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En el turbulento periodo 1295-1325 la alta nobleza dinástica -los Infantes de la Cerda-y de linajes -Haro y Lara- inició el asalto al debilitado poder real y a los recursos del reino manteniendo la legalidad monárquica. Por su parte, las ciudades, representadas en las Cortes (reunidas casi anualmente entre 1282-1325) y organizadas en Hermandades, alcanzaron su apogeo convirtiéndose en decisivo soporte del poder real frente a la ofensiva nobiliaria. El reinado Fernando IV -hijo de Sancho IV- comenzó con una crítica minoría protagonizada por su madre María de Molina. En un clima de anarquía generalizada (tal y como describe la "Crónica" de Jofré de Loaysa), entre 1295 y 1301 la enérgica reina madre encarnó la autoridad monárquica frente a la alta nobleza y la defensa de la integridad de la Corona frente a las presiones de los reinos rivales de Castilla, deseosos de mermar el creciente potencial castellano. En 1295 la debilidad de la Corona se tradujo en un proyecto de reparto de Castilla por parte de una gran coalición formada por los infantes de la Cerda -que reivindicaban el trono-, el infante Juan -hermano de Sancho IV- y los poderosos magnates Diego López de Haro y Juan Núñez de Lara, a los que se sumaron Jaime II de Aragón y los reyes de Portugal y Granada. La diferencia de intereses de los aliados y la falta de apoyo interno y externo a sus planes permitieron a María de Molina superar la crisis con el apoyo de las ciudades y de parte de la nobleza encabezada por el infante Enrique, hermano de Alfonso X. Aún así, Aragón ocupó el reino de Murcia (1296) y Portugal obtuvo algunos territorios fronterizos en el tratado de Alcañices (1297). Finalmente, en 1301 el infante Juan y la nobleza se sometieron a la reina María por falta de apoyos exteriores y temiendo la alianza Corona-concejos. En 1301 Fernando IV alcanzó la mayoría de edad. Monarca mediocre, siempre estuvo a merced de los intereses partidistas de los bandos nobiliarios apoyados por otras potencias: los infantes Enrique y Juan, Diego López de Haro y Juan Núñez de Lara, todos ellos fortalecidos durante la minoría. Su falta de personalidad explica la cesión a Jaime II de Aragón de la mitad del reino de Murcia (Orihuela, Elche y Alicante) en el tratado de Agreda-Torrellas (1304), las grandes donaciones concedidas a Alfonso de la Cerda por su renuncia al trono, y el semifracaso de la ofensiva castellano-aragonesa contra Granada -conquista de Gibraltar (1308); fracaso ante Algeciras (1309)-. Fernando IV murió en 1312, dejando el trono a un niño de un año. Los primeros años del reinado de Alfonso XI tuvieron un carácter caótico muy similar a la minoría de su padre. Desde 1314 la regencia fue compartida por la incombustible María de Molina, su hijo menor el infante Pedro y el infante Juan, hermano de Sancho IV. Este inestable gobierno conjunto se truncó en 1319 al morir ambos infantes durante una campaña militar en la vega de Granada. El desastre originó una nueva crisis, agravada en 1321 por la muerte de la reina María. Desaparecidos los regentes, el reino se dividió en tres bandos: Juan el Tuerto, hijo del infante homónimo, apoyado por los concejos de Castilla; don Juan Manuel, nieto de Fernando III, poderoso en Toledo y las Extremaduras; y el infante Felipe, hijo de Sancho IV, respaldado en León, Galicia y Andalucía. Entre 1319 y 1325 se repitió el caos de la minoría de Fernando IV. Los bandos nobiliarios se enzarzaron entre sí a costa de los bienes de la Corona, mientras las ciudades revivían las hermandades para defenderse de los "malhechores feudales". En esta ocasión, la ausencia de enemigos exteriores salvaguardó la integridad del reino. Al alcanzar la mayoría de edad, Alfonso Xl inició la consolidación de la mermada autoridad real. Entre 1325 y 1336 este enérgico monarca sometió a la nobleza levantisca encabezada por los regentes combinando diplomacia, intriga y terror. Llegó a un acuerdo matrimonial con el poderoso don Juan Manuel, hizo matar a Juan el Tuerto y obligó a Alfonso de la Cerda a renunciar definitivamente a sus derechos al trono (1331). El sometimiento de la nobleza condicionó la política peninsular de Alfonso Xl. Hasta 1338 sus alianzas con Portugal, Aragón y Navarra dependieron del apoyo de estos reinos a los nobles castellanos rebeldes. La victoria real sobre la nobleza fue consolidada mediante importantes reformas en la estructura política del reino, en buena medida inspiradas en la política autoritaria y centralizadora que Alfonso X el Sabio no había podido realizar -aplicación del Fuero Real, recuperación de las giras de inspección de los jueces reales itinerantes,...