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termino
acepcion
Término que se aplica a cada uno de los capítulos o suras del Corán. Aunque sería el equivalente a versículo, resulta más apropiado el uso de este vocablo, para que no se confunda con el cristianismo.
contexto
La alfabetización, desde la célebre encuesta Maggiolo realizada en 1877-1880, ha sido cuantificada a través de las firmas de los individuos. La validez del test de la firma ha sido objeto de un amplio debate entre los historiadores franceses. Yves Castan no ve en las firmas más que una producción funcional derivada de la práctica judicial, notarial y comercial, pero sin deducir una correlación con la alfabetización de la población. La seguridad y la elegancia del trazo no testimonian más que la frecuencia del ejercicio. Meyer y Schofield han disociado, por su parte, el aprendizaje de la lectura y de la escritura considerando que los firmantes serían menos numerosos que los que saben leer, pero más abundantes que los que saben escribir. Es significativo a este respecto que el curandero morisco Román Ramírez, que tenía una buena biblioteca, leyese con dificultad y no supiese escribir. Las fuentes documentales para el estudio de la alfabetización en España en los siglos XVI y XVII son, como ha señalado Bennassar, de tres tipos: judiciales, fiscales y notariales. Entre las primeras, sobresalen especialmente los procesos inquisitoriales, de los que se han estudiado especialmente, a este respecto, los de Toledo y Córdoba. Las preguntas a los acusados son del más elevado interés, porque deben aclarar si saben leer y escribir, si tienen libros y cómo son las oraciones fundamentales. Entre las fuentes fiscales, destaca el registro del donativo, un impuesto que incluía a la propia nobleza y que recogía, con la precisa mención de la contribución pagada por cada cabeza de familia, la firma, cuando sabían hacerla, lógicamente. Las fuentes notariales, sobre todo los testamentos, permiten conocer los porcentajes de alfabetos en función de las firmas de los testadores. Aparte de los problemas de representatividad social de la documentación, en Cataluña, por ejemplo, la fuente plantea importantes limitaciones, como la no necesidad de autentificar con la firma la documentación notarial hasta la ordenanza de noviembre de 1736. En Cataluña, sólo, por lo tanto, puede cuantificarse la firma desde la segunda mitad del siglo XVIII. Bennassar ha llevado a cabo una encuesta sobre la alfabetización que cubre Galicia, la zona cantábrica, Castilla la Vieja, la región de Toledo, la Alta Andalucía, Cádiz y Madrid. Sus conclusiones son optimistas, ya que homologan la situación cultural de España a la de los países de la Europa Occidental de su tiempo. El clero, desde luego, era un estamento cuyos miembros sabían leer y escribir en una proporción del 90 al 95 por ciento. Los hombres de la nobleza sabían leer en una proporción del 90 al 95 por ciento. Sus mujeres sabían leer en su mayoría, pero no escribir. Letrados y grandes comerciantes sabían leer y escribir en su totalidad: sus mujeres estaban alfabetizadas sólo parcialmente. Artesanos, pequeños comerciantes y labradores sabían leer y escribir en proporciones que oscilan entre la tercera parte y la mitad. Los jornaleros y los peones serían casi todos analfabetos. La formación de los criados domésticos dependía naturalmente de la de sus amos. Geográficamente es evidente una mayor alfabetización en las zonas urbanas que en las rurales. Los contrastes son muy grandes. En el siglo XVII los porcentajes más bajos los vemos en Huelva (13%), La Bañeza (19%), Medina Sidonia (19,6%); los más altos en Avila (52,4% cristianos, 64,3% moriscos), Madrid (45,3%), Santiago (52,5%), Badajoz (44,2%) y los intermedios de Toledo (39%), Córdoba (40%), Oviedo (30%) y Avilés (38,7%). La cultura es esencialmente elitista: el clero, los ambientes de la nobleza, de la administración, de los grandes rangos y empleos, el ejército en sus grados superiores, saben leer y escribir. La frontera entre la alfabetización y el analfabetismo se sitúa en el mundo del pequeño comerciante, del tendero y del artesano. ¿Quiénes tenían libros en la sociedad