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Como consecuencia de la invasión mongola y de las destrucciones y trastornos causados por ella, escribe Cl. Cahen, Iraq dejó de ser el centro del próximo Oriente islámico, que se polarizó "en torno, por un lado, de las metrópolis del noroeste iraní, y, por otro, de Siria y más tarde de El Cairo". El Egipto de los mamelucos se convirtió, así, en centro de civilización árabe, bajo un régimen político estable de dictadura militar ejercida por los sultanes a la cabeza de una casta guerrera, especie de tribu extranjera sintética constituida sobre la población egipcia y siria mediante el empleo masivo y sistemático de los procedimientos de recluta y formación de soldados propios de la llamada esclavitud militar, que ya era conocida en los países islámicos con anterioridad. Los mamelucos (mamluks) fueron esclavos educados para el oficio militar y enfranquecidos al término de su instrucción. La inmensa mayoría eran turcos de la tribu quipchac, adquiridos en los mercados del norte y este del Mar Negro bajo dominio de la Horda de Oro y, desde finales del siglo XIV, circasianos caucásicos. A su llegada a Egipto, en la infancia o adolescencia, se les adoctrinaba en el Islam y recibían educación militar en la casa del sultán o en la de alguno de los jefes militares hasta que, una vez concluida su formación, obtenían la libertad y se integraban en el ejército, donde podían hacer carrera según su capacidad y suerte, pero conservando siempre lazos de fidelidad y clientela hacia el jefe de su casa y de camaradería hacia sus condiscípulos.

Lógicamente, la casa más importante fue siempre la formada por los mamelucos reales o del sultán: 12.000 hacia 1330, la mitad un siglo después, encuadrados en grupos que mandaban emires (de 100, 40 o 10 hombres a caballo). Disponer de mamelucos en formación solía ser privilegio de los que a su vez eran mamelucos, aunque no exclusivo, lo que acentuó los rasgos diferenciales del grupo: todos eran infieles islamizados, de origen geográfico y étnico bien definido; distinguidos por su manera de vestir y por el hecho de que sólo ellos podían montar a caballo, por sus nombres turcos y por el empleo de esta lengua en contraposición a la población autóctona, que era arabófona. Aunque solían casar con mujeres de su mismo origen o bien con hijas de otros mamelucos, su condición, oficio y privilegios no eran hereditarios pues sus hijos portaban ya nombres musulmanes y se fundían con el resto de la población. La ausencia de linajes limitaba y renovaba de una manera peculiar tanto las relaciones de clientela como las continuas luchas por el poder entre las facciones. Habitualmente, los mamelucos vivían en El Cairo y otras ciudades principales lo que, al cabo, fue una de las causas que deterioró su capacidad militar; allí recibían la renta, en forma de iqta, de la que se sustentaban, pero que había sido recaudada por la administración autóctona sobre un campesinado y unos recursos agrarios con los que los mamelucos no tenían contacto directo, pues se limitaban a ejercer el mando político y militar.

En aquellas condiciones, no hubo motivos para que se desarrollaran formas de disgregación señorial o de feudalización del poder al modo clásico. Los sultanes accedían a él o bien por lazos de sangre o, al menos, por los de clientela, en un juego de posibilidades donde se mezclaba la voluntad del sultán anterior -hay con frecuencia cooptaciones en vida- como la presión de los diversos magnates, jefes de casas de mamelucos. Las luchas y usurpaciones eran frecuentes, pero el sistema en sí mismo fue estable. Se distingue entre dos épocas dinásticas, la de los mamelucos turcos, entre 1250 y 1382 -25 sultanes-, y la de los circasianos, desde 1382 hasta 1517 -24 sultanes-. Con posterioridad a la conquista otomana y a la consiguiente desaparición de su sultanato, los mamelucos siguieron siendo elemento organizativo de la política y el ejército. Los principales sultanes de la primera época fueron Baybars (1260-1277), verdadero fundador del régimen y conquistador de Siria, y al-Nasir Muhammad (1299-1341), tras cuyo mandato se produce una época de fuerte inestabilidad. Al-Zahir Barkuk fue el primero de los sultanes circasianos; a su casa perteneció Barsbay (1422-1438) y a la de éste qa'it Bay (1468-1495), que se cuentan entre los sultanes más relevantes. El régimen mameluco respetó y protegió los fundamentos y el funcionamiento habitual del orden religioso y jurídico propio de toda la población musulmana, al apoyar a los faquíes y ulemas, dotar fundaciones piadosas con bienes de waqf; tutelar La Meca y Medina, y aceptar la residencia en El Cairo, desde 1261, de un califa abbasí puramente nominal.