-. Desde 1330 se apoyó en el patriciado urbano de caballeros para reducir la excesiva autonomía política ganada por las ciudades durante las crisis mediante la formación de concejos restringidos -regimientos- de nobles y ciudadanos locales fieles a la Corona (24 en Sevilla; 13 en Murcia; 16 en Burgos) y el nombramiento real de funcionarios municipales (pesquisidores, alcaldes veedores y corregidores). Alfonso XI reformó la Hacienda, generalizó la alcabala (1342) y reguló las rentas de salinas y de servicios de ganados trashumantes. También amplió la administración de justicia a todo el reino. Esta política centralizadora culminó con la promulgación del "Ordenamiento" en las Cortes de Alcalá de Henares (1348), instrumento jurídico fundamental de base romanista e inspirado en las "Partidas" de Alfonso X que unificó las diferentes normativas de los reinos y sirvió para impulsar la autoridad y centralización monárquicas. Aunque su reinado fue un hito fundamental en la consolidación de la monarquía castellana, Alfonso XI fue un rey imbuido del espíritu caballeresco de la época y convencido de la imposibilidad de gobernar sin la fuerza militar de la nobleza. La fundación de la caballeresca "Orden de la Banda" (1330), la fijación de estatutos nobiliarios (1338 y 1348) y los frecuentes acuerdos con sus nobles relativizan en buena medida su imagen de monarca dominador de la nobleza. Con el nombre de La Batalla del Estrecho se conoce el enfrentamiento por el dominio del Estrecho de Gibraltar librado por Castilla -en ocasiones con el soporte naval de Aragón- y Granada -con apoyo del Imperio benimerín norteafricano- entre 1263 y 1350. Frente a esta alianza islámica, Castilla se vio obligada a ocupar las plazas que dominaban el Estrecho a causa de su debilidad naval. Pese a éxitos importantes -conquistas de Tarifa (1292) y Gibraltar (1308)-, las incursiones granadinas durante las minorías, la frustrada cruzada castellano-aragonesa de 1309, el desastre de la Vega (1319) y otras pérdidas equilibraron a cristianos y musulmanes. La creciente amenaza granadino-meriní y la necesidad de ocupar a la levantisca nobleza castellana explican el relanzamiento de la guerra antimusulmana entre 1327 y 1344. Hacia 1330, antes que someterse a una Castilla recuperada, Granada se inclinó por la alianza con el sultán benimerín Abul-Hasan (1331-1351), dispuesto a una guerra abierta contra los cristianos. Cuando sus tropas tomaron Gibraltar (1333), cabeza de puente en la Península, se produjo la señal de alarma. Alfonso XI se fortaleció en Castilla durante las treguas y en 1339 pudo concentrar sus fuerzas con el apoyo de Pedro IV de Aragón (1336-1387) y Alfonso IV de Portugal (1325-1357), conscientes del peligro norteafricano. Un gran ejército benimerín desembarcó en la Península (agosto-1340) y sitió Tarifa, una de las plazas estratégicas del Estrecho. El choque tuvo lugar en la batalla del río Salado (30-octubre-1340), donde las tropas castellanas y portuguesas, inferiores en número, mejor armadas y tácticamente superiores, derrotaron al ejército granadino-meriní de Abul-Hasan y el nazarí Yusuf I (1333-1354). Explotando su resonante victoria, Alfonso XI conquistó Alcalá la Real (1341), derrotó a los nazaríes en el río Palmones (1343) y tras dos años de asedio tomó Algeciras, verdadera llave del Estrecho (marzo-1344). En 1349 quiso rematar sus éxitos tomando Gibraltar, pero murió de peste durante su cerco (marzo-1350). Con sus victorias, Alfonso XI destruyó el último soporte norteafricano de al-Andalus. Desde mediados del siglo XIV, Granada quedó aislada del Magreb y a merced de la estabilidad interna de Castilla. El Imperio benimerín se desintegró lentamente a la muerte de Abul-Hasan, aunque los meriníes permanecieron en la Península hasta 1374.
