llevaban fuera de la nave, y tomada un áncora, la echasen por la popa. Por esto, él con otros muchos, entraron en el batel, y pensando yo que harían lo que les había dicho, bogaron adelante, huyendo con el batel a la carabela, que estaba a distancia de media legua. Viendo yo que huían con el batel, que bajaban las aguas y que la nave estaba en peligro, hice cortar pronto el mástil, y aligerarla lo más que se pudo, para ver si podíamos sacarla fuera. Pero bajando más las aguas, la carabela no pudo moverse, por lo que se ladeó algún tanto y se abrieron nuevas grietas y se llenó toda por abajo de agua. En tanto llegó la barca de la carabela para darme socorro, porque viendo los marineros de aquélla que huía el batel, no quisieron recogerlo, por cuyo motivo fue obligado a volver a la nave.</p><p>No viendo yo remedio alguno para poder salvar ésta, me fui a la carabela, para salvar la gente. Como venía el viento de tierra, había pasado ya gran parte de la noche, y no sabíamos por donde salir de aquellas peñas, temporicé con la carabela hasta que fue de día, y muy luego fui a la nao por dentro de la restinga, habiendo antes mandado el batel a tierra con Diego de Arana, de Córdoba, alguacil mayor de justicia de la armada, y Pedro Gutiérrez, repostero de estrados de Vuestras Altezas, para que hiciesen saber al rey lo que pasaba, diciéndole que por ir a visitarle a su puerto, como el sábado anterior me rogó, había perdido la nave frente a su pueblo, a legua y media, en una restinga que allí había. Sabido esto por el rey, mostró con lágrimas grandísimo dolor de nuestro daño, y luego mandó a la nave toda la gente del pueblo, con muchas y grandes canoas. Y con esto, ellos y nosotros comenzamos a descargar y, en breve tiempo, descargamos toda la cubierta. Tan grande fue el auxilio que con ello dió este rey. Después, él en persona, con sus hermanos y parientes, ponía toda diligencia, así en la nave como en tierra, para que todo fuese bien dispuesto; y de cuando en cuando mandaba a alguno de sus parientes, llorando, a rogarme que no sintiese pena, que él me daría cuanto tenía. «Certifico a Vuestras Altezas que, en ninguna parte de Castilla, tan buen recaudo en todas las cosas se pudiera poner, sin faltar una agujeta», porque todas nuestras cosas las hizo poner juntas cerca de su palacio, donde las tuvo hasta que desocuparon las casas que él daba para conservarlas. Puso cerca, para custodiarlas, hombres armados, a los cuales hizo estar toda la noche, y él con todos los de la tierra lloraba como si nuestro daño les importase mucho. «Tanto son gente de amor y sin codicia, y convenibles para toda cosa, que certifico a Vuestras Altezas, que en el mundo creo que no hay mejor gente, ni mejor tierra; ellos aman a sus próximos como a sí mismos, y tienen una habla la más dulce del mundo, y mansa, y siempre con risa; ellos andan desnudos, hombres y mujeres, como sus madres los parió; mas crean Vuestras Altezas que entre sí tiene costumbres muy buenas, y el rey muy maravilloso estado, de una cierta manera tan continente, que es placer de verlo todo; y la memoria que tienen, y todo lo que quieren ver, y preguntan qué es y para qué».</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXIV</p><p><em>Cómo el Almirante decidió fundar un pueblo en el paraje donde habitaba el mencionado rey, y le llamó Villa de la Navidad</em></p><p>Miércoles, a 26 de Diciembre, llegó el rey principal de aquella isla a la carabela del Almirante, y mostrando gran tristeza y dolor, le consolaba ofreciéndole generosamente todo aquello de lo suyo que le gustase recibir, diciendo que ya había dado tres casas a los cristianos, donde pusieran todo lo que habían sacado de la nave; y que daría muchas más si hacían falta. En tanto llegó una canoa, con ciertos indios de otra isla, que llevaban algunas hojas de oro, para cambiarlas por cascabeles, estimados por ellos más que otra cosa. También de tierra vinieron los marineros, diciendo que de otros lugares concurrían muchos indios al pueblo, llevaban muchos objetos de oro, y los daban por agujetas y cosas análogas de poco valor, ofreciendo llevar mucho más oro si querían los cristianos. Viendo el gran cacique que esto gustaba al Almirante, le dijo que él hubiese hecho llevar gran cantidad del Cibao, la región donde más oro había.</p><p>Luego, ido a tierra, invitó al Almirante a comer ajes y cazabe, que es el principal alimento de los indios, y le dió algunas carátulas con los ojos y las orejas grandes de oro, y otras cosas bellas que se colgaban al cuello. Después, lamentándose de los caribes, que hacían esclavos a los suyos y se los llevaban para comérselos, se alentó mucho cuando el Almirante, para consolarlo, le mostró nuestras armas, diciendo que con aquellas lo defendería. Se asombró mucho viendo nuestra artillería, la que les daba tanto miedo que caían a tierra como muertos, cuando oían el estruendo.</p><p>Habiendo el Almirante hallado en aquella gente tanto amor y tan grandes muestras de oro casi olvidó el dolor de la perdida nave, pareciéndole que Dios lo había permitido para que hiciese allí un pueblo y dejase cristianos que traficaran y se informasen del país y de sus moradores, aprendiendo la lengua y teniendo conversación con aquel pueblo, para que, cuando volviese allí de Castilla con refuerzo, tuviese quien le guiase en todo aquello que hiciera falta para la población y el dominio de la tierra. A lo que se inclinó tanto más, porque entonces se le ofrecían muchos, diciendo que se quedarían allí gustosos y harían su morada en aquella tierra. Por lo cual, resolvió el Almirante fabricar un fuerte con la madera de la nave perdida, de la que ninguna cosa dejó que no sacase fuera, y no llevara todo lo útil. A esto ayudó mucho que, al día siguiente, que fue jueves, a 27 de Diciembre, vino nueva de que la carabela Pinta estaba en el río, hacia el cabo de Levante, en la isla. Para saber esto de cierto, mandó el cacique Guacanagari una canoa con algunos indios, que llevaron a dicho lugar un cristiano. Este, habiendo caminado veinte leguas por la costa, volvió sin traer alguna nueva de la Pinta. De donde resultó no darse fe a otro indio que dijo haberla visto algunos días antes. Pero, no obstante, el Almirante no dejó de ordenar la estancia de los cristianos en aquel lugar, pues todos conocían bien la bondad y riqueza de la tierra; los indios llevaban a presentar a los nuestros muchas carátulas y cosas de oro, y daban noticia de muchas provincias de aquella isla donde tal oro nacía.</p><p>Estando ya para partir el Almirante, trató con el rey acerca de los caribes, de quienes se lamentan y tienen gran miedo. Y tanto para dejarlo contento con la compañía de los cristianos, como también para que tuviese miedo de nuestras armas, hizo disparar una lombarda al costado de la nave, que atravesó a ésta de una banda a otra, y la pelota cayó al agua, de lo que recibió el cacique mucho espanto. Hizo también mostrarle todas nuestras armas, y cómo herían, y cómo con otras se defendían; y le dijo que quedando tales armas en su defensa, no tuviese miedo ya de caribes, porque los cristianos matarían a todos; que los quería dejar para guardarle, y que los tendría en su defensa mientras volvía a Castilla para tomar joyas y otras cosas que llevarle de regalo. Luego le recomendó mucho a Diego de Arana, hijo de Rodrigo de Arana, de Córdoba, de quien se ha hecho mención. A éste, a Pedro Gutiérrez y a Rodrigo de Escovedo, dejaba el gobierno de la fortaleza y de treinta y nueve hombres, con muchas mercancías y mantenimientos, armas y artillería, con la barca de la nave, y carpinteros, calafates y con todo lo demás necesario para cómodamente poblar, esto es, médico, sastre, lombardero, y otras tales personas.</p><p>Después, con mucha diligencia, se preparó para venir derecho a Castilla, sin más descubrir, temiendo que, pues ya no le quedaba más que un sólo navío, le sucediera cualquier desgracia que diese motivo para que los Reyes Católicos no tuviesen conocimiento de los reinos que recientemente les había adquirido.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXV</p><p><em>Cómo el Almirante salió para Castilla, y halló la otra carabela con Pinzón</em></p><p>Viernes, al salir el sol, 4 de Enero, el Almirante desplegó las velas, con las barcas por la proa, hacia el Noroeste, para salir de aquellas peñas y bajos que había en la parte donde dejó el pueblo de cristianos, llamado, por él, Puerto de la Navidad, en memoria de que tal día había bajado a tierra, salvándose del peligro del mar, y dado principio a dicha población. Las mencionadas rocas y peñas duran desde el Cabo Santo al Cabo de la Sierpe, que hay seis leguas, y salen al mar más de tres leguas. Toda la costa hacia el Noroeste y Sureste es playa y tierra llana hasta cuatro leguas del interior, donde luego hay altos montes e infinitos pueblos, grandes, comparados a los de otras islas.</p><p>Después navegó hacia un alto monte, al que puso nombre de Monte Cristo, que está diez y ocho leguas al Este del Cabo Santo; de tal modo que, quien quiera ir a la villa de la Navidad, después que descubra Monte Cristo, que es redondo como un pabellón, y casi como un peñasco, debe entrarse en el mar dos leguas lejos de aquél, y navegar al Oeste hasta que halle el mencionado Cabo Santo; entonces quedará distante la villa de la Navidad, cinco leguas, y entrará por ciertos canales que hay entre los bajos que están delante. El Almirante juzgó conveniente mencionar estas señales para que se supiese dónde estuvo el primer pueblo y tierra de cristianos que se fundó en aquel mundo occidental.</p><p>Después que con vientos contrarios navegó más al Este de Monte Cristo, el domingo por la mañana, a 6 de Enero, desde la gavia del mástil vio un calatate la carabela Pinta, que con viento en popa venía caminando hacia el Oeste. Llegada que fue donde estaba el Almirante, Martín Alonso Pinzón, capitán de aquélla, subido presto a la carabela del Almirante, comenzó a fingir ciertos motivos y aducir algunas excusas de su alejamiento, diciendo que le había acontecido contra su voluntad y porque no pudo hacer otra cosa. El Almirante, aunque sabía bien lo contrario y la mala intención de aquel hombre, y se acordaba de la mucha insolencia que contra él se había tomado en muchas cosas de aquel viaje, sin embargo, disimuló con él, y todo lo soportó, por no deshacer el proyecto de su empresa, lo que fácilmente acontecería, porque la mayor parte de la gente que llevaba consigo, era de la patria de Martín Alonso, y aún muchos parientes de éste. La verdad es que, cuando se apartó del Almirante, que fue en la isla de Cuba, salió con propósito de ir a las islas de Babeque, porque los indios de su carabela le decían que allí había mucho oro. Llegado allí, y hallando lo contrario de lo que le habían dicho, se volvía a la Española, donde le habían afirmado otros indios que había mucho oro. En este viaje, que duró veinte días, no había caminado más de quince leguas al Este de la Navidad, hasta un riachuelo que el Almirante había llamado Río de Gracia; allí había estado Martín Alonso diez y seis días, y hallado mucho oro, lo que no pudo haber el Almirante en la Navidad, dando por ello cosas de poco valor; de cuyo oro, repartía la mitad entre la gente de su carabela para ganársela y tenerla conforme y contenta de que él, con título de capitán, se quedase con el resto, queriendo luego convencer al Almirante, de que nada sabía de ello.</p><p>Después, continuando el Almirante su camino, para surgir cerca de Monte Cristo, como el viento no le dejaba ir adelante, entró con la barca en un río que está al Suroeste del monte, y lleva en su arena gran muestra del oro menudo; por esto, lo llamó el Río del Oro. Hallase a diez y siete leguas de la Navidad, a la parte del Este, y es poco menor que el río Guadalquivir que pasa por Córdoba.