A pesar de su ortodoxia sunní, el régimen no reprimió al si'ismo, ni a la minoría cristiana copta, en cuyo seno aumentaron las conversiones al Islam desde finales del siglo XIII. La prosperidad del Egipto mameluco estuvo vinculada a la capitalidad mercantil de Alejandría, mayor aún desde la decadencia del Iljanato a partir de 1330-1340, y a su eficacia en la defensa frente a mongoles, occidentales y, en Cilicia, armenios. La mayor parte de los motivos de decadencia procedieron del exterior, aunque se combinaron con el deterioro demográfico y agrario internos, y aquel régimen, basado en la estabilidad y casi en el inmovilismo, no encontró recursos para evitarla desde el segundo tercio del siglo XV: en el aspecto económico, fue la crisis de la actividad mercantil ante el fracaso de los monopolios, el predominio absoluto de los occidentales y la dificultad para mantener el abastecimiento de oro y para acceder a los mercados del Mar Negro, proveedores de esclavos: Ashtor estima que los primeros sultanes mamelucos habían adquirido un promedio de 800 esclavos al año para el ejército, y que eran capaces de movilizar de 40.000 a 50.000 hombres a caballo, pero a mediados del siglo XV no se compraba más de 200 O 300 esclavos anualmente. En el transito del siglo XV al XVI vinieron a agravar la situación la perdida del Yemen y la falta de control sobre las rutas del Indico, por las que el Islam, desde Egipto sobre todo, había irradiado durante los siglos XIII al XV hacia la India, el Asia del sureste y la costa oriental africana.

No obstante, la falta de fuertes enemigos exteriores protegió a los mamelucos durante mucho tiempo: las agresiones de Tamerlán alcanzaron a Siria, pero no a Egipto, y los turcos otomanos no comenzaron a ser un peligro serio hasta el último cuarto del siglo XV. La situación del Magreb después de la decadencia y desaparición del Imperio almohade pasó por alternativas diversas. Hasta 1277, la mayor estabilidad y prestigio religioso correspondió a los Hafsíes de Túnez (Iffiqiya), mientras que al oeste se libraba la batalla por el dominio político entre meriníes, zayyaníes, mercenarios hilalianos y los últimos almohades: tras la conquista de Fez en 1269 y de Siyilmassa en 1274, la victoria correspondió al meriní Abu Ya'qub, que buscó inmediatamente la legitimación dinástica y el respaldo de los ulemas mediante la ayuda a Muhammad II de Granada y las victorias sobre los castellanos, en suelo andaluz, entre 1275 y 1285. Mientras tanto, el zayyaní Yaghmurasin había consolidado su emirato en el Magreb central, en torno a Tremecén. El juego de alianzas y guerras entre los tres emiratos, y el de reyertas internas en cada uno de ellos fue siempre complejo. Los meriníes alcanzaron su máximo poder e influencia sobre el conjunto del Magreb bajo los sultanatos de Abu-l-Hasan (1331-1348) y Abu 'Inan (1348-1358): fue también el último momento importante de su intervención en la península Ibérica, desde la recuperación de Gibraltar (1333) hasta la derrota del Salado (1340) y la pérdida de Algeciras (1344).

En 1347, por un momento, Abu-l-Hasan dominó en casi todo el Magreb. Pero a la muerte de su sucesor, zayyaníes y hafsíes recuperaban sus respectivos ámbitos de poder. Desde mediados del siglo XIV se generalizó un proceso de decadencia y disgregación o, al menos, descentralización de poderes en los tres ámbitos del Magreb, aunque cada uno pretendiera un fundamento de legitimidad distinto, pues los hafsíes heredaron la propia de los almohades, los zayyaníes nunca pasaron de ser simples emires, mientras que los meriníes actuaron con títulos religiosos (Amir al-Muslimm) e incluso con aspiraciones califales. Muchas ciudades principales, con sus gobernadores al frente, eran centros de poder autónomos, al margen de las capitales: Trípoli, Constantina o Bugía frente a Túnez, en Ifriqiya; Orán frente a Tremecén, en el sector central; Ceuta, Marrakech o Siyilmassa, al oeste. Sin embargo, fue una época fundamental para la consolidación de estructuras administrativas: "En cada provincia -escribe A. Laroui- el poder reposaba sobre tres fundamentos: los derechos sobre el comercio, un makhzen (personal administrativo) y mercenarios, en gran parte proporcionados por los hilalianos, que estaban repartidos por todas las regiones del Magreb". El makhzen, en efecto, se homogeneiza en todos los emiratos según un mismo modelo: wazir o hayib al frente de la política interior y exterior -varios a veces-; cancillería con sus secretarios (katib); administradores de los recursos fiscales, a menudo cobrados en especie para el pago de tropas, y, en fin, cuerpos armados, entre cuyas misiones solía figurar el control y cobro de los impuestos territoriales agrícolas y ganaderos, pues con frecuencia eran beduinos, especie de pastores-guerreros a caballo, que los tenían en régimen de iqta, mientras que los recursos procedentes de las aduanas y el comercio, los monopolios y arrendamientos de derechos, dependían con más frecuencia de la administración cortesana o civil, donde predominaban los libertos y, a veces, los emigrados de al-Andalus y sus descendientes.