española del siglo XVI? Los inventarios de bibliotecas han sido explotados últimamente por varios historiadores. Bennassar en sus exploraciones en el Valladolid del siglo XVI localizó 45 bibliotecas sobre 385 inventarios (el 11,7%). En Barcelona, según la tesis doctoral de M. Peña, el número de poseedores de libros asciende entre 1473 a 1600 al 16,69 por ciento (una media de libros por persona: 28,06) con un 30,9% de lectores y en 8,64% de lectoras. La media del número de libros va aumentando (hasta 1500: 15, 6; 150150: 21,9; 1551-1600: 35,2). El mejor estudio es el de Philip Berger para la Valencia del siglo XVI. Gracias al peritaje de 1.849 inventarios, Berger ha podido establecer 577 hombres sobre 1.715 (el 33,6%), 125 mujeres sobre 774 (el 16,14%). Entre estos 577 hombres aparecen 97 artesanos y 88 comerciantes, lo que no es en modo alguno desdeñable. Sobre todo, el promedio de los libros poseídos aumenta regularmente, cualquiera que sea el grupo social considerado; por ejemplo, los artesanos que tienen libros poseen solamente 2,8 unidades como promedio de 1490 a 1518, pero el promedio sube a 5,1 unidades de 1519 a 1560. La lectura es un hecho excepcional en Valencia en el trabajador manual (aunque existen excepciones), mientras que interesa a un individuo sobre tres en el sector terciario, a uno sobre dos en la nobleza y al menos a tres sobre cuatro entre los profesionales liberales y el clero. Los porcentajes de posesión de libros en España son homologables a los que conocemos para París (10% en el siglo XVI), Canterbury (10%), Amiens (20%) o Grenoble (18%), aunque son muy inferiores a los de las ciudades alemanas. La introducción de la imprenta no supuso cambio sustancial en el volumen de lectores. Lo que cambió fue el numero de libros de las bibliotecas, mucho más que el número de lectores. Los comerciantes hasta 1502 tienen un promedio de 4,3 libros que sube hasta 6,3 de 1503 a 1560; los médicos y juristas, también hasta 1531, tienen 26 libros, que subirían a 53,5; y el clero, 19 antes de 1531, 50 de 1531 a 1560. Las bibliotecas con más de 500 títulos fueron excepcionales. Incluso las de 50 libros pueden considerarse grandes. De los 31 inventarios de bibliotecas particulares de los que se hace eco Maxime Chevalier, de 1504 a 1660, sólo 8 contaron con más de 50 títulos. Destacan las del marqués de Zenete (631 títulos) en 1523, el duque de Calabria (795 en 1550), D. Juan de Ribera (1.990 en 1611), el inquisidor general Arce y Reinoso (3.880 en 1665), el condestable de Castilla, D. Juan de Fernández de Velasco, el médico Jerónimo de Alcalá Yáñez... Quizás la biblioteca más importante fue la del conde-duque de Olivares, con 2.700 libros impresos y 1.400 manuscritos. Bennassar estudió la biblioteca del profesor de filosofía de Valladolid, Pedro Enríquez, con 852 títulos. El pintor Velázquez tenía 154 libros en 1660; el inca Garcilaso de la Vega, 188 títulos; Idiáquez, el secretario de Felipe II, 496; Fernando de Rojas, el autor de La Celestina, 97; y la reina Isabel la Católica, 253 libros. ¿Qué leían los lectores del siglo XVI? La hegemonía del libro religioso es indiscutible. Bennassar, sin embargo, se ha esforzado en subrayar que los religiosos distan mucho de ser mayoría en algunas bibliotecas por él analizadas (el 25% en la biblioteca de Pedro Enríquez, el 11'1% en la del noble Francisco Idiáquez...), al mismo tiempo que ha destacado la importante presencia de las obras de derecho, historia y ciencias, lo que le ha llevado a insistir en el singular gusto humanista que demuestran muchas de estas bibliotecas. Naturalmente, las diferencias del gusto cultural de las diversas clases sociales son muy grandes. ¿Podemos deducir unas tendencias consumistas determinadas en la lectura del siglo XVI? Observaremos una inclinación hacia la medicina tradicional, con poca presencia de las obras más avanzadas. Sólo en el siglo XVII aparecen, y de modo muy escaso, Vesalio y Fracastoro. La filosofía presente es esencialmente escolástica con particular predominio de Aristóteles. Abunda el derecho canónico y civil, de todo tipo de corrientes, así como el derecho local. La literatura clásica griega (Homero, Sófocles, Heródoto, Platón, Diógenes, Esopo) y