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXVI</p><p><em>Cómo en el golfo de Samaná, de la isla Española, se originó la primera contienda entre los indios y los cristianos</em></p><p>Domingo, a 13 de Enero, estando sobre el Cabo Enamorado, en el golfo de Samaná, de la isla Española, el Almirante mandó la barca a tierra, donde los nuestros hallaron en la playa algunos hombres de fiero aspecto, que, con arcos y con saetas, mostraban estar aparejados para guerra, y tener el ánimo alterado y lleno de asombro. Sin embargo, trabada con ellos conversación, les compraron dos arcos y algunas saetas; con gran dificultad se logró que uno de ellos fuese a la carabela, para hablar con el Almirante; de hecho, su habla estaba conforme con su fiereza, la cual parecía mayor que de toda la otra gente que hasta entonces habían visto, porque tenían la cara embadurnada de carbón; como quiera que todos aquellos pueblos tienen la costumbre de pintarse, unos de negro, otros de rojo, otros de blanco, unos de un modo, y otros de otro; llevaban los cabellos muy largos y recogidos atrás en un redecilla de plumas de papagayos. Uno de ellos, estando delante del Almirante, desnudo según lo había parido su madre, como van todos los que aquellas tierras hasta ahora descubiertas, dijo, con hablar altivo, que así iban todos en aquella región. Creyendo el Almirante que sería de los caribes, y que a éstos los separaba de la Española el golfo, le preguntó dónde habitaban tales indios, y él mostró con un dedo que más al Oriente, en otras islas, en las que había pedazos de guanin tan grandes como la mitad de la popa de la carabela, y que la isla de Matinino estaba toda poblada de mujeres, con las cuales, en cierto tiempo del año, iban a echarse los caribes; y si luego parían varones, se los daban a sus padres para que los criasen. Habiendo éste respondido por señas y por lo poco que podían entenderle los indios de San Salvador a cuanto le preguntaban, el Almirante mandó darle de comer y algunas bagatelas, como cuentas de vidrio y paño verde y rojo. Luego lo envió a tierra, para que llevase muestra del oro que, según él, tenían los otros indios. Cerca, ya la barca, de tierra, encontró en la playa, escondidos entre los árboles, cincuenta y cinco indios, todos desnudos, con largos cabellos, como acostumbran las mujeres en Castilla, y detrás de la cabeza penachos de papagayos y de otras aves; todos armados de arco y saetas. A éstos, cuando los nuestros salieron a tierra, hizo aquel indio dejar los arcos, las flechas, y un recio palo que llevaban en lugar de espada, porque, como hemos dicho, no tienen género alguno de hierro. Cuando estuvieron cerca de la barca, los cristianos salieron a tierra, y habiendo comenzado a comprar arcos, flechas y otras armas, por encargo del Almirante, aquéllos, después de vender dos arcos, no sólo no quisieron vender más, sino que con desprecio y con muestras de querer aprisionar a los cristianos, fueron muy prestos a coger sus arcos y saetas, donde las habían dejado, y también cuerdas para atar a los nuestros las manos. Pero éstos, estando sobreaviso y viéndoles venir tan airados, aunque no eran más que siete, animosamente les resistieron, e hirieron a uno con una espada en las nalgas y a otro en el pecho con una saeta; por lo cual, los indios, asustados del valor de los nuestros y de las heridas que hacían nuestras armas, echaron a correr, dejando la mayor parte de sus arcos y las flechas. Y ciertamente habrían quedado muchos muertos, si no lo hubiese prohibido el piloto de la carabela, a quien mandó el Almirante al cargo de la barca, y por cabeza de los que estaban en ella. Esta escaramuza no desagradó al Almirante, quien se convenció de que esta gente era de los mismos caribes, de quienes todos los otros indios tienen tanto miedo; o que al menos confinaban con ellos. Es gente arriscada y animosa, según lo demostraban su aspecto, su ánimo, y lo que habían hecho.</p><p>Esperaba el Almirante que oyendo los isleños lo que siete cristianos habían hecho contra cincuenta y cinco indios de aquel país, tan feroces, serían más estimados y respetados los nuestros que dejaba en la Villa de la Navidad, y que nadie tendría atrevimiento de hacerles daño. Aquellos indios, después, por la tarde, hicieron hogueras en tierra, para mostrar más valor, por lo que la barca tornó a ver qué querían; pero de ningún modo se pudo lograr que se fiasen, y por ello se volvió. Eran los mencionados arcos de tejo, casi tan grandes como los de Francia e Inglaterra; las flechas son de tallos que producen las cañas en la punta donde echan la semilla, los cuales son macizos y muy derechos, por largura de un brazo y medio; y arman la extremidad con un palillo de una cuarta y media de largo, agudo y tostado al fuego, en cuya punta hincan un diente o una espina de pez, con veneno. Por cuyo motivo, el Almirante llamó a dicho golfo, que los indios nombraban de Samaná, Golfo de las Flechas; dentro del cual se veía mucho algodón fino, y ají, que es la pimienta usada por ellos, que abrasa mucho la boca, y es en parte alargado y en parte redondo; cerca de tierra, a poco fondo, brotaba mucha de aquella hierba que hallaron los nuestros, en hiladas, por el mar Océano, de lo que conjeturaron que nacía toda cerca de tierra, y que después de madura se separaba y era llevada por las corrientes del mar a mucha distancia.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXVII</p><p><em>Cómo el Almirante salió para Castilla, y por una gran tempestad se separó de su compañía la carabela Pinta</em></p><p>Miércoles, que fue 16 de Enero del año 1493, con buen tiempo, el Almirante salió del mencionado Golfo de las Flechas, que ahora llamamos de Samaná, con rumbo a Castilla; porque ya las dos carabelas hacían mucha agua y era muy grande el trabajo que se padecía en remediarlas; fue la última tierra que se perdió de vista el Cabe, de San Telmo; veinte leguas hacia Nordeste, vieron mucha hierba de aquella otra, y veinte leguas más adelante, hallaron el mar casi cubierto de atunes pequeños, de los que vieron también un gran número los dos días siguientes, que fueron el 19 y el 20 de Enero, y muchas aves de mar; todavía, la hierba seguía en hiladas del Este a Oeste, juntamente con las corrientes, porque ya sabían que éstas toman la hierba de muy lejos, como quiera que no siguen constantemente un camino, pues unas veces van hacia una parte y otras hacia otra; y esto sucedía casi todos los días, hasta pasada casi la mitad del mar. Siguiendo luego su camino con buenos vientos, corrieron tanto que, al parecer de los pilotos, el 9 de Febrero, estaban hacia el Sur de las islas de los Azores, Pero el Almirante decía que estaba más a la derecha, cuarenta leguas, y esta es la verdad, porque aún encontraban hiladas de mucha hierba, la cual, yendo a las Indias no habían visto hasta estar 263 leguas al Occidente de la isla del Hierro. Navegando así con buen tiempo, de día en día comenzó a crecer el viento, y el mar a ensoberbecerse, de modo que con gran fatiga lo podían soportar. Por lo cual, el jueves, a 14 de Febrero, corrían, de noche, donde la fuerza del viento los llevaba, y como la carabela <em>Pinta</em>, en la que iba Pinzón, no se podía sostener tanto en el mar, se fue derechamente al Norte, con viento Sur, y el Almirante siguió a Nordeste para acercarse más a España; lo cual, por la obscuridad, no pudieron hacer los de la carabela <em>Pinta</em>, aunque el Almirante llevaba siempre su farol encendido. Así, cuando fue de día, se encontraron del todo perdidos de vista el uno del otro. Y tenía por cierto cada uno, que los otros habían naufragado; por cuyos motivos, encomendándose a las oraciones y a la religión, los del Almirante echaron a suerte el voto de que uno de ellos fuese en peregrinación por todos a Nuestra Señora de Guadalupe; y tocó la suerte al Almirante. Después sortearon otro peregrino para Nuestra Señora del Loreto, y cayó la suerte a un marinero del puerto de Santa María de Santoña, llamado Pedro de la Villa. Luego, echaron suertes sobre un tercer peregrino que fuese a velar una noche en Santa Clara de Moguer, y tocó también al Almirante. Pero creciendo todavía la tormenta, todos los de la carabela hicieron voto de ir descalzos y en camisa a hacer oración, en la primera tierra que encontrasen, a una iglesia de la advocación de la Virgen. Aparte de estos votos generales, se hicieron otros muchos de personas particulares; porque la tormenta era ya muy grande y el navío del Almirante la soportaba difícilmente, por falta de lastre, que se había disminuido con los bastimentos gastados. Como remedio de lastre, pensaron que sería bien llenar de agua del mar, todos los toneles que tenían vacíos, lo cual que de alguna ayuda e hizo que se pudiese sustentar mejor el navío, sin peligro tan grande de voltear. De tan áspera tempestad, escribe el Almirante estas palabras: «yo habría soportado esta tormenta con menor pena, si solamente hubiese estado en peligro mi persona, tanto porque yo sé que soy deudor de la vida al Sumo Creador, como también porque otras veces me he hallado tan próximo a la muerte, que el menor paso era lo que quedaba para sufrirla. Pero, lo que me ocasionaba infinito dolor y congoja, era el considerar que, después que a Nuestro Señor le había placido iluminarme con la fe y con la certeza de esta empresa, de la que me había dado ya la victoria, cuando mis contradictores quedarían desmentidos, y Vuestras Altezas servidas por mí, con gloria y acrecentamiento de su alto estado, quisiera Su Divina Majestad impedir esto, con mi muerte; la que todavía sería más tolerable si no sobreviniese también a la gente que llevé conmigo, con promesa de un éxito muy próspero. Los cuales, viéndose en tanta aflicción, no sólo renegaban de su venida, sino también del miedo y del freno que por mis persuasiones tuvieron, para no volver atrás del camino, según que muchas veces estuvieron resueltos de hacer. A más de todo esto, se me redoblaba el dolor al ponérseme delante de los ojos el recuerdo de dos hijos que había dejado al estudio en Córdoba, abandonados de socorro y en país extraño, y sin haber yo hecho, o al menos sin que fue manifiesto, mi servicio, por el que se pudiese esperar que Vuestras Altezas tendrían memoria de aquéllos. Y aunque de otro lado me confortase la fe que yo tenía de que Nuestro Señor no permitiría que una cosa de tanta exaltación de su Iglesia, que yo había llevado a cabo con tanta contrariedad y trabajos, quedase imperfecta y yo quedara deshecho; de otra parte, pensaba que por mis deméritos, o porque yo no gozase de tanta gloria en este mundo, le agradaba humillarme, y así, confuso en mí mismo, pensaba en la suerte de Vuestras Altezas, que, aun muriendo yo, o hundiéndose el navío, podrían hallar manera de no perder la conseguida victoria, y que sería posible que por cualquier camino llegara a vuestra noticia el éxito de mi viaje; por lo cual, escribí en un pergamino, con la brevedad que el tiempo demandaba, cómo yo dejaba descubiertas aquellas tierras que les había prometido; en cuántos días, y por qué camino lo había logrado; la bondad del país y la condición de sus habitantes, y cómo quedaban los vasallos de Vuestras Altezas en posesión de todo lo que por mí se había descubierto, Cuya escritura, cerrada y sellada, enderecé a Vuestras Altezas con el porte, es a saber: promesa de mil ducados a aquel que la presentara sin abrir; a fin de que si hombres extranjeros la encontrasen, no se valiesen del aviso que dentro había, con la verdad del porte. Muy luego, hice llevar un gran barril, y habiendo envuelto la escritura en una tela encerada, y metido ésta dentro de una torta u hogaza de cera, la puse en el barril, bien sujeto con sus cercos, y lo eché al mar, creyendo todos que sería alguna devoción; y porque pensé que podría suceder que no llegase a salvamento, y los navíos aún caminaban para acercarse a Castilla, hice otro atado semejante al primero, y lo puso en lo alto de la popa, para que sumergiéndose el navío, quedase el barril sobre las olas al arbitrio de la tormenta.»</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXVIII</p><p><em>Cómo el Almirante llegó a las islas de los Azores, y los de la isla de Santa María le tomaron la barca con la gente</em></p><p>Navegando con extremo peligro y con tanta tormenta, viernes a 15 de Febrero, al amanecer, cierto Rui García, del puerto de Santoña, desde lo alto vio tierra a Nordeste; los pilotos y los marineros creían que era la roca de Cintra en Portugal; pero, el Almirante, afirmaba que eran las islas de los Azores, y aquella tierra una de éstas, y aunque no estaban muy lejos, aquel día no pudieron llegar a ella, por la tempestad; antes bien, barloventeando, porque soplaba el viento del Este, perdieron de vista aquella isla, y descubrieron otra, alrededor de la cual corrieron temporizando con gran dificultad y mal tiempo, sin poder llegar a tierra, con trabajo continuo, sin reposo alguno. Por lo que, el Almirante, en su Diario, dice: «Sábado, a 16 de Febrero, de noche, llegué a una de estas islas, y por la tormenta, no pude conocer cuál de ellas era; a la noche descansé algo, porque desde el miércoles, hasta entonces, no había dormido, ni podido conciliar el sueño; y quedé después tullido de las piernas por haber estado siempre a la intemperie del aire y del agua; no menos sufría, también de hambre. El lunes después, de mañana, luego que surgí, supe por los de la tierra que aquella isla era la de Santa María, una de las islas de los Azores. Todos se maravillaban de que yo hubiese podido escapar, considerando la grandísima tempestad que había durado quince días continuos en aquella parte.» Aquéllos, sabiendo lo que el Almirante había descubierto, mostraron sentir alegría, dando gracias por ello a Nuestro Señor; y vinieron tres al navío, con algunos refrescos y con muchos saludos en nombre del capitán de la isla, que estaba lejos de la población; y porque cerca de allí no se veía más que una ermita que, según dijeron, era de la advocación de la Virgen, recordando el Almirante y todos los del navío que el jueves antes habían hecho voto de ir descalzos y en camisa, en la primera tierra que hallasen, a una iglesia de la Virgen, pareció a todos que se debía cumplirlo, especialmente tratándose de tierra donde la gente y el capitán de ella les mostraban tanto amor y compasión; y siendo, como era, de un rey muy amigo de los Reyes Católicos de Castilla. Por lo cual, el Almirante demandó que aquellos tres hombres fuesen a la población e hiciesen venir al capellán que tenía la llave de la ermita, para que dijese allí una misa; y ellos, conformes con esto, entraron en la barca del navío, con la mitad de la gente de éste, para que comenzase a cumplir el voto, y cuando volvieran, bajasen los demás a cumplirlo también. Ido, pues, a tierra, en camisa y descalzos, como habían hecho voto de hacerlo, el capitán, con mucha gente de la población, escondida en una emboscada, salió de improviso contra ellos y los hizo prisioneros, quitándoles la barca, sin la que, le parecía, que el Almirante no podía huir de sus manos.