La insuficiencia financiera para mantener ejércitos estables y la falta de modernización de estos fueron problemas insolubles para los emiratos magrebíes en aquellos siglos. La debilidad y dependencia de la economía contribuyeron también a aquella situación política: descenso de población, estancamiento de la producción agrícola, de base cerealista, y auge del nomadismo. Pero, por el contrario, intensificación del comercio sahariano y, en especial, del mediterráneo, gravado este último con un tipo aduanero general del 10 por 100, que enriquecía a los emires y a su entorno político-administrativo o makhzen; pero era un comercio marítimo muy dependiente y de saldo deficitario, en manos de mercaderes de la Europa mediterránea. En aquellas circunstancias, sin embargo, se consolidó la identidad cultural del Magreb como conjunto singular dentro del mundo islámico, muy atenido a la ortodoxia sunní y al maliqismo, cuyo estudio se desarrolla en las madrasas fundadas entonces en las principales ciudades -Fez, Tremecén, Túnez- y favorece la definitiva arabización cultural, así como la presencia de los hilalianos la impulsaba en diversos aspectos de la vida cotidiana. Por otra parte, la cultura del siglo XIV debe mucho a la influencia andalusí, patente en la historiografía, la política, el arte, la literatura y la ciencia religiosa de los ulemas cuyo prestigio como élite de poder socio-religiosa era indiscutible.

Y, en fin, la influencia de formas de sufismo popular iba en aumento, lo que explica la proliferación de los eremitorios o zawiyas y el ascendiente social de los mayadib o iluminados, que negaría a su apogeo en el siglo XVI. Ibn Jaldun (1332-1406) vivió cuando aquellos procesos de cambio cultural llegaban a su madurez y en el momento -mediados del siglo XIV- en que se precipita la decadencia política del Magreb: la reflexión que desarrolla en sus "Prolegómenos" (Muqaddimah) sobre el contacto entre la fuerza de los beduinos nómadas -base del poder militar- y la sociedad civilizada, representada en las ciudades, propone una teoría general de la crisis cíclica y la inevitable decadencia que, en realidad, es una abstracción realizada a partir de la experiencia sobre su entorno histórico, y sólo puede ser comprendida en relación con él, aunque la genialidad del autor sugiera reflexiones sobre la teoría de la organización social mucho más amplias y variadas a los lectores de otras épocas. Las crisis interiores en el Magreb se agudizaban ante la ruptura del equilibrio de fuerzas con los poderes cristianos vecinos, que se consume en el siglo XV, de modo que a la decadencia generalizada de esta centuria -promoción de los beduinos, empobrecimiento del Tesoro, lucha entre pretendientes al poder, regresión económica, urbana, cultural, en expresión de A. Laroui- hay que añadir la presión exterior, de la que sólo se libró Ifriqiya, gracias a su mayor fortaleza política.

Los ataques y conquistas, efímeras o duraderas, de plazas litorales afectaron sobre todo a los ámbitos meriní y zayyaní; tenían precedentes desde el siglo XIII en los asaltos y saqueos de diversas plazas -Salé en 1260, Tetuán y Bona en 1399-, y formaban parte de un estado de cosas en el que el corso y las razzias o cabalgadas sobre zonas costeras eran habituales, a pesar del perjuicio que causaban a las relaciones mercantiles. Las consecuencias fueron mayores desde la conquista de Ceuta por los portugueses en 1415; en los decenios siguientes, consolidaron su presencia en las costas del Magreb atlántico (Alcazarseguer, 1458; Arzila y Tánger, 1471; Agadir, 1505; Mogador, 1506; Safi, 1507; Azemmur y Mazagan, 1513) mientras que desde finales de siglo, una vez conquistado el emirato de Granada, la nueva Monarquía española iniciaba la misma empresa en el Mediterráneo magrebí (Melilla, 1497; Mazalquivir, 1505; Orán, 1509; Bugía, 1510; Trípoli, 1511). Una vez desaparecidos los meriníes de Fez, desde 1465, donde tomaron el poder los wattasies, y disgregado el de los hafsíes de Ifriqiya a partir de 1488, el Magreb alcanzaba una situación extrema de debilidad y fragmentación política que describe mejor que nadie el historiador y geógrafo Juan León el Africano en los siguientes decenios. Los mismos o semejantes factores que habían influido en la historia magrebina, más otros específicos, acabaron provocando la desaparición del emirato de Granada, último reducto de al-Andalus.