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Durante el periodo 1350-1416, la Península Ibérica experimentó procesos decisivos en su evolución histórica como el cambio dinástico en Castilla (1369), Portugal (1385) y Aragón (1412), el predominio peninsular de Castilla, el despegue económico-político de los reinos atlánticos, la navarrizacion de los reyes franceses de Navarra y el apogeo de la Corona de Aragón y del reino nazarí de Granada en vísperas de sus respectivas crisis internas. En un contexto de crisis generalizada la consolidación institucional y política de la monarquía condujo a resultados diversos en función de la diferencia entre el autoritarismo regio de Castilla y el pactismo (pacto entre rey y estamentos) o monarquía contractual propios de la Corona de Aragón y Navarra. La entronización de los Trastámara supuso una creciente señorialización de Castilla y el auge de las Cortes castellano-leonesas, pero también el impulso de reformas destinadas a fortalecer la autoridad monárquica. Durante este periodo Castilla consolidó su hegemonía peninsular y su proyección en el contexto político europeo. Entronizado por la nobleza en una guerra civil, Enrique II (1369-1379) tuvo que recompensar esta ayuda mediante una política de grandes donaciones (mercedes enriqueñas) a costa de la Corona. Ello supuso el enriquecimiento y encumbramiento de la nobleza de parientes del rey (encabezada por su hijo bastardo Alfonso de Noreña) y de la nobleza nueva surgida de la guerra (Velasco, Mendoza, Álvarez de Toledo,...) como principales fuerzas socioeconómicas del reino. Enrique II retomó el autoritarismo de sus predecesores (consolidación de la Audiencia como máximo órgano de justicia desde 1369, organización de las Contadurías), pero la contradictoria relación entre monarquía y nobleza fruto de la revolución trastamarista sólo le permitió lograr un precario equilibrio entre ambas fuerzas políticas. El primer Trastámara se apoyó en la baja nobleza de servicio, el clero y los juristas en un reinado que presenció un nuevo resurgir político de las Cortes, ignoradas por Pedro I. El segundo Trastámara, Juan I (1379-1390), acentuó el proceso de fortalecimiento monárquico iniciado por su padre -reforma del Consejo Real (1385), supervisión de recaudación de tributos mediante una Casa de Cuentas...-. El equilibrio interior frente a la nobleza de parientes y la hegemonía peninsular de Castilla le empujaron a intervenir en la crisis de Portugal (1383-1385), fracaso político-militar que sacudió la estabilidad del sistema trastamarista y le obligó a ceder posiciones ante las exigencias de las Cortes (1385-1387) y de la alta nobleza. El reinado de Enrique III (1390-1406) representa la culminación del proceso de fortalecimiento regio iniciado por Enrique II. En los primeros años, Enrique III logró un importante triunfo al eliminar a la nobleza de parientes surgida en la guerra civil gracias a importantes personajes promonárquicos como el arzobispo de Toledo Pedro Tenorio. Durante este proceso estalló una gran persecución antijudía (1391), origen del futuro problema converso. El autoritarismo real se tradujo en la pacificación de las ciudades gracias a la imposición del sistema de corregidores, el saneamiento de la Hacienda regia y el fortalecimiento real frente a las Cortes mediante eficaces medidas económicas y administrativas. Pero el freno real a la señorialización conllevó el encumbramiento de una baja nobleza o de servicio que sustituyó a la alta nobleza de "ricos omes" gracias a beneficios económicos, títulos y cargos concedidos por la Corona (los Enríquez, Manrique, Estúñiga, Dávalos, Mendoza, Velasco con origen en la periferia norte de Castilla; y los portugueses Acuña, Pacheco y Pimentel, emigrados desde 1385). Estos linajes serán los responsables de las turbulencias de la Castilla del siglo XV. La política nobiliaria de Enrique III también convirtió a su hermano el infante