romana (Ovidio, Terencio, Juvenal, Catulo, Tibulo, Plauto, Virgilio) está muy representada. De la literatura catalana aparecen con cierta frecuencia Ausias March, Ramón Llull y Francesc Eiximenis. En los años finales del siglo XV y comienzos del siglo XVI se constata una tendencia al relevo de las bibliotecas de la literatura medieval por los exponentes de la penetración renacentista, aunque ciertamente la penetración de este influjo fue lento, más precoz en la Corona de Aragón que en Castilla. La literatura italiana cuenta con seguidores que leyeron abundantemente a Petrarca, Dante y Bocaccio. De la literatura española es visible en los inventarios la afición por la novela caballeresca. La novela y el teatro estarán muy presentes en los inventarios, sobre todo en el siglo XVII (Cervantes, Lope y Calderón). Domina, desde luego, el libro funcional: religioso para clérigos, jurídico para abogados y científico para médicos. Pero las lecturas no se limitaban a los libros. El interés del público se dirigió, de modo especial, hacia los pliegos sueltos. El pliego suelto, compuesto por 2 ó 4 hojas, recoge aproximadamente hacia 1560 sobre todo romances, glosas de romances, canciones y villancicos. Desde dicha fecha, y a lo largo del siglo XVII, el pliego suelto se especializa como subliteratura, en buena parte vendida por ciegos y con relaciones de crímenes, milagros y sucesos, en general de carácter truculento, que en ocasiones lleva incluso a sus autores a tener conflicto con la ley. Como mencionan Pedro Cátedra y María Victoria López Vidrieres, este tipo de literatura planteó muchos quebraderos de cabeza a sus productores y censores por muy variadas razones. Por la invención infamatoria de sucesos, muertes o suerte infernal de personas recientemente fallecidas sufrieron prisión el inventor del infundio, el toledano medio ciego Mateo de Brizuela, y varios impresores castellanos y sevillanos que elaboraron el pliego, ahora perdido. Por imprimir coplas sobre la muerte en cadalso de nobles rebeldes sufrió prisión el vallisoletano Fernández de Córdoba. Los grandes especialistas en esta materia son sin duda el ya desaparecido Rodríguez Moñino y la profesora María Cruz García de Enterría. Se trata de una literatura para masas, sin que ello presuponga sólo a los grupos inferiores; un género que proporciona una importante fuente de ingresos para la imprenta tradicional española, con una continuidad que alcanzará hasta principios de nuestro siglo. Los pliegos se nos presentan en grandes cantidades en los almacenes tipográficos del siglo XVI. La literatura ha recogido la figura entrañable del ciego ambulante de la difusión cultural del Antiguo Régimen (Lazarillo, Cervantes, Lope de Vega...). Los pliegos sueltos tenían otras aplicaciones. Con harta frecuencia, eran textos para la lectura en escuelas públicas, costumbre mantenida hasta el siglo XVII. En 1775 el conde de Campomanes se lamentaba de esta utilización, sobre todo en el caso de aquellos pliegos que trataban de "romances de ajusticiados, porque producían en los rudos semillas de delinquir, de hacerse baladrones... cuyo daño traían asimismo los romances de los Doce pares de Francia y otras leyendas vanas". La realidad de la existencia abundante de esta literatura popular nos obliga a reflexionar sobre las formas de la lectura en la España del Siglo de Oro, es decir, sobre la capacidad de acceso a los escritos por parte del conjunto de la sociedad. Nos aproxima al objetivo de detectar la lectura efectiva en el Antiguo Régimen. En el acercamiento a la lectura a través de los inventarios debe tenerse siempre muy presente que éstos son sólo la constatación de aquello que se ha conservado al final de la vida y no lo que realmente se ha podido leer a lo largo de la misma. Como ha señalado Fernando Bouza, sin duda alguna la mayor dificultad que deben superar los historiadores de la lectura es la determinación del público real de los libros, es decir el público que en la práctica conoció las obras impresas o manuscritas, bien porque la leyera personalmente, bien porque la oyera leer. Porque el libro se prestaba, se regalaba, se intercambiaba, incluso