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XXXIX</p><p><em>Cómo el Almirante corrió otra tormenta, y al fin recuperó su gente con la barca</em></p><p>Pareciendo al Almirante que tardaban mucho los que habían ido en la barca a tierra, porque era ya casi mediodía y habían salido al alba, sospechó que algún mal o percance les habría sucedido en mar o en tierra, y porque desde el lugar en que había surgido no se podía ver la ermita donde habían ido, resolvió salir con el navío e ir detrás de una punta, desde la cual se descubría la iglesia. Llegado más cerca, vio en tierra mucha gente a caballo, la que, apeándose, entraba en la barca para ir y asaltar con las armas la carabela. Por lo cual, temiendo el Almirante lo que podría suceder, mandó a los suyos que se pusiesen en orden y se armasen, pero que no hiciesen muestra de quererse defender, a fin de que los portugueses se acercaran más confiadamente. Pero éstos, yendo al encuentro del Almirante, cuando lo tuvieron ya cerca, el capitán se levantó, pidiendo muestra de seguridad, la que fue dada por el Almirante, creyendo que subiría a la nave, y que así como éste, a pesar del salvoconducto que dio había tomado la barca juntamente con la gente, así él podía retenerle, bajo la fe, hasta que le restituyese lo mal apresado. Pero, el portugués, no se atrevió a acercarse más de lo que bastaba para ser oído; entonces el Almirante le dijo que se maravillaba de tal innovación, y de que no viniese alguno de los suyos a la barca, pues eran bajados a tierra con salvoconducto y con ofertas de regalos y socorro, mayormente habiendo el capitán mandado saludarle. A más de esto, le rogaba considerar que, lo hecho por él no se usa ni aun entre enemigos, no es conforme a las leyes de caballería, y ofendería mucho al rey de Portugal, cuyos súbditos, en tierras de los Reyes Católicos, sus señores, son bien tratados y reciben mucha cortesía, arribando y estando, sin algún salvoconducto, con mucha seguridad, no de otro modo que si estuvieran en Lisboa; añadiendo que Sus Altezas le habían dado cartas de recomendación para todos los príncipes y señores y hombres del mundo, las cuales mostrara si se hubiese acercado; porque si en todas partes eran respetadas estas letras, y él era bien acogido, y todos sus vasallos, mucha más razón había para que fuesen recibidos y agasajados en Portugal, por la vecindad y el parentesco de sus príncipes; especialmente, siendo él, como era, su Almirante mayor del Océano, y virrey de las Indias, por él recientemente descubiertas; de todo lo que le mostraría las cartas, firmadas de sus Reales nombres y selladas con su sello. Y así, de lejos, se las enseñó, y le dijo que podía acercarse sin miedo, pues por la paz y la amistad que había entre los Reyes Católicos y el Rey de Portugal, le habían mandado que hiciese toda honra y cortesía que pudiese a los navíos de portugueses que encontrara. Añadiendo que, aunque el quisiera obtinadamente y con descortesía retener su gente, no por esto quedaría impedido de ir a Castilla, porque le quedaban bastantes hombres en el navío para navegar hasta Sevilla, y aún para hacerle daño, si era necesario, del cual él mismo habría dado ocasión, y tal castigo se atribuiría justamente a su culpa; a más, que, por ventura, su Rey lo castigaría como a hombre que daba causa para que se rompiese la guerra entre él y los Reyes Católicos.</p><p>Entonces el capitán con los suyos respondió: «No cognoscemos acá al Rey e Reina de Castilla, ni sus cartas, ni le habían miedo, antes les darían a entender que cosa era Portugal». De cuya respuesta conoció el Almirante y temió que después de su partida habría sucedido alguna rotura o discordia entre un reino y el otro; sin embargo, se inclinó a responderle como a su locura convenía. últimamente, al marcharse, el capitán se levantó, y desde lejos le dijo que debía ir al puerto con la carabela, porque todo lo que hacía y había hecho, se lo había encargado el Rey su señor por cartas. Habiendo oído esto el Almirante, puso por testigos a los que estaban en la carabela; y llamados el capitán y los portugueses, juró no bajar de la carabela hasta que no hubiese hecho prisioneros un centenar de portugueses para llevarlos a Castilla y despoblar toda aquella isla. Dicho esto, volvió a surgir en el puerto donde antes estaba, porque el viento no permitía hacer otra cosa.</p><p>Pero al siguiente día, arreciando mucho más el viento, y siendo desventajoso aquel lugar donde había surgido, perdió las áncoras y no tuvo más remedio que desplegar las velas hacia la isla de San Miguel, donde, si por la gran tormenta y temporal que todavía duraba, no pudiese echar las anclas, había resuelto ponerse a la cuerda, no sin infinito peligro, tanto por causa del mar que estaba muy alborotado, como porque no le quedaban más que tres marineros y algunos grumetes; toda la otra gente era de tierra, y los indios no tenían práctica alguna de manejar velas y jarcias. Pero supliendo con su persona la falta de los ausentes, con bastante fatiga y no leve peligro pasó aquella noche hasta que, venido el día, viendo que había perdido de vista la isla de San Miguel, y que el tiempo había abonanzado algo, decidió volver a la isla de Santa María, para intentar, si podía, recuperar su gente y las áncoras y la barca, donde arribó el jueves, a la tarde, el 21 de Febrero.</p><p>No mucho después que llegó fue la barca con cinco marineros, y todos ellos con un notario, confiados con la seguridad que les dio, entraron en la carabela, en la que, por ser ya tarde, durmieron aquella noche. Al día siguiente, dijeron que venían de parte del capitán a saber con certeza de dónde y cómo venía aquel navío, y si navegaba por comisión del Rey de Castilla; porque, constando la verdad de esto, estaban prontos a darle toda honra. Cuya mudanza y oferta se debió a que veían claro que no podían tomar el navío y la persona del Almirante, y que les podría resultar daño de lo que habían hecho. Pero el Almirante, disimulando lo que sentía, respondió que les daba gracias por su ofrecimiento y cortesía; y pues lo que pedían era según uso y costumbre de la mar, él estaba dispuesto a satisfacer su demanda; y así les mostró la carta general de recomendación de los Reyes Católicos, dirigida a todos sus súbditos, y a los otros príncipes; y también la comisión y mandato que aquéllos le habían hecho para que emprendiese tal viaje. Lo cual, visto por los portugueses, se fueron a tierra satisfechos, y devolvieron pronto la barca y los marineros; de los cuales supo el Almirante decirse en la isla, que el Rey de Portugal había dado aviso a todos sus vasallos, para que hiciesen prisionero al Almirante, por cualquier medio que pudieran.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XL</p><p><em>Cómo el Almirante salió de las islas de los Azores y llegó con temporal a Lisboa</em></p><p>El domingo, a 24 de Febrero, el Almirante salió de la isla de Santa María para Castilla, con gran necesidad de lastre y leña, de cuyas cosas, por el mal tiempo, no se había podido proveer, y estando a distancia de cien leguas de la tierra más vecina, vino una golondrina al navío, la que, como se pensó, los malos tiempos habían empujado al mar, lo que se conoció luego con más claridad, porque, al día siguiente, que fue el 28 de febrero, llegaron otras muchas golondrinas y aves de tierra, y también vieron una ballena.</p><p>A 3 de Marzo tuvieron tan gran tempestad que, pasada la media noche, les desgarró las velas, de modo que teniendo la vida en gran peligro, hicieron voto de enviar un peregrino a la Virgen de la Cinta, cuya venerada casa está en Huelva, adonde aquél debía ir descalzo y en camisa. Tocó también la suerte al Almirante, como si con tantos votos como le tocaban, Dios glorioso quisiera demostrar serle más gratas las promesas de él que las de los otros. A más de este voto, hubo también otros de muchos particulares.</p><p>Corriendo sin un palmo de vela, con el mástil desnudo, con terrible mar, gran viento, y con espantosos truenos y relámpagos por todo el cielo, que cualquiera de estas cosas parecía que se iba a llevar la carabela por el aire, quiso Nuestro Señor mostrarles tierra, casi a media noche, de lo que no menor peligro les resultaba, de modo que, para no estrellarse, o dar en paraje donde no pudieran poder salvarse, que necesario que diesen un poco de vela, para sostenerse contra el temporal, hasta que quiso Dios que llegase el día, y amanecido, vieron que estaban cerca de la roca de Cintra, en los confines del reino de Portugal. Allí fue precisado a entrar, con miedo y asombro grande de la gente del país, y de los marineros de la tierra, los cuales corrían de todas partes a ver como cosa maravillosa un navío que escapaba de tan cruel tormenta, especialmente, habiendo recibido nuevas de muchos navíos que, hacia Flandes y en otros mares, habían perecido aquel día.</p><p>Después, entrando en la ría de Lisboa, lunes, a 4 de Marzo, surgió junto al Rastello, y muy presto mandó un correo a los Reyes Católicos, con la nueva de su venida. También escribió al Rey de Portugal, pidiendo licencia de arribar junto a la ciudad, por no ser lugar seguro aquel donde se hallaba, contra quien le quisiera ofender con falso y cauteloso pretexto de que el mismo Rey lo ordenaba, creyendo que con hacerle daño podía impedir la victoria del Rey de Castilla.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XLI</p><p><em>Cómo los de Lisboa iban a ver al Almirante, como a una maravilla, y luego fue a visitar al Rey de Portugal</em></p><p>Martes, a 5 de Marzo, el patrón de la nave grande que el Rey de Portugal tenía en el Rastello para guarda del puerto, fue con su batel armado a la carabela del Almirante, y le intimó que fuera consigo a dar cuenta de su venida a los ministros de Rey, según la obligación y uso de todas las naves que allí arribaban. Respondió el Almirante que los Almirantes del Rey de Castilla, como lo era él, no estaban obligados a ir donde por alguno fuesen llamados, ni debían separarse de sus navíos, pena de vida, para dar tales relaciones, y que así habían resuelto hacerlo. Entonces, el patrón le dijo que al menos mandase a su maestre. Pero el Almirante le respondió que, en su opinión, todo esto era lo mismo, a no ser que enviase un grumete, y que en vano le mandaba que fuese otra persona de su navío.</p><p>Viendo el patrón que el Almirante hablaba con tanta razón y atrevimiento, replicó que, cuando menos, para que le constase que venía en nombre y como vasallo del Rey de Castilla, le mostrase las cartas de éste, con las que pudiera satisfacer a su capitán. A cuya demanda, porque parecía justa, consintió el Almirante, y le enseñó la cartas de los Reyes Católicos; con lo que aquél quedó satisfecho y se volvió a su nave para dar cuenta de esto a don álvaro de Acuña, que era su capitán. El cual, muy luego, con muchas trompetas, con pífanos, tambores, y con gran pompa, fue a la carabela del Almirante, donde le hizo gran festejo y muchas ofertas.</p><p>Al día siguiente, que se supo en Lisboa la venida del Almirante de las Indias, era tanta la gente que iba a la carabela para ver los indios que traía y por saber novedades, que no cabían dentro; y el mar estaba casi lleno de barcas y bateles de los portugueses. Algunos de los cuales daban gracias a Dios por tanta victoria, otros se desesperaban y les disgustaba mucho ver que se les había ido de las manos aquella empresa, por la incredulidad y la poca cuenta que había mostrado su Rey; de modo que paso aquel día con gran concurso y visitas del gentío.</p><p>Al día siguiente escribió el Rey a sus factores para que presentasen al Almirante todo el bastimento y lo demás de que tuviese necesidad para su persona y para su gente; y que no le pidiesen por ello cosa alguna, También escribió al Almirante alegrándose de su próspera venida, y que hallándose en su reino, se alegraría que fuese a visitarlo. El Almirante estuvo un tanto dudoso; pero considerada la amistad que había entre aquél y los Reyes Católicos, la cortesía que había mandado hacerle, y también para quitar la sospecha de que venía de las conquistas de Portugal, agradóle ir a Valparaíso, donde el Rey estaba, a nueve leguas del puerto de Lisboa, y llegó el sábado de noche, a 9 de Marzo.</p><p>Entonces, el Rey mandó que fuesen a su encuentro todos los nobles de la Corte, y cuando estuvo en su presencia le hizo mucha honra y grande acogimiento, mandándole que se cubriese, y haciéndole sentar en una silla. Luego que el Rey oyó, con semblante alegre, las particularidades de su victoria, le ofreció todo aquello que necesitase para el servicio de los Reyes Católicos, aunque le parecía que, por lo capitulado con éstos, le pertenecía aquella conquista. A lo que el Almirante respondió que él nada sabía de tal capitulación, y se le había mandado que no fuese a la Mina de Portugal, en Guinea, lo que había fielmente cumplido, a lo que replicó el Rey que todo estaba bien, y tenía certeza de que todo se arreglaría como la razón demandase. Habiendo pasado largo tiempo en estos razonamientos, el Rey mandó al prior de Crato, que era el hombre más principal y de mayor autoridad, de cuantos había con él, que hospedase al Almirante, haciéndole todo agasajo y buena compañía; y aquél así lo hizo.