Fernando en el principal magnate de Castilla. Poco amigo de la guerra, Enrique III mantuvo la hegemonía peninsular castellana y combinó la tradicional alianza con Francia y la obediencia al Papado de Avinón con los intereses marítimos castellanos en el Atlántico. De aquí derivó también el apoyo real a la expedición de Juan de Bethancourt a las Canarias. Su interés por el Mediterráneo le empujó a proyectar una singular alianza con el reino tártaro de Tamerlán, al que envió una embajada encabezada por Ruy González de Clavijo. Poco antes de morir, Enrique III inició los preparativos para una nueva campaña contra Granada que no llegó a realizar. Entre 1406-1416 se desarrolla la minoría de Juan II y la regencia de Fernando de Antequera. El enfermizo Enrique III murió prematuramente, abriendo una minoría que frenó el proceso de fortalecimiento regio. La regencia fue dirigida por el infante Fernando, que aprovechó su potencial económico y la guerra de Granada para hacerse con el poder frente a la reina Catalina de Lancaster. En 1410 el regente Fernando conquistó Antequera -que le dio nombre-, iniciando un proyecto de conquista total del reino de Granada que Castilla ya no abandonaría. El infante benefició y emparentó a sus hijos con el fin de crear una nueva nobleza de sangre real cuyo poder alcanzara a todos los reinos de la Península. Su breve y decisivo gobierno culminó en el Compromiso de Caspe (1412), donde fue elegido rey de la Corona de Aragón. Sus hijos, los Infantes de Aragón, protagonizaran la política peninsular durante casi todo el siglo XV.
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En contraposición a esta riqueza de la escuela de Valencia, la Corona de Castilla presenta un panorama bastante desolador, situación que se hace más patente en la propia Castilla. La poderosa y rica nobleza, más preocupada por el control político que por las empresas artísticas, se ocupa si acaso del palacio o la tumba, pero se desinteresa generalmente de los manuscritos iluminados. Tres focos se deben citar y ninguno es del reino que da nombre a la Corona. El primero es Sevilla. Un artista procedente de Toledo, formado en la tradición italiana de esa catedral, pero reconvertido en internacional, trabaja en pintura mural en Santiponce, al tiempo que es un excelente miniaturista. Se ha bautizado, por peculiaridades patentes en los libros, como Maestro de los Cipreses. Numerosos Corales de la catedral de Sevilla contienen un rico repertorio de iniciales, además de alguna escena más compleja, siendo suya también una Biblia (monasterio de El Escorial).El segundo foco está en Salamanca, donde, quizás, el obispo Diego de Anaya trae a Dello Delli, un florentino que se mueve en el ambiguo mundo en el que trabaja también Fra Angélico, Starnina y Lorenzo Monaco. Realiza el retablo mayor de la catedral románica, fábrica sin precedentes monumentales en ese ambiente. Finalmente, por caminos no conocidos, en León se asienta Nicolás Francés, cuyo origen se adivina por el apelativo, no obstante poco preciso. Durante muchos años trabaja allí, más allá de la época dorada del internacional. El gran retablo mayor de la catedral sirvió para identificarlo. El Museo del Prado guarda el retablo de La Bañeza, pero su producción fue muy extensa, incluyendo miniaturas (Coral de San Isidoro de León). Su huella se acusa en otros pintores, no sólo en León, sino en Castilla.
Personaje Político
Hija de Alfonso VIII de Castilla y esposa de Luis VIII de Francia, fue dos veces regente de Francia por la minoría de edad de su hijo Luis IX, enfrentándose a diversas revueltas nobiliarias que fueron sofocadas de manera contundente. Cuando su hijo alcanzó la mayoría de edad y empezó a dar muestras de su buen hacer político, decidió abandonar los asuntos cortesanos y se retiró a la abadía de Maubuisson, fundada por ella misma, donde murió en 1252. San Luis regresó de Tierra Santa para enterrar su cadáver.