se alquilaba. Maxime Chevalier citaba un pasaje del Guzmán de Alfarache en que, a propósito del casamiento de un pícaro, se criticaba a las doncellas que "dejándose de vestir gastan sus dineros alquilando libros". El libro se leía no sólo a nivel individual sino también público, colectivo, lo que definía también, como ha señalado Roger Chartier, estrategias tipográficas diferentes en torno al texto según fuera dirigido a una lectura silenciosa o colectiva, a un público cultivado o más popular (presencia mayor o menor de imágenes, resúmenes, etcétera). En este sentido, resulta necesario realzar algunas puntualizaciones que permitan desterrar viejos tópicos establecidos sobre la cultura de nuestro Siglo de Oro y su relación con el mundo impreso. Primero, la época moderna forma parte de un largo proceso general de hibridación de formas orales-visuales-escritas que conducirá de una situación de alfabetización restringida -que había caracterizado a las sociedades antigua y medieval- a una situación de alfabetización de masas como la actual. Ahora bien, esta visión progresiva y teleológica del proceso no nos puede hacer caer en la distorsión que considera, en aras del progreso, a la cultura oral -respecto a la cultura escrita- como inferior, conservadora o tradicionalista. Ni lo oral ni lo icónico-visual como formas de comunicación perdieron vigencia alguna durante la época moderna, y menos en el siglo XVI. Segundo, el empleo de estas formas plurales (visuales, orales y escritas) de difusión cultural no permite clasificaciones sociales. De ellas hizo un uso tan frecuente tanto la cultura popular de los iletrados, como la llamada cultura de las elites o minoría letrada. Hoy es evidente que las formas de expresión oral e icónico-visual durante los siglos XV al XVII no estuvieron en retroceso, sino en pleno auge. Un caso típico de lectura colectiva aparece descrito en un famoso pasaje de Don Quijote (1, 31), aquel en el que Palomeque cuenta que durante la cosecha algún segador de los que pasan los días de fiesta en su venta "coge uno de estos libros en las manos, y rodéamonos de él más de treinta y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas". Incluso, apunta Roger Chartier acerca de este episodio, parece que Cervantes jugaba con la posibilidad de que su Don Quijote se conociera siendo oído, por lo que el propio Cervantes -o su editor- habría diseñado capítulos breves; así un capítulo de la segunda parte, el sexagésimo sexto, se titula que trato de lo que verá el que lo leyere o lo oirá el que lo escuchore leer. Sin duda, son numerosos los ejemplos y testimonios acerca de la realidad cotidiana de este tipo de lectura en voz alta. Esta lectura en voz alta ha venido a romper otro postulado que, asimismo, estaba bien establecido en la tradición de la historia cultural europea: la igualdad entre alfabetización y acceso a la lectura. Casos como el citado de la venta cervantina prueban que no saber leer no suponía quedar fuera del alcance de la lectura y de los libros, aunque a una y a otros se llegara por vías diferentes. El consumo oral del texto escrito se prolongó mucho más allá de los inicios de la imprenta y de la difusión masiva del libro, y de ello encontramos reflejo no sólo en los testimonios literarios sino también en los registros inquisitoriales. Cuando hacia 1600 los legajos de la Inquisición que registran el caso del morisco Román Ramírez dicen reiteradamente que éste leía de memoria libros de caballerías, están aludiendo a una recitación oral sin ningún texto de por medio. Ello revela la importancia que esta cultura dio al tema de la memoria. Todavía es frecuente encontrar opúsculos del Siglo de Oro con títulos de Cómo mejorar tu memoria; y editores como Timoneda en el siglo XVI editaron narraciones breves, cuentos, fábulas o consejas, mezcla de relato y de mímica que arrancaba de más atrás, con la expresa finalidad de contribuir a mejorar la calidad y la cantidad de esa tradición oral. Los cuentos se publicaban para ser memorizados y luego repetidos en las conversaciones. La transmisión de la literatura a través de la voz (lecturas públicas, teatro, etc...) desempeñó, pues, un papel de primer orden.