</p><p>Después de estar allí el domingo y el lunes, después de comer en aquel lugar, el Almirante se despidió del Rey, quien le demostró mucho amor, le hizo largos ofrecimientos, y mandó a don Martín de Noroña que fuese con él; no dejaron muchos otros caballeros de acompañarle, por honrarle y saber los notables hechos de su viaje.</p><p>Y así, yendo por su camino a Lisboa, pasó por un monasterio donde se hallaba la Reina de Portugal; la que con gran instancia le había enviado pedir que no pasara sin visitarla. Presentado a la Reina, ésta se alegró mucho y le hizo todo el agasajo y cortesía que correspondía a tan gran señor. Aquella noche fue un gentilhombre del Rey al Almirante, diciéndole, en su nombre, que si quería ir por tierra a Castilla, la acompañaría y le hospedaría en todas partes, dándole cuanto fuese menester hasta los confines de Portugal.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XLII</p><p><em>Cómo el Almirante salió de Lisboa para venir a Castilla por mar</em></p><p>Después, el miércoles, 13 de Marzo, a dos horas del día, el Almirante dio velas para ir a Sevilla; el viernes siguiente, a mediodía, entró en Saltes, y surgió dentro del puerto de Palos, de donde había salido el 3 de Agosto del año pasado de 1492, siete meses y once días antes. Allí fue recibido por todo el pueblo en procesión, dando gracias a Nuestro Señor por tan excelsa gracia y victoria, de la que tanto acrecentamiento se esperaba para la religión cristiana y para el estado de los Reyes Católicos, teniendo aquellos vecinos en mucho que el Almirante, cuando salió, hubiese desplegado velas en aquel lugar, y que la mayor parte y más noble de la gente que había llevado, saliese de aquella tierra; aunque muchos de éstos, por culpa de Pinzón, hubieran tenido alguna perfidia y desobediencia.</p><p>Al mismo tiempo que el Almirante llegó a Palos, Pinzón arribó a Galicia, y quería ir él solo a Barcelona para dar cuenta del suceso a los Reyes Católicos; pero éstos le intimaron que no fuera sino con el Almirante, con el cual había ido al descubrimiento; de lo que recibió tanto dolor y enojo que se fue a su patria, doliente, y en pocos días murió de pena.</p><p>Antes que éste volviese a Palos, el Almirante fue por tierra a Sevilla, con ánimo de ir de allí a Barcelona, donde estaban los Reyes Católicos. Y en el viaje tuvo que detenerse algo, aunque poco, por la mucha admiración de los pueblos por donde pasaba, pues de todos ellos y de sus proximidades, corría la gente a los caminos para verle, y a los indios y las otras cosas y novedades que llevaba. Así continuando su camino, llegó a mitad de Abril a Barcelona, habiendo hecho antes saber a Sus Altezas el próspero suceso de su viaje. De lo que mostraron infinita alegría y contento; y como a hombre que tan gran servicio les había prestado, mandaron que fuese solemnemente recibido. Salieron a su encuentro todos los que estaban en la ciudad y en la Corte; y los Reyes Católicos le esperaron sentados públicamente, con toda majestad y grandeza, en un riquísimo trono, bajo un dosel de brocado de oro, y cuando fue a besarles las manos se levantaron, como a gran señor, le pusieron dificultad en darle la mano, y le hicieron sentarse a su lado. Después, dichas brevemente algunas cosas acerca del proceso y resultado de su viaje, le dieron licencia para que se fuese a su posada, hasta donde fue acompañado por toda la Corte. Estuvo allí con tan gran favor y con tanta honra de Sus Altezas que, cuando el Rey cabalgaba por Barcelona, el Almirante iba a un lado, y el Infante Fortuna a otro, no habiendo antes costumbre de ir más que dicho Infante que era pariente muy allegado al Rey.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XLIII</p><p><em>Cómo se acordó que el Almirante volviese con gran armada a poblar la isla Española, y se logró del Papa la aprobación de la conquista</em></p><p>Dióse en Barcelona, con mucha solicitud y presteza, orden para la expedición y retorno del Almirante a la Española, tanto para socorrer a los que allí habían quedado, como para aumentar la población y sojuzgar aquella isla, y las otras que estaban ya descubiertas o se esperaba descubrir. Muy luego los Reyes Católicos, por consejo del Almirante, para más claro y justo título de las Indias, procuraron tener del Sumo Pontífice la aprobación y donación de la conquista de todas aquellas. La cual, el Papa Alejandro VI, que regía entonces el pontificado, concedió liberalísimamente, no sólo en cuanto a lo ya descubierto, sino de todo lo que se descubriese al Occidente, hasta llegar al Oriente en parte donde en aquel tiempo tuviese posesión, de hecho, algún príncipe cristiano; prohibiendo a todos en general que entrasen en dichos confines. Al año siguiente, dicho Pontífice volvió a confirmar esto, con muchas cláusulas eficaces y significativas palabras.</p><p>Viendo los Reyes Católicos que de aquella gracia y concesión que les hizo el Papa, era causa y principio el Almirante, y que con su viaje y descubrimiento les había adquirido el derecho y la posesión de todo aquello, quisieron recompensarlo por todo. Y así, en Barcelona, el 28 de Mayo, le concedieron nuevo privilegio, o más bien una exposición y declaración del primero, por el cual confirmaban lo que con él habían antes capitulado, y con claras y abiertas palabras declaraban los límites y confines de su almirantazgo, virreinato y gobernación, en todo lo que el Papa les había concedido, ratificando en este privilegio el que antes le habían hecho; el cual, con la subsiguiente declaración, copiamos aquí.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XLIV</p><p><em>Privilegios concedidos por los Reyes Católicos al Almirante</em></p><p>Don Fernando e doña Isabel, por la gracia de Dios, Rey e Reyna de Castilla, de León, de Aragón, de Secilia, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galisia, de Mallorcas, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, del Algarbe, de Algesira, de Gibraltar e de las Yslas de Canaria, conde e Condesa de Barcelona, e Señores de Vizcaya e de Molina, Duques de Athenas e de Neopatria, Condes de Rosellón e de Cerdania, Marqueses de Oristán e de Gociano. Por quanto vos, Christobal Colon, vades, por nuestro mandado, a descobrir e ganar, con ciertas fustas nuestras, e con nuestra gente, ciertas yslas e tierra firme en la dicha mar Oceana, e se espera que, con la ayuda de Dios, se descubrirán e ganaran algunas de las dichas yslas e tierra firme, en la dicha mar Oceana, por vuestra mano et industria; e asy es cosa justa e razonable que pues os ponéis al dicho peligro por nuestro servicio, seades dello remunerado; e queriendos honrar e fase merced por lo susodicho, es nuestra merced e voluntad que vos el dicho Christobal Colon, despues que ayades descubierto e ganado las dichas yslas e tierra firme en la dicha mar Oceana, o qualesquier dellas, que seades nuestro Almirante de las dichas yslas e tierra firme que asi descubrierdes e ganardes, e seades nuestro Almirante e Viso-rey e Gobernador en ellas; e vos podades dende en adelante llamar e yntitular Don Christobal Colon, e asy vuestros fijos e subcesores en dicho oficio e cargo se puedan intitular e llamar don, e Almirante e Visorey e Gobernador dellas; e para que podades usar e exercer el dicho oficio de almirantazgo con el dicho oficio de visorey e governador de las dichas yslas e tierra firme que asi descubriedes e ganardes por vos, e por vuestros lugartenientes, e oyr e librar todos los pleitos e cabsas ceviles e criminales tocantes al dicho oficio de almirantazgo e de visorey e governador, según fallardes por derecho, e según lo acostumbran usar e exercer los almirantes de nuestros reynos, e podades punir e castigar los delinquentes; e usedes de los dichos oficios de almirantazgo e visorey e governador, vos e vuestros dichos lugartenientes, en todo lo que a los dichos oficios e a cada uno de ellos es anexo e concerniente; e que ayades e levedes los derechos e salarios a los dichos oficios e a cada uno dellos anexos e concernientes e pertenecientes, según e como los lieva e acostumbra llevar el nuestro Almirante mayor en el almirantadgo de los nuestros reynos. E por esta nuestra carta o por su treslado signado de escribano publico, mandamos al Principe D. Juan, nuestro muy caro e muy amado fijo, e a los ynfantes, duques, perlados, marqueses, condes, maestres de las ordenes, priores, comendadores, e a los del nuestro Consejo, e Oydores de la nuestra Abdiencia, alcaldes e otras justicias qualesquier de la nuestra casa e Corte e Chancillería, e a los subcomendadores, alcaydes de los castillos e casas fuertes e llanas, e a todos los concejos e asistentes, corregidores e alcaldes e alguacyles, merinos, veynte e cuatros, cavalleros jurados, escuderos, oficiales e omes buenos de todas las cibdades e villas e lugares de los nuestros reynos e señorios, e de los que vos conquistardes e ganardes, e a los capitanes, maestres, contramaestres, e oficiales, marineros e gentes de la mar, nuestros subditos e naturales, que agora son e serán de aquí adelante, e a cada uno e cualquier dellos, que syendo por vos descubiertas e ganadas las dichas yslas e tierra firme en la dicha mar Océana, e fecho por vos, e por quien vuestro poder oviere, el juramento e solepnidad que en tal caso se requiere, vos ayan e tengan dende en adelante, para en toda vuestra vida, e despues de vos, a vuestro fijo e subcesor, e de subcesor en subcesor para syempre jamas, por nuestro almirante de la dicha mar Océana, e por visorey e governador de las dichas yslas e tierras firme que vos el dicho D. Christoval Colon descubrierdes e ganardes, e usen con vos e con los dichos oficios de almirantadgo e visorey e governador pusierdes, en todo lo a ellos concerniente, e vos recudan e fagan recudir con la quitación e derechos e otras cosas a los dichos oficios anexas e pertenescientes, e vos guarden a fagan guardar todas las honras e gracias e mercedes e libertades, preheminencias, prerrogativas, esenciones, e ynmunidades, e todas las otras cosas, e cada una de ellas, que por razón de los dichos oficios de almirante e visorey e governador devedes aver e gosar, e vos deven ser guardadas, en todo bien e complidamente, en guisa que vos no menguen cosa alguna, e que en ello, ni en parte dello, embargo ni contrario alguno vos no pongan ni consientan poner, ca Nos, por esta nuestra carta, desde agora para entonces vos fasemos merced de los dichos oficios de almirantadgo e visorey e governador, por juro de heredad para siempre jamás; e vos damos la posesion e casi posesion dellos e de cada uno dellos, e poder abtoridad para lo usar e exercer, e llevar los derechos salarios a ellos e a cada uno dellos anexos e pertenescientes, según e como dicho es; sobre lo qual todo que dicho es, sy necesario vos fuere, e gelos vos pidierdes. mandamos al nuestro chanciller e notarios, e los otros oficiales qu´estan a la tabla de los nuestros sellos, que vos den e libren e pasen e sellen nuestra carta de previllejo rodado, la mas fuerte e firme e bastante que les pidierdes e ovierdes menester; e los unos ni los otros no fagades, ni fagan ende ál, por alguna manera, so pena de la nuestra merced e de diez mil maravedis para la nuestra Cámara, a cada uno que lo contrario fisiere; e demás mandamos al ome que les esta nuestra carta mostrare, que los enplaze que parescades ante nos en la nuestra Corte, doquier que nos seamos, del día que los enplasare a quince días primeros syguientes, so la dicha pena, so la qual mandamos a qualquier escribano público que para esto fuere llamado, que dé ende al que gela mostrare testimonio signado con su sygno, porque nos sepamos en como se cumple nuestro mandado.</p><p>Dada en la nuestra cibdad de Granada, a treynta días del mes de Abril, año del nascimiento de nuestro señor Jhesu Christo de mil e quatrocientos e nouenta e dos años.</p><p>Yo el Rey</p><p>Yo la Reyna</p><p>Yo Johan de Coloma, secretario del Rey e de la Reyna nuestros señores, la fis escrivir por su mandado.</p><p>Acordada en forma: <em>Rodericus, doctor</em>. Registrada: <em>Sebastián D´Olano</em>.</p><p><em>Francisco de Madrid, chanciller</em>.