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Esa reivindicación que llevaría a cabo Haes en el paisaje, así como su voluntad manifiesta de pintar del natural y su empeño en observar y reproducir fielmente la realidad de las cosas, situó a sus numerosos discípulos en un punto de partida muy próximo al impresionismo. Fue Aureliano Beruete (1845-1912), uno de esos discípulos, el que intentaría ese acercamiento a la modernidad, si bien con ciertas reservas. Natural de Madrid, alternó sus estudios universitarios de Derecho con la práctica de la pintura, primero con Carlos Múgica y luego, ya de forma definitiva, con Carlos Haes. Viajero infatigable, Beruete profundizó en el conocimiento de los museos y maestros europeos, en general, y de Velázquez, en particular, sobre quien llegó a escribir un libro ciertamente magistral. En Francia fue discípulo de Martín Rico y compañero de Fortuny, con quien, al igual que con Sorolla, le unía una gran amistad. Desde 1876, muy influido por Haes, sólo concebía trabajar en medio de la naturaleza. Viajó por ello al norte de la Península Ibérica y a Mallorca. Sus temas favoritos, y que repetiría insistentemente hasta el final de sus días, fueron, sin embargo, los paisajes castellanos, sobre todo de Madrid y sus alrededores. Es el caso de la sierra de Guadarrama, entorno al que se sentía vinculado por su pertenencia a la Sociedad para los Estudios del Guadarrama, una institución auspiciada por Giner de los Ríos, dirigida a proporcionar una nueva orientación a la formación de la juventud española. Beruete visitó de nuevo Francia y otros países europeos, especialmente a raíz de conocer la Escuela de Barbizon y a los impresionistas. Siempre fiel a la luz velazqueña, a la naturaleza y a la realidad circundante, supo captar los recursos técnicos del impresionismo, aunque, merced a su habilidad, no se sometió sistemáticamente a sus métodos. Una sinceridad y una pureza que se vieron reforzadas por una holgada situación económica que no le obligó a producir para vender. Para completar el panorama artístico español de fin del siglo XIX resulta obligada la referencia a Joaquín Sorolla (1863-1923), amigo íntimo de Beruete, quien, contemporáneo y conocedor del impresionismo, interpretaría la vibración de la luz de un modo valiente y vigoroso, sin someterse a fórmulas ni procedimientos preestablecidos, creando algo nuevo e inconfundible: el luminismo. Después de sus éxitos tempranos como pintor realista, encontró en los temas marineros -barcas, velas y el mar- un pretexto para captar el sol cegador del ambiente mediterráneo y para apropiarse de la luz en todo su esplendor. Su obra, con el paso de los años, se tornó cada vez más vigorosa y atrevida. La etapa de Jávea (Alicante), donde juega con el agua en los cuerpos desnudos de los niños; sus abundantísimos paisajes de Toledo, La Granja, Sevilla y Granada; su consagración como retratista de la alta sociedad madrileña en 1910, y su proyección internacional en París, Londres, Nueva York, Chicago y San Luis, confirmaron una carrera fecunda y llena de reconocimientos. Su extraordinaria producción, estimada en más de 2.000 cuadros y más de 4.000 dibujos, quedó rubricada por esa monumental obra que fue la decoración de la Hispanic Society of America en Nueva York, cuyo encargo monopolizó los últimos años de su vida. Un crítico francés fue quien mejor definió su estilo: "Jamás un pincel ha contenido tanto sol. Esto no es impresionismo, es impresionante".
Personaje Militar Político
Formado en la carrera militar, desde 1820 tomó parte en la política de su país y en 1844 dio un golpe de Estado que ponía fin al gobierno de Vivanco. Su primera medida será la convocatoria de elecciones en las que triunfó, inaugurando una etapa de conciliación. Consolidó la deuda y promovió la explotación del guano. Echenique le sucedió en 1851 y Castilla retomó la fuerza militar para recuperar el poder cuatro años más tarde. Su rechazo a la Constitución provocó el levantamiento de Vivanco en 1856, que fue sofocado tras dos años de lucha. Durante el segundo mandato se desarrolló la guerra contra Ecuador por cuestiones territoriales, enfrentamiento que finalizó con el Tratado de Mapasinge de 1860, año en el que se promulgaba una nueva Carta Magna. Dos años más tarde era sucedido por el general San Ramón.