contexto
Desde el punto de vista educativo y cultural, el periodo moderno constituye una etapa de transición. En sus inicios, una notable homogeneidad caracteriza al mundo europeo, inmerso en el analfabetismo mayoritario de su población que alcanza al 95 por 100 de los hombres y la casi totalidad de las mujeres. En este universo de finales del Medioevo, las escuelas son escasas; los libros, caros e inaccesibles no sólo por razones monetarias sino también por estar escritos en latín; la alfabetización se concentra en algunos, miembros de la nobleza, el clero y altas capas de la burguesía, como los grandes comerciantes, para quienes era una necesidad profesional. El progreso realizado por los Estados europeos en las tres centurias siguientes hacia su modernización y desarrollo económico se verá acompañado de una expansión considerable de la alfabetización y la cultura. En vísperas de la Revolución Francesa, puede decirse que no quedan grupos sociales totalmente analfabetos, llegándose en el privilegiado Noroeste del Continente a conseguir que, por término medio, la mitad de los hombres sepan firmar y una proporción mayor sea capaz de leer textos sencillos. Las escuelas se han multiplicado y han surgido campañas alfabetizadoras organizadas por los gobiernos. Los colegios privados y las órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza han seguido una clara línea ascendente. Los libros se han hecho más accesibles al abaratar su precio y escribirse en lenguas vernáculas. En fin, la educación que supera los conocimientos básicos sigue siendo monopolio de clérigos, nobleza y burguesía, pero a ellos se les han empezado a unir miembros de las clases medias urbanas y rurales, en especial las primeras. Ahora bien, el proceso de transformación descrito fue, como Houston señala, lento y sujeto a interrupciones, incluso, involuciones. El cambio resultará gradual, irregular e incompleto. Los contrastes, numerosos. En términos generales, puede decirse que en todos los lugares, las mejoras alcanzaron antes a los hombres y las capas sociales superiores que a las mujeres y los grupos inferiores. Ello es así porque, en última instancia, alfabetización y educación no son dos procesos al margen de las sociedades en que se producen, sino que están profundamente imbricados en ellas. Dentro de ese período global de transición que, hemos dicho, representan los siglos modernos, la centuria del Setecientos representa, como afirma Víctor Cousin, el momento en que se hace "de la educación, primero, un problema; luego, una ciencia, y, finalmente, un arte; de aquí, la pedagogía". Según vimos al hablar de la Ilustración, el tema reviste especial importancia para sus protagonistas y llega a ocupar un lugar central en su pensamiento. Las nociones sobre su contenido y práctica se hallan perfectamente articuladas, aunque en ocasiones resulten más adecuadas al ambiente de salones, en los que se fraguan, que al de las aulas, donde deberían desarrollarse. Quizá por ello, pese a su confianza en que la instrucción lo puede todo, las reformas educativas concretas que los ilustrados alumbran quedaron muy alejadas de sus intenciones; las fuerzas conservadoras resistieron sus ataques y más que moderar el modelo pedagógico dominante sus esfuerzos fueron canalizados hacia la configuración de una enseñanza alternativa, progresista, impartida en centros propios de influencia restringida. De este modo se logró, de momento, controlar el impacto social de los cambios demandados. Herederos de ortodoxias religiosas inaceptables para los hombres del dieciocho, los sistemas educativos vigentes no podían por menos que parecer anticuados y rígidos a quienes creían que su objetivo principal era el de llevar a sus receptores a alcanzar esa Razón que les permitiera comprender y dominar los procesos naturales. Por este motivo apenas dudaron en atacarlos frontalmente desde la doble perspectiva de sus contenidos y de sus métodos. Frente a la enseñanza clásica y humanística, realizada en latín, con un contenido fijo de ideas, bajo la dirección permanente de un profesor y controlándose en todo momento la imaginación, la emoción de los alumnos para no caer en el terreno de la heterodoxia, cualquiera que ésta fuese, los ilustrados proponen la idea de que el adulto puede educarse por sí mismo a través de la letra impresa -con ese fin nacía La Enciclopedia-. Su formación moral ha de verse libre de sensaciones sobrenaturales y la intelectual presentarse más vocacional y vernácula. Los conocimientos que adquiera se demandan más científicos, utilitarios y basados en la observación directa y la experiencia. Cumplir tales requisitos, especialmente el último, implicaba cambios inexcusables en la metodología. Desde este punto de vista, los teóricos del Setecientos, Rousseau entre ellos, parten de la psicología de Locke que niega la existencia de ideas innatas a las que se deba el conocimiento humano. Antes bien, éste es fruto de la labor de los sentidos, ventanas abiertas al exterior a través de los cuales realizamos nuestro