</p><p>E agora, porque plugo a Nuestro Señor que vos fallastes muchas de las dichas yslas, e esperamos que con la ayuda suya que fallereis e descobrireis otras yslas e tierra firme en el dicho mar Océano, a la dicha parte de las Indias, e nos suplicastes e pedistes por merced que vos confirmasemos la dicha nuestra carta que de suso va encorporada, e la merced en ella contenida, para que vos e vuestros fijos e descendientes e subcesores uno en pos de otro, y después de vuestros días, podades tener y tengades los dichos oficios de almirante e visorey e governador del dicho mar Océano e Yslas e tierra firme que asy aveys descubierto e fallado, e descubrierdes, e fallardes de aquí adelante, con todas aquellas facultades e preheminencias e prerrogativas de que han gozado e gozan los nuestros almirantes e visorey e governadores que han seydo e son, de los dichos nuestros reynos de Castilla y de León; e vos sea acudido con todos los derechos e salarios a los dichos oficios anexos e pertenescientes, usados e guardados a los dichos nuestros almirantes, visoreyes e governadores, o vos mandemos proveer sobrello como la nuestra merced fuese; e Nos, acatando el arrisco e peligro en que por nuestro servicio vos posistes en yr a catar e descobrir las dichas yslas e tierra firme, e en el que agora vos poneys en yr a buscar e descobrir las otras yslas e tierra firme, de que avemos seydo e esperamos ser de vos muy servidos, e por vos facer bien e merced, por la presente, vos confirmamos a vos et a los dichos vuestros fijos e descendientes e subcesores, uno en pos de otro, para agora e para siempre Jamas, los dichos oficios de almirante del dicho mar Océano, e visorey e governador de las dichas yslas e tierra firme que aveys fallado e descubierto, e de las otras yslas e tierra firme que por vos o por vuestra yndustria se fallaren e descubrieren de aquí adelante en la dicha parte de las Indias; e es nuestra merced e voluntad que ayades e tengades vos, e después de vuestros días, vuestros fijos e descendientes e subcesores, uno en pos de otro, el dicho oficio de nuestro almirante del dicho mar Océano, ques nuestro, que comienza por una raya o línea que nos avemos fecho marcar, que pasa desde las yslas de los Açores a las yslas de Cabo Verde, de Setentrion en Austro, de polo a polo, por manera que todo lo que es allende de la dicha liña al ocidente, es nuestro e nos pertenece; e ansi vos fasemos e criamos nuestro almirante, e a vuestros fijos e subcesores, uno en pos de otro, de todo ello para siempre jamas; e asimismo vos fasemos nuestro visorey e governador, e despues de vuestros días, a vuestros fijos e descendientes e subcesores, uno en pos de otro, de las dichas islas e tierra firme descubiertas e por descobrir en el dicho mar Océano, a la parte de las Yndias, como dicho es, e vos damos la posesión e casi posesion de todos los dichos oficios de almirante e visorey e governador, para siempre jamas, e poder e facultad para que en las dichas mares podades usar e usedes del dicho oficio de nuestro Almirante, con todas las cosas et en la forma e manera e con las prerrogativas e preheminencias e derechos e salarios segun e como lo usaron e usan, gosaron e gosan, los nuestros almirantes de los mares de Castilla e de Leen, e para en la tierra de las dichas yslas e tierra firme que son descubiertas e se descubrieren de aqui adelante en la dicha mar Océana, en la dicha parte de las Yndias, porque los pobladores de todo ello sean mejor governados, vos damos tal poder e facultad para que podades, como nuestro visorey e governador, usar por vos e por vuestros lugartenientes e alcaldes e alguaciles e otros oficiales que para ello pusierdes, la jurisdicción civil e criminal, alta e baxa, mero mixto ymperio; los quales dichos oficios podades amover e quitar, e poner otros en su lugar, cada e quando quisierdes e vierdes que cumple a nuestro servicio; los quales puedan oyr e librar e determinar todos los pleitos e cabsas ceviles e criminales que en las dichas yslas e tierra firme acaescieren e se movieren, e aver e llevar los derechos e salarios acostumbrados en nuestros Reynos de Castilla e de Leon, a los dichos oficios anexos y pertenecientes; e vos el dicho nuestro visorey e governador, podades oyr e conocer de todas las dichas causas, e de cada una dellas, cada que vos quisierdes de primera ynstancia, por via de apellación o por simple querella, e las ver e determinar e librar, como nuestro visorey e governador, e podades facer e fagades vos e los dichos vuestros oficiales qualesquier pesquisas a los casos de derecho premisos, e todas las otras cosas a los dichos oficios de visorey e governador pertenecientes, e que vos e vuestros lugartenientes e oficiales que para ello pusierdes e entendierdes que cumple a nuestro servicio e a execución de nuestra justicia; lo cual todo podades e puedan haser e executar e llevar a devida execución con efecto, bien asy como lo farian e podrian facer si por Nos mismos fuesen los dichos oficiales puestos; pero es nuestra merced e voluntad que las cartas e provisiones que dierdes, sean e se expidan e libren en nuestro nombre, diciendo: «Don Fernando e Doña Ysabel, por la gracia de Dios, rey e reyna de Castilla, de Leen, etc», e sean selladas con nuestro sello que nos vos mandamos dar para las dichas yslas y tierra firme, E mandamos a todos los vecinos e moradores e a otras personas que estan et estovieren en las dichas yslas e tierra firme, que vos obedesean como a nuestro visorey e governador d´ellas; e a los que andovieren en las dichas mares suso declaradas, vos obedezcan como a nuestro almirante del dicho mar Océano, e todos ellos cumplan vuestras cartas e mandamientos, e se junten con vos e con vuestros oficiales para executar la nuestra justicia, e vos den e fagan dar todo el favor e ayuda que les pidierdes e menester ovierdes, so las penas que les pusierdes; las quales, Nos por la presente les ponemos e avemos por puestas, e vos damos poder para las executar en sus personas e bienes; e otros, es nuestra merced e voluntad que si vos entendierdes ser complidero a nuestro servicio, e a exsecución de nuestra justicia, que qualesquier personas que estan et estovieren en las dichas Yndias e tierra firme, salgan dellas, e que no entren, ni esten en ellas, e que vengan e se presenten ante Nos, que lo podais mandar de nuestra parte, e los fagays salir dellas; a los quales, Nos, por la presente, mandamos que luego lo fagan e cumplan e pongan en obra, syn nos requerir ni consultar en ello, ni esperar ni aver otra nuestra carta, ni mandamiento, non enbargante qualquier apellacion o suplicacion que del tal vuestro mandamiento fisieren e ynterpusieren; para lo qual todo que dicho es, e para las otras cosas devidas e pertenecientes a los dichos oficios de nuestro almirante e visorey e governador, vos damos todo poder complido, con todas sus yncidencias e dependencias, emergencias, anexidades e conexidades; sobre lo qual todo que dicho es, sy quisierdes, mandamos al nuestro chanciller e notarios, e a los otros oficiales que estan en la tabla de los nuestros sellos, que vos den e libren, e pasen e sellen nuestra carta de privilegio rodado, la mas fuerte e firme e bastante que les pidierdes e menester ovierdes; e los unos ni los otros non fagades ni fagan ende al por alguna manera, so pena de la nuestra merced e de diez mil maravedis para la nuestra Cámara a cada uno que lo contrario fisiere, e demas mandamos al ome que vos esta nuestra carta mostrare, que vos enplase que parescades ante Nos en la nuestra Corte, doquier que Nos seamos, del dia quel os enplasare fasta quinse dias primeros syguientes, so la dicha pena, so la qual mandamos a qualquier escribano publico que para esto fuere llamado, que de ende al que gela mostrare testimonio sygnado con su sygno, porque nos sepamos en como se cumple nuestro mandado.</p><p>Dada en la ciudad de Barcelona, a veynte e ocho días del mes de Mayo, año del nascimiento de nuestro Señor Jhesu Christo de mil e quatrocientos e noventa e tres años.</p><p>Yo el Rey</p><p>Yo la Reyna</p><p>Yo Fernand Alvares de Toledo, secretario del Rey e de la reyna nuestros señores, la fiz escribir por su mandado.</p><p><em>Pero Gutierres, chanciller.</em></p><p>Derechos del sello e registro, <em>nihil</em>.</p><p>En las espaldas: acordada: <em>Rodericus, doctor. </em>Registrada:<em> Alonso Pérez.</em></p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XLV</p><p><em>Cómo el Almirante salió de Barcelona para Sevilla, y de Sevilla para la Española</em></p><p>Una vez provisto cuanto hacía falta para la población de aquellas tierras, el Almirante salió de Barcelona para Sevilla, el mes de Junio. Tan pronto como llegó, procuró con entera diligencia la expedición de la armada que los Reyes Católicos le habían mandado hiciese, y en breve tiempo fueron puestos a punto diez y siete navíos, entre grandes y pequeños, proveídos de muchos bastimentos y de todas las cosas y artificios que para poblar todas aquellas tierras parecieron necesarius, a saber: artesanos de todos los oficios; hombres de trabajo; labriegos, que cultivasen la tierra; sin contar con que, a la fama del oro y de otras cosas nuevas de aquellos países, habían acudido tantos caballeros e hidalgos y otra gente noble, que fue necesario disminuir el número, y que no se diese permiso a tanta gente que se alistaba, hasta que se viese en alguna manera cómo sucedían las cosas en aquellas regiones, y que todo, en algún modo, estuviese arreglado, aunque no se pudo restringir tanto el número de la gente que estaba para entrar en la armada, que no llegase a mil quinientas personas, entre grandes y pequeñas; algunos de los cuales llevaron caballos y otros animales que fueron de mucha utilidad y provecho para la población de aquellas tierras.</p><p>Hechos estos preparativos, el miércoles, a 25 de Septiembre del año 1493, una hora antes de salir el sol, estando presentes mi hermano y yo, el Almirante levó anclas en el puerto de Cádiz, donde se había reunido la armada, y llevó su rumbo al Sudoeste, hacia las islas de Canaria, para tomar allí refresco de las cosas necesarias, y así, con buen tiempo, a 28 de Septiembre, estando ya cien leguas más allá de España, fueron a la nave del Almirante muchos pajarillos de tierra, tórtolas y otras especies de pájaros pequeños, que parecían ir de paso para invernar en Africa, y que venían de las islas Azores. Continuando luego su viaje, miércoles, a 2 de Octubre, llegó el Almirante a la Gran Canaria, donde fondeó. A media noche tornó a su camino para ir a la Gomera, donde llegó el sábado, 5 de Octubre, y con gran diligencia ordenó que se tomase cuanto hacía falta para la armada.</p><p>&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XLVI</p><p><em>Cómo el Almirante salió de la Gomera, y atravesando el Océano halló las islas de los Caribes</em></p><p>Lunes, a 7 de Octubre, el Almirante siguió su viaje a las Indias, habiendo entregado antes un pliego, cerrado y sellado, j todos los navíos, el cual mandaba no fuese abierto, a no ser que la fuerza del viento los separase de él. Esto era porque daba en aquella carta noticia del rumbo que habían de seguir para la Villa de la Navidad, en la Española, y no quería que, sin gran necesidad, fuese conocido de alguno aquel itinerario. Navegando con próspero viento, el jueves, a 24 de Octubre, habiendo corrido más de 400 leguas al Occidente de la Gomera, ya no se halló la hierba que en el primer viaje habían encontrado a 250 leguas; y no sin admiración de todos, en aquel día y los dos siguientes, iba una golondrina a visitar la armada. El mismo sábado, de noche, se vio el fuego de San Telmo, con siete velas encendidas, encima de la gavia, con mucha lluvia y espantosos truenos. Quiero decir que se veían las luces qué los marineros afirman ser el cuerpo de San Telmo, y le cantan muchas letanías y oraciones, teniendo por cierto que en las tormentas donde se aparezca, nadie puede peligrar. Pero, sea lo que sea, yo me remito a ellos; porque si damos fe a Plinio, cuando aparecían semejantes luces a los marineros romanos en las tempestades del mar, decían que eran Castor y Polux; de los que hace mención también Séneca, al comienzo del libro primero de sus <em>Naturales</em>.</p><p>Pero volviendo a nuestra historia, digo que el sábado, de noche, a 2 de Noviembre, viendo el Almirante grande alteración en el cielo y en los vientos, y observando también nubarrones, tuvo por cierto hallarse cerca de alguna tierra; con esta opinión hizo quitar la mayor parte de las velas, y dispuso que toda la gente hiciese buena guardia, no sin razonable causa; porque la misma noche, al aparecer el alba, vieron tierra al Oeste, a siete leguas de la armada, y eran una isla alta y montuosa, a la que puso nombre de Domínica, por haberla descubierto el domingo, de mañana. De allí a poco vio otra isla hacia el Nordeste de la Domínica, y después vio otras dos, una de ellas más hacia el Norte. Por esta gracia que Dios les había hecho, reuniéndose toda la gente de las naves en las popas, dijeron la Salve con otras oraciones e himnos cantados con mucha devoción, dando gracias a Nuestro Señor porque en veinte días, desde que salieron de la Gomera, habían arribado a dicha tierra, distancia que calculaban ser de 750 a 800 leguas.</p><p>Por no hallar en la costa de la parte de Levante de dicha isla Domínica lugar a propósito para fondear, pasaron a otra isla a la que el Almirante puso nombre de Marigalante, porque así era denominada la nave capitana. Allí, saliendo a tierra, con todas las solemnidades necesarias, volvió a ratificar la posesión que, en nombre de los Reyes Católicos, había tomado de todas las islas y tierra firme de las Indias en el primer viaje.