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El período comprendido entre los años 1284 y 1474, o lo que es lo mismo entre la muerte del monarca Alfonso X el Sabio y la proclamación de Isabel I como reina de Castilla, puede ser contemplado, por lo que a la Corona de Castilla se refiere, desde ópticas contrapuestas. En efecto, para unos se asiste en dicha etapa al declive irremediable del mundo medieval, en tanto que otros encuentran en ella los primeros síntomas inequívocos de los tiempos modernos. En verdad todo depende de los elementos que se tomen en consideración a la hora de formular un juicio. Si nos fijamos, por ejemplo, en la convivencia de las tres culturas, cristiana, musulmana y judía, cuyos frutos más logrados se alcanzaron precisamente en el reinado de Alfonso X el Sabio, lo acontecido en los dos siglos siguientes constituye un fracaso incuestionable. La expulsión de los judíos, decretada en marzo de 1492, seguida unos años más tarde por una medida similar con respecto a los mudéjares, sería la más rotunda manifestación del final de la coexistencia entre las tres religiones. Si, por el contrario, centramos nuestra atención en la proyección exterior de la Corona de Castilla, veremos cómo al concluir el siglo XV se ponía en marcha la gesta colombina, testimonio indiscutible de su apertura al antiguo mar tenebroso, es decir, al Océano Atlántico. Paralelamente, Castilla había extendido sus tentáculos por la costa occidental africana y las islas Canarias, al tiempo que desarrollaba, con notable intensidad, las rutas comerciales hacia la costa atlántica de Europa. La entrada en la modernidad, no obstante, se puso asimismo de relieve en otros muchos aspectos. Uno de los más señalados tiene que ver con la construcción de un aparato de Estado eficiente, cuyos soportes eran una monarquía fortalecida, centro indiscutible del poder político, y unas sólidas instituciones centrales de gobierno, a la par que un personal técnicamente preparado para la gestión que se le encomendaba, los letrados. En este sentido, la monarquía de los Reyes Católicos puede considerarse uno de los ejemplos más acabados del incipiente Estado moderno. Ahora bien, el camino recorrido entre los años 1284 y 1474 estuvo salpicado de numerosos obstáculos. La anarquía, frecuentemente atizada por la violencia de los malhechores feudales, estuvo a la orden del día. Añadamos las interminables luchas de bandos, que salpicaron la geografía de la Corona de Castilla de un extremo a otro. Tampoco faltaron la guerra fratricida (Enrique de Trastámara se enfrentó a Pedro I en los años 1366-1369) o la deposición de un monarca por parte de vasallos suyos (Enrique IV en la farsa de Avila, del año 1465). Luis Suárez, en una obra convertida en clásica, habló del conflicto entre nobleza y monarquía, cuya finalización llegó en tiempos de los Reyes Católicos con la victoria de la primera en el terreno social y económico y de la segunda en el político. Simultáneamente se incrementaba el descontento de los sectores populares, unas veces orientados contra los señores, como aconteció en Galicia con motivo de la segunda guerra irmandiña; otras, contra la odiada minoría hebraica o contra sus herederos, los cristianos nuevos o conversos. Y, como trasfondo, la Corona de Castilla vivió en el transcurso del siglo XIV una crisis de altos vuelos, por lo demás común a toda la Cristiandad europea. Su síntoma externo más alarmante fueron las epidemias de mortandad que se propagaron por todas las tierras, y en primer lugar la peste negra de mediados de la centuria. Pero no hay que dejar en el olvido los frecuentes malos años que afectaron de forma negativa al mundo rural. Tampoco hay que perder de vista, para completar el panorama, la incidencia en tierras hispanas de los graves problemas que afectaron al conjunto de la Cristiandad en aquellos siglos. Nos referimos fundamentalmente a dos: el magno conflicto franco-inglés conocido como guerra de los Cien Años, por una parte, y al Cisma que vivió la Iglesia en las décadas finales del siglo XIV e iniciales del XV, por otra. Claro que, en contrapartida, desde mediados del siglo XV las perspectivas eran más halagüeñas, pues la crisis, tanto en el terreno demográfico como en el económico, había sido superada por completo.