aprendizaje. Su ritmo vendrá marcado durante la infancia por la filtra de un educador, con poderes absolutos para regular el ambiente del niño. Aunque esta vía sensorial obtiene gran éxito en su momento, Alemania, y Europa central bajo su influencia, desconfiarán de ella hasta final de siglo con Kant. Siguiendo a Leibniz, el importante pensamiento pedagógico germano acepta el poder de la razón para aumentar la comprensión. Además de en los contenidos y en la metodología, el siglo tratará de introducir cambios, también, en la organización escolar. Tal y como se encontraba establecida, no era un sistema planificado sino un conglomerado de centros cuyas funciones se superponen, difieren o se complementan, mantenidos, fundamentalmente, por la iniciativa privada o la Iglesia. Las diferencias entre ellos emanan de la extracción social o el sexo de su alumnado más que de las materias impartidas. La evolución en este sentido vendrá marcada por el deseo de definir la estructura educativa, racionalizar su práctica, ampliar la oferta y conformar sistemas centralizados bajo la supervisión del Estado que, siguiendo una tendencia iniciada en el siglo XVII, incluye a la educación entre sus competencias. Tal actitud no es del todo gratuita. Aparte de lo que pudiese haber de llevar a la práctica las ideas de los filósofos, a buen seguro que en el ánimo de los gobernantes pesaron asimismo otros factores. De un lado, la idea de que el bien moral y de la sociedad dependían de la labor de los maestros, como bien expresara en la época Helvètius. De otro, la presión ejercida por el desarrollo económico y los cambios demográficos, que junto al auge de las ciudades incrementaron la demanda individual y social de educación, empujando a las instituciones en sus iniciativas. El movimiento en pro de la mejora organizativa de la enseñanza empezó de forma más clara al disolverse la Compañía de Jesús, cuyos colegios configuraban el mapa cultural europeo por su número -89 en Francia, 133 en Italia, 105 en España, 200/300 en los territorios alemanes, Países Bajos y Europa oriental-, el de sus estudiantes y los importantes instrumentos de formación de que disponían. En muchos territorios los bienes confiscados pasaron al Estado, en otros se intentó conseguir el apoyo de sus miembros para reorganizar la enseñanza en todos los niveles bajo el control de las autoridades seculares. Esto es lo que hizo María Teresa, cuyo ejemplo fue seguido por Catalina II. Más tarde, José II utilizaría los planes educativos como instrumento esencial de su política unificadora, como medio para establecer un futuro Imperio en el Danubio sobre un nuevo molde. Sin embargo, tal política provocó la reacción hostil de los flamencos. La reglamentación estatal de las escuelas populares frente al monopolio de las confesiones religiosas se produjo también en Sajonia, Estados protestantes y Prusia. La implicación del Estado en la vida educativa se tradujo en un crecimiento de la enseñanza post-elemental, insistencia en la uniformidad lingüística, campañas alfabetizadoras y un control de la enseñanza por las autoridades seculares. En cuanto a los maestros, hay que decir que hasta muy finales del siglo XVIII no se sintieron grupo profesional diferenciado y su preparación como su consideración social y su remuneración eran escasas. Salvo algunas órdenes religiosas que tenían centros para formarlos, en la mayoría de los casos sólo se les exigía buena conducta -certificada por el párroco- y conocimientos de religión. Los gobernantes ilustrados aumentaron algo los requisitos para ocupar una escuela, salvo en el caso de las maestras cuya situación difería. Al contrario de lo que sucede hoy, durante el Antiguo Régimen la enseñanza formal en los niveles elementales contaba con escasa presencia femenina, aunque fuera de ella seria mucho más numerosa de lo que las fuentes indican. Las maestras que impartían enseñanza oficialmente sólo controlaban los colegios de monjas o los reformatorios para mujeres. En el resto de las escuelas, su número es inferior al de maestros y no se les permite tener a su cargo nada más que los niveles elementales o los establecimientos para niñas, bastante menos frecuentes y con un currículo más reducido como veremos. Durante el Setecientos, el número de maestras se incrementó, en gran medida al hacerlo las escuelas femeninas, y su situación mejoró en algunos países europeos, aunque no por ello se les dieron mayores competencias. Este hecho puede explicar el que en la España de fines de la centuria ni siquiera se pida a las docentes mínimos rudimentos de lectura y escritura para regentar una escuela de niñas. Desde el punto de vista remunerativo, los ingresos de los maestros variaban según el puesto y el nivel económico del lugar, ya que provenían de los honorarios pagados por las familias, los municipios o la Iglesia. En general, puede decirse que los emolumentos eran similares a los de los artesanos y podían percibirse en moneda, especie o con derechos de explotación de tierras de cultivo o de pasto.
