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Las novedades, rupturas y contradicciones de la pintura francesa del siglo XVIII no pueden ser reducidas a un escueto enfrentamiento entre el rococó y las tendencias clasicistas. De esta forma, el primero ocuparía cronológicamente la primera mitad del siglo, mientras que las segundas irían progresivamente imponiendo sus criterios durante la segunda mitad para culminar en el neoclasicismo riguroso y estricto de Jacques-Louis David. El punto de inflexión entre ambos fenómenos estaría situado en los años centrales del siglo XVIII, coincidiendo con la publicación de la "Encyclopédie" y con la divulgación de las ideas de la Ilustración.Las dificultades que surgían para confirmar históricamente ese planteamiento en relación a la arquitectura, vuelven a plantearse con respecto a las artes figurativas. Veíamos cómo incluso cabía considerar que algunas propuestas del rococó pudieran expresar contenidos ilustrados, que no pueden reducirse a una genérica admiración por la Antigüedad. Es más, un filósofo y crítico de arte como Diderot podía polemizar con un escultor como E. Maurice Falconet (1716-1791) a propósito del destinatario de las obras de arte. Así, mientras Diderot defendía que el artista debía tener prioritariamente en cuenta el juicio de la historia, Falconet afirmaba que el artista debía, sobre todo, hablar a sus contemporáneos. De esta forma, Diderot acabaría dedicando sus esfuerzos como crítico de arte a descubrir los nuevos valores temáticos, formales y representativos que pudieran esconderse en la pintura contemporánea expuesta en los Salones parisinos con el ánimo de descubrir los caracteres que habrían de constituir un legado histórico.

Pero no es sólo desde el análisis del papel que debe cumplir el artista en la sociedad como la Ilustración enfrenta su crítica al rococó, sino, además, comprobando que el público constituye un elemento de indudable significación en la propia práctica de la pintura. Reyes, aristócratas, eclesiásticos o eruditos ya no son el público exclusivo de los artistas, sino que se han incorporado burgueses y artesanos, comerciantes e intelectuales. Incluso los lugares de exhibición de las obras se han alterado profundamente, sometiéndolas, antes de ser adquiridas, al juicio del público por medio de las convocatorias de los Salones de la Academia. Aunque hay que observar, antes de nada, que se trata de un fenómeno que ya afectó de manera decisiva al rococó, encontrando, además, una enorme fortuna que explicaría que sus contenidos y soluciones formales pervivieran durante la segunda mitad del siglo XVIII, contemporáneamente a la construcción de las diferentes tendencias clasicistas. Recuérdense al respecto las obras de François Boucher (1703-1770) o Jean-Honoré Fragonard (1732-1806).No debe olvidarse, por otro lado, que el ideal estético que se desprende de las páginas de la "Encyclopédie", y ya se ha podido comprobar con respecto a la arquitectura, deriva de las doctrinas académicas, comenzadas a codificar en el siglo anterior, especialmente las referidas a la jerarquía de los géneros, situando la pintura de historia en el más, alto nivel como había sido teorizado desde Alberti.

Y esa será un arma fundamental para enfrentar la crítica a la pintura rococó y, a la vez, para proponer temas de elevado valor moral y didáctico a los propios pintores. En este contexto puede entenderse mejor el desconcierto de los críticos ante la pintura de Jean-Baptiste Simeón Chardin (1699-1779), dedicada casi exclusivamente a temas de bodegones e interiores domésticos. Sin embargo, la calidad de su pintura motivó que fuera defendido por los partidarios del nuevo concepto moral que se pretendía atribuir a la pintura de historia.No hubo disculpas, sin embargo, para Watteau y, a pesar de ello, también sus obras incorporan suficientes motivos de modernidad y de calidad pictórica. Lo cierto es que, en términos históricos, todas esas opciones encuentran un ámbito disciplinar y social durante la época de la Ilustración. La recuperación, en la crítica y en los libros teóricos, de los principios clasicistas del arte era también una forma de reclamo a la Historia que parecía arrastrar, en su rigorismo conceptual e ideológico, la reciente experiencia contemporánea de las obras de Watteau, de Chardin o de Boucher. De ahí la apariencia tradicional que se desprende de algunos planteamientos de los críticos ilustrados, aunque bien es cierto que también formulan algunas hipótesis de consecuencias decisivas para la pintura moderna, sobre todo relacionadas con la composición o la capacidad de representación de la pintura.Junto con Chardin, tal vez sean Jean Baptiste Greuze (1725-1805) y Claude Joseph Vernet (1714-1789) los que mejor representen este momento crítico de la pintura francesa del siglo XVIII.

De Chardin, que como se ha visto, no cultivó la pintura de historia, los críticos de la Ilustración admiraban su capacidad para crear un clima trascendente alrededor de un simple bodegón o de objetos inertes, como si pudiera leerse el alto valor moral de la pintura a través del silencioso estar de los diferentes motivos. Equilibrio compositivo que redunda en el ensimismamiento de sus personajes, cuando aparecen. Cuando lo hacen, es siempre describiendo escenas cotidianas, gestos llenos de normalidad, obsesivamente encerrados en un interior. Esa capacidad de representación implica al espectador hasta introducirlo en el propio espacio de la pintura. Los personajes y objetos de un cuadro no establecen un coloquio emocional con el público, sino que lo ignoran absorbiéndolo, como ha demostrado M. Fried. Como ocurre, por ejemplo, con su Joven dibujante (1759), con el Castillo de cartas 1737) o con La madre laboriosa (h. 1740).Algo semejante harían Greuze, con sus escenas populares y costumbristas, o Vernet con sus paisajes de ciudades. Ese magisterio específicamente pictórico fue apreciado por Diderot hasta el extremo de considerarlos pintores de historia. Parece que es la técnica la que, al final, ha salvado la pintura de género, debido, sobre todo, al alto grado de dramatización del que están dotados esos cuadros. La solución definitiva la habría de proporcionar David. Mientras tanto la pintura de historia era cultivada por artistas vinculados a la tradición francesa del siglo anterior, matizada por un sentido decorativo del color muy rococó, como ocurre con la obra de Jean François de Troy (1679-1752), que acabaría siendo Director de la Academia de Francia en Roma en un momento crucial, entre 1738 y 1752, o con la actividad de Charles-Joseph Natoire (1700-1777), que acabaría también siendo director de la Academia de Francia en Roma.

Con estos pintores, sin renunciar a las aportaciones de Watteau, Boucher o Carle Van Loo (1705-1765), la pintura francesa prepara el cambio más significativo en el arte del siglo XVIII. Un cambio que sólo es explicable si se asumen todos los aspectos contradictorios que en él aparecen. De la misma manera que Blondel no encontraba incompatibles los interiores rococós con la tradición clasicista en la arquitectura, parece que no haya mayores motivos para ver la obra de Watteau en su profunda modernidad histórica. Posiblemente el hecho de que su ruptura con la tradición barroca y clasicista fuera tan radical, tanto en los temas que pintaba como en la técnica desenvuelta que le caracteriza, haya motivado las críticas clasicistas y racionalistas. Sin embargo, su obra no puede ser considerada como el epílogo final del barroco, una prueba de su agotamiento. Al contrario, el profundo compromiso que adquiere con la sociedad de su tiempo es más moderno que la simple aceptación de principios normativos o ideales. Lo resumió brillantemente P. Francastel: "Las luces, como el arte de Watteau, fueron un intento de conciliar la previsión de una época bañada por la razón humana con un riguroso empirismo. En el mismo momento, también las "Cartas Persas" nos ofrecen el ejemplo de un pensamiento disfrazado".

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