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XLVII</p><p><em>Cómo el Almirante descubrió la isla de Guadalupe, y lo que en ella vio</em></p><p>Lunes, a 4 de Noviembre, el Almirante salió de dicha isla Marigalante con rumbo al Norte hacia una isla grande, que llamó Santa María de Guadalupe por devoción y a ruego de los monjes del convento de aquella advocación, a los que había prometido dar a una isla el nombre de su monasterio. Antes que llegasen a ella, a distancia de tres leguas, vieron una altísima peña que acababa en punta, de la que brotaba un cuerpo o fuente de agua, que les pareció tan gruesa como un grande tonel; y caía con tanto ruido y fuerza que se oía desde los navíos; aunque muchos afirmaron que era una faja de peña blanca, parecida en la blancura y la espuma al agua por su áspera vertiente y precipicio. Después que arribaron con las barcas, fueron a tierra para ver la población que se divisaba desde la orilla; y en ella nadie encontraron, porque la gente había huído al monte, excepto algunos niños, en cuyos brazos colgaron algunos cascabeles para tranquilizar a los padres cuando volviesen. Hallaron en las casas muchas ocas semejantes a las nuestras y muchos papagayos, de colores verde, azul, blanco y rojo, del tamaño de los gallos comunes. Vieron también calabazas y cierta fruta que parecía piñas verdes, como las nuestras, aunque mucho mayores, llenas de pulpa maciza, como el melón, de olor y sabor mucho más suave, las cuales nacen en plantas semejantes a lirios o aloes, por el campo, aunque son mejores las que se cultivan, como luego se supo. Vieron también otras hierbas y frutas diferentes de las nuestras, hamacas de algodón, arcos, flechas y otras cosas, de las que los nuestros no tomaron alguna, para que los indios se fiasen más de los cristianos.</p><p>Pero lo que entonces les maravilló más fue que encontraron un cazuelo de hierro; si bien yo creo que por ser los cantos y los pedernales de aquella tierra del color de luciente hierro, alguien de poco juicio, que lo encontró, con ligereza le pareció de hierro aunque no lo era, como quiera que, desde entonces hasta el día de hoy no se ha visto cosa alguna de hierro entre aquellas gentes, ni yo sé que lo dijera el Almirante. Antes creo que, acostumbrando éste a escribir día por día, lo que acontecía y le era dicho, anotase con otras cosas lo que acerca de esto le refirieron aquellos que habían ido a tierra; y aunque dicho cazuelo fuese de hierro, no habría de maravillarse; porque siendo los indios de aquella isla de Guadalupe caribes, y corriendo y robando hasta la Española, quizá tuvieran aquel cazuelo de los cristianos o de los indios de aquella isla; como también pudo suceder que hubiesen llevado el cuerpo de la nave que perdió el Almirante a sus casas, para valerse del hierro; y cuando no fuese hallado en el cuerpo de la nave, sería de alguna otra nave que los vientos y las corrientes habían llevado de nuestras regiones a dichos lugares. Pero sea lo que quiera, aquel día no tomaron el cazuelo ni otra cosa, y volvieron a los navíos.</p><p>Al día siguiente, que fue martes, a 5 de Noviembre el Almirante mandó dos barcas a tierra para ver si podían tomar alguna persona que le diese noticias del país y le informase de la distancia y dirección a que estaba la Española. Cada una de aquellas barcas volvió con sendos indios jóvenes, y estos concordaron en decir que no eran de aquella isla, sino de otra llamada Boriquen, y ahora de San Juan; que los habitantes de la isla de Guadalupe eran caribes, y los habían hecho cautivos en su misma isla. De allí a poco, cuando las barcas volvieron a tierra para recoger algunos cristianos que allí habían quedado, encontraron juntamente con aquéllos seis mujeres que eran venidas a ellos huyendo de los caribes, y de su voluntad se iban a las naves. Pero el Almirante, para tranquilizar la gente de la isla, no quiso detenerlas en los navíos, antes bien les dio algunas cuentas de vidrio y cascabeles y las hizo llevar a tierra, contra su voluntad. No se hizo esto con ligera previsión, porque luego que bajaron, los caribes, a vista de los cristianos, les quitaron todo lo que el Almirante les había dado. Por lo cual, por su odio a los caribes, por miedo que de esta gente tenían, de allí a poco, cuando las barcas volvieron a tomar agua y leña, entraron en ellas dichas mujeres, rogando a los marineros que las llevasen a los navíos, diciendo por señas que la gente de aquella isla se comía los hombres, y a ellas las tenían esclavas, por lo que no querían estar con aquéllos; de manera que los marineros, movidos de sus ruegos, las llevaron a la nave, con dos muchachos y un mozo que se había escapado de los caribes, teniendo por más seguro entregarse a gente desconocida y tan diferente de su nación que permanecer con tales indios, que manifiestamente eran crueles, y se habían comido a los hijos de aquéllas, y a sus maridos; dícese que a las mujeres no las matan ni se las comen, sino que las tienen por esclavas.</p><p>De una de ellas se supo que a la parte del Sur había muchas islas, unas pobladas y otras desierta; las cuales, tanto aquella moza como las otras, separadamente, llamaron Yaramaqui, Cairoaco, Huino, Buriari, Arubeira y Sixibei. Pero la tierra firme, que decían ser muy grande, tanto ellas como los de la Española, llamaban Zuania. Porque en otros tiempos habían venido canoas de aquella tierra a comerciar con mucho <em>gievanni</em>, del que decían que lo había en dos tercios de una islilla no muy lejana. También dijeron que el rey de aquella tierra de donde huyeron había salido con diez grandes canoas y con 300 hombres a entrar en las islas vecinas y tomar la gente para comérsela. De las mismas mujeres se supo donde estaba la isla Española, pues aunque el Almirante la había puesto en su carta de navegación, quiso, sin embargo, para mejor información, saber lo que se decía de ella en aquel país, Muy luego habría partido de allí, si no le dijesen que un capitán llamado Márquez, con ocho hombres, había ido a tierra sin licencia, antes de ser de día, y que no había vuelto a los navíos, por lo que fue preciso que se mandase gente a buscarlos, aunque en vano, como quiera que por la gran espesura de los árboles no se pudo saber cosa alguna de aquéllos. Por lo cual, el Almirante, a fin de no dejarlos perdidos, y porque no quedase un navío que los esperase y recogiese, y luego no supiera ir a la Española, resolvió quedarse hasta el día siguiente. Por estar la tierra llena de grandísimos bosques, como dijimos, mandó que se tornase a buscarlos, y que cada uno llevase una trompeta y algunos arcabuces, para que aquéllos acudiesen al estruendo. Pero éstos, después de haber caminado todo aquel día, como perdidos, volvieron a los navíos sin haberlos encontrado, ni saber noticia alguna de ellos. Por lo cual, viendo el Almirante que era la mañana del jueves, y que desde el martes hasta entonces no se sabía nada de ellos, y que habían ido sin licencia, resolvió seguir el viaje, o cuando menos hacer señal de quererlo continuar en castillo de aquéllos. Mas a ruegos de algunos amigos y parientes se quedó, y mandó que en tanto los navíos se proveyesen de agua y leña, y que la gente lavase sus ropas. Y mandó al capitán Hojeda con cuarenta hombres para que, al buscar a los perdidos, se enterase de los secretos del país; en el cual halló maíz, lignáloe, sándalo, gengibre, incienso y algunos árboles que, en el sabor y en el olor, parecían de canela; mucho algodón y halcones; vieron que dos de éstos cazaban y perseguían a otras aves; e igualmente vieron milanos, garzas reales, cornejas, palomas, tórtolas, perdices, ocas y ruiseñores. Y afirmaron que en espacio de seis leguas habían atravesado veintiséis ríos, en muchos de los cuales el agua les llegaba a la cintura; aunque yo creo más bien que, por la aspereza de la tierra, no hicieron más que pasar un mismo río muchas veces.</p><p>Mientras ellos se maravillaban de ver estas cosas, y otras cuadrillas iban por la isla buscando a los perdidos, éstos llegaron a los navíos, viernes a 8 de Noviembre, sin que de nadie fuesen hallados, diciendo que la gran espesura de los bosques había sido la causa de perderse. Entonces el Almirante, por dar algún castigo a su temeridad, mandó que el capitán fuese puesto en cadena, y los otros castigados en las raciones de comida que se les daba. Luego que salió a tierra, vio en algunas casas las cosas ya mencionadas y, sobre todo, mucho algodón hilado y por hilar, y telares; muchas cabezas de hombres colgadas, y cestas con huesos de muertos. Dijeron que estas casas eran mejores y más copiosas de bastimentos, y de todo lo necesario para el uso y servicio de los indios, que ninguna otra de cuantas habían visto en las otras islas, cuando el primer viaje.</p><p>&nbsp;</p><p>CapÍtulo XLVIII</p><p><em>Cómo el Almirante salió de la isla de Guadalupe, y de algunas islas que halló en su camino</em></p><p>Domingo, a 10 de Noviembre, el Almirante hizo levar las anclas, salió con la armada, fue por la costa de la isla de Guadalupe, hacia Noroeste, con rumbo a la Española, y llegó a la isla de Monserrat, a la que por su altura dio este nombre, y supo por los indios que consigo llevaba que la habían despoblado los caribes, comiéndose la gente. De allí pasó luego a Santa María la Redonda, llamada así por ser redonda y lisa, que parece no se puede entrar en ella sin escala; era llamada por los indios, Ocamaniro. Después llegó a Santa María de la Antigua, que los indios llamaban Giamaica, y es una isla de más de 18 leguas de costa.</p><p>Siguiendo su camino hacia Noroeste, se veían muchas islas que estaban a la parte del Norte, e iban del Noroeste a Sudeste, todas ellas muy altas y con grandísimas selvas. En una de estas islas fondearon, y la llamaron San Martín; sacaban pedazos de coral pegados en las puntas de las áncoras, por lo que esperaban hallar otras cosas útiles en aquellas tierras. Pero, aunque el Almirante estaba muy deseoso de conocer todo, sin embargo, por ir en socorro de los que había dejado en la Española, acordó seguir hacia allí su camino; mas por la violencia del viento, el jueves, a 14 de Noviembre, fondeó en una isla, donde mandó que se apresase algún indio, para saber donde estaba. Y mientras el batel volvía a la armada llevando cuatro mujeres y tres niños que habían tomado, halló una canoa en la que iban cuatro hombres y una mujer; los cuales, viendo que no podían huir remando, se aparejaron a la defensa e hirieron a dos cristianos con sus saetas, las que lanzaban con tanta fuerza y destreza, que la mujer pasó una adarga de un lado a otro; pero, embistiéndoles impetuosamente el batel, la canoa se volcó, y los cogieron a todos nadando en el agua; uno de los cuales, según nadaba, lanzaba muchas flechas como si estuviese en tierra. Estos tenían cortado el miembro genital, porque son cautivados por los caribes en otras islas, y después castrados para que engorden, lo mismo que nosotros acostumbramos a engordar los capones, para que sean más gustosos al paladar.</p><p>De allí, salido el Almirante, continuó su camino al Oesnoroeste, donde halló más de cincuenta islas que dejaba a la parte del Norte; a la mayor llamó Santa Ursula y a las otras las Once Mil Vírgenes. Después llegó a la isla que llamó de San Juan Bautista, y que los indios decían Boriquen. En ésta, en un puerto la Occidente fondeó la armada, y cogieron muchas variedades de peces, como caballos, lenguados, sardinas y sábalos; vieron halcones, y vides silvestres. Fueron algunos cristianos, al Oriente, a ciertas casas bien fabricadas, según costumbre de los indios, las cuales tenían la plaza y la salida hacia el mar; una calle muy ancha con torres de cañas a los dos lados; y lo alto estaba tejido con bellísimas labores de verdura, como los jardines de Valencia. A lo último, hacia el mar, había un tablado en el que podían estar diez o doce personas, alto y bien labrado.</p><p>&nbsp;</p>
contexto