contexto
La alfabetización, o su opuesto, el analfabetismo, constituyen los primeros baremos para conocer el nivel cultural de una población y la eficacia de su sistema educativo. Sin embargo, su estudio para el Antiguo Régimen se encuentra lleno de problemas, recogidos por la bibliografía al respecto. El primero de ellos es el de definir ambos conceptos. Mientras para unos analfabetismo podría significar incapacidad para leer y escribir en latín, otros refieren esta imposibilidad también a la lengua vernácula o a escribir el propio nombre o una frase. Los hay que añaden como elemento de alfabetización la percepción visual, en tanto que medio de transmitir cultura. Harvey Graff, por su parte, prefiere hablar del conjunto de técnicas que permiten a los hombres comunicarse, descifrar y reproducir lo escrito e impreso. Un segundo problema a la hora de dibujar el perfil alfabetizador del siglo XVIII lo constituyen las fuentes, ninguna de las cuales está libre de desviaciones y problemas. Informaciones indirectas sobre alfabetización pueden extraerse del número de escuelas, la venta de libros o los inventarios post-mortem. Mas tales datos no resultan fiables porque no existe una correlación exacta entre ellos y los niveles de lectura. En Suecia, por ejemplo, hay pocos centros escolares y muchos lectores; la escasa aparición de libros en los inventarios no quiere decir que no se tuvieran, podría ser que no se considerasen valiosos o que se hubiesen donado con anterioridad. Testimonio más directo lo constituye la firma de documentos notariales, comerciales, judiciales, etc. De todos los que aportan información más completa son los registros matrimoniales por estar presentes en todos los países y referirse al conjunto de la sociedad. Sin embargo, el que hasta el siglo XIX no se exigiera de forma estricta la firma de los novios hace que ofrezcan lagunas que pueden cubrirse con los testimonios ante las cortes civiles o eclesiásticas. Este problema de las fuentes hace que cuando hablamos de analfabetos y alfabetizados en la Edad Moderna nos refiramos, según señala Houston, a una jerarquía de destrezas adquiridas a través de un proceso de aprendizaje estratificado y realizado en breves periodos de asistencia a la escuela. Por ello, si tomamos como criterio de alfabetización la lectura, el mapa dibujado es más amplio que si elegimos el de la escritura. No obstante, es éste el que generalmente se toma por los investigadores como elemento de referencia y las firmas como principal fuente informativa, pese a que su ausencia puede significar tanto incapacidad intelectual como sólo física para hacerla y su presencia tampoco implica plena alfabetización. Teniendo en cuenta estas precisiones, es evidente que la alfabetización progresa a lo largo del siglo XVIII, siguiendo la tendencia iniciada dos centurias atrás. Ahora bien, el proceso no es ni lineal, ni uniforme ni constante. En ocasiones, incluso, presenta estancamiento o retroceso, como Vovelle ha demostrado para la Provenza o Aquitania. Siempre existen diferenciaciones en los niveles alcanzados en razón de factores muy diversos. En primer lugar, el geográfico, que permite dividir la Europa del Setecientos en dos grandes zonas: a) El Norte y Noroeste -Inglaterra, Francia, Países Bajos, área alemana y austríaca- donde tienen lugar los avances más señalados y donde se alcanzan las tasas de alfabetización mayores. En conjunto, puede decirse que firman entre el 60-70 por 100 de los varones y el 40 por 100 de las mujeres para 1786-1790, porcentajes que en el caso de algunos núcleos urbanos suizos se elevan hasta el 95 por 100 respecto a los primeros. b) La Europa periférica España, Portugal, parte de Italia y Este- con tasas inferiores y concentración de la población alfabetizada en núcleos urbanos. Así, de los magistrados municipales húngaros existentes en 1768 sólo firman el 14 por 100. Entre un área y otra existen zonas de transición con porcentajes intermedios. A su vez, dentro de una misma área, la dualidad campo/ciudad introduce nuevos contrastes. Los núcleos urbanos alcanzan mayores tasas de alfabetización que los rurales, favorecidos por la tipología social que les caracteriza y la concentración de ofertas educativo-culturales. En la Castilla de 1760, según Kagan, la escolaridad masculina es del 40 por 100 en ciudades superiores a 1.000 habitantes y tan sólo del 10 por 100 en las de menos de 100, que, sin embargo, representan la mitad de la población. Una segunda variable la constituye el origen social y grupo profesional de los firmantes. En este caso encontramos un predominio del clero, profesiones liberales, mercaderes y terratenientes entre los alfabetizados, a los que se unen algunos artesanos y agricultores. La tercera variable la representa el sexo, que establece importantísimas