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Si la configuración sociológica de la España de los Reyes Católicos no permite establecer con claridad su caracterización dentro de los perfiles clásicos de unidad con que la historiografía más tradicional ha pretendido resumir el reinado y apuntar sus objetivos, la denominada unidad de España encuentra serias dificultades para ser admitida como realidad que supere a una mera yuxtaposición de reinos. A la diversidad religiosa, a la fragmentación estamental y a la difícil convivencia, ha de añadirse el carácter incompleto, limitado y muy ajeno al objetivo de una tendencia unificadora preexistente entre las dos Coronas. En la actualidad parece más correcto sostener que la Monarquía Católica, nacida del matrimonio de Isabel y Fernando, es un complejo en formación y no el mundo político terminado y cerrado que es imposible reconocer en la práctica independencia y autonomía de un reino, el de Navarra, que conservó todas sus instituciones a partir de su anexión a Castilla en 1515; en la existencia del reino de Granada, bajo el poder musulmán, que tras su conquista en 1492 mantuvo parte de su impenetrabilidad e identidad anteriores gracias a la cohesión interna de la nueva sociedad; en la fragmentación estatal de la Corona de Aragón con instituciones diferenciadas en Aragón, Cataluña, Valencia, y en la existencia de entidades políticas extrapeninsulares, Cerdeña, Sicilia, Nápoles, y más adelante las Indias, cuyo control administrativo y económico escapó, como en casi todas las partes, del afán centralizador y de los objetivos unitarios que se han pretendido presentar como procesos acabados en el tiempo de su gestión como gobernantes. Esta monarquía, que desde otras perspectivas historiográficas más coherentes presenta signos evidentes de precariedad, se nos presenta de todos modos como un proyecto político, ciertamente organizado, que de forma escalonada y no sin grandes dificultades tendió a homogeneizar la fuerza, mediante la construcción de un ejército permanente; aplicó hasta donde fue posible una rica variedad de esfuerzos tolerantes e intolerantes para asimilar las poblaciones excluidas del orden cristiano tradicional; organizó un conjunto institucional especializado que buscó centralizar la administración de la justicia, la gestión de la hacienda, la política de los Estados, la vida municipal y sus relaciones exteriores. En este proyecto desempeñaron papeles diferentes los reinos originarios de la Monarquía Católica, Castilla y Aragón; el primero, con más disponibilidades y recursos humanos y económicos que el segundo, asumió el ser centro de dirección y de toma de decisiones que, en ocasiones, pretendieron exportarse e imponerse a los Estados más periféricos y extrapeninsulares de la monarquía. Esta diferenciación de papeles produjo problemas en el ensamblaje de las distintas formas de gobernar -excepción hecha de la política exterior-, que obedecían a las "identidades constitucionales" de cada reino y a las distintas capacidades ejecutivas pactadas desde las capitulaciones matrimoniales de Cervera de marzo de 1469, que limitaban la actuación de Fernando, ya rey de Sicilia, en las cuestiones tocantes a Castilla, hasta las concordias celebradas en Segovia en 1475, que todavía reafirmaban más la autonomía de Castilla respecto del futuro rey de Aragón, pasando por situaciones forzadas por coyunturas específicas, como las impuestas por la guerra civil castellana que obliga a la reina a ampliar los poderes de Fernando, o a la inversa, como ocurre con los poderes otorgados por Fernando a Isabel en Calatayud, en abril de 1481, con ocasión de la celebración de Cortes en Aragón y en Cataluña; o en Murcia, en mayo de 1488, por un motivo parecido. Sin embargo, pese a todas las dificultades y diferencias de protagonismo, el proyecto fue desarrollado en Castilla, en Aragón y, fuera de la Península, en el Mediterráneo y en el Atlántico. En el interior, la conquista del reino de Granada, la institucionalización de las formas de gobierno y la actuación de la monarquía en las ciudades constituyen los ejemplos más significativos de un proceso que, en el exterior, culminó con el descubrimiento de América y con el resultado favorable de una hábil estrategia familiar.