La singularidad de la historia del Congo consiste en que, a pesar del fracaso final, ofrece el único caso de una aculturación aceptada e incluso deseada por un Estado africano. Las relaciones entre el Congo y Portugal se caracterizaron desde el principio por una voluntad de entendimiento, aunque condicionada por una incomprensión radical generadora de conflictos. Portugal veía en el Congo cristiano un posible aliado en la lucha contra los infieles, pero también una posible fuente de ingresos. El rey del Congo, por su parte, veía en la adhesión al Cristianismo un medio mágico susceptible de reforzar sus poderes y trató de obtener de Portugal asistencia técnica, pero los recursos locales no sirvieron para pagar dicha asistencia por lo que se imponía la necesidad de establecer un régimen de monopolio. Muy pronto, no obstante, el desarrollo de la trata se efectuó en condiciones tales que produjo el debilitamiento del poder real y aparecieron los disturbios sociales. Los Estados vecinos que reconocían más o menos la soberanía del Congo se emanciparon en el transcurso del siglo XVI y en el XVII las propias provincias adquirieron una independencia fáctica. A finales del siglo la anarquía reinaba con tres rivales que se disputaban la capital, San Salvador, que en adelante no sería más que una aldea. El poder real restaurado en 1710 perdió gradualmente toda efectividad; no era más que un símbolo, perpetuado hasta la época contemporánea, como recuerdo de las pasadas glorias. El siglo XVIII es el menos conocido de la historia de este reino, parece que debió aumentar el tráfico de esclavos y precisamente el desarrollo de la trata de esclavos condujo, más que nunca, a la fragmentación del poder en innumerables jefaturas. Las provincias periféricas se separaron, las dinastías rivales lucharon por el trono y se perdieron incluso los contactos misioneros con el mundo exterior; por esto, hacia finales del siglo XVIII, el Cristianismo era sólo un recuerdo y el antiguo reino quedó reducido a unos pocos pueblos alrededor de San Salvador. En el reino de Luango, que se mantuvo fiel al paganismo y no sufrió la aculturación portuguesa, el proceso fue el mismo, y la propia dignidad monárquica desapareció antes de terminar el siglo XVIII. El rey, que era llamado ma loango, estaba rodeado de un prestigio divino, defendido por una serie de prohibiciones en torno suyo. El reino constaba de cuatro provincias gobernadas por príncipes. El rey gobernaba asesorado por un consejo en el que la reina madre tenia papel importante. Respecto a los reinos de la cuenca superior del río Zaire, ciertos autores estiman que el proceso de formación estatal en la vasta área luba-lunda se inició bajo el estímulo económico que significó la apertura de la costa atlántica por los portugueses. Allí, en el reino luba, a fines del siglo XVIII, un gran monarca conquistador, Kunwimbu Ngombe, llega al lago Tanganika y otorga numerosos dominios territoriales a los jefes sometidos. Los lunda, por su parte, ofrecen un magnífico ejemplo de una vasta confederación hermana de los luba, gracias al matrimonio luba de la reina Luedchi. En el siglo XVIII, el reino se extiende, en buena medida, hasta más allá del lago Moero, en Luapula, donde el general Kanyembo ocupa y organiza el país. Su hijo, Nganda Iluda, nombrado kazembe de Luapula, recibe en 1796 al viajero portugués Gaetano Pereira, que se había establecido al norte de Tete, lo que permitió el contacto comercial entre los lunda y la costa del océano índico. La colonia portuguesa de Angola, sin expansionarse mucho, se mantuvo sólidamente establecida en Luanda y en otras factorías costeras. Se benefició de sus relaciones privilegiadas con Brasil y ejerció su soberanía, con mayor o menor efectividad, sobre las jefaturas vecinas surgidas de la descomposición de los antiguos Estados. Angola permaneció como base de suministro para el comercio de esclavos del Brasil, y durante los siglos XVII y XVIII se convirtió en un desierto aullante. En 1765, sin embargo, llegó al país un gobernador de talla excepcional, Francisco de Sousa Coutinho. Éste constató que la prosperidad de Portugal dependió del Brasil, y la del Brasil, de Angola. Pero también vio que la trata y el despoblamiento de África eran para Portugal una amenaza de parálisis a plazo fijo. Así trató de acabar con los excesos de la trata negrera, inauguró unos astilleros en Luanda; apoyó la industria y abrió una fundición de hierro en el Kwanza. Creó una escuela profesional, amenazó con la expropiación a aquellos que no ponían en explotación sus tierras, trató en vano de implantar colonos portugueses para instalar una factoría modelo que fuese enseñando a los africanos. Desgraciadamente trataba de levantar montañas. Los proyectos extremadamente lúcidos de Francisco de Sousa se estrellaron contra los intereses de la poderosa corriente que comerciaba con el ébano humano. Así, pues, la trata siguió siendo la gran industria de Angola y Luanda se convirtió en el mayor puerto negrero de África negra, que expedía al año 30.000 esclavos, en especial hasta Brasil. Como Portugal carecía de suficientes barcos, en el siglo XVIII firmará algunos tratados con Gran Bretaña y Holanda quienes en adelante se encargarán de la trata a gran escala. Los beneficios de este comercio permitieron hacer de Luanda, en el mismo siglo, una ciudad llena de monumentos y palacios públicos y privados. Mientras tanto, los portugueses encontraban en el mestizaje un desahogo fisiológico, antes de considerar, una vez realizado, que podía convertirse en instrumento de propaganda. Con todo, hombres lúcidos, tanto como aquellos que aspiraban a cambiar las estructuras, habían lanzado incursiones hacia el interior con el fin de extender la penetración portuguesa. Antes de Livingstone, los portugueses habían recorrido el centro de África. En 1798, el gobernador Lacerda, matemático brasileño, antiesclavista, previendo la penetración británica desde el Sur, había intentado alcanzar la zona de influencia de Angola, pasando por Kazembe. Pero moría antes de tiempo y la expedición abortaba. En la región Noroeste, al norte del reino de Luango, se halla una serie de pueblos de raza bantú, cuya mayor importancia, desde el punto de vista histórico, reside en el hecho de su contacto con los navegantes y comerciantes europeos ya desde el siglo XVI, pero muy especialmente durante las épocas de prosperidad de la trata, en las que estas playas fueron un fondeadero muy apreciado por los negreros. Pueblos de distintas etnias no llegan nunca a configurar un imperio, sino que estaban divididos en multitud de agrupaciones tribales y clánicas. Eran pueblos mixtos de cazadores y agricultores, pero de carácter nómada y conocían la producción de hierro. Al sur de Angola se extienden las abrasadas tierras de África del Suroeste, con sus esparcidas comunidades cazadoras y pastoriles de hereros, bosquimanos y hotentotes. Los portugueses no se establecieron allí, ni tampoco en la región del Cabo de Buena Esperanza, que les parecía responder más bien a su primer nombre de Cabo de las Tormentas. Sólo hacia la mitad del siglo XVII, cuando los holandeses descubrieron la mejor ruta de navegación hacia Oriente, haciendo grandes viajes por el Atlántico meridional como por el sur del océano índico, El Cabo adquirió importancia por la posición privilegiada de lugar de camino hacia las Indias. Aparte del Congo y Angola, el escenario más importante de los primeros contactos ente negros y blancos fue la región del Bajo Zambeze. Las regiones situadas al sur del río Zambeze han tenido un destino muy particular en el África negra. Son tierras en las que la altura y la latitud de tipo mediterráneo determinaron un clima moderado, próximo a las condiciones europeas. Los primeros habitantes históricamente conocidos de África del Sur son los bosquimanos y los hotentotes. Ambos grupos forman el grupo llamado joi-san. Desde finales del siglo XVI, y bajo la presión de los pueblos bantúes, los bosquimanos se refugian en las estepas desérticas del Kalahari, en tanto que los hotentotes alcanzan la región de El Cabo, donde se mezclan con los invasores del Norte. Por azar una tripulación holandesa de las Indias Orientales que había naufragado en la zona planteó el problema de un fondeadero para escalas en la ruta de las Indias. Poco después, en abril de 1652, Jan van Riebeck fundaba con este fin, en el Cabo de Buena Esperanza, un pequeño establecimiento que fue administrado desde Batavia (Java). Ante la reticencia de los hotentotes a comercializar su ganado y constatada la débil productividad de los soldados-campesinos europeos, Van Riebeck hizo traer colonos para que se dedicasen al avituallamiento de los barcos. Los recién llegados pronto estimaron que las tierras concedidas eran escasas y las cargas de la compañía demasiado onerosas, por lo que iniciaron una especie de migración hacia el Este, apoderándose de inmensos dominios para el ganado y la agricultura. La mayoría de los recién llegados eran protestantes que se establecieron como campesinos, boers, que no estaban dispuestos a huir de la opresión española para padecer la de la Compañía de las Indias. Allí se organizaron según un sistema de distritos autónomos con un comité representativo elegido por los cabezas de familia. A comienzos del siglo XVIII llegaban a África del Sur nuevos refugiados, los protestantes franceses expulsados después de la revocación del Edicto de Nantes por Luis XIV, en 1685. Eran generalmente miembros de la burguesía francesa: comerciantes, artesanos, miembros de las profesiones liberales y tenían en común con los boers su fe calvinista y esa especial psicología de refugiados del fin del mundo que tratan de forjarse un mundo nuevo. Elevaron el nivel cultural de la masa rústica de boers, con los que acabaron mezclándose. De este modo se dio nuevo impulso al trekking, que paulatinamente iba desposeyendo a los hotentotes de sus tierras y los transformaba en siervos agrícolas o domésticos. Desde comienzos del siglo XVIII los boers se pusieron en contacto con los bantúes y en 1775, en los campos de Fish River, este contacto se convertía en choque, pues contrariamente a los bosquimanos y hotentotes que acababan de expulsar o expoliar, los boers se hallaron ante pueblos estructurados de otra manera, con jefaturas poderosas, en ocasiones organizadas para la conquista, como sucedía en el caso de los nguni, y sobre todo en el de una de las facciones más famosas de este pueblo bantú, los zulu. Los boers, como indica su nombre, eran sobre todo campesinos y criadores de ganado. Los zulu, los xhosa y otros tenían, por su lado, un verdadero culto al ganado, que era la base de su bienestar económico y del prestigio social, en particular como prestación para la dote que se paga a los padres de los novios. Y como entre ellos, los animales errantes eran considerados propiedad pública, pronto surgieron conflictos con los boers. Ataques, represalias, guerrillas, en los que los boers utilizaban sus armas de fuego, contra esos cafres que eran para ellos enemigos naturales, por su raza y por su religión. Así las víctimas de la represión religiosa y nacional en Europa se convirtieron a su vez, en África, en opresores. Además los nexos ficticios que los unían a la Compañía de las Indias fueron abolidos a fines del siglo XVIII iras el fracaso de ésta. Los boers de los distritos de Graaf Reinet y de Swellendam, que estaban organizados para hacer frente a los bantúes, terminaron, transformando sus asambleas locales en asambleas nacionales, a imitación de la Revolución Francesa, pues los franceses eran dueños en aquel momento de los Países Bajos. Sin embargo, Gran Bretaña, la potencia que iba a ser el alma de la coalición europea contra la Francia de la Revolución y del Imperio, no permitió que los franceses ocuparan la estratégica localidad de El Cabo: en 1795 ocupan la ciudad, que vuelve a ser ocupada definitivamente en 1806, una vez disueltas las dos repúblicas boers y encarcelados sus dirigentes. De este modo, a comienzos del XIX, se encontraban en África del Sur los tres principales protagonistas de la dramática evolución posterior: bantúes, boers y británicos.
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Su ambición y la popularidad que alcanzó Bonaparte como consecuencia de la pacificación de Francia, le permitieron transformar el Consulado decenal en Consulado vitalicio. La pacificación había sido conseguida merced a la gran operación diplomática puesta en marcha por Napoleón, a través de su ministro Talleyrand, para neutralizar a la Segunda coalición formada por Gran Bretaña, Austria y Rusia. Consiguió convencer al zar Pablo para que resucitara una neutralidad armada en el norte que comprendiera a Rusia, Prusia, Suecia y Dinamarca. Una nueva campaña de Italia organizada después del golpe de Brumario, le proporcionó a Napoleón la victoria de Marengo sobre los austriacos en junio de 1800. Otro ejército francés al mando de Moreau consiguió otra victoria en Hohenlinden, al sur de Alemania, que hizo que Austria pidiese la paz y firmase el consiguiente Tratado de Luneville (1801), que confirmaba y reforzaba las estipulaciones del Tratado de Campo Formio. Sólo quedaba Inglaterra, pero la terminación de la guerra en el continente decidió a ésta a firmar también la paz el 25 de marzo de 1802. Mediante la Paz de Amiens Francia devolvía Egipto a Turquía e Inglaterra devolvía la isla de Malta a sus antiguos dueños, los caballeros de la Orden de San Juan. Los franceses abandonarían Otranto y las islas Jónicas en las que se constituiría una república independiente. En el Atlántico Inglaterra se quedaba con la isla de Trinidad, que en realidad fue conquistada a España, con lo que Francia no perdía nada. Mediante estos acuerdos, Francia diluía su presencia en el Mediterráneo, aunque se consolidaba como potencia terrestre y continental, y Gran Bretaña reforzaba su dominio en el Atlántico. La Paz de Amiens no iba a ser, sin embargo, más que una tregua en la larga lucha entre Francia e Inglaterra a lo largo de toda la época napoleónica.El nombramiento de Napoleón como Cónsul vitalicio se hizo mediante un plebiscito convocado por el Consejo de Estado. Las preguntas que se le hacían al pueblo eran las siguientes: 1) ¿Debe ser Cónsul vitalicio Napoleón Bonaparte? 