diferencias en detrimento de la mujer, sobre todo respecto a la escritura y entre los grupos no aristócratas ni burgueses, pues entre ellas la procedencia social tiene un mayor efecto diferenciador que entre los hombres. En el Lyón de la mitad del siglo XVIII sólo el 20 por 100 de las burguesas eran analfabetas, mientras la cifra se eleva al 50 por 100 entre el artesanado y al 80 por 100 entre las clases pobres. Esta desventaja femenina en la alfabetización no impide que para 1800 existan mujeres alfabetizadas en todos los grupos sociales. Una cuarta variable sería la lengua. Las zonas bilingües se vieron perjudicadas en su alfabetización por la campaña de uniformidad lingüística que realizan los Estados con fines políticos y que lleva a hacer la oferta educativa en el idioma oficial que no es el mayoritariamente hablado. Tal sucede en Escocia, donde la población habla gaélico y la enseñanza se ofrece en inglés, o en las zonas meridionales de los Países Bajos con predominio del flamenco o el francés. Una última variable la representa la religión. Es idea aceptada y demostrada que durante el período moderno la Europa reformada presenta mayor alfabetización que la católica y un contraste similar se encuentra allí donde conviven las dos comunidades. Tal afirmación precisa de algunas matizaciones. En primer lugar, los progresos educativos del siglo XVIII atenuarán las diferencias. En segundo lugar, fenómeno semejante sucede en las zonas de convivencia religiosa cuando introducimos consideraciones sociales y medioambientales en el análisis de la alfabetización. Así, veremos que en Francia los calvinistas pertenecen a la clase media; en Polonia son miembros de las elites; en Irlanda, los papistas ocupan los estratos inferiores. Ahora bien, con ser fundamentales, leer y escribir no eran los únicos medios de contacto con la cultura. Tampoco la enseñanza formal constituía el único impulso a la alfabetización ni su ausencia permite suponer desconocimiento de los productos que ésta origina. Siempre era posible, como recoge Houston, "encontrar un amigo alfabetizado, familiar o vecino que leyese en voz alta las noticias o avances del siglo; el ábaco, las piedras de contar o los dedos era alternativas a las cuentas escritas y el ganado o los sacos de grano podían contarse por medio de bastones con muescas". Acerquémonos brevemente a estas otras formas de aprendizaje.
lugar
El municipio de Alfacar se encuentra situado en el borde norte de la comarca de la Vega, a unos 7 km. de la capital. Su altitud ronda los 900 m. y su aspecto es montañoso. Las primeras noticias que se tienen de Alfacar son restos arqueológicos de periodo Neolítico, encontrados en la zona alta, denominada Las Canteras, donde la riqueza y proximidad del agua hacen previsible la vida en esta zona; se ha encontrado gran cantidad de material arqueológico, como hachas de piedra pulimentada, punzones tallados de hueso, lascas de sílex y restos cerámicos, así como huesos humanos. No se tienen noticias de la población en los periodos romano y visigodo. El primer núcleo de población data de la época zirí, entre 1010 - 1090, cuando se cita a Alfacar como alquería del alfarero o de la arcilla. En el siglo XI se levantaron palacios, mezquitas, baños y edificios altos y fortificados, de los que todavía se conservan algunos restos de sus cimientos. También existió un castillo que, desgraciadamente, no ha llegado hasta nuestros días. Durante dicho siglo se habla de una población que ronda los mil habitantes y que cuenta con dos barrios diferenciados; la Alfacar alta y la baja. Durante los siglos XIV - XV, la localidad aparece denominada en diferentes fuentes por autores como Al - Jatib o Ibn Batutta, siendo un lugar de recreo, diversión y descanso, así como continuo escenario de luchas entre cristianos y musulmanes. Fue uno de los últimos lugares en rendirse a los cristianos, en diciembre de 1491, firmándose las denominadas Capitulaciones de Alfacar. La rebelión de los moriscos, a finales del siglo XVI, no afectó a la localidad; las consecuencias de ella, sin embargo, sí, ya que los moriscos que allí vivían fueron expulsados por Felipe II en 1570.
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Su situación privilegiada cerca de Granada, en un alto, y la limpieza de sus aguas, hizo de Alfacar uno de los lugares favoritos para el solaz de los monarcas nazaríes. Tras ver la Fuente Grande hay que dejarse caer hasta la zona de la iglesia y los baños. Por sus calles se reparten más de 40 tahonas, donde el viajero puede comprar su afamado pan. Alfacar es uno de los puntos de acceso al Parque Natural de la Sierra de Huétor.
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Sable corto y curvo, con filo en un solo lado, salvo en la punta.
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