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Desde el siglo XIII se estaba produciendo una lenta pero inexorable mutación geográfica desde el Mediterráneo hacia él Atlántico, debido a numerosos factores, tanto políticos como económicos y tecnológicos. La fachada marítima de Portugal y la costa atlántica de Andalucía ocupaban, desde ese punto de vista, una posición estratégica de primera magnitud. De ahí que se haya hablado por algunos historiadores del privilegio ibérico. Lo cierto es que en el transcurso del siglo XV la Corona de Castilla, que había puesto los pies en las islas Canarias al comenzar dicha centuria, fue protagonista de una notable expansión por la costa occidental de Africa, ya fuera para explotar sus pesquerías o para realizar un lucrativo comercio. En esas actividades participaban, sin duda, los grandes linajes de la nobleza de Andalucía, como los Guzmán o los Ponce de León, a los que, además de señores de tierra adentro, se les consideraba como señores de la mar. Pero, sobre todo, había en la costa atlántica de Andalucía un abigarrado mundo de mareantes y de pescadores. No tiene por ello nada de extraño que fuera precisamente en ese territorio en donde, años más tarde, encontrara Cristóbal Colón tanto el aliento como las bases materiales para llevar a cabo su proyecto de viaje a las Indias cruzando el Atlántico.
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La Iglesia vivió una situación muy difícil en las últimas décadas del siglo XIV. Ciertamente la crisis de la centuria contribuyó al desarrollo, entre las masas populares, de una religiosidad emotiva y sensiblera. Pero el acontecimiento más grave de cuantos sucedieron en el ámbito de la vida religiosa fue el Cisma de Occidente, es decir, la coexistencia, desde el año 1378, de dos pontífices en el seno de la Iglesia. Pese a todo en la Corona de Castilla hubo, en los años finales del siglo XIV, un serio intento reformista, cuya cabeza visible fue el arzobispo de Toledo, Pedro Tenorio. Las diversas naciones de la Cristiandad, una vez que estalló el Cisma, se encontraron ante un grave dilema: la necesidad de elegir entre el pontífice de Roma o el de Aviñón. Francia, aliada de Castilla, presionaba a ésta para que reconociera al pontífice aviñonense. Con la finalidad de tomar una decisión se celebró una asamblea del clero de la Corona de Castilla en Medina del Campo, en 1380. Aunque hubo algunas dudas, finalmente la asamblea se decantó en favor de Clemente VII, pontífice de Aviñón. Al año siguiente, 1381, Castilla declaraba solemnemente su obediencia a este papa. Todo parece indicar que desempeñó un papel muy importante en la decisión adoptada el legado pontificio Pedro de Luna, un clérigo de origen aragonés. Precisamente Pedro de Luna sucedería al pontífice de Aviñón en 1393, adoptando el nombre de Benedicto XIII. Inmediatamente, se pusieron en marcha diversas vías destinadas a poner fin al Cisma. Fracasada la via facti se acudió a la via cessionis. La cuestión se solucionaría si los dos papas dimitían. Castilla presionó para que Benedicto XIII se retirara, pero ante su negativa una nueva asamblea de eclesiásticos, reunida en esta ocasión en Alcalá de Henares en el año 1398, propuso una medida ciertamente radical, la sustracción de obediencia al pontífice aviñonés. Ahora bien, como quiera que Benedicto XIII no renunció y por otra parte Castilla se encontró durante unos cuantos años al margen de cualquier pontífice, una nueva asamblea de eclesiásticos, reunida en 1402, recomendó, como mal menor, restituir la obediencia al papa de Aviñón, lo que se llevó a cabo en Valladolid en 1403. Fracasada la vio cessionis se puso en marcha un nuevo método, la vio compromissi, que buscaba el logro de un acuerdo entre los propios pontífices. Enrique III puso su mejor voluntad para que se alcanzara la concordia, pero el fracaso de la proyectada entrevista entre el pontífice romano y el aviñonense no dejaba más camino posible para solucionar el Cisma que la via concilii, es decir, la convocatoria de un concilio universal de la Iglesia.