2) ¿Debe tener la facultad de designar a su sucesor? Esta segunda pregunta fue, no obstante, rechazada por el propio Napoleón por estimarla demasiado prematura aún. El plebiscito fue abrumadoramente favorable al consulado vitalicio, aunque también es de notar -como advierte Godechot- las significativas abstenciones e incluso la oposición de algunos generales y soldados como La Fayette y Latour-Maubourg, a pesar de las medidas policíacas tomadas contra la oposición. No importaba: Napoleón se había convertido ya en un verdadero monarca, que además acrecentó su poder en detrimento del legislativo mediante la aprobación de un acta adicional a la Constitución, que algunos consideran como otra Constitución (la Constitución de 1802). El nuevo documento le permitía, ahora sí, elegir a su sucesor, aumentar su asignación económica muy por encima de los otros dos cónsules, presidir el Senado y nombrar al presidente del Cuerpo Legislativo.Francia aceptó esta evolución del régimen político sin ninguna dificultad. Después de la tormenta revolucionaria, la vuelta a la tranquilidad que permitía el disfrute de las conquistas tan dolorosamente conseguidas en los años anteriores, parece que complacía, no sólo a la mayor parte de los ciudadanos franceses, sino también a los de otros países que mostraban su interés y su curiosidad por acercarse a Francia para conocer personalmente lo que había quedado de la Revolución.Aquella tregua no fue desaprovechada por Inglaterra que trató de rehacerse ante la seguridad de que no duraría mucho dada la rivalidad existente con Francia, no ya en el terreno político y diplomático, sino sobre todo en el económico. Ambos países se hallaban en un proceso de expansión industrial, aunque en diversos niveles de desarrollo. Aunque Godechot no se muestra partidario de exagerar las preocupaciones económicas de Napoleón, no cabe duda de que en el choque con Inglaterra iba a contar también ese tipo de intereses. El comercio y la manufactura de Gran Bretaña se vieron afectados por la negativa francesa a abrir sus mercados y por la política de expansión colonial de Napoleón que se concretó en la cesión de la Luisiana por parte de España (octubre de 1800) y en la expedición que mandó para conquistar Santo Domingo y Guadalupe (febrero de 1802), así como los planes que al parecer fraguaba para atacar a la India y a Egipto.Por otra parte, en Europa, Napoleón seguía dando pasos que mostraban claramente su deseo de convertir a Francia en la "Gran Nación" que había soñado, aun sin un plan establecido. En Italia convirtió en República Italiana la antigua República Cisalpina, y se autonombró presidente. El Piamonte fue anexionado por Francia en septiembre de 1802 así como la isla de Elba, y Parma fue ocupada al mes siguiente. En Suiza impuso un régimen constitucional y en la República Bátava se hizo aprobar también una nueva Constitución que convertía a Holanda en un país aún más vasallo de Francia de lo que había sido hasta entonces. Era como una especie de intensificación de la política del Directorio que comenzó a resquebrajar la débil tregua que no había hecho más que firmarse. Pero lo que más alarmó a Europa fue la intervención de Francia en los asuntos alemanes. Como consecuencia del tratado de Lunéville, se suprimía una buena parte de los principados eclesiásticos y de las ciudades libres en favor de los príncipes aliados o amigos de Francia que habían perdido territorios en la orilla izquierda del Rin. El poder de la Iglesia católica en Alemania se vio muy afectado y se ponía en peligro la conservación de la corona imperial por parte de la casa católica de los Habsburgo. El Sacro Imperio Romano quedaba amenazado y Francia acrecentaba su poder en Alemania en detrimento de Austria. El zar Alejandro respaldó esta jugada como mediador, más que nada por su deseo de jugar un papel principal en la política europea.Inglaterra no podía contemplar con tranquilidad estos movimientos de la Francia napoleónica y consciente de la necesidad de mantener el dominio en el Mediterráneo, retrasó la devolución de la isla de Malta a la Orden de San Juan de Jerusalén, devolución que se contemplaba en las estipulaciones de Amiens. Esta demora fue entendida por Napoleón como prueba de la mala fe de Londres. La guerra entre Francia e Inglaterra se reanudó en mayo de 1803, sin que pueda salvarse de la responsabilidad del nuevo choque, que iba a durar once años, a ninguno de los dos contendientes.La guerra justificaba el reforzamiento del poder de Napoleón, pero lo que verdaderamente dio impulso definitivo a su deseo de coronarse como emperador fue el descubrimiento de una conspiración urdida para asesinarlo. En esa conspiración se hallaba el general Pichegru, quien había sido deportado después del golpe del 18 de Brumario, y algunos otros emigrados. La conjura fue descubierta en febrero de 1804 y de su interrogatorio se desprendió que querían entronizar a un príncipe de la casa de Borbón. Napoleón entendió que se trataba del hijo del último Condé, el duque de Enghien, que se hallaba en Baden, cerca de la frontera francesa y ordenó su captura. Enghien fue llevado a París donde fue juzgado y condenado a muerte. Su ejecución y las duras medidas tomadas contra los cómplices no tenían otro objeto que aterrorizar a los realistas. La policía reforzó su control y su jefe, el antiguo terrorista Fouché, se convirtió en la persona de confianza de Napoleón. Para halagarlo y con el pretexto de desalentar futuras conjuras, le instó a que transformase su consulado vitalicio en Imperio hereditario, pues de esa forma su asesinato no tendría que provocar un cambio en el sistema de gobierno.El Senado estudió un proyecto de modificación de la Constitución que fue aprobado el 18 de mayo de 1804 y sometido a ratificación popular mediante un nuevo plebiscito. Más de 3.500.000 franceses votaron afirmativamente, frente a poco más de 2.500 votos negativos. De esta forma, el gobierno era confiado a un emperador hereditario que establecía una línea sucesoria similar a la de los monarcas reinantes. Inmediatamente, y haciendo gala de un deseo de volver a la pompa y el boato propios del Antiguo Régimen, Bonaparte pidió al papa Pío VII que lo consagrase emperador, para enlazar así con la dinastía carolingia de Pipino el Breve. Después de algunas dudas, el romano pontífice aceptó trasladarse a París, y en una solemne ceremonia celebrada en la catedral de Notre-Dame, el 2 de diciembre de 1804, Napoleón fue coronado emperador de los franceses, en una escena que el pintor David inmortalizó en un famoso cuadro. Bien significativo fue el gesto de Napoleón, al coger él mismo la corona para depositarla sobre su cabeza y la de su esposa Josefina a la que también coronó con sus manos.Los símbolos imperiales del águila y las abejas de oro se mezclaron desde entonces con la bandera tricolor salida de la Revolución. Al mismo tiempo, los títulos de príncipe y la nueva nobleza imperial, junto con la Legión de Honor, dieron un sesgo aristocratizante al régimen que contribuiría a distanciarlo de la nación. Y eso en unos momentos en los que se avecinaban nuevos sacrificios por el estallido otra vez del conflicto en Europa.
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Ocupan la segunda mitad del siglo XVIII y suponen, inicialmente, una reacción a lo barroco. El objetivo que ahora se le marca a la composición musical va a ser la búsqueda de la comunicación, la sencillez y la expresión elegante. El resultado es a veces artificial, pero la contrapartida alemana que representa el estilo sentimental será el lugar de formación de las grandes figuras y de los cambios musicales de la etapa siguiente. Puede considerarse una transformación sutil del estilo galante realizada por P. E. Bach (1714-1788), artista intimo que pasó casi toda su vida en la corte de Federico de Prusia. Pese a ser coetáneo del Sturm und Drang, evitó siempre la anarquía en sus obras, contribuyó al plan formal de la sonata e hizo aportaciones fundamentales a las estructuras clásicas posteriores. Heredero de lo anterior, el clasicismo va a ser una etapa de significadas aportaciones en el terreno estilístico. La música instrumental supera en importancia, por vez primera, a la vocal; la orquesta, los grupos de cámara y el trío de piano sustituyen a los conjuntos barrocos; la melodía se hace más movida y tonal; la estructura formal busca simplicidad y claridad, mientras la música orquestal adquiere mayor variedad y cromatismo. La denominación de sonata se reserva a las piezas para un solo instrumento, a lo sumo con la compañía del piano, adoptando en el resto de los casos nombres distintos según el tipo de instrumentación: sinfonía, concierto, cuarteto, etc. La sinfonía constituye la manifestación más influyente de la sonata y el medio que permitió conocer el poder de la expresión orquestal. Nacida al introducir un minueto entre los dos últimos movimientos de las oberturas operísticas italianas, su desarrollo corresponde a P. E. Bach y a la Escuela de Mannheim donde se configurará la moderna orquesta sinfónica. También a fines del siglo XVIII se estableció la música de cámara en el sentido actual. Se trataba de composiciones en forma de sonata para un grupo de instrumentos fijado en cuatro, aunque hubo composiciones para trío de cuerda o de piano. Su gran innovador fue Haydn quien, tras experiencias decisivas con el divertimento, dio al cuarteto de cuerda su forma clásica e influyó en Mozart y Beethoven. Respecto a la música vocal, la ópera continúa la línea evolutiva iniciada durante el Barroco. Las composiciones serias van a quedar reducidas a las grandes celebraciones porque lo remoto e irreal de sus situaciones las aleja de los gustos del público, al tiempo que las guerras y crisis financieras dificultan el hacer frente a los gastos que llevan consigo. Sin embargo, no faltarán esfuerzos para reavivarla. Ello implicaba una necesaria transformación, que iba a venir de la mano de Gluck (1714-1798), un checo germanizado que trató de equilibrar los componentes musical y dramático haciendo que el primero reflejara el segando. De este modo consiguió una nueva unidad musical donde está presente la simplicidad clásica que culmina en las obras de Mozart. Mientras esto sucedía, la ópera buffa siguió ganando espacio al tiempo que sustituía el realismo por los sentimientos burgueses, y en Francia apareció la ópera cómica como reacción a la tragedia lírica. Un panfleto y un libreto musical de Rousseau están en su origen, si bien es Gétry (1742-1813) quien señala su culminación. En general puede decirse que representa la adaptación de los temas heroicos a la sensibilidad burguesa y cuando se acerca a la realidad nos la presenta de forma bastante idealizada, de igual modo que lo hacen las singspiel alemanas que triunfan por estos mismos años. Se trata de piezas musicales con diálogo hablado a las que Hiller (1728-1804) dota de su forma clásica. Sus temas recogen la idea, tan en boga, de los sentimientos naturales del pueblo enfrentados a las iniquidades de la nobleza. Su posterior inclinación a la fantasía las convierte en el origen de la ópera alemana romántica. En cuanto a otras formas de música vocal, hay que decir que durante el período se compusieron obras para una sola voz y para coro. La creación de corales sagradas estuvo influenciada por el estilo operístico, como puede verse en La creación o Las estaciones de Haydn. El resto de la música litúrgica mostró parecido con las obras seculares y los testimonios no fueron muchos desde 1780. Baste decir que Mozart no terminó nunca ni su Misa ni su Requiem. De entre los compositores de la segunda mitad del siglo XVIII dos destacan especialmente: Haydn (1732-1809) y Mozart (1756-1791), con trayectorias personales distintas. Haydn fue un autodidacta cuyas obras principales las escribe después de los treinta años; Mozart componía y era admirado en las cortes europeas desde su infancia. Ambos tuvieron que contar para llevar adelante su actividad con el patronazgo de un señor, pero mientras aquél soportaba la situación más o menos estoicamente, éste protestaba de manera constante de la servidumbre a la que le obligaba. Haydn enriqueció el contenido y consolidó la organización de la sinfonía, teniendo gran relieve en su obra lo popular. Mozart revolucionó el concierto para piano, sustituyendo la alternancia entre solista y orquesta por interacción y alcanzando la cumbre de la expresión sinfónica. Como compositor de óperas su labor es trascendental. Tocó el género serio y el buffo, sabiendo combinar en todos los casos la creación de tipos humanos, cuyos comportamientos explora, y la expresión musical. Al segundo tipo pertenecen El rapto del serrallo, promovida por José II de Austria; Las bodas de Fígaro, basada en la obra del mismo título de Beaumarchais cuya sátira social modera, y Don Giovanni, donde la orquestación y la importancia del texto transforman el estilo del género. La última de sus composiciones, La flauta mágica, se aleja de todas las anteriores para recoger de forma alegórica los ideales revolucionarios y convertirse en la primera ópera seria alemana creada para las masas.
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Del estrecho que muchos buscaron en las Indias Deseaban en Castilla hallar estrecho en las Indias para ir a las Molucas, por quitarse de pleito con Portugal sobre la Especiería; y así, mandó el Emperador que lo buscasen, desde Veragua a Yucatán, a Pedrarias de Ávila, a Cortés, a Gil González de Ávila y otros; pues era opinión que lo había, desde que Cristóbal Colón descubrió tierra firme; y más cuando Vasco Núñez de Balboa halló el otro mar, viendo cuan poco trecho de tierra hay del Nombre de Dios a Panamá. Así que lo buscaron y acertaron a buscarle casi a un mismo tiempo; aunque Pedrarias más bien envió a Francisco Hernández a conquistar y poblar que a buscar estrecho. El cual Francisco Hernández pobló a Nicaragua y llegó a Honduras. Hernán Cortés envió a Cristóbal de Olid, según ya contamos. Gil González fue muy de propósito el año 23. Pobló a San Gil de Buena Vista, destruyó y despojó a Francisco Hernández, y comenzó a conquistar aquella tierra.