Entre 1275 y 1344, los emires granadinos, de Muhammad II (1273-1302) a Yusuf I (1333-1354), habían roto muy frecuentemente el vasallaje debido a los reyes de Castilla, apoyados en el respaldo militar meriní, que incluía la presencia casi permanente de los norteafricanos en las plazas próximas al Estrecho (Gibraltar, Algeciras, Ronda), en la política zigzagueante de la Corona de Aragón, a menudo enfrentada con la de Castilla, y en los intereses de los mercaderes de Génova, que oscilaban también entre uno y otro bando. Pero, al cabo, los esfuerzos castellanos, que a menudo obtenían del Papado la consideración de cruzada, con los consiguientes efectos económicos, lograron la conquista de Algeciras por Alfonso XI en 1344, la retirada meriní y el definitivo dominio de la ruta del estrecho de Gibraltar por las marinas cristianas, y así quedó Granada sin respaldos exteriores. La profunda crisis atravesada por los reinos cristianos españoles en la segunda mitad del siglo XIV, que se encuadra además en otras de carácter más amplio, aseguró al emirato una época de tranquilidad hasta 1406, que corresponde al reinado de Muhammad V (1354-1391) y de sus inmediatos sucesores. En los decenios centrales del siglo se construyeron los recintos más importantes y admirables de La Alhambra granadina, escribieron los principales poetas -Ibn al-Yayyab, algo más antiguo, Ibn Zamrak-, y sobre todo el filósofo, historiador y político Lisan al-din Ibn al-Jatib (1313-1375), paradigma de la cultura andalusí granadina y testigo pesimista de la debilidad e incierto futuro de su patria.

El cambio de situación en el siglo XV se manifiesta al mismo tiempo en la reanudación de los ataques de Castilla, dispuesta a hacer efectivo el vasallaje y a ganar posiciones fronterizas, como paso previo a la conquista militar y política, aun respetando, en principio, la presencia de musulmanes como mudéjares, y en la crisis interna del emirato, por cuyo dominio pelean varios partidos -entre ellos el de los Abencerrajes- desde 1419: aquel desgarramiento interno y la posibilidad de apoyar a alguno de los emires o candidatos en pugna fue aprovechada también por los reyes castellanos hasta la guerra final. Por otra parte, la dependencia económica granadina ante los operadores mercantiles extranjeros, sobre todo genoveses, era casi completa en aspectos sustanciales, lo que contribuía a la debilidad del emirato y a su aislamiento por vía marítima. En aquellas circunstancias, sólo la inestabilidad política interior de Castilla y la inconstancia de sus dirigentes para llevar a cabo un proyecto de conquista que formaba siempre parte de su programa, prolongaron una situación cada vez más difícil para Granada a medida que se desarrollaba la artillería de asedio modificando los supuestos estratégicos fundamentales de su defensa estática. Así se demostró ya en las campañas del infante Fernando, que conquistó Antequera en 1410. Juan II y Alvaro de Luna reanudaron la guerra entre 1431 y 1439, y obtuvieron apreciables ganancias por capitulación.

Enrique IV prosiguió el empeño entre 1455 y 1462, combinando la guerra con el bloqueo económico y la destrucción de fuentes de riqueza, y con el apoyo a facciones en lucha por el emirato. Por fin, Isabel I y Fernando V, en situación de ejercer con gran eficacia el poder monárquico, consiguieron aunar todos los medios -fuerza militar, respaldo económico y religioso procedente de la declaración pontificia de cruzada, apoyo social y político, uso de las disensiones internas granadinas- para llevar a cabo tenazmente la conquista total, que se prolongó desde 1482 a 1492 e incorporó definitivamente Granada a la Corona de Castilla. En los años siguientes, hasta 1501, las capitulaciones acordadas a medida que avanzaba la conquista, fueron la base de la nueva organización del país, en el que coexistieron numerosos nuevos pobladores cristianos con mudéjares -buena parte de la población del antiguo emirato que no emigró-, cuya suerte posterior -bautismo entre 1500 y 1502, expulsión de sus descendientes tras la revuelta de 1569 a 1571- acabaría provocando su desaparición del solar granadino.

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